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CUANDO ME ABRAZABAS A LA ENTRADA DEL CALLEJÓN
Al despedirnos, gustaba de poner mi cara cerca de tu corazón y de tus brazos sentía un calor que no me molestaba. Tu calor reposado que sé que también reserva sus denuedos. Era como el de un germinado que crecía con la amistad de los elementos.
Un santiamén. Pero entre la infinitud lo destacaría incluso con palabas vedadas. La punta de un alfiler donde cabían más de los ángeles pensados, aleteando de dicha.
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Luego, me imaginaba contigo con mi cara en tu regazo, solos en un cuarto donde las paredes gimieran (pero ya no de dolor).
Ese recuerdo gusta custodiarme como lazarillo cuando en oscuridad me desvanezco.
Quizá ya nunca me abraces.
Pero a lo mejor lo hagas una última vez. Y yo caiga en tu pecho como en un abismo sin fondo.
A UNA FOTOGRAFÍA DE EDDY ANTES DE SUS VEINTE AÑOS
Te veo ahora en esa cuna donde el rayo de Zeus golpeó el barro que forjó tu rostro, y así tu pavorosa belleza anómala, del mancebo de luces sombrías que serías. Obra de la tierra todavía divina, en ese tiempo bruñido de acasos ya inaccesible. (Todo eso es imaginación redonda, mas realística; que intuyo bien como el niño sus lágrimas.)
Pero sí. Tiernas hierbas todavía desconocidas de aromas dulcísimos, estrelladas flores de matices versátiles y enredaderas de un apego inofensivo debían coronar ya tu frente. No el laurel de atletas, ni las hojas cárnicas y lujuriosas de los sátiros: una especie bisoña, recién rubricada por las selvas, que te señalara impar entre los nacidos, te delatara amado del mundo –mecido en el centro de sus manos–si no lo haría de mí.