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La singularidad No. 2

La Vela

De Patricio Ventosa Rodríguez

Las velas, como concepto, han estado atadas siempre a lo divino, a lo mágico y/o a lo místico. Para mí, por mucho tiempo, no fueron más que objetos aquí y allá. No fue hasta que se volvieron parte de mi rutina que me vi obligado a ritualizarlas y romantizarlas. Es en esta intimidad que las cuestiono y observo por primera vez. La vela es ama y servidora del fuego.

La vela le da vida al fuego mientras este la consume. Cualquier parecido entre esta alegoría y un gran porcentaje de los divorcios es meramente coincidencia. La vela, con tal de estar encendida, camina hacia la muerte. La llama danza en su punta mientras ella se evapora. Somos nosotros quienes presentan a esta pareja destinada a consumirse, pues la cera no se enciende sola. Se enciende, en realidad, para nosotros. Por nuestros caprichos aromáticos y por nuestros ojos débiles frente a la noche.

Encadenamos el fuego a la cera porque para eso está hecha. La vela no es vela si no arde. Para mí, es el paralelo más evidente de lo que significa existir. Existir es gastarse. Hasta la singularidad del hoyo negro exhala la materia que consume para eventualmente desaparecer. El fuego es lo que confirma la existencia de la vela; lo que la hace respirar de una forma no muy diferente a en la que tú y yo respiramos.

Todo lo que respira tendrá un último aliento. La vela, desde que la encendemos por primera vez hasta que queda completamente evaporada, es espejo de la efimeridad que se esconde en todo lo que conforma nuestra realidad. Porque, ¿qué tan breve tiene que ser algo para ser efímero? En la infinitud finita del universo, la inexistencia dura mucho, mucho más que la existencia.

Lo efímero, cabe mencionar, no es sinónimo de insignificante. La vela, contra todo pronóstico, trasciende. Aquella vela que se acaba es aquella que decidimos encender una y otra vez. Todo lo efímero es infinito dentro de sí mismo. Tú, la vela, el universo y yo somos infinitos por nuestra inhabilidad de ver lo que sigue; para nosotros no hay nada más. La efimeridad la decide quien puede observarnos morir. Somos seres de cera.

Es por eso, creo yo, que este frágil cilindro de cera merece la presencia divina que mencionamos al principio. La mejor forma de simbolizar al espíritu es usando una metáfora sobre la naturaleza del mismo. Naturaleza que comparte con absolutamente todo. Como decía yo en la reseña anterior, gran parte de la belleza del ser es que termina.

La cotidianidad celestial de la vela es, en mi opinión, hermana de aquél sentimiento que da al detenerse a ver como se mueven los árboles. Los secretos del universo se esconden detrás de lo mundano. No puedo evitar darle a las velas nada menos que cuatro estrellas.

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