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Portugales, o el almuerzo

Portugales, o el almuerzo

De Ibn Kahfi

Lidia se levanta de la cama, recuesta a sus sueños y edifica el primerísimo orden del día con sus cobijas dobladas a los pies de su cama.

Bebe un vaso con agua para dar frescura a su cuerpo, que una noche más ensayó para el viaje que hará al final de sus días, cuando ella deba regresar toda el agua a la Tierra.

Acaricia la mano arrugada de Agustín, porque sabe que despertará tarde, igual que el Sol.

Desde sus pulmones, empuja el aire a un volumen bajo para decir a su oído:

– Agustín, ya es hora.

– Cinco minutitos más – o algo así vocifera el anciano.

– Vamos a comer mole, del que te gusta.

Hecha la promesa, Lidia deja la recámara y por un momento una corriente que viaja desde la cocina hasta el primer piso ilumina el olfato de Agustín.

El alma de un conejo de chocolate Turín fue dada al calor de la sartén a cambio de un resultado semejante.

Se escucha el agua del lavabo correr por las fatigadas tuberías de la casa en dos o tres movimientos rápidos. Botones son abrochados y un par de botas hacen sonar los escalones.

Como es costumbre, mientras Lidia prepara dos pares de huevos estrellados, las llaves tintinean en el comedor y se escucha a Agustín decir:

— ¿Qué voy a traer chaparrita? — estruende su grave voz.

— Tráete un litro de jugo de naranja y dos kilos de tortillas — responde Lídia con la sazón que cocina ceñida a su aliento.

Los adoquines hinchados por el sol bajo los pasos de Agustín cubren lo que antaño fuera el camino de tierra que recorría en su bicicleta cuando era niño.

A medida que camina por las calles, imagina pasajeramente las logísticas de las familias que viven tras los muros de cada casa.

Nico, el estudiante que acaba de independizarse, con su bicicleta salpicada de manchas de pintura acrílica del taller donde trabaja. Javier, su amigo de la infancia, con la camisa llena de pelos de gato dorados, de una bestia regordeta sin nombre que entra a su casa a recargarse en su regazo siempre a las cinco de la tarde.

Esa imagen hogareña lo redirige de pronto a un lugar a unos 20 kilómetros de las calles que recorre. Encuentra los rostros de los hijos de su hija, sus nietos. ¡Sus nietos!

— Hoy los niños vienen a casa — piensa para sí mismo — por eso mi viejita me pidió dos kilos de tortillas. Les voy a comprar mazapanes. También hay que abrir el sauvignon que nos trajo mi niña.

Recuerda con gracia, y también con cierto enfado, cuando Rafael, su “nuero” decía él, dizque le iba a enseñar a pronunciar “sowbiñón”. — ¿Cómo fue mi Lalita a fijarse en ese pelado? — dice entre dientes, mientras entorna los ojos.

De regreso a la calle, en el alfeizar blanco de la ventana en la fachada de enfrente, pintada de azul colonial, brota como una sílfide celta: su exalumna Patri, quien ha reparado en llamar a Agustín su tío.

— ¡Tío Agus! — lo saluda Patri, desde su ventana, dibujando una sonrisa en el rostro del viejo, acompañada por el olor a café tostado al fondo de la calle, que llega de la cafetería donde su “sobrina” se gana la vida. Los ojos moriscos de Patri le recuerdann a la que antaño fue la mirada vivaz de Lidia.

Por su mente no galopan los cuatro caballos de ancho que debe medir cada camino, como estándar de las vías romanas; tampoco aprecia la exitosa domesticación del maíz a manos de los mexicas, llevada a la banda industrial de la que Doña Estela saca las tortillas una por una.

Mucho menos piensa en la ruta de las especias que hizo llegar un cítrico chino con un nombre persa hasta Iberia, y que es la razón por la cual, en el mundo árabe, las naranjas son burtukales, o Portugales. Pequeños Portugales que hoy temprano llegaron a las manos de Joaquín, que en la madrugada se reía al imaginar a Javier llevando su garrafón de veinte litros para llenarlo de jugo, como cada domingo.

— ¿Qué hará ese Javier con tantísimo jugo?

Por ahora, esa respuesta y el resto de esta historia permanecen ocultos entre los adoquines, las tortillas, las naranjas, el sauvignon que trajo Lalita, el aroma a café tostado al fondo de la calle, el alfeizar de la ventana de Patri, las ruedas gastadas de la bicicleta de Nico, la camisa llena de pelos de gato de Javier y los mazapanes en los bolsillos de Agustín.

Solo es otra mañana de domingo. Un beso de buen retorno a casa en la comisura de los labios de la mujer que ama, un trago de café, el almuerzo.

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