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Los diplomáticos mexicanos y la Segunda República Española por ángel viñas
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Jaime Torres Bodet No es la muerte orilla clara
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l panteón literario está poblado de injusticias, algunas por mero desdén de coetáneos, otras por desfase entre la obra legada y el gusto de la época, otras por controversias sobre personalidades, o por simple desatención, cualquier cosa menos la valoración crítica y honesta de la obra en cuestión. Los caminos de la literatura son vastos e incomunicados, dijo Borges. Sobre Jaime Torres Bodet se ha dicho que tuvo la mala suerte de que sus primeros poemas de madurez (Cripta, 1937) aparecieran casi al mismo tiempo que Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia (1938) y Muerte sin fin de José Gorostiza (1939), que los opacaron. Pudo haber sido así, pero para Torres Bodet los poetas no compiten entre sí, y la función del poema es “organizar y coordinar la generosidad humana porque todo poema es un acto de amor entre los hombres”. Torres Bodet se propuso hacer poesía con los latidos de su propia emoción, su conciencia, su idea del decoro y su concepción de la literatura, distinta en algunos aspectos de la de sus cofrades, los Contemporáneos. Dentro de la constelación de grandes poemas de esa generación, no pocos de Torres Bodet ocupan su lugar por derecho propio. Sobre él dijo Octavio Paz: “el escritor y el hombre público merecen un conocimiento más profundo y una consagración más amplia y generosa”. Su idea de la conciencia es el “autoconocimiento moral”; su ideal estético es “el sentimiento del límite y el amor a la forma”. Como poeta “resistió al vértigo del vuelo y a la fascinación de la caída”. Su prosa se caracteriza por “su fluidez, su claridad, su elegancia”. José Luis Martínez amplía esta apreciación: “Dentro de la tradición mexicana de sobriedad y transparencia, Torres Bodet tiene su propia voz […] La renuncia a la embriaguez de los sentidos y a los dones del mundo, la lealtad a la emoción y la discreta melancolía, persistentes desde sus primeros versos, se convierten a partir de Sonetos (1949) en estoicismo moral […] Este proceso de depuración interior culminará en sus últimos libros: Fronteras (1954) y Sin tregua (1957), en los que la poesía es expresión desnuda y patética de las expresiones radicales del hombre, expresadas desde la altura de un noble humanismo”.
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Jaime Torres Bodet Realidad y destino fernando zertuche muñoz
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Otro cargo que se endereza contra Torres Bodet es haber optado por la carrera política y diplomática, como si fuera una mancha sobre la pureza que suele atribuirse a los poetas. Juicio dictado por una idea del escritor y la literatura como entes especializados, la cual ignora las circunstancias de la vida y los diversos talentos de los hombres. Crítica aún más injusta en el caso de Torres Bodet, para quien “La poesía nos llama. No somos nosotros quienes gobernamos en sus ausencias, ni en su presencia […] El poema es la flor de una circunstancia. Y las circunstancias no las inventa el hombre, las padece. O las aprovecha”. Fueron también las circunstancias las que lo llamaron a ocupar puestos públicos desde los 21 años de edad. Puestos que desempeñó con el más alto nivel de exigencia, eficiencia, honradez y compromiso en periodos históricos en que México necesitó de sus mejores hombres para construir un país moderno. La aceptación de este compromiso va junto con su rechazo al “doloroso divorcio entre la vida y la inteligencia, entre la política y la cultura”. Divorcio que se manifestó a sus anchas después de la primera Guerra Mundial, cuando muchos escritores renunciaron al ágora, unos refugiándose en el idealismo, y otros proclamando la eliminación de los ideales como único realismo posible. Esta disociación fue para él “una dimisión moral de la inteligencia”. “Torres Bodet sirvió al Estado mexicano porque creyó que desde el Estado podía servir a su patria. Y la sirvió como pocos. Se cuenta con los dedos a los mexicanos que […] han realizado una labor tan fecunda y benéfica como la suya y en campos tan diversos como la educación popular, las relaciones exteriores y la cultura superior. Su nombre se une a los de Justo Sierra, José Vasconcelos, Genaro Estrada, Alfonso Reyes, Ignacio Chávez y Daniel Cosío Villegas” (Octavio Paz). •
He hablado de amor
Poesía Jaime Torres Bodet
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Años contra el tiempo jaime torres bodet
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El tráfago del mundo rafael vargas
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Preludio y fuga en yo menor hernán bravo varela
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El té de tornillo del profesor Zíper juan villoro
José Carreño Carlón Director general del fce Martha Cantú, Susana López, Socorro Venegas, Karla López, Octavio Díaz y Juan Carlos Rodríguez Consejo editorial
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Roberto Garza Iturbide Editor de La Gaceta Ramón Cota Meza Redacción León Muñoz Santini Arte y diseño Andrea García Flores Formación Ernesto Ramírez Morales Versión para internet Jazmín Pintor Iconografía Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. Impresión
rafael tovar y de teresa
18 Suscríbase en www.fondodeculturaeconomica.com ⁄editorial ⁄ laGaceta ⁄ lagaceta@fondodeculturaeconomica.com www.facebook.com ⁄ LaGacetadelFCE La Gaceta es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Ciudad de México. Editor responsable: Roberto Garza. Certificado de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de febrero de 1995. La Gaceta es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro postal, Publicación periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716 Fotografía de portada © Jaime Torres Bodet, 1920-21. iisue/ahunam/Fondo Jaime Torres Bodet/Caja 10/Foto 35
La música en México y otros temas de Carlos Prieto Los diplomáticos mexicanos y la Segunda República Española ángel viñas
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La prueba daniel saldaña parís
poema
He hablado de amor Fidelia Caballero He hablado del amor Y he llorado Como los pájaros cuando acogen A otros pájaros Cuando el águila ronda sus nidos enfermos Cuando la lluvia cae y no hay cielo Cuando nadie promete Cuando nadie lanza la red que ha de salvarnos. He llorado así Con la fuerza cruel de la nieve aria Con la nimia rabia de la rosa Sin saber por qué Sin la salvadora orquesta de minutos que se llevan todo He muerto cuando nadie escucha. Fidelia Caballero (San Luis Río Colorado, Sonora, 1972).
Habla el alma desnuda, emanación del ser solitario, inerme ante el mundo, confundido con la naturaleza a la que apela por su salvación.
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Dedicamos este número al poeta y hombre público Jaime Torres Bodet en los 115 años de su nacimiento. Ofrecemos una selección de sus poemas como adelanto de la publicación de su poesía completa, un fragmento de sus Memorias Vol. I y la nota preliminar al libro Jaime Torres Bodet: Realidad y destino de Fernando Zertuche Muñoz. ¶ Rafael Vargas presenta las cartas de Octavio Paz a Jaime García Terrés, de próxima publicación. ¶ Nos llegan nuevas noticias editoriales sobre la labor de diplomáticos mexicanos en España y Europa desde finales de la década de 1920 hasta 1975. ¶ Recuperamos el texto de presentación de Rafael Tovar y de Teresa a Mis recorridos musicales alrededor del mundo. La música en México y notas autobiográficas de Carlos Prieto, de próxima publicación. ¶ Textos literarios de Juan Villoro, Hernán Bravo Varela y Daniel Saldaña Paris.
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Jaime Torres Bodet Realidad y destino
Al inicio del siglo xx la Ciudad de México mantiene condiciones formadas en un prolongado itinerario. Posee, por tanto, las desigualdades extremosas nacidas en la era de la conquista. La mayor extensión urbana está incluida en la antigua traza virreinal, cuyo espacio no excede ocho y medio kilómetros cuadrados, y en sus linderos —sobre todo al norte y al oriente— se amplían barrios y arrabales para los indigentes. Las desproporciones sociales y económicas, tan injustas, son semejantes en las diversas regiones del territorio mexicano: de sus trece millones seiscientos mil habitantes, casi el 82% es campesino y únicamente el 18% restante se acomoda, si ello es posible, en las ciudades. Los pobres —indígenas en la más importante porción— acumulan casi el 91% del total, y un 8% es de las clases medias.5 El 3% de los mexicanos —cerca de cuatrocientos mil— vive en la capital del país. Una enorme
mayoría de paupérrimos procede del campo; sus harapos y vestimentas, sus tareas manuales, domésticas, artesanales, serviles, otorgan una contradictoria imagen rural a esa ciudad afrancesada, emblemática y orgullosa del progreso de la República. Esa condición sobresale: la perdurabilidad de una sociedad campesina. En el año de 1900 Porfirio Díaz logra su quinta reelección como presidente de la República. Domina la totalidad de las instituciones nacionales y de las entidades de la federación; conduce y somete a los otros poderes constitucionales y confía en que su presencia garantiza disciplina, paz, desarrollo. La doctrina positivista y el darwinismo social explican, justifican la atroz inamovilidad: los más aptos mandan, pues la sociedad naturalmente otorga jerarquía y lugar merecido para todos y para cada uno de los seres humanos. A las estructuras superiores, políticas y económicas, corresponden las satisfacciones, los placeres, las comodidades. En la capital del país, la leve minoría de la clase alta, seguida por la parte más acomodada de la media, aspira a la igualdad con los residentes de las grandes ciudades europeas y estadunidenses (o por lo menos, a parecerse). Sus propiedades, sus residencias, se ubican donde todo se tiene: luz eléctrica, sistemas hidráulicos, avenidas y calles pavimentadas, jardines, servicios urbanos eficientes, policías, transportes, teléfono. También las instituciones culturales, al igual que salones de diversión, teatros, restaurantes e incipientes salas cinematográficas. Todo lo que representa la plenitud de una aparente modernidad y el ilusionado confort. La historia de la familia Torres Bodet principia en 1890, lejos de la capital mexicana. Comienza en Lima, Perú, cuando Alejandro Lorenzo Torres Girbent y Emilia Bodet Levallois, de veinte años de edad, contraen matrimonio. Él, de treinta y ocho años, es un español originario de Barcelona, igual que sus padres, Jaime Torres y Teresa Girbent, quienes permanecen en la capital catalana. No así los de Emilia, franceses: Federico Bodet, originario de Burdeos, y Elisa Levallois, de Saint-Malo, que emigran a Sudamérica y en Perú forman su familia. Alejandro y Emilia pretenden encontrar mejores condiciones de vida y eligen a México como destino. Llegan al puerto de Veracruz en 1895 y prosiguen el viaje hasta la Ciudad de México, pues Alejandro es empresario y representante teatral; necesita residir en una población conveniente para sus empeños profesionales. El centro capitalino es lugar de teatros y del mundo del espectáculo, por lo cual la pareja renta una vivienda en los altos del número cuatro de la calle del Factor, en contraesquina con Donceles, frente a la Cámara de Diputados. El domicilio escogido es provechoso para las actividades del jefe de familia. Es cercano a la plaza principal de la ciudad, en el encuentro de dos calles que provienen de iniciales caminos de conquistadores y que en su denominación testimonian su antigüedad. Los jóvenes nobles que acompañan a los guerreros invasores son los donceles que ahí construyen sus residencias y crean un ámbito opulento que, con naturales vicisitudes, aún perdura. Por su parte, el nombre de la calle del Factor —en la cual se construyen palacios de funcionarios virreinales— alude al oficial real que concentra rentas y tributos pertenecientes a la corona española. Se trata, pues, de una pequeña zona que conserva prestigio, buena ubicación, acomodo y que permite, también, el desarrollo familiar. Emilia promueve la migración de los Bodet Levallois. Inicialmente llega Clotilde, la hermana mayor, y después se agregan Elisa y Federico, quien tardíamente se establece en México en 1898. Finalmente aparecen los padres, Federico y Elisa, al inicio del siglo xx. El primogénito de la pareja Torres Bodet, Jaime Mario, nace el jueves 17 de abril de 1902. Principia su vida en el ambiente de un hogar de clase media acomodada, con predominio de la rama materna, cuyos integrantes compensan las constantes ausencias paternas. Así, la primera infancia de Torres Bodet transcurre de manera placentera y conforme a las condiciones familiares y al ambiente social de su clase:
4 Jaime Torres Bodet, segundo soneto de “Nocturno”, en Sonetos. Recopilado en Obra poética, tomo II, México, Porrúa, 1983, p. 175. 5 Arturo González Cosío, “Clases y estratos sociales”, en México. Cincuenta años de Revolución, tomo II: La vida social, México, Fondo de Cultura Económica, 1961, p. 55.
El niño de las clases medias y altas porfirianas representaba uno de los símbolos por excelencia de una inocencia y una pureza “naturales”, cuyo bienestar debía protegerse. Estos valores tienen su correspondencia con las imágenes. Los retratos de estos niños pretendían bo-
Sin pretensiones de escribir una biografía exhaustiva, el autor escogió los momentos fundamentales de la vida y obra de Jaime Torres Bodet a fin de presentar una semblanza veraz de este gran personaje de la vida pública de México y protagonista de su mejor literatura. La presente edición está basada en la publicada por la sep en 2011 y añade una selección de discursos de Torres Bodet. fernando zertuche muñoz
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l olvido ha cubierto a Jaime Torres Bodet. Su nombre, figura, afanes y obras están desvanecidos en el recuerdo de los mexicanos. Hace tiempo, instituciones académicas —El Colegio Nacional, El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de México— emprendieron la realización de foros, ciclos, conferencias y aportes escritos relativos al destacado personaje. Después, únicamente autores de tesis profesionales y libros que examinan algún aspecto de Torres Bodet han dirigido la mirada hacia él. Su transformación en una delgadísima sombra cumple la sentencia de Antonio Caso, admirado y admirable maestro de inicios del siglo xx mexicano: “el tiempo, invencible e indiferente, a todos da razón y a todos desengaña”.1 Los motivos son múltiples, y empiezan con el desdeño oficial del pasado inmediato y la discreción del propio Torres Bodet para hacer público su carácter de protagonista de realizaciones memorables. Su pertenencia al grupo de los Contemporáneos, integrado por tan relevantes escritores, ocultó sus obras y dispersó el aprecio público. Por otro lado la variedad de sus textos, los múltiples géneros literarios que cultivó, han impedido que se reconozca su preeminencia como poeta, ensayista o narrador. Situaciones semejantes han sido compartidas en nuestro país por intelectuales, ideólogos, revolucionarios y funcionarios que pretendieron, mediante instituciones o movimientos, transformar la cultura nacional. Jaime Torres Bodet no es solitario ejemplo del desconocimiento generalizado, pero realizó, emprendió o propuso valiosas obras de tan diversa índole, que justifican la pretensión de recordarlo. El género biográfico es discutible, como Torres Bodet lo expresó en su juventud, porque contiene “una voluntad pedagógica intolerable”;2 también Jorge Luis Borges, a su manera, combatió los propósitos de los biógrafos: “que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente”.3 Advertido de esos riesgos tan claramente señalados, emprendí la investigación acerca de los acontecimientos y sucesos de la vida de Jaime Torres Bodet. Cada tema estudiado se convertía en un extenso territorio, y cada decisión incluía las circunstancias del momento, del entorno en el cual se producía. Consecuentemente, abandoné la pretensión de redactar una obra exhaustiva, a cambio de un relato veraz, que excluyera —hasta donde es posible— mis opiniones, simpatías o diferencias. Considero que una fórmula valiosa para cualquier biógrafo es impedir su presencia en la narración pretendida.
1 Antonio Caso, “Presentación”, en Luis Castillo Ledón, Hidalgo. La vida del héroe, vol. 1, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1948, p. v. 2 Jaime Torres Bodet, “Tiempo de arena”, en Obras escogidas, México, Fondo de Cultura Económica, 1961, p. 342. 3 Jorge Luis Borges, Evaristo Carriego, Buenos Aires, Emecé, 1955, p. 33.
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Desde luego la disposición, intensidad y relevancia de los asuntos tratados en el texto biográfico implican una jerarquización personal, conducida por las Memorias del propio Torres Bodet, que ofrecieron sitio a los eslabones de su destino. Las labores de investigación realizadas se extendieron en forma plena, por lo cual cada afirmación del relato está fundamentada en documentaciones fehacientes y valederas. Conforme a mis tendencias profesionales y mis prácticas, no incorporé sucesos ni actitudes imaginarios que desdijeran la solidez del recuento. A pesar de esa actitud respetuosa, este libro nace de mis convicciones respecto de Jaime Torres Bodet: su inteligencia y cultura superiores; la educación cartesiana que recibió, para disfrutar de cualquier derecho sólo después del cumplimiento de las obligaciones; la creación de perdurables instituciones educativas, culturales e internacionales; el alejamiento de una vocación poética esencial ante su carrera de servidor público, así como los destellos de su vida privada. Resuenan en mí las afirmaciones de Torres Bodet y de Borges. Pretendí evitar por ello el impulso pedagógico y la evocación de sentimientos ajenos, para entregar a los lectores un reencuentro con la vida de un mexicano que aspiró, desde los momentos iniciales de su existencia, a cumplir con su deber y lo convirtió en su realidad y destino. I. Formación y juventud (1920-1924) Principia, pues, aquí, tu obra futura, Noche, y con la lengua libre de falacia explícame la edad, el sol, la acacia, el río, el viento, el musgo, la escultura…4 jaime torres bodet
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rrar en algunos casos las diferencias de género y los presentaban como seres asexuados e inmaculados, sin la menor huella de corrupción.6
Tres acontecimientos oscurecen la placidez de la familia Torres. La abuela materna fallece el 2 de septiembre de 1902, cuando el recién nacido aún no cumple cinco meses de edad; y el 4 de marzo de 1904 muere el abuelo Federico Bodet. En ese mismo año nace el hermano menor de Jaime, llamado Mario, pero tras padecer una escarlatina invencible, concluye su breve existencia el día 31 de agosto de 1908. (El recuerdo de Mario permanece en fotografías, con facciones y una estructura corporal muy parecida a la de su hermano mayor, quien abandona el uso de su segundo nombre de pila a favor de un olvido definitivo. Ni siquiera en sus memorias lo menciona.)7 A pesar de esos infortunios, convertido Jaime en hijo único, recibe el cuidado de sus mayores y una esmerada formación. De acuerdo con los valores y usos de la época, Emilia Bodet asume la vigilancia sobre su hijo. Para ella la vida es —a la manera jansenista— un proyecto permanente de obligaciones, deberes y tareas realizadas para obtener ciertos derechos, entre los cuales destacan el conocimiento del idioma francés y de sus poetas y prosistas: Mi madre cultivaba la pedagogía del estímulo, no la de la sensación. Me alentaba en lo que ella creía bueno y valioso o justo. Ese aliento me alejaba insensiblemente de lo demás. Y me alejaba de lo demás con mayor eficacia que una serie de prohibiciones y de censuras. No restringió nunca mi libertad. Le bastó guiarla.8
Al principio, Jaime destaca en los aprendizajes de lectura y caligrafía en un jardín de niños. Sin embargo, Emilia prefiere encargarse personalmente de la educación de su hijo. El cuarto infantil se convierte en un pequeño salón de clases: una mesa transformada en pupitre al que se acompaña con n globo una silla, un tintero, cuadernos de trabajo, un rón pleterráqueo y, también, se consigue un pizarrón o de las gable. La madre decide un horario de estudio upción. 9 a las 12 horas, de lunes a sábado sin interrupción. ama de Las lecciones están subordinadas al programa la Secretaría de Instrucción Pública y Bellass Artes ialmeny los libros de texto son los indicados oficialmensas las te. Al pequeño Jaime le parecen venturosas mientos, formas decididas, en las cuales los conocimientos, jes y el la presencia materna, los nuevos aprendizajes tituyen descubrimiento de la lengua francesa constituyen odet adjornadas muy gratas. Aun así, los Torres Bodet vierten paulatinamente las deficiencias de laa escueañeros, la familiar. La imposibilidad de tener compañeros, los retos y ventajas de los tratos sociales y la aupacitar sencia de verdaderos maestros pueden incapacitar al niño para la vida. Alejandro convence a su esposa r, cuande todo ello y ambos eligen un centro escolar, d. do Jaime está por cumplir siete años de edad. n 1865, Ignacio Manuel Altamirano fue el autor, en de un proyecto de ley para establecer una Escuela da, que Normal de Profesores, institución ilusionada, transformaría al magisterio mexicano de educación básica. En las pretensiones del ilustree autor los, así aparecía la creación de un plantel de párvulos, mnado. como la primaria para las prácticas del alumnado. estina a Al aprobarse la ley específica en 1887, se destina la Normal un edificio ubicado en el extremo oriente del Palacio Nacional. Los padres de Jaime consideran que la institurísticas ción magisterial posee las mejores características irector, y se encaminan a inscribirlo en ella. El director, prendiAbraham Castellanos, decide valorar el aprendiuebas, a zaje del pequeño aspirante. Lo somete a pruebas, muestra “exámenes de suficiencia”, en los cuales demuestra los conocimientos adecuados para ingresarr al tercer grado de la primaria. El nivel básico de estudios consta de seis años, de emental los cuales cuatro conforman la educación elemental y los dos siguientes la “primaria superior”; normamo. La tivamente sólo es obligatorio el primer tramo. aestros escuela anexa a la normal funciona con maestros cionado de notable prestigio, tales como el mencionado ucación Abraham Castellanos —promotor de la educación
popular y adherido a las doctrinas de Enrique Rébsamen—, Francisco César Morales, Clemente Beltrán y Anselmo Núñez. Ellos son responsables de los cuatro ciclos que ahí estudia Torres Bodet. Su infancia transcurre de manera semejante a la de un niño capitalino de clase media acomodada. Una precocidad sobresaliente estructura su carácter singular. En primer término destaca la comprensión de la lectura y el fácil ejercicio de la escritura, que lo han acompañado aun antes de ingresar a la educación formal. Su desdén por los ejercicios físicos y su preferencia hacia los libros lo distancian de los intereses infantiles habituales. Recuerda haber declamado, con dificultad, una poesía a Justo Sierra, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes. Desde luego, entiende y practica el idioma francés, como casi nadie de sus compañeros. Enciende el interés de sus maestros: el profesor Morales disfruta y testimonia su fascinación por Jaime, por su habilidad verbal y escrita, por su temprana cultura y entendimiento de los clásicos. Es un niño solitario, inhibido, discreto, pero presuntuoso. Los valores familiares y, en especial, los de su madre, lo troquelan y lo convencen de anteponer a diversiones, gozos o distracciones, el enfrentamiento de las dificultades y el cumplimiento de los deberes y obligaciones. La infancia de Jaime es obra construida, también, por su padre. Perduran en él recuerdos incomparables de la presencia, las actitudes y las decisiones de Alejandro Torres, de breve estatura, esbelto, ágil y envejecido por la calvicie y una cuidada barba blanca. Además, es un juez generoso y justo, que otorga premios ilusionados o sorprendentes. Su hijo conservaría en la memoria esta imagen:
Sus manos eran también una confidencia: la más honda, la más valiente, la última de la noche… Manos duras, viriles, de uñas robustas, venas espesas y articulaciones que deformaba ya el artritismo. Manos que no habían tomado la pluma sino para escribir compromisos fundamentales. Manos sin subterfugios y sin sortijas, que la cólera debía haber apretado violentamente, que las caricias no habían pulido y que —cortadas por el filo de los puños almidonados— parecían más viejas y más humildes que el resto de su persona. ¡Cuántas generaciones de labradores y de marinos, de herreros y de jinetes había necesitado la biología para producir ese par de patéticos instrumentos que se esforzaban por legarme una vida de honor y de probidad!9
El niño que vive, sobre todo, en el mundo de los libros, durante los paseos familiares se conmueve cuando sus padres se encaminan a la Avenida 5 de Mayo. Ahí son tantas las librerías y papelerías, que Jaime presagia la contradicción entre poder adquirir algo y la imposibilidad de tener todo lo deseado. Las experiencias vitales, los deslumbramientos, siempre son diferentes frente a los escaparates, ante las ofertas y el hallazgo de útiles para el aprendizaje y la escritura, entre los cuales destacan las sorprendentes plumas fuente. La biblioteca infantil es enriquecida paso a paso, pero casi nada es igual al premio que su padre le regala por haber concluido la educación primaria: la colección de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Como un viajero asombrado y dichoso, ocupa un lugar en las fantasías de sus admirados hombres de letras. Asimismo, encuentra acomodo y gozo ante la música y las representaciones de ópera, que su padre promueve y facilita en los territorios de su actividad profesional. • 9 Jaime Torres Bodet, Tiempo de arena, en Obras escogidas, México, Fondo de Cultura Económica, 1961, p. 208.
6 Alberto del Castillo Troncoso, “Imágenes y representaciones ntaciones de la niñez en México a principios del siglo xx”, en Historia oria de la a imagen, vida cotidiana en México, tomo V, vol. 2: Siglo xx. La ¿espejo de la vida?, México, Fondo de Cultura Económica/El a/El Colegio de México, 2004, p. 88. 7 Archivo del Registro Civil del Distrito Federal. Acta de defun8. ción de Mario Torres Bodet. Libro 670, foja 304, año 1908. et”, en La 8 Elena Poniatowska, “Las enseñanzas de Torres Bodet”, Jornada, 5 de mayo de 2002.
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Poesía Jaime Torres Bodet El fce anuncia la publicación de la Poesía completa de Jaime Torres Bodet. Presentamos un muestrario de esta voz que arde por dentro y limita su expresión con la obediencia a la forma y el sentido del decoro. otoño
fiesta bebéis la copa en que se olvida y tomad de mi triste sombra humana ejemplo de verdad, ciencia de vida…”
La pluie est un filet pour nos rêves anciens. rodenbach
cantar
En la red de la lluvia silenciosa aprisiona la tarde la ternura de esta mansa tristeza prematura que me liga en secreto a cada cosa.
De oro la arena. De esmeralda el mar. La tarde ha tendido la red de la lluvia a secar.
El otoño es así… La frente posa sobre la mano incauta su tortura, y en el ambiente del jardín perdura el lírico desmayo de una rosa.
El silencio suena bajo el platanar. El estío esparce ruidos de colmena. La miel del olvido quisieran las horas labrar.
Un desaliento súbito y cobarde acongoja el silencio de la tarde con una imploración de despedida. Mientras la rueca del amor devana tras el muerto cristal de la ventana el ovillo incesante de la vida… todo Todo es posible en esta noche clara. Todo está, mientras calla, preparando lo que será su realidad futura. Como el tres en el dos que lo precede, como abril en el vértice de marzo, como el perdón en la venganza oculto y como en la raíz secreta y honda el laborioso porvenir del árbol, todo está prometiéndose en silencio, todo está principiando sin descanso. En una noche tan compacta pueden el ala más sutil romper un astro, una azucena desviar la historia y una sola palabra encadenamos a órbitas sin pausa, recorridas —durante oscuros siglos impacientes— por monótonos mundos solitarios. Todo puede ocurrir en una noche como ésta, de márgenes tan amplios, donde la sombra es savia incontenible, futuro en ascensión, perpetuo cambio, complicidad activa con la aurora: día en el manantial, luz en potencia, amanecer apenas disfrazado… peregrino desilusionado Vuelve al hogar que abandonara un día, del juvenil tumulto aconsejado; dobla su cuerpo místico cayado, moja su frente sangre de agonía. Dice: “Yo soy aquel que compartía en la flor de su abril abandonado, con vosotros, la poma de un pecado y el mendrugo cruel de una alegría. Hoy que mi pecho generoso mana sangre de amor por la ferviente herida, venid a mí vosotros que en insana
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Labras al frío el esqueleto de una luz tan exacta que la boca del aire ya no puede tocar sin vaho, disolver sin mancha.
muerte
Y enseñas al jardín la geometría blanca del invierno, emplomando con sol esos vitrales a cuyo lago de cristal te asomas, príncipe del dibujo, hielo de abril, maestro del paisaje…
¿Por qué inquietarme de tu cercanía, Muerte, si la existencia que me halaga es sólo pulpa de la fruta aciaga en la que yaces tú, simiente fría?
música Como, para aprenderte sin despertar las iras del carcelero insomne que siempre me vigila, fue menester pensarte primero, día y noche, sobre las blancas teclas de un instrumento mudo; ahora que la vida me deja —a toda orquesta— interpretarte, dicha íntima y conmovida, extraño el puro idioma de puntos y de cifras, el piano sin pedales y la noche sin islas en que aprendí a tocarte con notas de silencio —ahora que, entre cítaras coléricas y flautas, la que soñé sonata me hiere sinfonía…
… contenía su muerte, como su hueso el fruto. rilke
Te imaginé agresión. Te creí daga, lanza, dardo, arcabuz, flecha sombría; y en vano acoracé la mente mía pues si, herida, te huí, te encuentro llaga… Llaga que de mí propio se sustenta: úlcera primordial y previsora, oculta ya en la célula sedienta en que mi vida actual tuvo su aurora. Nada me matará —Muerte tan lenta— sino el ser que, por dentro, me devora. orquídea Flor que promete al tacto una caricia más que el otoño de un perfume, suave, y que, pensada en flor, termina en ave porque su muerte es vuelo que se inicia.
reloj Yo tuve una pena. Fue sólo una vela sombría en el mar. Y pasó la barca… Pero el duelo ha sido breve en regresar. Con la luna llena, corazón, barquero, saliste a pescar… Regresas vencido: tus redes cayeron al fondo del mar. Se aquieta la tarde… Serena la brisa el palmar. Se oye al olvido hilar y cantar: Yo tuve una pena. Yo tuve una barca, de lágrimas llena, que, un día de agosto, se hizo a la mar… amanecer Se reventó la cuerda del silencio en la lira de plata del alba. Entre las ramas de la aurora, todavía cubiertas de escarcha, el orfeón de los pájaros libres preludió su cantata. ¡Límpida música del aire en las gargantas en que parece haber, toda la noche, dormido la frescura de las acacias altas! ¡Concierto de los ecos en que el azul de la mañana recuerda todavía, pensativo, un llanto juvenil de estrellas claras!… ¡Bendito el día, bendita la estación iluminada en que todos los pájaros del cielo y de la tierra vinieron a posarse sobre la rama enjuta de mi alma! hielo Hielo de abril, contra el calor fundido de esta última rosa del otoño que resulta, de pronto —reflejada sobre un tiempo invertido la rosa de la nueva primavera.
En el fondo del alma un puntual enemigo —de agua en el desierto y de sol en la noche— me está abreviando siempre el júbilo, el quebranto; dividiéndome el cielo en átomos dispersos, la eternidad en horas y en lágrimas el llanto. ¿Quién es? ¿Qué oscuros triunfos pretende en mí este avaro? ¿Y cómo, entre la pulpa del minuto impermeable, se introdujo esta larva de la nocturna fruta que lo devora todo sin dientes y sin hambre? Pregunto… Pero nadie contesta a mi pregunta, sino —en el vasto acecho de las horas sin luna— la piqueta invisible que remueve en nosotros una tierra de angustia cada vez más secreta, para abrir una tumba cada vez más profunda. resaca Por momentos, el alba te devuelve una tabla, un tornillo enmohecido del barco en que hace siglos naufragaste… Quisiera reunirlos ahora, en plena luz. Pero los días veleros son que entregan solamente al océano en que zozobras una brújula, un ancla, un nombre escrito sobre la rueda de un timón… El nombre del puerto, nunca visto, donde una mano, entre gaviotas, blanca, señala —nave o sueño— tu destino.
Párpado con que el trópico precave de su luz interior la ardua delicia, música inmóvil, flámula en primicia, aurora vegetal, estrella grave. Remordimiento de la primavera, conciencia del color, pausa del clima, gracia que en desmentirse persevera, ¿por qué te pido un alma verdadera si la sola fragancia que te anima es, orquídea, el temor de ser sincera? “última necat” Todas las horas miden el contorno del cuerpo en que te ofreces al martirio; mas una solamente sabrá encontrar tu corazón esquivo. Todas las flechas de las horas tocan a tiempo tu destino, sobre el tronco del roble al que te atan como apretadas cuerdas rencorosas— deseos insaciables y miedos instintivos. Pero sólo de una estás pendiente: ¡delgada flecha que vendrá sin ruido en medio de invisibles tempestades, a liberar tu corazón cautivo de la coraza inútil de ese cuerpo que a nadie escuda cuando llega el trance del combate divino! estrella Desde el alba hasta el poniente está preparando el día una estrella lenta y fría que de noche se arrepiente. Bajo el sol la presentimos, en la sombra la pensamos; pero siempre la esperamos y jamás la descubrimos. Tierna luz que todo augura y que nadie al fin advierte ¿es verdad que para verte no hay noche bastante oscura ni en la vida ni en la muerte? •
jaime y josefina a punto de abordar el avión que los llevaría en la ruta buenos aires-lima-méxico, enero 21 de 1935. iisue/ahunam/fondo jaime torres bodet/caja 4 /foto 32
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Años contra el tiempo viii. En camino hacia la unidad En estas breves páginas de Años contra el tiempo (Memorias Vol. I, fce), de próxima publicación por este grupo editorial, aparecen algunas de las ideas esenciales de Jaime Torres Bodet educador, el pensador preocupado por la enseñanza de la historia como espacio de reconciliación, no la historia que revive heridas y rencores. Es la época de la unidad nacional impulsada por el gobierno de Manuel Ávila Camacho. jaime torres bodet
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l 15 de mayo de 1944 asistí —por primera vez, como secretario de Educación— a la ceremonia organizada, anualmente, a fin de celebrar el Día del Maestro. Al vestirme, para ir al Palacio de Bellas Artes, no pensé que la vida me impondría —a lo largo de nueve años— el compromiso de presenciar, con el mismo cargo, nueve actos de la misma naturaleza. De haberlo previsto, la idea me habría inquietado, pues mi ambición no era entonces la de durar en un puesto público, por importante que pareciese. Y el que lea comprenderá, sin que deba insistir en ello, hasta qué punto la Secretaría de Educación es importante para el país, pero su dirección resulta siempre difícil y, en ocasiones, muy poco grata. Si se es honrado consigo mismo, se vive en constante apremio. En efecto, dados los gigantescos requerimientos por atender y los medios humildes de que dispone, el titular de esa dependencia tiene que darse cuenta de que, en sus manos, el tamaño de lo posible no guarda relación con la magnitud de lo indispensable. Por lo que atañe a los recursos financieros, cualquier aumento es heroico para el Estado —e imperceptible para el país. En 1944, con partidas que sumaban apenas 119 millones de pesos (22 más que en 1943), me sentía tan pobre como hube de sentirme después, en 1964, con cuatro mil millones de presupuesto. La continua disminución del poder adquisitivo de nuestra moneda sirve a los hacendistas para comentarios muy sabios y muy complejos, que —a menudo— dan como resultado una incitación burocrática al optimismo. Se elogia la solidez de nuestra divisa. Y se exalta, al respecto, la fijeza de su convertibilidad con el dólar. ¡Como si el dólar no hubiera perdido, también, la capacidad de compra que poseía hace veinte años! Las instituciones internacionales —en las que tanta influencia ejerce el departamento de Estado— incluyen al peso mexicano entre las monedas llamadas fuertes. Pero muchos servicios y no pocos artículos de consumo cuestan ahora diez, quince y hasta treinta veces más que en 1944. Vivimos frente a dos ascensores: el de los precios y el de los sueldos. Uno y otro suben. Aquél mucho más de prisa que éste. Resulta, por tanto, muy improbable que los viajeros —el vendedor y el cliente— lleguen juntos al mismo piso. La disparidad que menciono afecta, naturalmente, a todo el sistema público. En lo que concierne a los gastos educativos, a pesar de la generosidad del gobierno, semejante disparidad implica un serio desequilibrio. Aunque sean muy comprensivos los secretarios de Hacienda (y suelen serlo, sobre todo cuando el Presidente lo quiere), las demandas de sus colegas tienen a veces que importunarles. En lo
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personal, puedo hablar de dos experiencias. Por diversas, las considero reveladoras. En noviembre de 1944, formulé mi primer proyecto de presupuesto: el previsto para 1945. Ascendía, en números redondos, a ciento noventa y cuatro millones de pesos: setenta y cinco más que en el ejercicio anterior. Era secretario de Hacienda un hombre de gran talento, el licenciado Eduardo Suárez, amigo mío muy estimado. Me citó cierto sábado en su despacho, a las once de la mañana. Llegué cargado de documentos… y de razones. Don Eduardo me recibió, entre el humo de los mil y un cigarrillos que encendía, entonces, más que fumaba. Nos sentamos. Los confortables sillones de aquel salón parecían hechos para anestesiar, en los visitantes, todo ímpetu inquisitivo. Y, antes de que extrajese de mi cartera el pesado legajo en que figuraban las grandes cifras que —según suponía— iban a ser el tema de nuestra charla, principió el licenciado Suárez a discurrir, con abundancia y con fluidez, sobre la historia de la deuda pública mexicana. Me dio en realidad una conferencia, tan graciosa de estilo como preñada de augurios desoladores. Lo dejé hablar. Quise ver hasta dónde podían llegar su erudición y su capacidad magnífica de humorismo. Transcurrieron aproximadamente dos horas. Y, de sus labios, seguían brotando datos, anécdotas y enseñanzas, sin que nada me hiciese pensar que tenía una idea —por remota y vaga que fuese— del motivo de mi visita. Al dar la una, me levanté. Y lo felicité por su información. “Ya he comprendido —le dije—; me ha dado usted el más largo no que podía esperar en un día como éste”. Dos años antes, me sucedió con él algo semejante. Había ido —entonces, como subsecretario de Relaciones Exteriores— a presentarle el proyecto de presupuesto del “Ramo Quinto”. Aquella vez, en lugar de explicarme las dificultades hacendadas de la República, me preguntó a quemarropa qué opinión tenía yo acerca de una obra de Aldoux Huxley: la biografía del padre José, el emisario confidencial del gran ministro del Rey Luis XIII. Adivinando la finta, le declaré que el libro no me gustaba. “¡Cómo —exclamó don Eduardo—, si tiene capítulos excelentes! ¿No recuerda usted, por ejemplo, de qué modo iba el padre José, como embajador, de París a Roma?… Sí señor, iba lo mismo que cualquier peregrino. En cambio, estoy seguro de que, en la cartera que trae usted, figura una nueva partida de viáticos y pasajes para nuestros plenipotenciarios…” En 1944, no llegamos a discutir mis proposiciones. Le conté al general Ávila Camacho la recepción que me había reservado el licenciado Suárez. Y, un jueves, a medio día, después de nuestro acuerdo, don Manuel lo invitó a que pasara por su oficina. Al verme, sonrió don Eduardo. El Presidente, con muy buen modo, le manifestó que conocía mis peti-
ciones y que, en principio, las aprobaba. Fue menester, no obstante, una transacción. Y no ligera, pues implicaba un recorte de más de veinte millones de pesos en el total solicitado. Incluso aquella amputación no dejó muy satisfecho a don Eduardo. Hay que reconocerlo: la situación económica del país exigía cautela. El secretario de Hacienda tenía motivos para inquietarse. Trataba de evitar la inflación, que pondría en peligro el valor de nuestra divisa. Pero, por mi parte, me resultaba imposible detener ciertas obras ya comenzadas e ignorar la explosión de la realidad. No todas las dificultades con que tropieza el director de la educación del pueblo son de índole financiera. Hay otras, mucho más graves. Y, probablemente, la más profunda radique en la falta de unidad esencial en el pensar de los mexicanos. No aludo a sus diferencias políticas inmediatas. Éstas son comprensibles y —dentro de un régimen democrático— necesarias y respetables. Aludo, más bien, a sus divergencias oscuras —e irreductibles— sobre el concepto mismo de la nación mexicana. Francia se enorgullece, a la vez, de sus tradiciones célticas y de su origen galo-romano. Vercingétorix y Julio César se han reconciliado por fin, no sé si en los libros de texto, pero en la sangre misma de los franceses. En Inglaterra, la hostilidad de sajones y de normandos proporciona de tarde en tarde, a novelistas y dramaturgos, motivo para episodios tan alejados de la verdad británica actual como lo serían —en la Roma de nuestro tiempo— las controversias de Octavio y de Marco Antonio. Entre nosotros, Cuauhtémoc y Hernán Cortés siguen peleando incesantemente. Hombres y mujeres que no conocen el náhuatl (y que se apellidan Cervantes, Pérez, García, López o Sánchez) se inquietan cuando el gobierno trata de castellanizar a los indios y —más imperialistas que Moctezuma— casi nos propondrían, como idioma oficial, el de los aztecas… Otros, con apellidos no menos reveladores de la cuna hispánica de sus antepasados, pero con restos de sangre indígena en el cauce de sus arterias, denigran a los habitantes de Tenochtitlan; excusan el suplicio de Cuauhtémoc, que juzgan hasta piadoso por comparación con la práctica de los sacrificios humanos, y quisieran que, además de la estatua de Carlos IV, nuestra capital ostentara —sobre el mejor de sus pedestales— la efigie de Hernán Cortés. Toda nuestra historia es la consecuencia de esas dos interpretaciones parciales de nuestra historia. Bajo distintos nombres y con pretextos muy diferentes, se exalta al nativo intrépido, frente al cruel y astuto conquistador. O se encomia al valiente conquistador, frente al nativo misterioso e impenetrable… Indígenas y españoles no han hecho aún, por completo, la paz en el corazón de todos los mexicanos. Quienes añoran, sin confesarlo, los tiempos de la Colonia, ven con incertidumbre —todavía hoy— a héroes de la categoría de Hidalgo, Morelos y Juárez. Y hasta un escritor como Alfonso Cravioto llegó a concluir un poema sobre Cortés con estas palabras: “Te absolverá la historia, ¡pero los indios no!” Dos Méxicos parecen levantarse ante determinados espíritus. El de los misioneros y el de los encomenderos. El de Vasco de Quiroga, padre de los humildes, y el del marqués de Croix. El de Morelos y el de Santa Anna. El de Benito Juárez y el de Miramón. El de Madero y el de Victoriano Huerta. Pero la patria es una. Y, cada día, hemos de afirmarla en su integridad. A cada instante advertía yo el peligro de las corrientes en pugna. Y traté de salvar, frente a los maestros, el principio que me ha parecido más respetable: el de procurar ante todo la unión moral de los mexicanos. Por eso me alegró que, días antes de la fiesta del 15 de mayo, las circunstancias me deparasen una ocasión de explicarme sobre ese tema. Los historiadores y los catedráticos de historia habían preparado una conferencia de “mesa redonda”, acerca de los problemas que plantea la enseñanza de la historia de México. El acto se efectuó el día 11. Los organizadores me invitaron a presenciarlo. En mi discurso, mencioné la autoridad de Huizinga y la inteligencia de Valéry. Del primero, cité esta frase: “Toda civilización determina lo que quiere que sea su propia historia”. Y, del segundo, comenté cierto párrafo: aquel en que el pensador manifiesta que el carácter real de la historia estriba en su participación en la historia misma, pues la idea del pasado constituye sólo un valor auténtico para el hombre animado por la confianza en el porvenir. A la luz de esas expresiones, invité a los profesores a cancelar el odio en la narración de la historia
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de nuestra patria. Pero les indiqué, también, que sería absurdo tender sobre los dolores de lo pasado un velo hipócrita y tembloroso, que daría a las nuevas generaciones una impresión descastada de nuestra vida, colocando a los héroes de México en la equívoca posición de protagonistas sin contenido y de seres que pelearon contra fantasmas. No disfracemos la historia, nunca. Pero no nos consagremos singularmente a palpar y volver a palpar —a toda hora y en todas las circunstancias— las cicatrices que dejaron en nuestro pueblo las heridas hechas a su afán de perduración. No nos gocemos en abolir el presente y en desquiciar el futuro por sometimiento a las cóleras del pasado. Seamos dignos de aumentar, a la historia heredada, la historia nueva: la que sólo podremos hacer con la unión de todas las esperanzas, porque el olvido sería tan estéril como el rencor. Paz durable, y unidad sólida y constructiva. Ésos fueron los ideales que postulé, a sabiendas de que nada se halla más alejado de la paz verdadera que el fingido apaciguamiento. De ahí que recomendara a los participantes en la asamblea que no ignorasen jamás la opinión de quienes no encarnaron acaso el ideal progresista de México, pero no por eso dejaron de intervenir, con derecho, en la vida de la República. “Cuanto más honda y fundada sea nuestra convicción —indiqué—, más obligados nos sentiremos a confrontarla con las convicciones de los demás. México es un todo. Y una visión incompleta de las razones que algunos sectores de México tuvieron para vivir y para luchar, eliminaría de nuestra historia ese elemento crítico, necesario, que sólo temen los déspotas o los débiles”. La conferencia de que hablo se efectuó en el Salón Panamericano de la Secretaría de Hacienda. Había encabezado el comité organizador el poeta José de J. Núñez y Domínguez, en su calidad de director del Museo Nacional de Historia. Asistieron delegados de la mayor parte de las instituciones universitarias y culturales del país. Representaba al Estado de San Luis Potosí un revolucionario ilustre, Antonio Díaz Soto y Gama, quien —por cierto—, en el curso de una de las sesiones, causó a los delegados seria inquietud por la forma en que aludió a las consecuencias del artículo tercero constitucional en la enseñanza de nuestra historia. Alberto María Carreño había ya introducido alarmas del mismo tipo, con una intervención que —a juicio de varios concurrentes— parecía dictada por los promotores de las escuelas de criterio más opuesto al de los liberales. La asamblea eligió como presidente al profesor Chávez Orozco. En la sesión del 17 de mayo, Alfonso Caso insistió en algunos de los puntos que había yo expuesto el día 11. De manera firme —y muy personal— indicó que, a su juicio, la unidad nacional no era la unificación total de criterios, ni de actitudes, ni de partidos políticos, lo que resultaría sencillamente imposible; sino la subordinación de los intereses particulares a un fin más alto, que es México.
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Los historiadores visitaron al presidente Ávila Camacho en Los Pinos, durante la mañana del jueves 18 de mayo. Y dieron por terminadas sus labores en la tarde del mismo día.
*** Meses después —el 27 de septiembre de 1944— pude realizar una de mis más vivaces aspiraciones: abrir al público el Museo de Historia instalado en el Castillo de Chapultepec. Tanto Núñez y Domínguez como sus colaboradores —bajo las instrucciones de Alfonso Caso— nos ayudaron en la tarea. La ceremonia resultó conmovedora. Recordé en ella, también, la necesidad de una historia justa: sincera, pero nunca sectaria; objetiva, pero no indiferente; serena, pero no tímida. Hablé de los tesoros conservados en el Museo: retratos de hombres que lucharon unos con otros y, a menudo, unos contra otros; restos de cóleras y pasiones ansiosas de derrocar principios que, sin quererlo, consolidaban; polvos de siglos y luz de ideas; objetos más duraderos que sus poseedores, y espíritu que persiste sobre la inercia de los objetos. “Si monárquicos e insurgentes, conservadores y reformistas, liberales y reaccionarios resucitaran —dije—, ¿cuál consejo mejor podrían proporcionarnos que el de no vulnerar la unidad de nuestra nación?… Unos y otros están aquí. De unos y otros fluye nuestro presente. No obstante, por amplio que sea el perdón de México, unos están aquí como constructores, como descubridores, como civilizadores, como libertadores. Ellos han alcanzado el derecho heroico de fraternizar con sus contrincantes y sus rivales. Pero no aceptarían que fuera nuestro recuerdo fosa común. Y no tolerarían que abandonásemos la obra que su muerte dejó inconclusa: organizar la libertad en la independencia y robustecer la independencia con la justicia”. Deseamos una historia que, sin mentir a los hombres, sea capaz de reconciliarlos, haciéndoles ver lo que cada uno de ellos debe a sus semejantes; lo que todos debemos a todos: hasta a los que fueron, alguna vez, nuestros enemigos. Lo que pedí, en 1944, a los profesores mexicanos de historia patria, lo pedí, en 1951, como director general de la unesco, a los profesores de historia de las regiones más diferentes del mundo: no aislar los hechos por efecto de una hostilidad temporal; buscar los motivos de las violencias que nos ofendieron; comprender las razones que guiaron a quienes hubiésemos combatido, de vivir en el tiempo en el que atacaron a nuestro pueblo, y no limitar jamás la función histórica a la mera enumeración de los acontecimientos bélicos, pues todas las aportaciones han de tomarse en cuenta en la consideración de nuestro pasado. Muchas veces, el que nos trajo dolor nos trajo también cultura. Desde el punto de vista formal, las conclusiones de la “mesa redonda” no se apartaron mucho de las ideas expuestas por mí. Pero los días y los trabajos de ciertos participantes continuaron sumisos a una sola visión del pasado de nuestro pueblo. Los me-
jores no habrían tenido probablemente que oír mi voz para colocarse en la actitud constructiva que atestiguaron. Sin embargo, tal vez no haya sido inútil que un secretario de Educación les hablara así. Pese a la perseverancia en el odio y a la tenacidad del rencor, la cultura ha de proponerse agrandar a México. Y agrandarlo, no en la ignorancia o en el olvido de la injusticia de los intrusos —o del error de los mexicanos—, sino con la fuerza de renovación que posee la vida, cuando se nutre y se desarrolla en la libertad. No se trata ya de escoger entre el indigenismo y el hispanismo. Se trata de entender, con valor, todo lo que somos: un pueblo complejo y original, en su mayor parte mestizo, que se expresa oficialmente en español y que siente —a veces— en tarasco o en maya o en otomí; pero que no está dispuesto a mantener privilegios entre sus hijos y que se afirma en lo nacional, para contribuir mejor a lo universal.
*** Impregnado de esas ideas, cuatro días después de aquel en que inauguré la “mesa redonda” de los profesores de historia patria, asistí a la celebración del Día del Maestro. Enrique González Martínez —que había aceptado participar en la ceremonia— me acompañó al Palacio de Bellas Artes. Su presencia fue saludada con la más cálida enhorabuena. Nos leyó unos fragmentos en que evocaba la figura del maestro de escuela que fue su padre. Mientras leía, admiraba yo la generosidad imprevista de la existencia. Porque González Martínez no era sólo un poeta excelso. Era mi amigo. Y había sido, durante años, el guía —inteligente, sabio y cordial— de mis primeros ensayos juveniles como escritor. La ovación que los maestros le tributaron avivó en mí un sentimiento profundo de gratitud. Las palabras que dirigí a los educadores en aquella ocasión tuvieron necesariamente que traducir la inquietud expuesta en este capítulo. Les hablé de la importancia de un México unido. Y les pedí que se sintieran, en cada escuela, los obreros más responsables de esa unidad. “En vuestra marcha —les indiqué— encontraréis múltiples errores, infinitas y hondas desesperanzas. Por momentos, una ola de ira golpeará vuestro pecho. Pensad entonces que la injusticia no se enmienda con la injusticia, que la violencia no es el remedio mejor contra la violencia, y que el arma más resistente para vencer las dificultades es la firmeza: el vigor del alma que no permite que la corrompan ni el conformismo ni la colérica exaltación”. Escuché aplausos, pero no sentí realmente el fervor de una adhesión pública positiva. Iba a tener que vivir durante años con los maestros para darme cuenta de que su colaboración no la ganan las frases, sino los actos. ¡Han oído tantas palabras contradictorias, tantas vulgares admoniciones y tan pocas promesas cumplidas con lealtad!… •
de izquierda a derecha: jaime torres bodet, secretario de educación pública, realiza la entrega de libros de texto gratuitos, 1958-1964; jaime torres bodet, secretario de relaciones exteriores, con el presidente miguel alemán durante un acto, 1947-1948; centro alfabetizador núm. 6, sector 4, escuela “saltillo”, saltillo, coahuila; jaime torres bodet y adolfo lópez mateos realizan una visita a una escuela, ca. 1960. iisue/ahunam/fondo jaime torres bodet.
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El tráfago del mundo Notas sobre una amistad Adelantamos el prólogo de Rafael Vargas a la publicación de la correspondencia entre Octavio Paz y Jaime García Terrés, conjunto de documentos muy valiosos para conocer la labor de los círculos de escritores y artistas protagonistas de la renovación de las letras y las artes mexicanas en la década de 1950 y años subsiguientes. rafael vargas
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ctavio Paz y Jaime García Terrés se conocieron en París, en los fríos días del final de febrero de 1950. Paz, nacido el 31 de marzo de 1914, estaba a punto de cumplir 36 años. García Terrés, nacido diez años más tarde, el 15 de mayo de 1924, se acercaba a los 26. Paz tenía poco más de cuatro años de residir en la capital francesa, donde se desempeñaba como segundo secretario de la Embajada de México; García Terrés recién llegaba para estudiar estética en la Universidad de París y filosofía medieval en el Collège de France. Venía de renunciar a la Subdirección General del Instituto Nacional de Bellas Artes, donde había trabajado al lado de Carlos Chávez desde enero de 1947 hasta noviembre de 1949. Había decidido dejar ese cargo para poder aceptar la beca de estudios que el gobierno francés le había ofrecido justo a comienzos de 1947 —cuando él ya se había comprometido a trabajar en Bellas Artes—, una beca para estudiar lo que quisiera, durante un año, en una institución de estudios superiores de Francia. La oferta de la beca se renovaría gracias a la perspicacia de François Chevalier, director del Instituto Francés para América Latina de 1949 a 1962, quien comprendía la importancia de fomentar la francofilia entre los jóvenes artistas e intelectuales mexicanos después de la segunda Guerra Mundial. García Terrés llegó a un país que aún sufría muchas limitaciones económicas a consecuencia de aquel conflicto, pero que a la vez resurgía y vivía una extraordinaria efervescencia en el plano social y en el cultural. Su propia presencia en París demostraba que en aquella época esa ciudad todavía irradiaba una poderosa influencia internacional y formaba parte del horizonte de centenares de creadores e intelectuales de América Latina. Octavio Paz, por su parte, había salido de México desde finales de 1943. Una beca Guggenheim le había permitido viajar a los Estados Unidos, con la intención de realizar una investigación a lo largo de un año. A la postre permanecería dos. En octubre de 1945 fue nombrado tercer secretario de la embajada de México en París. Llegaría a esa ciudad en la segunda semana de diciembre de 1945. Desde abril de 1946 vivía con su familia en un amplio departamento de la avenida Victor Hugo, que en 1950 ya se había convertido en un centro de reunión de artistas franceses e hispanoamericanos. Es muy posible que antes de que Paz y García Terrés se conocieran tuviesen alguna idea uno del otro, ya fuera a través de amigos comunes —Alfonso Reyes, Carlos Chávez, Salvador Novo—, o a través de la lectura. El 18 de agosto de 1949 había terminado de imprimirse la primera versión de Libertad bajo palabra, de Paz, y dos días después La
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responsabilidad del escritor, de García Terrés. En todo caso, si éste no llegó a París con una expresa recomendación de buscar a Paz, no debe haber tardado mucho en encontrarse con él en la representación diplomática mexicana. El 9 de febrero de 1950 García Terrés le escribe a Carlos Chávez —con el que mantendrá correspondencia durante toda su estadía francesa— que le parece “muy acertado que me envíe la correspondencia a la embajada, porque casi estoy seguro de futuras mudanzas, y de esta manera no se perderán las cartas”.1 Se antoja un poco raro que García Terrés haya ido a estudiar a París filosofía medieval, porque venía de terminar la carrera de derecho y ni la filosofía ni lo medieval tendrían un lugar preponderante en la obra que habría de desarrollar, pero él mismo aclara el motivo en el afectuoso recuerdo que hace de su maestro en tal materia: Étienne Gilson.2 Al evocarlo cuenta que después de años de recibir una educación confesional —que le había hecho formarse una imagen avasallante de Santo Tomás de Aquino— libraba consigo mismo un debate espiritual que le llevó al estudio de autores franceses neocristianos como Jacques Maritain —con el que conversó un par de veces cuando éste visitó México en diciembre de 1947, al frente de la delegación francesa que participó en la II Asamblea de la unesco. “Étienne Gilson cifró para mí, en París, uno de los puntos culminantes en esa prolongada lucha por el rescate de mi equilibrio”. 1950 fue un año muy importante para García Terrés. No sólo conoció a Paz, con el que habría de construir una amistad muy estrecha, sino también a Celia Chávez,3 su futura esposa, y a Carlos Fuentes, que también se convertiría en un amigo muy cercano. No menos importante fue para Paz, quien a mediados de febrero recibió los primeros ejemplares de El laberinto de la soledad (impreso con el sello de la revista Cuadernos Americanos), y en noviembre concluyó la redacción de Águila o sol, que le hará llegar a Alfonso Reyes un par de meses después, por conducto de Rufino Tamayo, para entregarlo al Fondo de Cultura Económica. Paz y García Terrés se vieron en París con alguna frecuencia, aunque no demasiada. Trabaron una relación cordial pero no muy estrecha (en los primeros meses de su trato, según contaba García Terrés, se hablaron siempre de usted). Más que
1 Carta de JGT, recogida en Epistolario selecto de Carlos Chávez, fce, 1989, p. 503. 2 “Gilson y otros”, en Obras II. El teatro de los acontecimientos, fce/El Colegio Nacional, 1997, pp. 761-766. 3 Hija del distinguido cardiólogo Ignacio Chávez (sin parentesco alguno con Carlos Chávez).
por una diferencia en cuanto a edades —entre los amigos cercanos de Paz en aquella época había varios estrictos coetáneos de García Terrés, como el nicaragüense Carlos Martínez Rivas y los peruanos Fernando de Szyszlo y Blanca Varela—, por la diversidad de sus asuntos. Paz dedica buena parte de su día a su labor en la embajada y a su cada vez más amplio círculo de amigos; García Terrés explora París y se deja llevar por sus tentaciones, “múltiples y de incontables órdenes”.4 Y no sólo cedió a los atractivos de París: también viajó tanto como le fue posible; visitó Italia, Líbano, Egipto y Grecia (por primera vez). A mediados de marzo de 1951 García Terrés volvió a México, después de visitar Río de Janeiro y disfrutar del ya entonces celebérrimo carnaval carioca. Carlos Chávez lo invitó a reintegrarse a su equipo de colaboradores en Bellas Artes, esta vez como jefe del Departamento Editorial, y a retomar la revista México en el Arte, cuya edición había coordinado a partir del número 5, de noviembre de 1948.5 En el desempeño de ese cargo se encuentra cuando recibe la carta de Octavio Paz escrita el domingo 13 de abril de 1952 con que comienza este epistolario —evidente respuesta a una solicitud de colaboración por parte de García Terrés. Después de vivir casi seis años en París (del 9 de diciembre de 1945 al 30 de noviembre de 1951), Paz acaba de ser trasladado a la India, y está a menos de un mes de verse sorprendido con la noticia de un nuevo traslado, esta vez a Japón, hacia donde saldrá el 1º de junio con la encomienda de instalar la embajada de México ante ese país, con el que el nuestro había roto relaciones a consecuencia de la guerra.6 Apenas iniciada la correspondencia entre los incipientes amigos, se abre una larga pausa, y se abre también uno de los periodos más atribulados en la vida de Octavio Paz. Justo cuando siente que comienza a comprender y a adentrarse en la cultura japonesa, su esposa, Elena Garro, enferma. La descripción más elocuente de su situación la brinda el propio Paz en una carta enviada al poeta francés Jean-Clarence Lambert y a su mujer, Lena, el 29 de septiembre de 1942: Perdonen el laconismo. Pero atravieso por uno de los momentos más duros de mi vida. Helena está gravemente enferma. Aquí no veo la manera de curarla. Hemos pedido el cambio a Suiza, donde deberá hospitalizarse inmediatamente (se trata de algo en la columna vertebral y en el nervio de la espina). Aguardo sin muchas esperanzas la respuesta de México. Vivimos en un hotel y la vida no puede ser más desagradable y angustiosa. Pero basta de quejas.7
El 2 octubre de 1952 saldrá de Japón rumbo a Suiza, donde las afecciones de su esposa tampoco parecen tener pleno remedio, por lo cual la estadía en el nuevo país tampoco será larga. El 18 de agosto de 1953 el secretario de Relaciones Exteriores acuerda que Paz vuelva al país y se reintegre a la Cancillería como subdirector de Organismos Internacionales. El 25 de septiembre, después de diez años de haberse ausentado del país, está de vuelta en la Ciudad de México. El primer día de ese mismo mes Jaime García Terrés se ha convertido en el titular de la Dirección General de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México. Subrayar la coincidencia entre ambos hechos es importante porque la nueva designación de García Terrés beneficiará a Paz en diversos sentidos. Para comenzar, brindándole un espacio que habrá
4 “Bilson y otros”, p.751. 5 Aunque diversos diccionarios y enciclopedias señalan que García Terrés fue director de México en el Arte de 1948 a 1953, la revista dejó de editarse después de la aparición de su número 12, fechado el 30 de noviembre de 1952, fecha en la que García Terrés le envía una carta predatada a Carlos Chávez presentándole su renuncia a partir del día siguiente “para dejar en libertad a las nuevas autoridades del Instituto […] para el nombramiento de sus colaboradores”. Termina el sexenio de Miguel Alemán y Chávez deja la dirección del inba. Lo sucederá Andrés Iduarte. Con el viaje de García Terrés a Francia la publicación de la revista prácticamente se detuvo, salvo por la edición del número 9, que estuvo a cargo de Joaquín Díez-Canedo. Ése fue el único número que apareció en 1950. 6 Sobre la estadía y la actuación de Octavio Paz en ese país, véanse los libros de Froylán Enciso, Andar fronteras: el servicio diplomático de Octavio Paz en Francia (1946-1951), Siglo XXI Editores, México, 2008, y de Aurelio Asiain, Japón en Octavio Paz, fce, México, 2014. 7 Recogida en Jardines errantes. Cartas a J. C. Lambert, 19521992, un epistolario cuya lectura vale la pena entreverar con la de éste, ya que ambos comprenden aproximadamente el mismo lapso de tiempo.
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e l t r áfag o de l m u ndo. nota s sob re u na a mista d
de ponerlo en el centro de la atención del público mexicano en general —pues Difusión Cultural pronto comenzará a desarrollar una importante serie de actividades en diversos ámbitos—, y de los lectores de literatura en especial. García Terrés opera una transformación en la Revista de la Universidad que se advierte al cabo de unos cuantos números. Y no es porque bajo la vigilancia de sus últimos conductores —Antonio Acevedo Escobedo el último de ellos— la revista haya tenido una mala calidad; contaba con materiales legibles y notables colaboradores regulares, como Alí Chumacero, pero carecía de un proyecto, de una visión que García Terrés sí sabe conferirle. Convierte una publicación oficialista y heteróclita en una revista cultural, con un marco eminentemente literario, pero en el que también hay buena cabida para las demás artes, las ciencias sociales y las ciencias. En el número de noviembre ya ha incorporado a Carlos Fuentes a la secretaría de redacción y muy pronto se allega un grupo de colaboradores constantes —Henrique González Casanova, Emmanuel Carballo, Enrique González Rojo, Eduardo Lizalde, Carlos Valdés— que lo acompañan en la parte inicial de ese cambio. Paz no tarda en colaborar con García Terrés. En el número de la Revista correspondiente a enero de 1954 se incluyen seis de los poemas que aparecerán agrupados en el libro Semillas para un himno, impreso por el Fondo de Cultura Económica el 20 de noviembre de ese mismo año, y de una u otra manera tiene una presencia continua en los cuatro primeros números de 1954. En el número de febrero aparece la entrevista (extensa, para las publicaciones de la época) que en agosto de 1953 le hiciera en Ginebra, Suiza, el argentino Roberto Vernengo (en la Revista su apellido se imprime con una errata que le depara el sino más bien pesimista de “Vernegro”, y como tal es citado todavía hoy en muchos artículos y libros). Prácticamente desde el principio, la Revista es una caja de resonancia de lo que Paz hace y de los contactos que mantiene con otros países. En la edición de marzo su imagen figura de manera prominente en una fotografía tomada por Ricardo Salazar en la Facultad de Filosofía y Letras el 15 de marzo, día en que, con la participación de Luis Buñuel, Manuel Álvarez Bravo, Efraín Huerta, Paz y otros, se celebra la mesa redonda “El cine como expresión artística”. Con ella comienza el Seminario de Cine que promueve la Dirección de Difusión Cultural. En el texto relativo al Seminario se indica que Paz se encargará más delante de hablar sobre “El cine poético”. En la entrega de abril, la sección de libros incluye una nota sobre un libro impreso en Francia en 1952, del cual han llegado unos cuantos ejemplares a las librerías mexicanas: la Anthologie de la poésie mexicaine, que Octavio Paz preparó por encargo de Torres Bodet para la unesco. El propio Torres Bodet solicitó al célebre Paul Claudel —a quien admiraba— un prólogo escrito ex profeso para la antología. Todo, en conjunto, parecía una muy buena idea. Pero su realización resultó fallida. El comentarista señala que no por causa de Paz y deslinda responsabilidades: una selección justa y un brillante aparato crítico no bastan para cumplir el objeto que se perseguía, o sea, el de comunicar a un pueblo que habla francés, los valores fundamentales de una poesía escrita en español. Hubiera sido preciso, en efecto, que al lado de la selección y del prólogo (hablamos del prólogo de Paz; el de [Paul] Claudel podría servir indistintamente para una colección de poesía persa o para presentar sus propias obras), se incluyera una traducción decorosa y aproximada. Lo cual no es, por desdicha, el caso.
Firma la nota Martín Palma, uno de los pseudónimos que García Terrés utilizó a lo largo de su vida, quizás el más recurrente de ellos.8
8 A Paz la antología no le gustaba. Cuando le envía un par de ejemplares a Alfonso Reyes, en abril de 1953, le comenta: “La traducción es bastante infiel, a pesar de que, dicen, fue revisada dos o tres veces. El prólogo de Claudel es un pegote. […] En fin, tampoco estoy muy satisfecho con mi selección, aunque tampoco la condeno por completo”. Carta de OP a Alfonso Reyes, recogida en Alfonso Reyes / Octavio Paz. Correspondencia (1939-1959), edición de Anthony Stanton, fce, México, 1998, pp. 199-200.
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Apenas iniciada la correspondencia entre los incipientes amigos, se abre una larga pausa, y se abre también uno de los periodos más atribulados en la vida de Octavio Paz. Justo cuando siente que comienza a comprender y a adentrarse en la cultura japonesa, su esposa, Elena Garro, enferma.
Por supuesto, la llegada de Paz a México, “trayendo un diluvio de ideas e incitaciones frescas”, como lo recuerda García Terrés,9 también beneficia a su joven amigo, y su participación en el naciente proyecto de Difusión Cultural enriquece éste de manera decisiva, no sólo por su acción directa, sino también por los colaboradores que poco a poco le procura. Es razonable, por ejemplo, suponer que Luis Cernuda comienza a colaborar con la Revista gracias a Paz, lo mismo que Manuel Durán y, esporádicamente, Dámaso Alonso. Naturalmente, a lo largo de los seis años que Octavio Paz vive en México, la correspondencia se interrumpe, salvo por un breve periodo de poco más de tres meses —noviembre de 1956 a marzo de 1957— en el que Paz es comisionado por la cancillería mexicana en Nueva York para participar en las actividades conmemorativas por la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Es justamente durante esos seis años no documentados por cartas que la amistad se afianza. Paz se une con frecuencia a la tertulia sabatina del grupo de “Los divinos”, un grupo de escritores y artistas que desde mediados de 1955 se reunía a comer todos los sábados en el restaurante Bellinghausen, en la calle de Londres de la Ciudad de México. El núcleo del grupo lo formaban los más asiduos: Joaquín Díez-Canedo, Alí Chumacero, Henrique González Casanova, Guadalupe Amor, José Luis Martínez, José Alvarado, Ricardo Martínez, Abel Quezada, Max Aub y García Terrés, pero alrededor suyo podría citarse una veintena de nombres más, entre ellos el del pintor Juan Soriano y el del cineasta y caricaturista Alberto Isaac, todos más o menos pertenecientes a una generación cosmopolita, prohijada por la generación inmediatamente anterior, la de Contemporáneos, con la que había comenzado la renovación de la cultura mexicana. Ese grupo generacional fue el que dio empuje y fortaleza al proyecto cultural que desde la Universidad encabezó García Terrés, y sería también, andando el tiempo, el que arroparía y apoyaría la carrera literaria de Paz desde mediados de los años cincuenta. La colaboración entre ambos poetas durante ese periodo es claramente visible pero, contra lo que cabría esperar, menos a través de las páginas de la Revista (en las que se incluyen colaboraciones de Paz, o sobre su obra, de manera más bien esporádica) que por medio de las actividades preparadas por la Dirección General de Difusión Cultural. Por ejemplo, el único texto redactado por Paz que aparece en la Revista en 1956, en el número correspondiente a junio, es la extensa conferencia sobre el surrealismo que pronunciara dos años antes (el jueves 7 de octubre) en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. Fue la tercera disertación del ciclo “Los grandes temas de nuestro tiempo”, organizado por esa misma Dirección. Pero no hay artículos o ensayos escritos ex profeso para la Revista en el ‘56. Tampoco se publicó un solo texto de Paz durante el año anterior. Es fácil explicarnos por qué. A lo largo de 1955 Paz ha dedicado la mayor parte del tiempo que le deja su cargo en la cancillería a escribir El arco y la lira. Apenas si se permite hacer otra cosa. Lo termina en los primeros días de noviembre. Lo entrega al Fondo de Cultura Económica en la segunda semana de enero. El libro terminará de imprimirse el 24 de marzo de 1956, justo una semana antes de que Paz cumpla 42 años.
9 Jaime García Terrés, “Buñuel”, en Obras II. El teatro de los acontecimientos, fce/El Colegio Nacional, 1997, p. 666.
La otra cosa en la que se permite trabajar es la traducción del libro de Matsuo Basho, Sendas de Oku, que hace al alimón con un joven hispanista y diplomático japonés: Eikichi Hayashiya, destacado en México desde 1952 como agregado cultural de la representación de su país. Trabajan durante seis meses —de abril a octubre de 1955— y concluyen su versión justo unos días antes de que Hayashiya retorne a su patria. Paz entrega esa traducción a García Terrés para la colección universitaria que éste dirige personalmente: Poemas y Ensayos. Se publicará un anticipo en el número de octubre de 1956. Pero la ausencia de Paz como autor en las páginas de la Revista de la Universidad también se debe al apoyo que ha decidido brindar a la Revista Mexicana de Literatura, de cuyo nacimiento es en gran medida responsable. Para el primer número (septiembre-octubre de 1955) Paz entrega un poema que causa polémica por su acerba crítica política: “El cántaro roto”. No hay rivalidad entre publicaciones que en realidad están emparentadas. Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo, directores de la Revista Mexicana, han sido colaboradores de García Terrés en Difusión Cultural de la unam. El propio García Terrés saluda el surgimiento de la Revista Mexicana desde “La Feria de los Días”, la columna que mantiene en la Revista de la Universidad, y colabora con tres poemas para el segundo número de la Revista Mexicana. Y Paz no deja de estar presente en la Revista de la Universidad de una manera u otra. En 1955 se publican reseñas relativas a él de Emmanuel Carballo y de Ramón Xirau. En 1956 el poeta guatemalteco Raúl Leiva escribe una elogiosa nota sobre El arco y la lira, y en enero de 1957 el poeta colombiano Fernando Charry Lara escribe un extenso y notable ensayo sobre la poética de Paz en general y sobre El arco y la lira en particular. La admiración que García Terrés tiene por la obra de Paz se refleja en las páginas de la Revista de la Universidad. Hay un trato deferente hacia su trabajo y hacia su persona, es obvio. En lo que Paz se mete de lleno a partir de marzo de 1956 es en el proyecto de Poesía en Voz Alta, que desde el primer momento lo entusiasma. Se involucró tanto que para contar con una obra original en el segundo programa se comprometió a escribir una pieza de teatro corta. Lo hizo en poco menos de cinco meses. Así nació La hija de Rappaccini, que aparecerá en el número 7 de la Revista Mexicana de Literatura, correspondiente al bimestre septiembre-octubre de 1956. Se escenificaría en noviembre de ese mismo año. Para Paz, “el teatro es, ante todo, poesía”. Y con esa convicción concuerda García Terrés, por cuya iniciativa, enriquecida por las ideas de Paz y Juan José Arreola, surge el proyecto de Poesía en Voz Alta. Paz le señala a la China Mendoza en una entrevista de la época: Quizá lo importante de Poesía en Voz Alta es que se trata de un grupo —actores, directores, pintores, escritores, que se proponen crear un estilo, una manera de representar en la que la palabra se reconcilia con el gesto, la danza y la música. Este grupo, en circunstancias normales, quizá no habría podido subsistir. La Universidad —y muy especialmente el doctor Efrén del Pozo y el poeta y crítico Jaime García Terrés— han hecho posible que el esfuerzo continúe y no se rompa. Esto, en México, es excepcional.10
Entre 1956 y 1963, Poesía en Voz Alta habría de presentar ocho programas. Paz no participaría en todos ellos. En agosto de 1959 vuelve a Francia, como encargado de negocios, y en abril de 1962 es nombrado embajador ante la India. En Nueva Dehli escribirá, en 1963, lo que para él significó esa aventura: “La verdadera vanguardia [teatral] nace con Poesía en Voz Alta. O, más bien, renace: su antecedente, ya que no su origen, es el grupo Ulises y las primeras tentativas teatrales de Villaurrutia y Lazo. El nombre no expresa enteramente las ideas y ambiciones de sus fundadores. Ninguno de ellos —Juan Soriano, Leonora Carrington y yo– teníamos interés en el llamado teatro poético; queríamos devolverle a la escena su carácter de misterio: un juego ritual y un espectáculo que incluyese también al público”. 11 •
10 María Luisa Mendoza, “Poesía del siglo xiv y prosa de los veintes: Triunfan sobre melodramas, adulterios y crímenes”, México en la Cultura, suplemento de Novedades, 19 de marzo de 1957, p. 8. 11 En “El precio y la significación”, Puertas al campo, unam, 1966, p. 274.
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a d e lanto
Preludio y fuga en yo menor Adelanto del prólogo del autor a Historia de mi hígado y otros ensayos, una recopilación de textos que dan rienda suelta a la divagación informada, al juego imaginativo, al buen humor y al guiño, sin faltar al rigor del exigente género del ensayo libre. Próxima publicación del fce. hernán bravo varela
U
n poema breve (es más, un solo verso) tiene el poder largamente codiciado por el filósofo y el historiador de corroborar o refutar una verdad sin otra referencia que él mismo. Salvo contadas excepciones, el lector de poesía no depende de una nota al pie de página, un marco teórico o un manual de instrucciones para poder interpretar la música del pensamiento que encierran los catorce compases de un soneto de Shakespeare o los cinco de una lira de san Juan de la Cruz. El amor terrenal y las bodas con Dios no son sino el cuerpo de una misma (y, a la vez, única) experiencia humana, erizado por la caricia sobrenatural del lenguaje. De pronto, el lector de poesía se convierte en el sultán Schahriar a quien, noche tras noche, Scherezada cuenta mil y una historias. Ella debe contarlas para no morir, pero él necesita oírlas para seguir viviendo. La vida de Scherezada depende de Schahriar, pero la de Schahriar depende de otras vidas en la melodiosa voz de ella. En otras palabras, la poesía convence por compasión. En cambio, un ensayo (es más, uno solo de sus aforismos) convence no por la verdad que encierra —verdad cuyo único autor intelectual y material es el propio ensayista—, sino por seducción. Por falaz, chabacana o impropia que resulte, la verdad que expone el ensayo guarda un asombroso parecido con la verosimilitud del cuento: nos da argumentos momentáneamente perdurables para renovar nuestra fe en lo perdurablemente momentáneo; no la “suspensión de la incredulidad”, según Coleridge, sino la suspensión de la creencia. (De hecho, si prosiguiera con la tipificación de los delitos literarios, afirmaría que el cuento opera por convicción. Sin embargo, la convicción que promueve tiene un límite: el del propio relato. Nada hay después de la última página, mucho menos antes de la primera. Su universo es devorado por el hoyo negro de las tapas al cerrar el libro.) Quizá esta digresión sea útil para resaltar las discrepancias que hay entre el ensayo y el cuento; pero, sobre todo, para concederle al primero una mayor independencia como estado libre asociado del segundo, aunque también de géneros como el teatral, el periodístico y hasta el poético. Un ensayo de Montaigne, Stevenson o Reyes jamás lograría
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ese concepto que Poe acuñó para el cuento moderno: “unidad de intención”. El ensayo se sostiene en el ocio, relajamiento o distensión de la idea; en su atenta invitación a divagar en torno a aquello que propone. Aunque a veces lo oculte, el ensayo no es la inquisición o el fallo inapelable sobre un tema. Deja en manos de los lectores la responsabilidad (y, sobre todo, la ilusión) de que se le atribuya una arista moral, un sesgo ético. La minima moralia del ensayo está en la coincidencia de la idea con su proceder, no en la satisfacción de nuestros apetitos de verdad. Nada puede hacer el amor ciego a la verdad frente a la visionaria seducción de un argumento. Algo así pensaba Bacon al intentar una curiosa empresa: redactar un libro compuesto por ensayos que comprobaran una tesis con todo el rigor literario y filosófico posible, mientras los otros, los inmediatamente posteriores, comprobaran una opuesta; todo ello, claro está, sin caer en contradicción. También Tournier al elaborar El espejo de las ideas, un volumen de ensayos en el cual, como Noé, metió en el arca de la “página perfecta” parejas reunidas por la antigua división geométrica del mundo: el hombre y la mujer, el agua y el fuego, la palabra y la escritura, el tiempo y el espacio, Dios y el Diablo... ¿Cómo llevarlo a cabo? La respuesta se localiza en los remedios milagrosos de una retórica dosificada, en que esos mismos remedios alimenten nuestra propia suspicacia con respecto a una verdad uniforme, sin sombra o perspectiva, en todo lugar y tiempo para todos. Si hay muerte después de la vida, si hoy el arte es corto y la vida larga o el silencio es tan sólo un rumor de gente parlanchina; si estos tres equívocos pueden adquirir la categoría de temas con cierto “desarrollo sustentable”, es gracias a una exposición personalísima de la pluralidad, a un autorretrato honestamente artificioso de nuestras obsesiones. Allí el eclecticismo, que en el cuento o la novela podríamos calificar de descuido, se alza en el ensayo con la majestad de la congruencia. Es más, por ser reflejo de la charla y el pensamiento, dispersos y caóticos al límite de lo contradictorio, la técnica mixta del ensayo refuerza la seducción que ejerce sobre sus lectores. Hay demasiado ruido en el mundo como para pensar que una opinión
no cruza por el eterno cable de un teléfono descompuesto; hay demasiado humo como para pensar que la mirada contempla el objeto de su investigación sin reparar en falsos focos o elementos distractores. De ahí que el ensayo se corresponda a lo que, en criminología, se ha dado en llamar “juego de indicios”. Como explica Leo Perutz en los párrafos finales de su novela El maestro del Juicio Final: Con este término [se denomina] un impulso de automortificación observado en muchos culpables de delitos considerados más o menos graves, y que consiste en tergiversar las pruebas de su propio crimen para acabar demostrando que, de haberlo querido el destino, podrían ser totalmente inocentes del hecho que se les imputa. Se da por lo tanto un rechazo contra el propio destino y contra todo lo que parece como irreversible. Y sin embargo, visto desde una perspectiva más elevada, ¿no ha sido éste desde siempre el origen de toda creación artística…?
Juego cruzado de entendimientos y desentendimientos con la reflexión, el ensayo, como dije antes, sólo tiene el compromiso de hacer coincidir la idea con su proceder frente al destino trazado y a lo irreversible de una fe universal, el libre albedrío y la constante revisión de intuiciones microscópicas. Pero la idea es altamente volátil, y el ensayista debe seguir con firmeza los indicios que se desprenden de su búsqueda, aun cuando terminen por echar abajo la creencia que dio origen a tal búsqueda. Es por eso que en el personal essay o “ensayo personal” —término que emplean los estadunidenses para diferenciar al ensayo de carácter íntimo de aquél destinado a la tribuna, la discusión y el análisis—, el empirismo rige la disertación de una vivencia. Pese a su libertad de tono, el empirismo del personal essay es a menudo normativo y hasta dictatorial. Y no podía ser de otra manera: el ensayista se encuentra solo frente a una multitud de grandes temas, dogmas, clichés y malos entendidos, con su palabra en la punta de la lengua. Su causa está perdida de antemano entre las preocupaciones actuales de la humanidad, pues cualquier punto de vista, cualquier “modesta proposición” que eluda el plural de modestia, corre el riesgo de ser tachada de orgullosa, egoísta y subjetiva; peor aún, de cínica globalifobia. Con todo, el ensayo sigue teniendo por materia el multívoco yo en un planeta ecologista y devastado, incluyente y discriminatorio, laico y fundamentalista: el espejo empañado de las ideas. En dicho escenario, el ensayo no oculta sus tropiezos ni evita retractarse; quien lo cultiva considera más útil mostrar las huellas que dejaron sus errores, indicar el rumbo incierto que tomó para llegar a su meta. Un brindis en honor a las causas perdidas, un generoso brindis ofrecido por un hombre, mitad Dios y mitad Diablo, al ejército numeroso de sí mismo. Luis Ignacio Helguera ya lo advertía en la “Nota preliminar” a ¿Por qué tose la gente en los conciertos?, una recopilación de “ensayos personales” en torno a los ferrocarriles, la distracción, las supersticiones o el récord de manejo de los escritores mexicanos: Quise aquí convocar y confrontar pequeños temas, o grandes, abordados en pequeño; dar cauce libre a obse-
siones, pasiones, manías, neurosis, misantropías esporádicas, “sombría fidelidad a las causas perdidas”, melancolías más o menos recurrentes, frivolidades, chácharas.
Encomendado a esa “sombría fidelidad” de la que hablara Victor Hugo, Helguera opuso la neurosis privada a la salud pública, las “misantropías esporádicas” a una filantropía culposa, la baratija al artículo de lujo. Alto poeta de vuelos al ras, “murciélago al mediodía”, Helguera escribió ensayos para decir lo que la palabra ideal de la poesía, por increíble que parezca, no puede decir: la idea apalabrada. Parecería que el ensayo personal es el reducto en el que sobrevive la voz entrecortada, el humor blanquinegro, la vocación miniaturista, la aguda ingenuidad y el espíritu exquisitamente malogrado del poeta menor. Los “pequeños temas, o grandes, abordados en pequeño” desde el ensayo personal poseen el encanto de un desnudo para deleite exclusivo del cuerpo que lo hace por el puro placer de quitarse la ropa, manchada de ojos, sin que nadie más lo mire. Tal es el caso de Luis Zapata de Chaves (1526-¿1594?). Contemporáneo estricto de Montaigne, educado en la corte como paje de la emperatriz Isabel de Portugal, amigo y compañero de Felipe II, con quien recorrió Europa, Zapata de Chaves tuvo la desdicha de vivir en un país y un siglo llenos de geniales poetas como la España del xvi. Sin embargo, la privilegiada instrucción que recibió no cambió en nada su poesía: insulsa, carente de la chispa que incendió las obras de Lope, san Juan, fray Luis, Quevedo o Góngora. Pese a ello, Zapata no dejó de escribir, pero abocó sus esfuerzos a la redacción de una joya bibliográfica: su Varia historia o Miscelánea (1589). En los doscientos cincuenta y cinco fragmentos que la componen, Zapata combina la ficción y el consejo con el discurso latino o el protoensayo, que media entre las dos primeras y en donde el yo se quita el sombrero ante el paso del cortejo social. “He aquí como yo no tengo otro principal fin de mi propia gloria —dice Zapata—, sino de acarrear al lector cosas que le den gusto, aunque sean ajenas, como fue esta invención nueva que salió en nuestros tiempos, de que yo no sé el autor…” Según Menéndez y Pelayo, el resultado fue una prosa “inculta y desaliñada, pero muy expresiva y sabrosa”. Según sus pocos lectores en el siglo xxi, la prosa de Zapata es un conmovedor autohomenaje a la necesidad y tenacidad de la escritura, elevadas por encima de algo tan imposible como el genio. Un poeta menor que acabó siendo ensayista en toda la inconsciente y moderna extensión de la palabra. Distanciado algún tiempo de la poesía, como Zapata, mitigué mi desánimo con reseñas de libros, luego con crítica literaria y, de ahí, con ensayos personales y autobiográficos. En estos últimos he tocado asuntos como el esplendor y la caída de la balada romántica, el escapismo y el spleen que entrañan la demora en un baño o el arte poéticamente incorrecto de enfermar y curarse. Sólo espero que este mercado de pulgas ofrezca al lector alguna baratija de su gusto, a la que el tiempo pueda brindarle un valor afectivo tan alto como su depreciación intelectual. También propongo a este lector el mismo juego que Tournier: encontrar el parentesco que une la presente miscelánea. Al menos, ya tiene los indicios para hacerlo. •
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el té de tornillo del profesor zíper
El té de tornillo del profesor Zíper La saga del profesor Zíper continúa. Publicamos un adelanto de esta narración del ingenioso y magnífico escritor Juan Villoro. Literatura fantástica jocosa para niños, adolescentes y adultos que conservan la inocencia infantil o quieran regresar a ella. juan villoro
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A
lex salió a la calle. Vio un perro callejero y un camión que descargaba refrescos de colores en la tienda de la esquina. La vida proseguía como si nada. Sin embargo, para él, la calle se había transformado en el lugar donde comenzó una aventura. A los doce años, su hermano y su novia abandonaron todo para vivir un instante eterno de felicidad. Ahora estaban hartos de tanta repetición y requerían de su ayuda. En la noche, Alex preparó macarrones de cenar. La tía Trini dijo que estaban muy duros pero se sirvió tres veces. Después de lavar los platos, el muchacho se dirigió a su familia: —Voy a partir por unos días. Lucio necesita mi ayuda. Sus ancianos padres estaban un poco sordos y no entendieron lo que decía. En cambio, el tío Pepe protestó: —¿Y quién nos va a dar de cenar? ¿Quién va a planchar la ropa, tender la cama y cortar los pelos de mis orejas? ¿Quién me va a lavar los dientes? —Tu comida es asquerosa —dijo la tía Trini—, pero soy tan amable que me sacrifico comiéndola todas las noches. No me dejes, cocinero de cuarta categoría. Poco a poco, los padres entendieron de qué se trataba todo. —¡No puede ser! —exclamó la madre—. ¡Todos mis hijos se van de la casa cuando cumplen doce años! —Esto es distinto, mamá. Te prometo que regresaré con Lucio y María. —¿Y quién es María? —preguntó el padre. —Su novia. —¿Tan chiquito y ya tiene novia? —Papá, Lucio tiene 24 años. María es su novia desde hace doce años. —¿Doce años de novios? ¡El mundo se ha vuelto muy raro! Por eso me gusta tanto dormir y soñar con la época en que se viajaba en carreta y no se habían inventado las computadoras ni los pollos rostizados. Todo lo moderno me da sueño —el padre bostezó largamente. —Querido pariente —la tía Trini se dirigió a Alex—: la mención de los pollos me abrió el apetito. ¿Podrías darme otro plato de tus horrendos macarrones? Al día siguiente, Alex colocó un letrero en la Tintorería Espacial: FUI A UN LUGAR DONDE NO EXISTE EL TIEMPO, O SEA QUE NO SÉ CUÁNDO VUELVO. Luego buscó la Isla de los Inmortales en el mapa y no la encontró. Sólo una persona podía ayudarlo. Habló al 000 de Michigan, Michoacán, y escuchó un estruendo al otro lado de la línea. —¡Uauuuuu! —gritó el profesor Zíper—. Estamos oyendo el nuevo disco de Nube Líquida — Zíper tenía estupendo oído y reconoció la voz de Alex—. Te recomiendo la canción “Chaleco con mangas”. Por cierto, ¿has visto un chaleco con mangas en una tintorería? —¿Se refiere a un saco? —Me refiero a un chaleco con personalidad de chaleco y mangas adicionales. —No he visto nada parecido. —Buen pretexto para que yo lo invente. —Profesor, en realidad quería hablarle de otra cosa. —¿¡No te interesa mi chaleco con mangas!? —Es que tengo un problema… —¿Un problema simple o cuántico? Alex se rascó la cabeza: —Supongo que cuántico. —Ven a Michigan, toca a mi puerta, límpiate los zapatos para no ensuciar mis escalones, tómate una buena taza de chocolate con aceite de castor y dime lo que quieras, que la ciencia te ayudará. Y ahora, querido amigo, te dejo porque se me está quemando el experimento de los huevos revueltos. Por cierto, ¿sabes cocinar? —Más o menos, pero a la tía Trini no le gusta lo que hago. —Me acuerdo muy bien de ella. La conocí cuando instalé el planchado vía satélite. Es una mujer de paladar gordo. Los científicos somos muy curiosos y yo inspeccioné su garganta. La gente de paladar gordo sólo reacciona a lo muy picante. Trini no puede valorar tus consomés. Te haré una pregunta de mayor exactitud científica: ¿sabes hacer huevos revueltos?
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—Sí. —¿¡Y qué esperas para venir!? Un delantal de cocinero te aguarda en la Calle Brócoli, número 1 al 40, puerta verde —el científico colgó el teléfono. Alex se quedó muy confundido. Zíper tenía grandes ocurrencias; sin embargo, pensaba en demasiadas cosas al mismo tiempo. ¿Entendería la urgencia que él tenía? Sacó los billetes de la caja registradora y buscó a Mediodía para despedirse de él, pero el gato estaba escondido: Leonardo Coronel había entrado al negocio. —¿Te vas por un tiempo, alpinista? —el vendedor de pieles señaló el letrero que Alex había puesto en la puerta. —Sólo por unos días. Voy en busca de mi hermano. —Mírame bien —Leonardo se acarició sus largos bigotes de alambre—. Te presento a tu socio. —¿Mi socio? —En efecto. Soy Leonardo Coronel, falso taxidermista y verdadero vendedor de pieles. —Eso ya lo sé. —Ahora también soy tu socio. —¿De qué habla? —¿Recuerdas al anciano que murió en tu tienda? Me interesó mucho su historia. Dijo cosas muy interesantes cuando yo estaba aquí y luego seguí la conversación desde el otro lado de la calle. —¿Desde el otro lado de la calle? —A través de mis binoculares. Sé leer los labios, oficinista. —No soy oficinista ni alpinista ni todas las cosas que usted me dice. —Son profesiones que pongo de cariño, cirujano. Los niños pueden ser mil cosas cuando crezcan. ¿Ya pensaste en tu futuro, arquitecto? Hazlo de una vez. Te propongo que nos asociemos. He viajado por los siete mares y recorrido junglas espesas. Conozco los vientos helados del Polo Norte y las arenas sin agua del Sahara. Subí descalzo a las palmeras de coco y bajé con escafandra a las profundidades del océano, donde los peces están ciegos. He visto lechugas del tamaño de una casa y monos del tamaño de un alfiler. Me llevo bien con los climas extremos y duermo como un bebé en cualquier agujero. He pasado tanto tiempo en confines remotos que durante un año una familia de moscos vivió en mi garganta y una araña hizo su nido en mi axila. Conozco trucos para sobrevivir con los tigres y hacer fiestas con los loros. Si necesitas un tío en la selva, ése soy yo, si te hace falta un sobrino en el hielo, aquí me tienes. ¿Qué te parece, alguacil? Alex quedó asombrado de tan largo discurso. Luego dijo: —Su experiencia podría ayudarme. —Parto leña, me oriento sin brújula, olfateo a los osos, nado como un perrito y no ronco en las noches. Además, sé dónde está la Isla de los Inmortales. —¿De veras? No pude encontrarla en el mapa. —No me extraña, cirquero. Los cartógrafos han registrado la Isla con un vulgar nombre geográfico y creen que está desierta. En mis largos viajes por ríos, océanos y charcos, oí rumores al respecto. Uniendo una pista por aquí y otra por allá, di con el sitio correcto. —¿Va a decirme dónde está? —Eres muy astuto, técnico en radares. La ubicación de la Isla es mi secreto. No puedo arriesgarme a decirte donde está y que vayas por tu cuenta. Sólo te puedo dar una clave: la Isla tiene forma de croqueta. —Yo quiero ir ahí por mi hermano. ¿Por qué quiere ir usted? —Tu hermano no es la única especie fascinante en la Isla. Imagínate un lugar donde el tiempo se ha detenido y puedes encontrar un cocodrilo de mil años o un jaguar de cuatrocientos. ¡El paraíso de los animales eternos! Ni siquiera yo, que conozco la hormiga dorada y el rinoceronte de seis cuernos, he visto algo igual. Entonces qué, ¿aceptas, locutor de radio?
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—Antes debo ir con Zíper. —¿El famoso científico loco? —Famoso sí, loco no estoy tan seguro —dijo Alex. —Prefiero que sólo viajemos tú y yo. Los grupos grandes complican las excursiones. Te lo dice un experto. —Usted sabe llegar a la Isla, pero no puede hacer que mi hermano y María salgan de ahí sin envejecer. Para eso necesitamos un invento. —Estás en lo correcto, marino mercante. Vayamos a Michigan, Michoacán. Afuera está mi jeep de explorador. Tiene llantas para pantano y aire acondicionado para África. ¡Ah!, se me olvidaba lo más importante: llevo herramientas para hacer un sándwich silvestre. Alex y Leonardo estaban a punto de salir cuando llegó un visitante. Llevaba un traje rosa que lo hacía ver como un inmenso algodón de azúcar y un pañuelito tricolor entre sus dedos. La cara del hombre estaba tan desfigurada por la tristeza que Alex tardó en reconocer a Juvenal Maxifab. El Zar de la Espuma lloró hasta que le salieron pompas de jabón de los ojos: —¡Miren lo que ha pasado! ¡¡¡No puede ser!!! —se enjugó las lágrimas con el trapo tricolor, que se hizo aún más pequeño al contacto con la humedad—. ¡No! ¿Pero qué hago? ¡Estoy encogiendo la bandera con mis lágrimas! ¡Auxilio, por caridad! Alex jamás hubiese pensado que un hombre tan poderoso pudiera estar en apuros. —Eres el mejor tintorero del país —dijo Juvenal Maxifab—. El presidente quería que lavaras la bandera de Palacio Nacional, pero yo me interpuse y ofrecí mis detergentes. ¡Ve lo que sucedió! —mostró el trapito tricolor—. Nuestra bandera, envidia de los países sin trapos grandes, se ha convertido en un triste pañuelo. ¿Qué voy a hacer? El presidente tiene pésimo carácter y me puede mandar a la cárcel por delito de lavandería. ¡Ay de mí! Necesito tu ayuda. Déjame usar el jabón de los arrepentidos. —¿El jabón de los arrepentidos? —preguntó Leonardo Coronel. —¿Qué haces tú aquí? —se sorprendió Maxifab. Por lo visto los dos hombres se conocían. El falso taxidermista habló muy rápido, deseoso de cambiar de tema: —Alex y yo vamos a hacer un pequeño viaje. —¡Qué bueno que llegué antes! ¿Me ayudarás? —Juvenal Maxifab se dirigió a Alex y entregó la bandera como el general de un ejército que se rinde ante el enemigo. —Haré lo que pueda —Alex fue por el jabón de los arrepentidos. Éste era otro invento de Zíper y funcionaba como goma de borrar para cancelar lo hecho por otros jabones. Alex talló la bandera hasta que volvió a crecer: —Se está desencogiendo —explicó. Poco a poco, la bandera recuperó su tamaño. Era tan grande que apenas cabía en el negocio. —¡Qué maravilla! —Juvenal estaba feliz—. El presidente no me va a arrancar los dientes. ¿Cuánto te debo? —Sólo las gracias —dijo el buen Alex. —Espera un momento, socio —intervino Leonardo Coronel—. No nos caería mal un dinerito. —La última vez que te di dinero prometiste traerme un oso de Alaska y me trajiste un oso de peluche —protestó Juvenal Maxifab. —He cambiado —Leonardo habló con humildad—. Ahora soy socio de Alex. —Está bien —dijo Juvenal Maxifab—. El muchacho me ayudó y estoy dispuesto a pagar. ¿Cuánto quieren? Leonardo Coronel se acercó a Juvenal y le susurró una cantidad al oído. El Zar de la Espuma abrió mucho los ojos. Luego, sacó su cartera y se la dio a Leonardo. Juvenal Maxifab dobló la bandera en 24 partes y salió muy contento. Había perdido su cartera pero recuperó su prestigio. —Ahora sí, es hora de partir a Michigan, Michoacán —dijo Leonardo Coronel. —Antes le pido una cosa. —Lo que quieras, camillero. —Deje de inventarme profesiones. —Como quieras, taxista. —¿En qué quedamos? —Está bien. Tú ganas. Y con esta promesa los nuevos socios subieron al jeep y partieron rumbo a los verdes bosques de Michigan, Michoacán. Llevaban cuatro horas de carretera cuando sintieron un gran apetito. Leonardo Coronel pisó el freno y señaló una caja metálica:
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—Ahí tienes todo lo necesario para hacer un sándwich silvestre. Alex abrió la caja. Esperaba encontrar comida, pero se topó con fierros y ganchos. —¿Qué es esto? —Aquí no hay restaurantes ni supermercados. Tenemos que sacar provecho de la naturaleza. Bajaron del jeep. Leonardo Coronel usó sus instrumentos con gran destreza. Enrolló hierbas, cortó hojas, exprimió frutos y untó cortezas hasta producir algo que parecía una crepa de vegetales. —El sándwich silvestre —anunció con orgullo. —Se ve un poco raro. —Por supuesto. Es comida en estado salvaje. Alex mordió el sándwich y quedó sorprendido: aquello era delicioso. Los nuevos socios comieron el manjar y luego siguieron su camino. En el bolsillo, Alex llevaba el pequeño reloj de arena que el anciano había tenido en la garganta. Mientras Alex y Leonardo Coronel avanzaban rumbo al lejano Michigan, Zíper hacía experimentos en compañía de su amiga Azul, que había ido de vacaciones al pueblo. El profesor estaba maravillado con la habilidad de la niña para ordenar la casa. Zíper era tan distraído que podía guardar el cepillo de dientes en el refrigerador y las pantuflas en el horno de microondas. Le costaba mucho trabajo acomodar su ropa en el armario; en los momentos de desesperación doblaba sus camisas al estilo “huracán” y las arrojaba en cualquier cajón. Cuando lo nombraron Científico de América y Alrededores, se tuvo que poner corbata para recibir el premio, pero no sabía hacerse el nudo y le pidió ayuda a Azul. La niña lo encontró frente a un pizarrón lleno de complicados dibujos: —¿Qué es eso? —preguntó. —Un plano para anudarme la corbata. No consigo dominarlo. Azul le hizo un nudo perfecto en un santiamén. —¿Qué haría sin ti? —preguntó Zíper. Así era la vida del genial científico. Podía resolver los problemas más difíciles, pero de tanto pensar en los profundos misterios del universo confundía las cosas simples. —¡Estoy a punto de comprender la teoría del caos! —decía el científico al ver el desorden de su laboratorio. El problema se había agravado en los últimos tiempos con la nueva mascota adoptada por el profesor: un puerquito al que llamaba Pig Brother. —En el idioma del científico Newton, este apodo significa “Hermano Cerdo” —explicaba Zíper—. No es justo que la gente sólo piense en hacer tocino o zapatos con estos nobles amigos. Voy a demostrar que el hombre puede ser hermano del puerco. Pig Brother vivía dentro de la casa. Era tan comelón que ya se había almorzado una sábana, quince servilletas, una pluma fuente, dos dedales y un salero en forma de manzana. —Es algo perfectamente normal —lo defendía el profesor—. ¿A quién se le ocurre hacer un salero en forma de manzana? Yo mismo lo mordí en una ocasión. —¿Y las servilletas y la sábana y los dedales? — le preguntaba Azul. —Cualquiera tiene un momento de confusión. Mi cerdo se ofusca de tanto en vez o de vez en tanto. Igual que yo, por cierto. Pero es noble y sereno. Por eso el mundo lo conocerá como el Cerdo Apacible, mi gentil hermano. A Azul le encantaban los animales y se encariñó con aquella mascota que desordenaba aún más la casa de Zíper. Le acariciaba las orejas y le preparaba ricos baños de lodo en el jardín de los brócolis. Esa mañana, Azul estaba muy contenta: había recibido una llamada de su novio, el guitarrista de rock Pablo Coyote, que se encontraba de gira en Australia, país donde la naturaleza asume formas tan simpáticas como el canguro, el koala y el ornitorrinco. •
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La música en México y otros temas de Carlos Prieto L pluma de Carlos Prieto vuelve La deleit a deleitarnos, esta vez con Mis recorridos musica alrededor del mundo. La música musicales en M México y notas autobiográficas, título indispensable para la reconstrucción de la historia musical de México y la trayectoria de este notable artista y técnico mexicano. Adelantamos el prólogo del gran promotor cultural y escritor Rafael Tovar y de Teresa, y prematura p g cuya muerte seguimos lamentando. rafael tovar y de teresa
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a historia de la música mexicana, desde sus orígenes prehispánicos h t lla viva i ttradición di ió actual, t l es hasta un relato apasionante. Es cierto que sobrevive muy poca información sobre la música creada por las antiguas culturas diseminadas en el territorio mexicano. Mucha de la escasa bibliografía que se ha dedicado al tema parte de hipótesis y suposiciones que intentan —más allá de consagrarse a la imposible tarea de recrearla— ofrecer con conocimiento de causa una idea de sus instrumentos y sus cadencias a partir de lo poco que resta, si bien transformado por los siglos, en algunos de nuestros pueblos. Los textos que abordan este periodo y sus características son pocos aun en los círculos musicológicos, pero resultan indispensables para comprender el recorrido que ha hecho la música mexicana a través de las épocas, y la articulación con la que se ha ido trazando una línea de continuidad que atraviesa la compleja y rica historia de nuestra cultura musical. Aproximarse a la historia de la música en México con un impulso que contemple desde la reflexión sobre la música que practicaron los antiguos mexicanos, tan desconocida pero a la que no dejamos de reconocer en las raíces de nuestros sonidos, hasta una perspectiva que se pregunte por la música contemporánea, exige un abarcador ejercicio de discernimiento para comprender no sólo nuestros orígenes musicales y las posibilidades creativas del presente, sino su proyección hacia el futuro. Un análisis que en la pluma de Carlos Prieto se transforma también en divulgación generosa no desprovista de rigor.
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Carlos Prieto es un músico por el que circulan múltiples intereses artísticos e intelectuales. U t activa ti que escapa a cualquier l i esfuerf Una mente zo de delimitación. De espíritu renacentista, no ha cesado en su empeño por integrar plenamente el conocimiento musical; lo mismo desde sus interpretaciones como violonchelista, que con sus trabajos como escritor, investigador y académico. Si quisiéramos definir su personalidad cultural, tendríamos que hablar de la vasta conjunción que produce su inteligencia técnica y la sensibilidad para detectar e interpretar obras notables; su generosidad para favorecer su difusión y desarrollo, y la escritura fluida y puntual que lo caracteriza; la pasión de sus investigaciones y su voluntad de compartir, desprendidamente y por amor al saber, sus descubrimientos sobre la historia de la música y de las diversas obras que ha interpretado. En 1995 tuve la fortuna de poder contribuir a que la edición de Las aventuras de un violonchelo. Historias y memorias, de Carlos Prieto, viera la luz bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Aquel libro —como bien señaló Álvaro Mutis en su prólogo— no sólo es la deliciosa novela del Piatti conocido en nuestro tiempo como Chelo Prieto, tema de por sí suficiente para atrapar la atención de lectores y melómanos, sino un minucioso recorrido histórico por la música escrita para este instrumento que hoy puede considerarse referencia canónica sobre el tema. Ahora, con Mis recorridos musicales alrededor del mundo. La música en México y notas autobiográficas vuelvo a encontrarme ante una sustanciosa serie de entradas que se unen para formar un ensayo que resulta fiel al estilo y propósitos de Carlos Prieto: ofrecer claves para disfrutar la música.
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No podemos entender la creación musical como fenómeno ajeno a la comunidad que le da origen ni a las circunstancias temporales e históricas en que se desarrolla. Con esta conciencia integradora, Carlos Prieto sitúa periodos y compositores en sus contextos, pone el acento en el peso específico de sus aportaciones, rastrea datos, puntos de quiebre, y hace visible la diversidad de la música nacional con su riqueza de planteamientos y orientaciones. En su tratamiento, sobresale el hecho de que no se limite a inscribir la historia y los distintos procesos por los que transitan los compositores, y que, en su lugar, acreciente la información con apuntes sobre las personas, sus biografías y sus catálogos de obras. El resultado, además de la nómina abundante de músicos que forman nuestra tradición y contemporaneidad musical, registro valioso en sí mismo, es el poder contar con las observaciones, el criterio e incluso las memorias del propio Carlos Prieto, notas fundamentales, como dije, para colocar a la creación en un marco que contemple la sociedad y el escenario que le dio lugar. Éste es un libro que se resiste al encasillamiento: con las virtudes del ensayo, lo que Carlos Prieto llama apuntes (con la modestia sin la cual también es impensable su persona) son también diccionario musical, enciclopedia y relatos donde el autor nos abre la puerta de sus vivencias. Un compendio para acercarse a la expresión musical de México, a sus elementos y características, a los principios estéticos sobre los que se han trazado los rumbos de distintas propuestas, a las soluciones individuales de las que resultaron obras de calado tan hondo como las Variaciones sobre la folía de España, la Sinfonía india, Sensemayá, los Sones de mariachi, el Huapango, las Tres danzas seculares o el Danzón no. 2. Pero también un prontuario para allegarse a la enunciación de la música como producto del movimiento histórico y de las circunstancias culturales y sociales particulares de cada época. Músicos y obras heterogéneos que han pasado por el tamiz del tiempo y de la selección del autor, a quienes debemos la construcción del diverso y distintivo arte musical mexicano, en un esfuerzo colectivo por darle un sitio propio en el horizonte político, económico, social y artístico nacional, así como por reafirmar su presencia en el ámbito creativo de otros países. En la medida que Carlos Prieto escribe nuevos libros, la historia de la música y los estudios musicológicos se enriquecen con nuevas aportaciones. Mis recorridos musicales alrededor del mundo. La música en México y notas autobiográficas tiene el valor añadido de ser una obra que no acaba en minuciosa investigación teórica: explora los hechos con curiosidad humana, provocando que la reflexión no se agote en sus páginas, y se sienten las bases para nuevos acercamientos. Una apertura necesaria hoy que las nuevas tecnologías dan origen a otras formas de concebir y practicar la creación artística; cuando surgen lenguajes artísticos y culturales diferentes, con nuevos espectadores, músicos y ejecutantes. Carlos Prieto examina la música mexicana desde sus raíces hasta los lenguajes modernos y contemporáneos; desde los compositores del siglo xix hasta los nacidos hace apenas unas tres décadas. Dotado de una curiosidad infinita, su estudio se extiende desde la más viva actualidad hasta el pasado profundo, creando y manteniendo los lazos que vinculan la tradición con la música más joven y contemporánea. Sus propias anotaciones autobiográficas recorren el arco de su infancia musical, de su formación como ingeniero metalúrgico y economista, de su definición como violonchelista, de su estancia en la URSS, su visión sobre el socialismo soviético y la atroz dictadura de Stalin, hasta su presencia en los escenarios más prestigiosos del mundo. ¿Y no es esta mirada que busca percibir, de un golpe pero concienzudamente, algo en su totalidad, una postura a favor del futuro y sus transformaciones? Todo libro es una declaración de principios y con éste Carlos Prieto afirma los suyos: la historia de la música en México es un continuo que se extiende al futuro, como la creación libre que le da forma, hacia ningún confín. •
Rafael Tovar y de Teresa México, D.F., marzo de 2015
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Los diplomáticos mexicanos y la Segunda República Española (1931-1975) De próxima publicación por el fce de España, este libro relata y analiza la labor diplomática mexicana en España y en los foros internacionales desde el establecimiento de la República hasta la muerte de Francisco Franco. Reúne diversas miradas españolas a los muchos episodios y protagonistas de esta gloriosa saga diplomática. Adelantamos el prólogo. ángel viñas
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ay libros que no necesitan presentación alguna. Se recomiendan por sí solos. Éste es uno de ellos. Un relato y un análisis históricos interesantes que desvelan vetas oscuras del pasado, que combinan erudición y agilidad de estilo y que a veces incluso despiertan emoción no requieren prólogos. El coordinador de este volumen, el Dr. Carlos Sola, me hace un gran honor, que sólo puedo atribuir a su bondad, al solicitar no obstante mi concurso. ¿Cómo sustraerme a tan amable invitación? Desde tiempo atrás data mi interés por México y su historia. Es fechable. Me la despertaron tres personas en mis tiempos de estudiante graduado en la Universidad de Glasgow (Escocia). En un curso topé con un excelente profesor (Nathan Warman), quien posteriormente ocuparía un puesto relevante como subsecretario en la Secretaría de Industria; con su esposa (Trinidad Martínez Tarragó), hija de exiliados que fundó el Centro de Investigación y Docencia Económicas, y con Martín Luis Guzmán Ferrer, nieto del destacado novelista de la Revolución y que aparece en este libro en su calidad de secretario particular del presidente del Gobierno de Manuel Azaña y como embajador alterno en Naciones Unidas. En un libro mío, medio de memorias, medio de historia, he recordado el papel que me correspondió cuando las querencias del destino me llevaron a hacerme cargo de las relaciones con Asia y América Latina en la Comisión Europea. Negocié el acuerdo de cooperación que abrió el camino a la visita del presidente Carlos Salinas de Gortari a Bruselas. Fue la primera de un mandatario mexicano. El contenido del acuerdo fue muy satisfactorio aunque ahora, afortunadamente, los avances ya no parecen considerables.
De aquí que a la invitación del coordinador no me haya negado, bien consciente de que es perfectamente innecesaria. ¿Qué encontrará el lector en esta obra? En primer lugar, una evocación de la labor de los embajadores, políticos y altos funcionarios mexicanos impulsores y moldeadores de las relaciones bilaterales entre su país y la España republicana, en los años de paz, en los de guerra y en los del exilio español. No se subrayará lo suficiente que dos de los principios fundamentales de la política exterior de México fueron no reconocer la política de no intervención que rodeó la guerra española ni establecer relaciones diplomáticas con la dictadura de Franco. Es cierto que los contactos bilaterales fueron recuperándose poco a poco en los años cincuenta, en particular en el terreno comercial. Pero ello nunca indujo a México a dar su espaldarazo a un régimen impuesto por la fuerza de las bayonetas y la indispensable ayuda de las potencias fascistas. Algo que una historiografía reaccionaria y de combate continúa disminuyendo en su significado todo lo que puede. Éste fue un caso excepcional en las relaciones exteriores de España con un país latinoamericano en el siglo xx. Incluso cuando, en el decenio de los sesenta, la dictadura empezó a abrirse, muy lentamente, a la posibilidad de establecer relaciones comerciales y consulares con los países comunistas y, más tarde, relaciones diplomáticas, en México encontró un obstáculo infranqueable. La República azteca fue no la proverbial china en el zapato de la política exterior franquista sino un auténtico pedrusco inamovible. Solo con la URSS se dio una situación parecida, aunque no similar, y ello porque en este caso fueron los soviéticos quienes trataron vanamente de
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los diplomáticos mexicanos y la segunda república es pañola (1931-1975)
establecerlas. El mito franquista de que la sublevación del 18 de julio de 1936 se destinó a prevenir un golpe de Estado de inspiración comunista y, más tarde, el no menos eficaz del “expolio” republicano del oro enviado a Moscú generaron siempre resistencias insuperables. Este libro explica el porqué de esa consistencia mexicana a lo largo del tiempo y durante casi cuarenta años. Hay varias razones que se enuncian en él pero las que me parecen más importantes fueron tres. La primera porque México, por mor de su Revolución y de la guerra de la Cristiada, pronto apareció en los despachos de las agencias de prensa internacionales como un país difícil y salvaje. No se le conectó directamente con la Unión Soviética, también diabolizada en los años veinte y treinta, pero sí constituyó con la República española en guerra un objeto de denigración. La segunda razón fue porque desde el primer momento de vida de la República española los mexicanos vieron en ella un repudio del “hispanoamericanismo” conservador y reaccionario que había alumbrado previamente las relaciones bilaterales. La República correspondió preconizando la admisión de México en el sistema de la Sociedad de las Naciones que combinaba el respeto a la soberanía nacional con la acción colectiva en defensa de la paz y de la seguridad internacionales. La tercera razón tuvo que ver con una postura generada por la experiencia mexicana en las relaciones de los países latinoamericanos con el poderoso vecino del norte. Cristalizó en la “Doctrina Estrada” — incidentalmente uno de los embajadores en Madrid y cuyo recorrido se aborda en este libro— que suponía una respuesta constructiva y meditada a la que enunció Monroe y que tantos estragos causó en el hemisferio occidental. España y su República pasaron a convertirse en un bastión avanzado de la multifacética pugna mexicana por defender la identidad y los logros de la Revolución. Esta obra recorre la relación bilateral en sus momentos de gloria. Gloria en el compromiso que México asumió con el apoyo a la República reformista, hoy de nuevo tan atacada por algunos nombres de la historiografía española y norteamericana. Gloria oponiéndose a las democracias occidentales porque su política de sedicente no intervención era incompatible con los principios que inspiraban la Sociedad de las Naciones. Los mexicanos ya lo habían hecho en el caso de Abisinia. ¡Con tanta mayor razón en el español! Gloria en el trato que México ofreció a los exiliados, tanto en la Guerra Civil como, sobre todo, en la posguerra. Y gloria, finalmente, en la Conferencia de San Francisco, rechazando que la España franquista pudiera ser considerada como aspirante al ingreso en Naciones Unidas. Esta política fue apoyada por lo más granado del establishment político mexicano y, en particular, por los sucesivos presidentes. Fue puesta en práctica por la Secretaría de Relaciones Exteriores en la doble vertiente de los secretarios (ministros) que la encabezaron y por un nutrido plantel de diplomáticos. El libro que ha coordinado Carlos Sola aborda tal temática centrándose en la labor de los embajadores mexicanos en España, de los representantes en la Liga de las Naciones o relacionados con lo que tras la
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segunda Guerra Mundial pronto daría en denominarse la “cuestión española”, así como en la de algunos de los embajadores republicanos que estuvieron en la vanguardia de las relaciones bilaterales, ya fuese en la anteguerra o en la guerra misma: Julio Álvarez del Vayo y Félix Gordón Ordás. De los primeros, varios son sobradamente conocidos en España; otros, mucho menos. Aseguro al lector que no se sumergirá en un ensayo de historia diplomática, género que puede llegar a ser muy aburrido para el común de los mortales. Es un libro en el que los protagonistas son diplomáticos, profesionales o no, que solían contar tras de sí con un gran fondo de inquietudes culturales –algunos fueron escritores e incluso poetas–, intelectuales y jurídicas. De ese fondo y de las orientaciones presidenciales fue surgiendo la actitud con que abordarían y conformarían en la práctica los contactos bilaterales. Con mayor o menor fortuna, todo hay que decir. Entre numerosos aspectos, el lector comprobará cómo los diplomáticos mexicanos en la Francia de Vichy fueron conscientes de la poderosa simbología que representaba el hecho de que Manuel Azaña fuese enterrado arropado en los pliegues de la bandera azteca. Es muy de agradecer que el coordinador haya apelado a historiadores y especialistas tanto mexicanos como españoles. Las dos procedencias, con sus tradiciones historiográficas respectivas, dan a este volumen un envidiable balance. Todos los jefes de misión no respondieron a las mismas características, salvo en una. México no envió a España personajes de segunda o tercera fila. Desde el primer momento supo elegir a dos representantes curtidos y avezados. El primero procedente de la política; el segundo fue el inolvidable Estrada. En la etapa inicial del “bienio negro” la embajada quedó sin jefe, a resultas de la postura del gabinete radicalcedista. En 1935 México envió a un general. En esta ocasión no fue una elección afortunada. La valoración que de él se encuentra, por ejemplo, en algunos de los informes de sus colegas británicos dejó bastante que desear. Con todo, en México, más que en España en aquella época, los embajadores solían ser políticos, y algunos de los que llegaron a Madrid o a otras embajadas europeas de importancia lo habían sido de alto nivel, habiendo disputado agrias controversias políticas, incluso en los escarceos por auparse a la presidencia. Este libro muestra también una cierta desconexión entre la estrategia de alta política diseñada por el presidente Cárdenas y su secretario de Relaciones Exteriores, el general Eduardo Hay, y la traducción sobre el terreno, de la mano de embajadores conservadores y en ocasiones un tanto diletantes. Todo ello en el fragor de la Guerra Civil. No ocurrió lo mismo con los embajadores y diplomáticos mexicanos acreditados ante la Sociedad de las Naciones. En Ginebra el talento político y jurídico de que hicieron gala se desplegó a raudales. Una y otra vez denunciaron sin descanso la farsa, o la hipocresía, de las potencias democráticas hacia la República española. Los nombres de Narciso Bassols, ministro por partida doble en carteras muy codiciadas en el Gobierno mexicano y embajador en
Londres antes de la Guerra Civil, de un internacionalista de la talla de Isidro Fabela y del último representante Primo Villa Michel, refulgen en comparación con la lamentable performance de la mayor parte de sus homólogos, en especial los de las grandes potencias, excepción hecha del representante neozelandés. El talento y la convicción de que México se batía por una causa justa siguieron alentando el comportamiento de sus diplomáticos en Francia, tanto antes como después del hundimiento de 1940. De ellos dos son muy conocidos: de nuevo Bassols, enemistado con Indalecio Prieto, y Luis Ignacio Rodríguez. Este libro también alumbra el caso del general Francisco Javier Aguilar que a partir de febrero de 1941 continuó la labor de sus predecesores aunque fuese oscurecida por rumores que llevaron a su sustitución por el cónsul general en Francia, el hoy totalmente recuperado para la historia Gilberto Bosques. Y ello, a pesar de su corto periodo de gestión, que fue cortado por la entrada nazi en noviembre de 1942 en la Francia no ocupada como consecuencia del desembarco aliado en el norte de África y la ruptura de relaciones diplomáticas entre México y el Gobierno de Vichy. Este libro aporta nuevos datos y nuevas valoraciones sobre una labor amplia y generosa que se desarrolló en los años más sombríos de Francia y de Europa. También en algunos otros países en que la labor de los diplomáticos mexicanos fue, en ocasiones, crucial. Para muchos lectores españoles los capítulos más interesantes serán, probablemente, los que reflejan el comportamiento de la diplomacia mexicana en su articulación contra la dictadura franquista en el terreno multilateral de Naciones Unidas. Confieso haberme sentido con-
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movido por los relatos sobre Luis Quintanilla del Valle, Luis Padilla Nervo o Rafael de la Colina. En aquella época los Estados miembros de la nueva organización enviaban a Nueva York a sus mejores y más curtidos diplomáticos. El reto estribaba en asentar y consolidar un orden internacional en el que el derecho y la Carta sustituyeran, en la medida de lo posible, a la fuerza bruta. La España de Franco no encajaba en él. Sólo un arreglo entre las superpotencias permitió que se deslizara en un package deal en 1955. La obra termina con las gestiones —no sin segundas intenciones— que tradujeron en el ámbito onusino la indignación mexicana —y la de muchos otros países— ante las ejecuciones de 1975. La dictadura terminaba como empezó: en la sangre. El restablecimiento de las relaciones diplomáticas en 1977 dio origen a cierto revuelo en México pero no podía ser ya más necesario. España se adentraba en otra época. Lamentablemente el primer embajador, todo un expresidente, solo duró un par de semanas. Ahí, la tradición que databa de los años de la Segunda República Española pareció truncarse. Afortunadamente no fue así. En definitiva, estamos en presencia de un libro apasionante, del que he aprendido mucho y al que deseo el mayor éxito posible de lectores tanto en México como en España. • Ángel Viñas1 Bruselas, mayo de 2016
1 Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y, entre otros múltiples cargos, embajador de la Unión Europea ante Naciones Unidas en Nueva York desde 1992 hasta 1997. Recientemente publicó su último libro La otra cara del caudillo. Mitos y realidades en la biografía de Franco, Crítica, Barcelona, 2015, 439 pp.
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Carlos Fuentes y el Reino Unido steven boldy (coord. e introd.); diego gómez pickering (pról.); stephanie black león (ensayo introductorio); silvia lemus (epílogo)
El fuego del cielo Mito y realidad en torno al rayo josé altshuler
José Altshuler examina en esta obra mitos y realidades en torno al rayo, fenómeno meteorológico cuya naturaleza aún no ha sido descifrada totalmente por la ciencia. Además de exponer el devenir histórico de investigaciones y experimentos que han explicado o intentado explicar las causas físicas del fenómeno, el autor presenta ejemplos concretos de su poder destructivo y una guía práctica para prevenir los daños que nos puede causar. la ciencia para todos 1ª ed., 2017
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En el marco del Año dual MéxicoReino Unido, en 2015 se reunieron Silvia Lemus, Diego Gómez Pickering, Steven Boldy y otros nueve conocedores de la vida y obra del autor en un coloquio, del que resultó el presente libro, el cual se organiza en tres temas: “Como leer a Carlos Fuentes”, “Leyendo a Carlos Fuentes” y “Situando a Carlos Fuentes”. El volumen contiene once ensayos que examinan desde las constantes de la práctica literaria de Fuentes hasta una visión global del escritor al valorarlo como mexicano y personaje político, incluyendo el análisis interpretativo de los tópicos centrales de su obra. colección vida y pensamiento de méxico 1ª ed., 2017 206 pp. $190
La interrupción legal del embarazo El caso de la Ciudad de México marta lamas
Breve recuento de las confrontaciones ideológico-políticas que la precedieron, la acompañaron y que persisten hasta hoy a través de una perspectiva feminista, en esta obra se expone una problemática que, aunque con antecedentes que se remontan al siglo xix, se considera exclusiva de la sociedad actual: la interrupción legal del embarazo. Se exponen también las diversas fases por las que han pasado los movimientos sociales que han buscado, en una vertiente, la legalización, y en otra contraria ideológicamente, la estigmatización del aborto, además de las implicaciones que conlleva tanto su aceptación como su rechazo dentro de los derechos humanos y de los servicios de salud pública. política y derecho 1ª ed., 2017
Indígenas de la nación Etnografía histórica de la alteridad en México (Milpa Alta, siglos xvii-xxi)
Mis recorridos musicales alrededor del mundo La música en México y notas autobiográficas
paula lópez caballero
carlos prieto
Indígenas de la nación aborda los temas de alteridad, identidad y relaciones de poder en una comunidad indígena. El estudio es una etnografía que analiza la construcción ideológica de nación, identidad y Estado, enfocada en los indígenas que habitan Milpa Alta, el lugar con mayor densidad de población indígena en la Ciudad de México. El libro presenta problemáticas que son características de los núcleos indígenas de todo el territorio mexicano, como la discriminación racial.
Producto de un esfuerzo enorme por aproximarse a la historia de la música en México, desde la música que practicaron los antiguos mexicanos hasta la contemporánea, esta obra es un ejercicio de discernimiento excepcional para comprender no sólo nuestros orígenes musicales y las posibilidades creativas del presente, sino su proyección hacia el futuro. Con las virtudes del ensayo, el libro también sirve prácticamente como enciclopedia, además de acercarnos a las ricas vivencias personales del autor. El texto está ilustrado con muchas fotografías que acercan al lector a los personajes y ambientes descritos.
antropología 1ª ed., 2017 320 pp.
vida y pensamiento de méxico 1ª ed., 2017
Mares de invierno
Sombras en el arcoíris
francesca massai
mónica b. brozon, con ilustraciones de guridi
Una de las emociones más fuertes y complejas que experimentan los pequeños es el enojo. ¿Qué pasa por la mente de un niño cuando se molesta con alguien cercano y querido? El protagonista de esta historia pasa, precisamente, por ese estado de ira, en donde todo es caos y siente que está a punto de estallar. Desde el inicio su rabia se refleja en sus labios, explota en sus mejillas, y todo su cuerpo se transforma cuando se enoja con su padre. Su furia se libera y aparece en forma de temibles personajes en escenarios marinos; es así que la historia nos lleva desde el enojo más potente hasta el momento en el que llega la calma. Las primeras etapas de la infancia son claves para el desarrollo emocional de los pequeños; es allí cuando empiezan a reconocer lo que sienten y, por supuesto, aprenden a nombrarlo; este libro funciona como una herramienta para que los pequeños identifiquen esta emoción, y sepan que, a pesar de los sentimientos tan intensos que provoca, llega el momento en el que desaparece. Francesca Massai ha ilustrado otros libros del fce. Éste es su primer libro como autora e ilustradora. los primerísimos 1ª ed. en español, 2017 32 pp.
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Constanza conoce a Jero como nadie, es su mejor amiga y confidente. Ella sabe que su hermano mayor es distinto a otros chicos, lo supo mucho antes de que él se lo contara. Compartir ese secreto la hace sentir única en el mundo, aunque también preocupada, porque a veces su hermano se siente triste y entonces sus ojos color maple se llenan de una sombra que los oscurece. Pero ahora Jero está enamorado y ha decidido revelarle a sus papás sus sentimientos. Esto tiene a Constanza muy nerviosa, pero es más grande el orgullo que siente por la decisión que ha tomado su hermano. Sin embargo, pronto sabrá que éste no es el único reto por afrontar, pues aunque ella acepta a Jero como es, no todos piensan igual. Sombras en el arcoíris aborda un tema poco tratado en la literatura infantil, y lo hace desde el punto de vista de una niña de diez años, quien se cuestiona a lo largo del libro acerca del mundo de los adultos, de las diferencias y la violencia que algunos sufren por ser diferentes. a la orilla del viento 1ª. ed., 2017 64 pp.
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La prueba Daniel Saldaña París Las ilusiones impuestas sobre lo real, las pequeñas diferencias no dichas entre las parejas, el azar y hasta la maldición se dan cita en este relato sobre la fragilidad de las relaciones humanas.
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l departamento lo habíamos visto antes, claro, pero con la necedad de los desesperados tendida sobre la mirada (era el décimo departamento que visitábamos). De modo que, para efectos prácticos, no habíamos visto el departamento real, sino un espejismo cuidadosamente esculpido por nuestros anhelos. Y le habíamos permitido, a ese espejismo, ocupar el espacio que generalmente reservábamos a la realidad. Sobre la pintura dispareja y las telarañas de aquella habitación pintada de un amarillo ofensivo, sobre la grasa carbonizada de la estufa, sobre la mortecina luz de la salita, habíamos proyectado dispares imágenes de dicha en cada caso, en el de Alejandra y en el mío, pero que era una dicha total, iridiscente, para cada uno. En mi caso, imaginaba en ese departamento una felicidad de sábado por la tarde, que teñiría con la limpia luz de mayo nuestra vida de recién casados: ella trabajando sobre una mesa de madera, sencilla pero práctica, y yo sentado en un sillón de orejas ligeramente avejentado, leyendo novelas de marineros y piratas. Alejandra, en cambio —me lo contó luego— imaginó una escena menos detallada, o más bien imaginó, en cámara rápida, una multitud
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© andrea garcía flores
de escenas posibles, sin entrar al detalle de ninguna: cenas con amigos, tardes de películas, un verano entero con las tres ventanas de la sala abiertas —la vista a un frondoso hule que sin bloquear la luz la tamizaba—. Esa era una diferencia sustancial entre nosotros: nuestro modo de imaginar las cosas. En su caso, la multiplicidad, la velocidad de las escenas sucediéndose, como una anticipación del tiempo venidero; yo, en cambio, buceaba y todavía buceo en una sola imagen: exploro su revés y sus aristas, distingo tercamente sus matices o me esmero —autista casi— por adivinar su aroma. Por lo demás, Alejandra y yo éramos muy parecidos en muchas otras cosas, y quizás por esa similitud caíamos una y otra vez en los mismos errores, incapaz el uno de advertir al otro. Con aquel departamento pasó precisamente eso: ocupados en imaginar sus posibilidades, omitimos la exploración puntual y juiciosa de su estado real. Cuando entramos, haciendo uso de nuestro juego de llaves, todavía emocionados por la sensación de novedad que el hecho revestía, vimos el departamento en toda la escala de su decadencia. La mugre se acumulaba sobre todo ente con área o volumen como un polvo prehistórico. Los
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muebles que los inquilinos anteriores dejaron ahí abandonados nos parecieron insulsos, cuando no francamente antihigiénicos, y teníamos por delante la tarea de deshacernos de ellos a saber cómo. Tras comprar una buena dotación de productos de limpieza altamente tóxicos, nos encerramos a cal y canto a respirar, durante horas de estimulante friega, las vaharadas de aquellos químicos que aniquilaban ácaros y neuronas por igual. En medio de tan extenuantes labores hacíamos, desde luego, pausas para coger (generalmente de pie, pues el contacto con cualquier superficie nos provocaba asco) y para hacernos quesadillas —una vez que la estufa apareció bajo la capa de cochambre y óxido que la escondía—. Además de una cama, compramos un juego de cuatro sillas cuyo diseño y comodidad nos llenaban de orgullo. Una de esas cuatro sillas se convirtió en mi centro de operaciones; colocada en mitad del pasillo “descubrí” que la silla se convertía en un punto privilegiado para contemplar todos los ambientes del exiguo departamento. Si las puertas estaban abiertas, desde mi silla dominaba cada rincón de la vivienda con sólo girar el cuello. Transmití mi descubrimiento a Alejandra, que en un principio se lo tomó a broma —como casi todos mis hallazgos—: Mira, le dije, esta es mi silla-panóptico. Le insistí en que quería dejarla exactamente en ese lugar, aunque estorbara, pues me daba un placer extraño ver a un tiempo la totalidad material de nuestra existencia. Alejandra me contradijo: No dominas todo el departamento, el clóset del cuarto no se ve desde ahí. Fue así como reparé en la existencia del clóset, que también Alejandra había ignorado hasta el momento mismo de nombrarlo. Procedimos entonces a correr la puerta con la cautela del caso. Adentro, la viva descripción que debería mostrar una enciclopedia como ejemplo paradigmático de la palabra “entropía”: un tilichero tan cóncavo que no se le veía fondo, y tan guarro que no se le buscaba. Trampas de ratones enredadas en bufandas fucsias de rigor sintético, sacos percudidos, manchas en el piso que delataban una vida de abandono radical de las convenciones al uso. La pareja que había vivido ahí antes que nosotros, y cuyo caos heredamos, había pasado un largo periodo de oscuridad intelectual, inercia y rabia. No había otra explicación plausible a su capacidad para acumular mierda. No habíamos llegado a conocerlos en persona, pero habíamos hablado con ellos por teléfono en un par de ocasiones al coordinarnos para que nos entregasen la copia de las llaves que aún tenían. Según dedujimos de esas conversaciones y de posteriores indagaciones mías, habían vivido ahí tres años, hasta que su separación los obligó a buscar nuevos y divergentes rumbos: él se fue a Estados Unidos, de donde era oriundo, y ella regresó a la casa de su infancia, en Celaya o Irapuato. Más allá de estas generalidades, no sabíamos nada sobre ellos. Algunas suposiciones cabía hacer, eso sí, a partir de los detritos encontrados. Para empezar, lo más evidente: ninguno de los dos tenía aptitudes para decorar o amueblar un departamento. Cada espacio había sido pintado de un color distinto, del mostaza hiriente al verde vejiga; habían instalado repisas por todas
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partes, demasiado altas para ser prácticas y demasiado endebles para sostener libros. Parecía probable que él se dedicara a la computación (encontramos un par de manuales de programación amarillentos y destartalados) y que ella trabajara en una oficina (una taza horrenda con su nombre, encontrada en la cocina, nos sirvió como frágil pista para este osado salto inductivo). Entre los muebles que abandonaron, urgidos por salir de la Ciudad de México, se encontraba una cómoda de madera lacada. Ahí, en uno de los cajones más pequeños, encontramos tres fotos tamaño postal de un viaje a la playa. Sólo en una de las fotografías aparecían los dos juntos, en traje de baño. Ella, recostada en una tumbona, con los lentes oscuros deteniéndole el pelo; él, acuclillado a su lado. Eran guapos, cada uno en su estilo: él de una belleza imperfecta, torcida, angulosa; ella de formas gráciles y armónicas, con sonrisa de anuncio. Inicié la exploración del clóset, atestado de cosas que parecían haber sobrevivido a un incendio. Alejandra me había dejado esa tarea para dedicarse a tallar, inútilmente, una mancha en el suelo a pocos metros de distancia. Era un armario profundo y muy alto, de modo que se hubiera necesitado una escalerita para alcanzar las repisas de arriba, en las que se acumulaban papeles, cajas, bolsas empolvadas y pegajosas de mugre. A falta de escalera me subí en una de nuestras cuatro sillas (la que me servía de faro para contemplar el tempestuoso mar de nuestra nueva casa) y con la ayuda de una escoba tiré al suelo toda la basura que descansaba en la repisa más alta. Estudié el revoltijo que yacía a mis pies y distinguí, enredado entre una serie de luces navideñas, algo que en un principio me pareció un silbato y que, visto de cerca, resultó ser una prueba de embarazo. Usada. Empujé la prueba con el pie para cerciorarme y llamé a Alejandra. Tienes que ver esto, le dije. Se acercó con curiosidad e hizo el amago de tocar, pero identificó el objeto a tiempo y se frenó en seco. No puede ser, dijo. Pero sí era. Probablemente daba igual que lo tocáramos, pues llevábamos varios días en contacto permanente con la suciedad en sus diferentes e insondables formas. Nos habíamos habituado a tocar sustancias tan deleznables como la contenida en el dispositivo. Un poco de orín seco, a esas alturas, no hubiera cambiado nada. Pero la idea de que alguien había meado en el tubito, aunque fuera años atrás, nos mantuvo a raya, y decidimos manipular la prueba con guantes de látex, exhibiendo ese respeto mezclado con asco que también se siente al tomar un ratón muerto por la punta de la cola. No dijimos nada sobre el hallazgo, aunque aludíamos a él oblicuamente en algunos de nuestros juegos. Ni Alejandra ni yo éramos supersticiosos, más allá de algunos rituales irónicamente asumidos que nunca cumplimos a cabalidad (no pasar debajo de una escalera, por ejemplo). A veces bromeábamos con la idea de que el departamento estuviera maldito de algún modo, con que desencadenara historias de veloz deterioro en las relaciones. Pero era un juego inocente. Después Alejandra se sentaba en una de las cuatro sillas a leer su libro y yo la vigilaba desde mi silla-panóptico con esa mezcla de curiosidad y deseo que
siempre me invadía al verla concentrada. Un par de semanas después volvimos sobre el tema de la prueba, una tarde soleada de sábado. Ella interrumpió su lectura y buscó mi panóptico con la mirada. ¿Estamos seguros de que marcaba positivo, verdad? Por inesperada que fuera su pregunta, lo cierto es que no le hizo falta añadir nada para que yo supiera de qué hablaba. La prueba, efectivamente, marcaba positivo, aunque en el momento habíamos pretendido obviar la información y la habíamos tirado sin ahondar en especulaciones ni comentar el punto. La curiosidad creció después, alimentada por las horas de ocio y convivencia. En esas semanas, la prueba había terminado por convertirse, para ambos y sin comunicárnoslo, en una especie de obsesión o imagen recurrente que no podíamos sacudirnos. Habíamos hablado de tener hijos en ese tono ligero e irresponsable de los enamorados que es el principal responsable de la sobrepoblación del planeta. Alejandra quería un niño y yo una manada de hijas ruidosas y consentidas que me preguntaran constantemente por el funcionamiento del mundo. Yo me sentaría en mi silla panóptica y nuestras hijas corretearían alrededor. Alejandra, en cambio, fantaseaba con un solo hijo que, contra todo pronóstico, elegiría una carrera redituable y aburrida. Pero no habíamos fechado la posibilidad de reproducirnos ni habíamos hecho cuentas sobre el presupuesto necesario para invertir en pañales. Eran, más bien, conversaciones que se aproximaban al tema como algo que sucedería en un futuro lejano. Cuatro meses después de mudarnos (después de encontrar la prueba en el clóset) quedamos embarazados, como se dice en los círculos progresistas en los que nos movíamos. Es decir, Alejandra quedó embarazada y yo era muy probablemente el responsable. Mi primera reacción al conocer la noticia fue entrar en pánico y mandar dieciséis emails solicitando empleo, pues sospechaba con fundamento que no podría solventar el gasto con los exiguos pagos que recibía como freelance. Alejandra, en cambio, se permitió el despliegue de emociones positivas que suelen sobrevenir con el embarazo. Esta leve diferencia de actitudes (es decir, mi incurable pesimismo) fue, a la postre, una de las razones que Alejandra se dio para abandonarme. Lo sé porque encontré una libretita suya donde trazó un sucinto cuadro de “pros” y “contras” de la separación, quizás a instancias de su terapeuta. (Dondequiera que estés, Alejandra, agradezco que te hayas tomado el tiempo de poner en papel y en formato esquemático un resumen tan puntual de mis carencias y fallos: lo guardo todavía como recordatorio de que no tiene caso esmerarme.) Pero me estoy adelantando. Cuando supimos que estábamos embarazados, Alejandra perdonó mi miedo inicial y muy pronto me vio tan convencido de mi paternidad que no me reprochó nada. Los dos primeros meses pasaron sin sobresaltos y sin apenas vómitos. El departamento, alguna vez cubierto por centímetros de suciedad y polvo, se empezó a llenar poco a poco de artículos apropiados a la nueva circunstancia: pastillas de ácido fólico, paquetes de pañales que mi suegra, adelantándose, nos llevó nada más ente-
rarse, folletitos y trípticos tomados en la consulta del ginecólogo sobre los retos y las vicisitudes que nos aguardaban. Tengo la mala costumbre de que los cambios siempre me sobrevienen, como si no viviera en procesos sino en espasmos; como si el chofer que soy de mi propia vida condujera ebrio y zigzagueando, sin importarle el mundo. Aunque, pensándolo bien, suponer que eso es una costumbre es negarle intervención a la suerte, que ha incidido mucho más que mi propia voluntad en el curso de mi vida. La suerte como explicación del mundo es un derecho ateo al que jamás renunciaré, aunque tantas veces me la haya jugado mal. Por ejemplo, estoy seguro de que fue la suerte, no una turbia maldición ni un ineluctable destino, la que nos jugó chueco entonces, cuando Alejandra perdió el bebé, como se dice (y es una lástima que se diga así, porque suena como si la madre lo hubiese olvidado en algún sitio). Y, como suele pasarme, los siguientes cambios se sucedieron todos a una velocidad extrema. En cosa de dos semanas, sin explicarme mucho, Alejandra se fue a vivir a casa de sus padres, dejándome en el departamento con las bolsas de pañales, la libretita con el cuadro de los pros y contras y nuestras cuatro sillas. No la juzgo: cada quien lidia como puede con lo que le toca, y yo mismo he sido un claro ejemplo de cómo no hacerlo. No tenía ganas de seguir viviendo solo en el departamento, pero tampoco tenía disposición para hacer algo al respecto. Dejé que el piso se llenara de manchas de comida, que las cosas se recubrieran de polvo mientras permanecía quieto en mi panóptica silla, vigilando la lenta decadencia del entorno. Cuando el dueño se cansó de no recibir la renta, me instó amablemente a encontrar otro techo bajo el cual pasmarme. Supongo que en el fondo se apiadó de mí y me echó por mi propio bien. En definitiva, sin haber llegado a cumplir un año viviendo ahí, me vi forzado a mudarme, dejando atrás muebles, ropa y mi silla predilecta en mitad del pasillo, como un faro abandonado. Mi nueva residencia resultó ser el cuarto de azotea de un amigo, que acondicioné para que pareciera el modesto mausoleo de mi matrimonio: fotos y souvenires de Alejandra presidiendo mis diez metros cuadrados de vida. Incluso enmarqué su pequeño esquema con los pros y los contras de mandarme al carajo. Como no tenía nada mejor que hacer, quise practicar la meditación trascendental para ocupar de forma saludable mi tiempo de triste soltería, pero los centros donde se le enseña a uno a entrar en contacto con las fuerzas del Cosmos son, normalmente, lugares llenos de personas horribles, así que me contenté con pasar muchas horas acostado en el piso. Un tiempo después encontré un trabajo, que es lo que termina pasándonos a todos salvo que tengamos la fortuna de morir antes. La prueba de embarazo, la silla-panóptico, las capas de polvo, los pañales apilados, la limpia luz de mayo de un sábado por la tarde… todo eso se fue borrando y fue perdiendo importancia conforme el tiempo mitigó el dolor que de vez en cuando sentía, que de vez en cuando sigo sintiendo al rondar en coche por ahí cerca. •
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