F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I CA JULIO DE 2017
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Última escala en ninguna parte
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ENRIQUE FLORESCANO OCTOGENARIO
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El Tigre eduardo lizalde
Enrique nrique Florescano Floresc Responsabilidad social del historiador
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a celebración de los 80 años de vida de Enrique Florescano, historiador, maestro de generaciones, intelectual público, editor y orquestador cultural en sentido amplio y sostenido a lo largo del tiempo, invita a reflexionar sobre una cuestión que el mismo Florescano ha planteado y asumido en la práctica: la función social de la historia (La función social de la historia, fce, Breviarios, 576, 2012), cuyos términos podríamos extrapolar a otras áreas humanísticas y de ciencias sociales. Como historiador, Florescano no puede abordar el tema sino en términos históricos, contarlo como una historia a través de las reflexiones de filósofos e historiadores en los documentos más antiguos, clásicos y contemporáneos. De esta cambiante historia de siglos resulta que la historiografía terminó encerrándose en torres de marfil, con practicantes leyéndose entre ellos, de espaldas a públicos más amplios. La labor del historiador no puede desprenderse de su responsabilidad social: recrear y nutrir la identidad nacional. “Lo que me interesa es la función social del conocimiento. Siempre he querido que mi obra tenga una función social porque eso nos da identidad”, ha dicho. El conocimiento de la historia de los pueblos es indispensable para crear civilización. El conocimiento de la historia de otros pueblos nos civiliza porque nos permite identificarnos y diferenciarnos. Las naciones se singularizan por su historia. La historia es esencial para la existencia del Estado-nación. No muchos historiadores hablan así ahora. Florescano proviene de una tradición académica volcada hacia la transformación social de México; fue discípulo y colaborador de Gonzalo Aguirre Beltrán, quien definía los objetos de investigación según las necesidades ingentes de las comunidades rurales; los conocimientos resultantes deberían ser recursos educativos para el mejoramiento cívico del pueblo. Al proveer al lector común historias que lo vinculen a su entorno, el historiador contribuye a recrear la identidad del grupo. El Estado debe difundir información cultural de la manera más amplia y constante. Aguirre Beltrán es quizá la figura más destacada de una constelación de antropólogos e historiadores que se pusieron al servicio del pueblo mexicano mediante la acción institucional duradera. Enrique Florescano conserva y honra esta tradición. Al festejarlo invocamos también el compromiso social y el espíritu eminentemente constructivo de sus maestros. Felicidades, maestro Florescano, viejo amigo y colaborador de esta casa editorial. •
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Enrique Florescano Octogenario dossier
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Enrique Florescano Maestro de la historia y de la vida héctor aguilar camín
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Enrique Florescano Una curiosidad universal jean meyer
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Conversación con Enrique Florescano virginia bautista
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Grandes humanistas de Mesoamérica miguel león-portilla La convulsión existencial de Francisco Hernández hernán lavín cerda Ida Rodríguez Prampolini cristóbal andrés jácome
José Carreño Carlón Director general del fce
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500 años de Lutero andrés garcía barrios
Martha Cantú, Susana López, Socorro Venegas, Karla López, Octavio Díaz y Juan Carlos Rodríguez Consejo editorial Roberto Garza Iturbide Editor de La Gaceta Ramón Cota Meza Redacción León Muñoz Santini Arte y diseño Andrea García Flores Formación Ernesto Ramírez Morales Versión para internet Jazmín Pintor Pazos Iconografía Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. Impresión
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Por el mar de los deseos waldo leyva
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Monedas en la fuente ignacio padilla
Suscríbase en www.fondodeculturaeconomica.com ⁄editorial ⁄ laGaceta ⁄ lagaceta@fondodeculturaeconomica.com www.facebook.com ⁄ LaGacetadelFCE
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La Gaceta es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Ciudad de México. Editor responsable: Roberto Garza. Certificado de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de febrero de 1995. La Gaceta es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro postal, Publicación periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716 Fotografía de portada ©fce, Enrique Florescano en 1960.
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Notificaciones brenda lozano
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El Tigre Eduardo Lizalde Hay un tigre en la casa que desgarra por dentro al que lo mira. Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, y sólo puede herir por dentro, y es enorme: más largo y más pesado que otros gatos gordos y carniceros pestíferos de su especie, y pierde la cabeza con facilidad, huele la sangre aun a través del vidrio, percibe el miedo desde la cocina y a pesar de las puertas más robustas. Suele crecer de noche: coloca su cabeza de tiranosaurio en una cama y el hocico le cuelga más allá de las colchas. Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo, de muro a muro, y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo, como a través de un túnel de lodo y miel. No miro nunca la colmena solar, los renegridos panales del crimen de sus ojos, los crisoles de saliva emponzoñada de sus fauces. Ni siquiera lo huelo, para que no me mate. Pero sé claramente que hay un inmenso tigre encerrado en todo esto. •
El fce se une a la celebración del poeta Eduardo Lizalde por su Premio Internacional Carlos Fuentes 2016. Lizalde es autor de esta casa desde la década de 1960. Este poema representa su visión sombría y carnal de lo humano con la elocuencia y la fuerza que caracterizan a su estilo literario.
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Celebramos el 80 aniversario del maestro Enrique Florescano, viejo amigo y colaborador de esta casa: dos semblanzas y una entrevista. Nos sumamos también gustosos al reconocimiento al poeta Enrique Lizalde, Premio Carlos Fuentes 2016. ¶ Continuamos la publicación de obras de Ida Rodríguez Prampolini, ahora con la reunión de sus artículos desde 1950 hasta 1998, documentos para discernir genealogías de artistas plásticos modernos. Miguel LeónPortilla presenta la segunda edición, revisada y aumentada, de Humanistas de Mesoamérica. ¶ Nos adelantamos a la conmemoración de los 500 años de la publicación de las 95 tesis de Lutero (octubre de 2017), recordando el libro Martín Lutero, un destino de Lucien Febvre, publicado por el fce hace 61 años. Presentamos una reseña del reciente El mar de los deseos de Antonio García de León. Hernán Lavín Cerda hace una apreciación de la poesía de su cofrade Francisco Hernández. ¶ Exhumamos relatos para jóvenes de Ignacio Padilla, cuya ausencia no dejamos de lamentar. Trasfondo publica un cuento de Brenda Lozano. ¶
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maestro de la historia y de la vida
Enrique Florescano Maestro de la historia y de la vida Palabras del autor en el homenaje de la fil a Florescano en 2016. Las muchas facetas que conoce de él como alumno, colaborador y amigo; el hombre práctico comprometido con la idea de que el saber científico sea leña de la conversación pública y enriquezca la identidad nacional. héctor aguilar camín
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nrique Florescano es nueve años y un día mayor que quien les habla: nació el 8 de julio de 1937 en San Juan de Coscomatepec, estado de Veracruz. Lo conocí en el año de 1969 durante los cursos del doctorado en historia de El Colegio de México, donde él era maestro de oficio y yo estudiante de ocasión. Vestía con elegancia aristocrática, usaba una barbita luciferina y abría en cada clase una ancha ventana por dónde mirar hacia las alamedas de la historiografía francesa. Enrique Florescano fue mi maestro de muchas maneras. Me enseñó a leer la historia y me enseñó a trabajar. Fue decisivo en mi vida intelectual y en mi vida práctica. Fue mi maestro de historia del siglo XVIII en El Colegio de México. Había obtenido su doctorado en París con una investigación que sigue siendo única dentro de la historia mexicana: una historia de los precios del maíz, cuyo vaivén calamitoso, dictado por los ciclos naturales y por la manipulación de los acaparadores, echaba una extraña y potente luz sobre la sociedad colonial y sobre los desarreglos que precipitaron la Independencia de México. Su clase fue fascinante. Nos leyó el siglo de la incubación de la Independencia de México en clave económica en el contexto de las reformas borbónicas, una de las grandes oleadas modernizadoras de nuestra historia. También, uno de los grandes momentos de resistencia de la sociedad tradicional. La idea de la resistencia al cambio es una de las pulsiones históricas de México. John Womack escribió en la primera línea de su Zapata: “Ésta es la historia de unos campesinos que no querían cambiar y por lo mismo hicieron una revolución”. La historia de la Independencia de Florescano decía: “Ésta es la historia de unos intereses que no querían cambiar y para evitar el cambio hicieron la revolución de Independencia”. El libro de Florescano era una vertiente de la historia estructural que había aprendido en Francia con Ruggiero Romano y Ernest Labrousse, en la gran escuela de historia de los Annales. Esa escuela nos enseñó a ver la historia como un territorio donde suceden cosas rápidas (los hechos) y cosas lentas (las estructuras, las mentalidades). Las enseñanzas de Florescano sembraron en mi cabeza una tentación que no ha cesado: entender lo de hoy como un cambio inscrito en las entrañas largas del ayer. La visión de la historia como algo que cambia tan rápido como sus emociones y tan poco como su geografía. No creo haber recibido una enseñanza mayor sobre cómo leer la historia. La lección de historia fue inolvidable. La lección de trabajo también. Lo habían nombrado director de la revista Historia Mexicana, la revista trimestral que publicaba el Centro de Estudios Históricos. Nos pidió a sus alumnos que escribiéramos reseñas de libros para la sección correspondiente y a mí me dio como tarea reseñar el suyo. Poco después me invitó a ser secretario de redacción de la revista, lo cual acepté encantado. Tengo un recuerdo radiante de aquellos días. Salvo esto: llegó a la revista un texto de historia económica de alta densidad teórica. A mí se me hizo fácil darle la traducción a la esposa de un amigo, una que, aparte de saber inglés, no tenía calificación alguna para traducir; por ejemplo, la
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expresión surplus value, “plusvalía” en la jerga española, mi amiga la tradujo por algo así como “valor en demasía”. La traducción era un desastre equivalente en cada línea. No la revisé sino hasta que estaba en pruebas finas. Para corregirla hubo que rehacer la edición de la revista. Pedí disculpas, expliqué a Enrique mi fiasco y presenté mi renuncia. Me dio entonces la lección mayor que he recibido en la vida. Me dijo: “Puedes renunciar y darle la espalda al asunto. Pero el problema no es renunciar, sino arreglarlo, y tomarse el trabajo para que no vuelva a suceder”. Donde yo había planteado una huida responsable, Florescano planteó una corrección responsable. Le fallé muchas otras veces, de muchas maneras. Y su respuesta a mis fallas fue siempre la misma: “Arréglalo primero, luego te quedas o te vas”. Quiero decir que había en Florescano una confianza temeraria en las nuevas generaciones y en la plasticidad de la historia. No miraba hacia atrás en busca de las enseñanzas del pasado y sus cronistas, sino hacia adelante, en busca de los historiadores que habrían de cambiar nuestra manera de mirar y enseñar la historia. Quería sacar la historia del claustro y llevarla a la plaza pública no para vulgarizarla, sino para hacerla parte de la reflexión sobre nuestro futuro. En un medio académico un tanto anticuario, donde el único flechador de empresas grandes parecía ser don Daniel Cosío Villegas, Florescano era todo ebullición y proyectos. Tenía el impulso de fundar cosas y el demonio personal de la innovación. Quería ventilar la casona, abrirla a otros mundos, moverla hacia la exploración de nuevos temas, nuevos métodos, nuevas obsesiones. Sus colegas lo miraban con escándalo o ironía, sus alumnos con un interés natural por la juventud invitadora de su estilo. Como ninguno de sus contemporáneos académicos, Florescano presintió el terremoto cultural que se licuaba en la clase media ilustrada y en los centros de educación superior de fines de los años sesenta, aquella oleada crítica que quería una cultura viva capaz de responder a las preguntas ásperas y perturbadoras de la realidad. Florescano percibió como ninguno las fracturas de su generación y las siguientes con el establecimiento político y cultural del México posrevolucionario. Nadie fue más generoso y abierto al pulso de aquella revolución cultural silenciosa que corría por la conciencia pública como una herida abierta desde los días trágicos del 68. Estaba incómodo en El Colegio porque no veía grandes iniciativas culturales o de publicaciones y él era un aventurero natural de iniciativas culturales. Le ofrecieron en esos días, con el cambio de gobierno de 1970, la dirección del Departamento de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Era un centro de investigaciones pequeñito, perdido en el organigrama. Estaba en la falda del Castillo de Chapultepec, en lo que había sido en los años veintes la casa de los presidentes sonorenses. Aceptó y repitió la fórmula: me invitó a trabajar con él dirigiendo nada menos que un seminario de balance de la historiografía política mexicana. Quería que pusiéramos lo que se había hecho y dijéramos lo que faltaba por hacer. Nada menos. Trabajé años en eso, inventándome un
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conocimiento que no tenía y dirigiendo a otros que tampoco. Por ahí debe estar en buen reposo fúnebre el enorme manuscrito resultante de aquel esfuerzo. En las aulas de seminarios de aquel centro de investigaciones históricas se incubó la revista Nexos, una extensión de las obsesiones de Florescano: crear vida cultural, llevar a la investigación histórica nuevos métodos y nuevos temas, romper el cerco de la cultura académica, sacar el conocimiento especializado a la calle. Acercarlo al presente, a la realidad. Antes de tener nombre y forma Nexos tuvo un camino en los seminarios de discusión que Florescano convocaba en el Departamento de Investigaciones Históricas, reuniones para discutir textos académicos de resonancia actual. Los seminarios eran los sábados en el Castillo de Chapultepec. Acudían intelectuales, académicos y escritores de todas las edades y todas las disciplinas. Entre los que recuerdo: Carlos Monsiváis, el ex rector Pablo González Casanova, los filósofos Luis Villoro y Carlos Pereyra, el lingüista Antonio Alatorre, los antropólogos Arturo Warman y Guillermo Bonfil, los médicos Julio Frenk, Luis Cañedo, Daniel López Acuña, los economistas Rolando Cordera, José Blanco, los historiadores Lorenzo Meyer, el propio Florescano. En esas discusiones surgió la idea de una revista alternativa a Plural, que Octavio Paz dirigía en el diario Excélsior desde 1971. A los asistentes al seminario de los sábados, desde luego a los miembros de La Cultura en México, las posiciones de Plural nos parecían elitistas y de derecha. Alguien dijo: “Vamos crear una revista. A poner una casa enfrente de Plural”. En 1976, desaparece Excélsior y con él, Plural. Se despuebla el espacio cultural. Muy pronto, la iniciativa de una reforma política del nuevo presidente José López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, reabre opciones. Scherer funda Proceso en diciembre de 1976. Paz funda Vuelta en 1977. Manuel Becerra Acosta, expulsado de Excélsior junto con Scherer, funda unomásuno en noviembre de 1977. Enrique Florescano funda Nexos en 1978. Lo primero que se nos ocurre en Nexos es lo que a todos: hacer algo como el New York Review of Books. Luego avanzamos a la idea de hacer una versión mejorada de La Cultura en México, el suplemento creado por Fernando Benítez, bajo la hospitalidad de José Pagés Llergo y su revista Siempre! y dirigido en los setentas tardíos por Carlos Monsiváis. Pensamos en hacer de Nexos un escalón intermedio entre la prensa de todos los días y la academia de cada trimestre. Creo que éste es su hallazgo editorial, su hallazgo duradero: crear una publicación intermedia entre la prensa y la academia, entre la opinión pública general y el conocimiento especializado. Lo que tendríamos que llamar hoy, porque no vino sino de él, “la fórmula Florescano”. Lo que quiero decir con todo esto —y por si no se entiende lo repito—, es que Florescano ha sido un maestro en la cátedra y en la investigación, pero también en el extraño arte de vincular la academia con el público, al público con la investigación, a la investigación con los proyectos editoriales, a los proyectos editoriales con los presupuestos y las finanzas que los hacen posibles. Ha dejado una huella fecunda en todos esos ámbitos porque ha tendido entre ellos puentes de rigor intelectual, de pasión por la reflexión pública y de generosidad para abrir espacio a otros, un espacio de colaboración y amistad que envuelve y cimenta todo lo demás. Decía Cosío Villegas que el drama de la generación de 1915 fue que sus miembros debieron cambiar la pluma por la pala: dedicaron sus mejores esfuerzos al “hacer” sacrificando en ello su obra personal como autores. Enrique Florescano ha sido un intelectual de la pala y de la pluma. Es un historiador prolífico, original y concentrado, que no ha dejado nunca la biblioteca ni el archivo. Su obra ha terminado pintando un fresco impresionante cuya pregunta central es por la memoria y la construcción de la identidad mexicana. La historia no es lo que sucedió sino lo que recordamos. Pocos historiadores habrán estudiado y comprendido mejor que Enrique Florescano esta inquietante paradoja. A la exploración de la memoria construida que es nuestra identidad ha dedicado los más fecundos libros de su cosecha: Memoria mexicana (1987,1994), Etnia, Estado y nación (1996), una pequeña joya: La bandera mexicana, una inmersión historiográfica, Memoria indígena (1999), una Historia de las historias de la nación mexicana (2002), un regreso a Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica (2004), una lec-
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en riq u e florescano. octogenario
maestro de la historia y de la vida
Enrique Florescano Una curiosidad universal Del estudio de los precios del maíz en la Nueva España al de la creación y metamorfosis del dios del maíz en Mesoamérica hay un arco que delinea la ambición historiadora de Florescano. Su cometido es identificar estructuras de larga duración y correr los velos ideológicos que las enmascaran. Palabras leídas en el homenaje a Enrique Florescano en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2016.
tura de las Imágenes de la patria a través de los siglos (2005), una arqueología de Los orígenes del poder en Mesoamérica (2009), y su asalto definitivo al cielo de la construcción histórica de los pueblos en busca de consuelo, sentido y trascendencias: ¿Cómo se hace un dios?, publicado en 2016. Diría pensando en mi maestro de los precios del maíz del año de 1969 que como historiador ha pasado de los precios a los mitos sin moverse un ápice de las corrientes profundas, largas, envolventes de la historia mexicana. A su manera se ha vuelto una contradicción magnífica: un historiador de lo esencial. La obra individual de Enrique Florescano reúne 19 títulos, la coautoría de otros 8, y la colaboración como autor en 68 más. Es también el editor de colecciones editoriales diseñadas por él y que suman cerca de mil títulos. Historiador, maestro, editor, organizador cultural. Todos estos talentos excepcionales han hecho su camino profundo en una vida excepcional. Pero yo no puedo pensar en Enrique Florescano al final del viaje sino como lo que fue en su origen. No puedo pensar sino en el maestro inspirador y en el amigo práctico, en el emisor, decisivo para mí, de una triple pedagogía: la pedagogía de la historia, la pedagogía del trabajo, la pedagogía de la amistad. •
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gradezco a los organizadores y saludo con mucho cariño a la familia de Enrique. En un principio está la french connection de don Silvio Zavala y nuestro querido Luis González y González con los historiadores franceses. En un principio está El Colegio de México y l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París. Hace exactamente 22 años el Comité Mexicano de Ciencias Históricas organizó un simposio intitulado “Avances y desarrollos recientes de la historiografía francesa” y Enrique presidió la sesión plenaria. Habían venido de Francia Jean Delumeau, Roger Chartier, Marc Ferro, Daniel Roche, Bernard Lepetit y Ruggiero Romano (los últimos dos ya nos dejaron). En aquel entonces recordé y vuelvo a recordar que el destino a veces hace muy bien las cosas. Hace 50 años, o sea, el tiempo de dos generaciones, conocí a Enrique y a Alejandra en casa de Luis González (antiguo alumno de Fernand Braudel, de Henri Marrou y de Paul Ricoeur) y su esposa Armida de la Vara. Enrique y Alejandra estaban a unas horas, quizá exagero, unos días de volar a París para hacer sus tesis de doctorado. Fernand Braudel, Jean Pierre Berthe, Jacques Le Goff y Ruggiero Romano iban a ser sus profesores. Yo tenía apenas unas semanas de haber llegado a México y esos mismos profesores me habían asesorado para ir a México a hacer mi tesis sobre la Cristiada. Cincuenta años después me da algo de pereza hablar académicamente del doctor Enrique Florescano. Enrique es mucho más que un doctor de l’École y varias veces honoris causa; es más que un académico, una persona amable, generosa, inclasificable por su prodigioso activismo que corre por los cuatro vientos de la ciencia histórica. Universalmente curioso, ha engendrado una obra inmensa que para mí evoca la biblioteca de Babel. Si uno piensa que empezó en 1969 con Los precios del maíz y las crisis agrícolas en México, repitiendo la hazaña que el profesor Ernest Labrousse había hecho con los precios del trigo y las crisis en Francia. Luego de su paso por la historia económica y social, abordó la memoria, las identidades, los símbolos, los mitos, la historia de la historia, la función social del historiador, y cada día se interesó más, ante mi asombro, en la senda del pasado prehispánico. Debo decir que al leer su último libro, ¿Cómo se hace un dios? Creación y recreación de los dioses en Mesoamérica (un libro que soy incapaz de comentar porque no soy especialista del tema), me pregunté ¿cómo se hace y cómo cambia un historiador? De los precios del maíz en la Nueva España a la memoria de México, a la historia religiosa, mítica, prehispánica; a los dioses héroes del maíz y del viento desde los olmecas hasta el presente. Es una ambición prodigiosa que revela al mismo tiempo una capacidad de trabajo y una curiosidad universal. Hace tiempo que a los amigos e inclu-
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so a los no amigos nos asombra su capacidad de lectura y de digestión en varios idiomas; siempre está actualizado con las publicaciones más recientes sobre arqueología, iconografía, antropología, historia del arte, de las religiones y de las mentalidades. Une a ello una capacidad para reciclar documentos acumulados a lo largo de los siglos, para reinterpretar de manera a veces revolucionaria lo que se suponía conocido para siempre. Cuando nos dice que a lo largo del tiempo y en todo el espacio mesoamericano se mantuvo una estructura mítica y religiosa básica, me hace pensar en Roberto Calasso y en su lectura de la tremenda vivacidad de los textos védicos de la India antigua. Estoy pensando en su libro El ardor, publicado por Anagrama. En él Calasso enseña la relación entre la India védica y la Grecia arcaica hasta la Europa contemporánea y las raíces védicas de la cultura europea. Pienso que Enrique hace lo mismo, transita por senderos en los cuales uno se encuentra de repente con George Dumézil, Marcel Mauss, el viejo James Frazer y el inmortal Borges. Lo digo porque si Calasso encuentra que los vedas forjaron una estructura básica que se repite en todas las sociedades, desde la India hasta Grecia, Egipto e Irlanda, Enrique efectúa una operación semejante para Mesoamérica. En el libro de Enrique la India no está presente pero sí Egipto, Mesopotamia, China, lo que permite al autor plantear la tesis de que los pueblos antiguos todos crearon e inventaron dioses a partir de las fuerzas naturales de las que dependían: el arroz, el trigo y el maíz, entre los mesoamericanos. Divinizaron esas fuerzas mediante el rito, el símbolo, la trasmisión oral, visual y escrita de estos fenómenos y tradiciones. Del cultivo a la cultura pudo llamarse el libro de Enrique, que se encuentra en la noble corriente de la historia universal que ahora llaman “historia global”. (“Global” es una palabra que no me gusta mucho, preferiría hablar de historia mundo, historia-mundo). Es lo que hace Enrique porque abraza una región inmensa, la unidad religiosa mesoamericana. La comunidad de creencias nace de experiencias agrícolas comunes, de intercambios y migraciones que se manifiestan en el jade, el jaguar, la serpiente, el glorioso maíz oculto en el interior de la montaña sagrada, antes de que el agua y el ingenio humano lo saquen a la luz solar. Cuando Enrique estudiaba los precios del maíz en la perspectiva economicista de estadística de la Escuela de los Annales, hace 50 años, no imaginaba que algún día escribiría la fantástica historia del dios del maíz a lo largo de dos mil años, mil años antes, mil años después de Cristo. El dios del maíz visto en la larga duración en toda Mesoamérica. Un largo proceso histórico durante el cual se dieron cambios en la morfología de la mazorca, en el cultivo de la milpa, en las exigencias del palacio. Éstas son las páginas del libro de Enrique que entiendo mejor, que me llegan realmente al alma. El mito agrícola-religioso entró en la historia política
y fue confiscado por los gobernantes que le dieron una dimensión ideológica. Del orden cósmico al social la función política de los mitos, que Enrique ha estudiado en otros libros (Los orígenes del poder en Mesoamérica y Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica), nos muestra cómo las fuerzas sagradas que surgieron de la tierra, que bajaron del cielo, que tomaron forma en figuras de dioses, fueron luego vestidas y enmascaradas por el poder político. Enrique dice que les pusieron ornatos, vestidos y diademas a los dioses, o sea, los invistieron con los atributos del poder. Al final hay unos párrafos, unas breves páginas fascinantes, donde dice que, con la llegada de los téules, de los españoles, y la destrucción relativa del poder político de los gobernantes, los dioses se transforman y regresan a su estado primordial. Cita testimonios de antropólogos del siglo xxi que al leerlos me hicieron recordar al viejo cristero del Cerro Agustinos que hizo su Cristiada solito. Después del trabajo tomaba su rifle y se ponía a emboscar. Andrés Lira me condujo a este señor, que vivía en un jacalito de tierra apisonada y con fogón de tres piedras en el suelo. Entonces don Justo Ávila nos ofreció pulque y nos dijo: “Por favor, sean corteses. El señor Pulque tiene su ánima”. Un cristero muy cristiano que recordaba a los dioses de sus antepasados. Me doy cuenta de que hablé académicamente de Enrique y no del hombre. Pero el hombre se deja ver atrás de sus obras, y para no hablar del director, del empresario cultural que inventó la serie de historia de sep-Setentas y muchas otras colecciones, editor, coordinador, consejero, programador. Tampoco me referí al profesor (que fue un profesor muy querido de mi esposa Beatriz). También me gustaría hablar, pero nada más lo evoco, del padre de familia, el abuelo, el amigo, amigo desde el primer encuentro en 1965, cuando nos conocimos. Un amigo que cuando tuve que salir de México de manera precipitada me acompañó con su esposa, Alejandra, al avión y gracias a ellos pude salir con mis hijos pequeños, sorteando un gran problema. A veces el deudor no perdona la generosidad del amigo que no puede corresponder. Yo estoy felizmente en deuda con Enrique y le agradezco su optimismo indestructible, su constancia tanto en el trabajo como en la amistad; Enrique, muchas gracias. •
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conocimiento de cómo nos hicimos, cómo llegamos a esto, cómo nos formamos, nos permite ver hoy nuestro peso, ver de frente lo que está sucediendo
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Conversación con Enrique Florescanoo virginia bautista
Lo que más me interesa es la función social del conocimiento. Siempre he querido que mi obra tenga una función social porque eso contribuye a enriquecer nuestra identidad social. enrique florescano
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a curiosidad por el saber ha marcado la vida del historiador Enrique Florescano Mayet, quien afirma que este sentimiento fue la clave de su desarrollo, pues lo llevó siempre a aceptar los desafíos, “a no tener miedo”. Perseverante, riguroso, disciplinado, con los ojos abiertos al mundo y el alma receptiva a distintas sensibilidades, el niño que izaba papalotes en San Juan Coscomatepec, Veracruz, se convirtió en un prolífico historiador, cuya obra busca alcanzar al lector común como parte del compromiso social de la profesión académica. “De ser un niño de pueblo y tener una visión del mundo pueblerina cambié radicalmente cuando aprendí literatura, arqueología, antropología, historia, filosofía. Fui tragado por ese universo nuevo que se abría y vi que también incluía la ciencia, la música y el arte. Y me decidí por la historia”, que “nos enseña a ver al otro distinto, al que no somos nosotros”, al que fue educado de otra manera y piensa diferente, dice el maestro, quien cumplirá 80 años el próximo 8 de julio. “Si no nos acercamos al otro, no conocemos al extraño. Por lo tanto, no tenemos respeto por el otro, ni cívico, ni moral, ni ético. Y eso es lo grave. Desconocer al otro que nos rodea es limitar-
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nos, es quitarnos la mitad del mundo y de la vida”, añade. En la oficina donde funge como coordinador nacional de Programas Especiales Históricos de la Secretaría de Cultura, el Premio Nacional de Ciencias y Artes 1996 evoca con cariño las ciudades veracruzanas que lo marcaron: Coscomatepec, Córdoba y Xalapa. Recuerda a maestros como don Silvio Zavala, Luis Villoro, Edmundo O’Gorman, José Miranda e Ignacio Bernal, entre otros, que delinearon el perfil humanista del historiador que realizó su licenciatura en la Universidad Veracruzana, su maestría en El Colegio de México y su doctorado en la École Pratique des Hautes Études de París. “Esos grandes maestros, además de ser personas rigurosas, eruditas, académicas, tenían una responsabilidad con la sociedad. Eso me lo heredaron. Lo absorbí”, destaca. Durante casi medio siglo, Florescano ha luchado por despertar la pasión por la historia en “los mexicanos de a pie”, como él los llama; y, sobre todo, en los jóvenes, no sólo desde las aulas, sino desde las instituciones de gobierno, los libros, las revistas y periódicos, conferencias y seminarios, asesorías y constantes trabajos de investigación. Para conquistar a sus lectores, el especialista utiliza un lenguaje sencillo y ameno al comunicar su trabajo, que abarca gran parte de la historia de México; en especial el periodo mesoamericano, el maíz, los problemas agrarios, las epidemias, la religión, los mitos fundadores y la figura de Quetzalcóatl. “Lo que más me interesa es la función social del conocimiento. Para mí eso ha sido un paradig-
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ma, una meta muy alta. Siempre he querido que mi obra tenga una función social, porque eso nos da la identidad. El conocimiento de cómo nos hicimos, cómo llegamos a esto, cómo nos formamos, nos permite ver hoy nuestro peso, ver de frente lo que está sucediendo”, explica. Está convencido de que la Historia, así con mayúsculas, tiene un papel fundamental en la formación de los ciudadanos. “Si éstos no conocen el pasado de su familia, de su región, de su país y del mundo, no sabrán quiénes son y qué quieren en la vida. Por eso es vital enamorarlos de la historia”. Los orígenes Como todo investigador meticuloso, a Enrique Florescano le gusta regresar a los orígenes, sobre todo si son los suyos. Por eso, sin esfuerzo alguno viene a su memoria su pueblo natal, Coscomatepec, donde vivió “una infancia feliz y plena”, dice satisfecho. “Tengo una gran nostalgia por ese pueblo. Es una región idílica, situada al pie del volcán Pico de Orizaba, por lo que goza de un clima muy agradable. Alrededor había cultivos de maíz, plátano, café, caña de azúcar, y manantiales. Pasé una infancia realmente maravillosa”, comenta. El lugar era pequeño, describe, con unos cuatro mil habitantes cuando mucho. “Era náhuatl. Lo conquistaron los aztecas a fines del siglo XV”, detalla quien considera que las fechas son importantes. “Yo vivía enfrente de lo que es la plaza. Los lunes se hacía un mercado muy singular, al que acudían todos los indígenas de la zona, más los vendedores de Orizaba, El Fortín y Córdoba. Siempre
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Xalapa y después en El Colegio de México, se le abrieron nuevas ventanas y comprendió la diversidad política, social, económica y mental de la sociedad. “Fue un cambio lento pero radical. Una evolución, una línea constante hacia arriba. Eso hizo que tuviera fortaleza académica, seguridad”, concluye. El autor de ¿Cómo se hace un dios? aclara que una parte vital de su formación en humanidades se la debe a dos amigos: el poeta José Emilio Pacheco y el cronista Carlos Monsiváis, a quienes conoció cuando los tres eran veinteañeros. “Sabían más que yo. Su amistad era un estímulo muy grande. Me enseñaron lo que no aprendí en clases. Me llevaron por senderos que ignoraba. Carlos sabía de música, de folclor, de películas. Conocía los cabarets. Me llevó a ver a Tongolele, a Dámaso Pérez Prado, al California Dancing Club de la colonia Portales. Y Pacheco me llevaba a las librerías. Nunca pude alcanzar su tamaño creativo, pero me nutrieron”, indica.
iba con mi madre. Ella me enseñaba a escoger las frutas, las verduras”, cuenta con alegría. “Hubo una época en que me volví vendedor. Unos amigos libaneses pusieron una tienda de telas y yo los ayudaba a vender por metros: manta, algodón, lana. No era bueno. Me daba pena, porque la dábamos muy cara a los indígenas. Había todavía trueque”, indica. Afirma que le gustaba oírlos hablar en náhuatl (aunque le parecía “un idioma extraño”) y observar su vestimenta. “Pero no podíamos convivir con los indígenas, los papás no nos dejaban acercarnos a ellos, los discriminaban, se pensaba que eran malos”. El autor cuyo primer libro publicado fue Precios del maíz y las crisis agrícolas en México (1969) asegura que para él cada época del año estaba marcada por los juegos —izar papalotes, las canicas, el trompo— y las fiestas religiosas. “Se celebraba la aparición de la Virgen de Guadalupe de una manera muy original. Cada uno de los cuatro barrios del pueblo tenía su cerrito, donde se representaba la aparición de la Virgen a Juan Diego. Todo el camino estaba lleno de faroles. Mis amigos y yo éramos los niños malos que tirábamos a los faroles con ligas”, narra con una sonrisa. “Todo eso fue ideal para mí. Confraternizaba bien con los niños del barrio. Tenía una pandilla. Nuestra familia era bastante pobre, pero yo nunca sentí la pobreza. Era tan alegre el lugar, los amigos, la familia numerosa. Había una tradición de charros, de días de campo, de carreras de caballos, ferias y muchos juegos”, narra con nostalgia ese tiempo que no deja ir, que guarda celosamente en su memoria. Tiempo de estudio El hoy autor de una veintena de libros cultivó el amor por la escuela y el estudio de la mano de su padre, don Enrique, profesor rural que daba clases en los pueblos de los alrededores, quien le aconsejó irse a Córdoba, “una ciudad grande, en la que predominaban los valores comerciales y la ganancia”, para estudiar la primaria, la secundaria y la preparatoria. “Tuve experiencias agradables. Mi padre hizo una escuela, que en el día tenía aulas y en la noche era la habitación donde dormíamos. Había muchos juegos, a pesar de la rigidez. Yo vendía paletas en el recreo. Ahí aprendí la disciplina para trabajar”, recuerda. “Después, en 1956, me fui a Xalapa, a la Universidad Veracruzana. Mi papá quería que yo fuera abogado. De hecho, llegué hasta el quinto año de leyes. Pero tuve la fortuna de que el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán fundara la Facultad de Filosofía y Letras. Y llegó una cantidad de jóvenes que iban de Jalisco y la Ciudad de México y crearon un ambiente extraordinario que determinó mi destino”, prosigue. Entonces, optó por la historia. “Decidí que ya no iba a ejercer leyes. Tuve que hablar con mi padre. Se disgustó, me dejó de hablar un año. Pero yo fui feliz porque fue un cambio fundamental. Después de las clases nos veíamos con los profesores en el café, había tertulias, un intercambio intenso, nos daban tiempo dentro y fuera de clases”. Hacia 1958, el futuro director del Instituto Nacional de Antropología e Historia adquirió independencia económica. “Ya trabajaba en la
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imprenta de la universidad, daba clases en una secundaria y escribía en un periodiquito de los estudiantes de la facultad”. Se refiere a la revista Situaciones, publicación mensual estudiantil de la Facultad Filosofía y Letras; y creó además el suplemento cultural del Diario de Xalapa, que dirigió hasta 1960. “Estando en esas, llegó una persona de El Colegio de México. El entonces director Daniel Cosío Villegas había decidido algo innovador: que en lugar de reclutar a los estudiantes en la Ciudad de México, lo hicieran de las diversas regiones del país, Guadalajara, Monterrey, el Golfo. Y ahí me localizaron a mí”, dice orgulloso. Confiesa que no se atrevía a presentar esos exámenes, “pero mis maestros me animaron y, para mi fortuna, me saqué la beca y vine al Distrito Federal a estudiar en El Colegio de México”. Subraya que esta casa de estudios determinó su formación definitiva. “Fue una época de disciplina exigente y trabajo intensivo. Había pruebas cada trimestre, rigurosas. Debíamos escribir ensayos. Tuve que estudiar inglés más profundamente. Adquirí un método para leer, trabajar y pensar”. Las grandes ligas El actual integrante del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República relata gustoso su educación multidisciplinaria, cultivada por profesores de diversas instituciones. “Entonces no había el encerramiento que hay hoy, sino que las escuelas compartían maestros para que formaran a los estudiantes en las distintas especialidades”. Afirma que la mejor herencia que le dejaron sus maestros fue no sólo una formación académica fuerte, sino la convicción de que ésta implica una responsabilidad social. “Ellos trabajaban para la sociedad, producían obras que leían los alumnos de primaria a preparatoria. Esos grandes maestros, además de ser gente rigurosa, erudita, académica, tenían una responsabilidad con la sociedad. Eso me lo heredaron, el sentido de que también debía servir”. Así fue como en 1965 obtuvo el grado de maestría en historia universal en El Colegio de México y fue becado para estudiar en l´ École Pratique des Hautes Études de París, donde dos años después se doctoró con la tesis “Les Prix du mais a México 1708-1813”. “La mayoría de mis maestros del Colmex había estudiado en París, que era el gran centro de renovación mundial de la historia. Y allá estaba adquiriendo fuerza una corriente que ya no sólo se inclinaba por la historia política, sino por la social y la económica”, detalla. Varios estudiosos galos vinieron a México a tratar de desarrollar esa corriente y don Silvio Zavala los mandó a los archivos capitalinos y federales a investigar temas poco abordados hasta entonces; así fue su encuentro con el maíz. “Fui al Archivo de la Ciudad de México. Vi libros sobre las alhóndigas y los precios del maíz. Fue un gran descubrimiento este tema. Me abrió de inmediato las puertas en Francia, donde había análisis similares sobre el trigo. Esta fusión extraordinaria entre material estadístico y escrito de todo un siglo fue mi tesis doctoral”, apunta. Considera que en esta trayectoria, “desde tener un padre profesor exigente”, hacer la preparatoria en Córdoba, estudiar en Filosofía y Letras en
Compartir siempre A pesar de que don Enrique ha trabajado en diversas instituciones educativas y culturales desde 1968, cuando se incorporó como investigador de tiempo completo al Centro de Estudios Históricos del Colmex, nunca se ha encerrado en las aulas ni en las oficinas. “No me recluí, sino que siempre me interesaron las tareas de difusión y divulgación, de llevar a otros lo que aprendía y compartir el conocimiento. Trabajé en la fundación del periódico unomásuno, de la editorial Siglo XXI, de La Jornada. Formé revistas de la importancia de Nexos. Ha sido una fusión de todos los saberes”, dice. Maestro de varias generaciones de historiadores, también ha hechos logros desde las instituciones. “Cree seminarios sobre historia económica. En el INAH refundé el área de Estudios Históricos, expandí una biblioteca de seis mil a 30 mil ejemplares y abrí campos nuevos en la investigación”. En la hoy Secretaría de Cultura, a la que ingresó desde que se fundó como Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en 1988, lanzó diversas colecciones, entre las que sobresale Biblioteca Mexicana, que ya tiene 55 números, más de 700 autores publicados y 150 mil libros editados, que ahora coedita y distribuye el Fondo de Cultura Económica. “Las instituciones son importantes porque perduran. Si uno puede tener la circunstancia feliz de la libertad, como yo la he tenido, para elegir los proyectos, programas y colaboradores, se puede hacer mucho. Aliándonos, colaborando, hacemos mejor las tareas que encerrándonos en nosotros mismos. Una obra puede ser común”, añade. El autor de Etnia, Estado y nación, ensayos sobre las identidades colectivas de México ha participado además, desde los años setenta, en la creación de los contenidos históricos de los Libros de Texto Gratuitos de la sep, por lo que siempre le ha preocupado cómo se enseña esta disciplina a los jóvenes. “Han mejorado los libros de texto. Pero falta enseñar a los niños a pensar, a apasionarse por lo que les están contando. Se deben aplicar los medios de difusión tan modernos, la televisión, las redes, al salón de clases. Imagínese una pared llena de imágenes históricas, impactantes y atractivas, de los archivos, hemerotecas, fototecas, películas, que permitan vivir la historia casi en vivo”, sugiere con entusiasmo. Consciente de la “impresionante” velocidad a la que está creciendo el conocimiento histórico y de la dificultad que implica estar al día de este “saber descomunal”, Florescano aclara que no tiene intenciones de jubilarse. “Cada vez que termino algo ya me nacieron dos o tres curiosidades más. Estoy trabajando en un nuevo libro, llevo más de la mitad, es una cosa muy nueva”, adelanta sin dar más detalles. Confiesa que además le agradaría hacer una revisión de algunos de sus libros. “Creo que hubo una época en la que no tenía el sentido crítico que ahora tengo. Hay títulos que están largos, repetitivos, que tienen ciertos errores. Pero no sé si me dará tiempo. Me gustaría revisarlos, reeditarlos y, sobre todo, actualizarlos, para que las nuevas generaciones los encuentren más útiles”. De pensamiento ágil y conversación fluida, Enrique Florescano, padre de dos hijas y abuelo de tres nietos, no se cansa de imaginar. Tras disfrutar unos segundos la vista del Paseo de la Reforma que se aprecia desde su oficina, salta a buscar un libro y escribe una dedicatoria. Está pendiente de todo. •
©fce. nacimiento de n e xo s . loren zo me ye r, car los monsi vái s, lui s vi llor o, hé ctor agui lar camí n, josé b la n co , jo s é l u i s r ei n a , tu ti p er ei r a , yo l a n da moreno, alba rojo, julio frenk, arturo barman y enrique florescano. 1978.
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gra ndes hu ma nista s de mesoa mérica
Grandes humanistas de Mesoamérica Después de veinte años de su primera edición, anunciamos la segunda de este magnífico libro, formado por semblanzas de los personajes que han dejado testimonio o indagado en la vida, el pensamiento y las artes de las culturas de Mesoamérica en el pasado remoto y el presente. miguel león-portilla
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l título de este e libro, pareciendo claro claro, re requiere explicación. Comenzaré con la palabra Mesoamérica. Con ella se nombra al área que, en unos tiempos muy extensa y en otros reducida en más de un millón de kilómetros cuadrados, ha sido escenario a través de milenios donde floreció una civilización. Ella provocó asombro en quienes llegando de más allá de las aguas inmensas, la contemplaron, entre ellos Hernán Cortés. Esa civilización fue originaria porque no surgió debido a la influencia de otra. Ello ocurrió hacia el segundo milenio a. C. Se reconoce que surgió en territorio que hoy es parte de los estados de Veracruz y Tabasco. Desde allí irradió luego hacia el área maya, el altiplano central y el occidente de México, el ámbito de Oaxaca y otras regiones del sur de México y en Centroamérica. Mesoamérica, en cuanto a gran área cultural, tuvo ciudades, templos, palacios, escuelas y mercados. En ella había sabios y libros —los códices con pinturas y signos glíficos— y florecieron las artes y el saber. Es verdad que la Conquista dejó a Mesoamérica en peligro de muerte. Sin embargo, muchos rasgos y elementos de la civilización que allí había florecido perduraron en diversos grados. Los descendientes de los mesoamericanos prehispánicos han hecho suyas figuras emblemáticas, entre otras las de la Virgen de Guadalupe y la de Emiliano Zapata. Pertenecen también a los mesoamericanos que viven no sólo en lo que fue la antigua Mesoamérica. Emigrados al norte de México y en muchos lugares de los Estados Unidos, desde el suroeste hasta Chicago y Nueva York.
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Al hablar en estee libro de los humanistas de deremos a quienes, de diversas Mesoamérica, atenderemos do mucho de sus vidas formas, han dedicado vidas, pensa pensamiento y acción al conocimiento principalmente de los antiguos mesoamericanos, pero también a sus descendientes, los millones de mujeres y hombres que viven manteniendo elementos importantes de su legado cultural. Entre otros, conservan sus lenguas, los ingredientes básicos en su alimentación y se distinguen por su modo de ser. Esos millones conviven con la mayoría de la población mexicana sin que pueda trazarse una separación entre unos y otros. Puede decirse que la mayoría de la población de México, Guatemala, El Salvador, Honduras y parte de Nicaragua y Costa Rica a la vez que ha asimilado mucho de la moderna cultura europea conserva en su ser no pocos rasgos de origen mesoamericano. Ahora bien, los humanistas de Mesoamérica no necesariamente son personas nacidas en ella sino, como ya se dijo, hombres y mujeres que, acercándose a la cultura de raíces originarias, la que existió a través de milenios y asimismo a la presencia viviente de quienes hoy mantienen rasgos de esa civilización, atraídos por ello, se acercan e investigan. Nos revelan elementos de lo que fue y, en algunos casos, se interesan también por la situación de los que llaman indígenas, es decir, los más auténticos, descendientes de los mesoamericanos prehispánicos. Y al interesarse por ellos en algunos casos tratan de colaborar con éstos, teniendo como meta su mejoramiento y bienestar. Quienes así obran son humanistas de Mesoamérica. Y puede afirmarse que, desde el siglo xvi los ha habido y hoy, quizás más que nunca, los hay. Por necesidad habré de limitarme en este libro a evocar sólo a algunos. La intención es expre-
hi stori a genera l d e las cosas d e nueva espa ña
sarles reconocimiento reconocimie e invitar a otros, mujeres y hombres, a forma formar parte de quienes merecen el título de humanista de Mesoamérica. Como puede verse, este libro se publica no sólo para hacer recordación de ellos. El propósito, yendo mucho más allá, comprende mantener la participación en el rescate, conocimiento y colaboración. Sea ésta una invitación. ¿Quiénes son los que se recuerdan aquí? Mesoamérica ha atraído la atención de humanistas mexicanos y extranjeros. Esa atracción se despertó desde muy poco después de que ocurrió el encuentro de dos mundos. A partir de entonces las noticias que de esta tierra llegaron a Europa despertaron asombro. Así, entre otros, el maestro de la pintura y el grabado, el alemán Albrecht Dürer escribió en su diario en la fecha tan temprana de 1519: que nada había alegrado tanto su corazón como el conjunto de creaciones que Hernán Cortés había enviado a Carlos V, entre las que había objetos que le parecieron admirables. Y otro tanto expresaron varios humanistas europeos como el cronista Pedro Mártir de Anglería en sus Décadas del nuevo mundo, para sólo citar a dos de los muchos que podrían aducirse.1 Pero si esos humanistas expresaron grandes elogios con sólo haber contemplado algunas pocas creaciones de los pueblos de Mesoamérica, hubo muchos otros que desde el mismo siglo xvi y aún desde antes, hasta llegar a nuestros días, tras ex1 Albrecht Dürer, “Tagebuch der Reise in die Niederlande, Anno 1520”, en Albrecht Dürer in seinen Briefen und Tagebüchern, compilado por Ulrich Peters, Moritz Diesterweg, Fráncfort del Meno, 1925, pp. 24-27.
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grand es humani sta s d e m es oa m é r i c a
perimentar una gran pasión por conocer la grandeza histórica y cultural de Mesoamérica, han dedicado sus vidas a darla a conocer. En este libro, que es continuación y ampliación de otro que el mismo Fondo de Cultura Económica publicó en el año 2000, se reúnen con aquellos humanistas cuyo recuerdo estuvo allí incluido, otros varios que bien lo merecen. En esa primera edición el elenco se inició con la evocación del sabio señor Nezahualcóyotl (1402-1472), poeta y gobernante de Tezcoco que habló de lo que era suyo y que, como otros muchos sabios indígenas, nos dejó el recuerdo de sus palabras. Ellas iluminan lo que hoy con nuestros propios ojos podemos contemplar del mundo prehispánico de Mesoamérica: sus templos y palacios, esculturas, pinturas y otras muchas creaciones. Otros varios maestros indígenas de la palabra podrían presentarse aquí. Me concentro en Nezahualcóyotl como un símbolo, ya que en otros libros, como Quince poetas del mundo náhuatl, los he presentado reuniendo ahí las palabras que nos dejaron dichas. Opto por añadir aquí testimonios sobre las aportaciones de otros también nahuas, uno es Antonio Valeriano de Azcapotzalco, nacido antes de la llegada de los españoles y luego, siendo joven, colaborador del gran fray Bernardino de Sahagún en las pesquisas que nos revelaron no poco de la grandeza cultural de Mesoamérica prehispánica. A Valeriano debemos además composiciones en su lengua materna, de gran belleza, y asimismo textos que escribió en latín que había aprendido en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Además de Antonio Valeriano evocaré también a Fernando Alvarado Tezozómoc, de la nobleza mexica, que nos dejó dos importantes crónicas sobre el pasado prehispánico de su pueblo. Y otro tanto puede decirse de Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, oriundo de la región de Chalco-Amecameca, a quien debemos sus Diferentes historias originales y otros textos en náhuatl. Contemporáneo de éste fue don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, al que también acudimos; alcanzó a trazar imágenes de sus ancestros y de la historia y cultura del reino de Tezcoco. Muy diferentes pero a la vez afines fueron los españoles Vasco de Quiroga y Sebastián Ramírez de Fuenleal. Éste tenía amplia experiencia en el trato con gentes derrotadas por los españoles, cuál era el caso de los árabes después de la toma de Granada. Enviado a México, fue nombrado presidente de la Segunda Audiencia, es decir, del cuerpo colegiado con funciones jurídicas y de gobierno. Vino él a sustituir a Nuño Beltrán de Guzmán, que había cometido crímenes y toda suerte de desmanes. Pronto se interesó por la suerte de los vencidos y asumió su defensa. También se interesó por conocer lo tocante a las realidades naturales y culturales de México, entre otras cosas preparó una descripción geográfica de la región central y asimismo de las realidades culturales del país. Gracias en buena parte a él se fundó el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. A él acudieron centenares de jóvenes nahuas que estudiaron ahí las materias propias de las humanidades y asimismo recibieron lecciones de medicina. Hombre en verdad benemérito, su memoria ha quedado semiolvidada siendo acreedor de reconocimiento. A su vez, don Vasco de Quiroga, “Tata Vasco”, que por su pensamiento y obras ha sido ampliamente reconocido, fue a todas luces un humanista con experiencia de jurista que actuó en España en defensa de quienes lo requerían; llegó como oidor a México y colaboró con Ramírez de Fuenleal. Con su acción logró la supresión de la esclavitud de indígenas y, poco después, la fundación de los “pueblos-hospitales” de Santa Fe. Fueron ellos centros creados para la defensa y apoyo de los pueblos indígenas. Allí Tata Vasco se esforzó por introducir una forma de organización social y política de carácter cristiano. Su inspiración se originó en la Utopía de Tomas Moro. El recuerdo de Tata Vasco perdura hasta hoy en muchos lugares de la que fue su diócesis en Michoacán. Fray Bernardino de Sahagún, franciscano que se había formado en la célebre Universidad de Salamanca y que llegó a México en 1529. A él con razón se le atribuye la invención del método de investigación antropológica en el Nuevo Mundo y la obtención de numerosos testimonios acerca de la cultura de los pueblos de la región central de México en una visión integral. El conjunto de las obras de Sahagún, fruto de sus pesquisas a lo largo de muchos años, es una de las principales fuentes para
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conocer la historia antigua de México. La unesco ha declarado en 2015 que sus obras pertenecen a la memoria del mundo. Asimismo ocupa aquí un lugar el español Francisco Cervantes de Salazar que, siguiendo las huellas de otro gran humanista, Juan Luis Vives, llegó a ser rector en México de la recién creada Universidad. A él debemos, entre otras cosas, unos diálogos en latín sobre la ciudad de México hacia 1550 y acerca de la que fue primerísima universidad. Escribió también sobre la Conquista de México. A esos humanistas sumo ahora la figura de Alonso de Molina, autor del primer vocabulario de la lengua náhuatl, aportación pionera en la lexicografía del continente americano. Fue también autor de una gramática de la misma lengua y de otros textos de considerable interés. Otro humanista que se suma a los presentados aquí es fray Bartolomé de las Casas, varón eximio que dedicó su vida a la defensa de los indígenas y nos dejó obras importantes como la Historia de las Indias y su apologética historia sumaria en la que pasa revista a las grandes creaciones culturales de los pueblos indígenas. Otro defensor de los indios, jurista, filósofo y teólogo fue fray Alonso de la Vera Cruz. Maestro en el Colegio de Tiripetío en Michoacán, tuvo discípulos indígenas como don Antonio Huitziméngari. Maestro en la recién creada Universidad de México, escribió tratados en defensa de los derechos de los pueblos naturales. Fue un genuino humanista de Mesoamérica. Don Carlos de Sigüenza y Góngora es personaje cuya vida se desarrolló durante la segunda mitad del siglo xvii. Admiró profundamente la antigua cultura de Mesoamérica y escribió acerca de ella. Fue un auténtico científico que polemizó con éxito con sabios del Viejo Mundo. Heredó y enriqueció la colección de códices y otros documentos recogidos por don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Ya en el siglo xviii ocupa lugar muy importante el italiano Lorenzo Boturini; llegado a México a mediados de ese siglo, reunió un gran caudal de textos literarios e históricos en náhuatl, varios de ellos relacionados con las colecciones formadas por Alva Ixtlilxóchitl y luego por Sigüenza y Góngora. Su vida, una verdadera aventura, se tradujo a la postre en el legado de la copiosa documentación que alcanzó a reunir. El elenco de los humanistas que aquí reúno comprende además al jesuita exiliado en Italia, en el siglo xviii, Francisco Xavier Clavigero. A él debemos su Historia antigua de México en la que reveló al mundo la trayectoria cultural del pasado prehispánico contemplado a la luz de un enfoque clásico que confirió a su obra la razón de su perdurabilidad hasta el presente. Humanistas más cercanos a nosotros Uno es Manuel Orozco y Berra, que en el siglo xix hizo grandes aportaciones, tanto en el campo de la lingüística mesoamericana como en los de la historia y la geografía. Sus obras después de siglo y medio de publicadas mantienen interés permanente. En los siglos xix y xx la serie de los humanistas de Mesoamérica se incrementó grandemente. Aquí nos fijaremos en algunos. Ángel María Garibay (1892-1967), hombre conocedor de las lenguas clásicas: griego, latín y hebreo, se adentró también en el otomí y el náhuatl. A la literatura producida en esta última lengua dedicó gran atención. Entre sus varios libros sobresale Historia de la literatura náhuatl en dos grandes volúmenes. Con ella se abrió una gran puerta para ingresar al conocimiento de este legado de cultura. Otro humanista que vivió buena parte del siglo xx es Manuel Gamio (1873-1960). Fue arqueólogo, etnólogo, historiador y antropólogo en el sentido más amplio de la palabra. A él debemos trabajos tan célebres como La población del Valle de Teotihuacán y su actuación al frente del Instituto Indigenista Interamericano. A esta pléyade de varones podrían añadirse los nombres de otro buen número. En este libro daré entrada a un paradójico y controvertido José Vasconcelos. Apoyó él la obra pictórica de contenido indigenista de Diego Rivera. Soñó con la raza cósmica y vio en los indígenas un estorbo. Entra aquí porque, a pesar de sí mismo, propició la pintura mural de tema indígena. Y la obra que apoyó con miles de efigies de indígenas quedó para siempre en la conciencia de México. A él, así como a Manuel Gamio, a Ángel María Garibay, a Alfonso Caso, a Alfonso Villa Rojas, a Rosario Castellanos y a Beatriz de la Fuente los traté personalmente y de ello
ofrezco recuerdos por testimonios. Alfonso Caso (1896-1970) a partir de sus estudios de derecho y filosofía se sintió más tarde atraído por conocer el significado de las inscripciones en las estelas prehispánicas de la zona arqueológica de Monte Albán, Oaxaca. Investigó con gran acuciosidad en esa y otras zonas arqueológicas. Descifró el contenido de varios códices tanto mixtecos como del Altiplano central de México. Su actividad fue más allá. Participó en la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia y fundó el Instituto Nacional Indigenista. Desde él irradió varias formas de acción en favor de los pueblos indígenas contemporáneos. A él se debe la organización de los Centros Coordinadores Indigenistas desde los cuales se atendían aspectos comunitarios en la educación, atención hospitalaria, comunicaciones y otros. Fue un hombre de pensamiento y acción. Colaborador durante varios años de Alfonso Caso, Alfonso Villa Rojas (1906-1998) se distinguió como etnólogo e indigenista. De origen maya y profesión inicial maestro normalista, gracias al apoyo que le ofrecieron algunos antropólogos norteamericanos estudió en la Universidad de Chicago y trabajó luego investigando sobre la cultura de varios grupos, entre ellos los mayas de Quintana Roo, los tzeltales, tzotziles y lacandones de Chiapas, así como los mazatecos de Oaxaca. Publicó obras tanto en español como en inglés. Además de trabajar en el Instituto Nacional Indigenista, laboró en el Interamericano y en la unam. En él reconocemos un auténtico humanista de Mesoamérica. Mencionaré al menos a una mujer de excelsa espiritualidad, Sor Juana Inés de la Cruz (16511695), considerada como la Décima Musa. Fue ella autora de una poesía que sigue causando asombro, entre la que incluyó algunas composiciones en náhuatl. Al lado de los varones antes mencionados, es ella presencia imborrable de un humanismo al que cautivó Mesoamérica de la que derivó en gran parte su inspiración. Otro buen número de mujeres deberían incluirse entre quienes dedicaron sus vidas a conocer y dar a conocer aspectos de las culturas que florecieron en Mesoamérica. Sin embargo, la marginación de género que imperó por largo tiempo ha sido obstáculo insalvable. Aquí al menos recordaré a dos mesoamericanistas insignes del género femenino: Rosario Castellanos (1925-1974) y Beatriz de la Fuente (1929-2005). Ambas dedicaron gran parte de su existencia durante el siglo xx a tareas que las hacen acreedoras a recordación y valoración de sus grandes méritos. Rosario Castellanos, de estirpe chiapaneca, además de haber escrito novelas de tema indígena, trabajó en Chiapas al lado de tzotziles y tzeltales. Una muestra de su actividad la ofrece el “Teatro Petul”, acercamiento cultural que cautivó a miles de indígenas. Embajadora de México en Israel, ahí murió dejándonos contribuciones perdurables en relación con los pueblos originarios. Por su parte, Beatriz de la Fuente en tiempos más recientes se concentró en el arte mesoamericano. Entre sus obras, sacadas a luz por la unam, sobresalen sus estudios sobre la escultura olmeca y huasteca así como, sobre todo, su magno proyecto en torno a la pintura mural prehispánica. Alcanzó ella a publicar, junto con el equipo de investigadores que organizó, varios volúmenes sobre pintura teotihuacana, así como de Monte Albán en Oaxaca, de Cacaxtla en Tlaxcala y otras. Y cabe añadir que su magno proyecto continúa guiado por una discípula suya, María Teresa Uriarte, también de la unam. Añadiré sólo que las figuras y las obras de quienes evoco en este libro han sido en distintos modos motivo de admiración y modelo para mi propia verdad. Experimento profunda admiración por tan extraordinarios humanistas. Sus vidas, pensamiento y obras son, como dice un texto en náhuatl, “luz de gruesa antorcha que no ahuma...” Evocarlos es acercarlos a las nuevas generaciones que podrán enriquecerse culturalmente con sus aportaciones. Bien puede decirse que con su saber se fortalece nuestro existir en la tierra. •
Miguel León-Portilla Investigador emérito de la unam y miembro de El Colegio Nacional
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La convulsión existencial de Francisco Hernández Reconocimiento y descripción de la poesía de Francisco Hernández, el movimiento de expansión y contención de sus versos como reflejo de su incertidumbre existencial. hernán lavín cerda
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sta escritura es hija del sueño nocturno. Desperté a medianoche, no, casi en el amanecer, y fui escribiendo como en un rapto lo siguiente: Rubén Bonifaz Nuño, Don Rubén, aquel inolvidable maestro, poeta, ensayista, traductor al idioma castellano que nos llegó por conquista, de aquellos inolvidables poetas y filósofos del mundo grecolatino, así como autor del libro El Arte en el Templo Mayor: México-Tenochtitlan, con estupendas fotografías de Fernando Robles (Instituto Nacional de Antropología e Historia, sep, México, impreso en Japón, 1981). Bonifaz Nuño fue el primero que nos recomendó la lectura de un joven poeta llamado Francisco Hernández, a mediados de la década de 1970. Me invitó incluso a una cafetería o restaurante ubicado en la zona sur de la Ciudad de México, no muy lejos de la unam. Allí se reunían algunos jóvenes escritores en una especie de tertulia semanal sin una agenda predeterminada. Don Rubén, con su juventud y elegancia de espíritu, su buen humor y su sapiencia, nos enriquecía a todos, iluminándonos. Allí vi por primera vez a Francisco Hernández. No era de muchas palabras, pero también palpitaba en él una elegancia de espíritu, acompañada por un sentido del humor de dimensiones imprevistas. No puedo olvidar el interés, o mejor dicho la inquietud, de todos ellos por saber de primera mano lo que habíamos vivido en Chile a raíz del golpe castrense que interrumpió la vida democrática de aquella república sudamericana. Poco a poco fueron desapareciendo del calendario aquellos días y seguimos viéndonos en otros espacios durante algún tiempo: Puebla, Coyoacán y aquel Encuentro Internacional de Escritores en Tabasco, donde Francisco me regaló un ejemplar de su libro Aforismos (Ediciones Monte Carmelo, Tabasco, 2002). No es fácil resistirse a la tentación de reproducir algunos de sus relámpagos aforísticos. Ahí van a modo de ejemplo: 1) “Hablo porque siento el deseo de confesarme: jamás he cantado para celebrar el amanecer y siempre que veo una manzana suspendida en el aire, pienso en el atribulado corazón de Newton”. 2) “El espejo miente. Me paro frente a él y tu imagen no aparece. En cambio, bajo la luz del sol, la sombra que proyecta mi cuerpo es la tuya”. 3) “No hagas ejercicio ninguno. Corres el peligro de vivir más”. 4) “La enfermedad es un bien. Se contagia de boca a boca para manifestarse cuando los labios se desprenden”. 5) “Me río de quienes pasean a sus amantes y a sus perros porque yo no tengo perro ni amante que me ladre”. 6) “Te persiguen abejas por el campo. Corres, saltas, vibras, te lanzas al río y, bajo el agua, escuchas por primera vez la música de tu alma”. 7) “¿Con qué ojos estamos viendo lo que recordamos? ¿Cómo son esas imágenes que han logrado escapar de la trituradora del olvido?”. 8) “Escribo para verme en lo que escribo, para nombrarme en lo que nombro, para oírme pronunciado por mis palabras, para sentirme caminar sin cuerpo por el cuerpo presente de la memoria”. 9) “La cosas guardan en su interior un ruido. No hay nada que no suene en todo el universo”. 10) “Guardo en un frasco el perfume de su entrepierna. No me puedo quitar un revólver de la cabeza”. 11) “Eres una lámpara de la que sólo se ha salvado la luz”. 12) “Si castras a un gato, se convierte en cantante de ópera”. 13) “¿Qué día comenzará la eternidad para nosotros?”
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Ahora voy leyendo, releyendo y estudiando a cuenta gotas, como tal vez sucedía en el Medioevo, los dos tomos publicados recientemente por el Fondo de Cultura Económica en coedición con la Editorial Almadía, México, 2016. La obra se titula En grado de tentativa. El 30 de marzo de 2016, Christian Peña fecha su prólogo “Dramatis personae”, que ofrece al lector un abanico de luces para penetrar paso a paso, leyendo y releyendo, en la propuesta de Francisco Hernández. No resisto a la tentación de reproducir al menos los primeros pasajes de dicho prólogo. Se vale del ensayo del poeta irlandés Seamus Heaney sobre su compatriota W. B. Yeats: “Al leer a Yeats, nos encontramos bajo el influjo de una voz que ofrece simultáneamente expansión y contención. La expansión obedece a la confianza de que la mente ocupa el lugar que le corresponde y dentro de ella cabe imaginar grandes distancias y recorrerlas a voluntad. La contención está presente por la sensación de que una fuerte presión emocional e intelectual topa límites formales y hace fuerza dentro de ellos”. Peña señala muy acertadamente que la expansión y la contención son rasgos determinantes en el ejercicio poético de Hernández, quien siempre se mueve de un modo existencial convirtiendo cualquier posible certeza en un abanico donde sólo reina la incertidumbre, tanto en lo que se dice como en el modo de decirlo o sugerirlo. Hay un constante flujo verbal que oscila entre la colocación y la descolocación rítmica y semántica. La mayor eficacia de su propuesta reside, a mi juicio, en la aparente certeza de su incertidumbre, y esto no es, existencialmente, un mero juego de palabras. Sin duda que el sujeto textual, o hablante lírico o antilírico, está siembre bailoteando o equilibrándose sobre la cuerda más o menos floja donde todo puede ocurrir, por fortuna. “La expansión es el viaje al centro de sí mismo que deriva no en la autentificación de la voz, sino en el andar interminable y colmado de preguntas, propio de la extranjería. Durante ese viaje, Hernández ha descrito con señas particulares y ficticias al sinfín de personajes que forman parte de su drama y que, más allá de ser una galería de retratos, son las notas de una bitácora hallada en el corazón de las tinieblas, el álbum de lo familiar puesto en negativos, el dramatis personae de su memoria. El poeta emprende este peregrinar, pidiendo referencias, preguntando direcciones, calles y nombres en diferentes lenguas, quizá para encontrar el camino de vuelta a su eje, aunque, lo sabe de antemano, eso no sucederá: es el precio de errar en busca de la palabra. La contención, por otra parte, está presente en la manera en que ahonda en la lengua hasta encontrar ‘la sonora oscuridad del hueso’, hasta dar con las heridas profundas de la superficie, el escalofrío de lo cotidiano. En la presión ‘emocional e intelectual’ que la mirada de Hernández ejerce sobre las cosas más a mano se concentra el asombro y lo terrible en contadas palabras, se realiza un ajuste de cuentas con lo que creemos conocido”. Siempre, tal vez siempre, vaya uno a saber, vaya uno, siempre que Francisco Hernández respira y escribe desde la melancolía y a un paso de los límites o más bien en otra dimensión de lo real, emerge desde el fondo del ser una escritura que conmueve. Sin duda que el fenómeno de existir duele por dentro y por fuera. La memoria es un arma peligrosa y de múltiples filos y no podemos escapar de su marea envolvente. La sinuosidad del dolor no sólo físico es una presencia constante. Sólo las transfiguraciones
por medio del arte de la palabra pueden constituir un bálsamo de alivio. Allí se da el milagro de la resurrección de cada día, aun cuando haya que volver a lo mismo de siempre, al modo de un Sísifo que va y viene como la marea del océano, subiendo o bajando sin rumbo fijo y a tientas porque el paso por este mundo no es más que una tentativa donde todo es posible, y lo que finalmente perdura es aquella incierta respiración de la cuerda floja balanceándose en el aire. No deja de asombrarnos esa riqueza que palpita en las variables poéticas de Francisco Hernández. Tan pronto se mueve en la contención lingüística, sin ondulaciones, como en el desborde tocado por la luz y el ritmo de la espesura que parece venir de la tierra caliente: color, humedad, aperturas barrocas sin culteranismos que pudieran llegar a esclerotizar el proceso creativo, sino al revés, y una paleta de muy alto vuelo plástico dando origen a una poesía deslumbrante. ¿Ecos de Carlos Pellicer en más de algún momento? Sin duda, pero muy bien asimilados y convertidos en una singular obra de arte. Digamos asimismo que las aperturas de Hernández son múltiples. Todo lo que toca es transfigurado por dentro y por fuera hasta convertirse, por elevación idiomática y rítmica, en obra de arte. En el mejor sentido del término, el autor de En grado de tentativa está condenado a seguir construyendo la torre infinita del Arte de la Palabra. He ahí su principal misión en este mundo que a veces pone oídos sordos y sólo escucha los otros cánticos de sirenas un tanto malditas, ¿sólo un tanto?, cuyo oficio cotidiano es el cultivo y la difusión de la crueldad que parece no tener límites. La verdad es que Francisco Hernández es ya una voz fundamental dentro de la creación poética que se cultiva en idioma hispanoamericano. Nuevas aperturas, riqueza verbal que parece no tener límites, versos de muy amplia respiración, prosas muy rítmicas y envolventes, poderío semántico, ritmicidad en combinaciones que al fin constituyen visiones inaugurales, naturaleza del trópico, aires veracruzanos y tabasqueños, algarabía subiendo y bajando por aquel túnel de luz de la tierra caliente. Ahora me detengo en su texto en prosa “Para olvidar un poco la tristeza”. Del poeta Carlos Pellicer puede decirse lo mismo que se dice de Carlos Gardel: cada día canta mejor. Y no es una exageración. Regreso con frecuencia a las páginas del tabasqueño y ahí está el joven Carlos saltando sobre los mejores sonidos del idioma y esa prosodia, en vez de sujetarme como otras, me da pares de alas y la fórmula para entrar en el aire con ligereza de aluvión. Lo vi pocas veces. Siempre fui a visitarlo en compañía de Guillermo Fernández. Hablamos de futbol, de los tamales de pejelagarto, de Florencia, de las estelas mayas y del tráfico siniestro de la capital mexicana. Ante su buen humor de calvo meteorito, yo me llegué a sentir como un solemne astrónomo de Monte Palomar. Fue un viajero incansable. Conoció más de medio mundo y amó a su tierra con verdaderos ‘pies geográficos’ y poderosas manos de terracería. Él dijo alguna vez, muerto de risa: ‘El río Sena no le llega ni a los tobillos al Usumacinta y una noche, en el Partenón, dos columnas intactas me confesaron su envidia por las ceibas’. Para mí, su mejor libro es Práctica de vuelo. Y el ‘Nocturno a mi madre’, incluido en Subordinaciones, me conmueve profundamente en cada relectura.
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la convulsión existencial de francisco hernández
Espero que don Carlos esté, todo lo iguana que se pueda, en alguna playa de la palabra Bósforo o en el fondo de un lienzo pintando por Vermeer. Lo seguiré leyendo para olvidar un poco la tristeza y continuaré pensándolo para mirar a Dios transfigurarse en el paisaje.
Ahora vuelvo a mis apuntes y sospecho que al fin mis palabras dicen lo mismo de lo mismo: Francisco Hernández y su instrumento verbal constituyen una misma fluidez que va convirtiéndose en obra de arte con naturalidad y tal vez sin mucho esfuerzo. Digo tal vez porque el camino de la depuración no es fácil y sólo es posible llegar a la cumbre del Arte de la Palabra después de una larga peregrinación. La suya es una escritura polifónica que se desarrolla a través de círculos concéntricos hacia afuera y hacia adentro, apoyándose en lo coloquial y en la tradición poética. Estamos ante un desarrollo escritural que emerge del habla y toda esa erupción de muy amplios y bellos sentidos figurados que van entrelazándose con maestría. Todo puede surgir desde una simple anécdota. Por ahí se despliega entonces el camino de una nueva visión comunicante. Una vez más, no puedo resistirme a la tentación de compartir con ustedes uno de sus textos en prosa que está dedicado a otro poeta fundamental y entrañable: Jaime Sabines. Se titula “Primavera 99”: La primavera viste blusa anaranjada sin mangas y falda corta de pálidos azules. La blusa deja ver el anillo del ombligo y la ceñida minifalda permite descubrir el elástico de la pantaleta. La primavera usa el cabello a rape, aretes en forma de lágrima, no trae brassiere ni calcetines y las uñas, tanto de sus pies como de sus manos, resaltan por la fusión del rojo aberenjenado con el esmalte de la trementina.
hemos dicho que el registro del artista del idioma Francisco Hernández es cada día más amplio, para fortuna de sus lectores y del castellano que nos llegó por conquista y fue quedándose, enraizándose y multiplicándose de un modo festivo entre nosotros. Se ayuda a construir más y más patria, sí, esa reunión de familias, cuando el lenguaje se despliega en toda su plenitud. Lo que corresponde ahora es la difusión de estas obras que pertenecen, como ya se dijo, al muy antiguo, al siempre nuevo Arte de la Palabra. Y ahora me detengo a examinar otro de sus libros misceláneos y fundamentales. Se trata de Diario invento (abril de 1998, marzo de 1999), cuya primer edición es de 2003. Es la varia invención en plenitud, como en aquellas obras de Alfonso Reyes, otro maestro inolvidable. Un sentido del humor de múltiples tonos y la perspicacia, la facultad del asombro, lo inesperado, la cadena aforística, los juegos de cintura, la colocación y la descolocación, los matices, la cocina literaria, y ahora abro al azar alguna de sus páginas (¿un azar más o menos calculado?), y caigo en el 23 de noviembre de 1998: “Un día como hoy murió José Alfredo Jiménez. Sus canciones, al igual que las de Los Panchos, Agustín Lara y Beny Moré, me señalaron caminos de expresión. Ellos decían algo que yo quería decir pero no sabía cómo. “‘Y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir otra mentira. Les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado’”. Y como dicen los que manejan la coloquialidad con lucidez, picardía juvenil y sentido inesperado, ahí va otra de sus incursiones fechada en septiembre 23 de 1998: Hoy, hace 19 años, nació mi hijo Omar. Hoy, hace 54 años, en Londres, murió Sigmund Freud. Praga no es cursi. Salzburgo sí.
La primavera tiene los ojos inyectados de amarillo como las vacas de Namibia y en sus cejas nacen hilos de sudor que al llegar a la arena de su pecho desaparecen.
En el cementerio de San Pedro cuidan las tumbas como si fueran macetas. Los japoneses son turistas desde antes de nacer.
La primavera inventa una diadema de carey blanco y aunque añora sus sandalias de lona, sube a los altos chorros de las fuentes para enseñarnos dónde se juntan los labios de su cielo. La primavera llega a un cementerio repleto de pájaros, admira la explosión de las jacarandas y sin dejar de sonreír, vuelca, sobre la fosa más reciente, el bote de la basura de Dios.
Son numerosos los textos que dialogan entre sí a través de las páginas cuya virtud es ofrecer a los lectores toda la amplitud de registros que van configurando los dominios verbales de Francisco Hernández. Confieso que no sólo he nacido y he vivido, para decirlo nerudianamente, sino también para disfrutar de la música del pensamiento convertido paso a paso, con luz propia, en obra de arte. Soy incapaz de negar que aún me obnubila el Arte de la Palabra emergiendo desde el fondo, hacia la luz, en insólitas y bellas y sorprendentes alianzas. La escritura Hernandina brota a cada instante desde las profundidades del idioma donde al parecer todo es posible: lo culto, lo popular (que al fin es lo mismo), y esos guiños, esas fintas, y a cada instante los beneficios del asombro que surge de una combinatoria inesperada. Detengámonos por un momento en aquel texto en prosa que se titula “A quien corresponda (después de ver la fotografía de una suicida)”. Alumbrémonos con estas líneas donde no deja de palpitar el arte de la palabra: “Les regalo el insomnio, la vejez y el sacrificio del olvido. Les dejo los cien mandamientos de los celos y el infinito drenaje de la envidia. Les ofrezco las futuras arrugas de mis labios, mi útero cubierto por la nieve y los besos ardientes de un esposo con dentadura postiza”. Y algunas líneas después, ya casi en el fin: “Olvídense de mis deudas. Ya les pagué al farmacéutico y a la modista. Me duele la cabeza. La cabeza que está en el corazón. ¿Será mucho pedir que no me tomen fotografías?” La verdad es que Francisco Hernández, desde hace ya un buen tiempo, puede hacer lo que quiere por su notable dominio del idioma, más bien de todas las capas que van configurando aquel idioma hablado y el escritural, sí, el de las “buenas o malas costumbres”, entre comillas, como es obvio. Sus ondulaciones van de lo popular a lo culterano, pero su aparente culteranismo es popular, afortunadamente, y esto no es un mero juego de palabras. Ya
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Brindo por esta belleza pastelera con una cerveza sin alcohol. Y me despido. Ya en el tren, de regreso a Viena, pienso en la desagradable comercialización de Mozart. Ya me habían advertido de los chocolates Mozart, el spaghetti Mozart, los helados Mozart. Pero me quedé con los ojos cuadrados al ver las alcantarillas Mozart, las toallas sanitarias Mozart, el jugo de naranja Mozart, la funeraria Mozart, el club de tenis Mozart, chicles Mozart, cortaúñas Mozart.
Sin duda que todas las voces que palpitan en lo más profundo de Francisco Hernández no tienen pelos en la lengua, por fortuna, y deslenguadamente aparecen y desaparecen y reaparecen en su Diario Invento, pero con una precisión que obedece a su maestría en el uso a menudo muy libre y desusado del idioma. Es casi imposible no disfrutar de sus aciertos y de la convulsión del espíritu, para decirlo como hay que decirlo. Humor corrosivo que parece morir y resucitar a la menor provocación o sin ella. Los invito a que nos detengamos en aquel 1º de noviembre de 1998: Nunca me han gustado ni mi nombre ni mis apellidos. Pero, coño, al menos no me pusieron Anhelo, Primitivo o Masiosare. Hace un par de días leí en el periódico unas declaraciones del hijo de José Alfredo Jiménez. Él reveló que su padre, antes de morir, le regaló The Dark Side of the Moon, la obra maestra de Pink Floyd. Eso habla de la grandeza del compositor guanajuatense. No me imagino la situación a la inversa. Es decir, no veo a David Gilmore obsequiándole a su hijo alguna versión de Ella o de El jinete. Calavera para LA, imitando a Mardonio Sinta: Vino la muerte, chiquita, buscando tu corazón. Te busca por ser bonita, por tu espíritu burlón y por tu risa bendita que iluminará el panteón.
Yo sólo escribo para mi sombra, para esa sombra que la lámpara proyecta sobre la pared, y a ella es a quien debo darme a conocer. Sadeg Hedayat.
Pero será mejor que volvamos al principio, aun cuando me parece que nunca nos hemos alejado de aquellas palabras donde el principio aparece por primera vez en el escenario. Es casi imposible no volver a los orígenes, allí donde emergen desde lo más profundo del ser estas escrituras. Nunca olvidaré aquellas palabras muy amables y siempre generosas de Rubén Bonifaz Nuño, aquel maestro de maestros, en su oficina de la Torre de Rectoría de nuestra muy querida Universidad Nacional Autónoma de México, cuando me invitó a ese restorán de la zona sur para presentarme a Francisco Hernández. Allí comenzó nuestra amistad. Recuerdo que don Rubén me dijo en aquellos días llenos de luz: “Usted, querido maestro Lavín Cerda, al igual que Hernández, se maneja como pez en el agua dentro del llamado verso libre. Por desgracia, yo no puedo. Necesito la camisa de fuerza del decasílabo y del endecasílabo para alcanzar la plenitud y la libertad que tanto necesitamos durante el ejercicio de la poesía, sí, del arte de la palabra”. Aún percibo a don Rubén allá en el fondo de mi memoria y cuando está a punto de leerme una vez más el poema “Tango del viudo”, de Pablo Neruda, que aparece en Residencia en la tierra, uno de los libros fundamentales de la poesía que se ha escrito en nuestro idioma. “Mire con qué maestría se sostiene el ritmo, la cadencia, en medio de un lenguaje que oscila entre lo coloquial y el arte de la palabra. Es sorprendente y muy estimulante. ¿No le parece? ‘Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!/ He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,/ a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez/ tiro al suelo los pantalones y las camisas, /no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes./ Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,/ y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses,/ y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene’. Yo no puedo, maestro Lavín Cerda, cuánto quisiera, pero no puedo”. No se atormente por eso, don Rubén, su poesía es medular y muy equilibrada entre esos dos ejes fundamentales: el sentido y el sonido. Su muy alta poesía, tanto en verso como en prosa, es un alimento ejemplar para todos nosotros. Y qué decir de las traducciones que usted ha hecho de los más notables poetas grecolatinos. Volvamos a Francisco Hernández, ya casi en el final de estas palabras que van dibujando una especie de memoria. Alcanzo a percibir, antes que el aire las borre, algunas de sus palabras escritas al azar, el azar de toda obra de arte, ¿un azar más o menos calculado? O dicho de otro modo: con las palabras de cada día, tocar o más bien encender la luz del milagro, aquella pulsión más o menos prodigiosa que nos está esperando, verbalmente, a la vuelta de la esquina. ¿Se dice así todavía en este mundo? Y con ésta me despido, para decirlo como tal vez hay que decirlo. ¿Por qué tal vez? Digámoslo de una vez por todas y con las palabras de ese bello poema en prosa que parece venir de muy lejos, sí, de muy cerca: “Para sobrellevar el desconsuelo”. El texto palpita y seguirá palpitando no sólo en nuestra memoria: “El sol sale cuando mi madre despierta y los pájaros terminan de soñar cuando dice tres avemarías y una oración que sirve para sobrellevar el desconsuelo. Baja del catre cubierta por un camisón de popelina y se dirige al pozo que está en lo profundo del patio. Recoge su larga cabellera negra, la sujeta con una cinta, se sumerge hasta el cuello en la frescura y canta siempre la misma canción. Después del baño se hace una corona de jazmines, fríe plátanos para el desayuno, sacude el esqueleto de mi padre, dibuja ramas de chicozapote, pega botones y sube al tejado para evitar que el norte desprenda las floraciones de los mangos. Cansada de estos trajines se acuesta en la hamaca, deja resbalar su cabellera por la espalda y se hace de noche”. Hasta aquí llego por hoy, mientras los frutos del mandarino siguen brillando a lo lejos, quién sabe, no muy lejos de la pared del fondo. •
Se los juro: mi próxima agencia va a ser Gayosso y no una agencia de publicidad.
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presentación
Ida Rodríguez Prampolini Hacia la elaboración de nuevas genealogías En La crítica de arte en el siglo xx, el fce reúne por primera vez la obra de la muy reconocida crítica de arte Ida Rodríguez Prampolini, publicada en diarios y revistas, desde 1950 hasta fines de los noventa. Contribución a la descripción de nuevas genealogías del arte moderno y contemporáneo. Publicamos la presentación del libro por el compilador. cristóbal andrés jácome
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ste libro reúne los artículos sobre arte escritos por Ida Rodríguez Prampolini en un marco temporal que va de 1950 a finales de la década de los años noventa con el propósito de contribuir a la elaboración de nuevas genealogías del arte moderno y contemporáneo. Es un hecho innegable que la escritura en torno al arte del siglo xx está experimentando cambios sustanciales desde unas décadas atrás. Producto de investigaciones académicas y planteamientos curatoriales rigurosos, los discursos pautados desde un punto de vista unívoco y apologético han sido criticados a fondo, permitiendo así que actores y objetos artísticos anteriormente desplazados del canon sean analizados.1 Los relatos tradicionales del arte, basados en una aproximación nacionalista, han sido confrontados para establecer, en su lugar, genealogías alternas de los periodos moderno y contemporáneo. En un horizonte intelectual interesado en el reordenamiento de los discursos historiográficos, es necesario tener al alcance el mayor número de fuentes documentales con el fin de sustentar argumentos y estimular el surgimiento de nuevas ideas. Así, este libro es un archivo que desde la producción de una autora en particular arroja datos, testimonios y preguntas para la conformación de actuales y futuras genealogías. Anteriormente, los textos que el lector tiene en sus manos reunidos en un compendio se encontraban dispersos en diferentes publicaciones y algunos de ellos nunca vieron la luz pública. Con el fin de no tener divisiones internas en la producción de la autora, los escritos que conforman este volumen están organizados de manera cronológica. Este orden permite no sólo conocer los intereses y las preguntas que Ida Rodríguez Prampolini se hiciera en torno a las producciones artísticas, sino también percibir cómo en la escritura de la historia del arte subyacen acontecimientos sociales y políticos que enmarcan el pensamiento de sus autores. El trabajo de Ida Rodríguez Prampolini vinculó en numerosas ocasiones las prácticas artísticas con hechos de relevancia social y política en los ámbitos nacional e internacional. Esta sinergia fue tramada por la autora con mayor énfasis en los años setenta para consolidar la teoría social del arte, vertiente metodológica que posicionó, para las investigaciones estéticas, una perspectiva intelectual en México y Latinoamérica durante esa década y las posteriores. Este compendio muestra claramente ésta y otras 1 Ejemplo de ello son las exposiciones Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México, 1952-1967 (Museo Universitario Arte Contemporáneo, México, 2014), Vanguardia en México, 1915-1940 (Museo Nacional de Arte, México, 2013) y La era de la discrepancia. Arte y cultura visual en México, 1968-1997 (Museo Universitario de Ciencias y Arte, México, 2007). A estas recientes revisiones bien puede sumarse el libro de Rita Eder, Tiempo de fractura. El arte contemporáneo en el Museo de Arte Moderno de México durante la gestión de Helen Escobedo (1982-1984), (México, Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Nacional Autónoma de México-Museo Universitario de Arte Contemporáneo, 2010).
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tantas líneas de investigación que pueden derivarse del extenso y plural trabajo de Ida Rodríguez Prampolini. Desde los años sesenta la autora asumió la escritura del arte del pasado en función de explicar la desintegración del arte de su presente.2 En esa década no fue fácil ser crítico de arte e intentar evocar una coherencia ante las rápidas transformaciones de los procesos artísticos. Como lo comprueban varios de los textos aquí compilados, la de los sesenta fue la década en la que se percibe el despojo de cánones artísticos comunes y un sistema de pensamiento único que dictara el desarrollo de las expresiones artísticas. Frente al desbordamiento de los discursos visuales y teóricos, Ida Rodríguez Prampolini dejó de lado las aproximaciones que partían de la representación formal y como contrapunto eligió analizar las obras desde su genealogía histórica. Para la autora, el dadaísmo había tocado el punto cero del arte y a partir de ello se podría articular un sentido para las expresiones artísticas más recientes. En este intento por enmarcar el arte contemporáneo en las tramas de la historia surgen en la obra de la autora distintas especulaciones, asombros y arrebatos que dan cuenta de lo inasible que fue ese contexto. Mientras algunos de los críticos asumieron la crítica de arte como un pretexto literario que servía para tejer paradojas, el trabajo de Ida Rodríguez Prampolini lo hizo desde una postura historiográfica y política que atendió de manera directa el debate y la polémica, al grado que llegó a afirmar que en México no había artistas.3 Esta afirmación responde a su crítica del ambiente cultural mexicano en el que prevalecía una disputa entre arte realista y abstracto que, para la mirada cosmopolita de la autora, había quedado atrás y lo realmente actual en el arte eran expresiones experimentales como la poesía concreta, el arte pop o los entonces llamados environments. El recorrido aquí presentado por la obra de Ida Rodríguez Prampolini comprende también su revisión a capítulos consolidados del arte moderno como el muralismo y el surrealismo. Sobre el muralismo, la autora ha perfilado diversos estudios a lo largo de su trayectoria con el propósito de documentar y postular nuevas interpretaciones, tanto de la producción de la tríada legítima de la pintura mural conformada por José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, como de pintores que han quedado a la sombra de la historia. El interés de la historiadora del arte por el muralismo ha cristalizado en años recientes con la publicación de tres tomos que reúnen a cabalidad la producción mural en México de 1920 a 1940. Por otra parte, la autora cuestionó el surrealismo en los años sesenta a partir de la cómoda aplicación que se hizo del
2 La necesidad de entender los deslindes de su contexto llevó a Ida Rodríguez Prampolini a escribir el libro El arte contemporáneo. Esplendor y agonía (Promaca, México, 1964). 3 Ida Rodríguez Prampolini, “Los pintores: ‘No hay críticos en México’. Los críticos: ‘¿Cómo puede haber críticos si no hay arte?’ ”, Novedades, 9 de julio de 1961.
término para explicar un cuerpo de obras, realizadas en México en las décadas de los años treinta y cuarenta, que escaparon al realismo de la Escuela Mexicana de Pintura y optaron por paisajes y personajes oníricos. La autora echó por tierra la categoría surrealista y propuso comprender este cúmulo de expresiones plásticas bajo la noción de arte fantástico mexicano.4 La propuesta de Ida Rodríguez Prampolini puede entenderse como otro de los síntomas de la batalla simbólica librada en los años sesenta en torno a la percepción y descripción de las artes visuales. En ese contexto de continua transformación de los objetos artísticos, aconteció también el replanteamiento de los estatutos para la escritura del arte moderno. Con el objetivo de contextualizar la visión artística, política y personal que Ida Rodríguez Prampolini plasmara en sus textos, este libro está acompañado de cuatro ensayos preliminares. El primero de ellos, a cargo de Rita Eder, presenta una visión panorámica y puntual sobre la historiadora del arte, en la cual se engarzan sus experiencias personales con el reto que significó para ella adentrarse en las tramas del arte contemporáneo. Para Eder, la perspectiva intelectual de la autora está determinada por la inquietud permanente de cuestionar la construcción cultural de los objetos artísticos y desafiar las convenciones estéticas pautadas por las historias de los estilos y la continuidad de las formas. Un segundo ensayo corre a cargo de Jennifer Josten, quien analiza con suma precisión el programa artístico compartido por la autora y su pareja en los años sesenta, el artista alemán avecindado en México Mathias Goeritz. La dupla Rodríguez Prampolini-Goeritz tejió redes de comunicación con artistas en diferentes latitudes, principalmente en Europa y los Estados Unidos. De acuerdo con Josten, esto responde al interés de la pareja de consolidar en el país una productiva red de contactos que extendiera los límites de exhibición y circulación del arte mexicano. El tercer ensayo preliminar, escrito por James Oles, centra su atención en una pintura que Pedro Friedeberg realizara como regalo a Ida Rodríguez Prampolini. Esta obra consiste en una representación lúdica de la casa que compartían la historiadora del arte y Goeritz en el pueblo de Temixco en el estado de Morelos a finales de los años cincuenta y durante los sesenta. A partir de esta pieza, Oles analiza las ideas arquitectónicas de la época y cómo algunas de ellas, las más afianzadas en el credo funcionalista, fueron contrastadas con la obra pictórica de Friedeberg. El último ensayo, escrito por Cristóbal Andrés Jácome, sitúa a Ida Rodríguez Prampolini en los años setenta. Desde una posición neomarxista, la historiadora del arte se involucra en proyectos de incidencia social directa, como la enseñanza en el municipio de Tlayacapan, Morelos. Este texto permite conocer cómo las ideas de la autora cambiaron radicalmente luego del 68 y entraron en diálogo y tensión con las de otros críticos de su generación. Al relacionar los proyectos intelectuales de la crítica e historiadora del arte con capítulos biográficos, estos ensayos preliminares tienen el propósito de establecer un vínculo entre el proceso de escritura y los componentes sensibles desprendidos del contexto de vida de la autora. Tanto los ensayos preliminares como los artículos recopilados dejan en claro que la visión del arte de Ida Rodríguez Prampolini comprendió panoramas y problemáticas que dejaron atrás las tradiciones académicas asentadas en el repaso de los estilos y las formas. Su obra puede leerse en paralelo con las historiografías que en la segunda mitad del siglo pasado se opusieron a las tramas progresivas del arte y se interesaron más por la problematización de las expresiones visuales. Si desde sus inicios la autora colocó su mirada en la disolvencia de los cánones de los objetos artísticos, en aquellas manifestaciones resultado de una modernidad a la deriva, fue para desestabilizar una tradición discursiva que descansaba aún sobre la idea estrecha del arte como resultado directo de acontecimientos históricos. Su labor se centró en hacer preguntas a las producciones artísticas desde su complejidad simbólica y componer nuevas genealogías para la explicación e interpretación de las artes visuales. Este libro, al ofrecer un compendio de ese pensamiento plural y complejo, busca incentivar la reescritura sobre los procesos artísticos del siglo pasado. •
4 Ida Rodríguez Prampolini, El surrealismo y el arte fantástico mexicano (Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, México, 1969).
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ed i ción conmemorativa
500 años de Lutero Martín Lutero, un destino de Lucien Febvre La conmemoración de los 500 años os de utero la publicación de las 95 tesis de Lutero trae a la mesa un libro que corrigióó la utero historiografía precedente sobre Lutero y los orígenes del protestantismo, ió los profundizó en su teología y advirtió ia. golpes del azar en toda esta historia. ños Fue publicado por el fce hace 61 años con 12 reimpresiones. andrés garcía barrios
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ablar de 500 años de Martín Lutero es buscar los puentes entre este nuestro 2017 y aquel 31 de octubre de 1517 en el que el monje alemán clavó en la puerta lateral de la capilla del Palacio de Wittemberg las 95 tesis que dieron origen al gran cisma protestante en el seno de la Iglesia Católica. Hallar los puentes. Podemos hacerlo con la ayuda de un libro escrito hace 90 años y publicado en español por primera vez en 1956 por el Fondo de Cultura Económica en traducción del entonces joven poeta Tomás Segovia. Se trata de Martín Lutero, un destino, el texto clásico de Lucien Febvre, creador de la escuela de historiografía francesa más influyente del siglo xx, Los Anales. A diferencia de los historiadores que lo precedieron en el tema, que enfocan las consecuencias de la postura de Lutero sobre la Iglesia católica y el mundo moderno, Febvre se concentra en la manera personal en que Lutero enfrentó y creyó resolver las principales dudas de la fe, específicamente el enigma humano por excelencia: la posibilidad o imposibilidad de distinguir el bien y el mal. Siguiendo este hilo, Febvre da la mayor importancia a la experiencia monacal de Lutero, desde aquella mañana de 1505, cuando a los 22 años abrazó los hábitos agustinos, con la esperanza de encontrar paz para su permanente estado de confusión y culpa. El convento no le trajo la tranquilidad esperada pero 12 años después el hombre experimentó una revelación, un exaltado “descubrimiento” espiritual que disipó su tormento. La revelación fue que el cristiano no debería aspirar a ser como Cristo, vana pretensión, sino asumirse como lo pequeño que es con todas sus irredimibles miserias. Sólo aceptándose como intrínsecamente pecador, el hombre podría encontrar paz en la gracia de
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Cristo. A partir de esta experiencia, Lutero fue hilvanando una nueva teología en sermones y conversaciones, no tanto para fustigar al catolicismo corrupto —como solía y suele creerse— sino para compartir con el mundo entero su recién adquirido estado de gracia que lo hacía considerarse un verdadero evangelista. Para su sorpresa, las 95 tesis de 1517 se diseminaron por Europa en un par de meses y fueron de inmediato condenadas por el papa León X como “la obra de un borracho que seguramente se retractará de ellas en cuanto deje de estarlo”. Sin embargo, lo único que los ataques trajeron a Lutero fue una fama creciente y un liderazgo que, contra su propósito original, acabó provocando que al menos 10 reinos de la antigua Alemania se separasen de la Iglesia de Roma. Los avatares políticos que se entretejieron con la teología de Lutero son parte importante de la historia contada por Febvre, sin dejar de subrayar la importancia de la transformación espiritual del hombre: la súbita revelación de que los seres humanos nacemos marcados por el pecado de una forma tan definitiva que nada en nosotros escapa de él, ni siquiera esas que creemos “nuestras buenas obras” se salvan. A diferencia de Erasmo, el héroe intelectual del momento, Lutero aseguraba que en materia de salvación no hay nada que los humanos podamos hacer por nosotros mismos. Dios no tiene con los humanos una relación jurídica, no aquilata nuestros actos de acuerdo con una ley para, al momento de morir, sentenciar si hemos sido buenos o malos. El tema no es otro que la perseverante incertidumbre humana en torno a la bondad y la maldad. Para Lutero no hay nada en la naturaleza racional humana que nos permita despejar esa duda. Sus argumentos son presentados con la retórica angélica y demoníaca del siglo xvi, pero su idea principal es expuesta con claridad y energía: que el hombre sólo puede encontrar la
gracia en la intimidad de su pensamiento, interrogándose a sí mismo con sinceridad, solo frente a Dios, sin intermediarios de ningún tipo. El filósofo contemporáneo Jacques Derrida, insospechable de incurrir en disquisiciones teológicas, dice: “Lo trágico de nuestra existencia es que el significado de lo que vivimos no se determina sino en el último momento, es decir en el de la muerte; ahí puede ocurrir que lo que viví como bello y bueno, muestre que fue malo, que había una mentira en ello”. La aversión de Lutero a los mandamientos tiene antecedentes en uno de sus héroes, Pablo de Tarso, quien también vivió una revelación y desechó la idea de que Dios esté aquí para juzgarnos. Sin embargo (como nos recuerda Karen Armstrong, la gran historiadora del monoteísmo), si Pablo pudo vivir sin ley y difundir ese espíritu de libertad fue porque confiaba en el inminente regreso de Jesús y en el establecimiento definitivo de Su reino. Lutero y sus seguidores no compartieron esta visión pero, con el paso de los años, la renuncia a la ley terminó siendo insostenible. Lutero advirtió que, tarde o temprano, el pueblo conducido sólo por la fe y el amor de Dios, empezaría a desbocarse. Concluyó que los humanos tenemos que asirnos a algo y, ante las revueltas de campesinos que decían seguir su ejemplo, Lutero se acogió al trono de los príncipes y la guerra: justificó la represión de su propia gente y señaló la urgencia de volver a adoptar una ley para someter a la enloquecida naturaleza humana. A partir de entonces—nos cuenta Febvre— muchas de las creencias de Lutero dejaron de ser para él motivo de fe y pasaron a ser sólo ideales. Admirado por millones pero sin el fuego de la juventud, le llegaron la vejez, la papada y una especie de desilusión que el hombre, ya casado y con hijos, calmaba con algunos tragos de más y recurrentes festines. Al final de su vida, cuando todo se había serenado, Lutero gozaba
lucas cr anach
libremente de placeres mundanos como parte de una estrategia contra el mal que quería intimidarlo: “A veces hay que beber un trago de más, y tomar esparcimiento, y divertirse; en una palabra, cometer algún pecado con odio y desprecio del diablo”. Así, si Satanás “viene a decirte: ¡No bebas!, contéstale enseguida: Precisamente voy a beber, puesto que me lo prohíbes, e incluso beberé un buen trago”. Ahora ya sabemos las razones que tenía Lutero para “beber cada vez más mi vino puro, sostener conversaciones cada vez menos recatadas, hacer cada vez con más frecuencia buenas comidas”. La razón es que hay que hacer siempre lo contrario de lo que Satanás prohíbe, pues es claro que su objetivo es intimidarnos, y de esa manera vulnerarnos y hacernos caer. Estas reflexiones pueden ser desconcertantes y hasta hilarantes pero tienen ecos tan modernos como el de Oscar Wilde: “La única manera de librarse de la tentación es ceder a ella. El alma que se le resiste se enferma, y empieza a anhelar lo que esa alma misma se ha prohibido, y a desear aquello que sus propias leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal”. Aquí podemos rematar con una frase de Lutero citada por Febvre y que en más de un sentido tiene resonancias actuales: “Establecer la aduana es crear el contrabando”. Martín Lutero, un destino es una obra que por su visión lúcida, su abundante documentación, su amenidad y su elocuencia nos guiñe el ojo desde el anaquel y nos invita a su relectura. En 2017, la biografía de Febvre no sólo nos ayuda a conocer al hombre que cambió parte del mundo hace 500 años; también nos devuelve palabras antiguas y olvidadas con las cuales podemos reinterpretar dilemas humanos que en nuestra era de incertidumbre vuelven a imponerse. • Martin Lutero, un destino, Fondo de Cultura Económica, colección Breviarios (núm. 113).
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Por el mar de los deseos Las formas culturales del Gran Caribe, la diversidad divers de culturas originarias de la región, reg la presencia de España y Áfric África, el comercio de cabotaje y m todo esto y mucho más de alta mar, se dan cit cita en este libro que amplía y enr enriquece la noción del Caribe. waldo leyva
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uando empezaba a leer El mar de los deseos de Antonio García de León, donde el mar va marcando con su ritmo alterno, con la temperatura cambiante de sus aguas, con el fluir ininterrumpido de sus corrientes que se buscan a sí mismas y acercan y alejan la historia de ese Caribe nuestro, donde están las raíces de lo que somos y el naufragio de tantos sueños que persisten y nos convocan; cuando me adentraba, repito, en las provocadoras páginas de este libro imprescindible que nos reúne hoy y nos acompañará siempre, mi mujer me mostró, en la pantalla de su celular, una suerte de órgano de mar que produce música por medio del empuje de las olas a través de ciertos tubos instalados a lo largo de varias decenas de metros de costa accidentada. Este inusual instrumento fue construido por un arquitecto y músico croata según reza la información. El azar concurrente diría Lezama. Y es que desde las primera líneas de El mar de los deseos, Toño deja establecida la condición protagonista del océano. Allí nos dice: La acústica que el mar improvisa eternamente, el ruido circular e irrepetible de su pulso, el diálogo entre el viento y el estallar de las olas en los farallones apareja el canon de las modulaciones y la cadencia del habla, el ritmo de las caderas al andar. Imprime su huella sobre todo: el acento de la vida, el paso de las horas, los gustos y los sabores. Nunca idéntico a sí mismo, monta su escenario cambiante [...] respondiendo al reto de la naturaleza con nuevos argumentos, adaptándose y contrapunteando con el horizonte.1
El mar es el hilo conductor, la necesaria guía que nos lleva, de la mano magistral del autor, a través del accidentado y fascinante transcurrir de la historia de ese Caribe insular que nos define, confirmándonos que esta región de nuestra América se comprende mejor si la asumimos, más que por sus límites geográficos, como un hecho cultural único y diverso, donde se integran y entrecruzan, como sus vientos, tanto los restos de las culturas aborígenes que le dieron su perfil primero, como las muy diversas que fueron arribando a sus costas y terminaron fundiéndose en el crisol de donde brotó
1 Antonio García de León: El mar de los deseos, Fondo de Cultura Económica, 2016, P.13
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nuestra identidad. No se debe olvidar, para entender lo que somos —y hablo como caribeño—, la condición de insularidad que nos caracteriza y lo peculiar de esta naturaleza. Somos hombres y mujeres de una isla, y esa condición geográfica nos obliga a mantenernos naturalmente dispuestos a asimilar, o por lo menos a tener en cuenta, todo lo que nos llega, como el agua y el viento, por cualquiera de los puntos cardinales. Una isla no tiene fronteras que cerrar y esa misma circunstancia, en lugar de hacernos vulnerables culturalmente, nos prepara para asumir, adaptándolas a nuestra idiosincrasia, las más diversas influencias. Para el isleño el mundo siempre será suyo, sobre todo, porque posee un puerto donde tiene anclada su raíz. Una de las varias y fundamentadas tesis de este libro, que comparto sin reservas, es aquella donde Toño establece que no podemos seguir hablando del encuentro de dos culturas para definir el proceso de conquista y colonización. Lo que hallan los navegantes que desembarcan en nuestras costas no es una región culturalmente homogénea sino una geografía integrada por culturas diversas y de desarrollo desigual, que van desde las que están todavía en el estadio de la recolección, como los guanajatabeyes de la región occidental de Cuba, hasta las muy desarrolladas como las que habitan las regiones de México y el sur de América. La otra observación que nos hace el autor y que forma parte de los cimientos de toda la obra, se refiere al reconocimiento de la presencia vital de África, de su cultura múltiple, en el proceso de formación de la identidad caribeña, tanto de ese Caribe que forman la multitud de islas grandes y pequeñas que asientan en el mar como lo que él llama El Gran Caribe, que incluye a todos los países con costa a ese mismo océano. No se puede hablar del encuentro de dos culturas, nos advierte Toño, aun cuando hablemos de España y África como componentes esenciales de lo que sería después la identidad caribeña y americana. No olvidar que estas dos regiones del mundo son ejemplo de culturas nacidas de un permanente entrecruzamiento y fusiones profundas. En particular España. No creo que exista alguna región de la península ibérica ajena a esa condición mestiza, ni siquiera aquellas donde se intenta reconstruir una curiosa autoctonía cultural, distante de contaminaciones. Los signos esenciales de esa identidad se fueron enriqueciendo en el permanente intercambio histórico que marcó, y aún marca, la geografía española. Ese proceso le confirió a España su verdadera fuerza y su belleza y fue, qué duda cabe, el que le permitió estar en capacidad de extender y mantener viva su cultura más allá de sus fronteras. En El mar de los deseos, Antonio García de León nos muestra, con una insuperable minuciosidad, todo el proceso de formación de una cultura nueva, que se va forjando a lo largo de los siglos y que todavía hoy se sigue consolidando, porque la identidad es un proceso, no es algo que cuaja en un momento dado y no sufre alteraciones. En todo ese transcurrir tiene una importancia vital el comercio. “La estructura básica sobre la que se formó el Caribe histórico y geopolítico posterior a la conquista —nos dice García de León— es el comercio a corta y gran distancia. De estos circuitos comerciales derivan muchas de sus diferencias y similitudes, y de la intensidad del tráfico los contornos de su vida cotidiana y la reproducción de sus rasgos”.2 El lector encontrará en este libro, estudiadas hasta el más mínimo detalle, las características de esa vida comercial, sus peripecias, lo que significó en cada etapa, su importancia en la formación “de redes que forman pisos de intercambio” por donde se desplazan los elementos esenciales de la cultura que se va gestando dando origen a diversas formas de lenguaje donde la música y la lírica tienen importancia fundamental. En este libro Toño se dedica, con particular minuciosidad, a rastrear los elementos culturales que caracterizaban a ese primer Caribe nacido de la conquista y colonización. Ese Caribe inicial, nos dice, fue desapareciendo a medida que cambiaron las coordenadas históricas y sociales pero se le puede descubrir en lo que hoy somos. Restos de ese naufragio son visibles en la cultura musical, en la lírica popular, en las distintas lenguas nacidas de la fusión de idiomas que nos llegaron de Europa y que se mixturaron con los residuos de las lenguas originales para dar paso a otra manera de nombrar las
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cosas. “La huella de esa integración semántica aparecerá de inmediato en los textos más tempranos de las crónicas de indias”3 Se puede seguir, a través del discurso del autor, el proceso de consolidación de esa identidad caribeña a lo largo de los siglos xvi y xvii. El libro nos va llevando, paso a paso, por ese largo y difícil transcurrir donde la música en particular y otras formas del arte y la literatura, como la poesía, tienen mucha importancia. No es hasta el siglo xviii en que ya se puede hablar de un perfil definitivo de esta región de nuestra América. Es en este siglo “cuando se [logra] una mayor decantación colectiva, cuando el Caribe es ya en lo cultural un área de mayor coherencia”.4 Llegado a este punto de mis comentarios sobre el Mar de los deseos, me di cuenta de que me estaba dejando llevar por la fascinación del mundo en el que nos sumerge, de manera magistral, Antonio García de León, y la tentación de reflexionar de un modo más abarcador sobre el texto me estaba ganando y corría el riesgo de aventurarme en algo más cercano al ensayo sobre el tema y no a comentar la obra, que es lo que se me pidió. El mar de los deseos es, efectivamente, un libro fascinante. Tiene el rigor de la investigación científica donde cada aseveración cuenta con una sólida fundamentación; está escrito de manera que el lector transcurre por sus páginas sintiendo el placer de adentrarse en los más complejos procesos que dieron origen al nacimiento de un mundo nuevo, de una cultura nueva y, al mismo tiempo, disfrutando una prosa diáfana marcada a ratos por la más auténtica poesía. Antonio García de León posee saberes diversos y en esta obra podemos confirmar sus conocimientos musicológicos e históricos, su condición de crítico literario, su dominio de los secretos de la música, así como ciertas dotes de narrador que le permiten establecer un hilo conductor a través del cual se mueve todo el entramado del texto y, ya lo he dicho, una muy especial sensibilidad poética. Esto le ha permitido entregarnos una obra donde confluyen, sin excluirse y dialogando armónicamente, el conocimiento científico, el rigor histórico y el análisis de los procesos artísticos y literarios vistos desde las peculiaridades de cada manifestación, y todo ello apoyado en las más rigurosas metodologías de la investigación. El libro está dividido en tiempos, como una pieza musical, donde el mar es el instrumento protagónico. Un primer tiempo referido al nacimiento de los que llama El Gran Caribe, donde se estudian todos los procesos de mestizaje, el tejido del comercio, el papel jugado por los puertos, alrededor de los cuales se fueron creando las nuevas ciudades, en cuyas ferias se fue dando a conocer la nueva voz nacida de los entrecruzamientos múltiples. Me gustaría destacar en este capítulo lo que llama Toño, “el barroco popular americano”. Si algo nos define es esa condición barroca que marca todos los elementos de nuestra naturaleza y cultura. Aquí, el autor se detiene en el nacimiento de los signos de la cultura popular y la importancia que tienen, en esa formación, los procesos de ida y vuelta o lo que él llama “tornaviajes de la historia y la tradición”. El segundo tiempo lo dedica a estudiar el cancionero colonial. Aquí nos recuerda cómo llegaron las coplas, que terminaron siendo nuestras, y cómo las devolvíamos a la península envueltas en otras tonalidades donde el ritmo de estas tierras les daban su voz definitiva. En este capítulo se estudia el mundo guajiro, la relación especial que tuvo en nuestra tierra lo culto y lo popular. Hay un apartado donde se estudian los “sedimentos de la tradición popular”. Allí, el autor se detiene, con especial interés, en la “lírica popular como reminiscencia” de los siglos de oro, para demostrar cómo aún pervive en las tradiciones orales de la poesía cantada en el caribe insular; pienso en Cuba y Puerto Rico, y también en ese caribe de tierra firme bañado por el mar. “En el litoral sur de Veracruz, por ejemplo —y es algo que coincide con el resto del Caribe— subsiste la costumbre de cantar versos ‘sabidos’ alrededor de la música campesina propia de la región, en los llamados fandangos de tarima y en las fiestas tradicionales, donde los versadores cantan plantas fijas e improvisadas dentro de un cancionero compuesto por un medio centenar de sones que acompañan a la danza efectuada por mujeres y por parejas”.5 3 Op. Cit. p. 43 4 Op. Cit. p. 52 5 Op. Cit. p. 194-95
El tercer tiempo, último capítulo del volumen, está dedicado precisamente al estudio de las décimas, sones y aguinaldos que forman parte de nuestra tradición lírica. Es este capítulo el que me resulta más cercano por el interés que, durante años, me ha movido al estudio y la divulgación de la décima como forma literaria y como expresión poética de nuestra cultura popular. La décima constituye, sin duda, uno de los signos de identidad cultural del Caribe y está presente, por similar valía, en otras regiones de nuestra América. En este tercer tiempo, el autor estudia con mucho detenimiento todo lo relacionado con lo que algún estudioso cubano llamó el complejo de la décima, es decir, su naturaleza literaria, su estrecho vínculo con la música, su capacidad performática y su teatralidad. Precisa García de León que la estrofa de diez versos que llega a nuestras tierras y es asumida como propia, es la que estructuró, en un orden determinado de rimas, el poeta y músico rondeño Vicente Espinel. Desde entonces y aún hoy se le llama espinela a esa variante de la estrofa de 10 versos tan cara a la tradición poética española. La décima es, sin duda, una de las más universales formas expresivas de la poesía popular de la América hispana, y así lo deja establecido Toño, en este libro. Está presente en la obra de autores de las más diversas épocas y generaciones y es la preferida de los poetas improvisadores. Llegada en los primero años de la Conquista junto a otras formas tradicionales de versificación, que también tuvieron asiento en nuestra extensa geografía, esta estrofa —especialmente su variante espineliana— se convirtió, de manera natural, en el medio que encontraron nuestros hombres y mujeres de la tierra para transmitir los más variados sentimientos. Muchos investigadores y estudiosos del tema se siguen preguntando, aún hoy, el porqué de esta elección, sobre todo si se tiene en cuenta su compleja estructura que la convierte en una de las más reconocidas joyas del Barroco. La espinela cumple con creces las aspiraciones de atrapar lo infinito que animaban la estética y la filosofía de ese movimiento. Su carácter circular, símbolo por excelencia de esta escuela, le permite ser leída o cantada de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba, e incluso buscar su principio y su final en otras partes de la estrofa, artificio que todavía hoy ponen en práctica muchos poetas repentistas cubanos. Los poetas del Barroco experimentaron con muchas variantes estróficas y trataron, al igual que lo hicieron los arquitectos y los pensadores, de buscar la continuidad como única vía para alcanzar la inmortalidad. Esa idea de que el fin puede ser el comienzo y a la inversa, borra todas las fronteras entre la vida y la muerte, entre el hoy y la eternidad, entre el hombre y el Universo; convierte la vastedad en un punto y éste en el origen de lo ilimitado. Sin embargo, en la búsqueda incesante de estos poetas —que no era más que otro instante en el desarrollo del conocimiento— muchas de esas construcciones poéticas no pasaron de ser mera retórica, insustancial arquitectura del ingenio. La espinela no, en ella se fundieron armónicamente la palabra y la esencia de una época y es ésa una de las razones, quizá la principal, de su permanencia en la literatura y, sobre todo, en la expresión poética de la oralidad. En este capítulo encontrará el lector un estudio sobre la Versada decimal tan cara a la tradición mexicana, se detendrá en lo que él llama las plantas americanas, donde vuelve sobre la estructura estrófica espineliana y nos recuerda algo que a veces no tenemos en cuenta, me refiero a que la estrofa de 10 versos era usada en la España de los Siglos de Oro por poetas de renombre, y también lo fue en nuestras tierras de América en distintos momentos de nuestra historia, sin excluir el presente. Recordemos sólo a sor Juana. Por último, García de León nos ofrece la extensa bibliografía y el amplio repertorio de fuentes documentadas que le sirvieron de apoyo para la realización de esta investigación que desembocó en este Mar de los deseos que tanto placer y conocimiento me ha aportado. Creo que es un libro que se lee con deleite, la mejor manera de entrar en el conocimiento. A través de sus páginas me he reconocido, además, como parte de una identidad cultural que se forjó a lo largo de varios siglos, integrada por diversas sangres y voces que siguen formando parte de mi modo de ver y asumir la realidad. Gracias, Toño. •
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Monedas en la fuente Fragmento de Última escala en ninguna parte del inolvidable Nacho Padilla, juguetón y serio como siempre, esta vez con su protagonista zarandeado por el destino, las advertencias de un tío filosófico, una pelirroja misteriosa, toda una trama. Próxima publicación de la colección A Través del Espejo. ignacio padilla
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Cómo llegó tanta gente a dedicar tanto tiempo a viajar hacia ninguna parte? ¿Y cómo empecé yo mismo a vivir entre aviones y aeropuertos? De entrada, quiero aclarar que no es culpa de los aviones. Ni de los aeropuertos. He tenido mucho tiempo para pensar en este asunto y ahora puedo asegurar que la culpa la tienen las fuentes. Sé que no todos los viajeros frecuentes comenzaron sus viajes como yo. Hasta los viajes más largos tienen un principio, y ese principio siempre es distinto. El mío comenzó en la Fuente de la Cibeles, donde hace más de cuarenta años arrojé una inocente moneda en mi primera visita a Europa. La idea de las monedas me la había dado mi tío Maclovio unos días antes de mi partida. Así que él es en buena parte responsable de lo que me pasa. Me imagino que los demás viajeros tendrán también alguien a quien culpar. ¿Quién no tiene un tío Maclovio o una tía Maclovia que siempre mete la nariz en las vidas ajenas? Nadie está a salvo de tener algún pariente que se emociona muchísimo cuando se entera de que pensamos salir de viaje. Te dan mil consejos y dos mil palmaditas en la espalda. Te encargan que saques muchas fotos, te piden que les envíes postales y algunos hasta te exigen que les traigas un salchichón gigante, un libro pesadísimo que no van a leer o hasta un puñado de arena de cada playa que visites. Con cara de sabihondos y experimentados viajeros, los tíos Maclovios nos advierten además que no olvidemos arrojar una monedita en cada fuente que se cruce por nuestro camino, porque eso, dicen, garantiza que algún día el destino nos lleve de vuelta a ese lugar maravilloso. Mi tío era uno de esos tíos Maclovios. Digamos que era el más Maclovio de los tíos. Le daba por entrometerse en los viajes ajenos aunque él mismo fuera el opuesto exacto de un viajero: nunca, que yo sepa, salió de nuestro pueblo. Es más: nunca lo vi fuera de su casa. Era demasiado gordo y tal vez demasiado perezoso para moverse. Se la pasaba sentado en el cobertizo de su casa o frente a sus libros. Si le preguntaban por qué no estiraba un poco las piernas, mi tío respondía que su frágil corazón no estaba hecho para las emociones fuertes. Lo inesperado lo ponía nervioso y lo desconocido de plano lo aterrorizaba. —Cuando uno viaja hay que ponerse en manos del destino —me decía mi tío Maclovio mientras tomábamos una limonada en el cobertizo—. Y el destino, sobrino querido, es demasiado caprichoso. El destino no es de fiar. —¡Pero de eso se trata, tío! —replicaba yo—. Los viajes deben sorprendernos siempre. —No lo creo —decía él—. No me gustan las cosas que no puedo controlar ni prever. Cualquier día estás en un país lejanísimo, pierdes tu pasaporte y te meten a una cárcel maloliente llena de piojos y ratas y políticos. Otro día planeas un día de campo y se desploma sobre tu cabeza la peor tormenta. En los viajes la gente te habla como si nada en idiomas que nadie entiende. Y entonces puede ser que pidas sopa y te sirvan un filete. Yo, sobrino mío, soy vegetaria-
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no. Además, si te mueves demasiado por el mundo, puedes llegar a un punto a partir del cual ya no te será posible regresar. Así que mejor me quedo aquí, tan tranquilo. No es que a mi tío no le interesara conocer lugares más allá de nuestro pueblo. Pero para eso estaban los libros, decía él. En los libros viajar no se sale de control, no mucho. En los libros no picaban los mosquitos que transmiten la malaria ni hacía falta hacer largas filas para entrar en museos. En los libros tampoco era necesario arriesgarse a probar comidas indescifrables ni escuchar saludos o insultos en idiomas también indescifrables. En un buen libro de aventuras o en una guía de viajes uno podía visitar países remotos sin tener que abandonar el cómodo sillón de casa. Todo eso, en opinión de mi tío Maclovio, bastaba para ser un gran viajero. Siempre era más seguro que otros se tomasen el riesgo de desplazarse y le enviasen postales y le contasen lo que habían visto. Así quedamos todos a salvo y tan contentos, concluía. Pues bien, fue ese mismo tío Maclovio quien me dijo lo de echar monedas en las fuentes. Me dio otros consejos y me hizo otros encargos, pero yo sólo recuerdo lo de las monedas. Me lo advirtió la tarde en que fui a despedirme. Durante meses yo había empacado mis cosas con cuidado y había estudiado con atención los lugares que deseaba conocer en Europa. Hasta me había despedido de mi novia Anacoluta prometiéndole que regresaría pronto cargado de regalos, con una larga barba y mucha experiencia acumulada. eseo en ese Claro que no le dije que mi mayor deseo nuto. Quemomento era salir de aquel pueblo diminuto. samente a ría ver el mundo y acercarme peligrosamente egún mi tío ese punto del viaje a partir del cual, según nsiaba que Maclovio, ya no era posible regresar. Ansiaba me hablasen en idiomas extraños y que me sirviesen filete aunque hubiese pedido sopa. En fin, queo destino al ría ponerme en manos de ese caprichoso que tanto temía mi tío. Y eso fue precisamente lo que sucedió:: el destino caprichoso me tomó en sus garras, me lamió, me arandeó de empujó al punto de no retorno y me zarandeó rme. Ahora tal manera que todavía no logro reponerme. o Maclovio, que lo pienso, no debí despedirme del tío onsejo. En mucho menos debí hacerle caso a su consejo. cuanto llegué a su casa, antes siquiera de decirme hola y adiós, mi tío me advirtió que no olvidase era visitanarrojar monedas en las fuentes que fuera bro con las do en mi camino. Luego me mostró un libro tes bellísifuentes más famosas de Europa. Fuentes es. Fuentes mas y cristalinas en ciudades brillantes. vas, solemrodeadas por estatuas que parecían vivas, ra cumplirnes, alegres de recibir mis monedas para eces. No lo me el deseo de volver a ellas muchas veces. ente: al ver pensé mucho, o quizás no lo dudé suficiente: aquellas imágenes en la guía de mi tío Maclovio le prometí que seguiría su consejo al pie de la letra. Y ése fue mi primer error.
vinieron muchos otros errores que se han ido encimando como en una gorda bola de nieve. En ese momento no me di cuenta de que estaba cometiendo otro error morrocotudo. Entonces me pareció más bien un acierto. Por eso, ay, lo cometí varias veces. Y fue eso lo que me perdió. No bien llegué a Madrid me topé con la Fuente de la Cibeles, que cae de camino hacia el Museo del Prado. Al verla recordé enseguida la promesa que le había hecho al tío Maclovio. De modo que arrojé en la fuente una hermosa moneda de cien pesetas. Así de fácil. No sabía entonces que con ese sencillo gesto estaba comenzando mi largo viaje hacia ninguna parte. La moneda se hundió despacio en el agua que salpicaba los pies de dos hermosos leones de bronce. Miré alrededor de mí, nada había cambiado: otros turistas se paseaban por ahí, algunos se tomaban fotos y otros más, como yo, arrojaban sus monedas en la fuente. Me hizo gracia ver a tanta gente haciendo lo mismo que yo, como si también a ellos les hubiera aconsejado un tío Maclovio japonés o escocés o alemán. Aquello me hizo sentir muy bien, como si todos perteneciéramos a una misma familia universal. Me invadió un deseo inmenso de volver a encontrarme con ellos ahí mismo en un futuro cercano. Sólo por no dejar, arrojé en la fuente otra moneda. Mientras lo hacía, vi que una hermosa muchacha pelirroja buscaba quien le tomase una foto. Me ofrecí a ayudarla. Luego ella me tomó una foto a mí. Después le pedimos a un señor muy serio que nos tomase una foto juntos arrojando más monedas bajo las ruedas mojadas del carro de la diosa Cibeles. Finalmente la pelirroja me dio las gracias, arrojó con elegancia una última moneda en la fuente, me sonrió y se fue. Lo mismo fui haciendo el resto de mi viaje, o en lo que yo creía que era el resto de mi viaje. Fui a Italia y arrojé en la Fontana di Trevi tres monedas de cien liras y hasta un billete de mil liras que tardó un rato en hundirse. En Londres fui aún más generoso y arrojé en la Fuente de Trafalgar una moneda gorda de cinco libras. En alguna de esas fuentes volví a toparme con la hermosa pelirroja que había conocido en Madrid. Nos saludamos, nos tomamos más fotos y nos despedimos sonrientes como la primera vez. Nunca le pregunté su nombre ni ella me preguntó el mío. Ambos al parecer llevábamos prisa y creo que de algún modo sabíamos que volveríamos a encontrarnos muchas veces en el largo viaje de la vida. En fin, pronto perdí la cuenta de las fuentes que había visitado y de la cantidad de monedas que había arrojado en ellas. Sin darme cuenta agoté mi dinero en esa extraña actividad. Dejé de interesarme en los museos y los grandes monumentos, y acabé por escoger sólo ciudades que tuvieran fuentes famosas, o no tanto, para echar en ellas mis últimas monedas. Creo que llegué incluso a olvidar para qué se arrojaban monedas en las fuentes. Cuando vi que no me quedaba dinero y se acercaba la fecha para volver a casa, descubrí que apenas había visitado uno o dos museos y que no recordaba haber probado ningún platillo exótico o memorable. Echar monedas y tomarme fotos echando monedas en aquellas fuentes habían dejado de ser un medio para volver y se habían convertido en mi único fin. •
Mi segundo error El segundo error lo cometí muy pronto, to, apenas unos días después de emprender mi viaje. iaje. Luego
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La frontera nómada Sonora y la Revolución mexicana héctor aguilar camín
La vida secreta de una hoja steven vogel
Steven Vogel busca con esta obra adentrar al lector al fascinante mundo de la ciencia a través de una presentación detallada de los aspectos físicos, biológicos y químicos de las hojas de los árboles y plantas en los niveles micro y macroscópico. De esta manera muestra cómo el estudio de este organismo puede ayudar a comprender los fenómenos naturales que suceden en todo su ecosistema y la manera en que afectan a quienes viven en él. El texto está escrito en un lenguaje ameno y fluido, lo que posibilita la fácil comprensión de términos muy especializados. Provee instrucciones para realizar experimentos en casa, con el fin de que el lector pueda comprobar las teorías que se exponen en el libro. Incluye un anexo de símbolos, abreviaciones y conversiones para mayor comprensión, así como un índice analítico para consultar conceptos.
Desmitificar la Revolución mexicana no sólo requiere de una mente brillante; también necesita el respaldo de una investigación exhaustiva, misma que Héctor Aguilar Camín realizó para encontrarse con el desmoronamiento de los “héroes de la historia mexicana” y describir en cambio hombres errados, convencionales y ambiciosos. La complejidad del trabajo de Aguilar Camín es a la vez amable con los lectores, pues su estilo fluido facilita el recorrido por los territorios de Sonora, donde se gestó la Revolución en buena parte. Partir de este punto es sólo tomar la punta del hilo a desmadejar y examinar sin reparos. Esto no se traduce en un afán destructor de este proceso histórico, es más bien un intento brillante por desvanecer las ideas apasionadas e incluso idílicas, un reconocimiento de nosotros mismos en las figuras sonorenses muy alejadas de las figuras inmaculadas y bienhechoras. En el prólogo a esta edición, el autor se autocritica por exigir que la Revolución hubiera sido como él querría, en vez de describir lo que fue en realidad (véase Gaceta del fce, núm. 551, noviembre de 2016).
Ver con los otros Comunicación intercultural jesús martín-barbero y sarah corona berkin
El presente estudio crítico aborda el problema de los modos de ver desde la hegemonía occidental. A partir de una perspectiva antropológica, los autores debaten acerca de cómo se construye la imagen de nuestra cultura, al mismo tiempo que se preguntan cómo podemos comunicarnos con otros grupos culturales. La obra tiene como principal objeto de estudio las imágenes y la manera en que observamos. Para Jesús Martín- Barbero y Sarah Corona la imagen define el lugar social de las personas y en ese sentido se encuentra vinculada a problemas como la exclusión, la reproducción de estereotipos, la discriminación y los obstáculos para el desarrollo de la comunicación intercultural. Se exponen casos específicos en los que la otredad ocupa un lugar preponderante en la construcción del conocimiento de uno mismo y del entorno. Se trata, en resumen, de un ejercicio reflexivo sobre la compatibilidad de ambas nociones en las circunstancias del siglo xxi. comunicación 1ª ed., 2017
historia 1ª ed., 2017
ciencia y tecnología 1ª ed., 2017
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La perenne desigualdad
José María Velasco, pintor de paisajes
Cuentos populares mexicanos
fausto ramírez rojas
fabio morábito
José María Velasco, pintor de paisajes es mucho más que una biografía, ya que se centra en el análisis descriptivo de la estética y el contexto en que Velasco vivió: recoge y sintetiza con maestría momentos cruciales de la historia de México a la vez que ofrece una exquisita descripción estética del paisaje pictórico de la época en que produjo su obra el pintor nacido en 1840 en el Estado de México. A lo largo de estas páginas —y en las casi 60 láminas que acompañan el texto—, el amante del arte pictórico podrá apreciar la obra de Velasco en una dimensión apasionante y novedosa. La tarea de Fausto Ramírez Rojas se ha centrado en revisar el arte hispanoamericano del siglo xix, particularmente las estéticas simbolista y modernista. Es autor también de los libros: Saturnino Herrán, Arte del siglo xix en la Ciudad de México, La plástica del siglo de la independencia y Crónica de las artes plásticas en los años de López Vela de, 1914 Velarde, 1914-1921. Ha colaborado con el Museo N Nacional de Arte y con el Metropolita Metropolitan Museum of Art de Nueva York.
Nuevos cuentos e ilustraciones enriquecen esta segunda edición de Cuentos populares mexicanos, donde Fabio Morábito agrega 25 historias que se suman a las 125 existentes, concluyendo así este portentoso proyecto que es resultado de una minuciosa investigación etnográfica y lingüística de los relatos de tradición oral más representativos del país, tanto en español como en lenguas indígenas. Esta antología sobresale por trasladar la literatura oral a la palabra escrita, y muestra que el cuento mexicano no es distinto de los de otras culturas, pues los temas y las historias son los mismos: el amor, el hambre, la rivalidad, los celos, la envidia, la magia, la búsqueda, el viaje, entre otros. La pluma literaria de Morábito y su experiencia como cuentista le han permitido imprimir autonomía a estas historias y conservar su espíritu y la expresividad de la región de donde provienen; para ello, ha realizado un trabajo muy fino de reescritura, asumiéndose siempre como un adaptador, como un traductor al servicio de estos cuentos y dotándolos de unidad lingüística y estilística. Los criterios principales que Morábito fijó para seleccionar estos cuentos fueron ofrecer al lector narraciones representativas de todas las regiones de México y privilegiar su eficacia narrativa para que puedan ser disfrutados por un público amplio, tanto adulto como infantil. Junto con los ocho ilustradores mexicanos que colaboraron en la primera edición, esta segunda incluye nuevas ilustraciones a cargo de David Daniel Álvarez, quien a través de la serie de retratos que compone traza un nuevo camino para que el lector se enfrente a las historias que le ofrecen estas páginas.
rolando cordera campos
Esta obra estudia de manera formal el problema de desigualdad que sufrió México en el periodo de 1970 a 2012. La perenne desigualdad consta de una serie de ensayos en los que se presenta el resultado de una investigación enfocada a evidenciar la profundidad del problema, sus inicios, las circunstancias políticas, sociales, históricas y económicas que lo condicionan, y algunas posibles acciones que pueden ser puestas en marcha para comenzar su superación. Aunque es una obra que apunta a públicos especializados y aborda el tema con rigor, también podría ser leído como texto introductorio e incluso una fuente pionera para un público más general interesado en el tema. economía 1ª ed. fce, unam, 2017
historia del arte mexicano mex 1ª ed. fce, unam, 2017
Volar yolanda reyes, ilustrado por josé rosero
Volar es la historia de dos personajes que se conocen durante un vuelo: Juan Diego, un niño de diez años que viaja solo, y la “señora feroz”, como él llama a la mujer que ocupa el asiento de al lado. Durante el viaje ocurre una fuerte turbulencia que hace que ambos se acerquen y compartan sus historias de vida: hablan sobre familia, amor, divorcio, secuestro… y aviones, que son la pasión de Juan Diego. Todo en una conversación de igual a igual, tal y como pueden ser las conversaciones profundas entre niños y adultos cuando se dan la oportunidad. Con este entrañable libro, Yolanda Reyes, una de las autoras y promotoras de lectura colombianas más reconocidas, finalmente se integra al catálogo del fce. Además del texto reflexivo y contundente, las ilustraciones oníricas de José Rosero, de nacionalidad también colombiana, dan una lectura que permite al lector acercarse a los personajes, pero sobre todo a los sueños, ideas y temores que comparten. a la orilla del viento 1ª ed. en español, 2017, 56 pp.
clásicos 2ª ed., 2017, 680 pp.
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Notificaciones Brenda Lozano Historia de la urbe y sus personajes. Un vagabundo ronda el edificio de apartamentos y la vida de los vecinos se ve perturbada. Sus miedos y prejuicios se manifiestan ante la presencia del otro, quien sólo busca un lugar para sí.
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notificaciones
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os vecinos habían formado un grupo de mensajes al teléfono para ponerse de acuerdo en todo lo relativo al edificio, los pagos, pendientes y percances. Eran doce departamentos en el edificio de cuatro plantas construido a mediados de los años sesenta; el ícono del grupo era la caricatura de una cabaña en medio bosque, de cuya chimenea salía humo. Lety, una disculpa, ayer me estacioné frente a la puerta de tu cochera porque llegué a las dos de la mañana y había un vagabundo dormido frente a la mía. No te preocupes, Rosa, creo que es el mismo vagabundo que entra a las presentaciones de la escuela de música en la esquina, ya me dijo el guardia que el muy sinvergüenza se come los canapés mientras todos están en los recitales. Leticia, te comento que nosotros no lo hemos visto en el edificio, pero debe ser el vagabundo de la cuadra, el que dormía en el cajero automático al lado de la gasolinera; una vez traté de entrar a sacar dinero y no pude pasar ahí ni un minuto del olor tan espantoso. Moisés alcanzó a leer los mensajes mientras su amigo estaba en el baño y, al instante, sin abrir la conversación del grupo, únicamente mirando los mensajes que aparecían en la pantalla, uno tras otro, pensó en leerlos a su amigo tan pronto volviera. Él no había visto ni imaginaba cómo era el vagabundo, pero al final de ese mismo instante olvidó el tema y entre el mezcal y la conversación con su amigo no volvió a pensar en el asunto. Alicia había salido de viaje, Moisés aprovechaba el tiempo para terminar un artículo largo que le garantizaba un año más de beca universitaria y para ver los partidos de la temporada con su amigo en una cantina. Él no respondía los mensajes de grupo. Era un principio, una convicción. Había silenciado el grupo familiar cuyo ícono era una vieja fotografía de él y sus primos cuando niños, una que no se distinguía, más bien una mancha blanca al centro: el flash del teléfono de la tía que retrató esa fotografía enmarcada. Moisés respondía escueto, en monosílabos, cuando sus alumnos le hacían preguntas en el grupo al que lo habían incluido, que, por fortuna, no tenía ícono. No le gustaban los grupos, cualquier pretexto para agrupar gente le parecía sospechoso, pero la segunda cadena de mensajes en torno al vagabundo, que ahora dormía plácidamente en una de las cocheras del edificio según las notificaciones al teléfono, le interesó. Al día siguiente lo despertó el zumbido del teléfono. Lety, ojo: el vagabundo está en tu puerta otra vez muy campante, yo creo que ya le gustó tu puerta para dormir porque la bomba lo debe arrullar; tanto le gustó que ahora que llegué del trabajo lo vi soplándole a una botella de Cocacola vacía, como si fuera una flauta, con una cobija en las piernas ya instalado y tocando su flauta en tu lugar de estacionamiento. Gracias por avisarnos, Rosa, hoy salimos de la ciudad, pero si sigue ahí mañana que volvamos, tomaremos cartas en el asunto; bonito fin de semana a todos y no olviden que pronto hay que llamar al Sr. Romero para que pode los arbustos de la entrada. Leticia, confirmado, esta tarde
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que fui a recoger a Carlitos de la escuela de música, el guardia me contó que ese vagabundo está en su lista negra porque en varias presentaciones ha entrado a zamparse los canapés mientras los niños y los padres de familia están en el auditorio, ¡hazme el favor! Por cierto, si a alguien le interesan las bolsas recicladas que está haciendo mi hermana Maru, acá les mando algunas fotos para que aprecien los modelos. Moisés volteó el teléfono sobre la plancha metálica de la cocina, se desperezó, preparó café, vio en la pantalla de su celular dos mensajes de Alicia. Hablaron una hora trece minutos, miró al colgar. Trabajó concentrado de una forma más o menos sostenida la tarde del sábado. Había dejado el teléfono sobre el marco de la ventana del baño, al lado del retrete, cuando vibró y leyó los nuevos mensajes. Lety, el vagabundo dejó su cobija bien dobladita y su instrumento musical (la cocacola!) encima, yo me figuro que ya se instaló en tu lugar, te lo cuento de una vez para que lo consideres. Y sí, ya vi que tienes razón, Lety, urge que llamemos al jardinero porque a los arbustos de la entrada les salen ramas como púas, por donde quieren salen las ramas. Y tenía un mensaje de Alicia, un mensaje de amor. Terminó de cagar y volvió a su artículo. Era un edificio viejo. Salvo dos departamentos que habían sido comprados en los últimos cinco años, el resto habían sido heredados; varios de los vecinos se conocían desde la infancia o adolescencia. Una de las costumbres que algunos vecinos en el barrio conservaban desde hacía décadas, en algunos casos una costumbre heredada junto con el inmueble, era la de podar los arbustos de la calle con formas geométricas. Había una casona a unas cuadras que incluso tenía arbustos con figuras de animales que cambiaban según la inspiración del jardinero. El favorito de Alicia había sido un arbusto con la forma de un gorila malhumorado arrastrando los puños, pero los tres arbustos frente al edificio mantenían una modesta forma cuadrada. Sin embargo, era una forma al fin y al cabo que había que estilizar como a un perro que se lleva cada tanto a la estética veterinaria. A Moisés le gustaría haberse cruzado con el vagabundo, al menos saludarlo. Le daba curiosidad. En las pocas anécdotas que se contaban en el grupo de mensajes del edificio, Moisés lo había imaginado con pesados harapos raídos, sucios, con manchas negras de carbón en la cara y con el pelo conglomerado en mechones sucios, algunas rastas formadas por no bañarse ni peinarse y una concha anillada en la más gorda de ellas, un diente grisáceo al sonreír, un caminar melodioso, rítmico, simpático y silbando “Bésame mucho” luego de robar los canapés que estaban en la recepción de la escuela de música de la esquina, metiéndose algunas botellas de agua entre los harapos, antes de que los padres de familia, los profesores y los niños salieran del recital; lo había imaginado diciendo algunas frases secas y sabias cada vez que alguien entraba al cajero automático y maldecía su olor. Varias frases eran como salidas del I-Ching
sobre la templanza, el sosiego y el ser estoico, en otras palabras, eran frases sobre los grandes temas de la vida e imaginaba que cuando hablaba era más bien como una bola de cristal parlante que por su sencillez proyectaba el futuro; el vagabundo recargado en el cajero automático era el oráculo, y quizás entre sus harapos tuviera la piedra filosofal, la cura de todas las enfermedades. Pero Moisés también sabía que esto se parecía más a la caricatura de un vagabundo en una obra de teatro mala, por cierto, y eso le hizo pensar, de camino a comprar cigarros, que hacía mucho que no iba al teatro. A la vuelta tenía la esperanza de ponerle cara al personaje del que tanto hablaban en el grupo de mensajes, pero no logró cruzarse con él. El guardia de la escuela de música asomó la cabeza. Con la puerta entreabierta, Moisés notó que tenía una pequeña televisión en blanco y negro encendida y un loro enjaulado. De haber encontrado al vagabundo sentado en los escalones de la entrada del edificio quizás habrían hablado de algo, tal vez del loro del guardia; le habría preguntado si sabía cómo se llamaba ese loro y le habría ofrecido un cigarro, pero esa posibilidad le cruzó mientras se servía un merecido primer whiskey, y al dar un sorbo, deteniendo con un dedo el inmenso hielo cuadrado —un regalo que Alicia le había dado en un cumpleaños, uno que había encontrado en uno de los viajes de trabajo que le toca hacer de vez en cuando, que había encontrado en una tienda de curiosidades y le había parecido un gran invento: un molde de hule blando que hacía tres enormes hielos, perfectos para beber alcohol que tardaban tanto en derretirse que las bebidas no terminaban aguadas— recordó lo bueno que había sido ese regalo de Alicia; de pronto la extrañó mirando el hielo que no se derretía, le dio vueltas con el dedo en el vaso corto y volvió a la computadora con la sensación, casi la satisfacción, la victoria, seamos francos, de estar cerca de terminar su artículo largo. El domingo por la mañana releyó el trabajo hecho durante los últimos días sin estar seguro de haberlo terminado. Le inquietaba releerlo, no quería hacerlo, y recordó el loro del guardia de la escuela de la esquina, recordó la cobija de cuadros que tapaba una parte de la jaula, y en ese pensamiento se dejó ir para evadirse. Pensó en historias de loros. Se entregó a ellas, para ser francos. Recordó varias, una miscelánea. Una noticia en el periódico: un loro británico se escapó de su jaula y regresó año y medio después hablando español; sus dos frases recurrentes eran “hola, amigos” y “a dónde vas, cia guapa”. Un video que le contó Alicia pero él no vio: dos loros en jaulass separadas tenían repartidas lass i, palabras de un título de Tolstoi, rra”, uno decía “paz” y el otro “guerra”, ciado a destiempo, con un pronunciado ia de acento costeño. Una historia migo: sus infancia que le contó un amigo: hermanas y él la pasaban llamando a su madre de un lado a otro de la casa —mamá esto, mamáá lo otro—, tanto demandaban a su madre que el loro cuando tenía hambre gritaba “mamá”. Un recuerdo suyo: cuando niño una vez su padre le preguntó, desde el asiento delantero del coche, mirándolo por el espejo retrovisor, cuál era el animal que
más le gustaría tener; pensó en un loro porque le pareció atractiva la idea de platicar con un animal, como si los loros fueran el único vehículo de lenguaje entre animales y humanos, el pequeño puente verbal que unía a los dos mundos, y, aunque no lo pensó con estas palabras, le parecía fascinante hablar con un animal y estaba seguro de que el loro de pronto podría soltarse hablando sobre sus andanzas, pero de cumpleaños su padre le regaló un perro torpe, entusiasta que solía dejarle babas en los pantalones. Lo cobijaba este pensamiento cuando le entró un temor moderado que creció y de súbito se le encogió el estómago al imaginarse que le quitarían la beca y se vería obligado a pasar meses en sofá bebiendo whiskey antes de encontrar un trabajo en una preparatoria o quizás en una secundaria, pero qué hacer con un grupo de adolescentes, pensó; sin embargo, no se le encogió el estómago al pensar en un grupo de adolescentes ignorándolo mientras explicaba algo en el pizarrón, sino al tener la certeza de que pasaría horas en el sofá observando que los hielos enormes en la bebida, en realidad, se derretían. Y no será mejor rehacer las últimas páginas, se preguntaba mientras preparaba café; pensaba que quizás cambiar el orden de algunos párrafos podría mejorar el final cuando su celular vibró sobre la plancha metálica en la cocina. Lety, afortunadamente el vagabundo ya no está en tu puerta. Aprovechó para mandarle un mensaje a Alicia, el primero del día. No quería pensar más en el futuro de su beca; para despejarse decidió salir a desayunar. En la entrada vio al vagabundo de espaldas. Tardó más tiempo en dar vuelta a la llave de la puerta para ver si el hombre hacía lo que parecía que estaba haciendo. De camino a la fonda a la que iba a veces los domingos con Alicia, envió el primer mensaje al grupo de vecinos: Acabo de ver al vagabundo, cortaba las ramas salidas de los arbustos con un cortaúñas. Cuando volvió de la fonda miró los tres arbustos de forma cuadrada con algunas ramas salidas, con varias ramas salidas, y tuvo la claridad de haber terminado su artículo por imperfecto que fuera. •
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