Lecturas Políticas 1

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Lic. Miguel Ángel Osorio Chong Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo y Presidente Honorario del IAPH Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, a.c.

Lic. Carlos Godínez Téllez Presidente del Consejo Directivo Lic. Ramón Ramírez Valtierra Vicepresidente L.C. Nuvia Mayorga Delgado Tesorera

Coordinación editorial Ernesto Garduño M.

Diseño y formación Ceiba Diseño y Arte Editorial

Primera edición, 2010 © Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, A.C. Plaza Independencia núm. 106-5° Piso, Centro, Pachuca, Hidalgo. Teléfonos: (771) 715 08 81 y 715 08 82 (fax) Página web: www.iaphidalgo.org Correo electrónico: iaphidalgo@yahoo.com.mx Impreso en México


ÍNdice

Presentación

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Dos discursos sobre los peligros del despotismo José María Luis Mora

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La libertad de prensa Francisco Zarco

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Salario y trabajo Ignacio Ramírez

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Respuesta a la Confederación de Cámaras de Comercio. Expropiación de las compañías petroleras 83 Lázaro Cárdenas



Presentación

El Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo tiene entre sus propósitos más significativos el contribuir a la formación y desarrollo de una cultura política democrática. Una cultura que debe permitirnos vincular los mejores principios de la tradición política mexicana con los requerimientos de un mundo globalizado. La dinámica de los intercambios y las interdependencias de la estructura global nos exige un reconocimiento pleno de los valores políticos esenciales que sirvieron de base al surgimiento y consolidación de la nación mexicana. Esta exigencia deriva de la caída de los grandes metarrelatos en todos los campos de la actividad humana. La ciencia, la filosofía, el arte y, desde luego, la política en el mundo, han perdido sus referentes clásicos. La política en México no es la excepción. Para nosotros es una cuestión esencial contribuir a las acciones de divulgación que concurran a dotar de sentido pleno a la comunidad política mexicana. De lo contrario, la dinámica del cambio tecnológico, político y social traerá como consecuencia enormes pérdidas de sentido, o lo que es lo mismo, el riesgo de la generalización del individualismo extremo, la instauración de la indiferencia política y la pérdida del sentido de pertenencia o de identidad.


Para poder ser ciudadanos del mundo, primero debemos aprender a ser ciudadanos de México, con plenos derechos y obligaciones, e hidalguenses capaces de expresar las virtudes cívicas necesarias que nos permitan dar valor al mundo y seleccionar aquellos valores que en el marco de la mundialización nos enriquezcan como cuerpo social y como individuos. Nuestro tránsito en los últimos dos siglos nos ofrece una lección histórica significativa: al tratar de ser lo que no somos, podemos perder lo que sí hemos sido. Reunimos aquí el pensamiento de cuatro ciudadanos mexicanos de excepción –José María Luis Mora, Francisco Zarco, Ignacio Ramírez, y Lázaro Cárdenas–, cuya reflexión y obra política dignificaron el concepto de poder público. De su legado y utilidad en el presente debemos responder todos nosotros.

Pachuca de Soto, 2010.


JosĂŠ MarĂ­a Luis Mora Dos discursos sobre los peligros del despotismo



Dos discursos sobre los peligros del despotismo

DISCURSO SOBRE LOS MEDIOS DE QUE SE VALE LA AMBICIÓN PARA DESTRUIR LA LIBERTAD

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ada más importante para una nación que ha adoptado el sistema republicano inmediatamente después de haber sali­ do de un régimen despótico y conquistado su libertad por la fuerza de las armas, que disminuir los motivos reales o aparen­ tes que puedan acumular una gran masa de autoridad y poder en manos de un solo hombre, dándole prestigio y ascendiente sobre el resto de los ciudadanos. La ruina de las instituciones populares ha provenido casi siempre de las medidas que se han dictado indiscretamente para su conservación, no porque no se haya intentado ésta de veras y eficazmente, sino porque los efectos naturales e invariables de las causas necesarias no pue­ dan alterarse por la voluntad de quien los pone en acción. El mal de las repúblicas consiste ahora, y ha consistido siempre, en la poquísima fuerza física y moral que se confía a los depositarios del poder. Esta necesidad que la trae consigo la naturaleza del sistema, tiene, como todas las instituciones


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humanas, sus ventajas e inconvenientes, que deben pesarse fielmente antes de adoptarse; porque una vez admitidas es necesario arrostrar con todo, antes que hacer una variación que, por ligera que sea o se suponga, abre la puerta al cambio total del sistema y es un sacudimiento que, aunque ligero, si se repite socava lentamente las bases del edificio social hasta dar con él en tierra. ¿Qué cosa más halagüeña que estar lo más lejos de la inspección de la autoridad y someter lo menos que sea posible la persona y acciones propias a la vigilancia y disposiciones de los agentes del poder? ¿Y en qué sistema, si no es en el republicano, se goza con más amplitud y se da más ensanche a semejantes franquicias? En ninguno ciertamente. Pues este bien inestimable está más expuesto a perderse que en cualquiera otra clase de gobierno, si los libres no están muy alerta para prevenir toda especie de pretensiones que tiendan, aunque sea por pocos instantes, a disminuir su libertad y a aumentar con estas pérdidas la fuerza del que empieza por dirigirlos y acabará indefectiblemente por dominarlos. El amor del poder, innato en el hombre y siempre progresi­ vo en el gobierno, es mucho más temible en las repúblicas que en las monarquías. El que está seguro de que siempre ha de mandar, se esfuerza poco en aumentar su autoridad; mas el que ve, aunque sea a lo lejos, el término de su grandeza, si la masa inmensa de la nación y la fuerza irresistible de una verdadera opinión pública no le impone freno, estará siempre trabajando con actividad incansable por ocupar el puesto supremo, si se cree próximo a él, o por prolongar indefinidamente su direc­ ción y ensanchar sus límites, si ha llegado a obtenerlo.


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Son infinitos los medios que se ponen en juego para llegar a este término; pero entre ellos los más trillados consisten en hacerse popular para proporcionarse el ascenso; darse por necesario para mantenerse en el puesto; y suponer, para des­ truir la Constitución, la imposibilidad o ineficacia de las leyes fundamentales. En un pueblo nuevo que por su inexperiencia jamás ha co­ nocido la libertad, los demagogos tienen un campo inmenso en qué ejercitar sus intrigas, dando rienda suelta a su ambición. Buscar las pasiones populares y una vez halladas adularlas sin medida, proclamar los principios llevándolos hasta un grado de exageración que se hagan odiosas, e infundir la descon­ fianza de todos aquellos que no hayan pasado tan adelante y profesen o persuadan máximas de moderación; he aquí el modo de hacerse de popularidad en una nación compuesta de hombres que por primera vez pisan la senda difícil y siempre peligrosa de la libertad. ¿Qué es lo que se ha hecho en Inglaterra, en Francia, en España y finalmente en todas las que fueron colonias españo­ las y ahora naciones independientes de América? Considérese atentamente el primer periodo de sus revoluciones; sigamos sin perder de vista todos los pasos de los que después han sido sus señores y se verá, sin excepción, que la popularidad que les ha servido de escalón para elevarse a la cumbre del poder no la han debido a otros medios. En efecto, un pueblo que ha vivido bajo un régimen opresor, no se cree libre con sacudir las cadenas que lo tenían uncido al carro del déspota, sino que quiere romper todos los lazos que


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lo unen con la autoridad y aun la dependencia necesaria que trae consigo la desigualdad de clases, debida no a las leyes sino a las diversas facultades físicas y morales con que la naturaleza ha dotado a cada uno de los hombres. De esto proviene que escuchen con entusiasmo y eleven a todos los puestos públicos a los que predican esa igualdad quimérica de fortunas, goces y habilidad para serlo todo, y se enardezcan contra todos los que procuran curarlos de esta fiebre política, prodigándoles los apodos más denigrativos, los más insultantes desprecios y las persecuciones más bárbaras, y forjando sin advertirlo las cadenas que han de reducirlos a la nueva servidumbre. Robespierre y Marat no se hicieron dueños de los destinos de Francia ni derramaron tanta sangre sino por estos medios, y fueron mil veces más perniciosos que lo habían sido todos juntos los reyes cuya raza destronaron. Ellos al fin cayeron como caerán todos los de su clase, pero dejando abierto el camino para la elevación de otros que aunque más sordamente pero con éxito más feliz, logran por algún más tiempo realizar sus miras colocándose en la cumbre del poder, violando todas las garantías sociales y perpetuando la desgracia de los pue­ blos, que por un círculo prolongado de miserias y desventuras vuelven al mismo punto de esclavitud de donde partieron para emprender el camino de la libertad. Los pueblos, después de mil oscilaciones y vaivenes, pasado el terror de la anarquía, forman una mala o mediana Consti­ tución y entonces es otra la suerte que les espera. Desde luego aquellos que han debido ocasionalmente su engrandecimiento al régimen de las facciones procuran darse una importancia


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exorbitante, aparentando el aprecio público por todas las exterioridades que parezca conciliárselo y trabajando en per­ suadir a los demás que la estabilidad de la república pende de la suerte adversa o favorable que corra su existencia personal. Este error se insinúa con una facilidad extraordinaria y tiene un éxito feliz, especialmente entre aquellos que no han conoci­ do más patria que un suelo mancillado con la abyección y es­ clavitud, más derechos que las gratuitas y escasas concesiones de un señor, ni más leyes que los vanos e inestables caprichos de un dueño absoluto. La suerte de la libertad y la existencia de la república se hallan al borde del precipicio desde el mo­ mento en que cree o afecta creerse que reconocen por base la existencia política de un solo hombre. Entonces se tendrá con él toda clase de condescendencias; se procurará apartar todas las miradas de los ciudadanos, de las leyes e intereses nacio­ nales, para fijarlas en el ambicioso cuyo engrandecimiento se procura; se profanarán los nombres sagrados de patria y libertad, y se cultivará la raíz emponzoñada que andando el tiempo no producirá sino frutos venenosos. Sí, pueblos y naciones que habéis adoptado un sistema de gobierno tan benéfico como delicado, estad muy alerta con­ tra todo aquel que pretenda hacerse necesario y darse más importancia que la que permiten a los que ocupan los puestos públicos, la Constitución y las leyes. Él empezará por adularos prometiéndolo todo y acabará por sumiros en la servidum­ bre, sobreponiéndose a las leyes que afianzan las libertades públicas y arrancando si es posible de vuestros corazones todos los sentimientos generosos que haya arraigado en ellos


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la independencia de un alma verdaderamente libre: sumid a esos monstruos abominables, a esos hijos desnaturalizados en el abismo de la nada y transmitid a la posteridad su odiosa memoria cargada de la execración pública. Adquirida por estos hombres una importancia que no me­ recen y confiados a su dirección los destinos de la patria, sus miras se fijan desde luego en ensanchar su poder para ponerse en estado de prolongarlo en seguida indefinidamente. ¿Mas de qué medios valerse? ¿Cómo conseguirlo de un pueblo que ha adoptado con entusiasmo las instituciones que destruyen todo régimen arbitrario? Aquí entra toda la táctica, toda la habi­ lidad y destreza de los déspotas de nueva denominación y de origen reciente; los protectores, libertadores, directores, etc. No hay hombre tan poco precavido que pretenda desde los primeros pasos seducir a todo un pueblo o insultarlo abier­ tamente por el desprecio claro y manifiesto de los deberes a que acaba de sujetarse, este sería el medio seguro de frustrar cualquier proyecto y los ambiciosos proceden con más tiento. ¿Qué es pues lo que hacen? Procuran formarse un partido considerable, familiarizar al público con la transgresión de las leyes y fingir o excitar conspiraciones. Es imposible que un hombre reducido a sus fuerzas indivi­ duales pueda adquirir el prestigio ni poder necesario para sobre­ ponerse a una nación toda; sus miras y proyectos siempre serán sospechosos a la multitud y jamás llegarán a adquirir una exten­ sión considerable, sino por el auxilio de una facción organizada que se reproduzca en todas partes, tome la voz de la nación, ataque a todos los que contraríen sus intereses y los reduzca al


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silencio e inacción excitando los sentimientos del temor en aque­ llos que podrían hacerle frente por la reunión de sus esfuerzos y la legitimidad de su causa. Así pues, la primera necesidad de un ambicioso es la de formarse un partido de esta clase. Después de una revolución de muchos años, en que las par­ tes beligerantes se han perseguido de un modo desastroso, es muy fácil realizar este proyecto; entonces se hallan esparcidos por todas partes los elementos necesarios para llevarlo a cabo y su reunión no ofrece mayor dificultad. Muchos hombres quedan sin destino ni ocupación, y como la necesidad imperiosa de la subsistencia diaria es superior a todas las consideraciones políticas, se venderán necesariamen­ te al primero que los compre. El temor que trae consigo toda persecución injusta desmoraliza a una nación, pues destruye la franqueza natural de los caracteres, obliga a los hombres a mentirse a sí mismos y a los demás, a ocultar sus sentimientos y disimular sus ideas por una perpetua y constante contra­ dicción con su lengua y a prosternarse bajamente ante todos aquellos de quienes fundadamente esperan o temen algo. Una nación, pues, que ha caminado muchos años por esta senda peligrosa y que además se halla empobrecida por la acumula­ ción de propiedades en un corto número de ciudadanos, por su falta de industria y por la multitud de empleos que fomenta el aspirantismo, es un campo abierto a las intrigas de la am­ bición astuta y emprendedora y ofrece mil elementos para la organización de facciones atrevidas. Sobre estos cimentos en efecto se levantan, y partiendo de aquí los ambiciosos, pasan a hacer los primeros ensayos de


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arbitrariedad en personas desconocidas, que por su oscuri­ dad no llamen la atención pública, ni fijen las miradas de la multitud. Generalmente acontece que esta clase de atentados quedan ocultos, o por la ignorancia de los que los sufren, o por falta de medios para hacerlos patentes y denunciarlos ante la opinión pública. Desde la última clase se va subiendo gradualmente, pulsando la resistencia que pueda oponerse y haciendo descansos que inspiren alguna confianza, destruyan la alarma y hagan concebir a los ciudadanos la posibilidad de ser atropelladas sus garantías sin reclamos, o a pesar de ellos. Aquí entra la facción en auxilio del que la paga; hace acusaciones que repite sin cesar, dispensándose de probarlas, desentendiéndose de lo que se contesta y suponiendo crimina­ les, gratuita aunque constantemente, a los que son el blanco de la persecución. Unas veces se atropella a los que reclaman las garantías sociales, castigándolos como revoltosos; otras se les ataca con armas prohibidas, introduciéndose hasta en el sa­ grado del santuario doméstico, para hacer públicas y patentes sus debilidades; si no se les hallan, no importa, se les suponen, y con esto se sale del apuro. De este modo se distrae la aten­ ción del público del asunto principal; se obliga a abandonar el campo a los hombres de mérito y probidad; se imprime el terror casi en la totalidad de los ciudadanos, aislándolos en sus casas; se impide la reunión de sus esfuerzos que harían temblar a los facciosos y se domina a un pueblo entero, como pone en contribución una cuadrilla de salteadores a toda una provincia. Así se forma un fantasma de opinión pública, se mete mucha bulla, se hace un gran ruido y se adquieren nue­


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vos grados de poder, que conducen a los últimos y éstos al término deseado. Uno de los medios de que más comúnmente se ha valido la ambición y que nada ha perdido de su eficacia a pesar de la frecuencia con que se ha usado, es el fingir conspiraciones o excitarlas para que sirvan de pretexto al ensanche y aumen­ to de poder que se solicita. A un pueblo que ha conseguido a precio de sangre su libertad e independencia, es muy fácil volverlo a sumir en la esclavitud, por el mismo deseo que tie­ ne de precaverse de estos males, desde luego se empieza por pretextar la existencia de conspiraciones poderosas y temibles; se hace mucho misterio de ellas, sin perdonar diligencia para hacer común y popular esta convicción. Cuando esto se ha conseguido, se aventura la distinción entre el bien de la repú­ blica y la observancia de las leyes; después se pasa a sostener que aquél debe preferirse a ésta; se asegura que las leyes son teorías insuficientes para gobernar y se acaba por infringirlas abiertamente, solicitando por premio de tamaño exceso su total abolición. Este ataque insidioso a las libertades públicas es tanto más temible cuanto las toma por pretexto y se cubre con la másca­ ra de su conservación. Casi nunca se ha dado sin la ruina del gobierno o de la república. Si los pueblos se dejan sorprender por el temor de las conspiraciones y toleran que se destru­ yan los principios del sistema para sofocarlas o prevenirlas, ya cayeron en el lazo y ellos mismos han anticipado con su disimulo o positivas concesiones al mal a que quieren poner remedio. El que trata de establecer el régimen arbitrario, lo


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primero que procura es que las personas de los ciudadanos estén enteramente a su disposición. Una vez alcanzado esto, camina sin obstáculo hasta llegar al término. Para conseguirlo supone la necesidad de aumentar la fuerza del gobierno, por la suspensión de las fórmulas judiciales, por las leyes de excep­ ción y por el establecimiento de tribunales que estén todos a devoción del poder y bajo su dirección e influjo; para esto sirve admirablemente el sistema de abultar riesgos y peligros. Cuando Bonaparte disolvió los Consejos de Francia y des­ truyó el Directorio se hablaba en París de una conspiración vasta y ramificada, en favor del realismo, que no existió jamás sino en el cerebro de los de su facción. Iturbide, en los ataques que el 3 de abril y 19 de mayo dio a la representación nacional, cuando se echó sobre algunos miembros de ella y cuando la disolvió, no hizo mérito de otra cosa que de las conspiraciones que suponía habían penetrado hasta el santuario de las leyes. Sin embargo, el tiempo y los sucesos posteriores demostraron hasta la última evidencia, que no era el bien de la patria, ni el celo o cuidado de la seguridad pública, sino los principios de ambición, de aumento de poder y engrandecimiento personal, el móvil de los procedimientos de ambos. Nada importa que este aumento se obtenga por la fuerza o por concesiones espontáneas, el efecto siempre es el mismo. La libertad se destruye por hechos contrarios a los principios, sea cual fuere el agente a quien deban su origen. Ella no es un nombre vano y destituido de sentido que pueda aplicarse a todos los sistemas de gobierno; es sí el resultado de un con­ junto de reglas precautorias que la observación y experiencia


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de muchos siglos ha hecho conocer a los hombres ser necesa­ rias para sustraerse de los atentados del poderoso y poner en seguro las personas y bienes de los asociados, no sólo de las opresiones de los particulares, sino de las del poder; que aun­ que destinado a protegerlas, muchas o las más veces declina en malhechor, volviendo contra aquellas que las pusieron en sus manos para que los defendiese. Persuádanse pues los ciudadanos que tienen la felicidad de pertenecer a una república que para su régimen ha adoptado instituciones libres, de la importancia de poner un freno al gobierno que traspase o pretenda traspasar los límites, que ponen coto a su poder; desháganse por los medios legales de todos aquellos que manifiesten aversión a los principios del sistema y tengan el atrevimiento y desvergüenza de atacarlos; desconfíen de todas las solicitudes relativas al aumento o concesión de poderes extraconstitucionales o contrarios a las bases del sistema, sea cual fuere su título o denominación, es­ pecialmente si para obtenerlos se alega la existencia o temores de conspiraciones; escuchen con suma desconfianza a los que de ellas les hablaren con el objeto de excitarlos a salir de las reglas comunes y del orden establecido; pues si esto llegase a verificarse alguna vez, los delitos políticos se reproducirán sin cesar y la libertad jamás sentará su trono en una nación que es el teatro de las reacciones y de la persecución, compuesta de opresores y oprimidos y que lleva en sí misma el germen de su ruina y destrucción. Pueblos y Estados que componéis la Federación mexicana, escarmentad en la Francia, en las nuevas naciones de Amé­


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rica y en los sucesos recientes de vuestra historia; temed el poder de los ambiciosos y de las facciones que llaman en su auxilio; reunid vuestros esfuerzos para destruirlas, así seréis invencibles; aislados os batirán en detal. La ley y la voluntad nacional presidan a vuestros destinos y cese el imperio de las facciones, etc.

DISCURSO SOBRE LA NECESIDAD E IMPORTANCIA DE LA OBSERVANCIA DE LAS LEYES

El autor de la obra inmortal del Espíritu de las Leyes, el célebre Montesquieu, cuando trata de las bases y principios motores y conservadores del sistema republicano, sienta que la virtud es el alma de esta clase de gobierno, así como el honor lo es de la monarquía, y el temor del despotismo. Mucho se han fatigado los escritores en examinar lo que entendió este grande hombre por la palabra virtud, mas para nosotros no es dudoso su sentido. De dos modos puede hacer­ se obrar a los hombres y éstos están reducidos a la persuasión o a la fuerza. En el sistema republicano y en todos aquellos que más o menos participan de su carácter, los medios de ac­ ción y de resistencia que trae consigo la libertad considerada en todos sus ramos, disminuyen la fuerza del gobierno, que no puede adquirir aumento sino con la pérdida de la de los ciudadanos. Para que las cosas, pues, queden en un perfecto equilibrio y el sistema más bello no decline en el monstruo de la anarquía, es necesario que la falta de vigor en el gobierno


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para hacer efectivo el cumplimiento de las leyes, se supla por el convencimiento íntimo de todos los ciudadanos, en orden a la importancia y necesidad indispensable de la fiel y pun­ tual observancia de sus deberes. Esta es la virtud que anima la República, ésta la ancha base sobre que descansa y éste el principio conservador de su existencia. Difícilmente se con­ sigue el resultado feliz de consolidar esta clase de gobierno; pero una vez obtenido se perpetúa por sí mismo. Los efectos de la fuerza son rápidos, pero pasajeros; los de la persuasión son lentos, pero seguros. Cuando las leyes tienen a su favor el apoyo feliz de consolidar esta clase de gobierno; pero una vez que les presta el convencimiento íntimo de todos y cada uno de los miembros que componen la sociedad, se hacen eternas, invencibles e invulnerables; mas cuando no tienen otro garan­ te que la autoridad armada de picas y bayonetas, se eluden en todas partes, pues los hombres destinados a hacerlas obedecer, cuyo número es cortísimo comparado con la masa de la Na­ ción, no pueden multiplicarse haciéndose presentes en todos los puntos del territorio, ni encadenar familias empeñadas en sustraerse a su dominación. Nosotros hemos adoptado un sistema de gobierno cuyo sostén es sólo el espíritu público que no pueden crear y al que no pueden resistir los agentes del poder; si éste no garantiza las leyes, ellas quedarán sin vigor ni fuerza; pero si les presta su apoyo nada habrá capaz de destruirlas ni debilitarlas. De la naturaleza misma y de los fines y objetos de la socie­ dad se deduce que las leyes no deben dictarse sino después de un examen prolijo, circunspecto y detenido; pero la moral y la


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conveniencia pública exigen imperiosamente que una vez dic­ tadas, sean fiel y religiosamente cumplidas, así por los parti­ culares como por los agentes del poder. Porque ¿qué cosas son las leyes? Las reglas a que un pueblo quiere sujetarse y bajo las cuales quiere ser gobernado. ¿Y qué es infringir las leyes? Es en el particular un crimen por el cual se pone en lucha y pugna abierta con toda la sociedad; es un acto por el cual destruye en cuanto está de su parte la confianza y seguridad pública; es, finalmente, un rompimiento escandaloso del contrato a que se ha obligado con la sociedad entera y en cuya virtud ésta le asegura el ejercicio de sus derechos, su vida, su honor, el fruto de su trabajo y de su industria. Las fatales consecuencias de esta conducta son, en su persona, la pérdida total o parcial de estos preciosos derechos, y en el público la alarma e inse­ guridad que causa la falta de cumplimiento a la fe pactada y a las promesas aceptadas y recibidas. ¿Y quién podrá dudar que es mal de mucha consideración poner a la sociedad en el duro trance de exterminar a uno de sus miembros o constituir a los demás en un estado de riesgo e inseguridad perpetua? Sólo un hombre destituido de los sentimientos de fraternidad y compasión natural puede complacerse en los males de sus semejantes, si son culpados; y es necesario tener un corazón de hielo, o una comprensión muy limitada, para ver con in­ diferencia los padecimientos a que quedan expuestas por la impunidad del crimen las familias inocentes. Generalmente sucede que el criminal o infractor de las leyes no esté tan destituido de relaciones que sus padecimientos no llenen de luto y aflicción a una familia desolada, compuesta tal


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vez de padres ancianos, de mujer e hijos tiernos e inocentes, todos sin más apoyo que el que debe sufrir la pena y todos entregados sin culpa suya al más intenso dolor, a la orfandad y a la indigencia. Mas estos resultados no son los únicos temibles. Una infracción conduce a otra; el que ha hollado las leyes, para ponerse a cubierto de la autoridad que lo persigue, se ve en la necesidad de cometer mil excesos, y con su pernicioso ejemplo alienta a los demás a imitarlo, dándoles idea de la posibilidad práctica de avanzar a semejantes atentados. En efecto, el ejemplo es infinitamente seductor; naciones ha habido en las que se han propagado por este medio funesto mil crímenes desconocidos antes de ellas, sin que hayan bas­ tado a contenerlos ni la severidad de las penas, ni la actividad de la policía, ni las ejecuciones multiplicadas. Quien haya observado filosóficamente el modo común y regular de proceder de los hombres, no podrá dejar de conve­ nir en la justicia de nuestras observaciones; los individuos de nuestra especie obran más por imitación que por documentos y discursos y sólo de este modo puede explicarse cómo se man­ tienen en los pueblos costumbres bárbaras y usos ridículos, cuando aunque tengan en su contra la opinión de la mayoría, no hay quién se atreva a arrostrar con ellos y dar ejemplo a los demás. Si pues en una nación se da el caso de que se infrinjan las leyes y se desprecien las penas que ellas designan para estos crímenes, resistiendo con osadía su aplicación, hay mil mo­ tivos para temer estar próxima la ruina del edificio social, el


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mayor de los males que puede sobrevenir al cuerpo político. Esto puede precaverse muchas veces por el pronto, severo y ejemplar castigo del delincuente; la espada vengadora de la justicia puede restablecer la confianza y seguridad por medios que aunque dolorosos y sensibles, dan necesariamente este resultado, cuando uno o algunos miembros de la sociedad son los infractores; mas cuando el poder mismo es el perpetrador de estos atentados, ¿quién será capaz de contener el torrente de males y calamidades que se precipita sobre la nación que ha dado el ser a ese monstruo devorador? En efecto, no sería creíble, a no metérsenos por los ojos, que haya gobiernos tan insensatos que destruyan con la in­ fracción de las leyes los títulos de su existencia y tan poco previsores que no vean los resultados de esta conducta ilegal, perjudicialísimos a sus intereses y a los de la sociedad toda. Los títulos de los gobiernos están reducidos a la ley o la fuerza, porque o ellos existen por la voluntad nacional expresa o tácita y entonces son legítimos, o no tienen más ser que el que les presta una pequeña parte de la sociedad opresora del resto y entonces son despóticos. No hablamos aquí de esta misma clase, pues a más de estar ya desterrados de todos los países cultos, su naturaleza es tal que nada puede decirse de ellos con exactitud y precisión, por no tener otra regla que la voluntad de uno o muchos déspotas, ni otra garantía que la fuerza, cosas ambas de su naturaleza variables e incapaces de suministrar datos para formar un cálculo seguro. Nos fijare­ mos pues en los primeros, es decir, en aquellos que no pueden aparecer tales sino a virtud de algunas leyes, o lo que es lo mis­


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mo, de algunos pactos o convenciones que fijan sus facultades y deberes, imponiéndoles una obligación rigurosa de no obrar sino con arreglo a aquéllas, y sujetarse ciegamente a éstos. ¿Qué es pues la infracción de las leyes en semejantes gobier­ nos? Es la destrucción de su ser. Es el momento mismo que las traspasan, pulverizan sus títulos consignados en la voluntad nacional. Ésta no quiso simplemente que gobernasen, sino que lo hiciesen con total sujeción a ciertas reglas que les han sido prescritas y cuya oportunidad y eficacia no está sujeta a su calificación. El pretexto de la salvación de la patria que co­ múnmente se alega, no los pone a cubierto de las empresas de una facción que prevalida del mismo y auxiliada de la fuerza puede derribarlos y entronizarse sobre sus ruinas, sin que en caso tan apurado puedan alegar en su favor las leyes holladas por ellos mismos, y destituidas con semejantes procedimientos de su vigor y prestigio. Estas no son simples conjeturas, no son discursos aéreos, son hechos comprobados por la experiencia. La historia de todos los pueblos, y especialmente la de Francia y las Américas, en sus revoluciones nos suministran infinitos ejemplos comprobantes de esta verdad. Napoleón, Iturbide y Sanmartín fueron los primeros que socavaron con la transgresión de las leyes los cimientos de su grandeza; se atuvieron a la fuerza para elevarse y otros a su vez se valieron de la misma aunque con mejores títulos para derrocarlos. Se engañan pues los hombres cuando aseguran con arrogancia que las Constituciones son hojas de papel y no tienen otro valor que el que el gobierno quiera darles. Esta expresión que en boca del héroe de Marengo, de Jena y Aus­


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terlitz, del hombre que salvó a Francia mil veces y llevó sus armas victoriosas hasta el centro de Rusia, era de algún modo tolerable, ha sido repetida y acaso no muy lejos de nosotros por algunos pigmeos sin mérito, servicios ni prestigio, que han aparecido como por encanto en la escena pública y nada tienen de común con este hombre extraordinario, sino imi­ tarlo; no en sus heroicas acciones, no en sus vastas empresas llevadas a cabo en beneficio de las artes, legislación y comercio que suponen una grande alma, sino en sus faltas y crímenes más bajos, para lo cual basta un corazón perverso. Si pues los grandes servicios de aquel famoso soldado no lo pudieron poner a cubierto de la tempestad que se levantó contra él por haber hollado los leyes de su patria; si los generales Iturbide y Sanmartín a quienes no puede negárseles mérito personal, prendas para gobernar y sobre todo el prestigio de haberse puesto a la cabeza de ejércitos que decidieron la independencia de México y el Perú, luego que salieron de la senda constitu­ cional, cayeron con una rapidez asombrosa del alto puesto que ocupaban, ¿qué suerte espera a los viles animalejos, a los insectos despreciables que quieran imitarlos? La más triste y miserable, haber causado el mal y perecer sin dejar memoria ni vestigio de acciones transmisibles a la posteridad. Pero la historia es perdida para hombres que no ven sino lo material de los sucesos, sin pararse a examinar su origen y resultados, ni penetrar en el fondo de las cosas. Las mismas causas deben necesariamente producir los mismos efectos; sin embargo los gobiernos se suelen engañar hasta persuadirse que han de ser excepción de la regla general, cuando por lo


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general no son sino un nuevo ejemplo que la comprueba. En efecto, aunque los pueblos no rompan a los primeros extra­ víos de sus jefes, al fin llegan a cansarse y sacudir el yugo que los oprime; así es que la repetición de excesos que inspira confianza a sus perpetradores, apura el sufrimiento de las na­ ciones. No fíe pues ningún agente público de la tranquilidad aparente que observe a los primeros pasos de sus extravíos; entonces se empieza a formar la tempestad, que aunque tarde vendrá a descargar sobre su cabeza y su estrago será tanto más considerable, cuanto lo sean los materiales que han entrado a constituirla. Hasta aquí hemos hecho ver los inconvenientes de la trans­ gresión de las leyes; pero aún no hemos explicado en qué con­ siste ésta, punto que a nuestro juicio necesita ilustrarse, pues no es tan llano como parece a primera vista. Un gobierno puede traspasar las leyes haciendo lo contra­ rio de lo que ellas prescriben, obrando fuera de las facultades que ellas le conceden y haciendo o disimulando que sus agen­ tes procedan del mismo modo. El primer modo está a la vista de todos y no necesita de explicación, pero no así los demás. No cumplir lo que las leyes mandan, por ejemplo negar el auxilio a un tribunal que lo pide, cuando se le concede a otro de la misma clase aunque de grado inferior, es por su esencia y naturaleza una infracción sujeta a la misma responsabilidad y origen de todos los males que acabamos de exponer, porque el compromiso y juramento que se presta de su observancia abraza no sólo la obligación de no contrariarlas, sino tam­ bién la de cumplirlas; las omisiones son frecuentemente tan


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perjudiciales y aun más que las mismas transgresiones, pues cuando éstas no pueden ocultarse a nadie, aquéllas se escapan sin cesar aun a la más perspicaz vigilancia. Así es que todos se alarman con los ataques verdaderos o supuestos que se dan contra la legal. Sin embargo, estos objetos son de primer interés y las naciones que los han visto con descuido y aban­ dono tarde o temprano han tenido que arrepentirse y llorar los funestos resultados de su negligencia. Otro exceso hoy bastante común en los gobiernos y es per­ suadirse o afectar, que pueden todo aquello que la ley no les prohíbe, cuando es cierto que no están autorizados sino para lo que ella los faculta. A esta persuasión ha dado origen el error capital de que la Constitución y las leyes vienen a poner límites a un poder que ya existía, revestido de facultades om­ nímodas, y no a crearlo y a formarlo. Semejante error podrá ser disculpable en las naciones de Europa que reconocen el principio de la legitimidad y en la suposición de la autoridad de los reyes independiente de los pueblos; pero no en América, cuyos gobiernos son de época reciente y de origen conocido. En el país de Colón, los jefes de las repúblicas no tienen otros títulos que la voluntad nacional consignada en las Consti­ tuciones sancionadas por los representantes de los pueblos; nada pues pueden obrar legalmente fuera de las facultades que les han sido expresamente concebidas. De lo contrario resultaría que sin tocar en lo más mínimo las leyes, estarían facultados para destruir las garantías sociales, atentar contra la seguridad personal, dilapidar el tesoro público y ejercer el poder arbitrario en toda la extensión ilimitada de la palabra,


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sin que pudiese hacérseles una reconvención legal. Las leyes no impiden directamente estos males; ellas se reducen a prohibir ciertos actos y procedimientos que conducen naturalmente a cometerlos; mas como la enumeración que pueda hacerse de los medios que conducen a su infracción jamás puede ser ca­ bal, por las relaciones infinitamente variadas que existen entre las acciones humanas y los diferentes aspectos que presentan, nunca podrá conseguirse poner coto al poder de los gobiernos si quedan facultados para hacer todo lo que no se les prohíbe expresamente, y no se procura limitarlos al ejercicio de aque­ llas funciones que les han sido prescritas y forman la fuerza de su actividad política. El medio más frecuente de que hacen uso los gobiernos para hollar las leyes es valerse de los agentes subalternos cuan­ do tienen un interés muy conocido en dar este paso siempre peligroso y quieren ponerse a cubierto de la censura pública que comprometa su seguridad. Napoleón, que ha ejercido más que ningún otro la tiranía, pero siempre tras de un fantasma de representación nacional y bajo de apariencias y formas liberales, se puede decir que es el creador de este sistema so­ lapado. Él ha hecho este funesto presente a las naciones que acaban de sacudir el yugo que habían llevado por siglos, y por desgracia no le han faltado imitadores entre los jefes que se han puesto a la cabeza de los nuevos gobiernos. La conducta de Sanmartín, la de lturbide y últimamente la de Bolívar, jefe de una nación conquistadora, es demasiado conforme a la de aquel emperador. Bolívar, para sobreponerse a la voluntad nacional solemnemente consignada en una Constitución, y


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Sanmartín e Iturbide para sofocarla impidiendo se instalase la asamblea constituyente, o diese el lleno a sus funciones, han esparcido sus agentes, colocándolos a todos en puestos impor­ tantes; en seguida los han alentado para que infrinjan las leyes, o pidan a mano armada su revocación, pretextando peligros y conspiraciones, haciendo valer la necesidad supuesta de dar energía al gobierno y atropellar con todas las formas tutelares de la libertad civil y seguridad individual; se ha procurado que estos agentes hagan aparecer en oposición los intereses de la libertad con los de la independencia nacional, para que par­ tiendo de suposición tan falsa como imposible, se sacrifiquen éstos en obsequio de la conservación de aquéllos. En vano los verdaderos amantes de la Patria han levantado el grito contra semejantes supercherías, se les ha hecho callar persiguiéndolos por la violencia o por apodos denigrativos de su conducta; se han contrapuesto a sus sólidos discursos, temores abultados y sofisterías estudiadas, y se ha dado el nombre de opinión pública a los alborotos populares y a los actos de la fuerza. De este modo se ha perdido o retardado el fruto de las revolucio­ nes y de tanta sangre vertida por alcanzar el goce de derechos que se pierden en el momento preciso que debían empezarse a disfrutar. Lo decimos seguros de no equivocarnos: los pueblos no han peleado precisamente por la independencia sino por la libertad; no por variar de señor, sino por sacudir la servidum­ bre, y muy poco habrían adelantado con deshacerse de un ex­ traño, si habían de caer bajo el poder de un señor doméstico. Éste no deja de serlo porque carezca de título y denominación de rey; los nombres en nada alteran ni varían la sustancia de


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las cosas. Desde el momento en que el Gobierno o sus agentes traspasan impunemente las leyes, sea cual fuere la denomina­ ción y forma de éstos o aquél, la confianza pública desaparece, la libertad es perdida y la revolución queda armada. Romperá más tarde o más temprano, sus resultados serán más o menos funestos, pero ella es inevitable. Así es como se perpetúan sin intermisión las reacciones civiles de un pueblo, haciendo de él un campo de guerra y de destrucción, que a la larga será presa del primer usurpador ambicioso. Donde no hay fuerza moral, donde no hay unión, patriotismo ni libertad, no hay tampoco defensa contra la usurpación. Discite justitiam motivi, clamamos pues a los Gobiernos: Modelad vuestro poder a las leyes, si queréis conservarlo; y a los pueblos: Refrenad al Gobierno y sabed que cuantos es­ fuerzos hagáis por vuestra libertad, los hacéis por la felicidad de la nación y el crédito de vuestros jefes. El mayor bien de los pueblos es ser obedientes a la ley; el mayor bien de los Gobiernos es la dichosa necesidad de ser justos.*

*El Observador de la República Mexicana, 1a. época. Tomado de J.L. Mora, Obras sueltas, Ed. Porrúa, S.A., 2a. ed., México, D.F., 1963, 775 pp.



Francisco Zarco LA LIBERTAD DE PRENSA



La libertad de prensa

DISCURSO PRONUNCIADO EL 25 DE JULIO DE 1856 ANTE EL CONGRESO CONSTITUYENTE

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ebo comenzar declarando, como mi apreciable amigo el señor Cendejas, que al votar en contra del artículo 13 he estado muy lejos de oponerme al principio de que la mani­ festación de las ideas no sea jamás objeto de inquisiciones judiciales o administrativas. He votado en contra de las trabas que ha establecido la comisión y que repugna mi conciencia, porque veo que ellas nulifican un principio que debe ser am­ plio y absoluto. Entrando ahora en la cuestión de la libertad de imprenta, he creído de mi deber tomar parte en este debate porque soy uno de los pocos periodistas que el pueblo ha enviado a esta asamblea, porque tengo en las cuestiones de imprenta la expe­ riencia de muchos años, y la experiencia de víctima, señores, que me hace conocer inconvenientes que pueden escaparse a la penetración de hombres más ilustrados y más capaces, y porque, en fin, deseo defender la libertad de la prensa como


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la más preciosa de las garantías del ciudadano y sin la que son mentira cualesquiera otras libertades y derechos. Un célebre escritor inglés ha dicho: “Quitadme toda clase de libertad, pero dejadme la de hablar y escribir conforme a mi con­ ciencia”. Estas palabras demuestran lo que de la prensa tiene que esperar un pueblo libre, pues ella, señores, no sólo es el arma más poderosa contra la tiranía y el despotismo, sino el instrumento más eficaz y más activo del progreso y de la civilización. Los ilustrados miembros de nuestra comisión de Constitu­ ción que profesan principios tan progresistas y tan avanzados como los míos sin quererlo, porque no lo pueden querer, dejan a la prensa expuesta a las mil vejaciones y arbitrariedades a que ha estado sujeta en nuestra patria. Triste y doloroso es decirlo, pero es la pura verdad: en México jamás ha habido libertad de imprenta; los gobiernos conservadores, los que se han llamado liberales, todos han tenido miedo a las ideas, todos han sofocado la discusión, todos han perseguido y mar­ tirizado el pensamiento. Yo, a lo menos, señores, he tenido que sufrir como escritor público ultrajes y tropelías de todos los regímenes y de todos los partidos. El artículo debiera dividirse en partes para que los verda­ deros progresistas pudiéramos votar en favor de las que están conformes con nuestra conciencia. Pero si el derecho y las restricciones que lo aniquilan han de formar un todo, votare­ mos en contra, pues al votar no podemos hacer explicaciones ni salvedades. Se establece que es inviolable la libertad de escribir y pu­ blicar escritos en cualquiera materia. Perfectamente. En este


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punto estoy enteramente de acuerdo, porque la enunciación de este principio no es una concesión, es un homenaje del legislador a la dignidad humana, es un tributo de respeto a la independencia del pensamiento y de la palabra. Yo creo que la opinión, si puede ser error, jamás puede ser un delito; pero de este principio absoluto no llego al extremo que sostiene el ilustrado señor Ramírez, pues convengo en que el bien de la sociedad exige ciertas restricciones para la liber­ tad de la prensa. Si estamos mirando que las predicaciones de un clero fanático excitan al pueblo a la rebelión, al desorden y a todo género de crímenes, y que la profanación del púlpito con todas sus funestas consecuencias no es más que el abuso de la palabra, ¿cómo hemos de negar que un periodista puede causar los mismos males y conducir al pueblo a la asonada, al incendio y al asesinato? La ley que consintiera este escándalo, sería una ley indolente y maléfica. Vemos cuáles son las restricciones que impone el artículo. Después de descender a pormenores reglamentarios y que to­ can a las leyes orgánicas o secundarias, establece como límites de la libertad de imprenta el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública. A primera vista esto parece justo y racional; pero artículos semejantes hemos tenido en casi todas nuestras constituciones, de ellos se ha abusado escandalosa­ mente, no ha habido libertad y los jueces y los funcionarios todos se han convertido en perseguidores. ¡La vida privada! Todos deben respetar este santuario; pero cuando el escritor acusa a un ministro de haberse robado un millón de pesos al celebrar un contrato, cuando denuncia a un


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presidente de derrochar los fondos públicos, los fiscales y los jueces sostienen que cuando se trata de robo se ataca la vida privada y el escritor sucumbe a la arbitrariedad. ¡La moral! ¡Quién no respeta la moral! ¡Qué hombre no la lleva escrita en el fondo del corazón! La calificación de actos o escritos inmorales la hace conciencia sin errar jamás; pero cuando hay un gobierno perseguidor, cuando hay jueces co­ rrompidos y cuando el odio de partido quiere no sólo callar sino ultrajar a un escritor independiente, una máxima políti­ ca, una alusión festiva, un pasaje jocoso de los que se llaman colorados, una burla inocente, una chanza sin consecuencia, se califican de escritos inmorales para echar sobre un hombre la mancha del libertino. ¡La paz pública! Esto es lo mismo que el orden público. El orden público, señores, es una frase que inspira horror; el or­ den público, señores, reinaba en este país cuando lo oprimían Santa Anna y los conservadores, cuando el orden consistía en destierros y en proscripciones. ¡El orden público se resta­ blecía en México cuando el ministro Alamán empapaba sus manos en la sangre del ilustre y esforzado Guerrero! ¡El orden público, como hace poco recordaba el señor Díaz González, reinaba en Varsovia cuando la Polonia generosa y heroica sucumbía maniatada, desangrada, exánime, al bárbaro yugo de la opresión de la Rusia! El orden público, señores, es a me­ nudo la muerte y la degradación de los pueblos, es el reinado tranquilo de todas las tiranías! ¡El orden público de Varsovia es el principio conservador en que se funda la perniciosa teoría de la autoridad ilimitada!


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¿Y cómo se ataca el orden público por medio de la imprenta? Un gobierno que teme la discusión ve comprometida la paz y atacado el orden si se censuran los actos de los funcionarios; el examen de una ley compromete el orden público; el reclamo de reformas sociales amenaza el orden público; la petición de reformas a una constitución pone en peligro el orden público. Este orden público es deleznable y quebradizo y llega a destruir la libertad de la prensa, y con ella todas las libertades. Yo no quiero estas restricciones, no las quiere el partido liberal, no las quiere el pueblo, porque todos queremos que las leyes y las autoridades, y esta misma Constitución que esta­ mos discutiendo, queden sujetas al libre examen y puedan ser censuradas para que se demuestren sus inconvenientes, pues ni los congresos, ni la misma Constitución, están fuera de la jurisdicción de la imprenta. Si admitimos estas vagas restricciones, dejamos sin ningu­ na garantía la libertad del pensamiento, y el señor Cendejas tiene razón al recordar las palabras de Beaumarchais: habrá libertad de imprenta para todo, con tal que no se hable de po­ lítica, ni de administración, ni del gobierno, ni de ciencias, ni de artes, ni de religión, ni de los literatos, ni de los cómicos... Esta es la libertad que no queda. Para hablar así me fundo en la experiencia. En tiempos constitucionales, fiscales y jueces me han perse­guido como difamador porque atacaba una candidatura pre­si­dencial, y cuantas razones políticas daba la prensa para oponerse a la elevación del general Arista eran calificadas de ataques a la vida privada.


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La comisión, que quiere que el pueblo ejerza las funciones de juez, establece el jurado para los juicios de imprenta: pero ese jurado no es el juicio del pueblo por el pueblo, no es el juicio de la conciencia pública, no ofrece ninguna garantía. Es, por el contrario, la farsa de la justicia, la caricatura del ju­rado popular. Un solo jurado ha de calificar el hecho y ha de aplicar la ley. La garantía consiste en que haya un jurado de calificación y otro de sentencia, para que así la defensa no sea vana fórmula y un jurado pueda declarar que el otro se ha equivocado. Establecer las dos instancias en un mismo tribu­ nal es un absurdo, porque los hombres que declaran culpable un hecho no lo absolverán después, no confesarán su error, porque acaso sin quererlo podrá más en ellos el amor propio que la justicia. El conocimiento de la miseria y del orgullo hu­ mano hace conocer esta verdad. Pero aún hay más. El jurado que ha de calificar el hecho, que ha de aplicar la ley, que ha de designar la pena, ha de obrar bajo la dirección del tribunal de justicia de la jurisdicción res­ pectiva. ¿Qué significa esto, señores? ¿Qué queda entonces del jurado? La apariencia, y nada más. Los ciudadanos sencillos y poco eruditos que van a formar el jurado no deben tener más director que su conciencia. Ellos deben leer el escrito, pesar la intención del escrito, porque en juicios de imprenta las inten­ ciones merecen más examen que las palabras, oír la defensa y la acusación, y fallar en nombre de la opinión pública. Nada de esto sucedería con la dirección del tribunal de justicia. El jurado pierde su independencia, se ve invadido por los hom­ bres del foro con todas sus chicanas, con todas sus argucias;


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los jurados quedarán confundidos bajo el peso de las citas em­ brolladas de la legislación de Justiniano, de las Pandectas, de las Partidas, del Fuero Juzgo, de las leyes de Toro, de las leyes extranjeras, de todos los códigos habidos y por haber, y ya no fallarán en nombre de la opinión pública. Los jueces serán muchas veces instrumentos del poder, y, suponiéndolos probos y honrados, los jurados que no son hombres de tribuna ni de polémica, los jurados que no tendrán el atrevimiento que aquí tenemos algunos para contradecir a las notabilidades famosas y para no fiarnos ciegamente en su autoridad, los jurados que tendrán también su amor propio y no se resignarán como nosotros a pasar por ignorantes, los jurados, señor, se dejarán gobernar por textos latinos, sólo por no confesar que no los entienden y se dejarán guiar por la influencia de los peritos, de los maestros, en punto a delitos y penas. Esto es desnaturali­ zar la institución más popular, esto es jugar con las palabras y destruir de un golpe la libertad de la prensa. Me declaro, pues, en contra de todo el artículo. ¿Queréis restricciones? Las quiero yo también, pero pru­ dentes, justas y razonables. Aunque lo que voy a proponer parece más bien propio de la ley orgánica, yo desearía que se adoptara como principio en la misma Constitución. Propongo que se establezca que ningún escrito pueda publicarse sin la firma de su autor, y en esto no encuentro ninguna restricción ni taxativa que sea contraria a la verdadera libertad. Cuando hablamos, lo hacemos con la cara descubierta; quien recibe un anónimo lo mira con desprecio. ¿Qué inconveniente hay, pues, en que todo hombre honrado que escribe conforme a su


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conciencia ponga su nombre al pie de sus escritos? Las Cortes de España acaban de decretar este requisito, y ellas son emi­ nentemente progresistas y muy amigas de la libertad. Yo no hallo más que un inconveniente, que es demasiado ligero. El escritor novel por una modesta timidez huye de la publicidad, teme el ataque violento de la crítica; pero una vez vencida esta timidez, hay más conciencia en el escritor y más seguridad para la sociedad. En nuestro país ha introducido esta reforma la ley que hace poco expidió el señor Lafragua, y, sin que se crea que hay in­ consecuencia en mi conducta, me es grato defender aquí ese acto del ministro de Gobernación, a quien más de una vez he tenido que atacar. Las restricciones de la ley Lafragua nacieron de las circunstancias. Al triunfar el Plan de Ayutla, al estable­ cerse el gobierno actual, estaban en pie todos los elementos que podían frustrar los heroicos esfuerzos del pueblo hechos en favor de la libertad. La dictadura hizo muy bien en expedir una disposición que sólo podemos aceptar como transitoria. Pero la ley Lafragua es tan liberal como lo permitían las cir­ cunstancias; ofrece garantías, establece un juicio con todos los trámites legales, respeta el derecho de defensa, concede el recurso de la segunda instancia, y no es, en fin, una venganza ni una represalia contra nuestros adversarios. Compárese la ley Lafragua con la ley Lares, y se verá la diferencia. Ahora hay juicio, hay defensa, y nadie está expuesto a tropelías. Bajo la administración conservadora, la imprenta era negocio de policía y la pena venía sin juicio, sin audiencia, sin defensa. Un Lagarde, un esbirro, entraba a mi redacción y me decía:


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“Pague usted doscientos pesos de multa”. Preguntaba uno por qué, cuál era el artículo denunciado, y se le contestaba: “No tiene usted derecho a preguntar. Si no paga dentro de dos ho­ ras, se suspende el periódico y marcha usted a Perote”. Este era todo el procedimiento. En la ley Lafragua no hay, pues, nada de represalia, nada de venganza. Ella ha exigido la firma, y ha sucedido lo que era de esperarse: los periodistas liberales han dado sus nombres: los conservadores se han parapetado tras de firmones, tras de nombres supuestos, tras de pobres ca­jis­tas­, tras de miserables encuadernadores, porque son miserables y villanos. Y no se diga que esto procede de las circunstancias y de que el partido liberal está triunfante. La prensa conservado­ ra en sus días de prosperidad y de jauja, cuando vivía de los fondos públicos como el Universal, o de dinero de las cajas de La Habana, como el Tiempo, cuando escribían sus notabili­ dades como don Lucas Alamán y el padre Miranda, ¡siempre la misma cobardía, siempre los firmones, siempre el ataque asemejándose al puñal aleve del asesino! En la prensa liberal, por el contrario, me es honroso el de­ cir­lo, nuestras redacciones han estado siempre abiertas a todo el mundo, a los jueces y a los esbirros; a los amigos y a los per­ seguidores y a cuantos han querido explicaciones personales. Cuando gran parte de la prensa de esta capital protestó contra la candidatura del señor Arista, se convino en que todos die­ ran sus nombres: conservadores y santanistas se escondieron y sólo aceptaron la responsabilidad dos periodistas liberales que hoy tienen la honra de pertenecer a esta asamblea, el


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señor Lazo Estrada y yo. Esta diferencia no consiste ni en la desgracia ni en la fortuna. ¿Qué días de prosperidad hay para el escritor que en Méxi­ co defiende los principios liberales? ¿Qué puede esperar sino desengaños y sufrimientos, cuando nuestro partido se divide el día de sus triunfos, cuando la discordia debilita nuestras filas, cuando, unidos como conspiradores, nos dividimos siempre al llegar al poder? Triunfamos, pero nuestras divisiones nos hacen caer. Vencemos; pero nuestras discordias nos conducen bien pronto a la condición de vencidos. No fiamos, pues, en la fortuna al atacar a las clases privilegiadas, al defender los in­ tereses del pueblo, al denunciar las negras maquinaciones del clero, al reclamar la libertad religiosa que aquí decretaremos. Sabemos muy bien lo que nos espera cuando triunfen nuestros adversarios. Combatimos contra una facción cruel y sangui­ naria; hemos atacado al clero, que es un enemigo rencoroso e implacable en sus venganzas, obtendremos el cadalso o el gri­ llete; pero a todo estamos resignados, porque somos hombres de conciencia. Pero qué, ¿hay acaso días de prosperidad para el escritor liberal? No, señores, no hay más que amarguras y sufrimientos, no hay más que injusticias y desengaños... El hombre que consagra su vida entera, su inteligencia toda, a ser el eco o el intérprete de un partido, a dirigir la opinión, el que pudiera extraviarla en un momento de despecho, este hombre, señores, que se convierte en el verbo de un pueblo entero, no encuentra en su camino más que calumnias e injusticias Yo mismo, señores, que siempre he defendido los principios liberales, que he procurado el desarrollo de la revolución de


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Ayutla, que he marchado sin retroceder por el camino de la reforma, que he comprometido mi porvenir y mi tranquilidad apoyando al gobierno actual como representante de la revo­ lución; yo mismo, señores, me encuentro con que porque soy franco, porque no disimulo jamás la verdad, soy considerado como hostil al gobierno. Los ministros y el mismo presidente de la República me consideran como a enemigo ambicioso, a mí, que no anhelo más que el bien público ¡Oh!, tanta miseria no irrita, inspira sólo... compasión. ¡Estos son nuestros días de prosperidad! Perdóneseme esta digresión. Decía yo que los escritores conservadores siempre ocultan su nombre, y entiendo que el que niega sus escritos procede así porque no lleva limpia la frente, porque su nombre no está sin mancha. En la prensa conservadora, refugio de aventureros, madriguera de advene­ dizos y carlistas que, expulsados por la España liberal, vienen aquí a buscar un pedazo de pan y no lo ganan sino con la diatriba y la calumnia, con predicar la sedición y el fanatismo, con insultar al pueblo hospitalario dispuesto a recibirlos como hermanos, en la prensa conservadora, ¿qué nombres pueden darse a luz? ¿Quién los conoce, qué significación política pu­ dieran tener? Hoy mismo los que atizan la tea de la discordia, los que insultan al gobierno, los que calumnian al Congreso, los que vilipendian al pueblo, los que ultrajan la libertad, los que provocan la reacción, los que suscitan el fanatismo, se ocultan bajo el anónimo, hieren como villanos, porque son pérfidos y cobardes. [...] En mi concepto, mi amigo el señor Cendejas tiene razón al ver en este artículo algo de una arma


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de partido, arma que, yo añado, puede ser de dos filos. Si hemos consentido las restricciones de la ley Lafragua, al dar la Constitución que será nuestra obra, que será la obra del pueblo, haya tanta libertad para nosotros como para nuestros adversarios. Nada de represalias, nosotros no huimos de la discusión, no la tememos. Respetamos las opiniones de buena fe; de ellas nace la luz. En cuanto a la oposición conservadora, con toda su hiel y toda su ponzoña, ¿qué puede hacer? Nos llamará locos y bandidos, insensatos y socialistas; se burlará de los congresillos, se mofará de la soberanía del pueblo, ata­ cará la libertad religiosa y nos hablará de los felices tiempos de la inquisición, disparará diatribas contra la libertad y nos hablará de orden público y de autoridad ilimitada. ¿No ten­ dremos nada que contestarle? Sí, hablaremos del juicio con que crearon los conservadores la Orden de Guadalupe; a esos hombres tan religiosos y tan honrados les contaremos la his­ toria de la Mesilla y de las gotas de agua, la venta de nuestros hermanos de Yucatán, los destierros, los robos, los escánda­ los, los sacrilegios, la prostitución, el vilipendio y la bajeza que caracterizaron al gobierno de los hombres decentes, de los hombres de bien; probaremos, en fin, lo que fue aquella funesta administración en que los prohombres se convirtieron en verdugos y en esbirros, en que presidente y ministros y di­ plomáticos y hombres de estado, no tenían más competencia que la del robo, y mientras la nación sufría la miseria y la opresión, como perros y gatos se disputaban en la tesorería hasta el último peso. Tal fue la administración de S.A.S.


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DISCURSO PRONUNCIADO EL 28 DE JULIO DE 1856 ANTE EL CONGRESO CONSTITUYENTE

Me es sensible tener que insistir en mis objeciones en contra del artículo, porque las explicaciones de la comisión están, en mi concepto, muy lejos de ser satisfactorias. Señores, mientras la imprenta se considere sólo bajo el aspecto del espíritu de partido, mientras el partido triunfante no vea en ella más que un elemento de oposición, mientras el legislador no contemple a la prensa sino como un ariete contra los gobiernos, no saldremos de nuestra antigua rutina, no afianzaremos la libertad del pensamiento, y una timidez mal disimulada mantendrá las restricciones vagas, las trabas arbitrarias que hoy nos propone la comisión. Examinemos la prensa como simple manifestación del pen­ samiento, veámosla como instrumento del progreso humano, contemplémosla bajo el aspecto de la ciencia, del arte, de la civilización; demos una rápida ojeada a la historia de sus inmarcesibles glorias y de sus cruentos martirios y veremos, señores, que las trabas mal definidas, como la de la moral, que consulta la comisión, han sido el origen de todas sus persecu­ ciones y las que han hecho ilusoria su libertad. No cansaré al Congreso acumulando citas históricas de lo que ha sufrido la prensa en los países todos del mundo. Me limitaré a la Francia, que es uno de los pueblos que más se ha aprovechado de la luz de la imprenta y que es la nación que más resplandores ha derramado sobre el mundo. Asom­ brada la Europa con el portentoso invento de Gutenberg, la


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imprenta encontró durante mucho tiempo, favor, protección y libertad, no de repúblicas, no de congresos compuestos de liberales, sino de los pontífices, de los reyes absolutos, que se disputaban la honra de tener en sus cortes a los tipógrafos famosos, como los Aldo Manucio, los Gering y los Elzenvir. Este favor se dispensaba conforme a las ideas de la época, con privilegios, con distinciones, y formando gremios para fa­ci­litar el desarrollo del arte. A este favor se opuso un clero faná­tico e ignorante que no pudo discutir con la reforma, que se aterrori­ zó con las predicaciones de Lutero y que reputó como herejes a todos los que hablaban del dogma aun cuando defendieran el catolicismo. A las intrigas del clero se debió la triste orde­ nanza de Francisco I, que suprimió el uso de la im­prenta en todo el reino para salvar la moral que estaba en peligro con la multitud de libros, ordenanza que el mismo rey revocó des­ pués, honrando a la prensa y confesando que el mismo clero lo había engañado y sorprendido. No bien se supo en Francia el descubrimiento de la impren­ ta, cuando el rey Carlos VII envió a Maguncia al grabador Nicolás Jenson a estudiar este arte. Luis XI, que comprendió la importancia de este invento y quiso aprovecharlo, llamó a Gering y a sus asociados, en 1474, para fundar la primera imprenta de París, hizo que se naturalizaran y les concedió hasta el derecho de testar, lo que en aquellos tiempos era un gran favor. En 1458 se permite la enseñanza del griego al sabio Gre­ gorio Tifernas, y este hecho es muy notable en la historia de la imprenta, porque de él vino en Francia el estudio de los


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clásicos, el progreso de la literatura, y porque a él se opusie­ ron tenazmente frailes tan ignorantes como algunos de los que tenemos hoy, y, hubo señores, sacerdotes que dijeran en el púlpito estas palabras: “Se ha inventado una nueva lengua que se llama griega, de la que es menester guardarse porque engendra todas las herejías. En cuanto al hebreo, está probado que los que lo aprenden inmediatamente se vuelven judíos”. Y Noel Beda, síndico de la facultad de teología, se atrevió a decir en pleno parlamento estas palabras: “La religión se pierde si permitimos imprimir en griego y en hebreo, porque queda destruida la autoridad de la Vulgata”. Y el famoso predicador Maillard dirigía a los libreros esta ferviente exhortación para que no publicaran la Biblia en len­ gua vulgar: “¡Pobres hombres, no os basta condenaros, sino que queréis condenar a los demás imprimiendo libros en que se habla de amor y que son una ocasión de pecado”. Así, pues, señores, la lengua de Platón, la lengua de la Bi­ blia, la misma lengua francesa que hablaba el pueblo, estuvie­ ron en riesgo de ser proscritas como contrarias a la moral. En 1488, Carlos VIII concede grandes privilegios a los im­ presores, a los libreros y a los fabricantes de papel. declarando a los impresores libreros miembros de la universidad y es­ tableciendo, para honrar a la imprenta, que nadie pudiese tener taller público sin haber pasado cuatro años de aprendizajes y que los maestros y los correctores supiesen hablar el latín y leer el griego. En 1513, Luis XII expidió un edicto famoso en que dice que considerando el inmenso beneficio que ha resultado a su


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reino por medio del arte y ciencia de la imprenta, invento que parece más divino que humano, confirma todos los privilegios anteriores, exime a la imprenta de contribuir al subsidio ex­ traordinario de treinta mil libras y declara los libros exentos de todo derecho de peaje. Francisco I, como arrepentido de su bárbaro edicto, no sólo confirmó todos los privilegios del arte tipográfico, sino que exceptuó a todos los impresores del servicio de las armas y del de policía para no perjudicarlos en el noble ejercicio de su profesión. En 1539 se dio el célebre reglamento sobre los salarios y las relaciones entre los maestros y los oficiales, y se estableció que, para dictar disposiciones en materia de imprenta, era preciso oír previamente a los impresores. Por este tiempo se debieron a Francisco I las primeras impresiones en lengua árabe. Enrique II confirma los privilegios de la imprenta y toma el mayor empeño en arreglar la venta del papel a precio bajo, y, pocos años después, este artículo quedó exento de todo derecho. El mismo Carlos IX, el verdugo de la Saint-Barthélemy, tiene que honrar a la imprenta, y se ve obligado a revocar el edicto que gravó con impuestos al papel. Enrique III declara en 1583 que la imprenta no está sujeta a las tasas que pesan sobre las artes y oficios, porque nunca debe ser considerada como un arte mecánico. El generoso Enrique IV va todavía más lejos y exime a la imprenta de todo género de contribuciones. Este edicto es con­ firmado por Luis XIII.


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En 1618 se expide el reglamento que fue hasta el tiempo de la revolución la carta magna de la imprenta y que no imponía taxativas al pensamiento sino que cuidaba de la belleza del arte, de la corrección de los libros, del uso de buenos carac­ teres. En todo esto era tal la escrupulosidad de los impresores de entonces, que exponían sus pruebas al público, pagando las correcciones, que aspiraban a poder poner al frente de sus libros sine menda y que de la ciudad de Wurzburgo fue desterrado un impresor a petición de los demás porque había deshonrado el arte con una errata de la que resultaba un sentido obsceno. En 1634 se funda la Academia Francesa, se reúne en la casa del impresor Camusat, y este impresor tiene la gloria de servir de órgano a aquel cuerpo literario hablando muchas veces en su nombre. El asombroso progreso intelectual del siglo de Luis XIV prueba que durante su reinado no faltó protección a la im­ prenta. En efecto, este rey que dio poderoso impulso al graba­ do confirmó los privilegios de la tipografía, lIamándola en su ordenanza, “la más bella y la más útil de las artes, digna del mayor esplendor”, y con su propia mano tiró en la prensa los primeros pliegos de las Memorias de Felipe de Commines. Luis XV exime a los impresores no sólo de impuestos, sino de todo servicio personal y de la obligación de dar bagajes y alojamientos a las tropas, e imprime él mismo la obra Curso de los principales ríos de la Europa. El infortunado Luis XVI protege a la imprenta, devuelve la libertad a los impresores encarcelados arbitrariamente, e imprime por sí mismo las Máximas sacadas del Telémaco.


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En todo el periodo que hemos recorrido, no sólo los reyes, sino los particulares, honraban a la imprenta y tenían prensas en su casa. El cardenal Richelieu imprime las obras de Epíteco, de Sócrates, de Plutarco y de Séneca. La madre de Luis XIV imprime La elevación del corazón a nuestro Señor Jesucristo. Madama de Pompadour imprime los versos de Corneille; el duque de Choiseul imprime sus Memorias; Franklin, el ilustre americano, imprime en París, en su casa particular, su famoso Código de la razón humana, y Valentín Haüy funda una im­ prenta para enseñar el arte a los ciegos. Poco más o menos, esta fue la situación de la imprenta en todas las naciones cultas de la Europa. La Alemania, la In­ glaterra, la Holanda, la Italia, la España, le dispensaban todo género de gracias y favores. Pero esta misma época de prosperidad no estuvo exenta de martirios, y el arte contó entre sus glorias la del sacrificio de grandes escritores y de ilustres impresores. En el año de 1533 la Sorbona pidió la abolición completa de la imprenta, porque Lutero la había llamado “la segunda emancipación del género humano”. La Sorbona no logró su intento, pero al año siguiente se fijaron en las esquinas de Pa­ rís unos pasquines contra la misa y contra la presencia real. El clero hizo una solemne procesión y por fin de fiesta fueron quemados vivos seis impresores, y esto se hizo en nombre de la moral. En 1538, el parlamento prohíbe los Salmos de David, y los cantos sublimes del rey profeta se ven anatematizados en nombre de la moral.


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El mismo anatema cae sobre las obras de Erasmo, a quien llamaban los frailes la Bestia erudita, sobre las de Melanchton, sobre las de Dorphan y sobre las de Bonalfosci. Por entonces nace la previa censura encomendada a la uni­ versidad y a la facultad de teología. La primera víctima de este examen es el ilustre impresor Dolet, poeta, bibliófilo, abogado, historiador, médico y traductor de los clásicos de la antigüedad. Este hombre insigne, señores, fue juzgado por los magistrados que aborrecían el griego porque no lo entendían; estos magis­ trados que fallaban en nombre de la moral, declararon que Dolet se había equivocado al traducir un diálogo de Platón, y porque uno de los interlocutores dice “nada seremos después de la muerte”. Como esta idea no es conforme con la verdad cató­ lica, Dolet pagó la falta de catolicismo de Platón y fue quemado vivo porque así lo exigía la moral de aquellos tiempos. Otro impresor llamado Lhome fue mártir del secreto que había prometido al autor de un folleto que era una violenta sátira latina titulada Carta al tigre de Francia e imitación de la primera Catilinaria. La casa de los Guisas, cuyo nombre no mentaba la sátira, se dio por aludida, y, como un homenaje de respeto a la vida privada, el impresor fue ahorcado, aunque en lugar cómodo y conveniente, según dice la sentencia, en que el sarcasmo se une a la crueldad. Y entonces, señores, hubo otra víctima de la conciencia pública: un pobre mercader se atrevió, al ver al sentenciado apedreado e insultado por el populacho, a encomendarlo a la Virgen María, y el mercader fue ajusticiado como blasfemo y como sedicioso, porque así lo exigían la moral y la paz pública.


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El folleto titulado la Sombra de Scarron, en el que se conta­ ba lo que todo el mundo sabía, que el rey se había casado con madama de Maintenon, produjo tres ahorcados, no sé si en obsequio de la moral, de la paz pública o de la vida privada. Así, poco a poco se fueron extendiendo la censura y la persecución, lo mismo en Francia que en las otras naciones. En Inglaterra los impresores y los escritores políticos eran azotados en las plazas públicas; todo el mundo sabe la suerte del Gacetero de Holanda. En Roma, el libro de los libros, la Biblia, estaba prohibida como contraria a la moral, aunque sus páginas están dictadas por Dios, aunque sus palabras todas son de esperanza y de consuelo para la humanidad. En España, la Inquisición era la que se encargaba de cuidar de la moral, enviando gentes a la hoguera, y no sólo perseguía a herejes, judaizantes y cristianos nuevos, sino también a San Juan de Dios, a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León y a la incomparable Santa Teresa. Todo esto se hacía, señores, en nombre de la moral. Si volvemos los ojos a épocas más remotas, veremos que­ mados por la mano del verdugo los libros de Abelardo porque proclama el libre examen y es el primer racionalista; veremos a Sócrates bebiendo la cicuta porque había atacado la moral pagana proclamando la unidad de Dios, y veremos, por fin, en la cumbre del Gólgota a Jesucristo muriendo en la cruz, porque su doctrina era contraria a la moral de los escribas y los fariseos. Fundado en estos hechos, me inspira horror la restricción que propone el artículo.


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En México, señores, donde ha habido tantas inconsecuen­ cias, se ha proclamado la libertad de la prensa y se ha dejado la previa censura para el teatro; dos o tres abogados han sido los jueces del arte dramático; piezas representadas en la mo­ nárquica España han sido prohibidas en México, y lo recuerdo con vergüenza, la mejor comedia de Ventura de la Vega, El hombre de mundo, se ha puesto en escena después de tenaces resistencias de los censores que querían defender la moral. En tiempo del general Arista, cuando tanto se hablaba de libertad, lo recuerdo también con rubor, la policía ha ido a recoger a las librerías la obra que el moralista Aimé Martin consagra a las madres de familia, y esto se hizo en nombre de la moral, olvidando que este ilustre escritor es discípulo de Fénelon y de Bernardino de Saint-Pierre, y que sus obras están en el hogar doméstico, en manos de las madres y de las niñas, en todas las naciones cristianas. A todo esto nos contesta la comisión, que nos ocupamos de abusos y que ella ha tomado precauciones para evitarlos. Yo sostengo que los abusos pueden nacer de la vaguedad del ar­ tículo, y, aunque no soy abogado, entiendo que el delito debe estar bien definido para que no haya arbitrariedad ni abuso en los jueces letrados ni en los jurados. La comisión nos ofrece dos consuelos. El señor Mata dice que, si los jurados son arbitrarios, debemos resignarnos a la arbitrariedad del pueblo. No entiendo que la misión de una asamblea constituyente es evitar para lo futuro toda arbitra­ riedad y todo abuso. No creo que sea limitada la soberanía de los pueblos, pues nunca deben obrar contra los principios de


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la justicia, nunca veré más que un atentado en las sentencias del pueblo de Atenas imponiendo el ostracismo a Arístides el Justo y la muerte a Sócrates el Filósofo. El señor Arriaga dice que nada importa una sentencia in­ justa cuando el inocente es absuelto por la conciencia pública, por el espíritu del pueblo, por el espíritu de Dios. Bellas pala­ bras, dignas de un elocuente orador. La misma idea ha hecho decir antes a un trágico francés que la infamia no está en el cadalso sino en el crimen; pero todo esto es apelar al testi­ monio íntimo de la conciencia, y nosotros, como legisladores constituyentes, no debemos fiar en este recurso, sino establecer sólidas garantías para los derechos que proclamamos. Insisto en que las infracciones deben ser mejor definidas. En vez de hablar vagamente de la vida privada, debiera mencio­ narse el caso de injurias, como ha aconsejado el señor Ramírez, pues de lo contrario, señores, llegará a ser delito publicar que un ministro recibió de visita a un agiotista o que un diputado ha recibido dinero de la tesorería, cuando acaso sin que el que tales hechos anuncie sepa que el ministro y el agiotista hicieron un contrato ruinoso o que el diputado fue a vender su voto. Yo quisiera que en lugar de hablar vagamente de la moral se prohibieran los escritos obscuros, pues con esto y exigir la firma de los autores, estoy seguro de que ningún hombre honrado que se respeta a sí mismo se atrevería a ofender las buenas costumbres en un libro o en un periódico. La moral se siente y no se define, ha dicho muy bien uno de los señores de la comisión: mayor peligro de juicios arbitrarios. ¿A qué nos atendremos para calificar?, ¿al capricho del gobernante?, ¿ al


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Index de Roma? No, porque en ese lndex ha estado compren­ dida la Biblia; no, porque en ese lndex están todas las obras que enaltecen al espíritu humano: no, porque ese lndex ha querido prescribir la ciencia de la razón, el libre examen, las verdades de la astronomía y de la geología, porque ha alcan­ zado a los libros de fisiología y de medicina. Si dejamos esta vaga restricción, no sólo acabaremos con la prensa política, sino que contrariaremos el progreso de la ciencia y el desarro­ llo de la literatura. Sofocaremos al nacer a los genios, que pue­ den ser en nuestro país moralistas o escritores de costumbres, y aun proscribiremos las obras del señor Prieto, miembro de esta asamblea, que es seguramente el primero en este género, porque acaso sus alusiones festivas, sus gracias picantes o coloradas, podrán parecer contrarias a la moral. Y contrarias a la moral parecerán también las notables palabras que han pronunciado los oradores de este Congreso. La conciencia pública, espíritu del pueblo y espíritu de Dios, de que habla e! señor Arriaga, será una blasfemia, aunque se haya dicho siempre vox populi, vox Dei, y la negativa del señor Ramírez a que hablemos en nombre de Dios, como si fuéramos profetas, pasará por desacato o por herejía. En vez de hablar vagamente de la paz pública, yo quisiera que terminantemente se dijera que se prohíben los escritos que directamente provoquen a la rebelión o a la desobedien­ cia de la ley, porque de otro modo temo que la censura de los funcionarios públicos, el examen razonado de las leyes y la petición de reformar esta misma Constitución que estamos discutiendo, se califiquen de ataques a la paz pública.


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Con respecto al jurado, yo no lo veo en lo que propone la la comisión, reclamo como garantía que haya un jurado de calificación y otro de sentencia, y repito que la dirección del tribunal de justicia ha de desnaturalizar completamente el carácter del jurado quitándole toda independencia. Tantas restricciones son extrañas en una sección que se llama de derechos del hombre. No parece sino que la comi­ sión, cuando enuncia una gran verdad, cuando proclama un principio, cuando reconoce un derecho, se atemoriza, quiere borrarlos con el dedo y por esto establece luego toda clase de restricciones. No sé por qué hasta los gobiernos y las asambleas liberales ven a la prensa a veces con tanto desdén, a veces con tanto temor. No se haga caso del poco mérito de los escritores, no se admita aquí la vulgaridad de que los periodistas están bajo el yugo de los impresores. A mí se me ha hecho este ataque, y debo decir que nunca he prescindido de mi independencia, y que soy tan independiente aquí como en el periódico de que soy redactor en jefe. Si de mí se puede dudar, no habrá quién crea que mis antecedentes en el mismo periódico, que son el actual jefe del gabinete, el señor don Luis de la Rosa, el actual presidente de la Suprema Corte de Justicia, el señor don Juan B. Morales, el señor Otero, los señores diputados Prieto, Cas­ tillo Velasco y algunos otros, han prescindido de su indepen­ dencia para servir sólo a don Ignacio Cumplido. No, allí todos han servido al país y a la causa de los buenos principios, y el señor Cumplido, como impresor, ha servido bastante a su país procurando el progreso del arte, manteniendo con constancia,


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y a pesar de mil contratiempos, un periódico órgano del par­ tido liberal, antes y ahora defensor de los buenos principios, de la propiedad y de las bases del verdadero orden social, y respetando la conciencia de los escritores, sin lo que la existen­ cia del mismo periódico hubiera sido imposible. Se atribuyen también las opiniones de un escritor a la miserable cuestión de las impresiones del gobierno. Yo he hecho la oposición a gobiernos que han dado qué imprimir al señor Cumplido y he defendido a otros que nada le han dado qué hacer. Por lo demás, acusar a un impresor de que imprime es tan absurdo como hacer cargos a un médico de que cura o a un abogado de que litiga. Apartándonos de estas miserias, consideremos la imprenta bajo su verdadero punto de vista, como elemento de civilización y de progreso, y el derecho de escribir como la primera de las libertades, sin la que son mentira la libertad política y civil.



Ignacio RamĂ­rez Salario y trabajo



Salario y trabajo

El tiempo* Las propiedades están distribuidas con mucha desigualdad. El Tiempo

S

egún los redactores de El Tiempo, las clases propietarias que miran como opuesto a sus intereses, el sistema republi­ cano, han impedido su establecimiento, con las frecuentes revoluciones que han ensangrentado nuestra patria; y para evitar tantos males, opinan porque esas revolucionarias clases, subyugando a las demás, se apoderen del gobierno nacional, y aun si les conviene, lo entreguen a un monarca. Esa confesión será el proceso, la sentencia de muerte de ese partido. ¡Y es verdad lo que dice ese periódico! Así es que si sus es­ critores son propietarios, hacen bien defendiendo la feliz clase a que pertenecen; y nosotros que pertenecemos a la proscrita raza de trabajadores ¿por qué no hemos de decir el huevo y quien lo puso a nuestros amos? * Tomado de: Don Simplicio, periódico burlesco, crítico y filosófico, por unos simples. México, Imprenta de la Sociedad Literaria. A cargo de Agustín Contreras, segunda época, tomo II, número 10.


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Nosotros los trabajadores, decimos, pues, a los propieta­ rios: la tercera parte de los bienes raíces pertenece al clero; otra tercera parte, a los descendientes de nuestros conquis­ tadores; y el resto está abandonado; dejemos colonizar estas tierras incultas; vengan los hijos hambrientos de las dichosas monarquías europeas, a darnos población, arte y ciencias, y que el pueblo corrompido fecundice el terreno, y mejore sus costumbres: pero los propietarios responden, que los extranje­ ros vendrían a viciarnos, y a empobrecernos con la tolerancia religiosa; que nuestras costumbres son buenas, y por lo mismo somos felices. Nosotros los trabajadores, decimos a los hacendados: ¿por qué sin el sudor de vuestro rostro coméis el pan, y lo tiráis con vuestras prostitutas y lacayos? Si respondéis que porque Dios os hizo ricos, vengan los títulos; si habláis del derecho de conquista, nos tratáis como conquistados, si alegáis un testa­ mento, eso es bueno contra un particular, pero no contra una nación; ¿por qué se consienten las herencias?, por la utilidad que de ellas resulta al público, respondéis de mala gana. Y bien, ¿la tercera parte de nuestros bienes raíces estará mejor en vuestras manos que nada benefician y todo despilfarran, o en las manos encallecidas de los viles trabajadores? Noso­ tros cultivamos esa tercera parte que los ricos llaman suya: permítasenos siquiera preguntar, ¿qué hacen el dinero que les damos?, y pedirles algunos vastos terrenos, que feraces e incultos, con una vieja escritura tienen ocupados. Nosotros los trabajadores, decimos a los poseedores de bie­ nes raíces espiritualizados: vuestra pobreza evangélica, según


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El Tiempo, apenas posee la tercera parte de la república: ¿pero no pudiéramos lograr la gloria a menos precio? Nosotros los trabajadores diremos en fin a los propietarios, a los generosos propietarios: ya que os empeñáis en arreglar ex­ clusivamente estas pequeñeces y en gobernarnos; ya que noso­ tros los trabajadores os damos porque hagáis vuestra felicidad, la mayor parte del producto de nuestro trabajo, suponemos que este dinero servirá para vuestra recompensa, y para los gastos de vuestra administración; esto es, confiamos en que ya no ha­ brá contribuciones directas, ni indirectas, pues de lo contrario nos robaríais como propietarios y como gobernantes. Señores propietarios, ¿sabéis por qué nosotros los traba­ jadores no prosperamos?, porque para redimir de vuestra esclavitud un terreno y cultivarlo, para establecer talleres y fábricas que compitan con las de Europa, para cargar nume­ rosas embarcaciones y colmar espaciosos almacenes, necesita­ mos dinero; y pues Udes. que lo tienen no son, ni quieren ser agricultores, artesanos y comerciantes, ¿qué se infiere de todo esto para hacer la felicidad de la república? ¡La monarquía!, responde El Tiempo; pero como hay mil obstáculos para que la misma monarquía pueda superarlos, quien los allanará todos, será el tiempo. Tanto y tanto contratiempo, ¡Oh pueblo! de qué te quejas, Son enfermedades viejas, ¿Podrá curarlas el Tiempo? Ponte en cura, ¡ay! si te dejas.


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Por último, si los redactores de ese periódico son ateos, el que esto escribe es materialista político, y lo que es peor: Nigromante del Jacobinismo

DISCURSO PRONUNCIADO ANTE EL CONGRESO CONSTITUYENTE*

Señores: El proyecto de constitución que hoy se encuentra sometido a las luces de vuestra soberanía revela en sus auto­ res un estudio, no despreciable, de los sistemas políticos de nuestro siglo; pero, al mismo tiempo, un olvido inconcebible de las necesidades positivas de nuestra patria. Político novel y orador desconocido, hago a la comisión tan graves cargos, no porque neciamente pretenda ilustrarla, sino porque deseo escuchar sus luminosas contestaciones; acaso en ellas encon­ traré que mis argumentos se reducen para mi confusión a unas solemnes confesiones de mi ignorancia. El pacto social que se nos ha propuesto se funda en una ficción. He aquí cómo comienza: “En el nombre de Dios... los representantes de los diferentes estados que componen la República de México... cumplen con su alto encargo... La comisión por medio de esas palabras nos eleva hasta el sacerdocio y, colocándonos en el santuario, ya fijemos los derechos del ciudadano, ya organicemos el ejercicio de los poderes públicos, nos obliga a caminar de inspiración en inspi­ * 7 de julio de 1856.


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ración hasta convertir una ley orgánica en un verdadero dog­ ma. Muy lisonjero me sería anunciar como profeta la buena nueva a los pueblos que nos han confiado sus destinos, o bien el hacer el papel de agorero que el día 4 de julio desempeñaron algunos señores de la comisión con admirable destreza; pero en el siglo de los desengaños nuestra humilde misión es des­ cubrir la verdad y aplicar a nuestros males los más mundanos remedios. Yo bien sé lo que hay de ficticio, de simbólico y de poético en las legislaciones conocidas; nada ha faltado a al­ gunas para alejarse de la realidad, ni aun el metro; pero juzgo que es más peligroso que ridículo suponernos intérpretes de la divinidad y parodiar sin careta a Acamapich, a Mahoma, a Moisés, a las Sibilas. El nombre de Dios ha producido en todas partes el derecho divino y la historia del derecho divino está escrita por la mano de los opresores con el sudor y la sangre de los pueblos, y nosotros que presumimos de libres e ilustra­ dos, ¿no estamos luchando todavía contra el derecho divino? ¿No temblamos como unos niños cuando se nos dice que una falange de mujerzuelas nos asaltará al discutirse la tolerancia de cultos, armadas todas con el derecho divino? Si una revo­ lución nos lanza de la tribuna, será el derecho divino el que nos arrastrará a las prisiones, a los destierros y a los cadalsos. Apoyándose en el derecho divino, el hombre se ha dividido el cielo y la tierra y ha dicho, yo soy dueño absoluto de este terreno; y ha dicho, yo tengo una estrella, y si no ha monopoli­ zado la luz de las esferas superiores es porque ningún agiotista ha podido remontarse hasta los astros. El derecho divino ha inventado la vindicta pública y el verdugo. Escudándose en el


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derecho divino el hombre ha considerado a su hermano como un efecto mercantil y lo ha vendido. Señores, yo por mi parte lo declaro, yo no he venido a este lugar preparado por éxtasis ni por revelaciones. La única misión que desempeño, no como místico, sino como profano, está en mi credencial; vosotros la habéis visto, ella no ha sido escrita como las tablas de la ley sobre las cumbres del Sinaí entre relámpagos y truenos. Es muy respetable el encargo de formar una constitución para que yo la comience mintiendo. ¿Por qué la comisión desde la altura sublime a que ha sa­ bido remontarse no dirigió una rápida mirada hacia nuestro trastornado territorio? Uno de sus miembros ha dicho que la división territorial no es una panacea. ¡Oh!, ciertamente en la política, del mismo modo que en la medicina, no se ha descubierto el sánalo todo; pero eso no es una razón para que el médico no se envanezca con sus descubrimientos como el político con los suyos: el inventor de la vacuna y el de las peni­ tenciarías tienen igual gloria. ¿Qué males nos provienen, se ha dicho, de que las poblaciones sigan distribuidas del modo que las encontró el Plan de Ayutla? Se ha avanzado hasta negar la necesidad de una nueva combinación local basada sobre las exigencias de la naturaleza. La comisión, en fin, juzga que los pueblos descontentos no conocen sus intereses, y la razón que da es concluyente, porque ella tampoco los conoce. Ya tomé yo por base los hombres, ya los terrenos que habitan, en mi humilde inteligencia descubro que una nueva división territorial es una necesidad imperiosa. Los elementos físicos de nuestro suelo se encuentran de tal suerte distribuidos


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que ellos solos convidan a dividir a la nación en grandes sec­ ciones con rasgos característicos muy marcados. Esa península de Yucatán, unida por una faja estrecha y despoblada con el continente, tiene la independencia que dan las altas montañas, los desiertos y los mares. Desde el istmo de Tehuantepec hasta los linderos de Guatemala tenemos una nueva división tirada por la naturaleza. Desde las inmediaciones del istmo hasta la frontera de los Estados Unidos, tres fajas, una templada y dos calientes, nos aconsejan el establecimiento de tres series diversas de combinaciones territoriales. En el mar Pacífico tenemos otra península. Sobre las costas del Golfo de México yo descubro un vasto terreno regado por caudalosos ríos y dilatadas lagunas; la abundancia de agua navegable acerca y confunde sus poblaciones. ¿Donde la naturaleza formó un solo pueblo nosotros formaremos fracciones de otros cinco? Entre Tuxpan y Tampico podemos improvisar un puente de vapor; pero, si no me engaño, ya hemos dado Tuxpan a Puebla en cambio de Tlaxcala. Y esa isla perdida en un océano de salvajes, esa frontera del norte, ¿en nombre de la humanidad no nos reclama la unidad de su gobierno? ¿Por qué conser­ var a Chihuahua y a Durango, poblaciones separadas de sus capitales por un peligroso desierto y una sierra intransitable, y más cuando su separación es un verdadero robo a Sonora y Sinaloa? ¿Y por qué no se extienden los límites de Colima? ¿Y por qué no se establece en el antiguo Anáhuac el estado de los Valles? El estado de Querétaro está reducido a una sola población de las muchas que se encuentran sembradas en el fecundo Bajío.


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La división territorial aparece todavía más interesante considerándola con relación a los habitantes de la República. Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las no menos funestas es la que nace de suponer en nuestra patria una población homogénea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontra­ remos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola, porque esa empresa está destinada al trabajo constante y enérgico de peculiares y bien combinadas instituciones. Muchos de esos pueblos conservan todavía las tradiciones de un origen diverso y de una nacionalidad inde­ pendiente y gloriosa. El tlaxcalteca señala con orgullo los campos que oprimía la muralla que los separaba de México. El yucateco puede preguntar al otomí si sus antepasados dejaron monumentos tan admirables como los que se conservan en Uxmal. Y cerca de nosotros, señores, esa sublime catedral que nos envanece, descubre menos saber y menos talento que la humilde piedra que en ella busca un apoyo conservando el calendario de los aztecas. Esas razas conservan aún su nacionalidad protegida por el hogar doméstico y por el idioma. Los matrimonios en­ tre ellas son muy raros, entre ellas y las razas mixtas se hacen cada día menos frecuentes; no se ha descubierto el modo de facilitar sus enlaces con los extranjeros. En fin, el amor con­ serva la división territorial anterior a la conquista. También la diversidad de idiomas hará por mucho tiempo ficticia e irrealizable toda fusión. Los idiomas americanos se componen de radicales significativas, no ante los ojos de la


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ciencia, sino en el trato común; estas radicales, verdaderas partes de la oración, nunca o rara vez se presentan solas y con una forma constante como en los idiomas del viejo mundo; así es que el americano en vez de palabras sueltas tiene fra­ ses. Resulta de aquí el notable fenómeno de que al componer un término el nuevo elemento se coloca de preferencia en el centro por una intersucesión propia de los cuerpos orgá­ nicos; mientras en los idiomas del otro hemisferio el nuevo elemento se coloca por yuxtaposición, carácter peculiar a las combinaciones inorgánicas. En estos idiomas donde el menor miembro de la palabra palpita con una vida propia, el corazón afectuoso y la imaginación ardiente no pueden manifestarse sino bajo las formas animadas y seductoras de la poesía. Pero estos tesoros cada nación los disfruta en familia, ocultos por el temor, carcomidos por la ignorancia, últimos jeroglíficos que no pudo quemar el obispo Zumárraga ni destrozar la espada de los conquistadores. Encerrado en su choza y en su idioma, el indígena no comunica con los de otras tribus ni con la raza mixta sino por medio de la lengua castellana. Y, en ésta, ¿a qué se reducen sus conocimientos? A las fórmulas estériles para el pensamiento de un mezquino trato mercantil y a las odiosas expresiones que se cruzan entre los magnates y su servidumbre. ¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas a la esfera de ciudadanos, dadles una intervención directa en los negocios públicos, pero comenzad dividiéndolos por idio­ mas, de otro modo no distribuirá vuestra soberanía sino dos millones de hombres libres y seis de esclavos.


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Y si nada dice a la comisión lo que llevo expuesto, dirija siquiera su mirada a la agitación en que se encuentra la Re­ pública. Cuernavaca y Morelos quieren pertenecer al estado de Guerrero, y contra sus votos prevalecen los intereses de un centenar de propietarios feudales. Hace muchos años que el Valle de México trabaja por organizarse. La Huasteca ha sufrido un saqueo por haber solicitado su independencia local. Tabasco pide posesión de su territorio presentando títulos legales. Sinaloa reclama a Tamazula. Y la frontera nos llama débiles por no llamarnos traidores. A todas estas exigencias de los pueblos contestamos: todavía no es tiempo. ¡Ya no es tiempo!, nos contestarán los pueblos mañana, si queremos al fin complacer sus deseos para contener los horrores de la anarquía. El más grave de los cargos que hago a la comisión es de ha­ ber conservado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero es un hombre que a fuerza de penosos y continuos trabajos arranca de la tierra, ya la espiga que alimenta, ya la seda y el oro que engalanan a los pueblos. En su mano creadora el rudo instrumento se convierte en máquina y la informe piedra en magníficos palacios. Las invenciones prodigiosas de la indus­ tria se deben a un reducido número de sabios y a millones de jornaleros: donde quiera que existe un valor, allí se encuentra la efigie soberana del trabajo. Pues bien, el jornalero es esclavo. Primitivamente lo fue del hombre; a esta condición lo redujo el derecho de la guerra, terrible sanción del derecho divino. Como esclavo nada le per­ tenece, ni su familia ni su existencia, y el alimento no es para el


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hombre máquina un derecho, sino una obligación de conser­ varse para el servicio de los propietarios. En diversas épocas el hombre productor, emancipándose del hombre rentista, siguió sometido a la servidumbre de la tierra; el feudalismo de la Edad Media, y el de Rusia y el de la tierra caliente, son bastan­ te conocidos para que sea necesario pintar sus horrores. Logró también quebrantar el trabajador las cadenas que lo unían al suelo como un producto de la naturaleza, y hoy se encuentra esclavo del capital que, no necesitando sino breves horas de su vida, especula hasta con sus mismos alimentos. Antes el siervo era el árbol que se cultivaba para que produjera abun­ dantes frutos, hoy el trabajador es la caña que se exprime y se abandona. Así es que el grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas: la resolución es muy sencilla y se reduce a convertir en capital el trabajo. Esta operación exigida imperiosamente por la justicia, ase­ gurará al jornalero no solamente el salario que conviene a su subsistencia, sino un derecho a dividir proporcionalmente las ganancias con todo empresario. La escuela económica tiene razón al proclamar que el capital en numerario debe producir un rédito como el capital en efectos mercantiles y en bienes raíces; los economistas completarán su obra, adelantándose a las aspiraciones del socialismo, el día que concedan los dere­ chos incuestionable a un rédito al capital trabajo. Sabios eco­ nomistas de la comisión, en vano proclamaréis la soberanía del pueblo mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo y lo obliguéis a comerse su capital y le pongáis en cambio una ridícula corona sobre la frente. Mientras el


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trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda sus rentas con todas las utilidades de la empresa al socio capi­ talista, la caja de ahorros es una ilusión, el banco del pueblo es una metáfora, el inmediato productor de todas las riquezas no disfrutará de ningún crédito mercantil en el mercado, no podrá ejercer los derechos de ciudadano, no podrá instruirse, no podrá educar a su familia, perecerá de miseria en su vejez y en sus enfermedades. En esta falta de elementos sociales, encontraréis el verdadero secreto de por qué vuestro sistema municipal es una quimera. He desvanecido las ilusiones a que la comisión se ha entre­ gado; ningún escrúpulo me atormenta. Yo sé bien que, a pesar del engaño y de la opresión, muchas naciones han levantado su fama hasta una esfera deslumbradora; pero hoy los pueblos no desean ni el trono diamantino de Napoleón, nadando en sangre, ni el rico botín que cada año se dividen los Estados Unidos conquistado por piratas y conservado por esclavos. No quieren, no, el esplendor de sus señores, sino un modesto bienestar derramado entre todos los individuos. El instinto de la conservación personal, que mueve los labios del niño buscándole alimento, y es el último despojo que entregamos a la muerte, he aquí la base del edificio social. La nación mexicana no puede organizarse con los elemen­ tos de la antigua ciencia política, porque ellos son la expresión de la esclavitud y de las preocupaciones; necesita una consti­ tución que le organice el progreso, que ponga el orden en el movimiento. ¿A qué se reduce esta constitución que establece el orden en la inmovilidad absoluta? Es una tumba preparada


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para un cuerpo que vive. Señores, nosotros acordamos con entusiasmo un privilegio al que introduce una raza de caballos o inventa una arma mortífera; formemos una constitución que se funde en el privilegio de los menesterosos, de los ignoran­ tes, de los débiles, para que de este modo mejoremos nuestra raza y para que el poder público no sea otra cosa más que la beneficencia organizada”.

EL TRABAJADOR Y LAS FUERZAS EQUIVALENTES*

Señores: Me propongo, en este discurso, examinar la cuestión de los salarios, partiendo de bases puramente científicas; las opera­ ciones y las necesidades humanas no son sino variadas formas de las fuerzas que existen en la naturaleza; y por lo mismo, la economía política no es más que un ramo de los estudios sobre la transformación de las fuerzas en los seres orgánicos e inorgánicos, tomando como punto de partida el animal que se llama hombre, lo cual equivale a determinar las leyes fisio­ lógicas del operario. En toda fuerza física, especialmente en la humana, deben considerarse, por separado, estos dos fenómenos: primero, la cantidad de la fuerza; y segundo, la combinación de sus ele­ mentos componentes. * Discurso leído en el Liceo Hidalgo, agosto, 1875. Tomado de: Ignacio Ramírez, Obras, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1889, tomo I, pp. 309-314.


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Un río que se desborda sobre un terreno representa lo que se puede llamar la fuerza bruta; un río distribuido en canales sobre el mismo terreno es la fuerza organizada. La planta y el animal tienen por misión organizar las fuerzas torrentosas del Universo. El hombre es el primero de esos mecanismos organizadores; y a la facultad que lo distingue sobre los demás se llama inteligencia. La fuerza organizadora del hombre no solamente se emplea en aprovechar las fuerzas inorgánicas y las del vegetal y las animales, sino en inventar nuevas com­ binaciones cuya resultante se apropia a un objeto apetecido; así es como por medio de los lentes aumenta o disminuye la apariencia de los objetos; y así es como por medio del vapor y de la electricidad hace volar los cuerpos más pesados y la palabra simplemente escrita. Pero, ¿cómo puede funcionar la máquina humana? Con dos condiciones absolutamente necesarias: primera, recibien­ do las fuerzas orgánicas e inorgánicas que está encargada de transformar; y segunda, disponiendo de las fuerzas conserva­ doras de su propio mecanismo. Dos formas dominan en los trabajos humanos: una carac­ terizada por la preponderancia de la energía, y otra en que se distingue la combinación de las fuerzas; a la primera forma se llama trabajo muscular; y a la segunda trabajo nervioso, ence­ fálico o bien inteligente. Ambos trabajos, muscular y nervioso, exigen una alimentación abundante y variada. Ya trabaje un hombre en despedazar una encina, ya se ocupe en engendrar las ilusiones de la poesía; ora cargue un peñasco sobre sus es­ paldas, ora luche con las armas de la elocuencia para alcanzar


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una victoria en el foro, siempre que una máquina humana pro­ duce física o moralmente su trabajo, resulta proporcionado a las sustancias alimenticias de donde ha sacado sus fuerzas. Nace de aquí la primera ley fisiológica: El trabajador debe estar alimentado con abundancia. Pero es otra ley de la naturaleza humana la necesidad del reposo. En los cuerpos organizados, sólo los trabajos vitales son constantes; los trabajos de relación son breves y periódi­ cos. La reproducción tiene sus épocas; el sueño y el cansancio se imponen tiránicamente con asombrosa frecuencia; y la ne­ cesidad del placer es lo único que hace apetecible la vida. He aquí, pues, la segunda ley del trabajo: La producción diaria no puede verificarse sino en un tiempo inferior a las veinticuatro horas que componen el día. Tales son las leyes puramente mecánicas del trabajo humano. Pero toda máquina necesita otra que haga el papel de loco­ motora. En el hombre no bastarían las necesidades expuestas para obligarlo a trabajar constante y voluntariamente si las consecuencias de su facultad reproductora no aumentaran de un modo extraordinario el número de sus necesidades. El placer que proviene de la unión sexual y de la crianza y prosperidad de la prole, produce la necesidad, para cada padre de familia, de sacar de sus limitadas fuerzas los alimentos de las personas que en busca de la existencia se agrupan en torno del hogar, por lo menos dos veces al día. Y de aquí proviene una ley más compli­ cada que las anteriores, pero no menos poderosa: Cada trabaja­ dor en ocho o diez horas de ocupación debe proporcionarse lo necesario para la alimentación de toda su familia.


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Hasta aquí sólo nos hemos ocupado de los alimentos; pero el vestido, la habitación, los gastos para conservar la salud, la instrucción y las contribuciones sociales, todo esto se encuen­ tra en la misma clase de importancia que los alimentos. Así es que podemos formular esta ley en los términos siguientes: Un hombre, trabajando por máximun una cuarta parte del año, debe proporcionarse para sí y su familia, el alimento, la habitación, el vestido y la satisfacción de otras necesidades incontestables, correspondientes a todo el año. Suponiendo a los hombres dispersos sobre la tierra, como to­ davía existen en muchos puntos, es incuestionable que en varias regiones, con un ligero trabajo, puede un solo individuo soste­ ner una numerosa familia; en nuestras costas, la caza y pesca son fáciles y abundantes, las plantas alimenticias abundan, y la habitación y el vestido no demandan extraordinarias tareas. Pero el primer enemigo del hombre es el hombre, y de aquí proviene la necesidad de asociarse para la defensa común; y con la aproximación de las habitaciones viene la propiedad poniendo límites a los terrenos explotables. Estas son las nece­ sidades sociales que ya hemos indicado; y de ellas nace otra ley sobre el trabajo: El trabajador necesita aumentar sus fuerzas equivalentes. La primera fuerza equivalente que explota el hombre es la de sus semejantes; y la forma originaria de esa adjudicación es la esclavitud, cuya utilidad convierte los instrumentos de la caza en armas para la guerra. El provecho, para el señor, del trabajo personal en servidum­ bre es muy limitado; y los perjuicios para el esclavo son espan­


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tosos: malos alimentos, trabajo excesivo, malos tratamientos, frecuentes enfermedades, vejez prematura, habitación insalubre, sucios vestidos, privación de la familia y obligación de engendrar para aumentar los bienes ajenos, multiplicando la especie ex­ plotable. A costa de estas injusticias, el amo sólo obtiene, como ganancia neta, la mitad del trabajo servil y la prole. Después se ha pedido un suplemento de fuerza a ciertos animales capaces de domesticarse para el trabajo: ya se sabe, el verdadero redentor del indio es el asno. Han venido en seguida los instrumentos comunes de todas las artes. Pero el hombre no ha aumentado artificialmente su fuerza personal, tanto en intensidad como en la forma inge­ niosa de sus aplicaciones, sino cuando con el auxilio de la ciencia ha podido esclavizar la luz, la electricidad, el calórico y otras fuerzas que hace poco se llamaban todavía cuerpos imponderables. Si esta conquista sobre la naturaleza es un fondo común, ¿cómo es posible que sólo unos cuantos hombres se repartan directamente sus beneficios? Si hoy la esclavitud no es una institución social, ¿por qué un hombre con sólo llamarse capitalista, se aprovecha de las fuerzas naturales disciplinadas por el arte y por la ciencia, y, además, conserva todavía siervos bajo la denominación de asalariados? ¿Por qué en una compañía un solo socio tiene el privilegio de tasar los repartos? ¿Por qué la economía política, para sancionar aquella injusticia ha inventado un fondo imaginario de salarios?


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Si existiese ese fondo, ¿no debiera tener como mínimun las necesidades anuales de cada familia representada por su trabajador respectivo? ¿Por qué, en fin, el trabajador par antonomasia, en cada empresa, es el único que jamás recibe las ganancias que le corresponden, ni aun en las minas en bonanza? ¡Henos aquí frente a frente de la cuestión económica sobre salarios! Es inútil ocuparse de la esclavitud, cuya causa está fue­ ra de la humanidad y de la ciencia: los hombres libres tampoco pueden ver sin indignación las redes arancelarias donde una tasa protectora acaba por recoger los provechos del trabajador en provecho del capitalista; y por lo que toca al comunismo, esperamos a que se establezca para juzgarlo: examinaremos, pues, los salarios en el mismo terreno en que se mueven: en el campo de la oferta y de la demanda. Es para nosotros incuestionable que la ley no puede fijar la oferta ni la demanda; pero no es menos claro que la libertad individual y la social pueden convertir la demanda y la oferta en un provecho determinado y seguro. ¿Qué hace el capi­ talista para aprovechar igualmente la oferta y la demanda? Concentrar sus esfuerzos en dominarlas. Baja los salarios, sacrificando la humanidad a su propio provecho. ¿Escasean los trabajadores? Aumenta entonces los salarios, pera también los precios de los efectos. Y en ambas situaciones, fecundo en recursos, ya paga con vales en lugar de dinero, ya descuenta un fondo de hipócrita beneficencia para multar indirectamente al operario descontento, ya hace anticipaciones con su disimu­


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lada perfidia, ya falsifica los productos y ya los hace circular por medio del contrabando. ¡Por eso es que para el trabajador tan malo es el estado mercantil de oferta como el de demanda¡ Pero su ruina es completa cuando la concurrencia de trabaja­ dores envilece el salario. La primera necesidad del trabajador es dominar la oferta del trabajo. Esta empresa no puede ser acometida por una persona ais­ lada; la salvación de los trabajadores está en su concierto: de aquí provienen las huelgas, las asociaciones de socorros mu­ tuos, y, como más eficaces, las alianzas internacionales, para que el capitalista no ocurra a la invasión del proletario extran­ jero. Cuando la ley no puede y cuando el capitalista no quiere salvar a los trabajadores, éstos, y sólo éstos, deben proveerse de las tablas necesarias para sus frecuentes naufragios. La escuela oficial de los economistas se conforma con ex­ plicar la enfermedad de la oferta, y procura encubrir su grave­ dad, no atreviéndose a combatirla: ni ellos mismos toman a lo serio sus ridículos paliativos. ¿No parece que están vendidos al capitalista, cuando en lo único en que aparecen de acuerdo es en combatir las asociaciones salvadoras de los interesados? Esto es una vergüenza, porque a la ciencia tocaba dirigirlas. Los economistas se consuelan de la miseria que aflige a los trabajadores, considerando que ese mal les sirve a éstos de obstáculo para multiplicarse, y a su prole maldita, de facilidad para morirse. ¡Así es como los sabios no resuelven la primera de las cuestiones sociales, sino por medio del infanticidio! Maltus fue el primero de esos Herodes, pero lo fue sin hipocre­


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sía. Con cuánto sentimentalismo, con cuánta finura declaran los demás economistas que el interés de cada capital exige una falange de Abelardos. Para nosotros hay en todo esto tres conclusiones irrefutables: La tasa natural del trabajo diario de una persona está en lo necesario para que una familia subsista tres o cuatro días. El llamado fondo de salarios es una superchería en favor del capitalista. Y las asociaciones salvarán a los obreros.


Lázaro Cárdenas respuesta a la confederación de cámaras de comercio EXPROPIACIÓN DE LAS COMPAÑÍAS PETROLERAS



Respuesta a la Confederación de Cámaras de Comercio *

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omo Jefe del Poder Ejecutivo Federal, me he impuesto detenidamente del memorial que con fecha 11 de marzo en curso, y en representación de diversas agrupaciones patrona­ les, me dirigieron ustedes para expresar sus puntos de vista tocante a la situación económica por que atraviesa el país. En este documento presentan ustedes un cuadro de pesimis­ mo que está lejos de corresponder a la verdad de la situación presente que impera en el país; afirman que no existe norma fija, ley en vigor, orientación definida y clara, y piden que este supuesto estado de anormalidad y perturbación permanentes sea substituido por un programa y una legislación de netos lineamientos, no importa cuán avanzada sea la ideología en que se inspire; censuran el criterio revolucionario que impri­

* Respuesta a las Cámaras de Comercio el 14 de marzo de 1936.


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men a las leyes vigentes los órganos de autoridad llamados a interpretarlas, principalmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación y las autoridades del trabajo; tachan de irracional la jurisprudencia en que se funda el carácter no obligatorio del arbitraje, en los conflictos obrero-patronales; atribuyen a tal jurisprudencia la multiplicación de los movimientos de huelga, y a su vez presentan estos movimientos como causa de una desorganización en la Economía, que acarrea entre otras consecuencias el alza de los precios; me advierten que no he escuchado la opinión de los elementos directores de las empresas con la misma frecuencia con que he prestado oído a los representantes de los sindicatos obreros; estiman que la producción es el resultado del esfuerzo que desarrollan en común el empresario y el obrero, y que el fin de la producción no es ninguno de esos factores, puesto que ambos son el me­ dio para hacer llegar a los consumidores el mayor número de bienes al más bajo precio posible; opinan que no debe ser la capacidad económica de las empresas el límite de las reivindi­ caciones reclamadas por los trabajadores, sino que este límite ha de ser la capacidad económica de las masas; interpretan ustedes como un propósito de la Administración Pública que pretendiera rebasar el marco de sus atribuciones legales, la respuesta que di en Monterrey cuando me fue planteada la posibilidad de que empresarios fatigados de la lucha social se retiraran de las actividades económicas, en el sentido de que lo patriótico sería que, al efectuarlo, las fábricas quedaran en manos del Gobierno o de los trabajadores en vez del paro de las fuentes de producción; enfáticamente declaran que no


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podrán entregar sus negocios porque creen tener una misión y una responsabilidad que cumplir y porque las leyes los amparan para conservarlos, como propietarios, o como ad­ ministradores de bienes ajenos; estiman, de otra parte, que el derecho de propiedad se mina de raíz, al violarse los cánones legales y que existe un estado de conciencia que se singulariza por el menosprecio de las leyes, lo que pretenden ejemplificar citando los incidentes ocurridos en torno de una huelga re­ ciente; asientan que el crédito agrícola no existe, que desapa­ reció hace mucho tiempo y con él las empresas agrícolas de aliento; a pesar de su categórica declaración de colocarse al margen de cualquier convivencia política, se hacen solidarios de la especie que pretende mostrar los naturales reajustes de la economía, como e1 fermento de agitaciones comunistas; las reflexiones que en vista de ello formulan, prevén perturbacio­ nes violentas, desgarramientos y quizá el colapso de la actual estructura económica de México; y, por fin, hacen conjeturas sobre las desastrosas consecuencias que a su juicio tendría el hecho de que las masas se desbordaran ciegamente. Existe una norma fija, una ley en vigor, una orientación definida y clara. La República vive dentro de un régimen de derecho, y ustedes mismos así lo reconocen cuando invocan en su apoyo la Constitución Política y sus leyes derivadas. No podrían citarse casos concretos en que una autoridad haya procedido violando la ley, sin que exista la debida reparación del daño cuando ésta ha sido exigida con apego a derecho. El Gobierno tiene una orientación definida y clara puesto que, por primera vez en la historia de nuestras Instituciones


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Políticas, apega sus actos a un programa, y el Encargado del Poder Ejecutivo de la Nación informa no sólo ante la Repre­ sentación Popular, sino ante el pueblo mismo de la República, sobre las realizaciones que van lográndose periódicamente en el desarrollo de su gestión. Cuando impugnan ustedes la interpretación revoluciona­ ria de la ley, concretamente se refieren a la legislación que informa las relaciones de los empresarios y sus asalariados. La legislación obrera, parte central del derecho creado por la Revolución, como todo cuerpo jurídico reciente, ha debido pasar, y en ciertos aspectos pasa todavía, por un periodo de aplicación que puede calificarse de experimental, por cuanto sirve para observar en la práctica las deficiencias que el legis­ lador no alcanzó a prever. En estas condiciones, es natural que haya puntos de duda, y sólo a ellos se aplica un criterio interpretativo, pues todas las demás cuestiones se hallan expresamente resueltas en el texto vigente, y están al margen de las diferencias de opinión. Es, pues, en los puntos dudosos únicamente en los que hay lugar a aplicar un criterio interpretativo. Y ese criterio, que es revolucionario, no implica arbitrariedad o injusticia, puesto que se apega a las más correctas normas de derecho. El concepto moderno de la función del Estado y la natura­ leza misma de la legislación del trabajo en amplitud universal requieren que los casos de duda sean resueltos en interés de la parte más débil. Otorgar tratamiento igual a dos partes desiguales, no es impartir justicia ni obrar con equidad. La legislación sobre el trabajo, como es sabido, tiene en todos los


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países un carácter tutelar respecto de los trabajadores, porque tiende a reforzar la debilidad de éstos frente a la fuerza de la clase patronal, para acercarse lo más posible a soluciones de justicia efectiva. Lejos de restar fijeza, precisión y permanencia a las dispo­ siciones legales, la interpretación revolucionaria de sus puntos dudosos viene a completarlas siempre en vista del interés so­ cial, subsanando de este modo las deficiencias del legislador. Lo dicho, por cuanto a la justificación general del criterio revolucionario, como medio de interpretar los puntos discu­ tibles de la legislación del trabajo. Pero en el caso de nuestras Instituciones, particularmente en el de nuestros tribunales, debe reconocerse que la aplicación de cualquiera otro criterio implicaría una notoria deslealtad a sus principios de origen, puesto que el orden existente nació de la Revolución. Debe tenerse presente que una de las preocupaciones mayores del Gobierno actual ha consistido en recoger cuida­ dosamente el producto de la experiencia que el país ha ido viviendo, a través de la interpretación revolucionaria de la ley, para convertir las conclusiones ya probadas en la práctica –que van siendo jurisprudencia y derecho consuetudinario–, en preceptos positivos que eliminen, dentro de lo posible y en lo porvenir, el recurso a la interpretación. En consecuencia, no es correcto afirmar que el sentido interpretativo revolucionario destruya las normas de la legis­ lación y menos aún podrían citarse casos en que éstas hayan sido dejadas de aplicar, en una denegación de justicia, por los funcionarios que integran el Poder Judicial de la Federación.


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Como revolucionarios y como conocedores de la ciencia del derecho, jamás se han extendido hasta hacer nugatorios, los derechos que las leyes conceden a todos los componentes de la colectividad, incluso los patrones, y han velado siempre por que ninguna autoridad viole las leyes con el pretexto de interpretarlas ni con otro alguno. La tesis de que el arbitraje de los tribunales obreros no es obligatorio, en los casos de huelga, deriva de una interpre­ tación estrictamente jurídica, hecha por los tribunales com­ petentes, que jamás ha podido ser atacada con argumentos jurídicos por la clase patronal. Los tribunales han juzgado que la Constitución, al otorgar el derecho de huelga a los trabaja­ dores y establecer también el arbitraje, no pretende plantear una contradicción irresoluble, sino garantizar un recurso, el de huelga, que es anterior a la ley, y fijar un procedimiento arbitral para los casos en que no se pone en movimiento la solidaridad de los trabajadores. Aplicar el criterio contrario, que es el sustentado por ustedes, sería tanto como nulificar el derecho de huelga, mutilando así en la realidad de los hechos la Ley Fundamental del País, que expresamente ve en los movimientos de resistencia un medio de reestablecer el equilibrio entre el capital y el trabajo. Como se ve, la interpretación revolucionaria respeta en su integridad el texto y el espíritu de la Constitución, mientras que la interpretación patronal, de admitirse, dejaría sin vigen­ cia un precepto avanzado. No es exacto que la frecuencia de las huelgas en tal o cual periodo de tiempo y en determinadas regiones del país, corres­


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ponda a la tesis del arbitraje no obligatorio. Aunque fue hasta el año pasado cuando esta tesis se expresó jurídicamente, en la realidad de los hechos nunca ha sido obligatorio el arbitraje. Las huelgas son fenómenos propios del reacomodo de los factores de la producción. Se presentan cuando las justas aspi­ raciones de mejoramiento que por una u otra circunstancia los trabajadores no pueden expresar, encuentran ambiente propi­ cio para transformarse en demandas concretas. Si se resuelve con espíritu comprensivo y justiciero, a la postre producen beneficios a la economía en general. Es cierto que las agitaciones y las huelgas son molestas y causan alarma en el país, pero no puede esperarse que el Poder Público, dentro de sus facultades, contribuya a temperarlas, mientras no tenga pruebas suficientes de que el sector patronal se apreste a respetar la ley. Y, no obstante las declaraciones de mi Gobierno, compro­ badas en la práctica, de que ajustará todos sus actos a la ley, hasta hoy las autoridades no han tenido la cooperación ni de la industria ni de la banca ni del comercio, a pesar de los propósitos que ustedes declaran. ¿Con qué obras, con qué operaciones, con qué normalidad en los precios han contribuido estos tres factores para mejorar las condiciones de vida del pueblo? ¿Cuáles han sido sus actos para reforzar ante la opinión pública la obra constructiva que actualmente desarrolla el Gobierno, en carreteras, en irriga­ ción, en ferrocarriles, en educación, en salubridad? Mantenerse en una actitud de pesimismo y haciendo fre­ cuentes declaraciones alarmistas en lo público y en lo privado,


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no es ciertamente muestra de colaboración. Estas declaracio­ nes y estas actitudes hubieran colocado al Gobierno de la Re­ volución en una situación difícil si no tuviera, como tiene, un programa y una tendencia perfectamente definidos y claros. Rectifico la aseveración que hacen ustedes cuando afirman que la actitud del Ejecutivo se inspira en información unilate­ ral. Jamás he dejado de escuchar los puntos de vista que han querido exponerme, cuando lo han hecho en forma oportuna y debida los sectores patronales organizados, y les he dedicado atención en la medida de la importancia que sus exposicio­ nes tienen para el país. Ciertamente sería de desearse que la producción tuviera por norte satisfacer las necesidades del consumo, a precios mínimos. Pero esto que ustedes presentan como una realidad, no es sino término ideal, ya que, dentro del actual periodo evolutivo de nuestro régimen económico, es todavía el lucro el único móvil de los industriales. Y tan es así que cualquier aumento de los costos de producción lo cargan al precio de venta, como puede comprobarse con las palabras mismas del memorial que contesto, allí donde pretende seña­ lar la capacidad económica de las masas consumidoras como el límite de las concesiones al trabajador. La decisión que ustedes muestran de no entregar sus fábri­ cas, sus negociaciones o sus empresas, es la mejor prueba de que les rinden utilidades muy estimables, lo cual se contradice con el sombrío cuadro de bancarrota que enseguida describen. No es deseo del Gobierno que empresario alguno renuncie a sus derechos y entregue los elementos de producción que posee. Pero debe considerarse que, si bien esos elementos se


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encuentran bajo el dominio de personas determinadas, que los administran para su provecho, en un sentido amplio y general, las fábricas, la propiedad inmueble, incluso el capital bancario, integran el cuerpo de la Economía Nacional; y el interés social se lesiona cuando los propietarios se abstienen de ejercer correctamente sus funciones, escudados en un con­ cepto anacrónico de la propiedad. Es entonces cuando el Gobierno, legítimo representante de los intereses de la sociedad, debe intervenir para evitar pertur­ baciones en la economía. Este es el sentido de la declaración que hice en Monterrey y que no vino sino a corroborar un criterio públicamente sos­ tenido por mí, de tiempo atrás. No invité a los empresarios a que abandonaran sus negociaciones; contesté a un repre­ sentante autorizado de los grupos patronales regiomontanos, cuando expresó la posibilidad de retiro de aquellos patrones que se encontraban fatigados de la lucha social. Este punto de vista tiene apoyo en la Constitución General, que prohíbe el paro arbitrario. Podría argüirse que en la misma forma reguladora debería el Poder Público, que no tolera la inactividad de medios de producción por retiro de los patrones, reprimir los movimien­ tos de huelga. Pero es muy fácil descubrir la inconsistencia de este argumento. Las huelgas, si se mantienen dentro de la ley, y exigen prestaciones posibles dentro de la capacidad económi­ ca de las empresas, favorecen al interés social, porque ayudan a resolver el más grave de los problemas de México: la miseria de los trabajadores. Cuando rebasan el marco de la ley y de la


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capacidad económica de los patrones, entonces se consideran perjudiciales los movimientos de huelga. Ni el posible retiro de industriales, ni la paralización del crédito privado, que ustedes creen entrever como probable, pueden tener otra importancia que la de un problema de per­ sonas. El negocio no está en la producción, sino en el mercado, en la demanda de bienes y de servicios. Si bancos e industrias existen, es porque el mercado permite lucrar. Una abstención, un boycot patronal, cualquiera que fuese su magnitud, re­ clamarían la intervención del Estado, por vías perfectamente legales, para impedir que la vida económica se perturbara. Y lo más que podría acontecer sería que determinados ramos salieran de la órbita del interés privado para convertirse en servicios sociales. Así ha acontecido con el crédito para la agricultura organi­ zada por la Revolución. Si bien los bancos usuarios prefirieron retirarse a dejar los privilegios que les otorgaban las antiguas leyes, y cumplir con la Constitución de 1917, con ello salió ga­ nando la agricultura nacional, porque el acaparamiento de la propiedad rural que aquellos bancos efectuaban en grande esca­ la, tocó a su fin. En cambio el Gobierno de la Revolución dedica veinte millones de pesos anuales a impulsar el crédito ejidal y no desatiende el que la pequeña y la mediana propiedad agrícola en explotación necesitan para su prosperidad. Con frecuencia insisten ustedes en que no harán ni harían oposición alguna a actividades del Régimen que están amparadas en preceptos le­ gales debidamente establecidos. Naturalmente que es deseable, en interés de ustedes mismos, que así ocurra en lo sucesivo;


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pero en el caso reciente de la ley que estableció la obligación de pagar el séptimo día –ley cuya viabilidad económica fue cuidadosamente estudiada de antemano por el Ejecutivo y cuya corrección jurídica es insospechable– no observaron ustedes la encomiable conducta que ofrecen, pues, independientemente de los casos numerosos en que se ha tratado de eludir el cum­ plimiento de la nueva disposición, el comercio responde con un alza general de precios destinada a nulificar la importancia económica de la ley y a derogarla así prácticamente, obteniendo de paso un aumento ilícito en las ganancias. No se percibe por ninguna parte el espíritu de cooperación de ustedes, cuando llegan a hacerse solidarios de una informa­ ción sabidamente tendenciosa, relativa a la acción del Gobier­ no de Yucatán. No puede creerse que exista serenidad en los elementos que redactaron el pliego que contesto, cuando llaman despojo a una ley expedida por las autoridades de Yucatán, declarando de utilidad pública la desfibración de henequén, precisamente porque los propietarios de plantas desfibradoras, negando todo principio de solidaridad social, determinaron boycotear todo el henequén procedente de plantíos ejidales. No sólo no existe incautación, sino que la propia ley establece las cuotas que los ejidos deben pagar a los hacendados por la maquila de sus pencas. Hasta los casos concretos que ustedes citan, dejan entrever poco deseo de estimar con justicia los hechos. La clausura de tres negociaciones con el pretexto de realizar un movimiento solidario de huelguistas con una fábrica, fue oportunamente


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remediada como ustedes mismos lo reconocen, y no existe razón para atribuir la trascendencia que pretenden darle. Por cuanto a la preciación general y con fundamento en datos innegables, puede afirmarse que no se nos justifica el pesimismo. Si se compara, guardando todas las proporciones, el estado económico de la República Mexicana con el de países análogos; si se cotejan las cifras estadísticas correspondientes a periodos anteriores con las del presente, un razonamiento sereno concluirá con estos elementos de juicio que hay recupe­ ración y que no es infundado esperar una progresiva mejoría. Es cierto que un movimiento de violencia que desquiciara el orden establecido sería funesto. Precisamente porque conozco, como revolucionario, en qué circunstancias se incuban las explosiones del sentimiento popular, recomiendo que la clase patronal cumpla de buena fe con la ley, cese de intervenir en la organización sindical de los trabajadores, y dé a éstos el bienestar económico a que tienen derecho dentro de las máximas posibilidades de las empresas; porque la opresión, la tiranía industrial, las necesidades insatisfechas y las rebeldías mal encauzadas, son los explosivos que en un momento dado podrían determinar la perturbación violenta tan temida por ustedes. El Gobierno de mi cargo, después de puntualizar los hechos anteriores, declara a ustedes que no sólo acepta la colabo­ ración que le ofrecen, sino que la ha venido demandando, al igual que la de los demás grupos sociales. Pero esa cola­ boración debe consistir en una actitud comprensiva, limpia de segundos fines, del proceso evolutivo que se opera, por


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imperativo histórico, en las condiciones sociales y económicas de nuestro país; en una acción que concurra con la del Poder Público, encaminada a resolver el máximo problema que tiene ante sí: redimir de la miseria en que viven, a las grandes masas de trabajadores, colocándolas además en condiciones de civi­ lización y cultura; en obrar con verdadero patriotismo y con un interés sincero de contribuir al desarrollo de la economía en beneficio de todos los que contribuyan a la producción.lázaro cárdenas.

Expropiación de las compañías petroleras A la Nación: La actitud asumida por las compañías petroleras negándose a obedecer el mandato de la Justicia nacional que por con­ ducto de la Suprema Corte las condenó en todas sus partes a pagar a sus obreros el monto de la demanda económica que las propias empresas llevaron ante los tribunales judiciales por inconformidad con las resoluciones de los tribunales del Trabajo, impone al Ejecutivo de la Unión el deber de buscar en los recursos de nuestra legislación un remedio eficaz que evite definitivamente, para el presente y para el futuro, el que los fallos de la justicia se nulifiquen o pretendan nulificarse por la sola voluntad de las partes o de alguna de ellas mediante una simple declaratoria de insolvencia, como se pretende hacerlo en el presente caso, no haciendo más que incidir con ello en la tesis misma de la cuestión que ha sido fallada. Hay que consi­


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derar que un acto semejante destruiría las normas sociales que regulan el equilibrio de todos los habitantes de una Nación, así como el de sus actividades propias, y establecería las bases de procedimientos posteriores a que apelarían las industrias de cualquiera índole establecidas en México y que se vieran en conflictos con sus trabajadores o con la sociedad en que actúan, si pudieran maniobrar impunemente para no cumplir con sus obligaciones ni reparar los daños que ocasionaran con sus procedimientos y con su obstinación. Por otra parte, las compañías petroleras, no obstante la actitud de serenidad del Gobierno y las consideraciones que les ha venido guardando, se han obstinado en hacer, fuera y dentro del país, una campaña sorda y hábil que el Ejecutivo Federal hizo conocer hace dos meses a uno de los gerentes de las propias compañías, y que ese no negó, y que han dado el resultado que las mismas compañías buscaron: lesionar seria­ mente los intereses económicos de la Nación, pretendiendo por este medio hacer nulas las determinaciones legales dicta­ das por las autoridades mexicanas. Ya en estas condiciones no será suficiente, en el presente caso, con seguir los procedimientos de ejecución de sentencia que señalan nuestras leyes para someter a la obediencia a las compañías petroleras, pues la substracción de fondos verifica­ da por ellas con antelación al fallo del Alto Tribunal que las juzgó, impide que el procedimiento sea viable y eficaz; y por otra parte, el embargo sobre la producción o el de las propias instalaciones y aun en el de los fundos petroleros implicarían minuciosas diligencias que alargarían una situación que por


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decoro debe resolverse desde luego, e implicarían también la necesidad de solucionar los obstáculos que pondrían las mismas empresas, seguramente, para la marcha normal de la producción, para la colocación inmediata de ésta y para poder coexistir la parte afectada con la que indudablemente queda­ ría libre y en las propias manos de las empresas. Y en esta situación de suyo delicada, el Poder Público se vería asediado por los intereses sociales de la Nación, que sería la más afectada, pues una producción insuficiente de combus­ tibles para las diversas actividades del país, entre las cuales se encuentran algunas tan importantes como las de transportes, o una producción nula o simplemente encarecida por las di­ ficultades, tendría que ocasionar, en breve tiempo, una situa­ ción de crisis incompatible no sólo con nuestro progreso sino con la paz misma de la Nación; paralizaría la vida bancaria; la vida comercial en muchísimos de sus principales aspectos; las obras públicas que son de interés general se harían poco menos que imposibles y la existencia del propio Gobierno se pondría en grave peligro, pues perdido el poder económico por parte del Estado, se perdería asimismo el poder político, produciéndose el caos. Es evidente que el problema que las compañías petroleras plantean al Poder Ejecutivo de la Nación con su negativa a cumplir la sentencia que les impuso el más Alto Tribunal Judi­ cial, no es un simple caso de ejecución de sentencia, sino una situación definitiva que debe resolverse con urgencia. Es el in­ terés social de la clase laborante en todas las industrias del país el que lo exige. Es el interés público de los mexicanos y aun


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de los extranjeros que viven en la República y que necesitan de la paz y de la dinámica de los combustibles para el trabajo. Es la misma soberanía de la Nación, que quedaría expuesta a simples maniobras del capital extranjero, que olvidando que previamente se ha constituido en empresas mexicanas, bajo le­ yes mexicanas, pretende eludir los mandatos y las obligaciones que le imponen autoridades del propio país. Se trata de un caso evidente y claro que obliga al Gobierno a aplicar la Ley de Expropiación en vigor, no sólo para someter a las empresas petroleras a la obediencia y a la sumisión, sino porque habiendo quedado rotos los contratos de trabajo entre las compañías y sus trabajadores, por haberlo así resuelto las autoridades del Trabajo, de no ocupar el Gobierno las instala­ ciones de las compañías, vendría la paralización inmediata de la industria petrolera, ocasionando esto males incalculables al resto de la industria y a la economía general del país. En tal virtud se ha expedido el decreto que corresponde y se han mandado ejecutar sus conclusiones, dando cuenta en este manifiesto al pueblo de mi país, de las razones que se han tenido para proceder así y demandar de la Nación entera el apoyo moral y material necesarios para afrontar las conse­ cuencias de una determinación que no hubiéramos deseado ni buscado por nuestro propio criterio. La historia del conflicto del trabajo que culminará con este acto de emancipación económica, es la siguiente: El año de 1934 y en relación con la huelga planteada por los diversos Sindicatos de Trabajadores al servicio de la com­ pañía de Petróleo “El Águila”, S.A., el Ejecutivo de mi cargo


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aceptó intervenir con el carácter de árbitro a fin de procurar un advenimiento conciliatorio entre las partes. En junio de 1934 se pronunció el laudo relativo y en octu­ bre del mismo año, una sentencia aclaratoria fijando el proce­ dimiento adecuado para revisar aquellas resoluciones que no hubiesen obtenido oportunamente la debida conformidad. A fines de 1935 y principios de 1936 el C. Jefe del De­ partamento del Trabajo, por delegación que le conferí, dictó diversos laudos sobre nivelación, uniformidad de salarios y casos de contratación, tomando como base el principio consti­ tucional de la igualdad de salarios ante igualdad de trabajo. Con objeto de hacer desaparecer algunas anomalías, citó el propio Departamento, a una conferencia, a los representantes de las diversas agrupaciones sindicales, y en ella se llegó a un acuerdo sobre numerosos casos que se hallaban pendientes y reservándose otros por estar sujetos a investigaciones y aná­ lisis posteriores encomendados a comisiones integradas por representantes de trabajadores y patrones. El Sindicato de Trabajadores Petroleros convocó a una asamblea extraordinaria en la que se fijaron los términos de un contrato colectivo que fue rechazado por las compañías petroleras una vez que les fue propuesto. En atención a los deseos de las empresas y con el fin de evi­ tar que la huelga estallara, se dieron instrucciones al Jefe del Departamento del Trabajo para que, con aquiescencia de las partes, procuraran la celebración de una convención obreropatronal encargada de fijar de común acuerdo los términos del contrato colectivo y mediante un convenio que se firmó


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el 27 de noviembre de 1937. En tal convención, las empresas presentaron sus contraproposiciones, y en vista de la lentitud de los trabajos, se acordó modificar el estudio dividiendo las cláusulas en económicas, sociales y administrativas, para ini­ ciar desde luego el examen de las primeras. Las contingencias de la discusión revelaron las dificultades existentes para lograr un acuerdo entre los trabajadores y las empresas, cuyos puntos de vista se alejaban considerable­ mente, juzgando las compañías que las proposiciones de los obreros eran exageradas y señalando a su vez los trabajadores la falta de comprensión de las necesidades sociales y la intran­ sigencia de las compañías, por lo que la huelga estalló en mayo de 1937. Las compañías ofrecieron, entonces y en respuesta a mis exhortaciones, aumentar los salarios y mejorar ciertas prestaciones, y el Sindicato de Trabajadores, a su vez, resolvió plantear ante la Junta de Conciliación el conflicto económico y levantó la huelga el 9 de junio. En virtud de lo anterior, la Junta de Conciliación y Arbitra­ je tomó conocimiento de ello y de acuerdo con las disposicio­ nes legales relativas fue designada con el fin indicado, por el Presidente de la Junta, una comisión de peritos constituida por personas de alta calidad moral y preparación adecuada. La Comisión rindió su dictamen, encontrando que las em­ presas podían pagar por las prestaciones que en el mismo se señalan, la cantidad de $26.332,756.00 contra la oferta que hicieron las 17 compañías petroleras durante la huelga de mayo de 1937. Los peritos declararon, de manera especial, que las prestaciones consideradas en el dictamen quedarían


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satisfechas totalmente con la suma propuesta, pero las empre­ sas arguyeron que la cantidad señalada era excesiva y podría significar una erogación mucho mayor que conceptuaron en un monto de $41.000,000.00. Ante tales aspectos de la cuestión el Ejecutivo de mi cargo auspició la posibilidad de que el Sindicato de Trabajadores de la industria petrolera y las empresas debidamente represen­ tadas para tratar sobre el conflicto, llegaran a un arreglo, lo que no fue posible obtener en vista de la actitud negativa de las compañías. Sin embargo de ello, deseando el Poder Público una vez más lograr un convenio extrajudicial entre las partes en con­ flicto, ordenó a las autoridades del trabajo que hicieran saber a las compañías petroleras su disposición de intervenir para que los sindicatos de trabajadores aceptaran las aclaraciones que habían de hacerse en algunos puntos obscuros del Laudo, y que más tarde podrían prestarse a interpretaciones inde­ bidas y asegurándoles que las prestaciones señaladas por el Laudo no rebasarían, en manera alguna, los $26.332,756.00, no habiéndose logrado a pesar de la intervención directa del Ejecutivo el resultado que se perseguía. En todas y cada una de estas diversas gestiones del Ejecutivo para llegar a una final conclusión del asunto dentro de términos conciliatorios y que abarcan periodos anteriores y posteriores al juicio de amparo que produjo este estado de cosas, quedó establecida la intransigencia de las compañías demandadas. Es por lo tanto preconcebida su actitud y bien meditada su resolución para que la dignidad del Gobierno pudiera encon­


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trar medios menos definitivos y actitudes menos severas que lo llevaran a la resolución del caso sin tener que apelar a la aplicación de la Ley de Expropiación. Para mayor justificación del acto que se anuncia, hagamos breve historia del proceso creador de las compañías petroleras en México y de los elementos con que han desarrollado sus actividades. Se ha dicho hasta el cansancio que la industria petrolera ha traído al país cuantiosos capitales para su fomento y desarro­ llo. Esta afirmación es exagerada. Las compañías petroleras han gozado durante muchos años, los más de su existencia, de grandes privilegios para su desarrollo y expansión; de fran­ quicias aduanales; de exenciones fiscales y de prerrogativas innumerables, y cuyos factores de privilegio, unidos a la pro­ digiosa potencialidad de los mantos petrolíferos que la Nación les concesionó, muchas veces contra su voluntad y contra el derecho público, significan casi la totalidad del verdadero capital de que se habla. Riqueza potencial de la Nación; trabajo nativo pagado con exiguos salarios; exención de impuestos; privilegios económi­ cos y tolerancia gubernamental, son los factores del auge de la industria del petróleo en México. Examinemos la obra social de las empresas: ¿En cuántos de los pueblos cercanos a las explotaciones petroleras hay un hospital, una escuela o un centro social, o una obra de aprovi­ sionamiento o saneamiento de agua, o un campo deportivo, o una planta de luz, aunque fuera a base de los muchos millones de metros cúbicos del gas que desperdician las explotaciones?


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¿En cuál centro de actividad petrolífera, en cambio, no existe una policía privada destinada a salvaguardar intere­ ses particulares, egoístas y algunas veces ilegales? De estas agrupaciones, autorizadas o no por el Gobierno, hay muchas historias de atropellos, de abusos y de asesinatos siempre en beneficio de las empresas. ¿Quién no sabe o no conoce la diferencia irritante que norma la construcción de los campamentos de las compañías? Confort para el personal extranjero; mediocridad, miseria e insalubridad para los nacionales. Refrigeración y protección contra insectos para los primeros; indiferencia y abandono, mé­ dico y medicinas siempre regateadas para los segundos; salarios inferiores y trabajos rudos y agotantes para los nuestros. Abuso de una tolerancia que se creó al amparo de la igno­ rancia, de la prevaricación y de la debilidad de los dirigentes del país, es cierto, pero cuya urdimbre pusieron en juego los inver­ sionistas que no supieron encontrar suficientes recursos morales que dar en pago de la riqueza que han venido disfrutando. Otra contingencia forzosa del arraigo de la industria pe­ trolera, fuertemente caracterizada por sus tendencias antiso­ ciales, y más dañosa que todas las enumeradas anteriormente, ha sido la persistente, aunque indebida intervención de las empresas en la política nacional. Nadie discute ya si fue cierto o no que fueron sostenidas fuertes facciones de rebeldes por las empresas petroleras en la Huasteca Veracruzana y en el Istmo de Tehuantepec, durante los años de 1917 a 1920 contra el Gobierno constituido. Na­ die ignora tampoco cómo en distintas épocas posteriores a las


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que señalamos y aún contemporáneas, las compañías petrole­ ras han alentado casi sin disimulos, ambiciones de desconten­ tos contra el régimen del país, cada vez que ven afectados sus negocios, ya con la fijación de impuestos o con la rectificación de privilegios que disfrutan o con el retiro de tolerancias acos­ tumbradas. Han tenido dinero, armas y municiones para la rebelión. Dinero para la prensa antipatriótica que las defien­ de. Dinero para enriquecer a sus incondicionales defensores. Pero para el progreso del país, para encontrar el equilibrio mediante una justa compensación del trabajo, para el fomento de la higiene en donde ellas mismas operan, o para salvar de la destrucción las cuantiosas riquezas que significan los gases naturales que están unidos con el petróleo en la Naturaleza, no hay dinero, ni posibilidades económicas, ni voluntad para extraerlo del volumen mismo de sus ganancias. Tampoco lo hay para reconocer una responsabilidad que una sentencia les define, pues juzgan que su poder económico y su orgullo les escudan contra la dignidad y la soberanía de una Nación que les ha entregado con largueza sus cuantiosos recursos naturales y que no puede obtener, mediante medidas legales, la satisfacción de las más rudimentarias obligaciones. Es por lo tanto ineludible, como lógica consecuencia de este breve análisis, dictar una medida definitiva y legal para acabar con este estado de cosas permanente en que el país se debate, sintiendo frenado su progreso industrial por quienes tienen en sus manos el poder de todos los obstáculos y la fuerza dinámica de toda actividad, usando de ella no con miras altas y nobles, sino abusando frecuentemente de ese poderío económico hasta


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el grado de poner en riesgo la vida misma de la Nación, que bus­ ca elevar a su pueblo mediante sus propias leyes aprovechando sus propios recursos y dirigiendo libremente sus destinos. Planteada así la única solución que tiene este problema, pido a la Nación entera un respaldo moral y material sufi­ ciente para llevar a cabo una resolución tan justificada, tan trascendente y tan indispensable. El Gobierno ha tomado ya las medidas convenientes para que no disminuyan las actividades constructivas que se rea­ lizan en toda la República, y para ello, sólo pido al pueblo, confianza plena y respaldo absoluto en las disposiciones que el propio Gobierno tuviere que dictar. Sin embargo, si fuere necesario, haremos el sacrificio de to­ das las actividades constructivas en la que la Nación ha entrado durante este periodo de Gobierno para afrontar los compro­ misos económicos que la aplicación de la Ley de Expropiación sobre intereses tan vastos nos demanda, y aunque el subsuelo mismo de la Patria nos dará cuantiosos recursos económicos para saldar el compromiso de indemnización que hemos con­ traído, debemos aceptar que nuestra economía individual sufra también los indispensables reajustes, llegándose, si el Banco de México lo juzga necesario, hasta la modificación del tipo actual de cambio de nuestra moneda, para que el país entero cuente con numerario y elementos que consoliden este acto de esencial y profunda liberación económica de México. Es preciso que todos los sectores de la Nación se revistan de un franco optimismo y que cada uno de los ciudadanos, ya en sus trabajos agrícolas, industriales, comerciales, de transpor­


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tes, etc., desarrollen a partir de este momento una mayor ac­ tividad para crear nuevos recursos que vengan a revelar cómo el espíritu de nuestro pueblo es capaz de salvar la economía del país por el propio esfuerzo de sus ciudadanos. Y como pudiera ser que los intereses se debaten en forma acalorada en el ambiente internacional, pudieran tener de este acto de exclusiva soberanía y dignidad nacional que consuma­ mos, una desviación de materias primas, primordiales para la lucha en que están empeñadas las más poderosas naciones, queremos decir que nuestra explotación petrolífera no se apartará un solo ápice de la solidaridad moral que nuestro país mantiene con las naciones de tendencia democrática y a quienes deseamos asegurar que la expropiación decretada sólo se dirige a eliminar obstáculos de grupos que no sienten la necesidad evolucionista de los pueblos, ni les dolería ser ellos mismos quienes entregaran el petróleo mexicano al mejor postor, sin tomar en cuenta las consecuencias que tienen que reportar las masas populares y las naciones en conflicto. El Presidente de la República, lázaro cárdenas. Palacio Nacional, a 18 de marzo de 1938.

DECRETO DE EXPROPIACIÓN

Considerando: Que es del dominio público que las empresas petroleras que operan en el país y que fueron condenadas a implantar nuevas condiciones de trabajo por el Grupo Número 7 de la Junta


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Federal de Conciliación y Arbitraje el 18 de diciembre últi­ mo, expresaron su negativa a aceptar el laudo pronunciado, no obstante haber sido reconocida su constitucionalidad por ejecutoria de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sin aducir como razones de dicha negativa otra que la de una su­ puesta incapacidad económica, lo que trajo como consecuen­ cia necesaria la aplicación de la fracción XXI del Artículo 123 de la Constitución General de la República en el sentido de que la autoridad respectiva declara rotos los contratos de tra­ bajo derivados del mencionado laudo. Considerando: Que este hecho trae como consecuencia inevitable la suspen­ sión total de actividades de la industria petrolera y en tales condiciones es urgente que el Poder Público intervenga con medidas adecuadas para impedir que se produzcan graves trastornos interiores que harían imposible la satisfacción de necesidades colectivas y el abastecimiento de artículos de con­ sumo necesario a todos los centros de población, debido a la consecuente paralización de los medios de transporte y de las industrias productoras, así como para proveer a la defensa, conservación, desarrollo y aprovechamiento de la riqueza que contienen los yacimientos petrolíferos, y para adoptar las medidas tendientes a impedir la consumación de daños que pudieran causarse a las propiedades en perjuicio de la colecti­ vidad, circunstancias todas estas determinadas como suficien­ tes para decretar la expropiación de los bienes destinados a la producción petrolera.


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Por lo expuesto y con fundamento en el párrafo segundo de la fracción VI del artículo 27 constitucional y en los artículos 1º, fracciones V, VII y X, 4, 8, 10 y 20 de la Ley de Expropiación de 23 de noviembre de 1936, ha tenido a bien expedir el siguiente

DECRETO

• Artículo 1º. Se declaran expropiados por causas de uti­ lidad pública y a favor de la Nación, la maquinaria, instala­ ciones, edificios, oleoductos, refinerías, tanques de almacena­ miento, vías de comunicación, carros tanques, estaciones de distribución, embarcaciones y todos los demás bienes muebles e inmuebles de propiedad de la Compañía Mexicana de Petró­ leo “El Águila”, S.A., “Compañía Naviera de San Cristóbal”, S.A., “Compañía Naviera de San Ricardo”, S.A., “Huasteca Petroleum Company”, “Sinclair Pierce Oil Company”, “Mexi­ can Sinclair Petroleum Corporation”, “Stanford y Compañía” S. en C., “Pensi Mex Fuel Company”, “Richmond Petroleum Company de México”, “California Standard Oil Company of Mexico”, Compañía Petrolera “El Águila”, S.A., “Compañía de Gas y Combustible Imperio”, “Consolidated Oil Company of Mexico”, “Compañía Mexicana de Vapores San Antonio”, S.A., “Sabalo Transportation Company”, “Charita”, S.A., y “Calilao”, S.A., en cuanto sean necesarios, a juicio de la Secretaría de la Economía Nacional para el descubrimiento, captación, conducción, almacenamiento, resignación de los productos de la industria petrolera.


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• Artículo 2º. La Secretaría de la Economía Nacional, con intervención de la Secretaría de Hacienda como administrado­ ra de los Bienes de la Nación, procederá a la inmediata ocu­ pación de los bienes materia de la expropiación y a tramitar el expediente respectivo. • Artículo 3º. La Secretaría de Hacienda pagará la indem­ nización correspondiente a las compañías expropiadas, de conformidad con lo que disponen los artículos 27 de la Cons­ titución y 10 y 20 de la Ley de Expropiación, en efectivo y en un plazo que no excederá de 10 años. Los fondos para hacer el pago los tomará la propia Secretaría de Hacienda del tanto por ciento que se determinará posteriormente de la produc­ ción del petróleo y sus derivados, que provengan de los bienes expropiados y cuyo producto será depositado, mientras se siguen los trámites legales, en la Tesorería de la Federación. • Artículo 4º. Notifíquese personalmente a los representan­ tes de las compañías expropiadas y publíquese en el “Diario Oficial” de la Federación. Este Decreto entrará en vigor en la fecha de su publicación en el “Diario Oficial” de la Federación. Dado en el Palacio del Poder Ejecutivo de la Unión a los dieciocho días del mes de marzo de mil novecientos treinta y ocho. Lázaro Cárdenas, Rúbrica. El Secretario de Estado y del Despacho de Hacienda y Crédito Público, Eduardo Suárez. Rúbrica. El Secretario de Estado y del Despacho de Economía Nacional, Efraín Buenrostro. Rúbrica. Al C. Lic. Ignacio Gar­ cía Téllez. Secretario de Gobernación. Presente.


Lecturas políticas se terminó de imprimir en abril de 2010, en los talleres de Hermes Impresores (Cerrada de Tonantzin, núm. 6, Col. Tlaxpana, México, D.F.). El tiraje fue de 500 ejemplares.



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