Espadas y Escudos

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Alfonso Sastre Higuera


PRÓLOGO

Al interior de la gruta habían descendido cinco personas siendo Lilyanna la única mujer de la banda. Antes de aquella expedición no todos los hombres se conocían personalmente pero sí que habían trabajado todos ellos por separado con aquella mujer, al menos en una ocasión como mínimo. Los trabajos con Lilyanna siempre resultaban atractivos, llenos de acción y, al finalizar, la recompensa siempre era cuantiosa. Era sobre todo por esa última razón por la que los cuatro hombres, mercenarios y ladrones, habían aceptado embarcarse en ese nuevo proyecto. No obstante, todos los trabajos que Lilyanna solía llevar a cabo contaban con una característica adicional que nunca faltaba: ninguno de aquellos planes estaba exento de peligros. Aquello era algo que los cuatro hombres que acompañaban a Lylianna sabían de sobra y hasta lo esperaban, no había nada que temiesen. Sin embargo, los peligros que tenían que enfrentar eran reales. Cinco eran los que habían descendido a la gruta pero solo ascenderían cuatro de nuevo a su regreso. Tessak el tuerto, un forajido al que Lylianna había reclutado en las tierras de más allá del Reino del Este, yacía tumbado boca arriba sobre las rocas que formaban el suelo empedrado de aquel lugar, con el pecho acribillado por media docena de diminutas saetas que fueron vomitadas por uno de los muros de la gruta cuando el propio Tessak pisó el mecanismo que accionaba esa trampa mortífera. -¡Por la barba de Ágrunik!-Exclamó Vosdrel mientras trataba de arrancarse la saeta que se le había clavado en el brazo, a la altura del bíceps. Tan solo alcanzó a partir el asta y conformarse con dejar la afilada punta dentro, tendría que sacársela luego, cuando contase con la ayuda de algún curandero. -¿Estáis todos bien?-Preguntó Lylianna que se había arrojado al suelo con la velocidad de una pantera cuando vio volar los proyectiles. -Todos los que no somos Tessak, que ha cruzado el río hasta la otra vida.-Contestó el escuálido Eslakrón que también había salido ileso. -¿Qué hacemos con él?-Preguntó Vosdrel mientras alumbraba el inerte cuerpo de Tessak con la antorcha que portaba en su brazo herido. -¿Qué quieres hacer? ¿Cargarlo para darle el funeral de un héroe? ¡Déjalo ahí y sigamos! ¡Estamos muy cerca de nuestro tesoro!-Ordenó Lylianna avanzando. -Sí.-Rio Eslakrón como siempre hacía: de forma siniestra y aguda.-Y, por si no os habéis dado cuenta, ahora somos menos a repartir.


-¡Calla de una vez, Eslakrón! ¡O te aseguro que también nos repartiremos tu parte!Ordenó Lylianna. Era una mujer decidida y valiente. Con precaución, fijándose dónde pisaba para no repetir el error que le había costado la vida a Tessak, fue avanzando hacia el interior de la oscura gruta seguida de sus hombres, los tres que le quedaban. En último lugar iba Marmash, un asesino calvo, de unos treinta y tantos años, que portaba dos sables afilados además de un arco de cobre. Era un hombre despiadado, pero no más de lo que lo eran sus compañeros en aquella misión. Se movía de forma silente, acompasando con gracia cada paso que daba con los movimientos de sus rectos hombros y sus musculosos brazos. Desde su posición en la retaguardia no podía evitar el reírse con escarnio de los hombres que le precedían, Eslakrón y Vosdrel, el primero tan sumamente delgado, con el cabello lacio y oscuro sujeto en una coleta con tanta firmeza que parecía que su misma frente quedaba estirada; el segundo un pelirrojo barbudo y con pecas que tal vez antaño, cuando era joven, pudo haber causado algún pavor en sus adversarios pero que ahora, con más de cien kilos, se movía lenta y pesadamente, a duras penas cabía por aquella estrecha caverna. Sin embargo, Lylianna era otra cosa. Marmash la observaba con delicia posando sus ojos en el contoneo hipnótico de sus sensuales caderas al andar. Era una mujer de coraje, sin duda, y por su forma de vestir diríase que había perdido toda vergüenza posible. Usaba pantalones como los hombres. Bien ceñidos, lo que le permitía a Marmash y a quien lo desease contemplar sus exquisitas curvas. La camisa que solía vestir también se le ajustaba milimétricamente realzando su generoso busto. Toda su ropa, hasta sus botas de cuero, había sido teñida de púrpura tal y como su nombre indicaba. Lylianna, Estrella Púrpura. Marmash lo tenía decidido. Mataría a los dos hombres una vez hubieran encontrado el botín, y luego se adueñaría de todo el dinero y de esa hermosa mujer. Una sonrisa se dibujó en los labios del asesino sin que se diese cuenta de que, justo detrás de él, en la oscuridad negruzca que dejaban tras de sí las antorchas que portaban, comenzaban a alzarse un centenar de manos gigantescas. Eran manos pétreas cual roca, de color grisáceo, que avanzaban hacia sus presas entre leves sonidos de resquiebro, con movimientos bruscos, forzados, como si les faltase vida a las extremidades de las que formaban parte. Y ciertamente, vida no tenían. Cuando media docena de manos cayeron sobre Marmash ya estaba condenado. Gritó avisando a sus compañeros. No porque sintiera miedo o necesitase ayuda. El miedo llegaría después. Sacó uno de sus sables con la mano que le quedaba libre pues la otra fue inmovilizada por dos de las grotescas manos. Pero todo intento fue inútil. Su arma chocó varias veces contra la superficie rocosa que formaban aquellos brazos para comprobar que de eso estaban hechos precisamente: de piedra. Los brazos surgían de las paredes de la misma gruta.


En un parpadeo, varios brazos de roca empujaron a Marmash contra uno de los muros de la gruta, inmovilizándole, aplastándole. Fue en ese preciso instante cuando aquel hombre fiero sintió miedo como no lo había hecho en un largo tiempo. Gritó pidiendo auxilio pero sus tres compañeros ya estaban lejos. Lyliana había dado el grito de “¡Corred!” en cuanto se giró y descubrió los brazos surgiendo de la piedra, solo Marmash fue el único que no tuvo ocasión de hacerlo. Cuando Lylianna y los dos secuaces que la seguían se detuvieron a recobrar el aliento varios cientos de metros más adelante todavía pudieron escuchar los gritos de angustia que el desdichado Marmash profería al tiempo que quedaba literalmente aplastado entre la roca. -¡La gruta le ha cogido!-Exclamó Eslakrón sin que esta vez tuviese ganas de reír. -¿Sí? ¡No me digas!-Le gritó Lylianna con sarcasmo. -Lylianna, esto no me gusta.-Bramó el pelirrojo Vosdrel.-¡Éramos una docena cuando partimos de Bahía Delfín y solo quedamos tres ahora! -Ha sido una travesía difícil, Vosdrel, no lo niego. Pero ya casi hemos acabado. Te aconsejo que sigamos adelante a no ser que quieras volver a pasar por entre ese bosque de brazos que ha triturado al pobre Marmash.- Le dijo Lylianna. No había más que hablar. Lylianna continuó su marcha seguida de sus dos últimos hombres sin que ninguno de los dos dijese nada en contra. Vosdrel permaneció en silencio un buen rato. Era un guerrero callado, calmado, frío. Su coraje se había puesto de manifiesto en cada batalla que había librado a lo largo de sus casi cinco décadas y media, sin embargo, sepultados en la oscuridad a varias decenas de metros por debajo de la superficie y entre paredes que podían llegar a cobrar vida de un momento a otro y desplegar centenares de brazos no era valor precisamente lo que se sentía. Pero claro, la alternativa de volver por el camino que habían dejado atrás no le parecía mucho más atractiva, de modo que siguió adelante rogando que, aunque ni siquiera se topasen con el tesoro ansiado, al menos sí hallasen otra salida. Eslakrón apenas podía disimular su estridente risilla. Le parecía jocoso que un gigante como lo era aquel pelirrojo se dejase mandar por una simple mujer, aunque lo cierto es que no estaba en una posición muy diferente de la de su compañero. Los tres habían perdido la noción del tiempo. Solo una cosa era segura: llevaban un buen rato caminando por aquella cueva que no medía ni dos metros de altura y por la que a duras penas alcanzaban a caminar al mismo paso dos hombres juntos. -¡Mirad!-Exclamó Lylianna cuando se toparon con un nuevo inconveniente. -¡Dos caminos!-Dijo Vosdrel recalcando lo evidente.


La gruta se dividía en dos caminos diferentes separados entre sí. Solo uno de ellos conducía al tesoro. Lylianna examinó el viejo mapa que poseía sobre aquel laberinto de viejas catacumbas esperando encontrar alguna pista. -Solo un camino lleva a la gloria.-Dijo leyendo la leyenda que había anotada cerca del dibujo que suponía el lugar en el que se encontraban.-El otro conduce a la locura. Una nueva trampa, sin duda. Tras uno de los dos caminos hallarían el tesoro pero seguramente el otro les llevase hasta una nueva trampa mortífera. El pergamino que tenía no decía nada más ni señalaba cuál era la dirección correcta. Pensativa, les dirigió una última mirada a sus dos hombres antes de tomar una decisión. -Nos separaremos.-Dijo por fin. Vosdrel, el gigante pelirrojo dio un respingo. -¿Separarse? ¡Pero eso condenaría irremediablemente a aquel que tomase el camino incorrecto! ¿O acaso puede haber algo más que la muerte tras la senda que no lleve al tesoro?-Exclamó, alarmado. -Es mejor que muera uno a que lo haga todo el grupo.-Decretó Lylianna.- Si nos separamos, de seguro alguno llegará hasta el tesoro. -Y ese seré yo.-Dijo Eslakrón siempre sonriente y codicioso.-Iré por el camino de la derecha, Lylianna. Si quieres, acompáñame y manda a este gordo pelirrojo por el de la izquierda. -Antes iría con una víbora que contigo, Eslakrón. Si tú vas por el de la derecha yo tomaré el otro. Eslakrón rio una vez más, seguro de su suerte, lamentando que la belleza de aquella mujer fuese a perderse para siempre. Pero con el oro que estaba convencido que obtendría podría comprar muchas mujeres hermosas. -Entonces está todo dicho, Estrella Púrpura. Que tengas paz en la próxima vida porque estoy convencido de que no volveré a verte en esta. El siniestro Eslakrón avanzó sin mirar atrás. Había pronunciado el nombre de Lylianna en la lengua de los hombres pero ella no acababa de adivinar si era una nueva burla o si se trataba de una última despedida cortés. El resplandor de la antorcha que Eslakrón portaba fue menguando a medida que el hombre fue adentrándose en el camino que había elegido hasta que Lylianna y Vosdrel volvieron a contemplar la oscuridad tenebrosa de aquella especie de boca que había engullido a su compañero. -¿Vienes conmigo?-Le preguntó Lylianna al pelirrojo Vosdrel.


Él asintió en silencio. Prefería la compañía de aquella mujer antes que la del siniestro compañero que acababan de perder de vista. Desde el comienzo de la travesía, Eslakrón había sido una compañía insoportable y más de una vez sus compañeros le habían deseado la muerte con una silenciosa mirada llena de desprecio. Incomprensiblemente, había sobrevivido a casi todo el grupo y podía incluso alcanzar el tesoro si el camino elegido por Lylianna era el erróneo. La mujer vestida de púrpura y el gigante pelirrojo avanzaron por la estrecha gruta. Ella primero, él detrás. Cada uno portaba una antorcha. Vosdrel avanzaba rozando ambas paredes con los hombros, suplicando que no llegase un punto en el que el camino se estrechase tanto que no pudiera continuar. Anduvieron en silencio por mucho tiempo, perdiendo de vista la apertura por la que habían entrado. La negra oscuridad lo consumía todo, no se veía nada más allá de un palmo desde la nariz, más allá de lo que las doradas llamas de las antorchas iluminaban. Vosdrel contemplaba con fascinación el cabello azabache de la mujer que le guiaba, parecía tan segura, sin temor ninguno. Era imposible no quedar cautivado por ella. No tenía ni idea de cuánto habían andado pero estaba seguro de que habían atravesado varios kilómetros por debajo de la superficie. Empezaba a sentirse algo fatigado cuando la voz de su intrépida líder le devolvió a la realidad: -¡Vosdrel! ¿Lo escuchas? Desde lejos se percibía un suave murmullo que reconfortaba el alma. -¡Es agua! ¡Debe de haber una corriente subterránea por aquí cerca! –Exclamó Lylianna feliz mientras examinaba el mapa a la luz del fuego. Efectivamente, un río subterráneo alcanzaba el final de la gruta, el Canal de Erydiss. Lylianna comprendió que habían llegado al final del camino. Echó a correr con una sonrisa dibujada en sus carnosos labios que se fue tornando en una carcajada de puro gozo a medida que fue avanzando hasta llegar a descubrir la salida de la gruta por donde se filtraba la luz. Vosdrel la siguió como pudo, al principio sin comprender nada. Luego, cuando vio la luz brillar en el horizonte no tan lejano sintió que sus fuerzas se renovaban. Alcanzaron la salida del túnel y se detuvieron quedando maravillados por el paisaje que ante ellos había aparecido. Era similar a un enorme patio interior que parecía que la naturaleza había labrado en el interior de la profunda cueva cuyo techo abierto se elevaba decenas de metros por encima de sus cabezas con un oricio enorme por el que la luz llegaba desde la lejana superficie. Aquella especie de patio sin duda había sido mejorada por la mano humana. El suelo estaba empedrado y un pequeño puente arqueado se elevaba para salvar el pequeño riachuelo que surgía de una grieta en una pared hasta desaparecer bajo la pared opuesta, distanciadas por un ancho espacio. Hierba verde surgía de entre los adoquines que


formaban el suelo y algunos árboles, además de diversas y coloridas flores, crecían por doquier. Incluso lianas parecían colgar desde lo alto del techo abierto. En el medio del patio una fuente con la estatua de la diosa Tarh’ha se levantaba, precediendo un pórtico que bien podía servir para ofrecer sacrificios pero que llevaba siglos abandonado. Diminutos animales, insectos, pájaros y hasta alguna culebra alcanzó a ver Vosdrel, que estaba seguro de que jamás había contemplado nada parecido. Pero lo que llamó la atención de Lylianna no fue la belleza sin par del lugar sino la pequeña arca que permanecía cerrada a los pies de la estatua de la diosa. Era un cofre tallado en marfil blanco con las aristas recubiertas de oro macizo que estaba colocado sobre una plataforma de ébano. No debía de medir más de medio metro de largo y un poco de más de ancho. Lylianna sonrió al descubrirlo. Después de tantos siglos, aún permanecía allí, listo para que ella lo recogiera. El tesoro estaba dentro, ¿dónde si no? Y ahora que la mayoría de su grupo había desaparecido, la recompensa era mayor. Aquel sentimiento de codicia despertó la sospecha en ella. No habría dudado en atravesar con su daga a Tessak, Marmash o a Eslakrón pero no estaba segura si sería necesario hacerlo con Vosdrel. No obstante, era mejor tener cuidado. Ahora que solo quedaban dos era fácil que uno de ellos pensase en seguir reduciendo el número de la banda. ¿Sería Vosdrel el pelirrojo capaz de traicionarla? Lylianna le lanzó una mirada de reojo para descubrirle dando vueltas por aquel patio excavado en el interior de la gruta, mirando hacia arriba con la boca abierta. Lo primero, se dijo Lylianna, era acabar la misión. Recogería el cofre, o más bien lo que había en su interior, lo que había venido a buscar, y saldrían de allí. Si Vosdrel tratara de arrebatárselo ella estaría preparada para atravesarle el ombligo. Lylianna cruzó el puente que salvaba el riachuelo, no muy ancho pero sí hondo, y llegó hasta la otra orilla. Se detuvo frente a la estatua de Tarh’ha. Esculpida por hábiles manos, la diosa portaba una corona de laurel sobre la cabeza y miraba hacia abajo en gesto condescendiente. Su larga túnica le caía desde los hombros cubriendo sus divinos senos pero quedaba lo bastante corta como para que los fieles pudiesen admirar sus hermosas piernas cinceladas en piedra blanquecina. La estatua no era mucho más alta que un hombre pero a Lylianna le pareció lo bastante grande. La diosa sonreía en un gesto amable que parecía invitar a todos cuantos quisiesen a acercarse a ella. Se arrodilló ante la estatua dirigiendo su atención al cofre. Y lo abrió. Allí estaba. Tan reluciente como las leyendas decían. Lylianna apenas sí podía creerse que aquello fuera real. Tan antigua como los hombres mismos. Se contaba que había pertenecido al primer rey y que se lo había dado la misma diosa cuya estatua se alzaba delante del cofre que la contenía.


La Targumá. Un tesoro de valor incalculable y por el que le iban a pagar una generosa suma a Lylianna. Alargó la mano para cogerla y en el preciso instante en que sus dedos se posaron en ella y empezaron a levantarla, las paredes del patio comenzaron a quebrarse con un ruido grave y ensordecedor. Los pájaros alzaron el vuelo armando gran alboroto entre el batir de alas y los graznidos, escaparon veloces por el alto techo abierto de la cueva. Cuando Lylianna alzó la vista sorprendida hacia ellos comprobó con más asombro aún que el cielo que se podía vislumbrar desde ahí abajo había comenzado a tornarse en tinieblas. De pronto, los altos muros del patio comenzaron a venirse abajo, cascote a cascote, en un gran estrépito. -¡Lylianna! ¿Qué está ocurriendo?-Gritó Vosdrel con voz fuerte para hacerse oír por encima del ruido. Lylianna no tenía respuesta. Le dirigió una mirada a la reliquia que aún sostenía en su mano, La Targumá, y luego giró sus ojos hacia la cara de la estatua. La diosa Tarh’ha seguía inclinada hacia ella tal y como había estado antes, y seguía siendo de piedra y más alta que un hombre, pero algo había cambiado en su expresión. Ya no sonreía. Su cara mostraba enojo. Sus labios parecían haber sido esculpidos hacia abajo en gesto de ira y sobre su frente se dibujaba un ceño fruncido. -¡Vosdrel!-Le llamó Lylianna mientras se levantaba sin quitar la vista de la estatua. ¡Tenemos que irnos! Retrocedió unos pasos con los ojos clavados en los de la estatua de Tarh’ha, que parecían seguirla hacia donde se moviese. -¡Vosdrel!-Volvió a llamarle. Necesitó toda su voluntad para dejar de mirar los ojos pétreos de la estatua y girarse. Fue entonces cuando descubrió a su corpulento compañero pelirrojo que no le había devuelto palabra. Vosdrel yacía inmóvil, de pie, con su piel blanquecina cubierta de pecas así como su barba y cabellos rojos tornados en un gris oscuro. Sus ojos estaban tan huecos como los de la estatua de Tarh’ha. Se había convertido en una estatua de piedra. -¡Vosdrel!-Gritó Lylianna al verle. -Él ya no puede oírte, ladrona. –Le contestó la figura que se hallaba tras el gigante pelirrojo. –Las piedras nada oyen, a no ser que Tarh’ha así lo quiera.


Lylianna sabía quién era aquel personaje, la leyenda que hablaba de La Targumá también mencionaba a aquella oscura figura. Lylianna comprendió que ahora nada podría salvarla.


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