Isaac Asimov. Segunda fundación.

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—Esta niña en particular —dijo— es una muchacha de catorce o quince años. Probablemente es tan alta como tú. Callia pareció desanimada. —Bueno, ¿puedo verla de todos modos? Podría contarme cosas de la Fundación. Ya sabes que siempre he deseado ir allí. Mi abuelo era de la Fundación. ¿Me llevarás allí algún día, Puchi? Stettin sonrió al pensarlo. Tal vez lo haría, como conquistador. La idea le puso de buen humor, y contestó —Sí, sí. Y puedes ver a la niña y hablar de la Fundación con ella todo lo que quieras. Pero sin mí, ¿eh? —No te molestaré, te lo prometo. La recibiré en mis habitaciones. Volvía a ser feliz. Últimamente no se salía con la suya muy a menudo. Le puso los brazos alrededor del cuello, y en seguida notó que él se relajaba y apoyaba la cabeza en su hombro. 13. LA SEÑORA Arcadia se sentía triunfal. ¡Cuánto había cambiado su vida desde que Pelleas Anthor asomara su cara de tonto a su ventana! Y todo porque ella había tenido la visión y el valor de hacer lo que se debía hacer. Ahora estaba en Kalgan. Había ido al Gran Teatro Central —el mayor de la Galaxia— y visto en persona algunas de las estrellas de la canción que eran famosas incluso en la lejana Fundación. Había ido de compras por todo el Sendero Florido, centro de la moda del mundo :más alegre del espacio. Y había elegido ella todas las prendas, porque Homir no entendía absolutamente nada de la moda. Las vendedoras no pusieron ningún inconveniente a los largos y brillantes vestidos con cortes verticales que le hacían parecer tan alta, y el dinero de la Fundación cundía muchísimo. Homir le había dado un billete de diez créditos, y cuando lo cambió a «kalgánidos» kalganianos le dieron un enorme montón. Incluso cambió de peinado: un poco corto en la nuca y con dos relucientes bucles en cada sien. Y le pusieron una loción que realzaba el tono dorado de sus cabellos; ahora brillaban realmente. Pero aquello..., aquello era lo mejor de todo. Desde luego, el palacio del Señor Stettin no era tan grande ni lujoso como los teatros, ni tan misterioso e histórico como el antiguo palacio del Mulo —del cual, hasta ahora, sólo habían visto las solitarias torres cuando sobrevolaban el planeta—, pero lo habitaba un verdadero Señor. Se sentía entusiasmada Y no sólo eso; se encontraba cara a cara con la Señora, la amante del Señor. Arcadia daba mucha importancia a esta palabra, porque conocía el papel que tales mujeres habían representado :n la historia; conocía su atractivo y su poder. De hecho, había pensado a menudo en ser ella misma una criatura poderosa y deslumbrante, pero, por alguna razón, las amantes no estaban actualmente de moda en la Fundación, y además, era muy probable que su padre no le permitiese ser una de ellas. Por supuesto que la Señora Callia no se ajustaba del todo a la idea que tenía Arcadia de las amantes. Por un lado, era demasiado rechoncha, y no parecía malvada ni peligrosa, sino algo marchita y un poco miope. Tenía la voz estridente, en lugar de profunda, y... Callia preguntó: —¿Quieres otra taza de té, niña? —Sí, tomaré otra taza, gracias, Su Gracia —¿o debería llamarla Alteza? Arcadia continuó con la condescendencia de un experto: —Lleva usted unas perlas muy hermosas, Mi Señora. —(«Mi Señora» parecía más indicado.) —¡Oh! ¿Te gustan? —Callia parecía vagamente satisfecha. Se quitó el collar y lo balanceó entre sus dedos—. ¿Las quieres? Te las regalo.

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