Meirus permaneció impasible. —He intentado mostrarle mis propias dudas, no una vez, sino muchas. Se las he gritado al oído y usted ha preferido seguir el consejo de los demás porque halagaba más su vanidad. Las cosas han ido aún peor de lo que me temía. Si ahora tampoco quiere escucharme, dígamelo, señor, y me marcharé, y a su debido tiempo serviré a su sucesor, cuyo primer acto será sin duda alguna la firma de un tratado de paz. Stettin le contempló con fijeza, mientras sus enormes manos se abrían y cerraban lentamente. —Hable, estúpido anciano, ¡hable! —Le he dicho a menudo, señor, que usted no es el Mulo. Puede controlar naves y cañones, pero no puede controlar las mentes de sus súbditos. ¿Es usted consciente, señor, de la identidad de su enemigo? Se trata de la Fundación, que nunca sufre derrotas, la Fundación, que está protegida por el Plan Seldon, la Fundación, que está destinada a formar un nuevo Imperio. —Ya no existe ningún Plan. Munn lo ha dicho. —Entonces, Munn se equivoca. Y aunque tuviera razón, ¿qué importaría? Usted y yo, señor, no somos el pueblo. Los hombres y mujeres de Kalgan y de sus mundos satélites creen ciega y profundamente en el Plan Seldon, al igual que todos los habitantes de este extremo de la Galaxia. Casi cuatrocientos años de historia nos enseñan el hecho de que la Fundación no puede ser derrotada. No lo consiguieron los Reinos, ni los señores guerreros, ni el antiguo Imperio Galáctico. —El Mulo lo consiguió. —Exactamente, pero él estaba más allá de todo cálculo, y usted no. Y lo que es peor, la gente lo sabe. Por esta razón sus naves participan en la batalla temiendo la derrota. La conciencia del Plan se cierne sobre ellos, inspirándoles cautela, temor al ataque y demasiadas dudas. En cambio, esta misma conciencia infunde confianza al enemigo, suprime el temor y mantiene su moral pese a las antiguas derrotas. ¿Y por qué no? La Fundación siempre ha sido derrotada al principio, pero siempre ha vencido al final. ¿Y qué hay de su propia moral, señor? Por doquier se halla usted en territorio enemigo. Sus propios dominios no han sido invadidos, todavía no corren peligro de invasión, y, no obstante, ha sido vencido. Ni siquiera cree en la posibilidad de la victoria, porque sabe que no existe. Por consiguiente, ceda, ceda antes de la derrota definitiva. Ceda voluntariamente y podrá salvar lo que le queda. Siempre ha dependido del metal y el poder, y le han sostenido en la medida de lo posible. Usted ha ignorado la mente y la moral, y entonces le han fallado. Así pues, siga mi consejo. Tiene prisionero a un hombre de la Fundación: Homir Munn. Déjele en libertad. Envíele a Términus con su oferta de paz. Stettin apretó los dientes tras sus labios delgados y pálidos. Pero ¿qué alternativa tenía? El primer día del año nuevo, Homir Munn abandonó Kalgan. Más de seis meses habían transcurrido desde que saliera de Términus, y en el intervalo una guerra había sido librada y perdida. Llegó acompañado, pero se marchó solo. Había venido como un simple ciudadano con motivos particulares, y se marchó como un efectivo embajador de paz. Lo que más había cambiado en él era su antigua preocupación por la Segunda Fundación. Se rió al recordarla, y se imaginó con todo lujo de detalles su revelación final al doctor Darell, al enérgico y competente Anthor, a todos ellos... El lo sabía todo. El, Homir Munn, conocía finalmente la verdad. 20. «YO SE...» Los dos últimos meses de la guerra stettiniana no dejaron mucho tiempo libre a Homir. En su insólito papel de Mediador Extraordinario se encontró en el centro de los asuntos interestelares, lo cual no dejaba de satisfacerle.
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