Lecturas Políticas 3

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Martín Luis Guzmán

Belisario Domínguez

Ricardo Flores Magón

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Lic. José Francisco Olvera Ruiz Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo y Presidente Honorario del IAPH Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, a.c.

Lic. Carlos Godínez Téllez Presidente del Consejo Directivo Lic. Ramón Ramírez Valtierra Vicepresidente L.C. Nuvia Mayorga Delgado Tesorera Lic. Gerardo Cruz González Secretario ejecutivo

Coordinación editorial Ernesto Garduño M.

Diseño y formación Ceiba Diseño y Arte Editorial

Primera edición, 2011 © Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, A.C. Plaza Independencia núm. 106-5° Piso, Centro, Pachuca, Hidalgo Teléfonos: (771) 715 08 81 y 715 08 82 (fax) Página web: www.iaphidalgo.org Correo electrónico: iaphidalgo@yahoo.com.mx Impreso en México


ÍNdice

Presentación

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Programa del Partido Liberal y Manifiesto a la Nación

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Discursos del senador doctor Belisario Domínguez Del 23 de septiembre de 1913 Del 29 de septiembre de 1913

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La querella de México Martín Luis Guzmán

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PRESENTACIÓN

El Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo presenta el tercer volumen de Lecturas políticas, una colección de libros orientada –como lo muestran los dos volúmenes anteriores– a la recuperación del pensamiento político de nuestros clásicos. Aquí y ahora las élites “nacionales” –tanto las políticas como las intelectuales– se ocupan más de igualarse hacia afuera que de identificarse hacia adentro. Todo ciudadano mexicano requiere repensar lo nacional para conceptualizar el cómo y hasta dónde es pertinente para la nación mexicana continuar con las formas de inserción económica y financiera bajo el liderazgo actual. La red financiera global se caracteriza por la socialización de los costos y la privatización de las ganancias. El costo social puede ser impagable. Las actuales formas de inserción de los recursos locales en la red financiera global han demostrado su incapacidad no sólo para disminuir la pobreza en México, sino llanamente para producir el empleo remunerado que los mexicanos requerimos. En ocasiones, por desconocimiento histórico, pensamos que nuestros problemas son nuevos porque observamos más la forma que el contenido de las decisiones políticas. No hay peor riesgo para una cultura, que la pérdida de sus referentes: lengua, memoria, símbolos y tradición. Nuestra fuerza y nuestra viabilidad como comunidad política están allí. También nuestras fallas y debilidades. For-


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talecer las primeras y superar las segundas son la clave de nuestra gobernabilidad institucional y de la paz pública. En los tres pensamientos aquí reunidos encontramos tres formas distintas de afrontar los retos que la nación mexicana tuvo que reconocer hace un siglo justamente. Sin embargo, esos retos siguen vigentes. Su reconocimiento nos muestra lo que nos une en lo interno, a la vez que evidencia los límites de la actual forma de integración de lo mexicano en la red global. Frente a quienes piensan que los procesos de integración deben ser acordes a la dinámica externa y no en correspondencia con las necesidades internas de nuestro país, en cierta forma estos tres mexicanos del siglo pasado nos recuerdan, cien años después, que Entre lo que os ofrece el despotismo y lo que os brinda el Programa del Partido Liberal, ¡escoged! Si queréis el grillete, la miseria, la humillación ante el extranjero, la vida gris del paria envilecido, sostened la Dictadura, que todo eso os proporciona; si preferís la libertad, el mejoramiento económico, la dignificación de la ciudadanía mexicana, la vida altiva del hombre dueño de sí mismo, venid al Partido Liberal, que fraterniza con los dignos y los viriles, y unid vuestros esfuerzos a los de todos los que combatimos por la justicia, para apresurar la llegada de ese día radiante en que caiga para siempre la tiranía y surja la esperada democracia.

Un siglo después las formas parecen distintas pero el contenido es el mismo. “Ciudadanía” es un concepto que se traduce como responsabilidad, conocimiento, educación y participación. El Programa del Partido Liberal, la reflexión de Martín Luis Guzmán y el idea-


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rio de don Belisario Domínguez nos muestran tres pensamientos de mexicanos de excepción que ejercieron su ciudadanía en tiempos en que el precio por ejercerla se pagaba con la vida. Moralmente se ganaron el derecho a ser escuchados por las siguientes generaciones. Y los escuchamos. De esa historia aprendimos e integramos ideas centrales del PLM en la Constitución de 1917. La reflexión de Martín Luis Guzmán tuvo eco en las jornadas educativas de José Vasconcelos, el creador de la Secretaría de Educación Pública. Don Belisario pagó con su vida su compromiso con las instituciones de la República. Así, de esas experiencias surgieron formas de organización política que pacificaron y estabilizaron al país, a la vez que generaron no solamente crecimiento, sino también ciertas formas nacionales de desarrollo. La herencia más importante de los mexicanos del siglo XX a la nación fue la construcción de una vida institucional sólida. Hoy está en riesgo de caer en el olvido. Sin memoria no hay aprendizaje posible. Leamos, aprendamos, actuemos. Pachuca de Soto, julio de 2011



PROGRAMA DEL PARTIDO LIBERAL Y MANIFIESTO A LA NACIÓN*





MEXICANOS: La Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano, en nom­ bre del partido que representa, proclama solemnemente el siguiente

Programa del Partido Liberal

EXPOSICIÓN

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odo partido político que lucha por alcanzar influencia efectiva en la dirección de los negocios públicos de su país está obligado a declarar ante el pueblo, en forma clara y precisa, cuáles son los ideales por que lucha y cuál el programa que se propone llevar a la práctica, en caso de ser favorecido por la victoria. Este deber puede considerarse hasta como conve­ niencia para los partidos honrados, pues siendo sus propósitos justos y benéficos, se atraerán indudablemente las simpatías de muchos ciudadanos que para sostenerlos se adherirán al par­ tido que en tales propósitos se inspira. El Partido Liberal, dispersado por las persecuciones de la dictadura, débil, casi agonizante por mucho tiempo, ha lo­ *Periódico Regeneración, 1° de julio de 1906.


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grado rehacerse, y hoy rápidamente se organiza. El Partido Liberal lucha contra el despotismo reinante hoy en nuestra patria, y seguro como está de triunfar al fin sobre la dictadura, considera que ya es tiempo de declarar solemnemente ante el pueblo mexicano cuáles son, concretamente, los anhelos que se propone realizar cuando logre obtener la influencia que se pretende en la orientación de los destinos nacionales. En consecuencia, el Partido Liberal declara que sus aspi­ raciones son las que constan en el presente programa, cuya realización es estrictamente obligatoria para el gobierno que se establezca a la caída de la dictadura, siendo también estricta obligación de los miembros del Partido Liberal velar por el cumplimiento de este programa.

En los puntos del programa no consta sino aquello que para po­ nerse en práctica amerita reformas en nuestra legislación o medi­ das efectivas del gobierno. Lo que no es más que un principio, lo que no puede decretarse, sino debe estar siempre en la conciencia de los hombres liberales, no figura en el programa, porque no hay objeto para ello. Por ejemplo, siendo rudimentarios princi­ pios de liberalismo que el gobierno debe sujetarse al cumplimien­ to de la ley e inspirar todos sus actos en el bien del pueblo, se sobreentiende que todo funcionario liberal ajustará su conducta a este principio. Si el funcionario no es hombre de conciencia ni siente respeto por la ley, la violará aunque en el programa del Partido Liberal se ponga una cláusula que prevenga desempeñar con honradez los puestos públicos. No se puede decretar que el


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gobierno sea honrado y justo: tal cosa saldría sobrando cuando todo el conjunto de leyes, al definir las atribuciones del gobier­ no, le señalan con bastante claridad el camino de la honradez; pero para conseguir que el gobierno no se aparte de ese camino, como muchos lo han hecho, sólo hay un medio: la vigilancia del pueblo sobre sus mandatarios, denunciando sus malos actos y exigiéndoles la más estrecha responsabilidad por cualquier falta en el cumplimiento de sus deberes. Los ciudadanos deben com­ prender que las simples declaraciones de principios, por muy altos que éstos sean, no bastan para formar buenos gobiernos y evitar tiranías; lo principal es la acción del pueblo, el ejercicio del civismo, la intervención de todos en la cosa pública. Antes que declarar en este programa que el gobierno será honrado, que se inspirará en el bien público, que impartirá completa justicia, etc., etc., es preferible imponer a los libera­ les la obligación de velar por el cumplimiento del programa, para que así recuerden continuamente que no deben fiar de­ masiado en ningún gobierno, por ejemplar que parezca, sino que deben vigilarlo para que llene sus deberes. Esta es la única manera de evitar tiranías en lo futuro y de asegurarse el pueblo el goce y aumento de los beneficios que conquiste. Los puntos de este programa no son ni pueden ser otra cosa que bases generales para la implantación de un sistema de go­ bierno verdaderamente democrático. Son la condensación de las principales aspiraciones del pueblo y responden a las más graves y urgentes necesidades de la patria. Ha sido preciso limitarse a puntos generales y evitar todo detalle, para no hacer difuso el programa, ni darle dimensiones


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exageradas; pero lo que en él consta, basta, sin embargo, para dar a conocer con toda claridad lo que se propone el Partido Li­ beral y lo que realizará tan pronto como, con la ayuda del pue­ blo mexicano, logre triunfar definitivamente sobre la dictadura.

Desde el momento en que se consideran ilegales todas las reformas hechas a la Constitución de 57 por el gobierno de Porfirio Díaz, podría parecer innecesario declarar en el pro­ grama la reducción del periodo presidencial a cuatro años y la no reelección. Sin embargo, son tan importantes estos puntos, y fueron propuestos con tal unanimidad y empeño, que se ha considerado oportuno hacerlos constar expresamente en el pro­ grama. Las ventajas de la alternabilidad en el poder y las de no entregar éste a un hombre por un tiempo demasiado largo no necesitan demostrarse. La vicepresidencia, con las modificacio­ nes que expresa el artículo 3, es de notoria utilidad, pues con ella las faltas del presidente de la República se cubren desde luego legal y pacíficamente, sin las convulsiones que de otra manera pudieran registrarse. El servicio militar obligatorio es una tiranía de las más odio­ sas, incompatible con los derechos del ciudadano de un país libre. Esta tiranía se suprime, y en lo futuro, cuando el gobierno nacional no necesite, como la actual dictadura, tantas bayone­ tas que lo sostengan, serán libres todos los que hoy desempeñan por la fuerza el servicio de las armas, y sólo permanecerán en el ejército los que así lo quieran. El ejército futuro debe ser de ciudadanos, no de forzados, y para que la nación encuentre


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soldados voluntarios que la sirvan, deberá ofrecerles una paga decente y deberá suprimir de la ordenanza militar esa dureza, ese rigor brutal que estruja y ofende la dignidad humana. Las manifestaciones del pensamiento deben ser sagradas para un gobierno liberal de verdad; la libertad de palabra y de prensa no deben tener restricciones que hagan inviolable al gobierno en ciertos casos y que permitan a los funcionarios ser indignos y corrompidos fuera de la vida pública. El orden público tiene que ser inalterable bajo un buen gobierno, y no habrá periodista que quiera y mucho menos que pueda turbarlo sin motivo, y aun cuanto a la vida privada no tiene por qué respetarse cuando se relaciona con hechos que caen bajo el dominio público. Para los calumniadores, chantajistas y otros pícaros que abusen de estas libertades, no faltarán severos castigos. No se puede, sin faltar a la igualdad democrática, estable­ cer tribunales especiales para juzgar los delitos de imprenta. Abolir por una parte el fuero militar y establecer por otra el periodístico, será obrar no democrática sino caprichosamente. Establecidas amplias libertades para la prensa y la palabra, no cabe ya distinguir y favorecer a los delincuentes de este orden, los que, por lo demás, no serán muchos. Bajo los gobiernos po­ pulares no hay delitos de imprenta. La supresión de los tribunales militares es una medida de equidad. Cuando se quiere oprimir, hacer del soldado un ente sin derechos, y mantenerlo en una férrea servidumbre, pueden ser útiles estos tribunales con su severidad exagerada, con su dureza implacable, con sus tremendos castigos para la más lige­ ra falta. Pero cuando se quiere que el militar tenga las mismas


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libertades y derechos que los demás ciudadanos, cuando se quita a la disciplina ese rigor brutal que esclaviza a los hombres, cuando se quiere dignificar al soldado y a la vez robustecer el prestigio de la autoridad civil, no deben dejarse subsistentes los tribunales militares que han sido, por lo general, más instru­ mentos de opresión que garantía de justicia. Sólo en tiempo de guerra, por lo muy especial y grave de las circunstancias, puede autorizarse el funcionamiento de esos tribunales. Respecto a los otros puntos, sobre la pena de muerte y la responsabilidad de los funcionarios, sería ocioso demostrar su conveniencia, que salta a la vista.

La instrucción de la niñez debe reclamar muy especialmente los cuidados de un gobierno que verdaderamente anhele el engran­ decimiento de la patria. En la escuela primaria está la profunda base de la grandeza de los pueblos, y puede decirse que las me­ jores instituciones poco valen y están en peligro de perderse, si al lado de ellas no existen múltiples y bien atendidas escuelas en que se formen los ciudadanos que en lo futuro deben velar por las instituciones. Si queremos que nuestros hijos guarden incólumes las conquistas que hoy para ellos hagamos, procuraremos ilus­ trarlos y educarlos en el civismo y el amor a todas las libertades. Al suprimirse las escuelas del clero, se impone imprescin­ diblemente para el gobierno la obligación de suplirlas sin tardanza, para que la proporción de escuelas existentes no disminuya y los clericales no puedan hacer cargo de que se ha perjudicado la instrucción. La necesidad de crear nuevas es­


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cuelas hasta dotar al país con todas las que reclame su pobla­ ción escolar la reconocerá a primera vista todo el que no sea un enemigo del progreso. Para lograr que la instrucción laica se imparta en todas las escuelas sin ninguna excepción, conviene reforzar la obliga­ ción de las escuelas particulares de ajustar estrictamente sus programas a los oficiales, estableciendo responsabilidades y penas para los maestros que falten a este deber. Por mucho tiempo, la noble profesión del magisterio ha sido de las más despreciadas, y esto solamente porque es de las peor pagadas. Nadie desconoce el mérito de esta profesión, nadie deja de designarla con honrosos epítetos; pero, al mismo tiempo, nadie respeta la verdad ni guarda atención a los pobres maestros que, por lo mezquino de sus sueldos, tienen que vivir en lamentables condiciones de inferioridad social. El porvenir que se ofrece a la juventud que abraza el magisterio, la compen­ sación que se brinda a los que llamamos abnegados apóstoles de la enseñanza, no es otra cosa que una mal disfrazada miseria. Esto es injusto. Debe pagarse a los maestros buenos sueldos, como lo merece su labor; debe dignificarse el profesorado, pro­ curando a sus miembros el medio de vivir decentemente. El enseñar rudimentos de artes y oficios en las escuelas acostumbra al niño a ver con naturalidad el trabajo manual, despierta en él afición a dicho trabajo y lo prepara, desarro­ llando sus aptitudes, para adoptar más tarde un oficio, mejor que emplear largos años en la conquista de un título. Hay que combatir desde la escuela ese desprecio aristocrático hacia el trabajo manual, que una educación viciosa ha imbuido a


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nuestra juventud; hay que formar trabajadores, factores de producción efectiva y útil, mejor que señores de pluma y de bufete. En cuanto a la instrucción militar en las escuelas, se hace conveniente para poner a los ciudadanos en aptitud de prestar sus servicios en la Guardia Nacional, en la que sólo perfeccionarán sus conocimientos militares. Teniendo todos los ciudadanos estos conocimientos, podrán defender a la patria cuando sea preciso y harán imposible el predominio de los soldados de profesión, es decir, del militarismo. La prefe­ rencia que se debe prestar a la instrucción cívica no necesita demostrarse.

Es inútil declarar en el programa que debe darse preferencia al mexicano sobre el extranjero, en igualdad de circunstan­ cias, pues esto está ya consignado en nuestra Constitución. Como medida eficaz para evitar la preponderancia extranjera y garantizar la integridad de nuestro territorio, nada parece tan conveniente como declarar ciudadanos mexicanos a los extranjeros que adquieran bienes raíces. La prohibición de la inmigración china es, ante todo, una medida de protección a los trabajadores de otras nacionalida­ des, principalmente a los mexicanos. El chino, dispuesto por lo general a trabajar con el más bajo salario, sumiso, mezqui­ no en aspiraciones, es un gran obstáculo para la prosperidad de otros trabajadores. Su competencia es funesta y hay que evitarla en México. En general, la inmigración china no pro­ duce a México el menor beneficio.


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El clero católico, saliéndose de los límites de su misión reli­ giosa, ha pretendido siempre erigirse en un poder político y ha causado grandes males a la patria, ya como dominador del Estado con los gobiernos conservadores, o ya como rebelde con los gobiernos liberales. Esta actitud del clero, inspirada en su odio salvaje a las instituciones democráticas, provoca una actitud equivalente por parte de los gobiernos honrados, que no se avienen ni a permitir la invasión religiosa en las es­ feras del poder civil, ni a tolerar pacientemente las continuas rebeldías del clericalismo. Observará el clero de México la conducta que sus iguales observan en otros países –por ejem­ plo, en Inglaterra y los Estados Unidos–: renunciará a sus pre­ tensiones de gobernar al país; dejará de sembrar odios contra las instituciones y autoridades liberales; procurará hacer de los católicos buenos ciudadanos y no disidentes o traidores; resignarase a aceptar la separación del Estado y de la Iglesia, en vez de seguir soñando con el dominio de la Iglesia sobre el Estado; abandonará, en suma, la política, y se consagrará sen­ cillamente a la religión; observará el clero esta conducta, deci­ mos, y de seguro que ningún gobierno se ocuparía de moles­ tarlo ni se tomaría el trabajo de estarlo vigilando para aplicarle ciertas leyes. Si los gobiernos democráticos adoptan medidas restrictivas para el clero, no es por el gusto de hacer decretos ni por ciega persecución, sino por la más estricta necesidad. La actitud agresiva del clero ante el Estado liberal obliga al Es­ tado a hacerse respetar enérgicamente. Si el clero en México,­ como en otros países, se mantuviera siempre dentro de la


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esfera religiosa, no lo afectarían los cambios políticos; pero estando, como lo está, a la cabeza de un partido militante –el conservador– tiene que resignarse a sufrir las consecuencias de su conducta. Donde la Iglesia es neutral en política, es into­ cable para cualquier gobierno; en México, donde conspira sin tregua, aliándose a todos los despotismos y siendo capaz hasta de la traición a la patria para llegar al poder, debe darse por satisfecha con que los liberales, cuando triunfan sobre ella y sus aliados, sólo impongan algunas restricciones a sus abusos. Nadie ignora que el clero tiene muy buenas entradas de dinero, el que no siempre es obtenido con limpios procedi­ mientos. Se conocen numerosos casos de gentes tan ignorantes como pobres, que dan dinero a la Iglesia con inauditos sacri­ ficios, obligados por sacerdotes implacables que exigen altos precios por un bautismo, un matrimonio, etc., amenazando a los creyentes con el infierno si no se procuran esos sacramentos al precio señalado. En los templos se venden, a precios exce­ sivos, libros o folletos de oraciones, estampas y hasta cintas y estambritos sin ningún valor. Para mil cosas se piden limosnas, y espoleando el fanatismo, se logra arrancar dinero hasta de gentes que disputarían un centavo si no creyeran que con él compran la gloria. Se ve con todo esto un lucro exagerado a costa de la ignorancia humana, ya es muy justo que el Esta­ do, que cobra impuesto sobre todo lucro o negocio, los cobre también sobre éste, que no es por cierto de los más honrados. Es público y notorio que el clero, para burlar las Leyes de Reforma, ha puesto sus bienes a nombre de algunos testa­ ferros. De hecho, el clero sigue poseyendo los bienes que la


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ley prohíbe poseer. Es, pues, preciso, poner fin a esa burla y nacionalizar esos bienes. Las penas que las Leyes de Reforma señalan para sus in­ fractores son leves y no inspiran temor al clero. Los sacerdotes pueden pagar tranquilamente una pequeña multa, por darse el gusto de infringir esas leyes. Por tanto, se hace necesario, para prevenir las infracciones, señalar penas que impongan respeto a los eclesiásticos atrevidos. La supresión de las escuelas del clero es una medida que producirá al país incalculables beneficios. Suprimir la escuela clerical es acabar con el foco de las divisiones y los odios entre los hijos de México; es cimentar sobre la más sólida base, para un futuro próximo, la completa fraternidad de la gran familia mexicana. La escuela clerical, que educa a la niñez en el más intolerable fanatismo, que la atiborra de prejuicios y de dog­ mas caprichosos, que le inculca el aborrecimiento a nuestras más preclaras glorias nacionales y le hace ver como enemigos a todos los que no son siervos de la Iglesia, es el gran obstáculo para que la democracia impere serenamente en nuestra patria y para que entre los mexicanos reine esa armonía, esa comunidad de sentimientos y aspiraciones que es el alma de las nacionali­ dades robustas y adelantadas. La escuela laica, que carece de todos estos vicios, que se inspira en un elevado patriotismo, ajeno a mezquindades religiosas, que tiene por lema la ver­ dad, es la única que puede hacer de los mexicanos el pueblo ilustrado, fraternal y fuerte de mañana; pero su éxito no será completo mientras que al lado de la juventud emancipada y patriota sigan arrojando las escuelas clericales otra juventud


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que, deformada intelectualmente por torpes enseñanzas, venga a mantener encendidas viejas discordias en medio del engrandecimiento nacional. La supresión de las escuelas del clero acaba de un golpe con lo que ha sido siempre el germen de amargas divisiones entre los mexicanos y asegura definiti­ vamente el imperio de la democracia en nuestro país, con sus naturales consecuencias de progreso, paz y fraternidad.

Un gobierno que se preocupe por el bien efectivo de todo el pueblo no puede permanecer indiferente ante la importantí­ sima cuestión del trabajo. Gracias a la dictadura de Porfirio Díaz, que pone el poder al servicio de todos los explotadores del pueblo, el trabajador mexicano ha sido reducido a la condi­ ción más miserable; en dondequiera que presta sus servicios es obligado a desempeñar una dura labor de muchas horas por un jornal de unos cuantos centavos. El capitalista soberano impone sin apelación las condiciones del trabajo, que siempre son desastrosas para el obrero, y éste tiene que aceptarlas por dos razones: porque la miseria lo hace trabajar a cualquier precio, o porque, si se rebela contra el abuso del rico, las bayo­ netas de la dictadura se encargan de someterlo. Así es como el trabajador mexicano acepta labores de doce o más horas dia­ rias por salarios menores de setenta y cinco centavos, teniendo que tolerar que los patrones le descuenten todavía de su infeliz jornal diversas cantidades para médico, culto católico, fiestas religiosas o cívicas y otras cosas, aparte de las multas que con cualquier pretexto se le imponen.


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En más deplorable situación que el trabajador industrial se encuentra el jornalero de campo, verdadero siervo de los modernos señores feudales. Por lo general, estos trabajadores tienen asignado un jornal de veinticinco centavos o menos, pero ni siquiera este menguado salario perciben en efectivo. Como los amos han tenido el cuidado de echar sobre sus peo­ nes una deuda más o menos nebulosa, recogen lo que ganan esos desdichados a título de abono, y sólo para que no se mue­ ran de hambre les proporcionan algo de maíz y frijol y alguna otra cosa que les sirva de alimento. De hecho, y por lo general, el trabajador mexicano nada gana; desempeñando rudas y prolongadas labores, apenas ob­ tiene lo muy estrictamente preciso para no morir de hambre. Esto no sólo es injusto: es inhumano, y reclama un eficaz co­ rrectivo. El trabajador no es ni debe ser en las sociedades una bestia macilenta, condenada a trabajar hasta el agotamiento sin recompensa alguna; el trabajador fabrica con sus manos cuanto existe para beneficio de todos, es el productor de todas las riquezas y debe tener los medios para disfrutar de todo aque­ llo de que los demás disfrutan. Ahora le faltan los dos elemen­ tos necesarios: tiempo y dinero, y es justo proporcionárselos, aunque sea en pequeña escala. Ya que ni la piedad ni la justicia tocan el corazón encallecido de los que explotan al pueblo, condenándolo a extenuarse en el trabajo, sin salir de la mise­ ria, sin tener una distracción ni un goce, se hace necesario que el pueblo mismo, por medio de mandatarios demócratas, realice su propio bien obligando al capital inconmovible a obrar con menos avaricia y con mayor equidad.


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Una labor máxima de ocho horas y un salario mínimo de un peso es lo menos que puede pretenderse para que el tra­ bajo esté siquiera a salvo de la miseria, para que la fatiga no le agote, y para que le quede tiempo y humor de procurarse instrucción y distracción después de su trabajo. Seguramente que el ideal de un hombre no debe ser ganar un peso por día, eso se comprende, y la legislación que señale tal salario míni­ mo no pretenderá haber conducido al obrero a la meta de la felicidad. Pero no es eso de lo que se trata. A esa meta debe lle­ gar el obrero por su propio esfuerzo y su exclusiva aspiración, luchando contra el capital en el campo libre de la democracia. Lo que ahora se pretende es cortar de raíz los abusos de que ha venido siendo víctima el trabajador y ponerlo en condiciones de luchar contra el capital sin que su posición sea en absoluto desventajosa. Si se dejara al obrero en las condiciones en que hoy está, difícilmente lograría mejorar, pues la negra miseria en que vive continuaría obligándolo a aceptar todas las condiciones del explotador. En cambio, garantizándole menos horas de trabajo y un salario superior al que hoy gana la generalidad, se le aligera el yugo y se le pone en aptitud de luchar por me­ jores conquistas, de unirse y organizarse y fortalecerse para arrancar al capital nuevas y mejores concesiones. La reglamentación del servicio doméstico y del trabajo a domicilio se hace necesaria, pues a labores tan especiales como éstas es difícil aplicarles el término general del máximum de trabajo y el mínimum de salario que resulta sencillo para las demás labores. Indudablemente, deberá procurarse que los


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afectados por esta reglamentación obtengan garantías equi­ valentes a las de los demás trabajadores. El establecimiento de ocho horas de trabajo es un beneficio para la totalidad de los trabajadores, aplicable generalmente sin necesidad de modificaciones para casos determinados. No sucede lo mismo con el salario mínimo de un peso, y sobre esto hay que hacer una advertencia en extremo importante. Las condiciones de vida no son iguales en toda la República: hay regiones en México en que la vida resulta mucho más cara que en el resto del país. En esas regiones los jornales son más altos, pero a pesar de esto el trabajador sufre allí tanta miseria como la que sufren con más bajos salarios los trabajadores en los puntos donde es más barata la existencia. Los salarios varían, pero la condición del obrero es la mis­ ma: en todas partes no gana, de hecho, sino lo preciso para no morir de hambre. Un jornal de más de $1.00 en Mérida como de $0.50 en San Luis Potosí mantiene al trabajador en el mismo estado de miseria, porque la vida es doblemente o más cara en el primer punto que en el segundo. Por tanto, si se aplica con absoluta generalidad el salario mínimo de $1.00 que no los salva de la miseria, continuarían en la misma desas­ trosa condición en que ahora se encuentran, sin obtener con la ley de que hablamos el más insignificante beneficio. Es, pues, preciso prevenir tal injusticia, y al formularse detalladamente la ley del trabajo deberán expresarse las excepciones para la aplicación del salario mínimo de $1.00, estableciendo para aquellas regiones en que la vida es más cara, y en que ahora ya se gana ese jornal, un salario mayor de $1.00. Debe procu­


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rarse que todos los trabajadores obtengan en igual proporción los beneficios de esta ley. Los demás puntos que se proponen para la legislación so­ bre el trabajo son de necesidad y justicia patentes. La higiene en fábricas, talleres, alojamientos y otros lugares en que de­ pendientes y obreros deben estar por largo tiempo; las garan­ tías a la vida del trabajador; la prohibición del trabajo infantil; el descanso dominical; la indemnización por accidentes y la pensión a obreros que han agotado sus energías en el trabajo; la prohibición de multas y descuentos; la obligación de pagar con dinero efectivo; la anulación de la deuda de los jornale­ ros; las medidas para evitar abusos en el trabajo a destajo y las de protección a los medieros; todo esto lo reclaman de tal manera las tristes condiciones del trabajo en nuestra patria, que su conveniencia no necesita demostrarse con ninguna consideración. La obligación que se impone a los propietarios urbanos de indemnizar a los arrendatarios que dejen mejoras en sus casas o campos es de gran utilidad pública. De este modo, los propietarios sórdidos que jamás hacen reparaciones en las po­ cilgas que rentan serán obligados a mejorar sus posesiones con ventaja para el público. En general, no es justo que un pobre mejore la propiedad de un rico, sin recibir ninguna compen­ sación, y sólo para beneficio del rico. La aplicación práctica de esta y de la siguiente parte del Programa Liberal, que tienden a mejorar la situación econó­ mica de la clase más numerosa del país, encierra la base de una verdadera prosperidad nacional. Es axiomático que los


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pueblos no son prósperos sino cuando la generalidad de los ciudadanos disfrutan de particular y siquiera relativa prosperi­ dad. Unos cuantos millonarios, acaparando todas las riquezas y siendo los únicos satisfechos entre millones de hambrientos, no hacen el bienestar general sino la miseria pública, como lo vemos en México. En cambio, el país donde todos o los más pueden satisfacer cómodamente sus necesidades será próspero, con millonarios o sin ellos. El mejoramiento de las condiciones del trabajo, por una parte, y por otra, la equitativa distribución de las tierras, con las facilidades de cultivarlas y aprovecharlas sin restricciones, producirán inapreciables ventajas a la nación. No sólo salva­ rán de la miseria y procurarán cierta comodidad a las clases que directamente reciben el beneficio, sino que impulsarán notablemente el desarrollo de nuestra agricultura, de nuestra industria, de todas las fuentes de la pública riqueza, hoy estan­ cadas por la miseria general. En efecto, cuando el pueblo es demasiado pobre, cuando sus recursos apenas le alcanzan para mal comer, consume sólo artículos de primera necesidad, y aun estos en pequeña escala. ¿Cómo se han de establecer industrias, cómo se han de producir telas o muebles o cosas por el estilo en un país en que la mayoría de la gente no puede procurarse ningunas comodidades? ¿Cómo no ha de ser raquítica la pro­ ducción donde el consumo es pequeño? ¿Qué impulso han de recibir las industrias donde sus productos sólo encuentran un reducido número de compradores, porque la mayoría de la población se compone de hambrientos? Pero si estos hambrien­ tos dejan de serlo, si llegan a estar en condiciones de satisfacer


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sus necesidades normales; en una palabra, si su trabajo les es bien o siquiera regularmente pagado, consumirán infinidad de artículos de que hoy están privados y harán necesaria una gran producción de esos artículos. Cuando los millones de parias que hoy vegetan en el hambre y la desnudez coman me­ nos mal, usen ropa y calzado y dejen de tener petate por todo ajuar, la demanda de mil géneros y objetos que hoy es insig­ nificante aumentará en proporciones colosales, y la industria, la agricultura, el comercio, todo será materialmente empujado a desarrollarse en una escala que jamás alcanzaría mientras subsistieran las actuales condiciones de miseria general.

La falta de escrúpulos de la actual dictadura para apropiarse y distribuir entre sus favoritos ajenas heredades, la desaten­ tada rapacidad de los actuales funcionarios para adueñarse de lo que a otros pertenece, ha tenido por consecuencia que unos cuantos afortunados sean los acaparadores de la tierra, mientras infinidad de honrados ciudadanos lamentan en la miseria la pérdida de sus propiedades. La riqueza pública nada se ha beneficiado y sí ha perdido mucho con estos odiosos monopolios. El acaparador es un todopoderoso que impone la esclavitud y explota horriblemente al jornalero y al mediero; no se preocupa ni de cultivar todo el terreno que posee ni de emplear buenos métodos de cultivo, pues sabe que esto no le hace falta para enriquecerse: tiene bastante con la natural multiplicación de sus ganados y con lo que le produce la parte de sus tierras que cultivan sus jornaleros y


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medieros casi gratuitamente. Si esto se perpetúa, ¿cuándo se mejorará la situación de la gente de campo y se desarrollará nuestra agricultura? Para lograr estos dos objetos no hay más que aplicar por una parte la ley del jornal mínimo y el trabajo máximo, y por otra la obligación del terrateniente de hacer productivos todos sus terrenos, so pena de perderlos. De aquí resultará irreme­ diablemente que, o el poseedor de inmensos terrenos se decide a cultivarlos y ocupa a miles de trabajadores y contribuye po­ derosamente a la producción, o abandona sus tierras o parte de ellas para que el Estado las adjudique a otros que las hagan producir y se aprovechen de sus productos. De todos modos se obtienen los dos grandes resultados que se pretenden: pri­ mero, el de proporcionar trabajo, con la compensación res­ pectiva a numerosas personas, y segundo, el de estimular la producción agrícola. Esto último no sólo aumenta el volumen de la riqueza general sino que influye en el abaratamiento de los productos de la tierra. Esta medida no causará el empobrecimiento de ninguno y se evitará el de muchos. A los actuales poseedores de tierras les queda el derecho de aprovecharse de los productos de ellas, que siempre son superiores a los gastos de cultivo; es decir, pueden hasta seguir enriqueciéndose. No se les van a quitar las tierras que les producen beneficios, las que cultivan, aprovechan en pastos para ganado, etc., sino sólo las tierras improductivas, las que ellos mismos dejan abandonadas y que, de hecho, no les re­ portan ningún beneficio. Y estas tierras despreciadas, quizá por inútiles, serán, sin embargo, productivas, cuando se pongan en


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manos de otros más necesitados o más aptos que los primitivos dueños. No será un perjuicio para los ricos perder tierras que no atienden y de las que ningún provecho sacan, y en cambio será un verdadero beneficio para los pobres poseer estas tierras, trabajarlas y vivir de sus productos. La restitución de ejidos a los pueblos que han sido despojados de ellos es clara justicia. La dictadura ha procurado la despoblación de México. Por millares, nuestros conciudadanos han tenido que traspasar las fronteras de la patria, huyendo del despojo y la tiranía. Tan grave mal debe remediarse, y lo conseguirá el gobierno que brinde a los mexicanos expatriados las facilidades de volver a su suelo natal, para trabajar tranquilamente, colaborando con todos a la prosperidad y engrandecimiento de la nación. Para la cesión de tierras no debe haber exclusivismos; debe darse a todo el que las solicite para cultivarlas. La condición que se impone de no venderlas tiende a conservar la división de la propiedad y a evitar que los capitalistas puedan de nuevo acaparar terrenos. También para evitar el acaparamiento y ha­ cer equitativamente la distribución de las tierras se hace necesa­ rio fijar un máximum de las que se pueden ceder a una persona. Es, sin embargo, imposible fijar ese máximum mientras no se sepa aproximadamente la cantidad de tierras de que pueda disponer el Estado para distribución entre los ciudadanos. La creación del Banco Agrícola, para facilitar a los agriculto­ res pobres los elementos que necesitan para iniciar o desarrollar el cultivo de sus terrenos, hace accesible a todos el beneficio de adquirir tierras y evita que dicho beneficio esté sólo al alcance de algunos privilegiados.


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En lo relativo a impuestos, el programa se concreta a expresar la abolición de impuestos notoriamente inicuos y a señalar ciertas medidas generales de visible conveniencia. No se puede ir más adelante en materia tan compleja, ni trazar de antema­ no al gobierno todo un sistema hacendario. El impuesto sobre sueldos y salarios y la contribución personal son verdaderas extorsiones. El impuesto del timbre, que todo lo grava, que pesa aun so­ bre las más insignificantes transacciones, ha llegado hasta ha­ cer irrisoria la declaración constitucional de que la justicia se impartirá gratuitamente, pues obliga a litigantes a desembol­ sar cincuenta centavos por cada foja de actuaciones judiciales, es una pesada carga cuya supresión debe procurarse. Multitud de serias opiniones están de acuerdo en que no se puede abolir el timbre de un golpe, sin producir funestos desequilibrios en la hacienda pública, de los que sería muy difícil reponerse. Esto es verdad; pero si no se puede suprimir por completo y de un golpe ese impuesto oneroso, sí se puede disminuir en lo general y abolir en ciertos casos, como los negocios judiciales, puesto que la justicia ha de ser enteramente gratuita, y sobre compras y ventas, herencias, alcoholes, tabacos y en general sobre todos los ramos de producción o de comercio de los estados que éstos solamente pueden gravar. Los otros puntos envuelven el propósito de favorecer el capital pequeño y útil, de gravar lo que no es de necesidad o beneficio público en provecho de lo que tiene estas cualida­ des, y de evitar que algunos contribuyentes paguen menos de


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lo que legalmente les corresponde. En la simple enunciación llevan estos puntos su justificación.

Llegamos a la última parte del programa, en la que resalta la declaración de que se confiscarán los bienes de los funciona­ rios enriquecidos en la presente época de tiranía. Esta medida es de la más estricta justicia. No se puede ni se debe reconocer derecho de legítima propiedad sobre los bienes que disfrutan a individuos que se han apoderado de esos bienes abusando de la fuerza de su autoridad, despojando a los legítimos dueños, y aun asesinándolos muchas veces para evitar toda reclama­ ción. Algunos bienes han sido comprados, es verdad pero no por eso dejan de ser ilegítimos, pues el dinero con que se ob­ tuvieron fue previamente substraído de las arcas públicas por el funcionario comprador. Las riquezas de los actuales opre­ sores, desde la colosal fortuna del dictador hasta los menores capitales de los más ínfimos caciques, provienen sencillamente del robo, ya a los particulares, ya a la nación; robo sistemáti­ co, y desenfrenado, consumado en todo caso a la sombra de un puesto público. Así como a los bandoleros vulgares se les castiga y se les despoja de lo que habían conquistado en sus depredaciones, así también se debe castigar y despojar a los bandoleros que comenzaron por usurpar la autoridad y aca­ baron por entrar a saco en la hacienda de todo el pueblo. Lo que los servidores de la dictadura han defraudado a la nación y arrebatado a los ciudadanos, debe ser restituido al pueblo, para desagravio de la justicia y ejemplo de tiranos.


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La aplicación que haga el Estado de los bienes que confis­ que a los opresores debe tender a que dichos bienes vuelvan a su origen primitivo. Procediendo muchos de ellos de despojos a tribus indígenas, comunidades de individuos, nada más natu­ ral que hacer la restitución correspondiente. La deuda enorme que la dictadura ha arrojado sobre la nación ha servido para enriquecer a los funcionarios: es justo, pues, que los bienes de éstos se destinen a la amortización de dicha deuda. En general, con la confiscación de que hablamos, el Estado podrá disponer de las tierras suficientes para distribuir entre todos los ciuda­ danos que la soliciten. Un punto de gran importancia es el que se refiere a simpli­ ficar los procedimientos del juicio de amparo, para hacerlo práctico. Es preciso, si se quiere que todo ciudadano tenga a su alcance este recurso cuando sufra una violación de garantías, que se supriman las formalidades que hoy se necesitan para pedir un amparo, y las que suponen ciertos conocimientos jurí­ dicos que la mayoría del pueblo no posee. La justicia con trabas no es justicia. Si los ciudadanos tienen el recurso del amparo como una defensa contra los atentados de que son víctimas, debe este recurso hacerse práctico, sencillo y expedito, sin trabas que lo conviertan en irrisorio. Sabido es que todos los pueblos fronterizos comprendi­ dos en lo que era la zona libre sufrieron, cuando ésta fue abolida recientemente por la dictadura, inmensos perjuicios que los precipitaron a la más completa ruina. Es de la más estricta justicia la restitución de la zona libre, que detendrá


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las ruinas de las poblaciones fronterizas y las resarcirá de los perjuicios que han padecido con la torpe y egoísta medida de la dictadura. Establecer la igualdad civil para todos los hijos de un mis­ mo padre es rigurosamente equitativo. Todos los hijos son naturalmente hijos legítimos de sus padres, sea que éstos estén unidos o no por contrato matrimonial. La ley no debe hacer al hijo víctima de una falta que, en todo caso, sólo corresponde al padre. Una idea humanitaria, digna de figurar en el programa del Partido Liberal y de que la tenga presente para cuando sea po­ sible su realización, es la de substituir las actuales penitencia­ rías y cárceles por colonias penitenciarias en las que sin vicios, pero sin humillaciones, vayan a regenerarse los delincuentes, trabajando y estudiando con orden y medida, pudiendo tener el modo de satisfacer todas las exigencias de la naturaleza y obteniendo para sí los colonos el producto de su trabajo, para que puedan subvenir a sus necesidades. Los presidios actuales pueden servir para castigar y atormentar a los hombres, pero no para mejorarlos, y por tanto, no corresponden al fin a que los destina la sociedad, que no es ni puede ser una falange de verdugos que se gozan en el sufrimiento de sus víctimas, sino un conjunto de seres humanos que buscan la regeneración de sus semejantes extraviados. Los demás puntos generales se imponen por sí mismos. La supresión de los jefes políticos que tan funestos han sido para la República, como útiles al sistema de opresión reinante, es una medida democrática, como lo es también la multipli­


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cación de los municipios y su robustecimiento. Todo lo que tienda a combatir el pauperismo, directa o indirectamente, es de reconocida utilidad. La protección a la raza indígena que, educada y dignificada, podrá contribuir poderosamente al fortalecimiento de nuestra nacionalidad, es un punto de necesidad indiscutible. En el establecimiento de firmes lazos de unión entre los países latinoamericanos, podrán encontrar estos países –en­ tre ellos México– una garantía para la conservación de su integridad, haciéndose respetables por la fuerza de su unión ante otros poderes que pretendieran abusar de la debilidad de alguna nación latinoamericana. En general, y aun en el orden económico, la unión de estas naciones las beneficiaría a todas y cada una de ellas: proponer y procurar esa unión es, por tanto, obra honrada y patriótica. Es inconcuso que cuanto consta en el programa del Partido Liberal necesita la sanción de un congreso para tener fuerza legal y realizarse: se expresa, pues, que un congreso nacional dará forma de ley al programa para que se cumpla y se haga cumplir por quien corresponda. Esto no significa que se dan órdenes al congreso, ultrajando su dignidad y soberanía, no. Esto significa sencillamente el ejercicio de un derecho del pueblo, con el cual en nada ofende a sus representantes. En efecto, el pueblo liberal lucha contra un despotismo, se propone destruirlo aun a costa de los mayores sacrificios, y sueña con establecer un gobierno honrado que haga más tarde la felicidad del país, ¿se conformará el pueblo con derrocar la tiranía, elevar un nuevo gobierno y dejarlo que haga en


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seguida cuanto le plazca? ¿El pueblo que lucha, que tal vez derramará su sangre por constituir un nuevo gobierno, no tie­ ne el derecho de imponer algunas condiciones a los que van a ser favorecidos con el poder, no tiene el derecho de proclamar sus anhelos y declarar que no elevará mañana a determinado gobierno sino con la condición de que realice las aspiraciones populares? Indudablemente que el pueblo liberal que derrocara la dictadura y elegirá después un nuevo gobierno tiene el más perfecto derecho de advertir a sus representantes que no los eleva para que obren como les plazca, sino para que realicen la felicidad del país conforme a las aspiraciones del pueblo que los honra colocándolos en los puestos públicos. Sobre la soberanía de los congresos está la soberanía popular.

No habrá un solo mexicano que desconozca lo peligroso que es para la patria el aumento de nuestra ya demasiado enorme deuda extranjera. Por tanto, todo paso encaminado a impedir que la dictadura contraiga nuevos empréstitos o aumentar de cualquier modo la deuda nacional no podrá menos que obtener la aprobación de todos los ciudadanos honrados que no quieran ver envuelta a la nación en más peligros y compro­ misos de los que ya ha arrojado sobre ella la rapaz e infidente dictadura. Tales son las consideraciones y fundamentos con que se justifican los propósitos del Partido Liberal, condensados concretamente en el programa que se insertará a continuación.


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Programa del Partido Liberal REFORMAS CONSTITUCIONALES

1. Reducción del periodo presidencial a cuatro años. 2. Supresión de la reelección para el presidente y los gober­ nadores de los estados. Estos funcionarios sólo podrán ser nuevamente electos hasta después de dos periodos del que desempeñaron. 3. Inhabilitación del vicepresidente para desempeñar funciones legislativas o cualquier otro cargo de elección popular, y autori­ zación al mismo para llenar un cargo conferido por el ejecutivo. 4. Supresión del servicio militar obligatorio y establecimien­ to de la Guardia Nacional. Los que presten sus servicios en el ejército permanente lo harán libre y voluntariamente. Se revi­ sará la ordenanza militar para suprimir de ella lo que se con­ sidere opresivo y humillante para la dignidad del hombre, y se mejorarán los haberes de los que sirvan en la milicia nacional. 5. Reformar y reglamentar los artículos 6° y 7° constitucio­ nales, suprimiendo las restricciones que la vida privada y la paz pública imponen a las libertades de palabra y de prensa, y declarando que sólo se castigarán en ese sentido la falta de verdad que entrañe dolo, el chantaje y las violaciones de la ley en lo relativo a la moral. 6. Abolición de la pena de muerte, excepto para los trai­ dores a la patria. 7. Agravar la responsabilidad de los funcionarios públicos, imponiendo severas penas de prisión para los delincuentes.


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8. Restituir a Yucatán el territorio de Quintana Roo. 9. Supresión de los tribunales militares en tiempo de paz. MEJORAMIENTO Y FOMENTO DE LA INSTRUCCIÓN

10. Multiplicación de escuelas primarias, en tal escala que queden ventajosamente suplidos los establecimientos de ins­ trucción que se clausuren por pertenecer al clero. 11. Obligación de impartir enseñanza netamente laica en todas las escuelas de la República, sean del gobierno o parti­ culares, declarándose la responsabilidad de los directores que no se ajusten a este precepto. 12. Declarar obligatoria la instrucción hasta la edad de cator­ ce años, quedando al gobierno el deber de impartir protección en la forma que le sea posible a los niños pobres que por su miseria pudieran perder los beneficios de la enseñanza. 13. Pagar buenos sueldos a los maestros de [...] primaria. 14. Hacer obligatoria para todas las escuelas de la Repú­ blica la enseñanza de los rudimentos de artes y oficios y la ins­ trucción militar, y prestar preferente atención a la instrucción cívica que tan poco atendida es ahora. EXTRANJEROS

15. Prescribir que los extranjeros, por el solo hecho de adquirir bienes raíces, pierden su nacionalidad primitiva y se hacen ciudadanos mexicanos. 16. Prohibir la inmigración china.


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RESTRICCIONES A LOS ABUSOS DEL CLERO CATÓLICO

17. Los templos se consideran como negocios mercantiles, quedando, por tanto, obligados a llevar contabilidad y pagar las contribuciones correspondientes. 18. Nacionalización, conforme a las leyes, de los bienes raíces que el clero tiene en poder de testaferros. 19. Agravar las penas que las Leyes de Reforma señalan para los infractores de las mismas. 20. Supresión de las escuelas regentadas por el clero. CAPITAL Y TRABAJO

21. Establecer un máximum de ocho horas de trabajo y un salario mínimo en la proporción siguiente: $1.00 para la generalidad del país, en que el promedio de los salarios es in­ ferior al citado, y de más de $1.00 para aquellas regiones en que la vida es más cara y en las que este salario no bastaría para salvar de la miseria al trabajador. 22. Reglamentación del servicio doméstico y del trabajo a domicilio. 23. Adoptar medidas para que con el trabajo a destajo los patronos no burlen la aplicación del tiempo máximo y salario mínimo. 24. Prohibir en lo absoluto el empleo de niños menores de catorce años. 25. Obligar a los dueños de minas, fábricas, talleres, etc., a mantener las mejores condiciones de higiene en sus propieda­


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des y a guardar los lugares de peligro en un estado que preste seguridad a la vida de los operarios. 26. Obligar a los patronos o propietarios rurales a dar alo­ jamiento higiénico a los trabajadores, cuando la naturaleza del trabajo de éstos exija que reciban albergue de dichos patronos o propietarios. 27. Obligar a los patronos a pagar indemnización por acci­ dentes del trabajo. 28. Declarar nulas las deudas actuales de los jornaleros de campo para con los amos. 29. Adoptar medidas para que los dueños de tierras no abusen de los medieros. 30. Obligar a los arrendadores de campos y casas a que in­ demnicen a los arrendatarios de sus propiedades por las mejoras necesarias que dejen en ellas. 31. Prohibir a los patrones, bajo severas penas, que paguen al trabajador de cualquier otro modo que no sea con dinero efectivo; prohibir y castigar que se impongan multas a los trabajadores o se les hagan descuentos de su jornal o se retarde el pago de raya por más de una semana o se niegue al que se separe del trabajo el pago inmediato de lo que tiene ganado; suprimir las tiendas de raya. 32. Obligar a todas las empresas o negociaciones a no ocu­ par entre sus empleados y trabajadores sino una minoría de extranjeros. No permitir en ningún caso que trabajos de la misma clase se paguen peor al mexicano que al extranjero en el mismo establecimiento, o que a los mexicanos se les pague en otra forma que a los extranjeros. 33. Hacer obligatorio el descanso dominical.


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TIERRAS

34. Los dueños de tierras están obligados a hacer produc­ tivas todas las que posean; cualquier extensión de terreno que el poseedor deje improductiva la recobrará el Estado y la em­ pleará conforme a los artículos siguientes. 35. A los mexicanos residentes en el extranjero que lo soli­ citen los repatriará el gobierno pagándoles los gastos de viaje y les proporcionará tierras para su cultivo. 36. El Estado dará tierras a quien quiera que lo solicite, sin más condición que dedicarlas a la producción agrícola, y no venderlas. Se fijará la extensión máxima de terreno que el Estado pueda ceder a una persona. 37. Para que este beneficio no sólo aproveche a los po­ cos que tengan elementos para el cultivo de las tierras, sino también a los pobres que carezcan de estos elementos, el Estado creará o fomentará un Banco Agrícola que hará a los agricultores pobres préstamos con poco rédito y redimibles a plazos. IMPUESTOS

38. Abolición del impuesto sobre capital moral y del de capitación, quedando encomendado al gobierno el estudio de los mejores medios para disminuir el impuesto del timbre hasta que sea posible su completa abolición. 39. Suprimir toda contribución para capital menor de $100.00, exceptuándose de este privilegio los templos y otros


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negocios que se consideren nocivos y que no deben tener de­ recho a las garantías de las empresas útiles. 40. Gravar el agio, los artículos de lujo, los vicios y aligerar de contribuciones los artículos de primera necesidad. No per­ mitir que los ricos ajusten igualas con el gobierno para pagar menos contribuciones que las que les impone la ley. PUNTOS GENERALES

41. Hacer práctico el juicio de amparo, simplificando los procedimientos. 42. Restitución de la zona libre. 43. Establecer la igualdad civil para todos los hijos de un mismo padre, suprimiendo las diferencias que hoy establece la ley entre legítimos e ilegítimos. 44. Establecer, cuando sea posible, colonias penitenciarias de regeneración, en lugar de las cárceles y penitenciarías en que hoy sufren el castigo los delincuentes. 45. Supresión de los jefes políticos. 46. Reorganización de los municipios que han sido supri­ midos y robustecimiento del poder municipal. 47. Medidas para suprimir o restringir el agio, el pauperis­ mo y la carestía de los artículos de primera necesidad. 48. Protección a la raza indígena. 49. Establecer lazos de unión con los países latinoamericanos. 50. Al triunfar el Partido Liberal, se confiscarán los bienes de los funcionarios enriquecidos bajo la dictadura actual, y lo que se produzca se aplicará al cumplimiento del capítulo de Tierras


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–especialmente a restituir a los yaquis, mayas, y otras tribus, comunidades o individuos, los terrenos de que fueron despoja­ dos– y al servicio de la amortización de la deuda nacional. 51. El primer Congreso Nacional que funcione después de la caída de la dictadura anulará todas las reformas hechas a nuestra Constitución por el gobierno de Porfirio Díaz; re­ formará nuestra Carta Magna en cuanto sea necesario para poner en vigor este programa; creará las leyes que sean nece­ sarias para el mismo objeto; reglamentará los artículos de la Constitución y de otras leyes que lo requieran, y estudiará to­ das aquellas cuestiones que considere de interés para la patria, ya sea que estén enunciadas o no en el presente programa, y reforzará los puntos que aquí constan, especialmente en ma­ teria de Trabajo y Tierra. CLÁUSULA ESPECIAL

52. Queda a cargo de la Junta Organizadora del Partido Liberal dirigirse a la mayor brevedad a los gobiernos extran­ jeros, manifestándoles, en nombre del partido, que el pueblo mexicano no quiere más deudas sobre la patria y que, por tan­ to, no reconocerá ninguna deuda que bajo cualquiera forma o pretexto arroje la dictadura sobre la nación ya contratando empréstitos, o bien reconociendo tardíamente obligaciones pasadas sin ningún valor legal. reforma, libertad y justicia

St. Louis, Mo., Julio 1 de 1906


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Presidente, Ricardo Flores Magón. Vicepresidente, Juan Sara­ bia. Secretario, Antonio I. Villarreal. Tesorero, Enrique Flores Magón. 1er. Vocal, Prof. Librado Rivera. 2º Vocal, Manuel Sarabia. 3er. Vocal, Rosalío Bustamante

Manifiesto a la Nación Mexicanos:

He aquí el programa, la bandera del Partido Liberal, bajo la cual debéis agruparos los que no hayáis renunciado a vuestra calidad de hombres libres, los que os ahoguéis en esa atmós­ fera de ignominia que os envuelve desde hace treinta años, los que os avergoncéis de la esclavitud de la patria, que es vuestra propia esclavitud, los que sintáis contra vuestros tiranos esas rebeliones de las almas indóciles al yugo, rebeliones benditas, porque son la señal de que la dignidad y el patriotismo no han muerto en el corazón que las abriga. Pensad, mexicanos, en lo que significa para la patria la realización de este programa que hoy levanta el Partido Li­ beral como un pendón fulgurante, para llamar a una lucha santa por la libertad y la justicia, para guiar vuestras pasos por el camino de la redención, para señalar la meta luminosa que podéis alcanzar con sólo que os decidáis a unir vuestras esfuerzos para dejar de ser esclavos. El programa, sin duda, no es perfecto: no hay obra humana que lo sea, pero es benéfico y, para las circunstancias actuales de nuestro país, es salvador. Es la encarnación de muchas injusticias, el término de muchas


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infamias. Es una transformación radical: todo un mundo de opresiones, corrupciones, de crímenes, que desaparece, para dar paso a otro mundo más libre, más honrado, más justo. Todo cambiará en el futuro

Los puestos públicos no serán para los aduladores y los in­ trigantes, sino para los que, por sus merecimientos, se hagan dignos al cariño del pueblo; los funcionarios no serán esos sultanes depravados y feroces que hoy la dictadura protege y faculta para que dispongan de la hacienda, de la vida y de la honra de los ciudadanos: serán, por el contrario, hombres elegidos por el pueblo que velarán por los intereses públicos, y que, de no hacerlo, tendrán que responder de sus faltas ante el mismo pueblo que los había favorecido; desaparecerá de los tribunales de justicia esa venalidad asquerosa que hoy los caracteriza, porque ya no habrá dictadura que haga vestir la toga a sus lacayos, sino pueblo que designará con sus votos a los que deban administrar justicia, y porque la responsabilidad de los funcionarios no será un mito en la futura democracia; el trabajador mexicano dejará de ser, como es hoy, un paria en su propio suelo: dueño de sus derechos, dignificado, libre para defenderse de esas explotaciones villanas que hoy le imponen por la fuerza, no tendrá que trabajar más que ocho horas diarias, no ganará menos de un peso de jornal, tendrá tiempo para descansar de sus fatigas, para solazarse y para instruirse, y llegará a disfrutar de algunas comodidades que nunca podría procurarse con los actuales salarios de $0.50


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y hasta de $0.25; no estará allí la dictadura para aconsejar a los capitalistas que roben al trabajador y para proteger con sus fuerzas a los extranjeros que contestan con una lluvia de balas a las pacíficas peticiones de los obreros mexicanos: habrá en cambio un gobierno que, elevado por el pueblo, servirá al pueblo, y velará por sus compatriotas, sin atacar a derechos ajenos, pero también sin permitir las extralimitaciones y abu­ sos tan comunes en la actualidad; los inmensos terrenos que los grandes propietarios tienen abandonados y sin cultivo dejarán de ser mudos y desolados testimonios de infecundo poderío de un hombre, se convertirán en alegres y feraces campos, que darán el sustento a muchas honradas familias: habrá tierras para todo el que quiera cultivarlas, y la riqueza que produzcan no será ya para que la aproveche un amo que no puso el menor esfuerzo en arrancarla, sino que será para el activo labrador que después de abrir el surco y arrojar la semilla con mano tré­ mula de esperanza, levantará la cosecha que le ha pertenecido por su fatiga y su trabajo; arrojados del poder los vampiros insaciables que hoy lo explotan y para cuya codicia son muy pocos los más onerosos impuestos y los empréstitos enormes de que estamos agobiados, se reducirán considerablemente las contribuciones; ahora, las fortunas de los gobernantes salen del tesoro público: cuando esto no suceda, se habrá realizado una gigantesca economía, y los impuestos tendrán que reba­ jarse, suprimiéndose en absoluto, desde luego, la contribución personal y el impuesto sobre capital moral, exacciones verda­ deramente intolerables; no habrá servicio militar obligatorio, ese pretexto con que los actuales caciques arrancan de su hogar


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a los hombres, a quienes odian por su altivez o porque son el obstáculo para que los corrompidos tiranuelos abusen de dé­ biles mujeres, se difundirá la instrucción, base del progreso y del engrandecimiento de todos los pueblos; el clero, ese traidor impenitente, ese súbdito de Roma y enemigo irreconciliable de las libertades patrias, en vez de tiranos a quienes servir y de quienes recibir protección, encontrará leyes inflexibles, que pondrán coto a sus excesos y lo reducirán a mantenerse dentro de la esfera religiosa; la manifestación de las ideas no tendrá ya injustificadas restricciones que le impidan juzgar libremente a los hombres públicos: desaparece la inviolabilidad de la vida privada, que tantas veces ha sido el escudo de la corrupción y la maldad, y la paz pública dejará de ser un pretexto para que los gobiernos persigan a sus enemigos: todas las libertades serán restituidas al pueblo y no sólo habrán conquistado los ciudadanos sus derechos políticos, sino también un gran mejo­ ramiento económico; no sólo será un triunfo sobre la tiranía, sino también sobre la miseria. Libertad, prosperidad: he ahí la síntesis del Programa

¡Pensad, conciudadanos, en lo que significa para la patria la realización de estos ideales redentores; mirad a nuestro país hoy oprimido, miserable, despreciado, presa de extranjeros, cuya insolencia se agiganta por la cobardía de nuestros tira­ nos; ved cómo los déspotas han pisoteado la dignidad nacio­ nal, invitando a las fuerzas extranjeras a que invadan nuestro


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territorio; imaginad a qué desastres y a qué ignominias pueden conducirnos los traidores que toleramos en el poder, los que aconsejan que se robe y se maltrate al trabajador mexicano, los que han pretendido reconocer la deuda que contrajo el pi­ rata Maximiliano para sostener su usurpación, los que conti­ nuamente están dando pruebas del desprecio que sienten por la nacionalidad de que estamos orgullosos los compatriotas de Juárez y de Lerdo de Tejada! Contemplad, mexicanos, ese abismo que abre a vuestros pies la dictadura, y comparad esa negra sima con la cumbre radiosa que os señala el Partido Liberal para que os dispongáis a ascenderla. Aquí, la esclavitud, la miseria, la vergüenza; allá, la libera­ ción, el bienestar, el honor; aquí, la patria encadenada, exan­ güe por tantas explotaciones, sometida a lo que los poderes extranjeros quieran hacer de ella, pisoteada su dignidad por propios y extraños; allá, la patria sin yugos, próspera, con la prosperidad de todos sus hijos, grande y respetada por la alti­ va independencia de su pueblo; aquí el despotismo con todos sus horrores; allá la libertad con toda su gloria. ¡Escoged!. Es imposible presentaros con simples y entorpecidas pala­ bras el cuadro soberbio y luminoso de la patria de mañana, redimida, dignificada, llena de majestad y de grandeza. Pero no por eso dejaréis de apreciar ese cuadro magnífico, pues voso­ tros mismos lo evocaréis con el entusiasmo si sois patriotas, si amáis este suelo que vuestros padres santificaron con el riego de su sangre, si no os habéis resignado a morir como esclavos bajo el carro triunfal del cesarismo dominante. Es inútil que nos esforcemos en descorrer a vuestros ojos el velo del futuro,


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para mostrarnos lo que está tras él: vosotros miráis lo que pudiéramos señalaros. Vosotros consoláis la tristeza de vues­ tra actual servidumbre, evocando el cuadro de la patria libre del porvenir; vosotros, los buenos mexicanos, los que odiáis el yugo, ilumináis las negruras de la opresión presente con la visión radiosa del mañana y esperáis que de un momento a otro se realicen vuestros ensueños de libertad. De vosotros es de quien la patria espera su redención, voso­ tros, los buenos hijos, los inaccesibles a la cobardía y a la co­ rrupción que los tiranos siembran en torno suyo, los leales, los inquebrantables, los que os sentís llenos de fe en el triunfo de la justicia, responded al llamado de la patria: el Partido Liberal os brinda un sitio bajo sus estandartes, que se levantan desafiando al despotismo; todos los que luchamos por la libertad os ofrece­ mos un lugar en nuestras filas; venid a nuestro lado, contribuid a fortalecer nuestro partido, y así apresuraréis la realización de lo que todos anhelamos. Unámonos, sumemos nuestros esfuerzos, unifiquemos nuestros propósitos, y el programa será un hecho. ¡Utopía!, ¡ensueño!, clamarán, disfrazando su terror con fi­ losofías abyectas, los que pretenden detener las reivindicaciones populares para no perder un puesto productivo o un negocio poco limpio. Es el viejo estribillo de todos los retrógrados ante los grandes avances de los pueblos, es la eterna defensa de la in­ famia. Se tacha de utópico lo que es redentor, para justificar que se ataque o se le destruya: todos los que han atentado contra nuestra sabia Constitución se han querido disculpar declarán­ dola irrealizable; hoy mismo, los lacayos de Porfirio Díaz repi­ ten esa necesidad para velar el crimen del tirano, y no recuerdan


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esos miserables que esa Constitución que llaman tan utópica, tan inadecuada para nuestro pueblo, tan imposible de practicar, fue perfectamente realizable para gobernantes honrados como Juárez y Lerdo de Tejada. Para los malvados, el bien tiene que ser irrealizable; para la bellaquería, tiene que ser irrealizable la honradez. Los corifeos del despotismo juzgarán impracticable y hasta absurdo el programa del Partido Liberal; pero vosotros, mexicanos que no estaréis cegados por la conveniencia y ni por el miedo; vosotros, hombres honrados que anheláis el bien de la patria, encontraréis de sencilla realización cuanto encierra ese programa inspirado en la más rudimentaria justicia. MEXICANOS:

Al proclamar solemnemente su programa el Partido Liberal, con el inflexible propósito de llevarlo a la práctica, os invita a que toméis parte de esta obra grandiosa y redentora que ha de hacer para siempre a la patria libre, respetable y dichosa. La decisión es irrevocable: el Partido Liberal luchará sin des­ canso por cumplir la promesa solemne que hoy hace al pueblo, y no habrá obstáculo que no venza ni sacrificio que no acepte por llegar hasta el fin. Hoy os convoca para que sigáis sus banderas, para que engroséis sus filas, para que aumentéis su fuerza y ha­ gáis menos difícil y reñida la victoria. Si escucháis el llamamiento y acudís al puesto que os designa vuestro deber de mexicanos, mucho tendrá que agradeceros la patria, pues apresuraréis su redención; si veis con indiferencia la lucha santa a que os in­ vitamos, si negáis vuestro apoyo a los que combatimos por el


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derecho y la justicia, si, egoístas o tímidos, os hacéis con vuestra inacción cómplices de los que nos oprimen, la patria no os deberá más que desprecio y vuestra conciencia sublevada no dejará de avergonzaros con el recuerdo de vuestra falta. Los que neguéis vuestro apoyo a la causa de la libertad, merecéis ser esclavos. MEXICANOS:

Entre lo que os ofrece el despotismo y lo que os brinda el pro­ grama del Partido Liberal, ¡escoged! Si queréis el grillete, la miseria, la humillación ante el extranjero, la vida gris del paria envilecido sostened la dictadura que todo eso os proporciona; si preferís la libertad, el mejoramiento económico, la dignifi­ cación de la ciudadanía mexicana, la vida altiva del hombre dueño de sí mismo venid al Partido Liberal que fraterniza con los dignos y los viriles, y unid vuestros esfuerzos a los de todos los que combatimos por la justicia, para apresurar la llegada de ese día radiante en que caiga para siempre la tiranía y surja la esperada democracia con todos los esplendores de un astro que jamás dejará de brillar en el horizonte sereno de la patria. reforma, libertad y justicia

Saint Louis, Mo., Julio 19 de 1906. Presidente, Ricardo Flores Magón. Vice-Presidente, Juan Sara­ bia. Secretario, Antonio I. Villarreal. Tesorero, Enrique Flores Magón. ler. Vocal, Prof. Librado Rivera. 2º. Vocal, Manuel Sarabia. 3er. Vocal, Rosalío Bustamante.



DiscursoS del Senador Doctor Belisario DomĂ­nguez



Preámbulo*

E

l crimen parecía haberse entronizado por la era de terror que desplegara el tirano Huerta. Los labios enmudecieron sellados por el pánico, y este silencio pavoroso era aprovechado por el usurpador y sus sicarios para pretender demostrar que la nación estaba conforme con los he­ chos consumados y que reclamaba el país como remedio salvador. El silencio que sigue a la hecatombe; la quietud después de la catástrofe, que se considera irreparable. Y era para México una verdadera catástrofe el hundimien­ to del edificio de su libertad levantada a fuerza de cruentos dolores e innúmeros sacrificios, y entonces derrumbado con estrépito en las profundidades de una tiranía oprobiosa. Se creyó por los burdos pretorianos que con los asesinatos de Madero y Pino Suárez caían también, para siempre, la li­

* Publicado por el Bloque Revolucionario de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión en noviembre de 1929.


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discursos del senador doctor

bertad, la virtud y el civismo, y su insolencia les creaba la idea de una completa impunidad. Su crimen, de una fuerza irresistible, les permitiría tener a perpetuidad, bajo el peso de su bota dictatorial, al pueblo mexicano. Y en medio de ese ambiente de atonía, de abatimiento y de pavura, surgió la voz vibrante y serena, del senador por Chia­ pas, C. Belisario Domínguez, quien desde la alta cumbre del civismo sin mancha, lanzaba al rostro del verdugo la requisi­ toria más tremenda, y el apóstrofe más duro. Este hombre insigne de un valor espartano, más grande mientras más sereno, supo que su alta investidura, como re­ presentante del pueblo en la alta Cámara, le imponía obliga­ ciones que no podía dejar de cumplir sino a trueque de hacerse cómplice de los victimarios. Sabía que esa tribuna no es para pregones de juegos de bolsa, ni para servirles alabanzas que enfanguen la dignidad nacional, ni mucho menos para glorificar el crimen; sino para hacer oír desde ella la voz del pueblo, y más aún si ese pueblo atraviesa por una etapa de dolor por habérsele herido en lo más caro de sus intereses; por eso ahí se levantó augusto y solemne con toda la majestad que le imprime el alto concepto del deber. Belisario Domínguez, en su memorable discurso que debe guardar nuestra historia patria como una enseñanza de valor y de civismo, significó a sus compañeros de cámara que era urgente una reparación inmediata a la afrenta que había su­ frido México; que el imperativo de la justicia ultrajada y de la


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humanidad escarnecida exigía que se procediera sin demora para no seguir consintiendo ese ignominioso estado de cosas de que se avergonzara el mundo. Y en su heroico llamado, clamor y apóstrofe, condenación y aliento, serenidad y fuego, hizo notar que la empresa entra­ ñaba un gran peligro, pero más grande era el deber. No engañó a sus colegas para que le secundasen, no los llamó al cumplimiento de sus funciones ocultándoles que arriesgaban hasta la vida; no procedió sin saber que sus frases lapidarias de admonición y de justicia eran tal vez las últimas que pro­ nunciaría. Conocía de sobra que se enfrentaba a un soldado sanguina­ rio y feroz que como omnipotente dios del crimen disponía de su antojo de la vida de los ciudadanos; por esto se agiganta la figura del doctor Belisario Domínguez y por esto su estoicismo raya en lo sublime. Había que deponer inmediatamente del poder al sátrapa criminal; había que arrancarle por la fuerza de la ley lo que él había arrebatado por la fuerza del crimen; y esto urgía por que la humanidad y la justicia así lo reclamaban tanto para castigar los delitos consumados como para evitar nuevas víc­ timas de que estaba hambriento el usurpador. Urgía arrojar del poder a Victoriano Huerta porque la li­ bertad de la República así lo exigía, y porque la dignidad y el decoro nacionales estaban sufriendo mengua. Todo esto lo expresó clara y terminantemente Belisario Do­ mínguez en la Cámara de Senadores, pero… no tuvo eco su glorioso llamado.


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Aquel recinto resultó entonces demasiado estrecho para que tuviera resonancia ese torrente de libertad y de venganza. Pero el pueblo sí repitió el grito y levantando en alto los brazos con los puños apretados, juró venganza... ¡Y la cumplió! No puede, por lo tanto, pasar inadvertido el aniversario de la fecha en que cayó victima de la tiranía Belisario Domínguez, hombre de valor espartano y cuyo magno ejemplo servirá a las generaciones presentes y a las futuras, y por eso el Bloque Revolucionario de la Cámara de Diputados hace suya la ini­ ciativa del C. diputado Eduardo Cortina, ordenando una gran reimpresión del discurso –al que ponemos como preámbulo estas nuestras frases sinceras que llevan toda nuestra gratitud para el gran desaparecido– y que se grabe su nombre en letras de oro en el recinto del Congreso de la Unión.

Discurso del 23 de septiembre de 1913 Señor presidente del Senado: Por tratarse de un asunto urgentísimo para la salud de la patria, me veo obligado a prescindir de las fórmulas acostum­ bradas y a suplicar a usted se sirva dar principio a esta sesión tomando conocimiento de este pliego y dándole a conocer en seguida a los señores senadores. Insisto, señor presidente, en que este asunto deberá ser conocido por el Senado en este mismo momento, porque dentro de pocas horas lo conocerá el público y urge que el Senado lo conozca antes que nada.


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Señores senadores: todos vosotros habéis leído, con pro­ fundo interés, el informe presentado por don Victoriano Huerta ante el Congreso de la Unión, el 16 del presente. Indudablemente, señores senadores, que lo mismo que a mí os ha llenado de indignación el cúmulo de falsedades que encierra ese documento. ¿A quién se pretende engañar señores? ¿Al Congreso de la Unión? No, señores, todos sus miembros son hombres ilustrados que se ocupan de política, que están al corriente de los sucesos del país y que no pueden ser engañados sobre el particular. Se pretende engañar a la nación mexicana, a esta noble patria que, confiando en vuestra honradez y en vues­ tro valor, ha puesto en vuestras manos sus más caros intereses. ¿Qué debe hacer en este caso la Representación Nacional? Corresponder a la confianza con que la patria la honra, decir la verdad y no dejarla caer en el abismo que abre a sus pies. La verdad es esta: durante el gobierno de don Victoriano Huerta, no solamente no se ha hecho nada en bien de la paci­ ficación del país, sino que la situación actual de la República es infinitamente peor que antes; la Revolución se ha extendi­ do en casi todos los estados; muchas naciones, antes buenas amigas de México, rehúsanse a reconocer su gobierno, por ilegal; nuestra moneda encuéntrase depreciada en el extranje­ ro; nuestro crédito en agonía; la prensa entera de la República amordazada o cobardemente venida al gobierno y ocultando sistemáticamente la verdad; nuestros campos abandonados, mu­ chos pueblos arrasados, y por último, el hambre y la miseria en todas sus formas amenazan extenderse rápidamente en toda la superficie de nuestra infortunada patria.


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¿A qué se debe tan triste situación? Primero y antes que todo a que el pueblo mexicano no puede resignarse a tener por presidente de la República a don Victoriano Huerta, al soldado que se apoderó del poder por medio de la traición y cuyo primer acto al subir a la presidencia fue asesinar cobar­ demente al presidente y vicepresidente legalmente ungidos por el voto popular, habiendo sido el primero de éstos quien colmó de ascensos, honores y distinciones a don Victoriano Huer­­ta y habiendo sido él igualmente a quien don Victoriano Huer ta juró públicamente lealtad y fidelidad inquebrantable. Y segundo, se debe esta triste situación a los medios que don Victoriano Huerta se propuso emplear para conseguir la pacificación. Esos medios ya sabéis cuáles han sido: única­ mente muerte y exterminio para todos los hombres, familias y pueblos que no simpaticen con su gobierno. La paz se hará, cueste lo que cueste, ha dicho don Victoriano Huerta. ¿Habéis profundizado, señores senadores, lo que signifi­ can esas palabras en el criterio egoísta y feroz de don Victoriano Huerta? Esas palabras significan que don Victoriano Huerta está dispuesto a derramar toda la sangre mexicana, a cubrir de cadáveres todo el territorio nacional, a convertir en una inmensa ruina toda la extensión de nuestra patria, con tal que él no aban­ done la presidencia ni derrame una gota de su propia sangre. En su loco afán de conservar la presidencia, don Victoriano Huerta está cometiendo otra infamia. Está provocando con el pueblo de los Estados Unidos de América un conflicto inter­ nacional en el que, si llegara a resolverse por las armas, irían estoicamente a dar y a encontrar la muerte todos los mexicanos


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sobrevivientes a las matanzas de don Victoriano Huerta, todos, menos don Victoriano Huerta, ni don Aurelio Blanquet, porque esos desgraciados están manchados por el estigma de la traición y el pueblo y el ejército los repudiarían, llegado el caso. Ésa es en resumen la triste realidad. Para los espíritus débiles, parece que nuestra ruina es inevitable, porque don Victoriano Huerta se hadueñado tanto del poder que, para asegurar el triunfo de su candidatura a la presidencia de la República en la parodia de elecciones anunciadas para el 26 de octubre próxi­ mo, no ha vacilado en violar la soberanía de la mayor parte de los estados, quitando a los gobernadores constitucionales e imponiendo gobernadores militares que se encargarán de burlar a los pueblos por medio de frases ridículas y criminales. Sin embargo, señores, un supremo esfuerzo puede salvarlo todo. Cumpla con su deber la representación nacional y la patria está salvada y volverá a florecer más grande, más unida y más hermosa que nunca. La representación nacional debe deponer de la presidencia de la República a don Victoriano Huerta, por ser él contra quien protestan, con mucha razón, todos nuestros hermanos alzados en armas y, por consiguiente, por ser él quien menos puede llevar a efecto la pacificación, supremo anhelo de todos los mexicanos. Me diréis, señores, que la tentativa es peligrosa, porque don Victoriano Huerta es un soldado sanguinario y feroz que asesina sin vacilación ni escrúpulos a todo aquel que le sirve de obstáculo. ¡No importa, señores! La patria os exige que cumpláis con vuestro deber aun con el peligro y aun con la seguridad de perder la existencia. Si en vuestra ansiedad de


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volver a ver reinar la paz en la República os habéis equivo­ cado, habéis creído las palabras falaces de un hombre que os ofreció pacificar a la nación en dos meses, y le habéis nombra­ do presidente de la 1ª República, hoy que veis claramente que este hombre es un impostor, inepto y malvado, que lleva a la patria con toda velocidad hacia la ruina, ¿dejaréis, por temor a la muerte, que continúe con el poder? Penetrad en vosotros mismos, señores, y resolved esta pre­ gunta: ¿Qué se diría de la tripulación de una gran nave que en la más violenta tempestad y en un mar proceloso, nombrara piloto a un carnicero que sin ningún conocimiento náutico navegara por primera vez y no tuviera más recomendación que la de haber traicionado y asesinado al capitán del barco? Vuestro deber es imprescindible, señores, y la patria espera de vosotros que sabréis cumplirlo. Cumpliendo ese primer deber, será fácil a la representación nacional cumplir los otros que de él se derivan, solicitándose en seguida de todos los jefes revolucionarios que cesen toda hostilidad y nombren a sus delegados para que, de común acuer­ do, elijan al presidente que deba convocar a elecciones presi­ denciales y cuidar de que éstas se efectúen con toda legalidad. El mundo está pendiente de vosotros, señores miembros del Congreso Nacional Mexicano, y la Patria espera que la honréis ante todo el mundo, evitándo la vergüenza de tener por primer mandatario a un traidor asesino. Doctor Belisario Domínguez, Senador por el Estado de Chiapas


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Discurso del 29 de septiembre de 1913 Leído en la sesión del 29 de septiembre de 1913

Señores senadores: He tenido el honor de pedir la palabra para fundar mi voto negativo a la licencia solicitada por el señor senador y licencia­ do don Vicente Sánchez Gavito. Los miembros de la Comisión de Puntos Constitucionales, los señores senadores Guillermo Obregón y A. Valdivieso han dado en su concienzudo informe del 2 del presente las razones legales por las cuales no es de concederse la licencia que solicita el señor licenciado Sánchez Gavito, y bien que sus razones pueden ser suficientes para afirmar el criterio de esta honorable asamblea, decidiéndola a negar la licencia que se solicita, juzgo oportuno aducir otro or­ den de razonamientos de los señores miembros de la Comisión a que acabo de referirme. Creo, señores, que siendo el señor li­ cenciado Sánchez Gavito uno de los prominentes miembros del Senado, no debe abandonarnos en las críticas circunstan­cias por que atravesamos. Sus profundos conocimientos políticos y sociales nos son ahora más que nunca necesarios y tendría­ mos que carecer de ellos, por lo menos en parte, toda vez que un nuevo empleo restaría al señor licenciado Gavito algo del tiempo que destina a sus labores del Senado. Es cierto, señores, que existen en el seno de esta augusta asamblea otros maestros en las mismas ciencias que guíen con sus luces al que, como yo, con conocimientos muy restringidos, sólo puede aportar el


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contingente de su patriotismo y de su buena voluntad, pues, señores senadores, la situación del país es de tal modo apre­ miante que se necesita la unión de todos nosotros para que podamos salir avantes, subsanando las desgracias que afligen actualmente a la patria y evitando las mayores aún que la amenazan. ¿No veis, señores, cuán obscura se presenta actual­ mente la situación del país, cuán tenebroso parece el porvenir? Lo primero que se nota al examinar nuestro estado de co­ sas es la profunda debilidad del gobierno, que teniendo por primer magistrado a un antiguo soldado sin conocimientos políticos y sociales indispensables para gobernar a la nación, se hace la ilusión de que aparecerá fuerte por medio de actos que repugnan la civilización y la moral universal, y esta po­ lítica de terror, señores senadores, la practica don Victoriano Huerta; en primer lugar, porque en su criterio estrecho de viejo soldado no cree que exista otra, y en segundo, porque en razón del modo con que ascendió al poder y de los aconteci­ mientos que han tenido lugar durante su gobierno, el cerebro de don Victoriano Huerta está desequilibrado, su espíritu está desorientado. Don Victoriano Huerta padece de una obsesión constante que dificultaría y aun imposibilitaría a un hombre de talento. El espectro de su protector y amigo, traicionado y asesinado, el espectro de Madero, a veces solo y a veces acompañado del de Pino Suárez, se presenta constantemente a la vista de don Victoriano Huerta, turban sus sueño y le producen pesadillas, y se sobrecoge de horror a la hora de sus banquetes y convivialidades. Cuando la obsesión es más fija, don Victoriano Huerta se exaspera, y para templar su cerebro y


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sus nervios desfallecientes hace un llamamiento a sus instintos más crueles, más feroces, y entonces dice a los suyos: “Maten, asesinen, que sólo matando a mis enemigos se restablecerá la paz”. Y dice a don Juvencio Robles: “Marche a Morelos, dé órdenes de concentración, mate e incendie despiadadamente, acaben justos y pecadores, que solamente así tendremos paz”. No creáis que exagero, señores senadores, he aquí uno de los tantos artículos por el estilo que publica en su primera página El Imparcial del sábado 27 del presente: Piden volver a su pueblo los “Ajusco” (…) Por disposición del señor general Juvencio Robles, jefe de la División del Sur, los vecinos del pueblo del Ajusco se vieron precisados a abandonar sus propiedades a fin de que la campaña emprendida contra los zapatistas sea más efectiva (…) Con fecha 17 de agosto pasado, el pueblo de Ajusco quedó vacío y los zapatistas que habían ido a refugiarse a ese lugar se vieron obligados a huir, temerosos de perder la vida entre las llamas, puesto que los federales lo in­ cendiaron. En grandes caravanas los vecinos de ese pueblo emi­ graron a la población de Tlalpan, en tanto que otros se dirigían a esta capital y a San Andrés Totoltepec y a San Pedro Mártir, dejando abandonados sus hogares y sus propiedades. Como los recursos que traían los habitantes del Ajusco eran escasos y sus cosechas estaban próximas a perderse, han elevado un ocurso a la Secretaría de Gobernación, solicitando se les conceda volver a sus propiedades mediante la identificación de sus personas para comprobar que son amigos del gobierno (…) Para que podáis juzgar, señores senadores, toda la gravedad de este artículo de El Imparcial, que quizá para muchos lectores


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pasó desapercibido, os ruego que por pensamiento os coloquéis un instante en el número de esos infelices del Ajusco. Imaginaos en vuestra casita viviendo con el día, y manteniendo con vues­ tros trabajos a vuestra esposa, a cinco, a seis chiquillos, quizás uno de pecho, a vuestro padre anciano e impotente, a vuestra madre enferma. BRUSCAMENTE VIENE LA ORDEN DE CONCEN­ TRACIÓN. Lleno de terror, el jefe de la casa ordena a la vez que toda la familia se ponga en movimiento y todos apresurada­ mente emprenden la marcha, llevando por todo bagaje unos cuantos centavos, unos cuantos trapos y… nada más. ¿A dónde ir? ¿Qué camino tomar? Para los que tienen una lejana simpatía por Zapata no hay ninguna vacilación. Se van con Zapata, pero los amigos del gobierno ¿qué hacen? Vacilan, se confunden. En fin, hay que resolverse a morir de hambre, lo mismo se muere en una parte que en otra. Se toma pues el camino que primero se presenta y se camina a la aventura con el corazón oprimido y el espíritu sobrecogido de terror, hasta llegar a un poblado. Allí ¿quién da posada, quién da trabajo a los habitantes del Ajusco? Todos desconfían, todos temen que esos extraños puedan ser partidarios de Zapata, puedan ser espías. En resumen, todas las puertas se cierran… Dejo el resto a vuestra profunda medi­ tación, señores senadores. Meditad profundamente en lo que sufriríais con vuestra familia en pueblos extraños, sin dinero, sin ropa, sin hogar, sin pan. ¡Cuántos no pereceríais en esta peregrinación, cuántos tor­ mentos os esperarían! Cuando al fin el gobierno de don Vic­ toriano Huerta os permita volver a vuestro pueblo, ¿cómo en­ contraríais vuestra casita? Vuestra cosecha de maíz y de papa


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que estaba próxima a perderse estará completamente perdida, ¿qué daréis de comer a vuestro hijos? ¿Yerbas, raíces, tierra? Hecha esta digresión, continuaremos, señores senadores. En su constante obsesión don Victoriano Huerta desconfía de todos y teme que todos lo traicionen. Hace varios días que su gabinete está incompleto y no ha sido capaz de completarlo. ¿No pensáis, señores, que esa debilidad de carácter, esa constan­ te vacilación, demuestra un cerebro desequilibrado y que esto es sumamente perjudicial al país en las actuales gravísimas circunstancias por que atraviesa? Además del desequilibrio producido por su constante obsesión, y cuyos síntomas fueron descritos magistralmente por Shakespeare, don Victoriano Huerta está afectado de esa forma de desequilibrio que es descrita con igual maestría por Cervantes; don Victoriano Huerta cree que él es el único capaz de gobernar a México y de remediar sus males, ve ejércitos imaginarios, ve un ejército de noventa y cuatro mil hombres bajo sus órdenes y, fenómeno curioso que sería risible si no fuera excesivamente alarmante, el pueblo y aun algunos miembros de las cámaras están desem­ peñando el papel de Sancho, contagiándose con la locura de don Quijote; ven en don Victoriano Huerta a un guerrero de más empuje que Alejandro el Grande, y ven en sus soldaditos de once años de la Escuela Preparatoria, veteranos más ague­ rridos que los de Julio César o de Napoléon I. Esto es graví­ simo. Huerta está provocando un conflicto internacional con los Estados Unidos de América, este conflicto puede llevarnos a la intervención. La intervención, ved bien lo que es, señores senadores, es la muerte de todos los mexicanos que tengan


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valor, que tengan dignidad, que tengan honor. Cobarde y mise­ rable el mexicano que no vaya a combatir con los americanos el día que profanen nuestro suelo. Sí iremos a combatir, pero no con la esperanza de obtener el triunfo, porque la lucha es muy desigual, sino solamente para salvar lo que deben tener en más valor que la existencia los hombres y las naciones: el honor. Iremos a morir para que más tarde, cuando el extran­ jero desembarque en nuestras playas, descubriéndose al pisar nuestro suelo, diga: “de mil héroes la patria fue”. Pero señores, antes de llegar a ese extremo, deben evitarlo con dignidad y prudencia, y no dar motivo con sus locuras a que los americanos puedan justificar ante el mundo una inva­ sión a nuestra patria. Porque no hay que dudarlo, señores. Hay casos en que un extraño tiene el deber de entrar a imponer el orden en la casa ajena. ¿Quién de vosotros, señores senadores, no se vería obligado a entrar a imponer el orden en mi casa si al pasar por ella viera que en un arrebato de ira estaba matan­ do o golpeando a un hijo de ocho años de edad? Ahora bien, sin don Victoriano Huerta, desequilibrado, está poniendo en inminente peligro a la patria, ¿no toca a vosotros, que estáis cuerdos, señores senadores, poner un remedio a la situación? Ese remedio es el siguiente: Concededme la honra de ir comi­ sionado por esta augusta asamblea a pedir a don Victoriano Huerta que firme su renuncia de presidente de la República, creo que el éxito es muy posible. He aquí mi plan. Me presenta­ ré a don Victoriano Huerta con la solicitud firmada por todos los senadores, y además con un ejemplar de este discurso y otro que tuve la honra de presentar al señor presidente del Senado


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en la sesión del 23 del presente. Al leer estos documentos, lo más probable es que, llegando a la mitad de la lectura, don Vic­ toriano Huerta pierda la paciencia y sea acometido por un acto de ira y me mate, pero en este caso nuestro triunfo es seguro, porque los papeles quedarán ahí y después de haberme muerto no podrá don Victoriano Huerta resistir la curiosidad, seguirá leyendo y cuando acabe de leer, horrorizado de su crimen, se matará también y la patria se salvará. Puede suceder también que don Victoriano Huerta sea bastante dueño de sí mismo, que tenga bastante paciencia para oír la lectura hasta el fin, y al concluir se ría de mi simpleza de creer que un hombre de su temple pueda ablandarse o conmoverse con mis palabras, y entonces me matará, o me dejará, o me hará lo que más le cuadre. En este caso, la representación nacional sabrá lo que a su vez debe hacer. Por último, puede darse el caso, que sería de todos el mejor, de que don Victoriano Huerta tenga un momento de lucidez, que comprenda la situación tal como se presenta y que firme su renuncia; entonces, al recibirla de él, le diré “Señor gene­ ral don Victoriano Huerta, bienaventurado el pecador que se arrepiente. Este acto rehabilitará a usted a todas sus faltas. En nombre de la patria, en nombre de la humanidad, en nombre de Dios omnipotente, el pueblo mexicano olvida los errores de usted, y jura que de hoy en adelante os considerará como el hermano que vuelve arrepentido al seno del hogar y al que todos los mexicanos debemos devolver nuestro cariño y con­ sideraciones”. Con este hecho, señores senadores, también el pueblo mexicano en su magnanimidad quedará rehabilitado


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ante el mundo, ante la historia y ante Dios, de todas sus locu­ ras, y la paz, el orden y la prosperidad volverán a reinar en la patria mexicana. Espero, señores senadores, que no me diréis que dejaréis de ocuparos hoy mismo de ese asunto por no ser del que se está tratando. Si tal cosa dijereis, yo os respondería, señores senadores: “en estos últimos momentos, la salvación de la patria debe ser nuestra idea fija, nuestra constante pre­ ocupación, y cuando algún medio parezca aceptable, no debe perderse la ocasión, hay que ponerla en práctica inmedia­ tamente”. Os ruego, señores senadores, que os declaréis en sesión permanente y que no os separéis de este recinto antes de poner en mis manos el pliego que debo entregar personal­ mente a don Victoriano Huerta. No dudo, señores senadores, que sabréis proceder con toda la habilidad y prontitud que el caso requiere, para no exponernos a que más tarde se diga de vosotros que lloráis como mujeres la pérdida de vuestra hon­ ra y de vuestra nacionalidad, que no supisteis defender como hombres. Os he dicho, señores senadores, que además de una copia de este discurso, debo llevar a Huerta una copia del discurso que presenté al señor presidente del Senado el 23 del presente, y para que conozcáis todos vosotros este último voy a tener el honor de darle lectura [Lee el discurso indicado.] Al final de este discurso, señores senadores, existe una nota que dice: “Urge que el pueblo mexicano conozca este discur­ so para que apoye a la representación nacional, y no pudiendo disponer de ninguna imprenta, recomiendo a todo el que lo lea, saque cuatro o cinco copias más, insertando también esta nota, y las distribuya a sus amigos y conocidos de la capital y


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de los estados. Ojalá hubiera un impresor honrado y sin miedo que imprimiera este discurso”. Aquí termina la nota, señores senadores, y me es muy grato manifestar a ustedes que ya hubo quien imprimiera este dis­ curso. He aquí algunos ejemplares. ¿Queréis saber quién los imprimió? Voy a decíroslo para honra y gloria de la mujer mexicana; ¡los imprimió una señorita! Doctor Belisario Domínguez Senador por el estado de Chiapas



Martín Luis Guzmán LA QUERELLA DE MÉXICO



La querella de México

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stas breves notas forman parte de una obra donde se estudian, a la luz de la historia, las cuestiones palpitantes de México y las principales figuras de la última revolución. Dos motivos me obligan a no dar a la estampa la mayor parte de la obra mencionada: primeramente, el haber yo participado en la Revolución misma, en segundo lugar, mi deseo de suspen­ der por ahora todo juicio sobre personas, salvo en los casos indispensables. Como trato de exponer un mal, hago momentáneamente abstracción de las cualidades del pueblo mexicano y sólo me ocupo en notar algunos de sus defectos. ¿De qué serviría el ar­ did retórico de ir escribiendo un elogio –por merecido y justo que sea– al lado de cada censura? El respeto a la seriedad del asunto, el respeto a la categoría de lectores a que he destinado esta publicación, me aconsejan huir de abuso semejante. La tarea, así reducida al papel de censura, no podía menos de ser penosa y, en todos los sentidos de la palabra, impopular.­


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Por eso he dado a estas notas una publicación limitada, pro­ curando que sólo lleguen a quienes sean capaces de leerlas sin ira y con provecho. M.L.G. Diciembre de 1915

EL INSIGNE Justo Sierra, espíritu generoso y maestro no tan soñador como lo quiere su fama, nos insinuaba a menudo que si era muy importante el problema económico de México, no lo era menos nuestro problema educativo. Este juicio, poco original, pero interesante en los días en que la opinión unánime se aferraba a las teorías materialistas, todavía nos parece tímido; en parte, porque nuestra necesidad educativa no sólo es comparable con nuestra necesidad econó­ mica, sino que en mucho la supera; y, en parte, por lo equivo­ cado de nuestro concepto de la educación nacional. En todo caso, si nos es permitido referir los acontecimientos de la vida de un pueblo a lo que obra en ellos como elemento preponderante, no cabe duda de que el problema que México no acierta a resolver es un problema de naturaleza principal­ mente espiritual. Nuestro desorden económico, grande como es, no influye sino en segundo término, y persistirá en tanto que nuestro ambiente espiritual no cambie. Perdemos el tiempo cuando, de buena o mala fe, vamos en busca de los orígenes de nuestros males hasta la desaparición de los viejos repartimien­ tos de la tierra y otras causas análogas. Estas, de grande impor­ tancia en sí mismas, por ningún concepto han de considerarse


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supremas. Las fuentes del mal están en otra parte: están en los espíritus, de antaño débiles e inmorales, de la clase directora; en el espíritu del criollo, en el espíritu del mestizo, para quienes ha de pensarse en la obra educativa. Sin embargo, la opinión materialista reina aún y, entendida de otro modo, ha venido a constituir, sincera o falsamente, la razón formal de nuestros movimientos armados a contar de 1910. En las páginas que siguen he tratado de desentrañar algu­ nas enseñanzas de nuestras convulsiones de un siglo; he queri­ do poner de manifiesto el dato interno que apunta por entre la maleza de conceptos fragmentarios que han informado nues­ tra vida política doctrinal; padecemos penuria del espíritu. No soy escéptico respecto de mi patria, ni menos se me ha de tener por poco amante de ella. Pero, a decir verdad, no puedo admitir ninguna esperanza que se funde en el descono­ cimiento de nuestros defectos. Nuestras contiendas políticas interminables; nuestro fraca­ so en todas las formas de gobierno; nuestra incapacidad para construir, aprovechando la paz porfiriana, un punto de apoyo real y duradero que mantuviese en alto la vida nacional, todo anuncia, sin ningún género de duda, un mal persistente y te­ rrible, que no ha hallado, ni puede hallar, remedio en nuestras constituciones –las hemos ensayado todas– ni depende tampoco exclusivamente de nuestros gobernantes, pues –¡quién lo creye­ ra!– muchos hemos tenido honrados. Vano sería, por otra parte, buscar la salvación en alguna de las facciones que se disputan ahora, en nuestro territorio o al abrigo de la liberalidad yanqui, el dominio de México; ninguna trae en su seno, a despecho de


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lo que afirmen sus planes y sus hombres, un nuevo método, un nuevo procedimiento, una nueva idea, un sentir nuevo que alienten la esperanza de un resurgimiento. La vida interna de todos estos partidos no es mejor ni peor que la proverbial de nuestras tiranías oligárquicas; como en éstas, vive en ellos la mis­ ma ambicioncilla ruin, la misma injusticia metódica, la misma brutalidad, la misma ceguera, el mismo afán de lucro; en una palabra: la misma ausencia del sentimiento y la idea de la patria. Finalmente, por fuera de propósito que llegue a parecer lo que en estas páginas se dice, algo hay en ellas que quedará en pie, aun en el peor de los casos: la afirmación del deber im­ perioso, insoslayable ya, de hacer una revisión sincera de los valores sociales mexicanos, revisión orientada a iluminar el camino que está por seguirse –la entrada de ese camino que no podemos encontrar–, y no a pulir más nuestra fábula histórica. EL BARRO Y EL ORO

PROPENDEMOS los mexicanos, por razones educativas, a ver siempre las cuestiones que atañen a nuestro país –tan pecu­ liar en su origen, en sus elementos formativos y en su historia– paralelamente a las que ha suscitado la vida de otros pueblos a los cuales nos parecemos muy poco. No sospechamos que debe existir una sustancia propia en el fondo de cualquier idea nacional para que sea fecunda, y que sólo como luces o rectificaciones accidentales pueden añadírsele las influencias extrañas. Bien a causa de nuestra pereza mental; bien por estar acostumbrados al brillo e interés de los aspectos últimos


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del pensamiento europeo, no buscamos tener vida intelec­ tual auténtica ni en lo que arranca del corazón mismo de los problemas sociales mexicanos. Estamos condenados a cierta condición perdurable de dilettanti. En el mejor de los casos no pasamos de ser solícitos espectadores de cuanto sucede más allá de nuestras fronteras, más allá de los mares. Casi no tene­ mos arte vernáculo;* carecemos de filosofía y ciencia propias; nuestra religión nunca ha provocado entre nosotros conflictos de carácter meramente espiritual. No niego –eso no– que de vez en cuando nos vanagloriemos de no sé qué investigacio­ nes y descubrimientos mexicanos; tampoco falta en nuestras escuelas la figura de tal o cual varón sapientísimo cuya ciencia ponderan todos, todos ensalzan, si bien a nadie es dado com­ probarla por sí mismo, pues esos nuestros sabios poco hablan y jamás escriben; ni es raro en nuestro país el ánimo esforzado de alguno que, de buenas a primeras, se sienta a escribir un libro para enmendar la plana al sabio extranjero del día: en México se desconoce la enorme labor, nunca interrumpida, que se requiere en el mundo de la ciencia para pretender la borla. Vivimos aún en la dorada etapa del genio, del hombre maravilloso que, en un rato perdido, se torna grave y explica el mundo. Además, confundimos las ideas, confundimos los va­ lores: creemos que lo mismo es un abogado que un humanista, un cirujano que un biólogo, un boticario que un químico. Ha­ bituados a hojear un libro hoy y otro mañana, suponemos que así se encuentra la directriz de la vida de un pueblo. ¿Hay nada * Me refiero al arte criollo, no al indígena.


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más común y al mismo tiempo más horrible que esa facilidad con que cualquiera se improvisa catedrático en nuestras escue­ las? Y ya no hablo de aquellas ocasiones en que, llevado de un entusiasmo generoso, o ante una laguna inesperada, alguien se pone a enseñar materias extrañas a su especialidad; aludo a la improvisación sistemática, a la creencia de que lo más enma­ rañado puede aprenderse en un día y enseñarse en el siguiente. Para los mexicanos, el discernimiento es un juego –juego que poco practican–; y como gente que piensa poco, ignoran que nada hay más difícil que manejar ideas. Somos dilettanti. Pero es lo peor que, con todo este arsenal de superficialidad y pedantería, nos transportamos al terreno de nuestros pro­ blemas sociales. Nos resistimos a pensar en estos problemas directamente. Casi nada sabemos de la historia de México– porque, como no está escrita, para medio entenderla hay que fatigarse entre muchos papeles–; pero algún manual hemos leído de la historia de Francia, de la historia de Inglaterra o de la historia de los Estados Unidos, y eso nos basta. No sa­ bemos de motín que no sea explicable por el mecanismo de la Revolución francesa, ni entendemos de Constitución que no se parezca a la Constitución yanqui. Para qué afanarse, si ya todo está resuelto, ¡y tan vigorosamente!... Nuestra realidad patria es triste, es fea, es miserable. ¿A qué estudiarla? Ade­ más, estamos tan mal educados que nuestros sentidos mismos no nos sirven: no sabemos ver ni somos capaces de palpar. Nos consta que en nuestro derredor existe un desconcierto, una anormalidad esencial, una imposibilidad de seguir viviendo así; pero estamos vendados enfrente de los hechos, revol­


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viéndonos sin saber dónde dar y pensando no en quitarnos la venda para ver, sino en repasar lo que hemos oído, lo que se nos ha dicho, para descubrir así la verdad. De esta suerte se perpetúan nuestros males. Fuera de los reformadores –a quienes no ha de confundirse con los constituyentes–, nadie ha querido pensar en México en la realidad mexicana. Deslum­ brados por la mucha claridad que ven nuestros ojos en tierras ajenas, aún vamos a tientas entre las tinieblas que pesan sobre el campo nuestro, incapaces de escudriñarlo y encontrar sus caminos propios. ¿Comprenderemos algún día que, por baja que nos parezca su calidad, el material patrio es el que debe­ mos trabajar, poniendo en él nuestras manos y aplicándole las reglas que le cuadren? ¿Creeremos alguna vez que lo demás es efímero? ¿Que se hace obra más firme y duradera labrando el barro como barro, que labrándolo como oro? LA INCONSCIENCIA MORAL DEL INDÍGENA

BUENA parte de las consideraciones que hasta aquí se han hecho acerca del estado actual de postración servil en que ya­ cen los pobladores indígenas de México se funda en una base falsa o, por lo menos, exagerada: el supuesto gran desarrollo material, intelectual y, sobre todo, moral alcanzado por los indios hasta la llegada de Cortés. A esta exageración –enga­ ñosa cuando se aprecia el valor de la masa indígena como uno de los elementos constitutivos de la sociedad mexicana– han contribuido diversas causas: la natural tendencia ponderativa de los primeros españoles venidos a América; el noble afán


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de los frailes de la primera época por hacer la figura del indio más digna de conmiseración; la tendencia de los cronistas e historiadores mexicanos a acrecentar el pasado glorioso de una de las dos ramas de su estirpe. Pero, a no dudarlo, las cosas deben de haber sido de otra suerte y más en armonía con el aspecto que les conocemos en los siglos coloniales y el que ofrecen aún, al cabo de cien años de vida independiente. Mucho tiempo antes que la estrella de los conquistadores brillara sobre las tierras que habrían de ser más tarde la Nue­ va España, las civilizaciones aborígenes de México habían fracasado ya por una circunstancia de orden espiritual. La superstición y el temor religiosos, móviles supremos que todo lo habían encauzado hasta allí, quedaron inánimes a espaldas del progreso material de que fueron origen; presa de su ardor, habían lanzado, con el último magno esfuerzo, las fuentes mis­ mas de su energía, construyendo un mundo superior al verbo de que ese mundo emanaba, y destinado así a perecer desde la misma hora de su nacimiento. ¿Cómo explicarse de otro modo aquella civilización indí­ gena, tan incoherente y extraña si hemos de tener por cierta la esencia de nuestros relatos históricos? Sólo un impulso in­ consciente, aunque poderosísimo, pudo producir la avanzada organización azteca en una sociedad inhumana y antropofá­ gica, cuya religión, amasada de supersticiones y terrores, no conoció los más débiles destellos de la moral. Verdad es que fácilmente se cae en el error de transportar a cada uno de los aspectos de la vida indígena el grado de


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perfección de lo que fue en ella excelente; y así se ha llegado hasta suponerles un código de moral. Mas todo esto es vano. El culto efímero de Quetzalcóatl, divinidad humanitaria y dulce, y su destierro definitivo, señalan la culminación y des­ censo del alma indígena, el esfuerzo máximo que ella no pudo realizar y del cual volvió más débil que nunca y, por lo tanto, más inhumana y más cruel. Fue en medio de este largo periodo de crisis cuando llegó el conquistador, quien, con su ansia brutal y estruendosa, descon­ certó y dejó informe un alma que aún no se hacía. Después, ¿qué decir del imperio colonial, régimen de explotación desatada en un país cuya riqueza principal eran los indígenas, régimen sos­ tenido por un sistema tutelar de los espíritus adecuado a aquella explotación? Unos cuantos frailes bondadosos y venerables, los que llegaron con las primeras naves a la Nueva España, cogieron al indígena, lo bautizaron apresuradamente y lo abandonaron después, idólatra aún, en los umbrales del cristianismo. Otros vi­ nieron más tarde, pero ya no a cristianizar ni a predicar como los primeros, sino a explotar y dominar como los conquistadores, a trocar en oro la carne y el alma indígenas. De manos del cacique cruel pasó el indio a las del español sin piedad y a las del fraile sin virtud; ya no perecía por millares elevando pirámides y tem­ plos sangrientos, pero moría construyendo catedrales y palacios; ya no se le inmolaba en los altares del dios airado, cuyo furor se apagaba sólo con sangre: se le sacrificaba en las minas y en los campos del encomendero, cuya sed de oro no se saciaba nunca. Desde entonces –desde la conquista o desde los tiempos precortesianos, para el caso es lo mismo– el indio está allí,


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postrado y sumiso, indiferente al bien y al mal, sin conciencia, con el alma convertida en botón rudimentario, incapaz hasta de una esperanza. Es verdad que más tarde vino la independen­ cia y con ella un ligero descoyuntamiento del régimen colonial; verdad también que andando el tiempo se hizo la reforma; mas ¿qué han sido para el indio la una ni la otra? ¿Para qué le han servido sino para volverlo a un hábito ya olvidado, al hábito de matar? Si hemos de creer lo que está a la vista, el indio no ha andado un paso en muchos siglos; como lo en­ contró el conquistador así ha quedado; lo mismo le alumbró el sol de los siglos coloniales, que el sol de la independencia y la reforma, y lo mismo lo alumbra el sol de este día. ¡Mucho es que el desventurado no luzca ya la marca infamante con que le quemaba el carrillo la codicia brutal del conquistador! La población indígena de México es moralmente incons­ ciente; es débil hasta para discernir las formas más simples del bienestar propio; tanto ignora el bien como el mal, así lo malo como lo bueno. Cuando, por acaso, cae en sus manos algún instrumento capaz de modificarle provechosamente la vida, ella lo desvirtúa y lo rebaja a su acostumbrada calidad, al de la forma ínfima de vida que heredó. Es innegable que tuvo el sentimiento generoso de su divinidad propia (que después ver­ tió literal del catolicismo), de la divinidad de su tribu, en torno del cual batallaba, pero ¿habrá sentido el amor de su aldea que ancestral le mandaba, para el caso de ser vencida, acatar y adorar las divinidades del vencedor, ¿no ha de colegirse de allí, y de acuerdo también con su antigua historia vagabunda, que más era un pueblo de religión que no de patria? Tal como


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hoy la conocemos, la irradiación de su alma no traspasa la linde familiar; ahí acaban sus sentimientos sociales, ahí y en el odio o afecto servil que accidentalmente la une con el amo que la explota. Ahora bien, si tal es la materia, ¿cuál será la obra con que eso se haga? Naciones sin un ideal, sin un anhelo, sin una as­ piración, y en cuyo pecho no vive ni el sentimiento fiero de su raza; naciones agobiadas por no sé qué irritante y mortal do­ cilidad, nunca desmentida, antes experimentada centuria tras centuria, ¿serán capaces, por sí mismas, de imprimir al grupo social de que forman parte otro impulso que el que, negativa­ mente, nazca de su inercia? La masa indígena es para Méxi­ co un lastre o un estorbo; pero sólo hipócritamente puede ­acusársela de ser elemento dinámico determinante. En la vida pacífica y normal, lo mismo que en la anormal y turbulenta, el indio no puede tener sino una función única, la del perro fiel que sigue ciegamente los designios de su amo. Si el criollo quiere vivir en paz, y explotar la tierra, y explotar al indio, éste se apaciguará también, y labrará la tierra para su señor, y se dejará explotar por él mansamente. Si el criollo resuelve hacer la guerra, el indio irá con él y a su lado matará y asolará. El indio nada exige ni nada provoca; en la totalidad de la vida social mexicana no tiene más influencia que la de un accidente geográfico; hay que considerarlo como integrado en el medio físico. El día en que las clases criolla y mestiza, socialmente determinadoras, resuelvan arrancarlo de allí, él se desprenderá fácilmente y se dejará llevar hasta donde empiecen a servirle sus propias alas. Pero entre tanto, allí queda.


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La inmoralidad del criollo El mal de origen

Tan ajena es la política mexicana a sus propias realidades (nues­ tras instituciones son importadas; nuestra especulación política –vaga y abstracta– se informa en las teorías extranjeras de moda, etcétera), y tan sistemática la inmoralidad de sus procedimientos, que no puede menos que pensarse en la existencia de un mal congénito en la nación mexicana. Así es, efectivamente. En el amanecer de nuestra vida autónoma –en los móviles de la guerra de independencia– aparece un verdadero defecto de conforma­ ción nacional (inevitable por desgracia): los mexicanos tuvimos que educar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso, es decir, antes de merecerla. He ahí la fuente inagotable del desconcierto. Si nuestro pri­ mer paso hubiera sido una adivinación, o un avaloramiento frío y concienzudo, o un cálculo egoísta, pero claramente definido, la vida nacional mexicana gozaría de las excelencias de lo primero, de la marcha segura y moderada de lo segundo o de la firme estrechez de lo tercero; mas como, al revés, nuestro primer acto participó de lo ciego, de lo irreflexivo y de lo vago, por lo uno y lo otro habremos de padecer largamente. Este es mal de origen en nuestra carne primera, el punto de partida de nuestra indi­ vidualidad como pueblo y como nación; él ha trazado nuestra vida y nuestro carácter, él nos explica. Nacimos prematuramen­ te, y de ello es consecuencia la pobreza espiritual que debilita nuestros mejores esfuerzos, siempre titubeantes y desorientados.


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Dos son los momentos de nuestra historia en los que, con mejor fruto, podemos asomarnos al alma política mexicana –al alma de aquella clase, integrada con cierta unidad, que di­ rige los acontecimientos sociales de México–: la independencia y la paz porfiriana. Entre estas dos etapas, la reforma crece, da frutos casi malogrados, se desvirtúa y se pierde al fin en la paz. La Independencia

Obra fue, en su origen, de una vieja querella, de una vaga exaltación literaria y de una oportunidad. Hasta México refluyó, tardía ya y casi extinta, la onda de la revolución espiritual que había conmovido a Europa y Nor­ teamérica en la segunda mitad del siglo XVIII. Su influencia no fue entre nosotros de aquellas que simplemente aceleran los efectos de un anhelo largo tiempo alimentado y contenido, sino de las que producen un estado de exaltación artificial sobre bases engañosas. El grupo de la sociedad mexicana que se creyó entusiasmado por la idea de libertad pertenecía a la clase opresora y no a la clase oprimida de la Nueva España; no era el material más a propósito para inflamarse al contacto de las nuevas ideas francesas. Pero éstas, y el ejemplo de los Estados Unidos, llegaron en sazón para prestar un motivo de noble desahogo al viejo –y quizás justo– rencor de los criollos por los españoles, y encauzarlo confusamente hacia una posi­ bilidad atrevida y lisonjera: la independencia. Añádase a lo anterior la oportunidad incitante de la inva­ sión napoleónica en España, y todo quedará explicado.


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Nuestra guerra de independencia no fue un movimiento nacional. No lo fue ni por los hombres que intervinieron en la lucha, ni por el espíritu de ella, ni por sus resultados. Nada hay más turbio que la intriga jurídica de 1808, encabezada por el virrey Iturrigaray, falso para los unos y los otros; el noble arranque de Hidalgo es típico de lo improvisado y azaroso; la visión revolucionaria y el genio militar no se conjugan en Morelos con recursos políticos adecuados a los resortes so­ ciales de aquella hora; Iturbide es el símbolo mexicano de la componenda política fraudulenta y de la inmoralidad militar. La Reforma

Muy trabajosamente había llegado por fin a encarnar en la re­ forma lo que al principio fue vaga idea de que la independencia sólo tenía sentido como un rompimiento interno del régimen colonial. Medio siglo había necesitado el alma criolla para ver la luz. La revolución de Ayutla traía, con los eternos embelecos constitucionales, la verdad circunscrita y adulta de la acción reformadora. Sobre la maleza teorizante de siempre dominaba la humilde confesión de una decadencia de los espíritus en las clases directoras, y la necesidad de regenerarlos. Se llegó hasta fundar una gran escuela para forjar las nuevas almas. La paz porfiriana

No hubo tiempo. Sobrevino el régimen de Díaz, el régimen de la paz como fin y de las petulancias sociológicas, el cual,


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vuelto contra la corriente natural de nuestra historia, soltó de las manos la obra espiritual comenzada apenas, la única ver­ dadera. Los directores de la vida social mexicana, a partir del 70, ignoraron el sentido histórico de su época y mataron en su cuna la obra fundamental que iba a hacerse. Después de la reforma y la lucha contra la intervención francesa, que dio a aquélla un valor nacional, la única labor política honrada era la obra reformadora, el esfuerzo por dar libertad a los espíritus y moralizar a las clases gobernantes, criolla y mestiza. El régi­ men de la paz hizo criminalmente todo lo contrario. Instituyó la mentira y la venalidad como sistema, el medro particular como fin, la injusticia y el crimen como arma; se miró en El Imparcial periódico inmoral e infame; engendró todos los Íñi­ gos Noriegas de nuestros campos, los lord Cowdrays de nues­ tras industrias, los Rosalinos Martínez de nuestro ejército. Ante esta acusación, en quien menos ha de pensarse es en Por­ firio Díaz. ¿Qué vale el error o la incapacidad de un solo hombre comparados con la incapacidad y el error de la nación entera que los glorificaba? No. Piénsese en el amplio grupo que vivía a la sombra del caudillo y que creyó entender las necesidades de la patria, o lo fingió al menos, de modo propicio al enriquecimien­ to personal. Piénsese en toda la clase dirigente de entonces, en los jóvenes de 20 años del 70, en los intelectuales maduros de 1890, en los venerables sesentones que recalentaron sus carnes al sol del centenario. Todos éstos, herederos directos de la obra informe, pero generosa, de los reformadores –las excepciones, algunas de ellas preclaras, no cambian el cuadro–, ¿qué hicieron por su patria? ¿Dónde está el acto o la palabra que los vincula


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con sus antepasados? ¿Qué esfuerzo hicieron ellos para acabar con la abyección política nacional, con la ruindad política y la mentira política nacionales, con la injusticia nacional, con la profunda, profundísima inmoralidad política mexicana? Tiempo y ocasiones les faltaron para sonreír al dictador y sumirlo más en su creencia miope de que salvaba a la patria; tiempo les faltó para cortejar a los hombres de la camarilla presidencial, o a sus amigos, o a sus criados, a caza de concesiones, favores y em­ pleos. ¿Habrá nada más definitivo, para un valoramiento de la inmoralidad política de mestizos y criollos, que el espectáculo de aquellos cientos y cientos de ciudadanos que durante siete lustros no faltaron nunca al dictador para colmar los asientos de las cá­ maras y las legislaturas? ¡Legiones de ciudadanos conscientes y distinguidos, la flor de la intelectualidad mexicana, prestándose a la más estéril de las pantomimas políticas que han existido! Entre estas glorias mexicanas –que no tienen siquiera la disculpa de la cobardía, pues, lejos de ser obligados, faltaban puestos para los solicitantes–, entre estas glorias figuraban nuestros maestros... Nuestras agitaciones armadas, con ser tan elocuentes, nada nos dicen de nuestra dolorosa verdad junto a las enseñanzas crueles de la paz de 35 años.

El concepto de la educación EL MÁS avanzado parecer acerca del problema de la educación en México –y también el más común y altruista– es aquel que en­ carece el principio de la educación popular. Se le conoció por vez


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primera, en forma de propósito claro y bien circunscrito, cuando don Jorge Vera Estañol, ministro de Instrucción Pública en el pos­ trer gabinete de Díaz, redactó su proyecto de Escuelas Rudimen­ tarias. Sustancialmente el propósito era éste: enseñar el castellano, el alfabeto y las reglas fundamentales de la aritmética a la clase indígena irredenta, con especialidad a aquella parte que vive lejos de los centros civilizados, en las montañas y en el campo. Así lle­ gaba a hacerse carne de las instituciones públicas un pensamiento casi nacional, cuyos resultados habrían de traernos –todos lo es­ peraban– la panacea mexicana. En torno de tal proyecto se habló mucho de la misión regeneradora del libro y del periódico –¡bien­ aventurados los que leyeron El Imparcial!–; de la génesis y los efectos de la opinión pública; de las aspiraciones que despierta en un ser decaído y miserable el vislumbrar un posible mejoramiento, y de otras cosas en el mismo tono. Lo cierto es que el proyecto alu­ dido nació al calor de los primeros movimientos revolucionarios del norte –al mismo tiempo que las cámaras votaban la ley de no reelección– y con visible destino a hacer ruidoso contrapeso a la Escuela de Altos Estudios, creada meses antes por Justo Sierra en medio de una protesta tan general como disimulada. ¿Quién no pronunció entonces en México las palabras sagradas: “No son al­ tos, sino bajos, los estudios que necesitamos”? ¡La pobre escuela! Nunca país ninguno ha gastado más a regañadientes unos cuantos pesos que el nuestro, lo que la Escuela de Altos Estudios invirtió en sus primitivos y descabellados planes.1

(1) Posteriormente, la Escuela de Altos Estudios se hizo más humilde y llegó a en­ trever el camino de los resultados útiles.


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Al triunfo de la revolución de Madero, don Alberto J. Pani, subsecretario de Instrucción Pública y representante, a la vez, de los intereses revolucionarios y de los fueros de la razón, analizó, para llevarlo a cabo, el proyecto de las Escuelas Ru­ dimentarias, y lo halló equivocado e irrealizable: se habían calculado 200 000 pesos2, para una obra que requería ¡más de 50 millones anuales!3. El señor Pani renunció a su puesto; el plan de las escuelas siguió su curso y los 200 000 pesos se gastaron en inspector por aquí, inspector por allá. Por supues­ to que no había nada que inspeccionar. Pero dejemos aparte los errores del proyecto en cuestión y las posibilidades de reducirlo a proporciones modestas y practica­ bles, según propuso, con acierto, el propio señor Pani. Lo inte­ resante para nosotros está en ir a las fuentes mismas del pensa­ miento que le dio vida. El programa de la instrucción rudimen­ taria fue un verdadero arranque de impaciencia, inspirado en el teorema criollo de ser la ignorancia pavorosa de los indígenas el obstáculo principal para la felicidad de México. En el fondo de ese programa, celebrado a gritos por todos los detractores de la Escuela de Altos Estudios –la cual fue instituida para “crear la ciencia mexicana” y hacer congruente y viva la instrucción de las clases altas–, había esta aseveración tácita: “los criollos dirigentes tienen ya toda la educación que han menester; tiempo es de pensar en los dirigidos, en los analfabetos”. Pretendíase, en una palabra, acercar un poco a los miserables indígenas nuestra

(2) Me veo en la necesidad de hacer estas citas de memoria. (3) Véase Alberto J. Pani, La instrucción rudimentaria, México, 1912.


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condición criolla de hombres libres y conscientes, tanto para mejorarlos de suerte, como para abrir las puertas a la felicidad general, al orden, a la vida. El ideal se habría colmado en el pun­ to en que los indios se convirtieran en seres iguales a nosotros, clase que sabe gobernar y gobernarse, dirigir y dirigirse. El régimen de Díaz, por lo demás, era nido inmejorable para empollar semejantes ideas. El criollo del apogeo porfi­ riano vivía en florecientes ciudades pavimentadas con asfalto; oía silbar las locomotoras; veía pagarse los vencimientos de la deuda pública con regularidad; sabía que “los presupues­ tos estaban nivelados” y leía diariamente en El Imparcial el elogio de los hombres del gobierno y los himnos al desarrollo pasmoso del país. ¿Tenía por qué no estar satisfecho? Vagos indicios le llegaban, a veces, de no sé qué rapiñas y crímenes en las altas esferas –que si despojos de tierras, que si conce­ siones ruinosas, que si peculados–; cuando se le venía encima la maldición de tener que invocar a la justicia sabía que todo era de esperarse de ella menos justicia; a las veces, alguien le hablaba de atentados inicuos, de abyección en las Cámaras, de servilismo en los funcionarios. Pero ¿entendía él bastante de eso? Por algo se estaba en paz; por algo podía él también hacer, de cuando en cuando, lo mismo que los otros, y allá se iban. Es verdad que de la vida social mexicana se habían desterrado las actividades públicas; pero ¿no era ésa la base? Poca política y mucha administración, decía la máxima. El caso es que todo concurría a producir el engaño en un ambiente tan bien dispuesto a recibirlo. La más alta virtud del régimen de Díaz fue el convencernos de que el problema se


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había resuelto: las almas, libres de inquietudes, de los hombres de entonces lo atestiguan así. En nuestra cura creyó todo el orbe –los millones de lord Cowdray, a la voz de Limantour, se encargaron de la propaganda– y en ella creíamos nosotros, fieles lectores de El imparcial y espectadores candorosos de todas aquellas ceremonias públicas que lucían en el sitio de honor un enorme escudo con esta leyenda solitaria: Pax. Había, pues, motivos para dedicarse al indio y desbrozar el sendero de las prácticas democráticas. La suficiencia criolla se veía reflejada en los ricos escaparates de la avenida de San Francisco, y ello era bastante para sentirse libre, consciente, capaz de todo, hasta de liberar a los otros elevándolos a la propia condición. ¿Error acaso? Los políticos anteriores a la Reforma vieron claramente que las raíces del problema mexicano arrancaban, en derechura, de nosotros, de los criollos, incapaces de con­ certarnos para vivir; y lo atribuían todo a irreductibles predi­ lecciones por ciertas formas de gobierno –a la monarquía, a la república, al centralismo, al federalismo–. Los reformadores reconocieron la misma fuente del mal y tuvieron la clarividencia de atribuirlo, en parte al menos, no a tendencias hacia divergentes o antagónicas formas de organi­ zación constitucional, sino a una condición de decaimiento del espíritu criollo, desmoralizado y embrutecido por la Iglesia ca­ tólica. Mas el régimen de Díaz trajo una novedad brusca y des­ concertante: quitó el fardo del problema de sobre las espaldas criollas y lo hizo descansar sobre causas de orden económico; trasladó lo espiritual a lo material. No se trataba ya de formas


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de gobierno ni de incapacidades de los espíritus: se trataba de ferrocarriles, de puertos, de industrias, de bancos –de esto y sólo de esto–. Lo que en la mente de los reformadores había sido parte de un programa, en el régimen de Díaz lo fue todo. La gran escuela hija de la reforma, la escuela preparatoria, con sus cátedras de sociología y economía política, comenzaba a dar sus frutos, sólo que en un sentido inesperado. Se hizo frase popular aquello de que “en la base de todos los fenómenos sociales están los de orden económico”. Limantour había sido alumno funda­ dor de la madre preparatoria, y ¿quién no creyó en Limantour? De aquí que, tranquilos ya sobre nosotros mismos, olvidada en su cuna la única idea verdaderamente fecunda de la reforma y de la historia de México, y ante el espectáculo creciente de bancos y ferrocarriles, cuando se vino a pensar en los peligros de una vuelta a las andadas, se cayó, necesariamente, en el “peligro del analfabetismo indígena”. Y el error fue absoluto. Ningún derecho tenían los criollos para creerse en una etapa de vida más avanzada que la entrevista por los refor­ madores. La paz porfiriana, hecha no ante los verdaderos problemas, sino al lado de ellos, esquivándolos y contrarián­ dolos, no podía significar nada, no tenía ningún valor: era una paz sin política o, por mejor decir, con la política reducida a las combinaciones que Díaz ideaba para mantener la amistad de sus amigos o la impotencia y la tolerancia de sus enemi­ gos. Díaz logró sustituir con la obediencia la política. Y no de otro modo se obtiene esa relativa paz interna de nuestras facciones revolucionarias; en ellas no hay política tampoco, sino pura y simple obediencia. Cuando en un bello y memo­


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rable discurso, pronunciado hace dos años en el pueblecillo de Magdalena, del estado de Sonora, Juan Sánchez Azcona encareció a Carranza la necesidad de que todos participára­ mos en la elaboración de los propósitos revolucionarios, es decir, cuando Sánchez Azcona rompió la obediencia y abordó la política, Carranza hizo, ni más ni menos, lo que hubiera hecho el propio Díaz: envió a Sánchez Azcona comisionado a Europa. Cuando Carranza, alarmado de las muchas batallas que Villa ganaba, quiso reducirle el vuelo dando a otro la ocasión de triunfar en Zacatecas, como Villa se saliera de la obediencia e hiciera política arguyendo sus razones, Carranza desechó la política, exigió la obediencia y prefirió habérselas con un enemigo antes que consentir en el cambio de sistema. Porfirio Díaz, que era ducho en tales asuntos, elevó a la cate­ goría de axioma su famosa máxima de poca política y mucha administración. Al triunfar, no se hizo ilusiones; a despecho de su título de presidente, siguió sintiéndose, sobre todo y ante todo, jefe de su facción, de su facción que se ensanchaba hasta abarcar el área total de la República, pero que no por eso dejaba de serlo. De aquí el orden, de aquí la paz. Durante 35 años vivimos bajo un gobierno de facción. Pero esto, que nos parece hoy tan claro, no pudieron verlo los contemporáneos. Ellos se rindieron al espejismo y se ale­ targaron ante la apariencia de su regeneración definitiva. Sin empacho de hacer la misma vida de siempre, se olvidaron de sí mismos: olvidaron su incapacidad, olvidaron su ignorancia, olvidaron su mentira y atribuyeron los malos efectos de estos vicios a la existencia del indígena analfabeto, ¡a la existencia


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de un ser que casi no existe! Olvidaron que aún estaban en pie –y entonces más que nunca, por los efectos doblemente corruptores del régimen porfirista– el viejo problema de la educación y la regeneración del criollo, infinitamente más ne­ cesarias que la educación y la regeneración de los indios.

La intervención y la guerra CUANDO Carranza, jefe de la facción revolucionaria, pide al gobierno de los Estados Unidos lo reconozca como presidente de la República, no hace sino acatar una vieja verdad de nuestra política interior: en México ningún partido político tiene por sí mismo vigor suficiente para dominar; su seguridad y su fuerza exigen el concurso de un poder extraño. El antiguo partido con­ servador reconoció y exageró el valor de este principio cuando trajo la intervención de Napoléon III; el partido liberal ha conta­ do siempre con la ayuda de los Estados Unidos. El caso reciente de Huerta, henchido de poder, holgado en lo económico, y además libre de reparos en cuanto a los medios, es concluyente. Una palabra de Woodrow Wilson, un no del presidente de otro país, bastó a decidir los destinos de Huerta y los destinos de México. Para imponerse, sólo faltó a aquél el reconocimiento yanqui; Villa y Carranza no anhelan hoy otro auxilio. Pero hasta qué punto es ya metal acuñado esta sumisión de las fortunas y adversidades de México a los intereses o a la moralidad del pueblo vecino, puede apreciarse –mejor que en nuestro país, donde la verdad se oculta o se tuerce siempre–


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en lo que acontece en los propios Estados Unidos. Veámoslo. Bajo el epígrafe “Iturbide es capaz”, el New York Times co­ rrespondiente al 6 de junio de este año de 1915 publica las líneas que siguen: Eduardo Iturbide ha estado varios días en Washington, acom­ pañado de amigos personales y consejeros políticos Con gran libertad, y visiblemente con franqueza, habló esta mañana, en muy buen inglés, respecto de los asuntos políticos de México y de sus propias aspiraciones públicas. Dice el señor Iturbide que ha estado conferenciando, aquí y en Nueva York, con toda clase de particulares y hombres públicos interesados en que se restaure el gobierno constitucional de México: entre ellos con el secretario Bryan y otros funcionarios del Departamento de Estado. Dice que no tiene conocimiento oficial de que el presidente Wilson lo haya favorecido desig­ nándolo como el hombre del momento para México, pero que, extraoficialmente, diversas personas se lo han asegurado así.

El valor de esta noticia es inestimable, no tanto para juz­ gar al señor Iturbide, cuanto para delimitar nuestro asunto. Sin duda que no son esas palabras la expresión misma del pensamiento de dicho señor, sino la interpretación de un re­ portero hábil —todos lo son en aquel país— que ha escuchado al señor Iturbide en un momento de “libertad” y de “visible franqueza”, y que está muy al cabo de la intensa campaña que el señor Iturbide hace en los Estados Unidos para ganar la silla presidencial de la República Mexicana.


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Ahora bien, el señor Iturbide es un criollo de ilustre linaje; entre las prendas históricas de su guardarropa de familia quizá no falte algún manto imperial; él mismo, al discurrir sobre el gobierno que ha de implantar en nuestra tierra, insiste sobre la necesidad de que ese gobierno, si bien aprobado por todo el pueblo mexicano, sea un “gobierno de la clase elevada y respetable”, no cabe, pues, duda acerca de su respetabilidad personal. Agréguese a todo esto la noble modestia de los títulos de que blasona. No lo envanecen ni sus antepasados ilustres, ni su educación, ni su rango, sino un acto minúsculo de mera ciudadanía: recibió la ciudad de México de manos del régimen huertista y supo entregarla, desde luego, evitando el menor abuso y el menor desorden, a los comisionados de la revolución. Tiene, en una palabra, el generoso orgullo de un humilde, de un insignificante ciudadano. Por las anteriores consideraciones repugnaría atribuir a ba­ jeza de alma, o a cierta ambición desmedida de mal mexicano, las idas y venidas del señor Iturbide por los Estados Unidos, su campaña en la prensa yanqui, sus conversaciones con “fun­ cionarios y particulares interesados” en los asuntos de México, sus conferencias con Bryan, sus entrevistas a la prensa, “visi­ blemente sinceras” y en “muy buen inglés”, etcétera. No. Sería torpe motivarlo así. La explicación es más fácil, más consola­ dora, más humana. El señor Iturbide conoce bien este principio de que ahora hablamos y lo pone en práctica. Le consta hasta la evidencia que Villa y Carranza lucharán indefinidamente entre sí, o con futuras facciones, y que en vano se esforzarán por dominarlo todo en tanto que a alguno de ellos no caiga la


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bendición del reconocimiento yanqui. Sospecha, además, que ni el uno ni el otro serán al fin reconocidos, y se apresura, por amor a su país, a organizar un partido dentro de los propios recintos de la ciudad de Washington, y a acortar camino co­ menzando por donde los otros no pueden acabar; le parece más fácil, menos peligroso y más seguro hacerse presidente de nuestro país en Washington, que pretenderlo en México. He ahí una confirmación del principio que hace depender nuestra política interna de la política exterior de los Estados Unidos, confirmación sacada de las palabras y los actos de un mexicano que se considera investido de suficiente respetabili­ dad y prestigio, y dotado del talento y los conocimientos indis­ pensables, para pretender la primera magistratura mexicana. Busquemos ahora una ratificación de fuente meramente yanqui. El más serio de los periódicos neoyorquinos, The Evening Post, dice en su número del 7 de agosto de 1915, al informar sobre las labores de la junta de representantes latinoamerica­ nos, convocada por el secretario de Estado yanqui para tratar de los asuntos de México: Parece que ninguno de los diplomáticos latinoamericanos se ha opuesto a esta parte del plan (reconocer a Manuel Vázquez Ta­ gle, ex ministro de Justicia en el gabinete de Madero, el carácter de presidente de México), si bien algunos de los embajadores es­ timan que un representante del grupo científico sería el indicado para el puesto. Esas personas, sin embargo, fueron informadas, según se afirma, de que el presidente Wilson se opone a que vuel­


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van al poder los intereses científicos o conservadores que estaban identificados con Porfirio Díaz.

El presidente Wilson “se opone” a que vuelvan al poder. ¿Hay nada más terminante y definitivo? “¡Se opone a que vuelvan al poder!”. Nuestro propósito al exhibir en toda su desnudez actual esta subordinación política de México respecto de los Estados Unidos, es preliminar indicado para reducir el concepto inter­ vención yanqui a su verdadera amplitud. En torno de estas dos palabras se ha dicho todo lo imaginable, y no poco se ha hecho. La intervención yanqui fue uno de tantos espantajos (el más inocente quizás) en manos de Porfirio Díaz; Huerta la exacerbó, para hacerla materialmente visible y provocar así un quebrantamiento de las facciones revolucionarias, hasta el grado de atraer los proyectiles de los acorazados yanquis sobre los pechos juveniles de los cadetes veracruzanos; en las recriminaciones que nuestros grupos políticos se lanzan los unos a los otros no falta nunca el “ítem, estar exponiendo al país a los peligros de una invasión extranjera”. Desde el punto de vista de la sentimentalidad mexicana, la intervención yanqui en México puede ser esto, aquello o lo otro; desde el punto de vista de los hechos consumados, consumados históricamente durante un siglo y consumados ahora bajo nues­ tras propias miradas, la intervención es, cualitativamente, una verdad absoluta e innegable. Los Estados Unidos intervienen de un modo sistemático, casi orgánico, en los asuntos interiores de México. Henry Lane Wilson, embajador en nuestro país, se


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sintió en el caso de alojar en sus oficinas la conspiración que acabó por privar de la vida al presidente Madero. Pero si, cualitativamente al menos, existe una intervención real, ocurre interrogarse sobre posibles y tolerables cantida­ des­de intervención. Porque la hay en grados diversos cuando Woodrow Wilson se niega a reconocer a Huerta, cuando se apo­dera del puerto de Veracruz, cuando “se opone a que los científicos vuelvan al poder” o cuando, colmando las “aspi­ raciones públicas” del señor Eduardo Iturbide y cumpliéndole las “seguridades extraoficiales que le fueron dadas”, lo haga desembarcar en puerto mexicano provisto de su “designación de hombre del momento”. De todas estas cantidades una hay en la que, a todas luces, no podemos intervenir a nuestra vez, porque queda fuera de nuestro alcance: los Estados Unidos son dueños del destino de México en cuanto al mayor poder material y autoridad de que gozará siempre el partido mexicano que ellos ayuden. Que es ésta, por razones obvias, muy grande porción de nuestros desti­ nos nadie lo negará: quien tenga en México el apoyo yanqui lo tendrá casi todo; quien no lo tenga, casi no tendrá nada; y nadie negará tampoco que ello es irremediable, por ahora al menos. Pero tal cual se tejen y destejen los asuntos de México en nuestros días, no es remota la posibilidad de que, llevados por la corriente misma de su política intervencionista, los Estados Unidos se vean en el caso de ahondar más la huella y, en una forma u otra, de llegar a desembarcar en nuestro territorio su intervención. Para esa eventualidad precisemos nuestra con­ ducta. Despojémonos de puntos sentimentales y estimemos las


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cosas del lado del interés de México, que es otra forma de pa­ triotismo, menos vistosa y oratoria, pero más de acuerdo con nuestros recursos y la verdad. Ante el ademán natural y reposa­ do con que la prensa yanqui habla de la “oposición” de Wilson a que vuelva al poder en México este o aquel grupo político, ante el espectáculo del señor Eduardo Iturbide, que declara en público, y con “visible franqueza”, saber que el mismo funcio­ nario “lo favorece” escogiéndolo para gobernarnos, a ningún mexicano asiste ya el derecho de considerar lastimado el honor patrio porque se discutan las posibilidades de la intervención. Hacerlo sería ocioso, acaso imbécil, y sólo nos conduciría a aquellos indecoros de la capital huertista, que arrastraba por las calles la estatua de Jorge Washington al grito de “¡Burro, Wilson; burro, Wilson!” mientras los yanquis exterminaban las moscas en Veracruz.* Menos odio, menos pasión, más sensatez. Si la intervención, en cualquier grado y forma, nos ayudara de una vez para siempre a remediar nuestros males, y luego nos dejara libres, bienvenida ella y criminales nosotros en rechazarla. Pero evidencia de esto es lo que no existe. Sin *Los sucesos a que me refiero son posteriores a la toma de Veracruz por las fuerzas yanquis. En cuanto a este último hecho, lamentamos que el presidente Wilson, con posibles buenas intenciones (confirmadas quizá por actos más recientes) se haya lanzado a una aventura equívoca, sangrienta e inútil, que envuelve, de cualquier modo que se la considere, una humillación para México; lamentamos que Victo­ riano Huerta, una vez provocado el conflicto, no haya sabido encontrar, en medio de todos sus vicios, un resto de antiguo decoro que le mandara resistir verdadera­ mente; lamentamos que Venustiano Carranza, siempre intachable en sus relacio­ nes con los Estados Unidos, tenaz siempre –obcecado a veces–, no haya podido mantenerse en la actitud digna, de enérgica protesta, que delineó francamente en su nota-ultimátum al presidente Wilson. La conducta de estos tres hombres, en cuyas manos estaba entonces el porve­ nir de México, redujo el conflicto internacional a un incidente militar, sin gloria para los vencedores ni honor para los vencidos, en que se sacrificaron heroicamen­ te algunos mexicanos e inútilmente unos cuantos yanquis.


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duda que, sabiendo aprovechar el momento propicio, cual­ quiera de las facciones hoy enemigas haría la paz de México si la ayudara el gobierno de la Casa Blanca. Pero esa paz sería un equilibrio engañoso e inorgánico, bueno sólo para hinchar las cifras de nuestras estadísticas, como en el régimen de Díaz, y para colmar las ansias de los algodoneros de Torreón y los petroleros de Tampico; y no se trata de eso. El grupo apoyado redoblaría con su fuerza su inmoralidad y su irradiación co­ rruptora; la ayuda sería para él un motivo más de impunidad. No olvidemos que, pese a las generosidades de Wilson y sus amigos, en ninguna parte es tan popular la doctrina de la mano de hierro para México como en los Estados Unidos; los cuales, si son John Quincy Adams y Woodrow Wilson, son también Fulano Jackson y Teddy Roosevelt. La paz a toda costa no nos aprovecha, lo sabemos experimentalmente; y la paz de la intervención no sería más que esa paz a toda costa –con el río de fango y de sangre oculto bajo los pies–. La intervención es tan grave para los verdaderos intereses de México, para los intereses de nuestra moralidad funda­ mental –único medio capaz de ponernos a flote–, que ya no nos quedan más que dos caminos discernibles: o la solución surge por sí misma de nuestras almas decaídas, o surge de una verdadera guerra con los Estados Unidos –verdadera por lo menos en cuanto al estado de los ánimos–.



Lecturas políticas se terminó de imprimir en julio de 2011, en los talleres de Hemes Impresores (Cerrada de Tonantzin núm. 6, Col. Tlaxpana, México, D.F.). El tiraje fue de 750 ejemplares.



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