Mariano Otero
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Lic. José Francisco Olvera Ruiz Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo y Presidente Honorario del IAPH Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, a.c.
Lic. Carlos Godínez Téllez Presidente del Consejo Directivo Lic. Ramón Ramírez Valtierra Vicepresidente L.C. Nuvia Mayorga Delgado Tesorera Lic. Gerardo Cruz González Secretario ejecutivo
Coordinación editorial Ernesto Garduño M.
Diseño y formación Ceiba Diseño y Arte Editorial
Primera edición, 2012 © Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, A.C. Plaza Independencia núm. 106-5° piso, Centro, Pachuca, Hidalgo Teléfonos: (771) 715 08 81 y 715 08 82 (fax) Página web: www.iaphidalgo.org Correo electrónico: iaphidalgo@yahoo.com.mx Impreso en México
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PresentaciĂłn
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1842. El acuerdo en lo fundamental, base de la unidad nacional Mariano Otero
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PRESENTACIÓN
Mariano Otero fue un mexicano excepcional. En cierta medida fue uno de los puentes culturales y políticos entre el pasado colonial y el México independiente. Una figura política que a pesar de haber expuesto “El acuerdo en lo fundamental” en el Congreso mexicano a los 25 años de edad, muestra lucidez, profundidad y amplio conocimiento de las necesidades institucionales de una nación que aún no lograba convertirse en tal. Momentos difíciles para el país los que se vivían en 1842. Una guerra con los Estados Unidos se anunciaba a mediados de la década, y en nuestro país se debatían en medio de falacias aplastantes los yorkinos –liberales y federalistas– contra los escoceses –conservadores y centralistas–. Dos proyectos que aún no terminaban de integrarse. Proyectos que imaginaban instituciones políticas y formas de gobierno no sólo diferentes, sino dramáticamente opuestas. En este marco político de resistencias, contradicciones y falta de claridad política surge “El acuerdo en lo fundamental” como un discurso que depura, precisa y orienta la gran tarea que los mexicanos debíamos cumplir para definir e impulsar nuestro proyecto de nación. La continuidad de “lo mexicano” en el concierto del siglo XIX no estaba en riesgo sólo por la intervención armada de los Estados Unidos, sino que Francia también esperaba su turno para hacer valer por la fuerza de las armas los intereses expansionistas de sus élites, a través de una forma de mundialización dominante en su momento:
el colonialismo. Y frente a este escenario los mexicanos continuábamos debatiendo con muchos argumentos y poca claridad. Sin embargo, podemos encontrar en “El acuerdo…”, expresado por un maduro e inteligente liberal de sólo 25 años, una noción institucional que hoy, 180 años después, los profesionales expertos ignoran, han olvidado, no entienden o prefieren no recordar. La clave de la libertad política está en los recursos y en los ingresos destinados al individuo, a la familia, a los estados y al país. No hay democracia posible en México sin un federalismo democrático, financieramente autosostenible. Un ciudadano sólo es ciudadano en la medida en que disfruta de la libertad política que le proporciona su autosuficiencia económica. Sin recursos propios suficientes, todo aquello que se llame libertad en un individuo alude más bien a una corrupción del lenguaje, pues no puede haber libertad en la venta del tiempo de vida para obtener ingreso, en lugar de disponer del tiempo necesario y suficiente para reflexionar sobre los asuntos públicos del país. Sin reflexión informada es imposible construir ciudadanía. En el mismo sentido, un país con un centralismo federalizado no puede ser federalista por más que la ley así lo exija. México no será plenamente federalista hasta que cada entidad federativa cuente con los recursos necesarios para proveer su propia administración. En el discurso de Mariano Otero están asentadas estas reflexiones, y este es un tiempo propicio y necesario para recuperarlas del olvido, para darle continuidad a la nación mexicana frente a los retos que nos impone un mundo económicamente interconectado. Pachuca de Soto, septiembre de 2012
Mariano Otero 1842. El Acuerdo en lo fundamental, base de la unidad nacional
1842. El acuerdo en lo fundamental, base de la unidad nacional
Octubre 11 de 1842
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eñores: La discusión grave e importante de que hoy se ocupa el Congreso me parece la más vasta y difícil de todas las que nos aguardan; en este lugar nuestra misión no es la ordinaria y común reservada a los cuerpos legislativos en las naciones regidas por el sistema representativo. Cuando un pueblo tiene ya una organización reconocida y consagrada por los siglos, cuando el ejercicio del poder público está arre glado y las antiguas leyes constituyen un cuerpo más o menos perfecto de legislación, la tarea siempre difícil de un legislador consiste en ocurrir a las nuevas necesidades, fijando los casos imprevistos y decretando las reformas que el tiempo exige constantemente. Mas a nosotros el nombre de legisladores nos advierte que nuestra tarea es la de constituir un pueblo nuevo, dándole sus leyes fundamentales, fijando con ellas las condiciones de su vida política, resolviendo, en una palabra, el problema todo
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de su destino. Este era también el único sentido en que la antigüedad consagraba la palabra de legislador para recordar la memoria de los grandes hombres que habían fundado las naciones poderosas; y este solo recuerdo hiere la imaginación y produce un terror involuntario, una especie de respeto religioso hacia una obra que en su concepción sola, parece exceder la fuerza de la inteligencia humana. ¡Lejos de mí, señor, la idea que anuncia que esta es una obra de puros detalles, una especie de colección de piezas bien trabajadas, que pertenecen a un mismo orden, pero que tie nen entre sí tan poco enlace que se pueden construir las unas sin considerar las demás y sin mirar el conjunto! La máxima absolutamente contraria me parece evidente. El trabajo todo de una Constitución es el sistema, la concepción en general de un plan de unas bases fundamentales, en suma, del prin cipio generador que ha de dar al conjunto vida y unidad: conseguido esto los pormenores son fáciles, se presentan naturalmente y tienen ya una regla de criterio que decide con seguridad si son buenos o malos. Esto era, sin duda, lo que el Congreso reconoció al establecer en el reglamento como un principio el que la actual discusión debería fijarse sobre las bases fundamentales del proyecto, y por todo esto, repito, que esta discusión es la más grave y difícil de las que nos esperan. ¿Cuál es, pues, la verdadera naturaleza del sistema que se discute, cuál su principio, cuáles sus bases? He aquí la cuestión. Todos nos hemos ocupado de estas preguntas, todos las hemos meditado, y los que han defendido o combatido el proyecto han sometido ya a la asamblea el resultado de sus indagaciones.
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La cuestión ha sido considerada bajo diversos aspectos y con todo está aún muy distante de verse agotada. ¡Tal es su abun dancia y riqueza! A mí, señor, se me presenta tan grande y tan terrible que no acierto a concebir cómo pueda sujetarse a la forma rápida y breve de un discurso parlamentario. Pero es preciso hacerlo; ha llegado la hora, para mí muy temida, en que después de tan hábiles oradores, tengo que levantarme para hacer oír mi pobre voz, que resonará, no para ilustrar; jamás hubiera concebido la idea de tomar un lugar en el debate si no fuera más que un simple diputado, pero miembro de la comisión he rehusado a ese dictamen mi firma, he suscrito otro, he pertenecido a la minoría que pre sentó un voto particular y debo al Congreso dar cuenta de mi conducta. Tal vez más razones nada podrán contra el sistema que impugno: serán su mejor apología y mi más completa de rrota; pero mi inteligencia ha acallado ante ellas, mis fuerzas no pudieron más, mi conciencia no me permitió hacer traición a mis más íntimas y profundas convicciones, y cualquiera que sea el juicio que se forme sobre su bondad, sólo aspiro a que se conozca que he hecho cuanto he podido por acertar, y que principios que no han sido hasta ahora contestados en la discusión y miras eminentemente nobles y patrióticas, han guiado mi inteligencia y mi corazón. Señor: Ya otra vez tuvimos el honor de decirlo al Congreso con intenso sentimiento mío: entre la mayoría y la minoría de la comisión dos sistemas diversos y opuestos establecieron una línea de separación que no se podía borrar: no eran los pormenores, no era en fin una palabra, como malamente se
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ha dicho, lo que constituía nuestra diferencia, sino las bases fundamentales del sistema, los primeros principios sobre la organización del poder público; y el Congreso lo verá así, hoy que vengo a exponerle las razones, porque he creído que eran fatales y siniestros para la república los principios consagra dos en el proyecto de la mayoría. Mi plan es muy sencillo. Analizaré ese proyecto para fijar los puntos de la cuestión, para dar a conocer el sistema que se propone al Congreso, tal cual es, y para ocuparme de resolver los argumentos con los que, tratando de contestar las impug naciones que han precedido a ésta, se ha querido sostener que él satisfacía las necesidades de la república; me ocuparé también de indagar todo lo que importaría decidir que había lugar a votarlo en lo general y con ello procuraré resolver el más común y también el más fuerte y seductor de los argumen tos empleados para conseguir a ese sistema el primero y uno de sus más importantes triunfos, el de servir de norma a las deliberaciones del Congreso; y después de que haya logrado, si esto me es posible, desembarazar la cuestión y poner claro y perceptible el verdadero problema que hoy se discute, osaré exponer mis pobres ideas sobre la única manera de resolver lo que creo posible para salvar los derechos de la nación que nos honró con su confianza. En este programa, señor, están contenidas, si no me equi voco, las difíciles cuestiones que se han tratado y debieran tratarse en esta discusión, y por lo mismo, me aterra el co nocimiento de mi insuficiencia. ¡Triste me es reconocer que el Congreso no puede esperar de mí raciocinios profundos ni
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los hermosos encantos de la elocuencia! Siento que mi talento sea tan escaso para tamaña empresa; siento el verme tan poco versado en esa difícil ciencia de la política, que parece intrinca da y oscura aun a los hombres más versados en ella. Llamado por la primera vez en mi vida a este lugar terrible, extraño, a estas deliberaciones, y precisado a hablar, sin tiempo no sólo para escribir, sino ni aun para meditar, no he sido dueño ni aun del orden de mis ideas. Hablo después de veinte discursos: tengo que apoyar y defender los unos y que refutar los otros, y apenas concibo vaga y confusamente el método en que pueda hacerlo. Nunca tarea más difícil fue encomendada a fuerzas más escasas, ni con circunstancias menos favorables, y por esto también jamás ha resonado una voz más tímida y descon fiada. Sólo vuestra indulgencia me alienta, señores diputados, y deseoso de entrar en materia, comenzaré luego. Repito, señor, que nadie ha venido aquí más convencido que yo de que no es esta la discusión de los pormenores, sino la del conjunto, sólo la de las bases fundamentales: y ¿cuáles son las del proyecto a discusión? Si como ya se ha reprochado, fuera esta una sesión acadé mica, nos podríamos entonces ocupar de aquellas cuestiones abstractas y generales, que no hace medio siglo se debatían con furor, sobre los primeros principios de la organización de las sociedades. La comisión no sólo ha querido traernos a este campo, presentándonos en su parte expositiva y en su dictamen sobre bases, una multitud de cuestiones sobre el origen del poder público, sobre la naturaleza de la soberanía, sobre su carácter e indivisibilidad, sobre la naturaleza de la
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democracia y sus modificaciones, sobre el modo de ejercer el poder público y de dividirlo, y sobre otros muchos puntos que no veo qué necesidad haya de discutirlo aquí, sino que, como he procurado probar en un escrito, nos ha extraviado con teorías que todo hombre instruido calificará a primera vista de absurdas, según lo han hecho ya muchos de los mismos señores que lo defienden, y las han oscurecido combinándolas con otras que son enteramente distintas. Si a esto hubiéramos de reducir la discusión, ignoro cuándo concluiría y qué provecho se sacará de ella. Mas, afortunada mente, los señores que me han precedido han demostrado ya que ni la soberanía del pueblo ni el sistema republicano, ni la democracia, ni la división de poderes, ni las formas del sistema representativo estaban a discusión ni podían, por consiguien te, ser materia de un debate parlamentario, en el que no deben dilucidarse más que las bases o fundamentos primordiales de la Constitución, que han estado y están en discusión, porque pueden ser adoptadas o desechadas por el Congreso. Todo lo que no sea esto es perder el tiempo inútilmente y por tanto a ello me reduciré. La comisión ha fijado tres bases en cuatro artículos: la de mocracia, el sistema republicano representativo popular y la división del poder en local y general; la base cuarta no es más que una amplificación de la tercera: el artículo 80 agregado por el Congreso como base no es también relativo más que a él, y de esta manera, señor, ha resultado clara e innegablemen te que dejando a un lado las cuestiones universalmente conve nidas y fuera de disputa sobre la conservación de la república
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representativa popular, en lo que está incluida la idea de la democracia, nuestra grande y nuestra verdadera dificultad está en fijar los límites del poder general y del poder que se deje a cada sección de la república para sus necesidades interiores. Todo lo demás de aquí dimana. Esta es la cuestión que separó a la comisión, esta la que se ha tratado en el debate y la que ha dividido al Congreso, y no es extraño ni lo uno ni lo otro, porque veinte años hace que ha dividido también a la nación, porque es una cuestión fun damental, un principio de grande importancia, una base que admitida o desechada cambia del todo las partes de un pro yecto, y esa cuestión que nosotros no hemos creado sino que hemos recibido para su solución será la primera y principal que yo examine. No tengo empeño en mentar esas palabras que se llaman fatídicas; mas supuestos los artículos tercero y cuarto de las bases y la designación del 80 también como una base, tengo incontestablemente el derecho de examinar si esos principios son una verdad o una irrisión, analizando si hay en efecto dos poderes, uno para cada localidad y otro para toda la nación, pero ambos verdaderamente diversos, independientes y bastante bien organizados, o si el local no es más que una derivación más o menos amplia del general, pero siempre emanado de él, sujeto a sus determinaciones y subalterno e inferior en su órbita, como lo han hecho ya tanto los señores que han defendido la federación llamándola lacó nicamente con este nombre, como los que se han ocupado de defender la amplitud que desean tengan en sus facultades los departamentos de la república.
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Entre estos dos métodos hay la misma diferencia que entre la definición y la cosa definida, y yo, que como anuncié al prin cipio tengo que ver la cuestión bajo los diversos aspectos que ha sido tratada, me ocuparé tanto de las reflexiones que bajo el segundo método han expuesto los señores Rosa, Muñoz Ledo e Iturbe, como de las expuestas por los demás señores que han tomado el primer sistema, el cual confieso que me parece más lógico y natural, aunque menos claro y perceptible que el otro, porque, supuesto que no se quiere convenir en que el proyecto tiene un sistema, ni se quiere decir cuál es su principio, parece muy conveniente y aun necesario su análisis, que comenzará por lo tocante a la administración de justicia, que es el punto en el que la comisión puede defenderse con mejor éxito. En efecto, se debe reconocer que el proyecto deja a los departamentos el derecho de organizar sus tribunales y de fijar en el código de sustanciación, todos aquellos trámites que no se califiquen de importantes y que, como de un orden subalterno y de pocas consecuencias, se abandone a los depar tamentos a voluntad de ese mismo poder central. Convengo en ello y sólo que no nos hagamos ilusiones creyendo que esto vale más de lo que es en realidad, ni que en ello mismo son del todo libres los departamentos, ni menos aún que esto sea todo lo que necesitan los pueblos para conseguir en el importante ramo de la administración de justicia aquellas ventajas que la comisión conviene produce la descentralización. La razón me parece sencilla. Yo he observado, señor, que entre nosotros, a pesar de los diversos sistemas porque hemos pasado, nunca, ni el gobier
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no general ni los de los antiguos estados hicieron variaciones sustanciales en la antigua organización de los tribunales, y creo que esto depende de que permaneció siempre la misma legislación civil y penal. Entre ella y la organización de los tribunales hay una conexión tan íntima como entre la cosa y la forma, entre el medio y el fin, y me parece que los verdade ros principios de la organización de los tribunales están en el código civil, criminal y de procedimientos, sin que vea cómo puedan considerarse independientes todas estas cosas. En nuestro caso, según el proyecto central o unitario, debe ser la legislación en materia civil, en materia criminal, de minería, de comercio, y procedimientos generales por con siguiente, una sola legislación que arreglará los derechos y las obligaciones, establecerá los hechos que las producen, las formas con que se deduzcan y prueben, la manera en que se discutan ante los tribunales, los términos, plazos y manera en que éstos deben proceder; con esto, aquel a quien toca determinar la organización de esos tribunales, encuentra ya fijados y establecidos previamente los derechos y obligaciones de éstos y la manera de desempeñarlos; de suerte que su atri bución se reduce a llenar las miras del legislador central, sin tener poder más que para fijar los últimos pormenores, y a no ser que se conciba que la facultad dejada a los departamentos lo será para que ellos, burlando las miras del legislador gene ral, establezcan tribunales incapaces de administrar la justicia conforme a las leyes, se debe convenir en que en la verdad de las cosas no son los departamentos sino el legislador central el que debe fijar la organización de los tribunales, y que las reglas
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que aquéllas establezcan no serán más que una emanación, una especie de parte reglamentaria de los preceptos y las miras de éste, y para que esa influencia de las disposiciones generales comience desde la Constitución misma; hemos visto que en el proyecto se deciden dos importantísimos puntos estableciendo la manera de elegir y la duración vitalicia de los jueces, y que se autoriza al presidente no sólo para promover en general la buena administración de justicia, sino para cuidar que los tribunales no excedan los plazos legales. He aquí a todo lo que queda reducida esa concesión de que se ha hecho tanto mérito y que es lo único que la comisión presenta como muestra de su amor a la descentralización. En cuanto a lo demás que comprende esta palabra, admi nistración de justicia, todas las mejoras legislativas que la filo sofía aguarda, todas las variaciones que exigen las localidades, de todo eso dispone la administración central, y sin duda que cuando el Congreso general pensó facultar a los departamen tos para que pusieran asesores o jueces letrados, tribunales unitarios o colegiados, les concedía por una ley secundaria todo lo que hoy les ofrece nuestra liberalidad constituyente. Otras observaciones que haré después porque son generales a este y otros puntos, mostrarán todavía la verdadera natura leza del poder que se deja a los departamentos en este punto. Lo mismo sucede respecto de la organización del poder gu bernativo. La Constitución que se nos propone fija la elección de los gobernadores y de las asambleas, establece las cuali dades que se requieren para ser nombrado a estos destinos y determina las facultades y el modo de ejercer las de estas
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autoridades, de modo que el señor Rosa dijo muy bien que sería curioso ver con qué se llenaba esa Constitución que el proyecto quiere de cada departamento. Es cierto que queda por determinar la policía interior de las poblaciones, y que eso que se llama Constitución podrá llenarse con arreglar lo relativo a los agentes subalternos del gobernador que hoy llamamos prefectos, subprefectos, comisarios, jueces de paz, alcaldes, etc. Pero, señor, lo que arregla todo esto se llama ley orgánica y no Constitución política. Las palabras son siempre la expresión fiel de las ideas, y la comisión cuya obra no debía ser un código de confusión y de misterio, acusando a sus adversarios de ser mínimamente apegados a las palabras, ha desnaturalizado su significado para escapar a la precisión de las ideas. Muchas veces tendremos que hacer esta observación y ella es incon testable ahora que vemos que esta palabra Constitución, que como dijo muy bien el señor Bocanegra, no quiere decir más que el pacto fundamental de un pueblo de las condiciones de su asociación política, en una palabra, la determinación del modo con que se ejerce el poder soberano, lo ha dado a la ley subal terna y reglamentaria de una sección política a la que negaba todo derecho para determinar las formas de su asociación o todo poder soberano, que es lo mismo. Quizá la comisión, que se espanta de ver un día a los estados como soberanos y como soberanos restaurados, les destine el papel del rey destronado a quien se dejara el manto real destrozado y un cetro fingido para que demente divirtiera los recursos de su antiguo poder. Pero supuestas ya esas facultades que se dejan a los depar tamentos (puesto que hasta aquí es esto todo lo que se les deja)
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para arreglar la nomenclatura y el número de sus empleados políticos y judiciales, ¿podrán siquiera concebir la esperanza de que la nueva Constitución facilite a estos empleados los medios de llenar sus deberes para que no se diga, como se ha dicho muy exactamente en el centralismo, que no había ni administración interior ni de justicia? Que me sea permitido observar que este suceso desastro so que tiene a la sociedad en agonía, no procedió tanto de lo inadecuado de la organización anterior de su gobierno y tribunales de justicia, porque unos y otros, a pesar de su organización más o menos conveniente, hubieran podido desempeñar en alguna manera su objeto, sino que él provino en mucha parte, como tuvo que confesarlo el señor Baranda, de que los departamentos no tuvieron suficientes concesiones en el ramo de hacienda En ella está la vida de las naciones, en ella está la clave de la libertad política y ella decide, de tal suerte de la realidad del poder público, que en los tiempos en que la ciencia del go bierno estaba muy atrasada, los pueblos descubrieron, como por una especie de instinto, que su libertad estaba en razón directa de su influencia en el sistema de hacienda, y sin saberlo comenzaron por él, el establecimiento del sistema representati vo. Después la ciencia ha confirmado este juicio instintivo y ha hecho de él una de las más importantes y generales verdades de la política. Veamos, pues, cómo bajo este aspecto la comisión ha cui dado de quitar a los departamentos todo recurso de poder, aunque cubriendo siempre su plan con vanas apariencias.
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En efecto, el artículo 160 divide las rentas en generales y particulares, y deja al Congreso general o al poder del centro el derecho de designar cuáles serán generales y cuáles parti culares, con lo que se establece muy terminantemente que los departamentos no pueden tener más rentas que las que quiera el centro, y que aun después de que aquéllos, con licencia de éste, las hayan organizado y arreglado, no tienen seguridad de conservarlas, porque el poder del centro las puede decla rar generales para sumirlas en el insondable abismo que ha formado el desorden de su sistema. Esto es muy importante y yo no concibo cómo se desconozca la necesidad de hacer constitucionalmente la división de las rentas. Si se trata de buena fe, de organizar dos poderes que real mente lo sean, independientes entre sí, aunque en armonía, y cada uno con todos los recursos y facultades que necesita para no ser una irrisión, y si ésta ha de ser la obra de la Cons titución, yo ignoro cómo puede ser justo ni conveniente el desentenderse de dar a cada uno los medios de subsistencia, el principio de vida que más necesitan, y hacer de modo que mientras al poder general se le da cuanto pueda necesitar, al otro se le deja en tutela y sin ningún derecho propio. Mientras esto sea así, el uno no tendrá más recursos que los que el otro quiera y estará siempre a su disposición, siendo vana y quimérica toda idea de independencia. Todo esto re sulta, señor, de no hacer constitucionalmente la división de las rentas, y previniendo esta objeción, el señor Baranda ha citado la autoridad de la Constitución de 1824; mas, aunque yo no sé qué fuerza debe tener una autoridad cuando se demuestra
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que no tiene razón, entrando al campo de las autoridades, contestaré al señor Baranda que ese defecto no se ha venido a reconocer ahora. Yo conservo el dictamen que en 5 de diciem bre de 1823 presentó en el Congreso de Jalisco la Comisión de Constitución, y esta pieza preciosa por su sabiduría se veía ya defendida como una condición indispensable de la soberanía de los estados, la de reformar en esa parte el Acta Constitu tiva. Después, a pesar de que el Congreso general, cediendo entonces al respeto que se tenía a los derechos de los estados, no abusó como pudo de esta facultad, se reconoció de tal suer te el peligro que en 1835 el actual presidente de esta cámara, en su célebre voto particular, indicaba esta reforma como una de las más necesarias. ¡Cuánto más no lo será, señor, hoy en que vamos a dar una Constitución, después de siete años de un tremendo centralis mo, y adquirido ya el funesto hábito de dejar abandonados los departamentos a la miseria más espantosa! Es doloroso recordar que las rentas que en otro tiempo formaron su pros peridad, pasando a ser de la nación se han perdido para ésta y para aquéllos. Arrendadas unas y vendidas otras, el pueblo ha dado su sangre y su sudor para ver su miseria insultada por la fortuna de los que especularon con su desgracia, y mal admi nistradas las otras y destinadas todas para llenar el inmenso presupuesto general, la mendicidad ha sido la suerte de los empleados civiles, y la bancarrota siempre creciente el estado perpetuo del erario, males ambos que han conducido a la na ción a este abismo, que vemos con una indiferencia que yo no sé cómo llamar, y me parece seguro que si en estas condiciones
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el poder general ha de hacer la repartición de las rentas urgido por las más terribles circunstancias, no podrá menos que dejar a los departamentos los más miserables recursos, sin que sea extraño que se les asigne, por ejemplo, como dijo un señor diputado, tal vez el ramo de Naipes u otro tan insignificante como éste. Mas no contentos todavía, los señores de la comisión, con no dejar a los departamentos más rentas que las que el gobier no general quiera calificar de particulares, todavía invisten a éste del derecho de señalar el máximum y de revisar los im puestos. Esto está terminantemente dicho en el artículo 161, y me he asombrado de oír sostener que esa remisión de los pre supuestos y ese señalamiento del máximum nada querían decir, porque el presupuesto viene no más para que el Congreso lo vea y para que sepa cuál es el máximum que, quiera o no, deba señalarse, como lo ha sostenido el señor Baranda. No, señor, el artículo 162 dice: “Si el Congreso no decretare lo convenien te en el segundo periodo de sus sesiones sobre los impuestos acordados por los departamentos, se llevarán a efecto”, y de esto se deduce que los impuestos vienen no para que los vea, sino para que decrete sobre ellos lo conveniente, y la regla de lo conveniente es un principio tan vago y tan arbitrario, que nada puede escapársele, ni deja derecho alguno seguro. Lo mismo es con los presupuestos. Éstos vienen para que el Congreso fije el máximum con su vista, según las propias pa labras de la comisión, y este derecho terrible, como han dicho muy bien varios señores, pone en manos del Congreso general toda la suerte de los departamentos, y destruye todas las va
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rias apariencias de poder que se les habían dejado en cuanto a administración de justicia y gobierno interior, porque, en efecto, bien puede un departamento decretar el número y dotación de sus empleados políticos y judiciales, establecer escuelas y colegios, mandar decretar casas de beneficencia y decretar obras de utilidad en sus poblaciones y sus caminos. Nada de esto se hace sin gastar, y él tendrá que mandar su presupuesto al gobierno general, éste lo verá y se pondrá a calificar si las dotaciones son subidas y los gastos decretados necesarios; podrá decir: “no necesitas tantos magistrados, son exorbitantes esas dotaciones, inútiles esos colegios y de puro lujo esos caminos”, y fijará al departamento un máximum en el que se le reduzca a lo que crea necesario, quitando el monto de los gastos inútiles y el exceso de los exorbitantes. Ved aquí, pues, señores, cuán vanas son en todo sentido las facultades de los departamentos y de qué manera cuanto en ellos pasa está al arbitrio del poder general. Pero hay todavía más. El producido de las rentas que se les declaren particulares, el fruto de esos impuestos que el Congre so revise, y la cantidad a que quede reducido ese máximum que ha de fijar, no son todavía para él, porque los artículos 162 y 163 establecen que se imponga un contingente sobre las rentas particulares; este contingente importa el déficit de los gastos generales; este déficit es y será por mucho tiempo inmenso y espantoso, y si se ha de repartir todo entre los departamentos, todas las rentas de ellos no bastarán para cubrirlo: habrá cues tiones sobre la preferencia de su aplicación, y en ellas el poder general lo resolverá todo, porque el presidente de la república
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tiene derecho de poner interventores en las oficinas de hacien da de los departamentos, porque a él toca cumplir las leyes generales, y porque él puede disponer de toda la fuerza y los recursos contra departamentos inermes y desarmados. He aquí el sistema de hacienda de la comisión: su im portancia me ha precisado a detenerme un poco más en él, y dejando a los hombres de conciencia el que penetren este espíritu y prevean sus resultados, notaré, sí, que el sistema central, en que se consignó a los departamentos para sus gas tos la tercera parte de sus rentas, y el Proyecto de Reformas en el que se establecía que de toda preferencia cubriesen sus gastos interiores, eran incomparablemente más benéficos a los departamentos que las disposiciones del proyecto. Y aun me atreveré a decir que en esta materia él ha reunido todos los inconvenientes del sistema de 1824, sin sus ventajas, y todos los inconvenientes del de 1836, sin sus ventajas tam bién. En efecto, el primero produjo el grande inconveniente de poner en los estados, oficinas de hacienda generales y particu lares que gravaban al erario y estaban en perpetua lucha, y lo mismo establece el proyecto; pero él quitará la única ventaja de aquel sistema que consistía en la libertad que tenían los estados para imponer las contribuciones más adecuadas y emplear su provecho en lo más conveniente, todo sin interven ción de un poder extraño. Por el contrario, quedará también el mal que produjo la de 1936, dejando a los departamentos sin ningún derecho fijo a sus rentas, sin ninguna garantía de cubrir sus atenciones, y desaparecerá al menos el bien de or den y de paz que resultó de destruir esa rivalidad de oficinas.
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Más pudiera decir, pero como la materia es tan abundante, voy a ocuparme del último punto que se ha tocado al exami nar analíticamente las facultades de los departamentos. El señor Muñoz Ledo observó que se negaba a éstos el de recho de tener una fuerza de policía para su seguridad, y con fieso que cuando oí esta observación, esperé que se dijera que esto era obra de las leyes secundarias; pero el señor Ramírez me desengañó asegurando en su contestación que no debía ha ber tal fuerza, con cuya ocasión pronunció una furiosa filípica contra las antiguas milicias cívicas, inculpándonos de paso el designio de querer restablecerlas bajo el nombre de fuerza de policía. No entraré en esta cuestión: en el voto particular se dice muy terminantemente que esta fuerza está exclusivamente destinada a la seguridad privada, que debe ser organizada en pequeñas secciones, mandada por agentes subalternos y repar tida en el territorio en la proporción conveniente para llenar su objeto, y sin que puedan reunirse dos compañías en un lugar ni a las órdenes de un mismo jefe más que en un caso ur gente de su mismo instituto, y con un tal texto, creo que es del todo inconducente cuanto su señoría dijo sobre milicia cívica, contestando a lo que el señor Muñoz decía sobre fuerza de policía. Pero como yo juzgo que esta institución es de inmensa importancia, y que no debe ser abandonada a la casualidad ni a las alteraciones de las leyes secundarias, expondré algunas reflexiones para fundarlo así: Yo no opino con el señor Baranda, que en el gobierno es pañol el ejército hubiera sido una clase con privilegios políti cos. Como he procurado demostrar en un escrito que publiqué
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hace pocos meses, el gobierno español, lejos de permitir aquí jerarquías, órdenes ni privilegios políticos, observó un sistema constante y bien meditado, nivelando a todos los colonos con el rasero de la tiranía sin exceptuar las clases mismas que se consideran como sus instrumentos de opresión (el clero y el ejército), pues que esos instrumentos los empleaba de una ma nera puramente pasiva, secundaria y subalterna, sin permitirles nunca ni el menor avance que le inspirara recelos. El poder de la metrópoli de ninguna manera pendía de ellos: todo estaba en la fuerza del poder extranjero que oprimía y en la debilidad y atraso del pueblo oprimido, y por esto, si bien hubo privilegios civiles o exenciones de las leyes civiles, nunca hubo privilegios políticos: éstos consisten en la participación del poder público y nadie participaba del poder público en las colonias. En esta situación, el ejército nacional, si tal pudo llamár sele, no tuvo que atender ni a la guerra extranjera, ni a las conmociones intestinales. Ocupado en parte en nuestras fronteras, lo que quedaba en el interior no tenía más que las funciones de la policía, y esto es uno de los funestos legados que nos dejó el gobierno español, pues que examinando con atención lo que después ha pasado, observaremos cuán funes ta ha sido a la paz de la república y a la conservación de la libertad ese sistema que reunió los deberes del ejército con las atribuciones de la policía. Efectivamente, en todas partes los altos funcionarios diri gen y los subalternos ejecutan: de donde nace una doble rela ción. El gobierno manda y la sociedad ve allí la voluntad del poder alta y elevada, teórica y abstracta por decirlo así, pero el
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mismo gobierno ejecuta, hace efectiva su administración, des ciende a los pormenores, se roza con cada ciudadano; y esta acción la más palpable, la más frecuente y la más inmediata es la que le caracteriza en las masas y la que le imprime un carácter peculiar, de donde resulta que el poder se caracteriza por la clase o naturaleza de dos agentes, y que para que haya en él unidad se requiere que el poder que ejecuta sea de la misma clase que el que manda. Consiguientemente, juzgo que la policía, es decir, la exis tencia de una fuerza puramente civil que proteja la seguridad privada, es un requisito indispensable, una condición sine qua non de la administración civil. Para los pormenores de ella, para que la autoridad conozca lo que pasa, para que en todas sus acciones siga al hombre; para que vigile las costumbres, para que evite los crímenes celando las calles y los caminos; para que aprehenda a los delincuentes y les custodie, y para que cuide del orden en las reuniones, no necesita en sus agentes un valor a toda prueba, ni la severidad de la disciplina, ni el espíritu de cuerpo, ni el amor a la gloria, ni menos aún es preciso que los organice en numerosos cuerpos, ni que les ponga por jefes grandes hom bres, funcionarios de la última categoría, guerreros cubiertos de gloria. Todo lo contrario. El soldado debe ser valiente y decidido para los peligros, el gendarme no debe ver en ellos ninguna gloria: la conciencia de su fuerza la tiene el primero en su arma, pues está destinado a batirse y no aguarda su victoria más que de la fuerza física; el gendarme, por el contrario, debe confiar en la fuerza pací
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fica de la ley y a ella sola pertenece su victoria; el soldado no emplea su acción más que con el enemigo, y para él obrar es pelear, y pelear destruir; el gendarme inspecciona y no hosti liza, debe ver un ciudadano y no un enemigo, una acción que evitar y no un hombre que herir; el soldado cuando obra es parte de un cuerpo que le defiende y obra contra otro cuerpo que le ataca, el gendarme es parte de la sociedad en que obra, ejerce su acción sobre el pueblo a que pertenece y no ve nada que lo apoye contra él; en fin, si el soldado abusa le juzgará su jefe y no la autoridad cuyas órdenes viola, mientras que el gendarme no olvida que el poder civil pesa todo sobre él. Trastórnense estos principios y resulta lo que debe ser: el soldado que en una sociedad bien organizada apenas hace sentir su presencia, cuando atraviesa las calles con silencio, que no molesta ni hostiliza a nadie, que considera a sus com patriotas como a sus protegidos y no afila su sable más que para el enemigo extranjero, es grande y noble; el amor de sus conciudadanos es su gloria, y nunca los tratará como a ene migos. Pero si a ese soldado lo hacéis custodiar las prisiones, vigilar al delincuente, batirse con él en los caminos, presidir las reuniones públicas y herir en ellas como enemigos a sus conciudadanos porque se atropellan o gritan, ese hombre dejará de ser soldado para convertirse en corchete: cambiará la gloria por la crueldad, confundirá al enemigo extranjero con su compatriota inerme, y recibirá odio en vez de amor. He aquí un grande inconveniente, un mal mayor que lo que a primera vista parece, porque él no sólo altera las relaciones más naturales entre el pueblo y sus defensores, sino que con
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tinúa desnaturalizando las que debe haber entre el ejército y el gobierno, entre la autoridad civil y la militar. En efecto, como aquélla no manda por sí la fuerza, como le pide un apoyo casi prestado, como no puede tener para ella el prestigio que la dis ciplina y la gloria vinculan en sus jefes, y como estos hombres importantes y de primera jerarquía, aquella subordinación que debería siempre existir entre el que manda y el que ejecu ta se pierde, y el poder que obedece conoce su fuerza, pone a discusión su cooperación, la presenta como un favor y reclama su premio: quiere luego dirigir y mandar y para ello destruye la autoridad civil y la usurpa después, con lo que se consigue, en fin, esa unidad entre el que manda y el que ejecuta; pero se consigue violando todos los derechos, confundiendo todos los principios y estableciendo el gobierno militar, institución de fuerza y de barbarie que hace degenerar a las naciones y que es del todo incompatible con los principios que la civilización y el cristianismo han proclamado en las naciones cultas. Yo, señor, veo en esta teoría tan sencilla como desconocida, la causa de los motines militares que caracterizan la historia de la infancia de las repúblicas hispanoamericanas, y como creo que este es su terrible cáncer y el origen de sus infortunios y del peligro de su porvenir si la Constitución no se pone en camino de remediarlo, si no injerta de una vez en las más importantes cuestiones sociales que se presentan, en vez de dominar este movimiento de perdición, no hará más que pedir en él una fecha y un lugar, y esto es bien triste para nuestra memoria. Considerada la misma materia en su aplicación a la liber tad departamental o a la independencia de los estados, todos
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sabemos por propia experiencia que no es más que un nombre vano, siempre que los jefes de esos departamentos o estados no puedan ejecutar ni la menor de sus disposiciones sin lograr el auxilio de una autoridad siempre extraña, y las más veces rival o enemiga de la suya, y repito que si se piensa de buena fe en dejar a los departamentos los recursos que necesitan para su gobierno interior, es preciso hacer a la autoridad civil de ellos del todo independiente de la autoridad de los jefes militares. De lo contrario, sería mejor, como más franco y más noble, establecer abiertamente el sistema contrario para que al menos no hubiera pugna. Pero si el fatal principio de la mayoría se realiza, el poder departamental débil, subalterno y miserable se verá siempre colocado entre la voluntad omnipotente y enérgica del gobierno general y la ejecución severa e inflexible de los jefes militares, agentes de la misma autoridad central, y de todo esto resultarán únicamente esclavitud, turbaciones y desastres. Tal es, señores, el sistema de la mayoría respecto del poder local en cuanto a estas cuatro importantísimas materias de administración de justicia, organización interior, hacienda y fuerza: las he recorrido analíticamente para contestar lo que en defensa del proyecto se había hecho, respondiendo a los señores que lo atacaban, y para que quedase patente que bajo estos puntos importantísimos en los que la necesidad de la descentralización se había hecho reconocer de los mismos le gisladores de 1836 y 1838, el proyecto de la comisión contenía un centralismo insoportable.
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Pero entrando ya al examen sintético, poniéndonos frente a frente del principio, debemos desde luego observar como cosa muy importante que este simple hecho de haberse ocu pado la discusión en analizar una por una la extensión de las “facultades de los departamentos” y el aplicar que ha tenido este modo de atacar; prueba la convicción en que todo el Congreso está, sin excluir a los señores de la mayoría, de que la base del proyecto es el centralismo, porque sólo analizando un sistema central se pueden considerar como excepcionales las facultades de los departamentos. En el sistema contrario, en la federación, la soberanía de los estados, cantones o si se quiere departamentos, debe ser la regla general, en la que no entran ni se distinguen pormenores ni detalles. Al expresar esta idea no se me oculta que la comisión ha dicho en su parte expositiva que el poder del centro era sólo un poder excepcional, que en el proyecto se ve el artículo 80 como la fórmula del poder de los departamentos: sé muy bien que ese artículo 80 es una copia literal del artículo destinado en la Constitución de los Estados Unidos del Norte para asegurar la amplitud de la soberanía de los estados, y todos notamos cómo la comisión se refugia a estas analogías, a todas estas ilusiones para hacer entender que no hay enemiga de la federación. Pero todo esto, señor, no es más que una miserable ilusión, y por cierto que es grande la diferencia que separa a la cons titución libre y federativa del país del norte, del proyecto que discutimos. Aquí como allá y en todos los países del mundo se ha reconocido que el poder público podía ejercerse sobre
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una multitud de objetos tan inconmensurables como lo son las relaciones infinitas que produce el Estado social, y nadie se ha atrevido a decir que numeraría uno a uno esos objetos hasta presentar su catálogo completo: tan sólo se le ha dividido para su ejercicio en legislativo, ejecutivo y judicial, considerando que sobre cada uno de esos objetos el poder público ejercía una acción doble, la de establecer la regla y la de ejecutarla. Esto supuesto, en los Estados Unidos se erigió un poder ge neral o central y se le encomendaron, especificando uno a uno, varios de los objetos del poder público, otorgándole sobre ellos tanto el poder legislativo como el ejecutivo y el judicial, y se dijo que toda la demás porción del poder soberano quedaba reservada a los estados también en sus tres grandes divisiones de legislativo, ejecutivo y judicial. Aquí se erige igualmente un poder central y se detallan sus atribuciones, pero el carácter esencialmente distintivo de este poder central consiste en que él reúne solo todo el poder legislativo, de suerte que cuando se dice que se deja a los departamentos todo lo que no se re serva al poder general, se les priva ya a éstos de toda facultad legislativa, y teniendo lugar la fórmula únicamente para ex plicar la amplitud de las facultades de los departamentos en el orden meramente ejecutivo y judicial, resulta que entre las dos constituciones hay esta capital diferencia: que en la una las secciones en que se divide la nación tienen poder legislativo amplio y se dan en consecuencia sus propias leyes, y que en la otra no tienen poder legislativo, sino que el poder general da leyes uniformes para todas esas partes: lo primero es la federación y lo segundo el centralismo.
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Sí, señor, este principio es indudable y la comisión no pue de negar que la diferencia entre el centralismo y la federación consiste en la centralización o descentralización del poder legislativo, porque aunque es cierto que en alguna parte dijo que no había termómetro que indicara el punto de separación entre la federación y el centralismo, por una de aquellas con tradicciones palpables en que ha caído con tanta frecuencia, ella había dicho ya que la extensión de facultades del poder legislativo es la base conforme a la que se debe calificar si una constitución es central o federal, y antes había confesado ya también que este sistema (el federal) conserva siempre un tipo muy distintivo y característico, cual es el de que los individuos que forman la confederación son soberanos que conservan la plenitud de derechos inherentes a aquella palabra; y como la soberanía no es más que el mismo poder legislativo, la co misión está convencida de que su proyecto es un centralismo puro y neto si en él los departamentos no tienen un poder legislativo. Y ¿en dónde lo tienen?, se ha preguntado ya a los señores de la comisión y no responden ni pueden responder. Su táctica es huir a todas las cuestiones; su defensa en este punto consiste en esas ilusiones producidas por el artículo 80 y por los demás de que ya me he ocupado, y si en ellos no ha sido posible encon trar la federación, menos aún lo será al examinar el principio general, puesto que la unidad del poder legislativo está clara y terminantemente expresada. “El poder legislativo, dice el artículo 49, se deposita en un congreso general, etc.”, y no se necesita más que estas palabras para definir el centralismo; de
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esta manera lo han consignado en sus constituciones la Fran cia, la España, el Portugal y la Bélgica, países en que todavía nadie ha señalado encontrar la federación, y con ella misma se estableció aquí el centralismo cuando para destruir la Consti tución federal de 1824 el Congreso general, entonces consti tuyente por usurpación, en la quinta de las célebres bases del decreto de 23 de octubre de 1835 no dijo tampoco más que “el ejercicio del poder legislativo residirá en un Congreso, etc.”. ¿Cómo, pues, se ha dicho muy seriamente por los señores Ramírez y Baranda que en el proyecto de la mayoría los de partamentos daban leyes? Esta es una de las palabras de que los señores de la comisión han huido como contagiada de fe deralismo: para escapar han sacado a luz la de “estatutos”, no queriendo usar siquiera de la de disposiciones legislativas que rigió en el centralismo, y en este punto llama más la atención la inocencia de las intenciones que la inexactitud de las expre siones, porque, en efecto, esta palabra ley, tan antigua como la sociedad, clásica en todas las edades y universal en todos los idiomas, no puede ser disfrazada: todo el mundo sabe lo que significa y la comisión, o cree que la palabra estatuto es su sinónima, o que tiene una significación diversa. Si fuera este último, ha debido definirla con claridad y precisión, y confe sar que los departamentos dando estatutos no daban leyes, y si lo primero, si es que se hubiera dicho con verdad, como se ha afirmado en el dictamen, que en cuanto a facultades legislativas se había copiado exactamente de la Constitución de 1824, sin más diferencia que la de haber sujetado a los departamentos a un régimen uniforme de elecciones y a exigir
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que sus funcionarios públicos tuvieran ciertas cualidades; si esto fuera cierto, repito, y en consecuencia quedaran los de partamentos con la amplia facultad que antes tuvieran para darle leyes en todos los ramos civiles, criminales, de comercio, de minería, etc., ¿no sería, señores, muy absurdo, no sería un verdadero espectáculo de irrisión el que nosotros mandásemos que esas disposiciones no se llamaran leyes, sino estatutos?, ¿y no mereceríamos la compasión del mundo si alguno le fuera a revelar que en ese ingenioso equívoco de palabras cifrábamos nuestra gloria, pensando que con él íbamos a engañar a todo un pueblo y dirimir sus contiendas? Mas esta duda no creo que llegue a tenerse, puesto que el Congreso general sabrá muy bien que él es el legislador único, y que a él sólo toca dar las leyes, y se lo revelará también muy claro, a más de ese artículo 49, el 135, que establece termi nantemente deben ser uniformes y generales todas las civiles, penales, de comercio y de minería, es decir, todas las leyes. No hay que seguir. En ese funesto sistema los departa mentos deben perder no sólo las esperanzas que tuvieran de recobrar aquel antiguo poderío, cuyo restablecimiento, dice la comisión que es el voto de la república, sino también las que el proyecto de reformas de 1838 les hiciera concebir, de tener un día el derecho de promover todo lo conveniente a su bien estar, de fomentar su industria, su agricultura y su minería, de abrir sus escuelas y sus canales; de establecer su fuerza de po licía; de imponer moderadas contribuciones para todos estos objetos, de contar para los ordinarios de su lista civil con las contribuciones que le impusiera el poder general, y en fin, de
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establecer sus prisiones para sustituir un día la sanción moral y religiosa del sistema penitenciario, a esos crímenes públicos que nuestros padres nos legaron con el nombre de penas. Todo esto se ha perdido, nada se ha ganado, y a los departamentos no les queda más que aquel manto despedazado del soberano destituido del que antes hice mención. ¡Cuánto mejor, señor, ya que se quiere adoptar el centralismo con anomalías fede rales, no sería designar expresamente las facultades de los departamentos como excepciones del poder legislativo general según se hizo en la misma Constitución de 1836! Así se sabría lo que tenían, y lo que se les dejaba quedaría asegurado. Pero ahora, después que nada tienen de fijo, por esa facul tad que se da al Congreso general para derogar los estatutos que crea, se oponen a las leyes que él mismo ha dado, nunca tendrán una cosa segura. Esto está muy bien pensado: el Congreso general puede dar leyes sobre todo lo que quiera; tiene la facultad de prevenir en cuantas materias le parezcan los puntos mismos sobre cuyo desarrollo secundario deben recaer los estatutos; armado de este poder no hay ya estatuto, y más diré, ni constitución tam poco que no esté irremisiblemente sujeta a toda ley anterior o posterior. Esto es muy claro, y sólo me asombra el ver que el señor Ramírez no crea todavía con esto suficientemente suje tos a los departamentos: en el proyecto, por el bien parecer, se puso ese artículo 80, y el vano ropaje del fantasma inerme asusta de tal suerte a su señoría que ya nos ha dicho por dos veces que ese artículo 80 no podría quedar sino agregando a las facultades del Congreso general la muy vaga de dar leyes
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sobre todo punto de interés general. Yo, convencido de que los departamentos no tienen ya nada que perder, no me alargo ante esa nueva fórmula de arbitrariedad, ni me espanta esa nueva cadena de una esclavitud ya demasiado bien asegurada; y sólo fijo sobre este hecho la atención del Congreso para que vea la realidad de las promesas que se hacen de descentralizar el proyecto en la discusión particular, porque en efecto, en política estas dos palabras, interés general o interés local, son tan vagas y tan arbitrarias que si se adoptan como base de la división de los respectivos poderes no hay ya interés local que no se pueda decir interés general y someterse, en conse cuencia, al poder central, pues aun lo más local, por ejemplo la instrucción primaria y los arbitrios de los pueblos, pueden decirse generales, ya porque todos los lugares de la república necesitan escuelas y fondos de propios, como porque serán trascendentales a toda la república el buen estado de las es cuelas y de los fondos de propios de cada pueblo. Pero sea que quede el proyecto como está o con la adición del señor Ramírez, esa omnipotencia del Congreso general es, en mi concepto, inadaptable, aunque en su apoyo se cite, como lo hizo el señor Baranda, la Constitución de 1824. Este fue su gran defecto: ella erigió dos poderes que quiso fuesen independientes y reconoció la necesidad de una autoridad legítima que dirimiese sus contiendas; pero olvidó que inves tir a una de las dos de ese derecho era hacer juez a la parte y destruir la independencia misma de los poderes: olvidó en esto el consejo de la razón, la autoridad de la experiencia y el mismo ejemplo brillante de los Estados Unidos; y el resultado
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fue el que era de esperarse, porque sobre este punto no hubo más constitución que la anarquía y la fuerza. Cuando los es tados eran poderosos infringían las leyes generales, y cuando el poder general fue fuerte, como en los días de la agonía de la federación, atacó escandalosamente la independencia de los estados, y una u otra cosa sucederá siempre que no haya entre los dos ese regulador tan necesario, que la Constitución de 1836 colocó en el poder conservador y que alguno de los señores diputados de este Congreso pidió en 1833 se colocase en la corte de justicia revuelta con el Colegio de Abogados de la capital. Ni creo que a estas observaciones tan justas sobre la necesi dad de distribuir y equilibrar el poder público en la forma más conveniente se conteste con seriedad, como ya se ha hecho por los señores Ramírez y Castillo, diciendo que el Congreso gene ral será elegido por los departamentos y tendrá su confianza. Sí, señor, en una república popular donde todos los cargos son electivos, no sólo el Congreso, cada funcionario público ha merecido la confianza nacional, y si el argumento fuera bue no, de aquí se seguiría que a cada uno de esos funcionarios se podían encargar las atribuciones de todos los demás, pero tal aserción será siempre un absurdo. El legislador que constituye a una nación debe fiar en las instituciones y no en los hom bres, y el pueblo mismo debe colocar todo prestigio personal en una línea muy inferior al respeto sagrado que merece la Constitución. Que ésta divida el poder público y lo reparta como crea más conveniente: que señale a cada autoridad la extensión de sus facultades, sus límites y su responsabilidad:
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que fije a cada una la forma de obrar que dé más garantías al bien público: que los equilibre y modere entre sí, que después el pueblo elija los que crea mejores para desempeñar estos poderes, y entonces tendrá ya lugar la confianza que cada uno merezca para el exacto cumplimiento de los deberes que se le prescriben; pero querer que valga ahora ese argumento de confianza es trastornar todas las ideas: de ello se seguiría que no había ciencia política, que las constituciones eran inútiles, y que en vez de ocuparnos en dar una a la república, no se debía hacer otra cosa que convocar a toda la nación para que depositara el poder absoluto en el ciudadano que le mereciera más confianza. Todas las observaciones hasta aquí expuestas se han reduci do a dar a conocer el sistema de la mayoría en cuanto a la dis tribución del poder local, o lo que era lo mismo, en averiguar si su base fundamental era el centralismo o la federación; y yo veo con profundo sentimiento que me haya obligado a fasti diar la atención del Congreso con tan largo discurso cuando todo lo dicho se habría ahorrado si la comisión hubiese confe sado con franqueza y mostrado con claridad los principios de su sistema. Entonces yo hubiera gastado este tiempo precioso en dilucidar las gravísimas cuestiones que aún nos quedan so bre algunas de las otras bases de la Constitución, y sobre todo en examinar la conveniencia de los sistemas que se disputan el triunfo; pero ya que no he podido hacerlo todavía y precisado a ver la montaña por todos sus puntos de vista como nos lo ha exigido el señor Baranda, debo antes hacer una corta digresión sobre un punto en el que el honor de los que componemos la
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minoría de la comisión exige que se hable, aunque no perte necen tal vez esas especies al plan de este discurso. En efecto, urgido el señor Ramírez por los argumentos irresistibles del señor Muñoz Ledo al contestar su discurso, se desentendió de impugnarlos y ocurrió por toda respuesta a querer persuadir que siendo iguales el dictamen a discusión y el voto particular, o los dos eran centrales, o los dos eran fede rales, explayó esta idea por medio de una larga comparación y pasando de allí a repetir lo que ya se había dicho antes sobre la inconsecuencia que se supone en la conducta de la minoría, concluyó creyendo que todo estaba hecho, como si de demos trar que la minoría había errado pudiera seguirse nunca que el proyecto de la mayoría fuese bueno. Sin dificultad convendrá, señor, la minoría, en los defectos de su obra, los anunció ella misma desde el primer día: nunca tuvo pretensiones de originalidad y confesó que la Constitu ción sólo podría formarla el Congreso, cuya obra no será en todo caso más que el resultado de esa suma de luces de la que tan débil parte le tocara, pero sostendrá sí que su obra buena o mala no es la de la mayoría, y en cuanto a su conducta tienen la conciencia íntima de que ha sido demasiado desinteresada, franca y decente para que necesiten recurrir al silencio cuando son tan solemnemente acusados. En cuanto a lo primero, ha sido curioso sin duda el ver cómo se ha atacado el voto particular. Según conviene ya, se le pinta como la exageración del federalismo, como la expre sión neta del sistema demagógico más exaltado que se pueda concebir, ya se dice que no difiere del dictamen más que en la
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palabra, y ya se asegura también que es todavía más central que el proyecto mismo. ¡Dichosa obra, señor, que ha venido al mundo para probar el error de las primeras verdades mate máticas, mostrando que una cosa era al mismo tiempo igual, mayor y menor que otra! La igualdad la ha deducido el señor Ramírez de comparar muchas de las facultades del Congreso general que son iguales en uno y otro proyecto, y con ocasión de esto se ha dicho que estando perfectamente de acuerdo, sólo hemos reformado la redacción y variado la colocación para presentar una obra al parecer nueva; y yo no extraño, señor, que quien tal oiga y crea se vea tentado a tomarnos por caprichosos niños que hemos convertido este gravísimo asunto en pueril juego. Pero séame lícito decir que nunca el Congreso había escuchado una paradoja igual a la del señor Ramírez cuando sostuvo que nosotros negábamos al Congreso general el derecho de abrir puertos y establecer aduanas marítimas, y que esta era la sola de las facultades concedidas en el proyecto al Congreso general que nosotros le negábamos. Mucho es el empeño de su señoría en que la Constitución que defiende se parezca a todas las constituciones federales del mundo sancionadas o en proyecto. Ya oímos en el dicta men, como antes dije, que esta Constitución no disminuía las facultades que tuvieron los estados por la de 1824 más que en algunos puntos generales sobre elecciones, y ahora ya no tenemos puntos de diferencia, puesto que la que encuentra el señor Ramírez es imaginaria, porque concediendo nosotros exclusivamente al Congreso general todo lo que toca al comer cio extranjero, es claro que en ello entra el abrir los puertos
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y establecer las aduanas que él requiere. Mas ¿y la unidad, el centralismo de la legislación no merece ser mencionada?, ¿es igual decirle a un poder “tú tienes todas las facultades legisla tivas”, que señalarle únicamente algunas de ellas, bien pocas y muy determinadas, reconociendo que todas las demás per tenecen a los estados, cuya independencia y libertad en todo lo que no vea a las relaciones exteriores y a la conservación de la unión federal, o en otro modo, cuya soberanía en su organización interior, se proclama como el primer principio de la Constitución? Si así lo cree su señoría, si el señor Castillo juzga también que nosotros no hemos llegado a proclamar el principio fede ral con tanta amplitud como la que le resulta del artículo 80, al que de paso calificó su señoría de dogmático, palabra de moda en el criterio constitucional de hoy, pero del todo inade cuada a principio tan claro como positivo, nuestra discordia puede acabar hoy mismo: que se reconozca que hay un poder legislativo en los departamentos y que se establezcan entre él y el general los mismos límites que demarca el voto, y yo estoy conforme. Aunque para nada lo juzgo útil prescindiré de la palabra: salvando la cosa será igual para mí que se le establez ca llamándola por su propio nombre, o bien definiéndola, y en esto nada perdería la comisión, puesto que sacrificábamos la palabra en que asegura está toda nuestra diferencia, y que nosotros recibiríamos una lección de sesura y juicio, quedan do convencidos de que la disputa era de palabras, y que los enemigos de la federación han reducido ya su odio a sólo la palabra. Y esto, señor, sería tanto más juicioso cuanto que,
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según ha dicho el mismo señor Ramírez, lejos de que con el voto particular se estableciera la federación, los departamen tos perderían con él todas aquellas libertades que su señoría nos acusa de haberles quitado y que pretenden se encuentran en el proyecto impugnado, con lo que su señoría prueba el último extremo, es decir, que el voto particular es más central que el declamen de la mayoría. Veamos por qué: Observa su señoría, en primer lugar, que nosotros estable cemos que debe ser uniforme el valor y uso del papel sellado, y esto lo ha pintado como una tiranía insoportable, como un atentado contra los derechos individuales, porque le parece inconcebible el despotismo de obligar a un hombre a que no defienda sus derechos más que en papel sellado. Confieso que a mí no me asusta esta tiranía, pues, al contrario, la veo como una garantía importantísima de la seguridad de los actos públicos en que se consignan y conservan los más preciosos derechos de las familias, y como por la naturaleza misma del sistema federal debe ser uniforme en toda la república el modo de probar esos derechos, nada es más natural que hacer uniforme el valor y uso del papel sellado; pero, señor, seamos francos, ¿no establece el proyecto de la mayoría que las contri buciones deben sistemarse sobre bases y principios generales? ¿Dónde dijo, ni cómo quiere ahora que la del papel sellado se sisteme sin bases ni principios generales? ¿No da el mismo proyecto al Congreso general el derecho de declarar generales y de arreglar uniformemente las rentas que le parezca? ¿Qué garantía hay de que una de éstas no sea el papel? A más, su puesto que el poder general arregla los actos civiles en que se
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usa del papel sellado, ¿cómo dejará de ocuparse de fijar su uso y valor? y con todo ¡este es el mejor argumento! En efecto, después observó el mismo señor Ramírez que nosotros concedíamos al gobierno general el derecho de erigir establecimientos de instrucción pública en los estados sin impedir a éstos el derecho de fundar los suyos ni ocupar sus rentas, y su señoría declamó mucho contra esta medida, dando por única razón su temor de que el Congreso general mandara abrir escuelas donde se enseñaran las máximas del despotismo y de la tiranía. ¡Lamentable inconstancia de la fortuna! ¡Aquel Congreso general que no hace poco merecía una confianza ilimitada y se presentaba como la suma de toda la sabiduría y virtud que se necesitan para verlo todo y go bernarlo todo, ya no merece confianza ni para mandar abrir un colegio! ¿Se puede decir esto con seriedad, señores? Y aun cuando así fuera, entre el sistema que deja a los estados el derecho de poner otro colegio enfrente, y el que somete todos los establecimientos de instrucción al poder general, dándole el derecho de fijar las bases, ¿cómo se tiene valor de hacer comparaciones para deducir que esto último es más franco y liberal hacia los departamentos? Falta sólo el último argumento, que es también el peor, por desgracia. El señor Ramírez ha tomado el artículo del voto particular en el que se obliga a los estados a organizar su gobierno interior bajo las bases del sistema republicano representativo popular, y nos ha reprochado esta disposición como otro acto de despotismo y de tiranía ejercido contra la independencia de los estados, anunciando después que en el
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dictamen que su señoría sostiene, los departamentos no están sujetos a esta traba. Es de sentir que el señor Ramírez tenga ideas tan falsas de la soberanía, pues no han sido pocos los errores cometidos por su señoría en consecuencia de ello: ya confunde la soberanía con la democracia, y hablando de aquélla como debe hacerse de ésta, la supone una forma de gobierno variable y suscepti ble de cambio y combinación, y ya la trata como una especie de unidad indivisible, y cree que dándola a los departamentos o reconociéndola en ellos, no se la puede poner limitación al guna, de suerte que juzga que admitida a la federación las par tes confederadas quedan en toda la plenitud de los derechos de soberanía de una nación independiente. ¡Craso error que nos llevaría a establecer que la federación es imposible! Mas ha olvidado que Montesquieu, a quien tanto cita, establece muy exactamente que la federación es una sociedad de socie dades: que no puede ni aun concebirse esta idea de federación sino bajo el supuesto de ceder a un poder único parte de los derechos de esas fracciones, y de imponerles como deberes aquellas condiciones que se necesitan para la conservación del lazo común, y que sin duda una de las más importantes es la de que tengan una organización análoga. Montesquieu mismo ha dedicado un capítulo de su inmortal obra para demostrar que “La Constitución federativa debe componerse de estados de una misma naturaleza y sobre todo de estados republica nos”, y allí puede verse no sólo la necesidad de la disposición sancionada por la minoría, sino también que las repúblicas federativas mejor organizadas han sido aquellas en que se ha
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observado esa regla que el señor Ramírez califica de tiranía insoportable: ella está observada en los Estados Unidos, y ella, señor, debe ser una de las bases fundamentales de la Constitu ción de nuestra patria, en la que ninguno de nosotros pudiera jamás ver sin profundo dolor que se elevasen gobiernos aris tocráticos o monárquicos. Pero… yo me he extraviado, justificando esa medida cuan do por toda contestación debería haber preguntado a su seño ría si en esa Constitución unitaria, si en ese régimen central, ¿cada departamento deja de tener esa sujeción, y si está en con secuencia libre para adoptar fuera de la republicana la forma de gobierno que quiera, de suerte que al dar las constituciones particulares, podamos tener democracia pura en el departa mento de Zacatecas, aristocracia hereditaria en Guanajuato y monarquía en Puebla? Yo no quiero responder, baste lo expuesto para mostrar a todos lo que es necesario resignarse para probar que la minoría se separó por una palabra y que quiere todavía o un centralismo menos amplio o una federación más restringida que la mayoría. Anunció también el señor Ramírez que esta especie de con tienda era una cuestión de primogenitura, y citó el ejemplo de Jacob y Esaú. Ignoro qué papel nos tocará en esta com paración, pero de Jacob no engañaríamos al anciano ni nos disfrazaríamos con piel alguna ni haríamos el menor esfuerzo por obtener esa primogenitura que para nada queremos; de Esaú tampoco la venderíamos por un plato de lentejas… la daríamos dada, rogaríamos, como lo hicimos, por cederla.
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En efecto, señor, la minoría creyó siempre que las conferencias privadas de la comisión, que cuanto allí había pasado en la intimidad de la confianza no debía revelarse en la tribuna, y guardó silencio; mas ya que la mayoría en una parte exposi tiva de que ni noticia tuvimos nos ha presentado a la nación bajo tan desfavorable aspecto, ya que allí merecimos el agra dable título de inocentes descorreré yo el velo, seguro de no ser desmentido. Cuando en la comisión de Constitución se pensó en que uno de su individuos trabajase alguna especie de plan que nos sirviera de trama, esa comisión recayó en el señor Espinosa de los Monteros, quien facultado para escoger un compañero me honró con esa distinción; comenzamos entonces a trabajar, y por cosas que no es del caso referir, adquirimos la íntima persuasión de que nuestra obra embarazaría a aquellos de los señores de la comisión que no opinaban con nosotros en cuan to a la base fundamental: bien conocíamos que la formación de un plan facilitaría el triunfo de una idea, bien conocíamos todo lo que se podía conseguir discutiendo artículo por artícu lo; previmos que por este medio lograríamos mayoría en mu chos puntos y sabíamos todo lo que nos debían hacer esperar el favor y la indulgencia de nuestros compañeros. Teníamos, pues, la primogenitura y la cedimos, insistimos hasta que fue preciso elegir otro y sólo nuestros votos decidieron en favor del nombrado después. El nuevo proyecto se presentó, yo nada diré de él. En cuanto a mí, desde los primeros días anuncié sin embozo mi decisión por el sistema federal y mi resolución de no votarlo
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con supercherías ni disfraces, sino con su propio nombre, y expuse también mis ideas sobre las garantías individuales, la organización de los poderes generales, sistema de hacienda y fuerza y otros pormenores, y como ellos estaban en gran parte en oposición con las del proyecto las combatí con una tenacidad que causaría fastidio. Ni fui solo en esto, casi todos atacaban: en la sustancia sufrió el proyecto mil alteraciones, y en cuanto a su forma y redacción el disgusto era general, y tanto, que poco antes se quería por los señores que lo iban a firmar, que una comisión lo redactase de nuevo y lo redujese a la mitad, invitándonos para que en esa redacción redujése mos nuestras diferencias a la simple palabra: con sólo unir nuestros tres votos a esta opinión la cosa era hecha, pero los unimos a la opinión contraria: quedó como estaba el proyecto, y entonces le dimos una leída. Lo que pasó ese día no debe olvidarse, y fue de tal suerte que el señor Ramírez lo explicó diciendo que el proyecto a nadie le gustaba, y hasta los dos días no hubo mayoría, y fue una mayoría de firmas y no de ideas, una resignación a que hubiera algo según dijeron dos de los señores de la mayoría, y según yo pudiera asegurarlo con toda mi conciencia. Jamás vi un desprendimiento mayor en favor del bien público, y tributo gustoso ese homenaje a la mayoría que con dolor combato, atacando un proyecto que quizá no aprueban más que yo. Esto supuesto, señor, no puedo convenir en la exactitud de unas proposiciones que leo en la parte expositiva del dicta men. “Cierto es, se dice, que el proyecto que presentamos ha sido discutido y aprobado por la comisión entera”: esto no es
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exacto, puesto que separados ya por la idea fundamental, no asistimos a los últimos trabajos de la comisión y ni aun leímos títulos importantísimos, tales como los del poder electoral, hacienda, fuerza y conservación de las leyes fundamentales. “Cierto, continúa, que en la casi totalidad de sus artículos y aun en su redacción han estado de acuerdo los señores que disienten”. Tampoco es esto cierto: prescindiendo de que mal podíamos haber aprobado artículos que no leíamos respecto de los que tuvimos conocimiento, votamos en contra de todos los que hemos impugnado en esta discusión y de otros que pertenecen a la particular; y si sobre este punto tuviéramos alguna observación que hacer, sería la de que en el dictamen se encuentra variado algunas veces lo aprobado y otras sus tituido con ideas antes unánimemente reprobadas. Citaré un solo caso. Desde los primeros días, al tratar de las garantías indivi duales, convenimos todos en la necesidad de evitar que los consejos de guerra fueran, como van siendo, el poder judicial de la república en materias criminales, y yo propuse esta forma: “La jurisdicción de los tribunales militares en ningún caso puede extenderse sobre los individuos no alistados en el ejército”; nos pareció mala y se propuso esta: “Nadie puede ser juzgado y sentenciado más que por los jueces de su propio fuero”, mas advertimos que si bien libraba a los paisanos de los tribunales militares, producía el mal de establecer consti tucionalmente que los fueros no tenían casos de excepción, absurdo que ninguna legislación ha sancionado, y conveni mos en esta forma que se lee en el voto. “Por ningún delito
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se pierde el fuero común”, mas ahora veo que la comisión ha adoptado la redacción reprobada y que la fracción sexta del artículo 7o da a los fueros privilegiados esa terrible y nunca vista extensión. Esto supuesto, ¿cómo se nos acusa de inconsecuencia? La minoría no la ha tenido, señor, lo que aprobó lo ha firmado; aquello en que convino en la comisión lo votará aquí y cuan to aquí dice y sostiene lo sostuvo antes allá, porque en estos momentos de duda y de peligro la franqueza ha sido y será su norte. Sin misterio ni disfraz han dicho y dicen su sistema, con la tranquilidad del hombre que poniendo la mano sobre el corazón no siente ni vergüenza ni remordimiento: la fe deración francamente adoptada y seguida con consecuencia es su sistema: no han prescindido de la realidad, porque ella se presentó a sus ojos como indispensable al bienestar y la libertad de la república, y supuesto que este sistema envolvía no una abstracción, como quería el señor Bocanegra, ni una palabra como pretende el señor Ramírez, ¿a qué quitarle el nombre? En otras circunstancias, esto hubiera sido de poco valor, pero atacada e insultada la federación, fue sin duda un deber para los que la sostenían no avergonzarse de una causa eminentemente justa, ni ocultarla como se encubren el crimen o la mentira. Pero me he extraviado del examen del proyecto y olvido que tengo que dar la vuelta a la montaña para conocerla. El señor Baranda ha tomado esta comparación con mucha exactitud: cuando se contempla una figura de aquellas que los geómetras llaman regulares, porque tienen una ley fija en sus
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proporciones y tamaños, basta ver un lado para determinar el resto; pero en una montaña es necesario no sólo ver todos sus lados, sino medirlos con una suma exactitud para poder determinar su figura y mostrar su relieve. Vista ésta ya por el modo en que repartió el poder local y general es necesario ver aún cómo están constituidos esos poderes generales, único principio de acción, única esperanza de vida de una nación privada ya de los inmensos beneficios de las instituciones locales. Sabemos que el poder general es todo, pero nos falta ver que será ese todo. Si hemos de creer a la comisión, ella ha estado dominada de una idea grande y fundamental, cuya exactitud y pro fundidad yo reconozco, la de que la democracia debe ser el principio y el fin de las instituciones sociales en México, y llevando este principio como una antorcha para juzgar de las constituciones que han pasado, no sólo condena severamente a la de 1836 porque ahogó ese principio, sino que juzga con mucha severidad el código de 1824, porque no la organizó. “Aquella constitución, se dice, fue la escritura de transacción que otorgaron todos los sistemas excepto la verdadera demo cracia”, y más adelante se asegura que “en ella se combinaron todos los sistemas, dominando la federación en el legislativo, la monarquía en el ejecutivo, la república en los estados y la democracia, solamente en lo que la Constitución calló y descuidaron los estados en el sistema electoral”. Continúa después: “Así organizada la sociedad, así representadas las pasiones, más bien que los principios políticos, no se echó una mirada siquiera sobre lo que se tomaba por base del edi
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ficio social, y desmoronado en sus fundamentos, era preciso que cayera todo entero. La soberanía reside radical y esen cialmente en la nación, decía su acta constitutiva, y esto era proclamar el imperio de la democracia, esto era constituirla en primer principio; y bien, ¿cuál fue la organización que se le dio a este motor de la máquina social?... Ninguna, absolu tamente ninguna, lo que se hizo fue abandonarla a su instinto y a su inexperiencia para que luego pasara a sus excesos y a sus furores. Los otros principios políticos que estaban enca jonados en la Constitución no podían resistirla con ventaja, porque entre sí mismos se embarazaban y uno de ellos, el de la federación, lejos de ayudarlos a moderar, obraba en sentido inverso, porque él revestía a la democracia de formas visibles y palpables, él la organizaba de manera que la armaba de un poder irresistible”. Prescindo de la palpable contradicción de este juicio en el que se asegura al mismo tiempo que la Constitución de 1824 calló y descuidó el principio democrático, que se vio abandonado en ella y que no entró en la escritura de transac ción que otorgaron los demás principios, “y que esa misma Constitución revistió a la democracia de formas visibles y palpables y la armó de un poder irresistible”; pero observo, señor, que todo el que medite los párrafos que acabo de leer, juzgará que la comisión que tan severamente condena a todos los legisladores pasados porque reprimieron o no organizaron la democracia nos presentaría un proyecto en que esta misma apareciera fuerte y organizada como el principio creador y conservador de la Constitución.
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Y ¿qué es lo que ha hecho bajo este aspecto, señores? Des pués, repito, de aniquilar la única forma bajo la que han sido posibles los gobiernos republicanos y democráticos en nacio nes extensas, al organizar los dos grandes poderes nacionales, el legislativo y el ejecutivo, no sólo ha olvidado los principios de una racional y justa democracia y las más importantes necesidades del sistema popular, sino que ha puesto en ellas a grande peligro las instituciones liberales y republicanas de nuestra patria, como lo verá cualquiera que atentamente las examine. La comisión ha conservado el saludable principio de dividir el cuerpo legislativo en dos cámaras, pero ha llegado hasta ella y desgraciadamente la ha seducido la idea de establecer una cámara aristocrática, una cámara que ella ha llamado franca mente de importación europea, y cuya bondad la funda dicien do que en el país de su origen nadie duda ya de su utilidad. Mas yo confieso, señor, que no encuentro el modo de importar una tal institución de países aristocráticos y monárquicos a una sociedad en la que no hay nobleza ni género alguno de aristocracia, como profusamente he tratado de probarlo en un escrito reciente. En Europa las cámaras altas se componen de la nobleza y la representan como a una parte constitutiva del Estado, sin que ello sea un invento de las constituciones, sino sólo la expresión del estado social. La aristocracia ha sido un poder y la cáma ra alta una de su últimas formas, y cuando digo aristocracia recuerdo que toda aristocracia, y muy particularmente la que se trata de importar, se ha fundado y constituido en la orga
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nización de la propiedad raíz. Ella nació en el feudalismo, y de allí viene toda. Cuando los pueblos bárbaros invadieron el continente europeo y lo ocuparon, se vio a los jefes o príncipes de aquellas legiones dar a sus soldados por sólo un año ciertas porciones de tierra para obligarlos a pasar a otra el siguiente: este era el estado salvaje. Luego pudo ya el vasallo cultivar siempre una misma porción de terreno, pero el terreno era de su bárbaro señor, y él no era más que un siervo: pertenecía a la familia de aquél, le seguía a la guerra, obedecía sus leyes, le pagaba duros tributos y en sus negocios lo tenía por único juez. Este fue el apogeo de la aristocracia o del despotismo de los nobles, y todo fue miseria, desorden y confusión bajo tan imperfecto estado. Conspiraron contra él la ambición de los reyes, los privile gios de las ciudades, la fuerza de la propiedad libre y el poder del comercio que se levantaba como un rival de la propiedad raíz; y la nobleza, en lucha por muchos siglos, perdía y ga naba sucesivamente, pero siempre sus triunfos o sus derrotas estaban en razón directa de las modificaciones que sufría la organización de la propiedad raíz vinculada. Luchó con los reyes y con los pueblos, y al fin vencida por uno y otros, llegó un día en que estos tres poderes tomaron un estado normal y se repartieron el poder: entonces los nobles, débiles ya e impotentes contra el trono, reconocieron su supremacía, le rindieron homenaje y se ligaron con él contra un enemigo común, el pueblo, que no quiere ni reyes ni nobles. Esto ha constituido las monarquías modernas, gobiernos verdaderamente mixtos, y en los que la aristocracia ejerce más
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o menos influjo según que ha quedado más o menos fuerte la vinculación de la propiedad raíz, hecho que reasume el poder en una clase (en los dueños del terreno) y que impone la obediencia a otra (a los cultivadores). Así, no sólo no ha sido siempre lo mismo la nobleza en las monarquías, sino que hoy no son iguales todas las aristocracias europeas, y esa feliz combinación que aquí se quiere realizar no existe allí en su perfección más que en un solo pueblo, en Inglaterra, cuyo Es tado es tan excepcional que en las demás monarquías mismas no se le puede imitar. Aún no llega a él la Alemania, en la que el feudalismo puede todavía encontrarse, y donde los derechos de los reyes, príncipes, varones y ciudades libres, componen un gobierno complicadísimo que en nada se parece a aquél: tampoco puede encontrársele en esos diversos Estados en que fuerte y poderosa la monarquía domina sola, y en los mismos países en que se ha querido copiar las instituciones inglesas, ¿qué ha sucedido? Observando a España y a la Francia, ve mos allí una nobleza rica, antigua, gloriosa e influyente, y con todo, hasta hoy la cámara aristocrática y el consiguiente equilibrio de la monarquía constitucional no han existido, tan sólo porque la aristocracia no era ya un verdadero poder, en una palabra, porque disminuidas sus propiedades y destrui dos todos los antiguos privilegios que estaban concedidos al dueño de la propiedad raíz vinculada, no hay ni señores ni siervos, de modo que la cámara aristocrática, convertida en vana sombra, nunca ha mediado, nunca ha contenido ni al pueblo contra el rey ni al rey contra el pueblo: ¿qué ha hecho en Francia en veintisiete años? Ni contuvo a Carlos x contra
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la Constitución, ni defendió la dinastía contra el pueblo, y a fe que ninguna de estas dos revoluciones se hubieran verificado en Inglaterra. En cuanto a España, yo no sé si el senado pueda ser ni aun sombra de aristocracia, y lo cierto es que nada ha hecho allí, ni puede aguardarse que haga. Para mí estas observaciones no tienen respuesta, y por ellas creo que la cámara aristocrática y la monarquía constitucional no son más que un estado de transición: del feudalismo se pudo descender por ella a la libertad; pero la democracia no se puede retroceder a ella, porque no hay a dónde ir por ese camino y porque en esta época en que todas las constitucio nes se relajan en el sentido de la libertad, no es para nosotros posible hacer lo contrario. Así pues, aun cuando olvidando de dónde veníamos y lo que somos creyésemos que pudiéramos realizar ese estado, ¿cómo lo haríamos cuando hemos visto que teniendo la nobleza hereditaria no se ha podido hacer en países mucho más favorables para ello? ¿Dónde está el secre to prodigioso que hace posible esa importación? ¿Cuál es la aristocracia que vamos a tener? Dónde los títulos de nuestra nobleza con sus recuerdos, sus glorias y aun sus preocupacio nes?, ¿dónde están su poder y su fuerza, es decir, su principio regenerador, la organización de la propiedad raíz estancada en una clase vinculada para los primogénitos y fuerte por los privilegios que sujetan al cultivador? ¿Y en cuál grado de esa institución estamos? ¿A qué nos parecemos o nos vamos a parecer, a la Inglaterra, a la Francia o a cuál otro país?... Por Dios, señor, que no soñemos, ni menos en instituciones de esa naturaleza, contra la cual daré una razón última e incontesta
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ble con sólo preguntar a la comisión si cree que importada la aristocracia europea ésta podrá aquí organizarse sin recurrir a la monarquía. La cámara alta es un escalón entre el pueblo y el rey, y donde no hay trono no se necesita ese escalón; para una monarquía es un elemento que se combina muy bien, para una república es un poder de muerte que lo arrollaría, y no creo que en Inglaterra pensase nadie en colocar las cámaras de los pares entre la de los comunes y un presidente que durara cuatro años. ¡Gracioso empeño el de importar para una repú blica la monárquica cámara de los loores ingleses! Más hay: yo no sé cómo la comisión se ha lisonjeado de constituir una cámara aristocrática por medio de la elección popular. Exíjanse las cualidades aristocráticas que se quieran en los electos, esto no quiere decir más, sino que se reduce al pueblo a tomar sus representantes de entre un número reducido: serán ya no más ciento o mil personas las que queden elegibles para el senado; pero como las condiciones que se requieren, sean las que fueren, no son más que una probabilidad de tener esos intereses excepcionales, ese espíritu aristocrático y esa oposi ción a los intereses y las ideas de la multitud, que se buscan en el senado si se deja al pueblo la elección, él escogerá de entre ellos los que separándose de esas ideas tengan las inclinacio nes mismas de la multitud que elige, y si se quiere una buena prueba de ello, recordemos que en esa revolución de Francia, tan grande y tan asombrosa, era un noble el que condujo pri mero al pueblo al Campo de Marte, y el que peleando por la libertad hasta sus últimos días, acabó de destronar la dinastía
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de los Borbones; recordemos que en el seno de la asamblea nacional se levantó para destruir la tiranía y herir de muerte a la aristocracia una voz tan aterradora y elocuente, cual ja más la habían escuchado los siglos; y que esa voz era la de un vizconde, la de Mirabeau, y no nos olvidemos, en fin, que la proclamación de los principios de la igualdad más absoluta, que la exageración de las más democráticas doctrinas, que los excesos y furores de aquellas horas de delirio popular conta ron entre su más ardientes promovedores, entre sus jefes más resueltos, a un noble y al noble más grande que contaba la Francia, al que estaba más alto que otro alguno en las gradas del trono, al duque de Orleáns, cuyo hijo reina hoy en Francia. ¡Y vosotros que no tenéis nobleza, fiaos ahora en los aristó cratas que el pueblo elija! Y ¿de dónde a más sacáis esos aristócratas? Prescindamos ya de toda idea de nobleza, de toda tentativa de importación europea y reduzcamos a buscar una aristocracia sin intereses fijos, sin prerrogativas políticas, una aristocracia mexicana, en fin, busquemos un fantasma que yo no sé a qué se parezca ni cómo se llame, ¿de dónde, repito, sacáis esos senadores? La piedra de toque de la comisión es la propiedad, la alta propiedad. Iremos, pues, primero a buscar la alta propiedad territorial, y a la verdad que ignoro de qué manera un giro reducido al último apuro, un giro que treinta años de revo lución y de desastres han reducido a una quiebra espantosa, pueda ser considerado como el germen de la aristocracia. Excluid a todas la familias que han visto sus fincas desoladas e incendiadas por la mano del enemigo, excluid todas las que
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por consecuencia de esos mismos desastres y de la antigua bancarrota territorial que viene de tan lejos, no tienen des pués de mil sudores y afanes, el producto libre que requiere la comisión; excluid todos los que no tienen más que pequeñas fincas, y habréis quitado a la mayoría inmensa de la clase agri cultora para dejar sólo los honores y las consideraciones a los afortunados herederos de esas enormes porciones de territorio cuya división debe ser favorecida por todo hombre pensador. En la infancia de las artes y la industria tampoco pueden encontrarse en ella los grandes capitales que la comisión busca, y es necesario ir sólo al comercio, al alto comercio: ¿y sabéis, señores, lo que es proponer esto? Pues bien, el mundo llora y gime hoy bajo el duro peso de esa aristocracia mercantil que todo lo pesa y lo mide en sus libros de caja: de esa aristocracia que sin los elevados sentimientos de honor ni el patriotismo entusiasta que tuvo al menos la nobleza hereditaria, no ve en el mundo y en su patria más que un solo objeto, la ganancia, ¡y es precisamente esta aristocracia que rechaza el mundo, la que la comisión quiere llamar sobre nosotros, donde ni siquiera es patricia sino que es toda extranjera! Pero ¿el clero, y el ejército, y los grandes funcionarios civi les? Se dirá que, para responder yo, hoy no diré más sino que se trata sólo de la propiedad, y que por ello el clero y el ejército y los funcionarios civiles están excluidos por la comisión al exigir a los individuos cuyo capital consiste en los proventos de un empleo, comisión o beneficio eclesiástico, a más de la renta de tres mil pesos, una propiedad territorial que valga veinte mil libras.
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Verdad es que la comisión, que sabe muy bien que los obispos no pueden tener ninguna propiedad territorial, les abre la puerta para que entren al senado, y sea que tal con tradicción sea uno de aquellos contrasentidos en que no ha andado escasa, o lo que el Congreso quiera, no cabe duda en que los obispos están del todo excluidos y que lo quedarán casi también los demás individuos del clero, en el que ya no pueden verse esas propiedades territoriales que la comisión desea. Quedarán también excluidos los individuos del ejér cito, porque cuando la miseria ha gravitado sobre esa clase, cuando los valientes generales del ejército no han podido ser pagados o han sacrificado sus sueldos a la avaricia de los agiotistas, ¿cómo pueden tener esas ricas fincas? Yo recuerdo que no ha muchos meses que los beneméritos generales que componen la corte marcial, dijeron públicamente que estaban en tal miseria que no tenían con qué pagar ni a sus criados mismos, y esta es también la suerte de los más altos e ilustres magistrados civiles. Con esto nada valora en los antiguos servidores de la na ción los méritos de la carrera más distinguida, sea en las ar mas, en el gobierno o en la magistratura; todos esos hombres tienen para la comisión un delito imperdonable, el de haber salido de la administración de los negocios con las manos puras y en una pobreza honorosa; quedan también excluidos todos los hombres de alta inteligencia y de virtud elevada, siempre que no sean de fortuna, y las puertas del poder que de esta suerte se cierran para todo lo que hay de noble e ilustre en una república, se abrirán de par en par a todos los que tengan
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fortuna, sea cual fuere el modo de adquirirla, y no es extraño que algún día tengamos un senado de agiotistas. ¡Hermosa aristocracia, por cierto! Yo recuerdo, señor, que cuando en la comisión combatí estas funestas ideas, recordé que bajo la Constitución mis ma de 1836, menos oligárquica que la actual, el ilustre don francisco garcía no pudo ser senador porque no tenía la renta que era preciso para ello; y ahora que ese mexicano, honor y gloria de su patria, no existe ya entre nosotros, ahora que en la tumba ha recibido el glorioso nombre que merecía y los respetos que a la memoria del justo consagran todos los hombres y todos los partidos, es tiempo de traer aquí su nom bre venerado para juzgar de la conveniencia de un principio conforme al cual, aquel que brilló en todas las condiciones de la vida social, en las asambleas como en el gobierno, el que puesto a la cabeza de un pueblo le dio tesoros inmensos y quedó pobre, el que le conservó la paz, lo hizo grande y le enseñó el camino de la virtud, es arrojado como indigno de los puestos públicos porque la Constitución de una república popular declara que no es bastante rico por sus virtudes para que pueda ser aristócrata… Pudiera aún, señores, continuar dilucidando tan vasta ma teria; mas puesto que el Congreso no con mis observaciones, pero sí con su penetración habrá juzgado ya que ese proyecto de establecer entre nosotros una aristocracia es imposible, y que el establecerla sobre la base de la riqueza sería además oprobioso para la república, pasaré de la organización del senado a sus facultades, y en ellas podrá verse el poder con
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servador, cuya falta en esta Constitución nos alegaba el señor Baranda como un gran mérito. En efecto, a más de la facultad natural que debe tener para la revisión de las leyes y de algunas otras prerrogativas, como la de intervenir en el nombramiento de los primeros funcio narios del ejército y de nuestro cuerpo diplomático que otra vez tuviera ya el senado, en este proyecto él tiene sometidos igualmente a los departamentos y al ejecutivo. Respecto de los primeros, la Constitución general arma a sus gobernadores del derecho de suspender la publicación de todas las leyes (me equivoqué, estatutos) que quiera, y con decir simplemente que se oponen a la Constitución o leyes generales (y ya hemos visto la inmensa extensión que éstas comprenderán) o las mismas constituciones (o leyes orgánicas de los departamentos), el senado atrae el conocimiento del negocio, y constituido en juez se decide sobre cuanto pasa en el interior de la república. Si la ley se diera, el departamento tendría al menos la esperanza de verse defendido en la cáma ra popular o protegido por el presidente, y la administración interior de los departamentos seguiría el espíritu de la admi nistración general, mientras que en el proyecto quedan subor dinados a uno solo de los cuerpos que forman el conjunto de los poderes generales, cosa para mí tan extraña que no hallo cómo cohonestarla, si no es ocurriendo al designio de hacer el senado el único poder de la república. Pero más terrible aún será su poder para el presidente. Por una idea peregrina y nunca oída, no habrá en la nación autori dad que no tenga veto suspensivo para los actos del ejecutivo:
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la Constitución autoriza a todo el mundo para desobedecer sus órdenes, siempre que las califique de anticonstitucionales, y debiendo ser remitidas entonces al senado, éste tiene la fa cultad de fallar dentro de seis meses lo que le parezca conve niente. Tiene también la de declarar en todo caso la nulidad de los actos del ejecutivo, y de una y otra manera su poder es tanto más terrible, cuanto la declaración de nulidad trae con sigo la declaración de haber lugar a formación de causa, de modo que el ministro se ve condenado antes de ser oído. Este es el derecho, y yo apenas puedo concebir la confusión que resultará de esta anarquía constitucional: me parece que el gobierno sería menos que una quimera si lo sujetamos a no ser perpetuamente más que un reo acusado ante el senado, pero la comisión sabe que no lo será. La comisión sabe que el poder ejecutivo ha sido entre nosotros el poder terrible que todo lo ha destruido, que ha arrollado cuanto le estorbara, y ella co noce que este mal no viene de los hombres sino de las cosas. “Nosotros abrimos los ojos, dice la comisión, bajo el yugo de un solo hombre, nos educamos en la esclavitud, todo nuestro bienestar lo esperábamos del hombre que nos aparentaba, él era nuestro guía, él pensaba por nosotros, en él veíamos nuestras garantías y su nombre era nuestra bandera y nuestro grito de guerra. Un pueblo no cambia su espíritu en un día y esta es la razón porque entonces se peleaba por personas y se seguía la bandera que levantaban”. Tristemente estas palabras son demasiado ciertas, y ellas anuncian los graves peligros que amenazan a la nación si los legisladores no logran cambiar este estado y asegurar la liber
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tad y el sistema representativo de los peligros que la amenazan: peligros que cada día son mayores y que todos nuestros con gresos constituyentes han tratado antes sabiamente de evitar. Así, señor, apenas caído el imperio de Iturbide, aquel ejem plo de insensata y para siempre funesta ambición inspiró la idea de encargar el poder ejecutivo a tres personas. Vino luego el Congreso de 1824 y lo que en él pasó se encuentra perfec tamente narrado en un dictamen de la Cámara de Senadores del año de 1831. Dice así: “Puede también la comisión robus tecer hasta cierto punto su opinión, con la autoridad bastante respetable del Congreso constituyente, que por tres veces falló contra el dictamen de su comisión de constitución que propo nía el establecimiento de este poder en un solo individuo, con las amplias facultades de que hoy está revestido el presidente de la república. Desechó por la primera esta idea en la discu sión del acta constitutiva, de lo cual resultó que la comisión, convencida de los principios que la animaban, no se atrevió por lo pronto a insistir en su proyecto, contentándose por entonces con proponer un artículo en que se reservaba para después la resolución de tan difícil problema. Publicada el acta constitutiva se presentó el proyecto de Constitución y se exa minaron sus artículos en discusiones tranquilas, pero apenas se llegó a la del poder ejecutivo, cuando desapareció la calma, y sucediéndole la agitación en el debate, volvió a venir abajo en medio de las más fuertes contradicciones la idea reprodu cida de la unidad. Corrió por tercera vez la misma suerte, y el Congreso en sus repetidas resistencias, parece como que tenía presentimientos de los males que debían originarse de la crea
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ción de tan inmenso poder. Una circunstancia momentánea, de aquellas que se suelen presentar en los congresos y los obligan a dar leyes perniciosas que algunas veces tienen los pueblos que sufrir por muchos años, sorprendió a aquella respetable asamblea haciéndola adoptar el proyecto a que tanto se había resistido. Momentos críticos la urgen a establecer una dicta dura disfrazada con otro nombre, y a trueque de que la nación no la sufriese, conviene en depositar el poder ejecutivo en un individuo solo, sin que los males que tenía encima le hubiesen permitido conocer que iba a conjurar una borrasca pasajera, por medio de una medida que debía producir una multitud de tempestades horribles”. Se verificaron éstas, en efecto, señor. La fuerza asombrosa del principio federal que colocaba en cada estado un centro de acción y de vida, contuvo por mucho tiempo la acción terrible de ese poder, que aprovechando todas las oportunidades se había ya manifestado tan grande y amenazador que la comi sión de puntos constitucionales del senado en 1831 proponía como la más urgente de todas las reformas, la de disminuir ese poder. Las palabras de este documento son preciosas y el Congreso las escuchará con gusto. “A pesar de las tristes lec ciones, dice, que la experiencia nos ha dado en el corto espacio de seis años, no faltan todavía quienes, atribuyéndo las des gracias públicas a otras causas particulares, y deslumbrados por las razones favoritas de unidad de acción y celeridad en las providencias que son el resorte del poder ejecutivo, insisten en que éste continúe depositándose en una sola persona, con las mismas atribuciones que ha tenido hasta aquí el presidente
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de la república. Autoridad tan enorme conferida por cuatro años a un solo individuo, sin la obligación de sujetarse al dictamen de otros, sino en la provisión de ciertos empleos, no puede menos que halagar a las grandes ambiciones y pre cipitarlas a cometer los mayores excesos para apoderarse de ella, y pasar de allí a la perpetuidad del mando. Véase si no lo que hablando sobre esta materia dice un celoso republicano, cuyas reflexiones en gran parte han obtenido entre nosotros la sanción de la experiencia. “Imaginemos ahora a este mismo jefe único, elegido del mismo modo por un tiempo determinado, pero sin las pre cauciones referidas y disponiendo libremente de las tropas y del dinero, aunque siempre bajo la dirección del poder legis lativo. Ya en tal caso el empleo será demasiado considerable y apetecible para que pueda darse sin que se formen terribles facciones, y abra la puerta a las grandes ambiciones que na cerán infaliblemente. El momento de las elecciones las irritará hasta la violencia, haciéndolas apelar a la fuerza; algunos particulares pensarán con tiempo en hacerse terribles, y desde entonces todo quedará perdido. Los que no puedan lograr para sí tan elevada dignidad, se limitarán a intrigar, procuran do que recaiga la elección en un hombre viejo o inepto para disponer de él y poderlo manejar; porque no hay duda de que este campo merece la pena de que se le cultive con esmero. Entonces no habrá hombres capaces al frente de los negocios, y si se presentase alguno será un ambicioso más hábil que los demás. Él solo tendrá en su mano toda la fuerza real, y sola mente se servirá de ella para sus miras personales. Demasiado
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superior a sus conciudadanos para no tener intereses distintos de los de ellos, sólo tratará de perpetuarse en el poder. Los pueblos buscarán el descanso y el sosiego, y él se empeñará en fomentar las disputas, las discordias y las guerras. Tal vez procurará a su país algunas acciones de guerra brillantes y algunas ventajas exteriores, pero nunca una felicidad tran quila en lo interior, de manera que será imposible destituirlo o reemplazarlo. Esto es tan fácil de que suceda, que jamás un hombre muy poderoso ha dejado de conservar el mando toda su vida, y cuando lo ha llegado a perder, ha sido por medio de grandes calamidades públicas. “Al recordar lo que ha pasado en la nación, desde mucho antes que llegase la época de la elección del segundo presiden te, nadie se atreverá a poner en duda, ni a calificar de una pura teoría, lo que con tanto acierto estampó el escritor ya citado; pues que a excepción del establecimiento de una autoridad perpetua, todos los males de que nos habla han pasado ya sobre los habitantes de la república. Mas no se crea que sólo debemos temer la repetición de las desgracias que lloran toda vía los pueblos: más adelante se nos irán presentando nuevos géneros de ataques, y quién sabe si, cuando menos lo espere mos, nos hemos de ir encontrando con ese hábil ambicioso que, apoderándose de la primera magistratura, se aproveche de sus inmensos recursos para esclavizar el país. Bastante es el poder que se confía con la autoridad de dar casi todos los empleos y de disponer libremente de las tropas y del tesoro nacional; y bastante debe ser, por lo mismo, el atractivo que se presenta a los ambiciosos particulares para lanzarse en la
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arena a disputar con la espada el derecho de mandarnos. Ni vale decir contra esto, que allí hay un poder legislativo inves tido de suficientes facultades para contener al gobierno en sus excesos, pues con los medios abundantes con que se cuenta puede influir en las elecciones populares y hacer nombrar a las personas que puedan servir a sus miras y designios, o a hom bres débiles que no tengan la energía necesaria para reclamar sus extravíos”. Tan ciertas y justas eran estas observaciones que, confirma das por los dolorosos acontecimientos de 1834, los hombres mismos que los aprovecharon, los que debían su triunfo a la acción inmensa del poder ejecutivo, quisieron despedazar la arma peligrosa que les acababa de servir; y dando en el exceso contrario pusieron tales trabas y tomaron precauciones de tal naturaleza que se caracterizó el espíritu de su obra, diciendo que estaba hecha contra el presidente. Mas toda precaución ha sido vana: el ejecutivo, como siempre, fue superior a todas las leyes, a todos los poderes y a la Constitución misma: nada hubo sagrado ni respetable para él, y la serie espantosa de los abusos de aquella época fue, sin duda, un triste desengaño de la debilidad de una Constitución oligárquica para contener el poder de un hombre, poder terrible, señor, que vigorizándose con los infortunios nacionales y con la división de los hombres que aman un orden constitucional y moderado, ha logrado en virtud del Plan de Tacubaya cuando menos un ensayo peligro sísimo de poder absoluto. Y ahora que venimos nosotros aquí después de veinte años de dolorosas experiencias, nosotros mandados por la repúbli
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ca para realizar el sistema representativo y ponerla a cubierto tanto de los males de la anarquía como de los furores del despotismo, ¿qué es lo que hacemos para impedir ese mal que como un horrible precipicio ha mantenido helados de terror a todos nuestros legisladores? Nada. Uno de los señores que defendieran el dictamen (el señor Castillo) ha dicho que lo que importaba a un pueblo era la libertad civil, señalando la política como una utopía. Su se ñoría quiere el fin y no quiere el único medio que hay de rea lizarlo, desentendiéndose de que el despotismo no despedaza la libertad política, sino como un obstáculo que le impide atentar contra la libertad civil, y que la ciencia y la historia de consuno muestran que ningún pueblo es libre en el orden civil, sino cuando sus poderes públicos están organizados de modo que no haya otras leyes que las que el pueblo quiera y que los magistrados sean impotentes contra ellas, que es en lo que consiste la libertad política. Otro señor (el señor Baranda) ha dicho, contestando al señor Iturbe, que la larga serie de abusos del ejecutivo probaban precisamente que era necesario darle poder bastante para que no necesitara infringir las leyes. Yo no quiero hacer mención de un solo hecho por no entrar al terrible campo de las acriminaciones; pero ignoro cómo pueda quedar resuelto un argumento en el que se trataba de los más graves atentados contra las garantías individuales y la división e independencia de los poderes; ¿qué sería de la sociedad, sancionado este horrible principio que evita los abusos ha ciéndolos legítimos? En efecto, quitad las leyes que aseguran al hombre su honor, su propiedad y su vida, y ya no habrá ni
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adulterios, ni robos, ni homicidios: declarad que un hombre es dueño de la vida, del honor y de la propiedad de los demás y este hombre jamás abusará, porque quitando todo esto, él usa de sus derechos y nadie puede culparlo… Inútil fuera seguir, señor; y pasando de la defensa a la cosa defendida, sólo observaré que el actual proyecto organiza el poder ejecutivo de un modo mucho más peligroso que lo que hasta aquí lo ha sido; como en la Constitución de 1824, lo deja depositado en una persona sin sujeción a los pareceres de un consejo y armado de enormes facultades, y quita el poder de los estados que pudo templarlo algún tiempo; como en la Constitución de 1836, deja a la nación toda sometida a los poderes generales, y el más fuerte, el más amenazante de esos poderes queda sin las trabas que para sujetarlo pusiera entonces el legislador en el seno mismo del poder ejecutivo, creándole sólo un rival que a semejanza del poder conservador tenga toda la legitimidad legal, sin ninguna fuerza efectiva. So bre este punto creo que si la conservación de la Constitución no pudo fiarse con buen éxito a un cuerpo extraño, menos aun puede encargarse a una de las partes del poder legislativo; y si tal se hace, me parece indefectible que habrá lucha, y que en la lucha sucumbirá el poder legislativo, tantas veces destruido entre nosotros por la mano del ejecutivo. El proyecto prevé este caso, y sólo me asombra que para él establezca reglas como las que le han ocurrido. Por la prime ra, los departamentos recobran su omnímoda administración interior, y como, según la comisión, la administración interior deberán tenerla siempre los departamentos, esa palabra om
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nímoda puesta como regla constitucional para la hora de la guerra civil, vendría a ser la insignia de la disolución social: cada departamento se tendrá por libre del lazo que lo sujetara, y hará por sí mismo, solo y aislado, todo lo que en el orden constitucional tocaba hacer al poder general, lo que equivale a decir que intentará erigirse en potencia libre y del todo in dependiente. Por la segunda disposición, el presidente tendrá entonces también facultades arbitrarias y será un dictador dentro de otros veinticuatro dictadores; mas estos veinticua tro, sin fuerza, sin recursos y sin unidad nada valdrán ante el presidente, que teniéndolo todo a su disposición todo lo podrá, de suerte que si él no restablece el cuerpo legislativo, tal cosa será imposible de lograrse, ¿y como lo restablecerá? En el orden de los sucesos, los cuerpos legislativos no pueden desaparecer sino cuando el presidente atenta contra las insti tuciones, o cuando luchando por defenderlas ha sucumbido ya, dejando a la Constitución vencida, y en uno y otro caso la regla es mala. En el primero caemos, es el contraprincipio de armar al enemigo del Estado con un poder omnipotente, a él que sin tal recurso fue ya bastante poderoso para vencer la Constitución; y en el segundo, ésta va a reanimar con una fuerza quimérica un poder que ya expira y sucumbe. Por tanto, esa terrible declaración nunca salvaría al Estado, pero lo perderá siempre que la inquieta ambición del presidente vea que para llegar al poder dictatorial no necesita más que dejar sin defensa al legislativo para que sucumba tal vez a sus mismas acechanzas secretas. Este doble papel le sería muy ventajoso.
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De esta manera, pues, señores, por más que examino el pro yecto en cuestión no puedo encontrar sino anarquía, confusión y desorden. La Constitución oscura y confusa al trazar a cada poder la órbita de sus atribuciones, no ha establecido límites claros y fijos; por el contrario, revestidos todos con aparien cias engañosas, cada uno creerá encontrar en la Constitución el título de un poder que realmente no tiene, y luchando por sobreponerse los unos a los otros, y no encontrando tampoco en su organización elementos de armonía y concierto, no debe haber entre ellos medio entre la sumisión del despotismo y la lucha de la anarquía. Sólo Dios sabe las tempestades que podrán descargar sobre nuestra patria si se sanciona este có digo; pero sí se puede prever desde hoy el orden con el que desaparecerán en medio del naufragio las diversas partes de esta máquina. Los departamentos, sin verdadero poder, sin recursos y subordinados del todo al presidente y al Congreso desaparecerán los primeros, y cuando nuestra cuestión política se venga a reducir a la acción del senado y del presidente, si ellos se combinan no hay abuso y exceso que no pueda temerse con justicia de la liga de la oligarquía de la capital con el pre sidente. Si por el contrario ellos luchan, bien pronto triunfará aquel que todo lo manda y que de todo dispone. Si quisiera continuar en este examen, si necesitara descen der a los pormenores y recogiera los innumerables principios de desorden, las contradicciones inconcebibles en que abunda el dictamen que refuto, yo podría hacer aún más largo este dis curso, pero no quiero pasar del examen de algunos principios generales, y ahora pregunto si es posible que semejante pro
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yecto se crea que es bueno en lo general y que debe ser apro bado dejando su reforma radical para la discusión particular. La defensa que de él se ha hecho bajo este aspecto ha lle gado a tal grado de exageración que el señor Ramírez aseguró que de este proyecto, en la discusión en particular, se podría hacer lo que se quisiera, ya una Constitución monárquica, una central o una democracia pura, y también una confedera ción de naciones independientes y soberanas: no sé qué señor contestó ya que de la misma manera, quitando y poniendo letras, se podría hacer del Alcorán el Evangelio, y esta com paración es exactísima: quitando unos artículos, modificando otros y poniendo los que falten, todo se puede hacer; y si la presentación de un proyecto no tuviera más que ese objeto no se debería haber perdido tanto tiempo en que una comisión trabajase; bastaría el primer día haber tomado la primera Constitución que estuviera delante, la de 1821 o la de 1836, la de España o la de los Estados Unidos del Norte, y haberla desde luego comenzado a discutir artículo por artículo para que, quitando y poniendo, como se dice ahora, resultara la verdadera Constitución de la república. Tal sería el resultado. Quizá es esta, señor, la primera vez que en el seno de una asamblea y al tratarse de la más difícil obra de un legislador, de la Constitución, se haya oído decir que no se necesitaban bases fundamentales ni principios de qué partir. Si existen, en efecto, algunos en el proyecto de la Constitución, y si éstos fueren de la aprobación del Congreso, acatando yo el primero las decisiones de su sabiduría, veré con gusto que se aprueben de una vez las bases de ese sistema que habrá de organizar a
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la república. Pero si, como yo lo creo, es cierto que una ma yoría inmensa del Congreso opina que es necesario hacerle numerosas y sustanciales reformas, entonces nada será peor que el aprobarlo, porque aprobado será entregarse a la ilusión más falaz, a la esperanza más absurda y más desesperada que puede concebirse, lisonjeándonos con que pudiera haber or den y acierto en una discusión en la que debiendo arreglarse los pormenores, no hubiera ningún principio fundamental de que partir. La sola idea de semejante desorden me aterra, y yo suplico a los señores diputados que se figuren por un momento lo que entonces pasaría, para que resuelvan después si debe mos llamar sobre nosotros tan espantosa confusión. Entonces, como en un sistema todo está enlazado, como cada artículo de una Constitución no debe ser más que el de sarrollo de su principio fundamental, esta contienda que hoy se versa sobre los dos principios fundamentales se repetirá en cada artículo: cada opinión luchará por ponerlos uno a uno como más convenga a su sistema, y el Congreso, sin brújula y sin guía, no tendrá plan ni consecuencia: hoy se aprobaría un principio relativo con un sistema, y mañana otro en contrario: cada diputado formaría un plan y pelearía por él; y ¿quién fue ra capaz de lisonjearse de que conseguiría quitar todo lo que le estorbaba, modificar cuanto le convenía y agregar todo lo que fuera preciso? Nadie por cierto: resultaría una confusión indescriptible y de ella una Constitución sin plan y sin bases: un código que haría bien en no tener nombre porque ningu no le convendría; porque cada sistema le rehusaría el suyo, porque no habría ni aun un partido que le diera su filiación, y
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porque sería arrojado en medio de la nación, no ya como una escritura jeroglífica que excita al menos un respeto religioso por los misterios de lo pasado y que en sí encierra, sino porque entregada en medio de la agitación social, sin el prestigio de los recuerdos pasados ni la magia de las esperanzas del porve nir, fuera vista con el peor sentimiento que puede haber para una Constitución con un desprecio unánime. No, señor, ha sido necesario el extravío de las reglas más sencillas del debate, el olvido de toda idea lógica, para venir a predicar en el seno del Congreso esa doctrina de confusión, de arbitrariedad y de cobardía. Todo nos dice, todo nos revela que está a discusión el gran principio, la base fundamental de la Constitución, y que sobre ella va a recaer muy pronto el fallo del Congreso. No se trata de un principio abstracto, como dijo el señor Bocanegra, ni de una palabra, como asegura la comi sión, ni de los pormenores, como han sostenido los defensores del proyecto, ni, en fin, de más o menos grados de federalismo, como quería el señor Rodríguez de San Miguel, sino de saber si la vida y el movimiento, si el poder, en fin, se repartirá entre todas las secciones de la república para que cada una atienda a sus privadas necesidades, dejando sólo las relaciones generales al poder central, o si éste lo concentrará y dirigirá todo; y en esta lucha inevitable, en este combate de los dos principios de 1824 y 1836 del centralismo y de la federación, ¿cómo huir a la dificultad, cómo dejar sin resolver la gran contienda? De ninguna manera: por la naturaleza misma de las cosas ese fallo va a ser dado, y yo, a quien la fatalidad arrojó a este puesto difícil en el que la confianza del Congreso ha doblado
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las penas de mi situación; yo, que contaré siempre con orgullo que he levantado aquí mi voz en defensa de la causa de los pueblos, del sistema federal, estoy en la necesidad de ocupar la última parte de este fastidioso discurso en contestar algunas de las objeciones que se le han hecho, con lo que presentaré un conjunto de reflexiones dirigidas a convencer que el resta blecimiento de la federación con todas las reformas necesarias conviene a los intereses de la nación, es conforme a su volun tad y adecuada a sus actuales circunstancias, proposiciones que pudieran probarse larga y brillantemente, que han sido muy bien defendidas en algunos discursos y que yo tocaré sólo en lo necesario para desvanecer las especies que la comisión y sus defensores han emitido, llevando al empeño de hacer aborrecible la federación, hasta un extremo pocas veces visto. ¡Cuántas ideas hay que combatir, cuántas proposiciones es necesario analizar, cuántos hechos, cuántas citas es necesario desmentir! Comenzando por la parte pomposa de las frases, yendo a las formas exteriores, vemos que la comisión nada vio en nuestra historia más insensato ni más estúpido, más digno de vergüenza, nada tan funesto ni tan destructor, como el sistema federal, al que sus señorías han simbolizado pintándolo como al ángel exterminador de las naciones, invocado sobre nuestra patria infortunada, por la estupidez del pueblo que lo procla mó en 1823 y de los representantes que sancionaron sus votos en 1824. ¡Desgraciados, señor, de nuestros padres si un día la historia los juzga como lo ha hecho la comisión! Según ella el pueblo mexicano corrió tras un sistema que no entendía, se
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empeñó en imitar neciamente una administración extranjera en vez de buscar la suya propia, fue incapaz de toda idea pro funda y aun del simple instinto del acierto, y trabajando en atraer la división sobre lo que estaba compacto por remedar estúpidamente al pueblo que había hecho lo contrario, se lanzó él propio en una carrera de desórdenes y desastres. Aquí se ostenta un lujo de erudición asombroso. Tocquevi lle presta sus páginas brillantes para mostrarnos el nacimiento y la vida prodigiosa del pueblo de los Estados Unidos, y uno de sus escritores viene en auxilio de la comisión haciendo comparaciones entre nuestra carrera y la suya: se recurre al origen de las antiguas confederaciones y se encuentra, como es natural, que en la infancia de los pueblos las sociedades eran pequeñas y que por su agregación se formaron las grandes confederaciones y los imperios poderosos, y ya con esto, todo está hecho: se anuncia enfáticamente que nosotros hemos procedido por un principio ciertamente contrario al que hasta aquí se ha observado, se dice que en todas partes el lema ha sido la unión de lo dividido e pluribus unum, y que entre no sotros ha sido lo contrario, ex uno plures, y tomando por tér mino de comparación, principalmente a los Estados Unidos, se nota como un gran triunfo el de que en ellos hubo una época en que la palabra federalista significaba el apego al poder del centro contra las pretensiones de los estados, mientras que entre nosotros significa lo contrario. Yo no niego el valor de estos argumentos porque me rehusé a que la historia nos sirva de guía, lo contrario ha proclamado la minoría, y ella, antes que nadie, anunció la necesidad de
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ocuparse ante todo de nuestros propios sucesos; pero, señor, ¿no hay en esto retruécanos de palabras?; ¿no hay frases sin ideas?, ¿por qué se sostiene no sólo que en México no con vendrán las instituciones de los Estados Unidos, sino también que nuestro federalismo es el neto contrafederalismo de aquel pueblo infortunado? Los federalistas de México, lo mismo que los de los Estados Unidos, querían la unión para los negocios exteriores y comunes de la nación y la independencia para la administración interior de cada uno de los estados. Por con siguiente, unos y otros deben oponerse con el mismo empeño a todo lo que destruya cualquiera de estos principios: cuando en los Estados Unidos se querían relajar los vínculos de la na ción, los federalistas se oponían a la independencia absoluta de los estados, como se opondrán y se oponen a ella también en México los federalistas a su vez también; si en los Estados Unidos se hubiera tratado de quitar a los estados su indepen dencia, aquellos federalistas se hubieran opuesto a ello, lo mismo que lo han hecho los de México. ¿Dónde está la contra dicción? ¿En qué consiste el argumento? Ni son tampoco más felices los demás. Yo prescindo de averiguar la exactitud de las citas históricas y la verdad de los contrastes que se citan para probar que en México se estableció la federación de un modo diverso y se quiere contrario al que se advierte en el origen de las otras confederaciones, porque suponiendo probado un tal hecho ya perfectamente combatido en esta discusión, ¿qué se deduce de él? Yo observo que este modo de argumentar es desconocido en la ciencia social, y no sé hasta ahora que un solo hombre de mérito lo haya empleado para averiguar si tal
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Constitución podía o no convenir a un pueblo: yo lo que veo es que las formas de gobierno que hasta aquí han regido a las sociedades humanas se podrían clasificar bajo muy pocas divisiones, pero que cada una de ellas ha regido pueblos en teramente diversos y se ha planteado por circunstancias muy diferentes y también del todo desemejantes. La monarquía, por ejemplo, se ve algunas veces como coetánea al nacimiento de las sociedades, partir desde el estado salvaje para seguir después todo el desarrollo de un pueblo; otras veces se ha for mado poco a poco en el seno de las naciones republicanas y se ha levantado sobre las ruinas ya de una democracia anárquica o bien de una oligarquía tiránica, unas veces absoluta y otras templada; anárquica también u oligárquica ya ha pasado so bre toda la sociedad o bien se ha coligado con el pueblo contra los nobles, o con los nobles contra el pueblo; se puede igual mente observar que unas veces ha nacido de la religión, otras de la política, no pocas de la conquista y, en fin, se presentan tantas diferencias que fuera muy largo continuar notándolas. Lo mismo han sido todos los otros gobiernos del mundo sin exceptuar uno solo y comprendiendo precisamente a las federaciones, porque nunca una forma de gobierno ha tenido tal vez un origen del todo idéntico en dos naciones diversas. Sin duda que la confederación de los griegos, de estos pue blos cultos y civilizados, se formó de distinta manera y bajo diversas leyes que las de los antiguos salvajes que habitaban las orillas del Rhin, y que ninguna de las dos se pareció a la de Suiza, ni estas tres a la de Holanda, ni estas cuatro a la de los Estados Unidos.
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¿Por qué se exige, pues, que la sexta se parezca a todas ellas?, ¿quién puede determinar en la ciencia social todas las formas, sin que falte una sola, bajo las que se puede formar la Constitución de un pueblo? Y si esto no es posible en la historia, ni en la filosofía, si será siempre un arcano para el hombre averiguación tan complicada y difícil, ¿cómo tomarlo por un decisivo criterio? Si él fuera bueno, ¿qué nación habría podido nunca adoptar una forma de gobierno? La monarquía constitucional jamás hubiera salido de Inglaterra y los mismos Estados Unidos del Norte no hubieran podido adoptar un sistema federal, puesto que nada había antes que se les pareciese y que distaban más de la Grecia, de la Suiza y de la Holanda que lo que nosotros distamos de ellos. Repito, señor, que semejante lógica de nada sirve, y cuando yo veo este empeño de desentrañar la historia toda del univer so para averiguar la forma material bajo la que se produjeron las confederaciones, me parece ver a un alquimista empeñado en averiguar los procedimientos mecánicos con que en tal caso se formaba una sustancia, en vez de recurrir a la química que le descubriría los elementos de esa sustancia y las leyes ma teriales de su afinidad. Lo mismo es aquí: en la ciencia de las fechas y del orden de los sucesos fácil es compilar el diverso origen de las federaciones conocidas, pero todo esto es nada si la filosofía no averigua qué necesidades había en el fondo de esas sociedades para hacerles adoptar un sistema federal. Esta es la cuestión, y esta cuestión no es difícil, puesto que la han resuelto del mismo modo y con mucha sencillez todos
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los publicistas conocidos. “Si una república es pequeña se ve destruida por una fuerza extranjera, y si es grande sucumbirá por un vicio interior”, dice Montesquieu. “Este doble inconveniente, continúa, corrompe de la mis ma manera las democracias y las aristocracias, sean buenas o malas, porque el mal está en la naturaleza de las cosas y ninguna forma puede remediarlo. “Por esto, es de presumir que los hombres se hubieran visto al fin obligados a vivir siempre bajo el gobierno de uno solo, si no hubieran imaginado una constitución que a todas las ventajas interiores del gobierno republicano reunía la fuerza exterior de las monarquías. Hablo de la república federativa. “Esta forma de gobierno es un convenio que hacen varios cuerpos políticos, por el cual consienten en ser ciudadanos de otro estado mayor que se proponen formar, y así viene a ser una sociedad de sociedades que forman otra nueva, la que puede hacerse mayor uniéndosele nuevos asociados. “Esta especie de república capaz de resistir a la fuerza ex terior puede mantenerse en toda su extensión, sin que se co rrompa el interior, pues la forma de esta sociedad evita todos los inconvenientes. “El que quisiera usurpar, no podría estar acreditado de un mismo modo en todos los estados confederados. Si en uno adquiría mucho poder, causaría inquietud a los demás: si sub yugaba una parte, la que quedase libre le resistiría con fuerzas independientes de las que hubiese usurpado, y podría aterrarle antes que acabase de establecerse.
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“Si acaece alguna sedición en alguno de los miembros con federados, los demás pueden apaciguarla. Si se introducen algunos abusos en alguna parte, los corrigen las partes sanas. Este estado puede perecer por un lado, sin perecer por el otro, puede la confederación disolverse, y quedar soberanos los con federados. “Compuesto de pequeñas repúblicas, posee la bondad del gobierno interior de cada una, y con respecto al exterior halla todas las ventajas de las grandes monarquías en la fuerza de la asociación”. Estas pocas líneas del inmortal autor del Espíritu de las Leyes, de ese ilustre sabio a quien el señor Baranda encomia tanto, contienen toda la teoría del federalismo y por eso lo he escogido, prescindiendo de citar al anárquico Juan Santiago, como le llama el mismo señor. Pero ¡qué diferencia entre las disertaciones eruditas, difusas y complicadas de la comisión y la teoría de Montesquieu!; mientras que aquélla se pierde en su propio laberinto, éste lo ve todo de una mirada y todo lo dice en una página. “Reunir la bondad del gobierno interior de una república pequeña a la fuerza exterior de un pueblo grande y poderoso”, esta es la causa y el fin de la federación, y era muy claro que si pequeñas repúblicas se han asociado en cuanto a las relaciones exterio res y comunes para ser fuertes, un Estado de grande extensión ha podido también dividir su administración interior para gozar de las ventajas de una buena administración. En uno y otro caso la razón es igualmente buena: el resul tado igual, y lo que importa averiguar es, como decía el señor
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Guevara, con su exactitud acostumbrada, no si se unió lo dividido o se separó lo compacto, sino si convenía o no que esta división se hiciera en la república. Y ¿cómo negar, señores, que en 1821 todas las razones y todos los ejemplos aconsejaban esa división, de tal suerte que vino a ser general el entusiasmo de todos los hombres y de todas las clases por la forma de gobierno que sancionó la Constitución de aquel año? En 1824 la independencia se había conquistado después de once años de una lucha obstinada y sangrienta, y la república se había fundado sobre las ruinas del trono del héroe de la in dependencia, pero la una y la otra estaban en grande peligro. La santa alianza amenazaba en Europa la libertad del nuevo mundo y la España sometida al poder absoluto por el auxilio de las armas francesas, se preparaba a reconquistarnos, mien tras que nosotros, débiles inexpertos, sin recursos y sin orga nización, estábamos expuestos no sólo a todos los peligros de la debilidad, sino también a los de la división y la anarquía. El furor de los partidos se había mostrado ya: comenzaba a ser frecuente la manía de los motines funestos que han sido des pués la causa de muchos infortunios, y el partido político que, despechado por la emancipación de la república, trabajara siempre por sujetarnos al cetro de un extranjero, se esforzaba entonces más que nunca por realizar sus maquinaciones. Grande y difícil era con esto el problema de dar a la re pública una organización fuerte y vigorosa para que salvara la independencia, y eminentemente liberal para que pudiera asegurar la libertad interior.
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Mas ese instinto certero con que el señor Bocanegra ase gura que los pueblos se salvan en las grandes crisis, inspiró el deseo de apelar al espíritu de las localidades, inspiración la más preciosa y acertada que pudiera haberse concebido. Para el pueblo, señor, para este pueblo que se pinta estúpi do por condenar en alguna manera su amor incosteable a la federación, el deseo de adoptar este sistema no era más que la expresión natural y sencilla del afecto con que todos los hom bres aman su patria, porque para el hombre la patria está en su ciudad, en el lugar en que ha nacido, en el que ha pasado los primeros días de su vida, en el que tiene sus intereses, su familia, sus amigos, todo cuanto existe, en fin, para él, todo lo que es grato para su corazón. Más fuerte que todas las convenciones, anterior a la forma ción misma de las sociedades regularizadas, ese sentimiento grande y poderoso es el que constituye el verdadero patriotis mo, de suerte que ha sido necesaria la abstracción de las ideas, abstracción a que el pueblo no puede llegar y con la que el mismo hombre civilizado no se conforma bien, para concebir que la patria se extienda a un territorio inmenso y que en él lo que jamás hemos visto nos debe ser tan caro como los lugares en que han nacido nuestros hijos y en que están sepultados nuestros padres. Este es ya, lo repito, un sentimiento puramente ficticio que el hombre civilizado adquiere apenas, y que para el hombre del pueblo es extraño, de modo, señor, que cuando esta bleciendo la administración de las localidades ponemos la libertad política al abrigo de los cuidados domésticos, cuan
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do identificamos al culto de la patria con la vida íntima del hombre, y cuando mezclamos los negocios de la república con los de cada ciudad, entonces el patriotismo es tan fuerte y tan enérgico como los sentimientos más íntimos del corazón humano, y la libertad política viene a ser el vínculo de todos los sentimientos, la garantía de todos los derechos, la gloria de todos los recuerdos. Por esto, los prodigios del patriotismo y del heroísmo que admiramos en las repúblicas antiguas no se han visto sino cuando el hombre, defendiendo a la patria, defendía sus propios hogares. Dulce y sensible, civilizado y amante de los placeres, el pueblo de Atenas todo lo hacía por aquella ciudad que, fundada bajo el cielo purísimo de la Grecia, había venido a ser el centro de todos los placeres. Grave, austera e inflexi ble, Esparta vio siempre sus murallas defendidas por el valor de aquellos sus hijos que había educado con la más rigurosa severidad. ¿Y qué hubiera sido de Roma, de la orgullosa se ñora del universo, si en la anarquía de su libertad turbulenta y en los peligros de su ambición sin límites, no hubiera contado con que el pueblo y el senado se reunían, como por encanto, para defender la vida y la gloria de la ciudad inmortal, fuera de cuyos muros no veían nada de grande ni de glorioso? Lo mismo ha sucedido siempre, y por esto cuando yo he oído decir, señor, que podía haber para nosotros libertad sin federación y cuando he visto tanto empeño en probar que nuestra federación no se parecía a las demás conocidas, he deseado en vano que saliendo del campo de estas generalida des se nos mostrase un solo ejemplo en la historia de que las
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instituciones republicanas hayan subsistido sobre una grande extensión de territorio bajo una forma central. Los hombres ilustrados que en 1824 estuvieron llamados a regularizar el movimiento social buscaron sin duda este ejemplo, y lo buscaron en vano, porque no hay, y cuando la historia y la ciencia de consuno les mostraban que en la libertad y la república no habían existido jamás sino en pe queñas naciones ya independientes, ya confederadas, ellos temieron ir a exponer la libertad incipiente y todavía vaci lante a los peligros de un ensayo verdaderamente nuevo y del todo desconocido, de un ensayo que nada apoyaba ni en la teoría ni en la práctica, y que no contaba en su apoyo más que la voluntad de los que deseaban el centralismo como el medio más seguro de sofocar todo espíritu de libertad. De esta manera, el instinto del pueblo y el juicio ilustrado de sus más distinguidos ciudadanos estuvieron de acuerdo y la república, en un momento de júbilo, recibió su carta viendo en ella el Paladium de su libertad, la carta magna de la gran familia mexicana. Sí, señores, y demos gracias a Dios de que la libertad y la república se hayan salvado de aquella inmensa crisis, y que al menos en el fondo de nuestro corazón quede un débil sen timiento de gratitud para reconocer tamaños beneficios a los legisladores de 1824, a los que tan mal se trata, repitiendo la infiel pintura que trazó la mano de un hombre de colosal inteligencia y de funesta memoria para la república. Talentos, sabiduría, prudencia, servicios, desinterés, patriotismo puro, todo, en fin, lo reunían.
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Por ellos la independencia en peligro se salvó, y la antigua colonia se miró al fin inscrita en el número de las naciones, y reconocida como tal por los pueblos más poderosos del mundo. Por ella la integridad del territorio, amenazada con la escisión, quedó del todo asegurada, de modo que el día en que entregaron su obra en las manos del pueblo oyeron proclamar el nombre de la federación mexicana como un nombre dulce y santo ante el que desaparecieron los recuer dos del provincialismo y las tentaciones de la independencia. ¡Dios nos dé igual consuelo! Por ellos la república, contagiada ya del desorden de las revoluciones, dividida en cien bandos opuestos que se hacían una guerra de muerte, amenazada por incontables ambiciones que a todo se atrevían para ascender, por ellos la república, entregada en tan horrible tempestad sin brújula y sin timón, vio salir un pacto que sería en el porvenir la guía de sus movimientos y la estrella de su gloria, pacto que acalló esas ambiciones, hizo impotente esos partidos y sofocó el vértigo de los motines contra el que ellos lucharon un día brazo a brazo, venciéndolo sin más armas que un valor civil que a ningún otro envidiaría: un pacto, en fin, que todos pro clamaron y juraron en medio de un entusiasmo fervoroso y sincero. ¡Honor y gloria eterna, señor, a los grandes hombres que tal hicieron! ¿Podremos decir lo mismo nosotros? Aquella Constitución once años resistió todas las tempestades y no sucumbió sino herida por la traición y el perjurio de los que no tenían el poder más que por ella y para ella. ¡Dios quiera que la nuestra dure seis meses y que no sucumba al primer impulso! Aquella, herida y despedazada, todavía combatió
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contra la fortuna victoriosa y su memoria fue el estandarte de los pueblos, y muchos años han de pasar para que otra tenga el mismo honor. Pero aun cuando todo esto no fuera cierto, aun cuando nuestro primer pacto no hubiera sido más que una ilusión de patriotismo, yo no sé por qué hemos de comenzar nuestra obra maldiciendo la de 1824. Sobrados infortunios cuenta nuestra historia, demasiados crímenes manchan ya nuestra infamia política, y bastante numerosos detractores tiene la república para que la única página que queda pura en la historia, para que el único re cuerdo que tenemos sin humillación, sin odios y sin sangre, lo llenemos nosotros mismos de desprecio y lo entreguemos al extranjero cubierto de oprobio y de infamia, nosotros, genera ción infortunada que sumidos en el fango de las revoluciones, entregados a todos los horrores de una discusión insensata, hemos dejado ultrajar impunemente el estandarte sagrado de la independencia y dividirse ya la república en fracciones rivales y enemigas. Yo suplico al Congreso que me perdone este extravío al que sin quererlo me ha conducido el deseo de vindicar a mi patria del título de oprobio y de desprecio que se le quiere dar, y continuaré el orden de mis reflexiones para manifestar por qué en mi humilde modo de ver la nación no se encañó cuando, adoptando el sistema federal, creyó encontrar en él la única forma de vida que pudiera salvarla. Me ocupaba, si mal no me acuerdo, de mostrar que en 1821 la nación obró con toda sabiduría, adoptando las ins
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tituciones federales, y me parece que ellas eran necesarias no sólo para dar a la República aquella fuerza instantánea que debiera salvarla de los peligros del momento, sino también para que pudiera vivir y progresar. En efecto, si en todas las épocas de la sociedad, las institu ciones republicanas no han podido plantearse en una grande extensión de terreno, si no es bajo una forma federativa, mucho menos era posible tal ensayo cuando se trataba sólo de conservar la vida de la sociedad, sino de hacerla caminar por medio de la civilización para que adquiriera el grado de cultura y libertad que tienen hoy las naciones modernas. Esta, me parece, ha sido nuestra gran dificultad. Es triste, señor, sin duda contemplar cuán pocos elementos sacamos del estado colonial para esta obra, pero no por esto es menos indispensa ble llevarla al cabo. En otras épocas los pueblos pudieron vivir largo tiempo en un estado como el de que nosotros salimos, porque todo el edificio social conspiraba a ese fin y no había contradicción entre la sociedad y la inteligencia; pero hoy nin gún poder puede evitar este choque: los ejemplos de los otros pueblos, las teorías, familiares ya a las clases acomodadas, y los deseos mismos de la multitud, todos nos lleva a aquel fin. ¿Ni quién pensará contrariarlo? ¿Quién pudiera empeñarse en que el México independiente y republicano en nada aventajase al México colonial? No, señor, bajo la pena de confesarnos indignos de la inde pendencia y de verla perecer, nadie puede negarse a la realiza ción de un sistema de libertad y de civilización, palabras por las que estoy lejos de designar los delirios que han manchado
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esta causa, pues que entiendo, por el contrario, que en él se comprenden la mejora de todas las clases, cosa que no se con sigue sino por medio de dos grandes móviles, la instrucción y la moralidad, que solas pueden producir tales bienes. Pero para lograrlos, para reformarlo y mejorarlo todo, ¡qué de tra bajos no son necesarios!, y ¡cómo es indispensable varios de estos trabajos, según el estado de la sociedad a que se aplican! Y a la verdad que el que tal sienta y pase luego a examinar la república se asombrará de ver la diferencia de necesidades y recursos de sus partes componentes. Desde la sociedad culta y civilizada de una capital casi europea hasta las poblaciones semibárbaras de que se com ponen muchos de los departamentos se encuentran, en éstos, todas las graduaciones de la vida social y todas las variaciones que son consiguientes a ellas y a las diferencias mismas que la naturaleza ha puesto. Poco hay sin duda de común, señor, entre el hombre todavía medio salvaje de las Californias y el veracruzano, entre éste y el habitante de Nuevo México, entre el zacatecano y el hijo del suelo abrasador de la costa: todo es diverso entre ellos, y la distancia que los separa es tan in mensa que se necesitan sin duda grandes esfuerzos y muchos años para que, por ejemplo en Chihuahua, llegue al estado de civilización de Guanajuato, y que Guanajuato alcance a México. ¿Cómo, pues, sujetarlos a todos a un movimiento uniforme? ¿Cómo dar unas mismas leyes para necesidades diversas y no pocas veces contradictorias? Esto es imposible, señor, cada pueblo tiene un grado diverso de civilización, diversas necesidades y recursos también diversos, y por lo
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mismo a cada sección de la república debe dejársele con el derecho preciosísimo de darse las leyes que más le convengan. Todo el problema consiste en atar de tal suerte esas partes diversas que compongan un mismo pueblo, que tengan todos los rasgos de la fisonomía nacional, que reconozcan un punto de unión, un centro que ayude a cada uno en su carrera, que la defienda de todos los peligros, que la proteja en todo lo que necesite, que arregle todos los puntos que deben ser unifor mes, y que fuerte y poderoso sólo para estos objetos, concilie la independencia de la administración interior con la unidad nacional y la defensa exterior, y esta organización, verdadero justo medio entre la independencia absoluta y la servidumbre, no es ni puede ser otro que la federación, sistema, señores, que por eso tiene en su apoyo una razón mejor que todas, la de ser absolutamente necesario. Ni se debe tampoco imaginar siquiera que el centro pueda atender todas esas necesidades dando a cada departamento lo que más le convenga. ¿Cómo las conocería, señor? Yo apelo a la conciencia del Congreso: ¿qué sabemos los diputados de Jalisco sobre las necesidades de Veracruz, ni qué saben los di putados de México sobre las necesidades de Coahuila? Nada, sin duda, señor, y pensar que las autoridades generales que se encuentran en la capital, agobiadas bajo el peso de los asuntos de la nación bien comprometidos y difíciles, podrán conocer desde aquí todas las diversas necesidades de los departamen tos de la República, y cuidar de que las autoridades locales las satisfagan debidamente es fiarse en que el poder general tendrá una intuición verdaderamente divina, y el resultado
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de tal sistema no sería nunca más que uno de estos dos extre mos: o el abandono completo de los intereses locales bajo el cual sucumbieron tantos departamentos, o el despotismo de los poderes locales que agobió a no pocos de entre ellos, pu diendo suceder también que ambos extremos se combinasen fatalmente. La experiencia así lo demuestra plenamente. El poder del centro no puede atender los departamentos y los abandona, y tampoco puede cuidar de la fiel ejecución de las leyes, porque no sabe lo que pasa en ellos y los entrega a la voluntad ciega de las autoridades locales, las que son buenas para él siempre que no le inspiren recelos, de lo que resulta una combinación, la más funesta de todas, malas leyes y malos magistrados. Ignoro, pues, con qué lógica se repele la federación, porque se crea que en ellas las autoridades locales sean amenazantes: lo contrario me parece de notoria verdad, y los centralistas que exageran con furor los abusos, bien lamentables por cierto, que en los primeros días de nuestra inexperiencia, y en épocas de fermentación general, cometieron las legislaturas de algunos estados, a imitación o impulso del poder general se han olvidado de que los grandes atentados que se perpetraron en la república contra las garantías individuales, se debieron en tiempo de la federación a los agentes militares del poder central, y en tiempo del centralismo a los gobernadores de los departamentos que ejercieron un poder del que las antiguas legislaturas no habían dado ni idea, llegando entonces el caso de que un gobernador, a ciencia y paciencia de los poderes generales, restableciera en dos departamentos la bárbara insti
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tución de la acordada e hiciera perecer centenares de víctimas al capricho sangriento de sus agentes. Tan cierto así es, señor, que la federación es entre nosotros una verdad indisputable, porque es una verdad de geografía, y que hoy no tenemos que escoger entre ella y el centralismo, sino entre la independencia legal de los departamentos que les proporcione autoridades populares que cuiden de sus intereses con todas las garantías que da un poder popular representativo y responsable, y aquella independencia ilegal anárquica, amenazante, que resulta de la independencia que adquieren las autoridades locales por el abandono y la debi lidad inevitable del centro. Y estas consideraciones, que tanto pudieran extenderse, no miran más que al orden común de una administración regu larizada. En cuanto a la libertad política, la cuestión es aún más clara y palpable. Sobre esto el señor Castillo, que me ha precedido en la palabra, ha dicho que el proyecto más bien debía ser atacado y reprobado porque todavía entraba con el federalismo en transacciones indebidas, y preguntando si no había habido libertad más que en las confederaciones, dijo no recuerdo cuántas cosas contra el espíritu de las propiedades. Bien pudiera yo limitarme a dar por toda contestación lo ya expuesto, pero no quiero dejar sin respuesta esta interrogación histórica, esta extraña teoría que hasta ahora no había apare cido en la ciencia política. En efecto, señor, nadie ha dicho que sin federación no podía haber libertad política, pero todos los publicistas convienen en que para ella ha sido de tal suerte necesario el espíritu
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de las localidades, que no ha existido en las repúblicas sino cuando eran pequeñas, o en las grandes que resultaban de las confederaciones; y en confirmación de estos principios, toda la historia confunde la aserción del señor Castillo. La libertad política brilló en la antigüedad de la Grecia y Roma, pero brilló precisamente por el espíritu de las localidades, como antes observé: eran repúblicas pequeñas y reducidas las más, verdaderamente, al recinto de una ciudad, y estas repúblicas pequeñas cuando fueron después grandes se unieron y confe deraron, y precisamente como dice Montesquieu: “por estas asociaciones florecieron tanto tiempo las repúblicas griegas, por ellas atacaron al universo los romanos, y por ellas sólo el universo pudo defenderse de ellas”, de suerte que se vio después que cuando la soberbia Roma, presa ya de los empe radores, veía que el universo se le escapaba de las manos, en aquella crisis inmensa, el instinto de la conservación inspiró en el alma sombría de Honorio el deseo de evocar no las antiguas legiones que habían conquistado el universo, sino el espíritu de las localidades, como lo ha visto ya el Congreso por la lectura del célebre monumento histórico que mostró el señor Ramírez. Los pueblos no respondieron a este llamamiento, y el espíritu de la federación que el genio de Roma invocaba en la agonía del imperio fue el que, reuniendo a las tribus bárbaras, vino a destruir la ciudad de los césares. Yo no sé quién dijo que Atila fue por esto uno de los patriarcas del sistema federal, y será cierto siempre que en el feudalismo fundado por la irrupción de los bárbaros, el único principio que sostenía lo que pudo entonces llamarse libertad, eran las instituciones locales.
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En esa misma época la filosofía mira a las repúblicas ita lianas de la edad media como el único recuerdo de la libertad antigua, como el único germen de la libertad futura, y vuelve a encontrar el espíritu de la localidad causando todos esos pro digios y conservando con su fuerza prodigiosa una institución contra la que luchaban todos los demás elementos sociales. Vino al fin la inmensa revolución del siglo xvi y ya Ro bertson, en unión de otros sabios historiadores, ha observado con mucha exactitud que la libertad de las ciudades y los pri vilegios locales de ellas fueron el primero y más importante paso que en esa revolución se dio hacia la libertad y el sistema representativo: de modo que el espíritu de las localidades, que tan inútil parece al señor Castillo, produjo él sólo entonces aquella revolución inmensa, al mismo tiempo que bajo las formas de la federación republicana salvaba a la Suiza y a los Países Bajos del terrible poder de enemigos mucho más poderosos que ellas. Ved luego cómo ha sido la fuerza de las instituciones loca les, la energía del patriotismo del hombre que mira los límites de su patria dentro de su ciudad, no sólo la que ha producido la libertad de las repúblicas sino también la de las monarquías mismas luego que perdieron las formas del despotismo para entrar en combinación con las instituciones republicanas; principio tan cierto que la Inglaterra, cuna y modelo todavía único de la libertad constitucional, no ha debido la fuerza de sus instituciones asombrosas más que al espíritu de provin cialismo y a las instituciones municipales que, trasplantadas al nuevo mundo, han producido en ese pueblo singular que el
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universo entero admira. En fin, para ya no citar más hechos, recordaré sólo que en nuestros días mismos el poder inmenso de Napoleón no se detuvo, sino cuando para resistirle, el pue blo español apeló al espíritu de las localidades. Ya bien sé que contra todos estos hechos, contra esta formi dable aseveración histórica de tantos pueblos y tantos siglos se alega únicamente el ejemplo de la Francia, cuya centralización es bien conocida, y por cierto que el ejemplo prueba en contra de los que lo citan, puesto que esa centralización es uno de los males que agobian a la Francia. Así lo presintió un célebre político de Inglaterra, Burke, quien cuando la república extin guía todos los privilegios de las provincias dijo a la Francia: “pronto ya no tendremos ni normandos ni bretones, pero tampoco tendréis franceses”, predicción cuya triste realidad se reconoció cuando se viera que la centralización fue la colum na en que Napoleón fundara su brillante despotismo, y cuya exactitud está tan reconocida en los franceses, que Tocqueville mismo asegura que la centralización fue la pérdida irreparable que la libertad sufrió en la revolución. De esta manera, señor, por cualquier lado que esta grave cuestión se mire, la historia toda viene en apoyo de las institu ciones que defendemos, y para apoyarla apelamos, en fin, a lo que nosotros mismos hemos visto, apelamos a una experiencia de veinte años bastante ya para decidir qué es lo que más nos conviene. Poco antes manifesté las difíciles circunstancias en que la federación se había planteado, y recordé entonces que con ella se había consolidado la independencia, salvado la re pública, formado la unidad nacional, sofocado los partidos, y
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comenzado una era de paz cuyos recuerdos no pueden menos que producir dulce sensación; ¿quién no progresó entonces, señores? La república, rodeada de peligros y de dificultades, inexperta en la ciencia del gobierno y de la administración, dio entonces pasos inmensos. La agricultura, la industria y el comercio se repararon en un instante de sus enormes quiebras y comenzaron a esparcir la vida y la abundancia. El espíritu de empresa apareció de nuevo, y todos los días se veían pasos dirigidos a mejorar nuestra condición social. Se construye ron caminos, se abrieron puertos, se levantaron poblaciones suntuosas en lugares antes desiertos, y todo anunciaba un adelanto extraordinario en las relaciones materiales de la vida; al mismo tiempo que la inteligencia progresaba con rapidez asombrosa; las escuelas de primeras letras, los esta blecimientos secundarios de instrucción, las publicaciones de la imprenta y el adelanto que resultaba de la escuela práctica de los negocios debieron sorprender a cualquiera que hubiera presenciado aquella súbita transformación. La administración de justicia, entonces un grado de adelanto inconcebible, y merced sólo a los esfuerzos, de esas legislaturas que se quie ren entregar al desprecio por los que las han excedido en sus defectos, sin haber imitado una sola de sus buenas obras, las garantías sociales comenzaron a establecerse y la legislación criminal empezó a salir de la barbarie que la dominaba para entrar bajo la benéfica influencia de la filosofía: las mismas reformas se realizaron en muchos puntos de la legislación civil y la responsabilidad de los funcionarios y la buena or ganización de los poderes públicos, principios todos nuevos
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y desconocidos constituyeron un estado social adecuado con nuestros nuevos principios. Cierto es que no pudo compararse con el de los pueblos que nos precedieron en la carrera de la libertad, pero ¿por qué se enfadan de ello los que en defensa de la tiranía que tanto aman nos alegan que es necesario marchar gradualmente? Nosotros debemos comparar lo que éramos bajo el gobierno español y lo que fuimos solos sólo seis años de emancipados, y podemos también con orgullo comparar nuestros pasos con los que dieron en el mismo tiempo las demás naciones hispa noamericanas. ¡Ah, señor! La federación mexicana, con todas sus desgracias y sus infortunios, fue siempre la más grande y gloriosa de todas las nobles hijas de la raza meridional, y yo no sé para qué se nos citaba ayer a Bolívar como modelo, no de valor y de gloria, sino de acierto en la ciencia del gobierno. El grande hombre duerme ya en la tumba el sueño de la gloria, y sus cenizas deben ser veneradas como las del más grande de todos los hijos de la raza española; pero su grande ejemplo no debe extraviarnos para cambiar la independencia colonial por la tiranía interior. Bolívar, señor, por esa fatalidad que ha perdido a los guerreros del nuevo mundo después de haber libertado a su patria, quiso ser su tirano: la alejó no sólo de las instituciones federales, sino de los principios liberales, y extraviándola de su verdadero camino la miró un día de tal suerte presa de la tiranía y del desorden aumentados con su funesta escisión, que el libertador de un mundo ofrecía ya la rota corona a un príncipe extranjero, como el último recurso de su país desventurado. Este es, señores, hoy el ejemplo que
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se nos cita, y esta la doctrina que se imprime para que nos guíe en nuestras tareas: pero que no se olvide lo que ella costó para que el patriotismo huya como de un abismo y la gloria como de un escollo de aquella mancha funesta que marchitó los laureles de Ayacucho y de Junín y que hizo morir al libertador solo y abandonado en las orillas del Magdalena. Pero el señor Bocanegra nos reprocha el presentar a la federación en sus buenos días, olvidando sus tempestades y sus infortunios. Yo no los olvido, señor, y no temo que se presente a la federación en la época que se quiera; yo recuer do los días espantosos en que una multitud frenética pedía la expulsión de españoles, violando las garantías más sagradas y los pactos más solemnes; yo recuerdo los días en que esa multitud embriagada de sangre y robo en medio de su alegría sacrílega decretaba en esta plaza pública, que tan cerca está, la violación de la Constitución, alejando del poder supremo al ciudadano ilustre que habían honrado los votos de la nación; recuerdo también cuando un mitin militar entregó en seguida la silla presidencial a un usurpador, que se afianzó en ella con el destierro del presidente legítimo, con la violación de todas las leyes y con el entronizamiento de la tiranía más afrentosa, inmoral y sanguinaria que jamás han sufrido los mexicanos, tiranía que llenó los cadalsos de víctimas, que empapó los campos de la república en sangre y manchó nuestra historia en un crimen inaudito que horrorizó a todo el mundo, y si todavía se pueden recordar excesos al lado de esos grandes crímenes, recordaré los furores insensatos cometidos en 1833 y 1834, horrores contra los que levanté mi voz en la hora del
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furor y que puedo recordar, así como todas nuestras desventu ras, porque para mí no traen ni vergüenza ni remordimientos. Pero yo pregunto a los injustos detractores de la federación, entre los que se cuentan también los responsables de esos in fortunios, ¿qué culpa tuvo en ello la federación? ¿Acaso sin federación el poder supremo de la república, entonces más grande y envidiable, no hubiera tentado los deseos de los am biciosos, y no hubiera habido ni el suceso de la acordada ni el plan de Jalapa? ¿Acaso sin federación ese partido sanguinario que triunfó en 1830 no se hubiera apoderado del mando y hubiera cometido sus excesos? Recuérdese que la federación fue el objeto de sus tiros, que ella recibió numerosos ataques y que estuvo en vísperas de sucumbir, y se reconocerá que ese régimen, lejos de venir de la federación se verificó a pesar de ella y contra ella. Ni sé la culpa tampoco de los excesos demagógicos. El furor de la democracia inexperta: el odio im placable a la tiranía apenas vencida, y los crímenes cometidos en nombre de la libertad, han sido por desgracia un hecho uniforme en todas las sociedades recién libertadas para que puedan atribuirse mejor a esta forma de gobierno que a la otra. Por el contrario, señores, demos gracias a Dios de que lo que ha pasado en nuestro país no sea más que una sombra de lo que se viera en otros, como en la república central de Francia y en la monarquía española, y temblemos sólo de que un día la demagogia fuerte y poderosa adueñada del gobierno central no extienda el reinado de terror sobre la vasta exten sión de la república, como lo hizo la convención por medio de sus feroces emisarios.
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Pero si el régimen federal, señor, no fue la causa de todos esos desastres que la nación sufriera, toca a él solo el honor de haberlos disminuido y vencido, demostrando así que en una república incipiente y en una sociedad agitada él era la mejor organización posible para libertar al pueblo, ya de la anarquía, ya del despotismo. Recuérdese cuántos elementos ofrecieron los estados para hacer triunfar la Constitución en 1828, recuérdese hasta qué punto resistieron al movimiento de 1829 y debilitaron la acción del partido vencedor; confiésese que toca a ellos también la gloria no pequeña de haber ven cido a la administración de 1832, y debe, en fin, notarse que en 1834 los excesos de que he hablado, excesos luctuosos, sin duda, mas incomparablemente menores que los de los amigos del orden, no mancharon más que a la capital de la república y a algunos estados, mientras que la mayor parte de ellos no sólo se vieron libres del contagio sino que ofrecieron un asilo a la desgracia, ¿en qué otro sistema hubiera sido posible esto? ¿Cuál opondrá a todos los delirios de la ambición a todos los atentados de las facciones veinticuatro centros de acción que le resisten? ¡Ah!, bien saben lo que hacen los que no quieren la federación. En lo de adelante, señores, aquello no volverá ya a verse. Todas las exageraciones funestas, todos los delirios vergonzo sos que para el porvenir puedan aguardarse de una sociedad cada día menos vigorosa y de unas facciones cada día más impudentes, con sólo apoderarse de este palacio, de que tantos se han apoderado, se enseñorearon de la república toda, sin que se levante en ella ni una voz para reclamarla ni un brazo
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para amenazarlo. ¡Representantes del pueblo!, sacrificad sus votos, despreciad su opinión; pero sabed, sí, que desarmando a la república y proscribiendo el único principio de vida que puede reanimarla, la vais a entregar sin piedad a la influencia exclusiva no ya de las revoluciones, sino de esos motines con que las guardias pretorias se degollaban para dar y quitar el cetro de Roma, mientras que Roma en agonía inclinaba su frente ante la cuchilla de los bárbaros, y entonces, ¡ay!, extra ñaréis esas revoluciones que necesitaban al menos un hombre y una causa nacional, y en la que la nación no era, como será muy pronto, simple espectadora del combate en que se juega su suerte. Yo, señores, por mí creo que nuestra vida política es ya di fícil. Si el centralismo hubiera sido nuestro primer ensayo, me parece indefectible que la república hubiera perecido, puesto que apenas puede concebirse una celeridad mayor que aquella con que caminaba a su perdición bajo la funesta influencia de las leyes de 1836. Yo no atribuiré al centralismo todo lo que ha pasado durante él, valiéndome para esto de la lógica misma de los centralistas; pero es indudable, señor, que la concentración del poder en la capital dejó abandonados a los departamentos, y que en este abandono todos los principios de su prosperidad se vieron perdidos y reducidos a ruina todos los elementos de bienestar que la federación había creado. El infortunio y la desolación han sido los amargos frutos del sistema que hoy se ensalza y que se quiere plantear, y yo no sé qué diríamos, señor, si cada uno de los estados de la an tigua federación mexicana se presentase delante de nosotros
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para exponernos sus horrores y mostrarnos sus infortunios. En este lugar mismo, no ha muchos días que con el corazón lleno de dolor vimos el fúnebre gemido de Yucatán, y yo por mí digo que cuando escuchaba atentamente aquella dolorosa manifestación de todo lo que esa porción importantísima de la república había sido bajo la misma dominación española, de la situación a que la redujo el centralismo y del funesto espíritu de división que cunde en los departamentos lejanos, he creído ver allí el germen de más de una desgracia. ¡Cuán tos otros han callado, señor! Ahora mismo que yo hablo, los infortunados habitantes de los departamentos limítrofes se encuentran en la desesperación porque no pueden resistir a los bárbaros que con un furor salvaje talan sus campos, degüe llan sus ganados, incendian sus casas e inmolan las familias de poblaciones enteras; y este azote horrible, acompañado de tantos otros, ¿creéis que nada influye para sembrar el germen de la división en esos departamentos remotos y despoblados? ¿Creéis que la raza anglosajona no se aproveche de su cons tante atenuación? Quizá no despertaremos demasiado tarde de este letargo funesto… Ni es mejor la suerte de los departamentos interiores. La agricultura y el comercio se encuentran en decadencia es pantosa, y la industria, cuyo espíritu brilló por un momento, tiembla todos los días ante las maquinaciones del extranjero: ha cesado el entusiasmo por el progreso de las luces, la liber tad de imprenta no es nada en los departamentos porque de nada tiene que ocuparse allí, por todas partes no se ven más que ruinas, y parece en efecto que, advertidos los departamen
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tos de que ni los trabajos, ni las luces, ni el espíritu público pueden servirles de cosa alguna cuando los negocios todos se deciden en una capital lejana, han abandonado hasta el deseo de la mejora y se han resignado con un estado social en el que se vieron desaparecer no sólo los bienes de una sociedad libre y civilizada, sino aun los últimos de la vida civil, como la administración de justicia, que ya casi no existe, haciendo ex trañar en ese punto los mismos días del gobierno español. De este modo todo ha perecido cuando se quitó en la república el único principio de vida que la animaba, y ya que se trata de los departamentos del interior debo agregar algo aquí. Prescindo de mostrar lo que sufrieran bajo el centralismo los que, como Oaxaca y Michoacán, fueron el teatro de una guerra de bar barie y de exterminio; ni quiero tampoco hablar una palabra de Zacatecas. ¿Qué hay de común entre el Zacatecas de 1834, arruinado por los excesos de la federación, y el Zacatecas de 1842 regenerado y rico por el centralismo? Pero diré una pala bra de Jalisco, de ese departamento cuyos intereses represento y cuya voz debo hacer oír en esta asamblea augusta. Todo el mundo sabe, señor, que esa parte de la república era bajo el gobierno español el centro de una considerable parte del terri torio; bien sabido es que en aquella época todos los días dis minuía su dependencia de esta capital, y aun quedan los ves tigios de la prosperidad asombrosa que le sobrevino cuando la guerra de la independencia le reveló sus recursos. Después, bajo la federación, ella se mostró grande y gloriosa y marchó un día a la vanguardia de los estados cuando se vio presidida por un grande hombre, por uno de esos hombres raros que el
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centralismo no dará jamás a los departamentos, porque el ge nio que crea las sociedades y domina los sucesos no se abatirá al miserable papel de jefe de policía, que es a lo que se reducen estos gobernadores sin gobierno. Vino el centralismo y todo lo asoló..., no quedan ya más que recuerdos de la prosperidad pasada…, y los jaliscienses, señor, que venimos aquí lleno el corazón con los recuerdos de nuestra pasada gloria, trayendo todavía el duelo de los siete años en que nos viéramos víctimas del centralismo, regidos por una administración digna de las épocas de barbarie y en la que oímos proclamar los principios del más bárbaro oscurantismo, ¿nosotros hemos de venir a votar aquí todavía el centralismo?, ¿qué habremos pagado a la causa santa de la independencia tan inmenso contingente, habremos visto en Calderón y en mil otras acciones inunda dos nuestros campos de sangre, habremos visto tantas veces desiertas nuestras poblaciones, saqueadas nuestras ciudades y sacrificados nuestros mejores ciudadanos sólo para cambiar de metrópoli, sólo para que la antigua corte de los virreyes sustituyera a la corte de Madrid? Tal vez es este nuestro fu nesto destino, pero sucumbiendo al infortunio no seremos indignos de nuestros padres, ni yo, que aquí tengo el honor de representar a aquel pueblo desgraciado, vendré a dar mi voto en contra de sus intereses en oposición a su voluntad. Jamás. Ni es ésta la de un solo departamento, sino la de la repú blica toda, como lo confiesa terminantemente la comisión y lo demuestra cuanto hemos visto, cuanto hoy mismo observa mos. En lo pasado inútil fuera probar que la federación fue el resultado de una opinión general: sus mayores enemigos se han
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limitado a decir que esta opinión fue desacertada. ¿Quién no recuerda el entusiasmo vivo y purísimo con el que en aquellos días se proclamaba la Constitución? Inalterable permaneció después este sentimiento cuando la república, agitada por el loco frenesí de las facciones, se vio entregada a los horrores de la guerra civil: desaparecieron las leyes, los magistrados se vieron desobedecidos y las garantías fueron escandalosamente violadas; pero en aquellos combates la Constitución federal apareció como un gran principio unánimemente convenido: todos los contendientes le juraban su adhesión, todos la invo caban diciéndose sus amigos o sus vengadores. ¿Quién, señor, de nuestros funcionarios públicos, no le dio sus juramentos, quién no le prestó su obediencia, quién dejó de protestar solem nemente que moriría por ella? Y esos juramentos se repitieron todavía la víspera de su destrucción, en los momentos mismos en que iba a sucumbir, víctima del perjurio y de la traición. Señor, las promesas hechas cuando fue disuelto el Congreso de 1834, las que se hicieron para la guerra de Zacatecas, las que se repitieron en los días de las elecciones, y el decreto mismo en que el Congreso reconoció los límites establecidos por el artículo 171 de la Constitución federal, prueban bien que los más implacables enemigos de la federación la creyeron tan fuerte por la voluntad nacional, que ultrajada y casi expirante, todavía necesitaron darle el golpe a traición. Se dio al fin el decreto en que el Congreso se declaró asimismo constituyente, salió su obra, esa obra funesta, señor, que nos enseñó a violar las constituciones y que quitó a la nación lo único que el fre nesí revolucionario había respetado como santo y venerable;
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obra que ha sido la única y verdadera causa de los males que nos agobian y de los peores que aún tenemos, y que lloran, sin duda, los mismos autores de ese código que no pudo regir en paz un solo día. En efecto, dado en la contradicción, fue de tal suerte repe lido que estuvo pronto a sucumbir en 1838, cuando el general Bustamante, cediendo a la multitud de representaciones que de todas partes le dirigieron, no, como dijo el señor Ramírez, para que hubiera un Congreso constituyente como éste, sino para que se reformara la Constitución de 1821. Llamó el famoso ministerio de los tres días que pasó, porque indeciso el presidente retrocedió, y los que había llamado para reali zar aquella revolución se retiraron en el acto mismo en que se convencieron de que no podían llevar adelante su plan, dándonos con esto una buena lección de conciencia política, lección que tal vez no es inútil recordar hoy en una discusión en que se han dicho cosas que prescindo de refutar por no re petirlas, y en unas circunstancias en que se nos propone bue namente que nos limitemos a sacar algún partido sacrificando los intereses de la república. Pasó aquella revolución, señor, y la república, en incesante agitación, caminaba rápidamente a su total ruina, hasta que en Jalisco se dio el memorable grito que ha cambiado la faz de la república: que repetido en la Ciudadela de México, en Perote y en otros mil lugares, debió su triunfo a la esperanza solemne, al juramento sagrado que en él se hizo de que se reuniría la representación nacional y de que el pacto político que ella diera a los mexicanos sería religiosamente acatado. Nadie osó entonces poner límites ni
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exigir condiciones a este Congreso, nadie se atrevió a indicar siquiera que sus decretos serían desobedecidos y, lo que nadie ignoraba, cuán fuertes eran las tendencias que había por la federación. Si se creyó, señor, que esta era una causa perdida, si se tenía la conciencia de que en bien de la república se debía proscribir la federación, ¿por qué no se tuvo la honradez de anunciarlo? La nación hubiera sabido a qué atenerse, pero lejos de eso, en todas partes lo que hoy se llama partidos fe deralistas fue el que trabajó en la derrocación de aquel orden de cosas, a él se le debió en gran parte el triunfo y él se fió tan generosamente en la palabra de los jefes de la revolución que combatió su causa misma cuando el enemigo apeló a ella para salvarse. Lo que entonces dijeron los jefes de la revolución no puede olvidarse y caracteriza perfectamente si la revolución condenaba o no la federación: “El antiguo perseguidor de los federalistas, dijo el general Santa Anna, proclama hoy lo que condenaba ayer para lisonjearse con la loca esperanza de que podrá continuar más tiempo rigiendo con mano incierta los destinos de la nación... Convencido de que solamente la nación tiene derecho para darse leyes fundamentales según su beneplácito, quiero yo y quiere el ejército, en consonancia con los pueblos, que representados en un congreso libre impon gan preceptos que serán religiosamente acatados. Esta sola idea hará abrir los ojos a los menos avisados, porque es claro que una promesa dada en el extremo apuro del enemigo y en contradicción con sus constantes principios, es un dolo, una perfidia que empeora su causa”.
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Lo mismo decía el general Paredes después del triunfo anunciado, que “la voz de federación que sin rubor no podían pronunciar sus labios, la habían dado con el depravado fin de envolvernos en la guerra civil”, y deseara yo, señores, poder dar lectura ahora a los documentos dirigidos en el mismo sentido al interior, y entre los que había uno en el que lejos de decirse una sola palabra contra la federación, se designaban algunas personas de las más influyentes de aquella adminis tración, y se preguntaba si se podía creer que estos hombres fueran los Washington y los Franklin de la república. Nadie usó otro lenguaje, ninguno combatió la causa que se procla maba sino sólo sus motivos, y todos prometían, repito, que este Congreso resolvería la cuestión, y que sus preceptos serían religiosamente acatados, llegando uno de los jefes de aquélla a decir en su proclama estas palabras: “Si la nación está decidi da por el sistema federal, sus representantes electos libremente por ella e investidos de amplias facultades, lo adoptarán: si él no fuere de su agrado, la minoría ¿qué derecho tendrá para dictar leyes a la república entera? Sometámonos a su decisión y confiemos en que su fallo no será desfavorable a la causa que en otro tiempo hemos sostenido”. La federación, pues, señor, lejos que fuera una causa per dida cuando se concibió la esperanza de un nuevo pacto, fue, digámoslo así, la que tenía más probabilidades del triunfo que debiera decidir únicamente la nación por medio de los repre sentantes legítimamente electos por ella. Y ¿qué resultó de es tas elecciones, señores? El señor Bocanegra decía que bastaba dirigir una mirada por este Congreso para convencerse de que
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los actuales representantes de la república no reproducirían ni la carta de 1821 ni la de 1836 porque no eran ni los hombres de 1824 ni los de 1836, y ya que se usa de estos argumentos, yo también pido que se recorra la vista por los hombres que ocupan estos asientos, para que se vea, señor, que la nación de positará su confianza en los hombres a quienes había mirado por una larga serie de años defender con constancia la causa de la federación. Este hecho es de una verdad incontestable, y sea cual fuere el carácter de la Constitución que se dé por este Congreso, será siempre cierto que si el día en que la nación nos honró con su confianza hubiéramos comparecido ante los electores, como sucede en los países más adelantados en la carrera del sistema representativo, para exponerles nuestra fe política, no hubiéramos desmentido entonces nuestra ad hesión a la causa de la república y de las instituciones esco gidas por su voluntad soberana: repito que entonces, amigos y enemigos, los que nos eligieron como los que proponían otros candidatos, todos vieron en nosotros los defensores de la federación, y si alguno hubiera predicho entonces algo de lo que después hemos visto, nadie lo hubiera creído. Grande, pues, debe haber sido, señor, el gozo, y más aún la sorpresa de los enemigos de la federación al oír de boca de la comisión lo que ninguno osará aún decir, al haber visto que en esa parte expositiva que tanto daño ha hecho a su causa misma, se ha llegado a disputarnos la facultad de establecer la federación. Sí, señor, es preciso reconocer con dolor que cuando el gobierno y la república toda, y esas representacio nes mismas del ejército que tanto alarmaron a muchos de los
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señores que hoy deben hallarlas muy fundadas y justas, reco nocían en este Congreso la facultad de establecer el sistema federal, la augusta asamblea haya oído en su seno mismo una voz que desmentía ese reconocimiento unánime, oponiéndole un sofisma el más débil y miserable que pudiera imaginarse; pero que aunque incapaz de seducir a nadie podía, sí, servir de texto a la rebelión, de suerte que si mañana se levantara una revolución que destruyera por tercera vez las instituciones de la república, la comisión debería ver con espanto y con terror que era ella, que era esa parte expositiva a la que tocaba el haber iniciado el pretexto de una rebelión y de haberla inicia do en el santuario de las leyes, en el último asilo al que se han refugiado tantas y tan nobles esperanzas. ¡Ah, señor!, si la minoría, si esta minoría tan calumniada y que hasta ahora no ha pronunciado una sola palabra que pudiera ofender en lo más mínimo el respeto que se debe a vuestra soberanía, hubiera llevado el amor de su sistema hasta este grado, ¿qué hubieran dicho de ella los que a pesar de la exaltación inconcebible de su lenguaje y de la intolerancia de su sistema, se presentan todavía como modelos de prudencia y moderación? Mas yo me extraviaba, señores, cuando quería recordar sólo que sin duda esa decisión de la voluntad nacional es la que explica el fenómeno extraño que hoy pasa aquí. En efecto, al propio tiempo que se acumulan sobre ella las más severas acusaciones, pintándola como la verdadera causa de todos nuestros desastres, como el ángel exterminador de las nacio nes, los hombres que tal han hecho y que han dejado muy
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atrás en este camino a los mismos legisladores de 1836, no han sido lógicos como aquéllos lo fueron, y a la hora de sacar la consecuencia han retrocedido ante ella; han protestado su amor y su entusiasmo por el gobierno que atacaban, se ha percibido entre el enconoso acento del odio, la fuerza de los antiguos recuerdos de afección y de entusiasmo. Se ha puesto mucho cuidado en querer persuadir al Con greso de que la federación no está condenada en el sistema de la mayoría; se ha hecho no sé qué distinción absurda entre el sistema federal y el principio federativo, y se ha apelado a todo recurso sin excluir ni la contradicción en el texto de la ley, ni la inconsecuencia en la serie de los discursos, ni la docilidad en las promesas, para hacernos entender y esperar que lejos de que se tratara de contrariar la federación, no se hacía otra cosa más que defenderla extraviando a sus enemigos, para que después de la discusión en particular quedase triunfante y vencedora, sacrificando cuando mucho su nombre, como un holocausto ofrecido al orgullo de sus enemigos. ¡Grande y hermosa es, sin duda, señores, esa causa que no se ataca sino rindiéndole homenaje, y que no se espera vencer sino haciendo a los que la aman la promesa solemne de pelear luego por su triunfo! Pero yo confieso, señores, mi incapacidad para elevarme hasta la altura de esta sublime táctica parlamentaria. A mí me parece que la lealtad y la franqueza exigían que, si se creía de buena fe que la federación era útil y conveniente, no se la deturpase con injurias, y que si por el contrario estas injurias eran merecidas, no se dieran esperanzas falaces de plantear
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un sistema que se asegura perdería a la nación en esta táctica el uno o el otro; pero irremisiblemente alguno de los partidos que se temen debería tener derecho de quejarse un día de ha ber sido víctima del dolo y de la perfidia de la representación nacional, y como esta idea creo que es espantosa para el Con greso, me parece que no se debe ni aun concebir siquiera, se ñores, en la discusión en general, esta idea, que nos autorizaría a hacer de modo que la aprobación de un sistema no fuese más que una red tendida a sus partidarios para que, adormecidos con la confianza del triunfo, se pudiera con seguridad realizar el sistema contrario en la discusión en particular. No, señores, en las grandes crisis nada asegura la victoria, pero la lealtad y la franqueza libran del oprobio y del remordimiento. Mas ya oigo, señor, la respuesta de todo, porque desgracia damente los enemigos más formidables del federalismo no son hoy los que lo atacan a las claras, sino los que mostrándose sus amigos y sus defensores lamentan en secreto que no se pueda hoy establecer porque creen que las circunstancias no son favo rables y que la prudencia exige contentarse con algo para obte ner después el resto. Hiciéronlo así también los legisladores de 1836, y es fácil conocer que muchas de las objeciones que hoy se exponen no son más que la repetición de las que entonces se hicieron y a las que, por tanto, daré una contestación lacónica para no prolongar más este tan cansado discurso. Ahora como en 1836, se nos repite que no hay hombres que desempeñen los puestos públicos y que los estados o los departamentos a quienes un señor diputado comparaba con débiles niños, necesitan todavía la protección de la tutela.
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Que esto, señores, se dijera en 1836, podía pasarse, pero que se diga en 1842 me parece inconcebible, puesto que ya la experiencia ha resuelto el problema. ¿Dónde está, no digo ya la gloria, mas ni siquiera el recuerdo de esos hombres raros y escogidos que iban a mostrar con sus obras la incapacidad de los que les habían precedido?, ¿dónde están esas obras de saber o de patriotismo con que los hombres del centro iban a destruir la fama que lograran muchos de los hombres de las localidades?, ¿dónde están el D. Prisciliano Sánchez o el D. Francisco García del centralismo? Ni los hubo, ni los habrá, señor, porque bajo el centralismo, sin ocasión y sin recursos, los hombres de genio de las localidades morirán en ellas oscuros, como muere sin dar frutos la planta que no respira en el clima que le es propicio. Se encontrarán tal vez buenos administradores, celosos jefes de policía, hombres de pormenores, pero nunca los que son capaces de fundar la libertad y consolidar el espíritu republicano, y sin duda que así se reconoce cuando se tiene tanto empeño en impedir que los departamentos se organicen, como dijo el señor Baranda. En efecto, si deben seguir pobres, miserables y abatidos, temblando siempre por su propia suerte y sujetos a no em plear su fuerza y sus recursos en su propio bien, sino cuando el centro quiera, cuando el centro, cansado de consumir esa fuerza y esos recursos, les deje lo que les sobre; entonces, que no se organicen, señor. Al esclavo que la tiranía no humilla todavía, es necesario mantenerlo con cadenas; pero si se quiere que los departamentos, es decir que la nación toda salga del abatimiento y del infortunio, es necesario que se organice en
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su conjunto y en cada una de sus partes: que se organice de la manera más conveniente para que el bienestar y la fuerza, diseminados y seguros en cada una de las secciones del terri torio, constituyan esa grandeza nacional que ya va siendo una quimera irrealizable para nosotros. Pero si volvéis hoy a los departamentos lo que antes tuvie ron, se dice en el dictamen, los departamentos obrarán como soberanos restaurados. He aquí, señores, una hermosa razón para que si la España nos hubiera reconquistado, jamás hu biéramos salido de la miserable condición de esclavos, pero este sofisma, así como el anterior, no es más que un sofisma con el que se pretende desconceptuar la federación, resucitan do la memoria de aquellas desgracias, cuyo verdadero origen hemos visto ya, para venir a traernos otra vez al campo en que lugares comunes y ridículas declamaciones dispensan de la profundidad de miras y la elevación de sentimientos que debieron mostrarse en esta vez. ¡Y qué fastidio causa, señor, el contestar tales ideas! Pero lo poco que antes dije, lo mucho y muy bueno que se ha dicho, y sobre todo el grito íntimo de la conciencia de los centralistas más exaltados testifican la injusticia de esta imputación. Pero ya que así se hace y que la santidad de este lugar me impide el presentar bajo el aspecto que debiera el celo de los improvisados amigos del orden, yo no diré más que dos palabras. En defensa de la nación hay que recordar que esos furores, que nunca fueron ni una débil sombra de los de aquellos amigos del orden, no se mostraron más que dos veces y en intervalo bien corto, encontrando lue go una grande y decidida oposición en el seno mismo de lo que
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se llama partido liberal, de modo que la caída de aquel sistema fue inevitable las dos veces que apareció, y ahora que ya no tiene ni jefes ni partidarios, ahora que tantos hombres de bue na fe han reconocido el precipicio hacia el que marchaban y que la nación toda no tiene más que un deseo, el de consolidar el orden con la libertad, ¿por qué se le hace el agravio de creer que el primer acto de su libertad, de esa libertad comprada con tantos sacrificios y buscada con tanta prudencia será un delirio insensato, un frenesí demagógico, un verdadero suicidio, en fin? No olvidemos, señor, que nosotros hemos venido aquí por la confianza generosa de esa nación calumniada, y que nos contenga al menos el considerar que no hay medio entre confesar o que nosotros somos demagogos o que la nación tiene en efecto la sensatez necesaria para no entregarse en las manos de ese partido. ¿Y el buen sentido que tuvo en estas elecciones por qué lo perderá en las que vienen? Y hablo yo, señores, de sans-culottes y de demagogos, porque se habla sin cesar de ellos y porque se tiene no poco empeño en presentarnos como los apóstoles de ese partido; pero nadie puede tener en este punto una frente más limpia que yo, ni nadie estaba en mejor posición que yo para poder aprovechar las circunstancias declarándome amigo del orden. Enemigo constante de los excesos con que se ha manchado la causa de la libertad, esta causa santa y pura que no debía ser servida como el fuego sagrado de las vestales más que por manos puras de toda mancha; yo no necesito para hablar en favor del orden de apelar a los desengaños de la experiencia ni a la madurez de la edad; ni vengo tampoco a acreditarme
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de moderado ahora que es tan fácil, tan cómodo y tan útil ha cerlo. En los primeros días de mi vida y cuando la demagogia estaba en mi pobre voz tan débil como era, unida sola a la de uno de los más dignos representantes que ocupan estos asien tos, reclamó en el estado de Jalisco los ultrajes que se hacían a la justicia, al orden y a la libertad, y cuando ésta ha sido mi fe política constante, cuando he sido perseguido y aborrecido por ella, cuando hace un año que precisamente en este mes mostré que no temblaba ante la amenaza de la exaltación del partido liberal, cuando he venido aquí cargando su odio y sufriendo sin cesar sus imputaciones injustas, ¿se cree acaso que estas palabras vagas y sin sentido, que estas imputaciones a las que puedo responder con hechos irrefragables me harán callar? No, señor, mucho tiempo llevo de ser odiado como servil para que me asuste ahora la calificación de sans-culotte. El desprecio, antes como ahora, ha sido la única respuesta de mi conciencia tranquila, y dejando para todo el que quiera la brillante prueba de amor a la justicia y a la libertad que re sulta de alabarlas siempre en el sentido del vencedor, reservo para mí la de haber defendido constantemente en mi oscura vida esos principios contra el poder triunfante, y ahora estas pocas palabras sólo las he dicho, no tanto en uso del derecho de defensa, sino porque veo que hasta cierto punto se quiere desacreditar a la causa por sus defensores, y continuando en vindicarla de los sofismas con que se les ataca diré que ni veo tampoco con qué razón puede temerse que los estados no crezcan ni prosperen sino como una preparación para su total independencia, y consiguientemente para la escisión de la re
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pública, idea funesta que todos los mexicanos rechazamos con horror. Nadie procura, señor, variar de aquel modo de existir que le asegura su bienestar, y los estados deben ser tan celo sos de la independencia que les garantiza su felicidad interior como de la unión federal que afianza su fuerza y respetabilidad ante el extranjero y su misma concordia y felicidad interior. Por esto se ha visto, señor, que la federación (y aquí llamo la atención del Congreso) ha sido la forma de gobierno que ha hecho durar por más largo tiempo a las repúblicas y la única en que casi nunca se ha visto que las partes componentes de una nación se dividan e independan las unas de las otras. Tal vez sólo la federación ha podido conservar la unión nacional en Norteamérica, donde el sur y el norte son dos pueblos del todo distintos, por el origen, por el clima, por la legislación, por las costumbres y por los intereses. ¿Por qué, pues, nosotros, que no tenemos tan grandes diferencias, no nos conservaríamos unidos de mejor manera y por más tiempo? Yo tiemblo, señor, por la división de la república, y por lo mismo rechazo el centralismo, esa institución funesta que apenas ensayada en Colombia produjo la división, y que entre nosotros precipitó el funesto suceso de Texas, causó los de Tabasco y Yucatán y sembró en todos los departamentos, con el descontento general, el triste germen de la división y el de seo de la independencia, germen cuyos frutos no quiera Dios que cosechemos. Acaso olvidamos la terrible vecindad que nos tocó en suerte, quizá nos desentendemos que ese pueblo fuerte, poderoso y emprendedor avanza sobre nuestro terri torio por la ley que ha arrojado siempre sobre el mediodía a
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los hombres del norte y que ellos sueñan ya en la posesión de nuestro rico territorio como en la tierra prometida, y si olvida mos que no se debe oponer contra la civilización, más que la civilización misma, y como ha dicho uno de nuestros mejores ciudadanos, nosotros debemos igualarnos con ese pueblo para vencerlo; día llegará tal vez, señor, en que no sólo corran la suerte de Texas esos departamentos abandonados a la deses peración que son hoy nuestra única barrera, sino que, como decía el señor Gutiérrez Estrada, se rece la liturgia protestante en las catedrales del interior. Tales son, señor, los verdaderos aspectos bajo los que debe examinarse esta tan grande cuestión, la primera y la más vital de todas las que pueda tratar un pueblo, y en la que a nada viene y nada significa el contar que la Junta de Lagos y la Cámara de Diputados del año de 1833 soñaban en divisiones. Para un hombre pensador, semejantes delirios, concebidos por pocos hombres y en el ardor de las revoluciones, proyectos insensatos que no tienen simpatías y que se olvidan porque no dejan recuerdos, no sirven nunca de dato para calcular el estado positivo de un país ni los efectos de un sistema. Pero, a más, ¿es cierto, señor, que se han descubierto tales se cretos hasta ahora ocultos? Dos de esos señores que estuvieron en la Junta de Lagos me han asegurado que no pasó tal cosa, y de cuantos señores diputados del año de 1833 he consultado sobre esa acta de división, ni uno solo ha dejado de asegurarme que no hubo tal cosa: mas esa acta, señor, debe existir y yo pido que se exhiba aquí para que la posteridad juzgue a los hombres acusados tan solemnemente. A ellos sólo toca responder.
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En fin, señores, cansados los enemigos de la federación de suscitarles dificultades, procuran también atraerle enemigos, y con dolor he oído que en el Congreso se habla ya de los intereses que se oponen al establecimiento de aquel régimen, presentándolo como odioso a las altas clases de la sociedad, aunque yo, a la verdad, ignoró por qué puedan esas clases tener tan irreconciliable odio a un sistema que tantas veces han proclamado y que hoy proponemos, no cual ligeramente se dice para enarbolar el estandarte de un partido, sino para conciliarlos todos y darles una forma de vida en que sus inte reses se combinen y respeten. Así, por lo que toca al ejército, la más fuerte hoy de esas clases, nada tiene por qué alarmarse por nuestro sistema. En él se consigna su existencia, se dis pone que continúe gozando sus fueros y privilegios, y para que nada teman de los poderes locales se encarga el gobierno general exclusivamente de cuanto con él pueda tener relación. ¿Qué más le da el proyecto de la mayoría? ¿Qué más le dio la Constitución de 1836? ¿Qué más puede darle cualquiera otra Constitución? Lo mismo digo respecto del clero: vivas y recientes las desgracias que en gran parte reconocieron por origen cuestiones imprudentes, hemos creído que la paz de la república exigía se dieran a esos intereses seguridades francas y completas, y por más que examino no encuentro lo que pudiera alarmarlo. ¿Sería acaso la privación de sus fueros y privilegios? Quedan ya, reconocidos en la Constitución, puestos al abrigo de todo ataque; ¿el temor de las reformas que se verificaron en algunos estados? Para esto proponemos se declare que el poder general sea sólo el que pueda ocupar
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se de cuanto tenga relación con los negocios eclesiásticos, y con esta disposición para los intereses del clero no hay ya amenaza en el poder de los estados, sino que en realidad hay para ellos centralismo. Fuera de esto, hemos huido de toda cuestión que pudiera resucitar sobre la extensión y los límites del poder espiritual y temporal, esas cuestiones funestas en que los pueblos aventuran su sosiego por quiméricos bienes; hemos establecido que el culto católico es el de los mexicanos; persuadidos de que la intolerancia de todo otro es una verdad de estadística y no de constitución, la hemos proclamado, y deseosos, en fin, de mostrar hasta dónde llega nuestro espíritu de conciliación, nuestro deseo de garantizarlo todo, votare mos también una seguridad franca y completa para los bienes eclesiásticos, no porque, yo al menos, crea que la propiedad de una corporación sea la misma que la de un particular, no porque haya de votar jamás ese artículo en que nivelándolas absurdamente se quita al poder civil el derecho incontestable de dar sobre la conservación de esos bienes y su legal inver sión, disposiciones que la propiedad particular no sufriría, sino porque, a más de nuestro deseo de dar a todos garantías, creemos que el interés de la república exige que esos bienes preciosos con que se provee al culto nacional y se mantienen tantos establecimientos de piedad y beneficencia, deben ser de tal suerte asegurados que no quede ni el más ligero temor de que, absorbidos por el desorden espantoso de nuestra hacienda, formen la escandalosa fortuna de una docena de impudentes especuladores, dejando sin recursos esos objetos de la primera y más alta importancia.
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Tampoco nos desentendemos de los intereses de la clase propietaria, que tranquila y pacífica, ha sido tomada en boca de los nuevos amigos del orden para hablar de una manera que, a falta de palabras, yo llamara loresca de nuestra preten dida aristocracia; la clase propietaria en la que tanto abundan la inteligencia ilustrada, los sentimientos nobles y el verdadero amor al orden, es la base de un edificio en el que la propiedad es la condición indispensable de la elegibilidad y que cuenta entre sus bases el hermoso y nuevo principio que en el artículo 173 asegura que el sistema representativo será una realidad y no una quimera para todas las clases de la sociedad, y prome te tal vez una grande e importantísima reforma en la ciencia social moderna. Tales son nuestros principios y nuestra conducta, por ellos se verá que no mentimos al anunciar que nuestro deseo era una Constitución de paz, de reconciliación y de ventura, que no veníamos en nombre de partido alguno, que deseábamos, como el que más, evitar los abusos que un día mancharon esta causa tan querida, y que guiados por la moderación y la justicia creíamos que se debía buscar aquella forma de vida en la que, sancionados y en armonía todos los intereses que se encuentran en el seno de la república, ésta marchase a su engrandecimiento por el reinado de la paz, del orden, de la libertad y de la justicia. Esta es, señor, la minoría, esto es lo que se llama el partido federalista del Congreso, y éstos son, para vergüenza de los que tal anuncian, esos diputados dema gogos que con su vida pasada, con sus trabajos de hoy y con su desinterés para el porvenir, cuyos peligros no ignoran, con
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vocan a todas las clases para que deponiendo sus odios luzca, si es posible, el gran día de la libertad y la reconciliación. [...] Y como este problema no tiene en cada pueblo más que una sola solución, como en ella no es posible olvidarse de los intereses de la república ni de las más caras y legítimas aspiraciones de ella, nosotros hemos levantado nuestra voz en defensa de la causa de nuestra conciencia, después que habiendo oído que el jefe de la república la condenaba, pre vimos muy bien lo que iba a pasar en el seno del Congreso y fuera de él; pero una palabra no más, señores, sobre punto tan triste como delicado, y esta palabra es una pregunta: ¿creéis, señores, que la voz del general Santa Anna anunció una orden o una opinión? Si lo primero, yo, representante del pueblo, que nadie más que en nosotros reconozco el derecho de darle su pacto, yo abandonaría esta silla en el momento en que la voluntad de un hombre fuera nuestra vergonzosa lógica, yo la dejaría luego que supiera que la obra que em prendemos, que el edificio que vamos a levantar, como dijo el señor Cevallos, para que resista a los siglos, no tiene más apoyo que la voluntad del presidente; mas si es cierto que el Congreso es libre para obrar como su conciencia le inspire, si es cierto que es el único juez de esa contienda, entonces ¿qué es la voz de un hombre, por ilustre y respetable que sea, ante nosotros? Una opinión, señores, sólo una opinión que, como todas, tiene por único criterio los intereses sagrados de la re pública y por único juez nuestra autoridad, la autoridad del Congreso legítimamente electo por la nación. Su deber y su
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dignidad exigen que esa opinión se discuta franca y lealmente y que se ceda al convencimiento acatando, como el primero lo haré, la opinión del ejecutivo; mas si ésta no cautivare nues tro entendimiento, si en esta discusión ha resultado, como lo creo, que la federación es nuestro último recurso, el único principio de vida que queda a la nación, entonces por ninguna consideración debemos traicionar la voluntad y los intereses de nuestros comitentes, y luego que hayamos fallado, el pre sidente y todos los ciudadanos, y particularmente los que en el centro y en los departamentos tienen hoy toda la fuerza, todo el poder, deben acatar una resolución, para la que la re pública, inerme y sin armas, no tiene más esperanzas que su honor y sus juramentos tan solemnemente empeñados. Este es su deber, sean cuales fueren sus opiniones: el presidente lo reconoció ya y proclamó cuando alzó su brazo contra las leyes de 1836, cuando dio el Plan de Tacubaya, cuando tomó posesión de la presidencia, cuando expidió la convocatoria, cuando abrió las sesiones, y cuando ayer anunció finalmente su retiro. Lo mismo han hecho, lo mismo han jurado todos los demás funcionarios públicos, y este es, en fin, el gran princi pio de la revolución, su único título de legitimidad y la base fundamental de cuanto existe. Si todo esto no basta, ¿qué otras garantías, qué otras com binaciones pueden contar con mejor fortuna?, ¿cuáles otras apoyarían la obra que diésemos, la obra en que tuviéramos por objeto no la república con sus derechos, con sus intereses, con su gloria y su porvenir, sino las fugitivas circunstancias de un día, la voluntad de un hombre, cuando más las amenazas
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de un partido o los peligros de una época? ¡Ah, señores!, se mejante Constitución sería mala por su naturaleza misma, y pasando como un episodio de cobardía y de vergüenza, fuera para nosotros un monumento de oprobio y para la nación una causa de nuevas desgracias. ¡Que jamás suceda tal cosa! Los legisladores, señores, los hombres elevados al sublime rango de legisladores, no deben humillarse ante las facciones, aunque sean poderosas, ni temblar ante el porvenir, aunque contenga peligros. Dios sólo sabe el porvenir, pero nosotros sólo debemos saber nuestros deberes. La nación, llena de dolores y de ultrajes, la nación herida por sus ciegos hijos y vilipendiada por el extranjero, se ha levantado grande y gloriosa, ha recordado sus hermosos días, y queriendo llenar sus gloriosos destinos aguarda de nosotros los medios de realizarlos, aguarda una Constitución que la haga libre, feliz y respetable. Pues bien, debemos conciliar a todos los hombres, reunir a todos los partidos, sofocar el germen de todas las facciones, reconocer todos los intereses, dar garantías a todas las clases y precaver todos los abusos, y sobre estos cimientos, bajo estas bases, atender un grande interés, el de la nación, volviéndole el pacto federal, el único pacto legítimo que puede salvarla. Sí, señores: la federación es nuestro pacto legítimo, y de él sólo pudiera decirse que es la más grande y noble institución que existe entre nosotros: yo no digo estas palabras en su sentido exclusivo, como las tomó el señor Baranda para decir que fuera del proyecto que defiende, nada había grande ni no ble. No, señor: todo lo que el patriotismo aconseja es grande
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y noble, y el patriotismo es el sentimiento que anima todos los corazones reunidos en este lugar; pero si un día nosotros pudiéramos aspirar a la gloria, si quisiéramos tener títulos al reconocimiento de la posteridad, yo no creo que la compará ramos nunca con una originalidad inútil y peligrosa. Las naciones no se constituyen más que una vez, y nuestra primera Constitución y la única fue la de 1824. Las constitu ciones determinan la forma de las sociedades, y sagradas e in violables como su existencia deben nacer con ella, regularizar su vida futura, desarrollarse cuando ellas crecen y sucumbir sólo cuando ellas sucumben, o que variando en todo sus for mas, se verifican aquellas grandes revoluciones sociales que tan pocas veces se observaran en los pueblos. Pero concebir que en el estado normal de una sociedad, que cuando ella pasa su vida sin variar de forma y sin más que accidentales modificaciones, necesite cambiar todos los días, nada menos que las formas primitivas de su vida, que las condiciones fun damentales de su ser político, es un absurdo, el más funesto que pudiera concebirse, es la proclamación escandalosa de la anarquía y del desorden. Jamás una nación ha sido feliz ni sobre todo respetada en estas épocas en que la Constitución se variaba sin cesar; y el único modo de salir de estas crisis ha sido siempre el de volver al punto de partida, como la Francia ha vuelto a la monarquía constitucional proclamada en los primeros días de la revolución y eludida durante veinte años de instituciones que pasaban como fuegos fatuos. Lo mismo sucederá, señor, en México, y la federación volverá sin duda un día, porque todo la proclama y todo la hace necesaria.
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Yo repito con el señor Bocanegra que la experiencia debe ser nuestra guía, y con la experiencia de veinte años encuentro justifi cada mi opinión. Creo con el señor Baranda que nunca puede ha ber dos constituciones buenas para un mismo país, y recordando los días de prosperidad y de ventura que tuvimos bajo el sistema federal, creo que para nosotros no hay más constitución buena que aquélla en la que la independencia se consolidó y la que sal vando de mil peligros las instituciones republicanas, nos dio todas las glorias que contamos en los días de nuestra juventud y todos los bienes que hemos gozado en la carrera de los pueblos libres. Sí, señor, en el estandarte glorioso de la federación están inscritos cuantos recuerdos y cuantas esperanzas son gratas a los amigos de la libertad y las glorias nacionales, y cuando el señor Ramírez proclamaba que una constitución no podía vivir sin recuerdos de gloria, yo no sé cómo no concluyó en el sistema federal. Nada ha habido de grande ni de glorioso, ni bajo la dominación de los virreyes, ni bajo el régimen ne fando en que el extranjero venció por primera vez el glorioso pendón tricolor de Iguala. Luchando, pues, señores, nosotros por la federación, no hemos levantado, como se nos acusa, una bandera enfrente de otra bandera, ni un altar enfrente de otro altar. Porque ha existido, en efecto, un altar sagrado y una bandera querida para los mexicanos, y esa bandera era, señores, no el pacto de anarquía y oscuridad que hoy se nos propone, no ese pacto que está a discusión merced sólo a la resignación casi heroica de la mayor parte de los que lo firma ron, y que apenas salido a la luz ha sido visto con indiferencia, y lo que es peor, con desconfianza, por todos los partidos de
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la nación. Ni ¿qué derecho tiene, señores, ese proyecto para llamarse ya pomposamente la bandera nacional? La bandera de la nación no es nueva, tiene once años de vida y de gloria: la bandera de la nación no está afirmada con cuatro nombres, pues que tiene inscritos todos los de los mexicanos ilustres que compusieron el primer Congreso Cons tituyente, y el lema inscrito en esa bandera no es un jeroglífico indescifrable ni una palabra desconocida que se oculta con vergüenza, es una palabra clara y perceptible, un principio que se ostenta a la luz porque es puro, y son, señores, esta bandera y este altar los que nosotros hemos reverenciado, los que os proponemos que levantéis como un deber que deman daban la memoria sagrada de nuestros padres, la ventura de la nación que nos confió generosa sus destinos, y el porvenir de nuestros hijos. Representantes de la república: este es el estandarte de la legitimidad, de la gloria y de la libertad. ¿Lo abatiréis voso tros, llamados en una crisis inmensa para restituir a las leyes su fuerza y su estabilidad, a los pueblos el goce de sus derechos imprescriptibles y a la independencia su fuerza y respetabili dad? Yo no puedo resignarme en este pensamiento horroroso y una voz secreta me grita en el corazón que el Congreso Constituyente de 1842, reprobando el sistema de la mayoría y restableciendo el sistema federal con todas las reformas con venientes, llenará su misión dignamente y recibirá por premio la gratitud y el amor de la nación.
Lecturas políticas se terminó de imprimir en septiembre de 2012, en los talleres de Hemes Impresores (Cerrada de Tonantzin núm. 6, Col. Tlaxpana, México, D.F.). El tiraje fue de 750 ejemplares.