Los hombres congregados en la habitación se removieron, intranquilos. —Me parece que su confianza no es excesiva —observó Stettin en tono glacial—. ¿Es necesario que les repita una vez más los informes de nuestros agentes en territorio de la Fundación, o los descubrimientos del señor Homir Munn, el agente de la Fundación actualmente a nuestro... hum... servicio? Bien, la sesión queda aplazada, caballeros. Stettin volvió a sus aposentos privados con una sonrisa estereotipada en el rostro. A veces dudaba del tal Homir Munn, un tipo extraño que no resultaba tan útil como pareció al principio. Y, no obstante, de vez en cuando facilitaba información interesante y convincente, en especial en presencia de Callia. Su sonrisa se ensanchó. Aquella gorda estúpida servía para algo, después de todo. Por lo menos sabia sonsacar mejor a Munn con sus zalamerías que él mismo, y con menos esfuerzo. ¿Por qué no entregarla a Munn? Frunció el ceño. Callia y sus cargantes celos. ¡Por el Espacio! Si hubiera conservado a aquella chica, Darell... ¿Por qué no había aplastado el cráneo de Callia por lo que hizo? Le era imposible comprender la razón. Tal vez porque sabía tratar a Munn, y él necesitaba a aquel hombre. Por ejemplo, había sido Munn quien demostró que, al menos según el convencimiento del Mulo, la Segunda Fundación no existía. Sus almirantes necesitaban este convencimiento. Le hubiera gustado hacer públicas las pruebas, pero era preferible dejar que la Fundación creyera en aquella ayuda inexistente. ¿No había sido Callia quien señalara aquel punto? Sí, en efecto. Había dicho... ¡Oh, tonterías! Ella no podía haber dicho nada. Y sin embargo... Agitó la cabeza para desechar aquella idea y pensó en otra cosa. 18. EL MUNDO FANTASMA Trántor era un mundo de cenizas... y resurgimiento. Situado como una joya opaca entre la abrumadora cantidad de soles del centro de la Galaxia, entre montones de estrellas apiñadas con inútil prodigalidad, soñaba alternativamente con el pasado y con el futuro. Hubo un tiempo en que los insustanciales lazos de su control partían de su corteza metálica y se extendían hasta las más lejanas estrellas. Había sido una única ciudad, que albergara a cuatrocientos mil millones de administradores; la capital más poderosa que existiera jamás. Hasta que eventualmente llegó hasta ella la decadencia del Imperio, y en el Gran Saqueo del siglo anterior todos sus poderes y prerrogativas quedaron destruidos para siempre. Bajo la ruina demoledora de la muerte, el casco de metal que circundaba el planeta se arrugó y resquebrajó en una dolorosa burla de su propia grandeza. Los supervivientes arrancaron la capa dé metal y la vendieron a otros planetas para conseguir semillas y ganado. El suelo estaba una vez más al descubierto, y el planeta retornó a sus comienzos. En las extensas áreas de primitiva agricultura olvidó su intrincado y colosal pasado. O lo hubiera olvidado de no ser por los restos todavía poderosos que elevaban hacia el cielo sus enormes ruinas en un digno y trágico silencio. Arcadia contemplaba el borde metálico del horizonte con el corazón oprimido. El pueblo en que vivían los Palver no era para ella más que un montón de casas, pequeño y primitivo. Los campos que lo rodeaban eran de un amarillo dorado, sembrados de trigo. Pero allí, en aquel punto lejano del horizonte, estaba el recuerdo del pasado, que aún ardía con esplendor intacto y alumbraba como el fuego cuando el sol de Trántor le arrancaba mil reflejos deslumbrantes. Arcadia había estado allí una vez durante los meses transcurridos desde su llegada a Trántor. Había trepado a la suave y lisa avenida, aventurándose en el interior de las silenciosas estructuras, cubiertas de polvo, donde la luz se filtraba por los agujeros de las paredes.
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