LA GACETA DEL FCE. Mayo 2017

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El complot mongol por rafael bernal

Serie -topías


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Utopismo: pismo: o y nuevo viejo

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a percepción compartida cada vez por más personas de que el mundo material y la subjetividad humana han entrado en situaciones sin salida ha empezado a revivir el interés por el pensamiento utópico. No es el interés por las utopías de las sociedades regimentadas imaginadas por Platón, Tomás Moro y otros, tampoco por las utopías totalitarias del siglo xx, sino por aquel pensamiento que, al imaginar zonas de una vida mejor y energizar las relaciones intersubjetivas, ayuda a superar la atrofia del pensamiento político y a concebir reformas que vayan más allá de las variaciones de lo mismo. Con este espíritu el fce anuncia el lanzamiento de la serie –topías en coedición con La Jaula Abierta y el cide. La serie incluirá libros utopistas “clásicos”, de imaginación crítica moderna y utopías negativas o distopías. Este último género ha acumulado gran prestigio desde la posguerra y ha cobrado nuevo vigor desde fines del siglo pasado. Tiene la virtud de que al extrapolar tendencias políticas, económicas y tecnológicas actuales nos alerta de lo que el mundo podría ser en un futuro no muy lejano. De acuerdo con su tradición editorial de obras del pensamiento crítico moderno, el fce no se ha caracterizado por publicar libros utopistas (salvo algunos clásicos indispensables, los cuales serán reimpresos en esta nueva serie). Sin embargo, en su catálogo abundan obras que tienen al pensamiento utópico como referente, ya sea para criticarlo, corregirlo o mantener la mirada en un horizonte de mejora para el género humano. Viene al caso recordar Caminos de utopía de Martin Buber (Colección Breviarios), que argumenta soluciones a problemas de la convivencia humana y las relaciones políticas desde un punto de vista antropológico. Sus soluciones son “utópicas” no por irrealizables, sino porque suponen una toma de conciencia de lo que significa ser humano. A Buber le interesa identificar las zonas de fricción y cooperación entre el individuo y la colectividad, entre la colectividad pequeña y la colectividad grande, entre el centralismo y la descentralización; zonas donde se crean patrones sociales cuyas líneas de demarcación están sujetas al diseño y rediseño constantes. Suena relevante para el México actual. Esta dimensión de convivencia que el utopismo nos ha enseñado a ver es quizá el espacio más prometedor de un pensamiento crítico vigorizado. Es el “utopismo iconoclasta” que Russell Jacoby demanda rescatar y que Theodor Adorno resumió así: “Contemplar todas las cosas como se verían desde el punto de vista de la redención” (Minima moralia). •

El mar es historia derek walcott

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Serie -topías dossier

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Del sentimiento utópico de la vida josu landa

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Serie -topías armando gonzález torres

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Tomás Moro, Utopía roger bartra

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¿Y La Ciudad del sol? pablo soler frost

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Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España antonio garcía de león

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William Harvey y la circulación del tiempo andrés garcía barrios

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Sombras en el arcoíris conversación con mónica b. brozon rocío alarcón

José Carreño Carlón Director general del fce Martha Cantú, Susana López, Socorro Venegas, Karla López, Octavio Díaz y Juan Carlos Rodríguez Consejo editorial

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Roberto Garza Iturbide Editor de La Gaceta Ramón Cota Meza Redacción León Muñoz Santini Arte y diseño Andrea García Flores Formación Ernesto Ramírez Morales Versión para internet Jazmín Pintor Iconografía Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. Impresión Suscríbase en www.fondodeculturaeconomica.com ⁄editorial ⁄ laGaceta ⁄ lagaceta@fondodeculturaeconomica.com www.facebook.com ⁄ LaGacetadelFCE La Gaceta es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Ciudad de México. Editor responsable: Roberto Garza. Certificado de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de febrero de 1995. La Gaceta es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro postal, Publicación periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716 Ilustración de portada ©Ulises Mora

Cien años de filosofía en Hispanoamérica (1910-2010) margarita m. valdés

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El complot mongol rafael bernal, ricardo peláez y luis humberto crosthwaite

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Nostalgia del ocho negro eduardo antonio parra


poema

El mar es historia Derek Walcott ¿Dónde están vuestros monumentos, vuestros mártires y batallas? ¿Dónde, vuestra memoria tribal? Está, señores, en ese cofre gris: el mar. El mar los tiene a buen recaudo: es Historia. En el principio era el aceite, palpitante, denso, como el caos; luego, luz al final del túnel, la linterna de un carabela: tal fue el Génesis. Luego los gritos hacinados, la mierda, los lamentos: El Éxodo. Huesos por el coral soldados a los huesos, las Tablas de la Ley: mosaicos que con su sombra un tiburón bendijo; tal fue el Arca de la Alianza. Luego, de los quebrados cables de luz del sol sobre el suelo marino, las harpas doloridas del cautiverio babilónico, mientras que blancas cauris como esposas ceñían las muñecas de las mujeres ahogadas; tales los brazaletes de marfil del Cantar de Salomón. Pero el océano seguía pasando hojas en blanco en busca de la Historia. Luego vinieron hombres, ojos pesados como anclas, que se hundieron sin una tumba, ladrones que devastaron el ganado y abandonaron las calcinadas osamentas como hojas de palma sobre la playa; tiempo después la marea engulló, furiosa, entre sus fauces espumeantes, Port Royal; ése fue Jonás. ¿dónde está pues vuestro Renacimiento?

Estas cuevas repletas de aristas y escaramujos como piedras labradas son nuestras catedrales, y el ardiente calor anterior a los huracanes es Gomorra. Huesos pulverizados por ruedas de molino convertidos en harina y arcilla fueron nuestro Libro de Lamentaciones, pero eran solamente Lamentaciones, no eran la Historia. Vinieron luego, como sucia espuma en el reseco labio del río, los juncos pardos de los pueblos creciendo hasta convertirse en ciudades, y por la noche, el coro de los mosquitos, y por encima de ellos, las agujas de los campanarios hundiéndose en el costado de Dios al ponerse Su hijo; y ése fue el Nuevo Testamento. Vinieron después las blancas hermanas aplaudiendo el avance de las olas y ésa fue la Abolición de la esclavitud — regocijo, oh regocijo— que se desvaneció a la misma velocidad con que el encaje del mar se seca bajo el sol; pero ésa no era la Historia, era sólo la Fe, y entonces cada roca se escindió y fue su propia nación, vino luego el concilio de las moscas, la garza plenipotenciaria, el sapo reclamando un voto, ¡ah!, luciérnagas con brillantes ideas, murciélagos veloces cual embajadores en vuelo, la mantis, caqui como la policía,

Enterrado, Señor, en las arenas, cerca del cenagoso banco del arrecife, ahí donde los cuerpos de los hombres de guerra iban flotando;

y esas togadas orugas: los jueces, examinando con atención cada caso; y luego, entre las oscuras espigas del helecho,

tomad este visor, yo mismo os llevaré. Todo es sutil y submarino, entre colonias de coral,

entre las rocas perladas de sal con sus charcas diminutas, el sonido, como un rumor sin eco alguno,

más allá de las góticas ventanas de las gorgonias, hasta donde, ojos de ónix, parpadean ásperas carpas abrumadas de joyas como reinas calvas.

de la Historia, de veras comenzando. Traducción: Rafael Vargas, publicado en Vuelta, 123, febrero 1987.

“Porque las civilizaciones son finitas, en la vida de cada una de ellas llega un momento en que el centro deja de regir. Lo que las preserva entonces de la desintegración no son las legiones, sino el lenguaje […] La tarea de mantener el centro en tales tiempos es a menudo hecha por hombres de las provincias, de las afueras. Contrario a la creencia popular, las afueras no son los lugares donde el mundo termina: son precisamente donde empieza a extenderse.” Joseph Brodsky, “On Derek Walcott”. m ayo d e 2 01 7

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-TOPÍAS dossier 557

Anunciamos el lanzamiento de la serie –topías, de la que se han publicado ya los tres primeros títulos. Cinco textos en esta edición de La Gaceta dan razones para justificar la iniciativa: es necesario ampliar nuestro horizonte intelectual y emocional para concebir ideas que nos animen a pensar “fuera de la caja”. Ofrecemos un poema del recientemente fallecido Derek Walcott (1930-2017), un relato de Eduardo Antonio Parra, reseñas de libros y más… ¶

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fe r nando carab ajal, maur i ci o góme z mori n, ji me na schlae p fe r y u uli li ses m o r a

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Del sentimiento utópico de la vida Las utopías son inextinguibles porque traducen aspiraciones humanas elementales, como la conjunción del sentir con el pensar y la concordancia de la política con la ética. Aspiramos a su renovación de acuerdo con las exigencias de nuestra época. josu landa

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acia finales del año pasado, el Fondo de Cultura Económica, en alianza con el Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide) y la editorial independiente La Jaula Abierta, a propuesta de Roger Bartra y el editor Gerardo Villadelángel, inició la andadura de la serie -topías, con una nueva edición de Utopía, la célebre invención de Tomás Moro. A comienzos de este año, han salido a la luz La ciudad del sol, de Tomás Campanella, y Nueva Atlántida, de Francis Bacon. Estas nuevas ediciones de los clásicos del utopismo aparecen con el aliciente añadido de enjundiosos paratextos del propio Bartra, Julio Hubard, Jorge F. Hernández, José Antonio Aguilar Rivera, Gonzalo Lizardo y Pablo Soler Frost. Éste es sólo el comienzo, pues el plan consiste en poner a la disposición del lector los más significativos frutos de la imaginación de mundos pretendidamente perfectos —“lugares que no son”, distopías, ucronías, afines y colaterales— de todos los tiempos y de zonas culturales que rebasan las lindes de Occidente: toda una contribución cultural de largo aliento y de consecuencias difíciles de medir. Con todo, no es necesaria demasiada sagacidad para presumir que este nuevo catapultaje del pensamiento utópico ayudará en mucho a la memoria de nuestros referentes intelectuales, así como a la reflexión y a un diálogo mejor fundado en torno a un asunto que se mantiene vigente con el paso de los siglos. La imaginación utópica está condenada a la pervivencia, toda vez que junto a las tendencias destructivas que por momentos lo motivan, el ser humano muestre una pulsión de bien y, sobre todo, una propensión a procurar lo mejor, con independencia de cómo se entiendan las expresiones concretas de estas inclinaciones. En general, queremos lo mejor y aun el bien mismo y esto puede explicar la “diuturna enfermedad” del pensamiento utópico: su renovación perpetua, de acuerdo con las modificaciones que le imponen las diversas épocas históricas. Existe una demasiado humana voluntad de utopía; por eso, lo utópico es muy anterior a la palabra utopía, inventada por Moro, así como lo maquiavélico precedió con mucho a la publicación de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo. También por eso, el extraño anhelo, de algunos, de que no haya utopía es ya utópico. Acaso se justifique hablar de un sentimiento utópico de la vida: una concreción específica del modo humano de ser en el mundo, que se cifra en una conjunción del sentir con el pensar, en aras de determinada imagen de un mundo mejor que el realmente vivido. Ante las abominaciones y deficiencias del presente toma forma un ensamble intelectual-afectivo, sentimental-epistémico, que integra un agudo sentido crítico (con frecuencia no exento de tintes de nostalgia histórica), el ya referido anhelo de lo mejor claramente adscrito al vital reino del deseo, la esperanza de que se realizará tal expectativa, los poderes de la imaginación, la invención en general bastante precisa de futuribles, el relato de lo que habría de advenir como nuevo mundo de perfección y la acción político-social dirigida a hacerlo real. Entregarse a los requerimientos del sentimiento utópico de la vida no tiene, en sí mismo, nada

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dra de reprobable, pero los escenarios que engendra y, en especial, las acciones que reclama su pretendida concreción sí pueden serlo con demasiada frecuencia. El problema de los programas utópicos más ambiciosos y elaborados es lo ilusorio de los nuevos mundos que relatan y, sobre todo, las secuelas de una praxis político-social que, en sus expresiones más extremas, se mueve en pos de puros espejismos y puede derivar en infernales distopías. He aquí una especie de paradoja mosaica: el atisbo de cierta tierra prometida orienta el deseo de un “pueblo” o agente histórico, dispuesto a atravesar el desierto del caso, con tal de hollar el suelo vislumbrado a la luz del deseo esperanzado, pero ese anhelo no puede cumplirse, del mismo modo que nunca podremos tomar posesión duradera del siempre esquivo reino del horizonte. Esto es, precisamente, “lo utópico”: el no-lugar por el que, sin embargo, individuos y comunidades pueden desvivirse. Paradoja que puede llegar a ser terrible, pero constitutiva del modo humano de ser en el mundo, le guste a quien le guste, le pese a quien le pese. Por cierto, esto es algo que ya había advertido el Sócrates platónico, cuando en República —en buena medida, junto con Leyes, faro del sentimiento utópico de la vida a largo de la historia— le hace ver a su interlocutor Glaucón que “la praxis, por naturaleza, alcanza la verdad menos que las palabras” (473a); es decir, que hay un desfase insuperable entre la imaginación de lo mejor y el relato que lo configura, por un lado, y la acción enderezada a efectuarlo, por el otro. Por momentos, el sentimiento utópico de la vida sucumbe a ondas de descrédito y debe afrontar los más variados ataques, situaciones que siempre termina superando con nuevos bríos. En esa dinámica cíclica o pendular, parece incluirse ahora una suerte de devaluación del anhelo utópico: la supresión despiadada de ciertos logros sociales de un pasado todavía cercano, hace que éstos sean ahora objeto de expectación utópica. Un caso concreto, a este respecto, es la abolición del llamado “Estado de bienestar”. Nadie puede afirmar, seriamente, que dicho régimen político-social sea irrealizable, puesto que es bien sabido cómo ese modelo existió y fue deliberadamente aniquilado. Tal vez, este hecho histórico, que limita el peso de la “irrealizabilidad” como criterio de lo utópico, opera como factor de reducción del sentimiento utópico de la vida a mera nostalgia. Ese utopismo demediado está en la raíz de dos fenómenos políticos de gran resonancia, aunque muy diferentes: el movimiento de los indignados y la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Pese a los altibajos que le depara la historia, el sentimiento utópico de la vida siempre pervive y ha estado en la raíz de la mayor de todas las utopías: la concordancia de la política con la ética. Todos los mundos perfectos imaginados con fe utopista han sido modificaciones y actualizaciones de ese gran anhelo. No debe extrañarnos que también en el presente, eso sea lo que más queremos, lo que más esperamos. •

Ciudad de México, marzo de 2017

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maur i ci o góme z morí n

Serie -topías El fce anuncia la publicación de la serie -topías, que incluirá utopías y distopías del pasado remoto y el pasado reciente, donde encontramos algunas de las aventuras más nobles y extravagantes de la imaginación humana. A continuación reproducimos el texto leído por Armando González Torres en la presentación de la serie en la pasada fil del Palacio de Minería. armando gonzález torres

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n el otoño de 1516, el jurista, escritor y político inglés Tomás Moro publicó un opúsculo en latín, que ha pasado a la posteridad como Utopía. En ese libro, Moro, jugando con diversos géneros en boga en la época como la sátira moralista, las preceptivas de buen gobierno y los libros de viajes, imaginaba un archipiélago lejano en el que se había constituido un país ejemplar. En ese país, llamado Utopía, no había guerras ni hambre ni injusticia y sus habitantes vivían en digna austeridad y luminosa armonía. Moro contrastaba ese estado de cosas con la Europa, y particularmente la Inglaterra de su tiempo, inmersa en hambrunas, pestes y conflictos bélicos y religiosos, y señalaba que el afán de acumulación y competencia constituían los generadores de todos estos males. Por eso, en su fantasía proponía una sociedad en la que no existiera la propiedad privada, se despreciara el dinero y la opulencia y las personas vivieran de la manera más sencilla y uniforme posible. En su país imaginario no había nobleza ni clases sociales, todas las funciones productivas y de gobierno se alternaban, las familias cambiaban cada tanto de casa a fin de evitar apegarse a los bienes materiales, había libertad religiosa y se despreciaba profundamente la riqueza, al grado de que el oro era utilizado para la fabricación de orinales. Lo más singular es que el autor de este inusitado diseño, Tomás Moro, no era un agitador aislado y excéntrico sino un influyente político (y posteriormente mártir) que comenzaba su carrera ascendente en la corte del célebre Enrique VIII. Existe controversia en torno a si Moro creía o no en la posibilidad práctica de esta sociedad y, para muchos, su opúsculo simplemente era un divertimento que, con la exageración, buscaba fustigar afablemente la sociedad de su tiempo. Lo cierto es que su Utopía se convirtió en la inspiradora de una numerosa genealogía de obras literarias y políticas, así como de proyectos prácticos de reforma social. De hecho, mientras Moro todavía vivía y enfrentaba las fases más álgidas de su suplicio político, un lector suyo, el abogado español Vasco de Quiroga, que había venido a la Nueva España como miembro de la Audiencia, se encontró con la expoliación de los indígenas que llevaban a cabo los primero propietarios españoles y decidió establecer un modelo alternativo aplicando a la letra el modelo utópico en algunas pequeñas comunidades en la periferia de la ciudad y en Michoacán.

Las otras dos utopías del Renacimiento están indudablemente inspiradas en la de Moro, aunque con los poderosos rasgos de sus creadores. La ciudad del sol, de Campanella, por ejemplo, es una comunidad teocrática-astrológica, de costumbres rigurosamente espartanas, en donde la desaparición de la propiedad privada es aún más radical que en Moro y ni siquiera subsiste la institución de la familia, por lo que tanto las mujeres y los hijos pertenecen a la comunidad. Los apareamientos entre hombre y mujer, para que sean óptimos, son dictados por los astros y los hijos son criados por el Estado, al tiempo que sus oficios se les dictan de acuerdo con sus inclinaciones y con la astrología. Por su parte, la comunidad ideal de Bacon, La Nueva Atlántida, de acuerdo a su oficio científico, es una utopía tecnocrática, donde el mando lo detentan los sabios y los científicos y en donde la aspiración del conocimiento parece ser el valor más importante. Con sus distintos énfasis, las utopías del renacimiento tienen los rasgos comunes de la desaparición, en diversos grados, de la propiedad privada, la subordinación del individuo a la comunidad, la inexistencia de clases ociosas y la glorificación del trabajo, el virtuosismo de las costumbres, la insularidad geográfica y el enorme escepticismo hacia los intercambios culturales y comerciales. Utopía, pues, constituye una obra que marca secuelas en distintos campos y que ha designado, no sólo un lugar imaginario, sino una facultad de la imaginación que consiste en oponerse al principio de realidad. Con la obra de Moro se relacionan las personalidades y los sistemas de los socialistas utópicos del siglo xix, Saint-Simon, Fourier y Owen estos seres supererogatorios y megalómanos, que buscaron pasar de la imaginación literaria a la realidad social, las grandes utopías socialistas, disfrazadas de cientificismo y las más modestas utopías contemporáneas, acotadas a territorios concretos y objetivos plausibles. Por supuesto, no todos concuerdan con el carácter positivo de la utopía y hay quienes la ven como un género tóxico que puede aturdir o guiar a la acción equivocada. Para los utopofóbicos, este género busca la realización humana; sin embargo, a menudo entraña una sobrevaluación de las capacidades de reforma y un enorme miedo a la imperfección, por lo que se vuelve un género rigorista, ávido de seres obedientes y disciplinados. No poco de fermento utópico hay en el marxismo y en los socialismos realmente existentes del siglo xx. Asimismo, como descendientes rebeldes de la utopía pueden reputarse las distopías, esas obras —Nosotros, de Zamiatin; Un mundo feliz, de Huxley; o 1984, de Orwell— cuestionan la idea de perfectibilidad de la sociedad y el ser humano y describen los extremos de terror a que puede llegar esta ilusión. Lo cierto es que la utopía ha adoptado las más diversas formas literarias y mecanismos prácticos por lo que no puede definirse unívocamente. Hay utopías muy rígidas como las del propio Moro, Campanella o Cabet, donde el menor impulso social está normado y cronometrado, hay otras, al contrario, como el sistema de Fourier, las Noticias de ninguna parte, de Morris o la Ecotopía de Callembach, que exaltan la libertad y el juego de los apetitos. De modo que, más que definirse por su forma o su sustancia, la utopía representa la facultad humana de negar y crear situaciones hipotéticas, lo que permite evadir lo meramente instintivo e integrar valores éticos y estéticos en la vida social. Con esta revisión que promete la serie -topías se recupera la memoria de un género que atesora alguna de las aventuras más nobles y extravagantes de la imaginación humana. •


serie - T O P Í A S

Tomás Moro, Utopía La crisis en curso de la globalización económica ha renovado el interés intelectual por las utopías y distopías del pasado. El fce reimprime una vez más la Utopía de Tomás Moro, ahora con un prólogo de Roger Bartra, y un epílogo juguetón de Pablo Soler Frost. Publicamos ambos como adelanto. roger bartra

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omás Moro es ante todo conocido por haber escrito la famosa Utopía, en donde imagina una sociedad comunista —en la que está ausente la propiedad privada— gobernada de acuerdo a principios racionales. La Utopía se publicó en 1516 y fue recibida con gran entusiasmo por los humanistas de la época. Pero no es por haber escrito este libro que Moro fue canonizado por el papa Pío XI en 1935, sino por haberse convertido en un mártir al no aceptar a Enrique VIII como jefe de la Iglesia de Inglaterra y haberse opuesto al matrimonio del rey con Ana Bolena. Por ello fue decapitado en 1535 en la Torre de Londres. Juan Pablo II lo declaró “Patrono de los gobernantes y los políticos” en 2000, pero en la carta apostólica con la que el papa polaco, conocido por su anticomunismo, justifica su proclamación no hay ninguna referencia a su obra más conocida e influyente, Utopía. A su manera, los comunistas soviéticos también canonizaron a Tomás Moro. Por instrucciones de Lenin en 1918 se modificó un obelisco del jardín Alexandrovsky, contiguo al Kremlin, para dedicarlo a los pensadores que habían ilustrado al movimiento obrero y socialista. Ese obelisco fue el primer gran monumento, conocido como la Estela de la Libertad o como el Obelisco de los Pensadores Revolucionarios, erigido por el poder soviético después de la Revolución de Octubre. En el obelisco se esculpieron los nombres de 19 pensadores: Tomás Moro aparecía en el noveno lugar de una lista encabezada por Marx y Engels y en la que figuraban también Campanella, Saint-Simon y Bakunin. Este monumento fue desmantelado en 2013 por el gobierno de Vladimir Putin y restaurado en su forma original de 1914, dedicado a la dinastía de los Romanov. Para los católicos la Utopía de Tomás Moro es especialmente incómoda. Por ejemplo, para el reverendo Germain Marc’hadour la vida de Moro es mucho más importante que su obra. Pero reconoce que su Utopía, el “pequeño libro de oro”, le ha traído más fama que la corona de su martirologio o los millones de palabras del resto de sus escritos. La Utopía sería el mero juego de un intelectual que nunca pretendió comprometerse en su realización. La escribió como una obra para ser contemplada, más que como una meta práctica digna de ser perseguida. Y sin embargo la historia posterior de este pequeño libro impulsó a pensadores y políticos no sólo a la reflexión sino también a la puesta en práctica de los principios igualitarios y comunistas que caracterizaron a la sociedad de esa Isla de Ningún Lugar que Moro imaginó. La influencia de este libro proviene en gran medida del hecho de ser una aguda sátira de la Inglaterra de su época. Es una fuerte crítica de una sociedad en proceso de transición, en la cual se extiende con ímpetu la economía mercantil moderna y se erosionan las formas tradicionales de convivencia. En esas épocas tensas de cambio con frecuencia la crítica de las miserias nuevas tiende a mirar hacia el pasado, a veces con añoranza, en busca de ideas que encaminen el disgusto y la resistencia. Curiosamente, ese mirar hacia el pasado se convierte en una visión proyectada al futuro. La queja contra los tiempos modernos y sus amenazas, que estimula reflejos conservadores, al mismo tiempo abre puertas hacia el futuro por un camino que no va a ninguna parte y que sin embargo ilumina la crítica y fomenta la reflexión. Sucedió algo similar con un contemporáneo de Tomás Moro, fray Bartolomé de las Casas: su repudio de los tiempos modernos desde una concepción medievalizante de la sociedad lo llevó paradójicamente a una defensa de los indios americanos.

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Como he dicho, se han encontrado varias personas en la figura de Tomás Moro. Hay el santo Tomás Moro católico, hay el afamado precursor del comunismo, el agudo satírico y otros álter ego que han sido desprendidos de su biografía. Lo mismo puede decirse de su Utopía: hay diversas facetas que se prestan a diferentes interpretaciones. Hay quienes como Karl Kautsky consideraron que es preciso entender literalmente la perspectiva comunista que hay en el libro. Pero hay otros que han creído que Moro hubiera apoyado una lectura metafórica que describe una sociedad ideal y no un modelo para la acción política. Como ya lo he mencionado, también se ha interpretado el texto utópico de Moro como una sátira y una ironía que critica a la sociedad de su tiempo. Un estudioso como C. S. Lewis, por su parte, está convencido de que no hay en el libro una distopía satírica, ni un ideal metafórico, ni tampoco un modelo para impulsar reformas. Él cree que Moro escribió su Utopía como un jeu d’esprit, como un mero divertimento. Ciertamente, las interpretaciones socialistas de la obra han enfatizado sus rasgos comunistas, así como la educación gratuita, la jornada de seis horas y los principios de tolerancia que son atribuidos a la sociedad utópica. También hay peculiaridades que se prestan a ver la Utopía como una sátira, como la belicosidad y los hipócritas hábitos guerreros de los habitantes de la isla, su usanza de encadenar a los esclavos con cadenas de oro y la costumbre de burlarse a carcajadas de los enfermos que sufren de atraso mental. Los católicos han visto semejanzas entre las prácticas utópicas y la vida monástica, así como una dimensión ética similar a la moral cristiana de las comunidades cristianas primitivas o medievales. Todas estas facetas sin duda están presentes en la obra de Moro, pero su interpretación varía según la perspectiva de cada crítico y de cada lector. Hay una interpretación que es muy reveladora, aunque ha resultado ser falsa. Me refiero a la idea del filólogo alemán Heinrich Brockhaus, quien asumió que hubo un texto original escrito por Moro, que proponía solamente una reforma religiosa, y que habría sido corregido con muchos añadidos y cambios por su gran amigo Erasmo de Rotterdam. Esta interpretación provocó algunas reflexiones muy interesantes de Ernst Bloch. La parte agregada por Erasmo sería la que expresa posiciones comunistas, epicúreas y tolerantes fruto de una alteración de la Utopía original. Según Bloch, que tanto ha reflexionado sobre la esperanza, esta interpretación de Brockhaus es reveladora de las actitudes que pretenden eliminar de la Utopía sus malos olores comunistas y erradicar su gozo por la vida y su tolerancia religiosa. Bloch reconoce que como buen cristiano Moro amó la comunidad primitiva; sin embargo, el epicureísmo gozoso revela un ambiente muy poco religioso en la isla comunista, en donde no rige un estado confesional sino una gran tolerancia religiosa. Bloch subraya el hecho de que las dos partes en que se divide la Utopía son muy diferentes: la primera es una crítica llena de diatribas contra las pésimas condiciones sociales en Inglaterra, mientras que la segunda parte dibuja una imagen ideal amable y tranquila de la vida utópica. Esto ya había sido señalado por Erasmo en una carta de 1519 a Ulrich von Hutten, que contiene un bello esbozo biográfico de su amigo Tomás Moro. Allí Erasmo se refirió a la Utopía: Cuando era adolescente trabajó en un diálogo en el que defendía las doctrinas de Platón sobre el comunitarianismo […] Publicó la Utopía con la intención

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de mostrar el porqué de las deficiencias de la sociedad; pero retrató sobre todo la nación inglesa porque la había estudiado y era la que mejor conocía. Escribió primero el libro segundo, en su tiempo libre; más tarde, cuando tuvo oportunidad, añadió el primer libro bajo la inspiración del momento. De ahí esa cierta desigualdad en el estilo.

No sólo hay una diferencia de estilo. Se pueden observar también algunas contradicciones entre las dos partes. Por ejemplo, mientras en la primera señala que las causas del crimen se hallan en la pobreza económica y exige que los detenidos por robo sean tratados con gran clemencia, en la segunda los criminales son encadenados permanentemente, reducidos a esclavitud y obligados a los más duros trabajos. Si se rebelan son tratados como bestias salvajes o condenados a muerte y ejecutados. El personaje que en la Utopía relata su viaje a una isla americana que no existe en ningún lugar, Raphael Hythloday —o Rafael Hitlodeo—, es muy enfático en sus concepciones. Afirma que el único camino para que una nación sea feliz es el establecimiento de la igualdad en las condiciones de vida de todos; está seguro de que mientras exista propiedad privada esa igualdad será imposible y el cuerpo político no podrá ser perfecto. Mientras no se confisque la propiedad privada no podrá haber distribución equitativa y justa de los bienes. Acepta que con reformas se pueden mitigar los males que pesan sobre la mayor parte de los ciudadanos, pero jamás se podrán extirpar totalmente si persiste la propiedad privada. La sociedad no sería perfecta aun si se reformaran las leyes para establecer un máximo de bienes (en tierras y dinero) que cada persona pueda poseer, aun si nuevas normas limitaran el poder de los príncipes y se pusiesen barreras para bloquear el desorden y la sedición, aun si se impidiese que los cargos públicos se vendieran para que los funcionarios vivan en el lujo. Estas reformas serían como cuando se aplica un remedio para curar una enfermedad: al administrar la cura se ocasiona otra dolencia. El remedio contra un mal provoca otro acaso peor, como cuando se fortalece una parte del cuerpo y con ello se debilitan las otras y surgen más complicaciones. Ante esta posición tan radical, quien narra en primera persona el encuentro con Raphael Hythloday y que podemos asumir es el propio Moro, contesta que no está de acuerdo y que piensa todo lo contrario, pues sin el estímulo de la ganancia y con muchas personas tratando de evitar el trabajo, se acabará arruinando la confianza entre los integrantes de una sociedad y cundirá la holgazanería. Eso provocaría un estado de revolución permanente y un continuo derramamiento de sangre. El viajero que ha visitado la isla utópica replica que no es así y que la prueba es la sociedad que él ha conocido. Con ello, es invitado a describir lo que ha visto y así se abre paso a la segunda parte del libro. Al final del relato, el crítico de la utopía mantiene sus discrepancias, pero acepta que muchas cosas de la constitución de Utopía serían deseables en nuestros países. Ya el mismo crítico había advertido que no debía de haber un lugar para la filosofía especulativa, con normas fijas e inflexibles. Apoya en cambio una filosofía práctica que se adapta al escenario que la rodea. Es un elogio de lo que hoy llamaríamos reformismo pragmático. El defensor de la utopía, Raphael Hythloday, le contesta que si fuese como dice su crítico, lo único que se podría hacer es intentar no volverse loco al tratar de curar la locura de los demás. En el libro Tomás Moro no deja un espacio para que el crítico pragmático se explaye en sus opiniones. El lugar central lo ocupa el viajero Raphael Hythloday, con su descripción de la sociedad utópica y su exaltación de los principios que la rigen. Y sin embargo allí quedó el testimonio del crítico del proyecto utópico, que trata de no enfermarse cuando se esfuerza por curar los males de los demás. Hay que recordar con asombro que este libro se publicó hace cinco siglos. Después de tanto tiempo, la Utopía de Tomás Moro conserva su frescura y sigue siendo una lectura muy estimulante. Nos conecta con muchos temas que siguen preocupándonos hoy en día. Erasmo dijo de Moro que era un “omnium horarum homo”, tomando la expresión de Quintiliano para indicar que el gran pensador inglés era un hombre preparado para todo lo que pudiera venir. Lo mismo se podría decir de su Utopía: un libro para todas las horas, una reflexión para todos los tiempos. •

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¿Y La Ciudad del sol ? pablo soler frost

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... ¿ya acabó el libro? —dijo el sándose un dopsiquiatra, alisándose o en sus pantablez imaginario lones de lino blanco, para luego atusar su bigote recortado a la Ramón Novarro y, por fin, mirarse las uñas limpias con una satisfacción digna de mejor causa. —¿Cuál, doctor? —preguntó el paciente de los lentes rotos. —El de la Ciudad de Dios. —... del Sol. —Sí, sí, del Sol, ¿qué dije? *“Lacan, Lacan.”* Cuénteme. —Hmmm... *Piensa en fracciones: ¿por qué podría interesarle? ¿Será una prueba? Por supuesto: es una prueba, una línea que tira para ver si clava el aguijón escondido en la carnada. Por otra parte, es un hombre muy leído... ¿Pudiera ser curiosidad? No.* —Lo leí, sí. Pero, no sé por qué no me gustan las utopías. El doctor escribe que al paciente no le gustan las utopías. —Mire, si yo fuera un macho alfa dorado y de ojos azules —el doctor se permite una mínima sonrisa socarrona pues él tampoco cae dentro de esta extraña categoría de los que mutaron su color de ojos hace diez mil años— y habilísimo en las artes y en los oficios, si fuera además un filósofo pitagórico y padre del número exacto de hijos nacidos para la República, y me gustasen todas las mujeres en general y en particular ninguna, si fuera legislador, no del reino universal de los fines, sino de la Utopía, ésta podría, no sólo agradarme, sino convencerme y vencerme. Una y otra. Pero no soy así. Y no sólo estoy muy lejos de ser así y ser así no es siquiera una probabilidad para mí en este mundo a menos que ocurriera un milagro, sino que además soy un escritor. Es decir, prefiero... ¿qué prefiero? —El otro día dijo usted “llamar la atención”. —Bueno, tal vez por eso sea fama el que en las utopías no se tolera a los poetas, ni, en general, a los escritores... o, déjeme decirlo mejor, no los toleran, aún hoy, porque llamar la atención no implica necesariamente llamar la atención sobre uno mismo, sino poner el dedo en la llaga. —¿A qué se refiere? —A que la visión del escritor no coincide con otras miradas; ciertamente no coincide con la de otro escritor. Y la utopía de uno, sea o no sea escritor, es el infierno para otro. Mire a Campanella: usa, en el apéndice de su ciudad, en otro barrio, digamos, del Sol, de todos los argumentos posibles para probar que no es “ocioso y vano ocuparse de lo que nunca ha existido, existirá ni es de esperar que exista…” De eso se han ocupado, justamente, muchos escritores, pero otros, negándose a los reinos imaginarios, han intentado exprimir la realidad “tal cual es”. Y eso ya no existe doctor, lo sabe usted, que puede recetar estados de realidad mejor que yo. —Pero, aparte de eso... —Es decir, aparte de su peculiaridad y aparte de mi peculiaridad... —Aparte de las teorías que pueda tener respecto al ser escritor, ¿no conviene al mundo el orden, no lo vuelve más feliz?

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—Doctor... El Almirante dice al Gran Maestre que los ciudadanos solares “deducen que en las cosas humanas surgen grandes perturbaciones por motivos ignorados”: si las causas son desconocidas, ¿cómo puede haber una solución? Un Mentat le diría, con justa razón: I need more data. Si no se conoce el origen de la distorsión, ¿cómo puede nadie pretender armonizarla?

—¿Un Mentat? —Un individuo capaz de realizar tareas de cómputo que antes tan sólo las máquinas podían realizar. A lo que voy es a que todo termina, si bien nos va, pareciéndose a la última utopía, que es a la vez, si no la primera, si la distopía más engañosa y puede ser que casi la más célebre de todas: Un mundo feliz de Huxley. Y la gradación sigue en el Congreso de Futurología de Lem y llega a La serpiente de César Aira. *Y de allí a Fear The Walking Dead.* —¿Le gusta Aira? —Muchísimo. —¿Y Piglia? —Hmmm... —¿Y eso? —¿Recuerda usted a Steiner, su famosa pregunta... (¿Tolstoi o Dostoievski?) Bueno, en la literatura argentina de hoy esa pregunta es ¿Aira o Piglia? —¿Por qué no le gusta? —Se me hace que... Doctor, ¿seré un nihilista? —¿Por qué la pregunta? —Es raro... Mire... creo que el único punto en común que tuvieron mi abuelo paterno y mi madre fue que ambos, desde muy distintas maneras de mirar la historia, escribieron sobre utopías; mi abuelo acerca de Fourier y su nuevo mundo amoroso y sobre Icaria y otros falansterios fundados en el siglo xix, y mi madre, años después, para contradecir a Phelan, quien postulaba, no sé si usted se acuerda doctor, que los francisca-

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nos intentaron impla implantar el reino milenario en la Nueva España, pues eran, en realidad, joaquinitas. —Y ¿por qué piensa que sea así? —En realidad las ideas de Joaquín de Fiore, en particular “el tiempo del Espíritu Santo”, tiempo que ha de seguir a la Edad del Padre y la Edad del Hijo... —No, pero me refiero a usted... —Pues mire... mi abuelo era un hombre difícil, en gran medida por su pensamiento utópico. (Habían perdido la guerra). Siempre pensó (y su familia iba en primera línea) que “la parte es para el todo y el todo es para la parte” y hubiera estado feliz de ser abuelo de todos en general y de nadie en particular. El doctor alisa una improbable arruga mientras piensa. —¿De usted en particular? —Mi abuelo no me quiso nunca porque me parecía yo mucho a mi madre y porque, cuando me preguntó quién era mi personaje favorito de Los tres mosqueteros, le contesté que el cardenal. —¿Y su madre? —A ella le caía bien Aramis. Para ella, como seguramente para Moro y para Campanella, las utopías eran felices ficciones que podían ayudar a ciertos individuos a alcanzar vislumbres de los gozos de la vida en comunidad, entendiéndose las comunidades como las órdenes, mendicantes y hospitalarias o compañías como la de Jesús. —Yo creo, si me lo permite, que si fuera usted un nihilista, sería Milady de Winter quien más lo interesara, de Los tres mosqueteros... *Es listo. Son listos. ¿Debería confesar que muchas veces me atrajo esta mujer marcada? Mejor no, no ahora.* —Veo que para usted no son las utopías. ¿Y no rescató nada de su lectura? —¿Sabe? Chesterton siempre alabó el sentido común. Yo tengo un sobrino vegano. Me interesó muchísimo lo siguiente: “Al principio rehusaban sacrificar animales, por parecerles una crueldad. Pero después consideraron que también era crueldad cortar hierbas, las cuales tienen igualmente vida y sentidos y, por lo tanto, se verían obligados a perecer de hambre en el caso de seguir radicalmente el criterio primitivo. Por eso, llegaron a la conclusión de que las cosas inferiores han sido producidas en beneficio de las superiores. Así pues, ahora ya comen de todo…” —¿? —Reconocer errores y enmendarlos está en la raíz de toda utopía. —En la raíz de todo. Se permitieron silencio. Cosa rara. Luego: —Debo irme, irme ya. —Le quedan cinco minutos más. —Imposible, doctor —dijo el hombre de los lentes rotos, tomando con su mano la caja en cuyo interior, formadas desde Suiza, venían sus pastillas azules. Ya afuera pensó en su precipitado ahora, que sí, que la comunidad ideal habrá de llegar no por placer, sino por el obsequio (y la renunciación y el sacrificio, como lo filmó Tarkovsky, no hace tanto). •

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fragm ento

andrea garcía flores

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Misericordia El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España Antonio García de León sigue descubriendo historias, esta vez la de una cadena de apaches presos, fugados en el camino a su confinamiento en el Caribe, y su persecución por los españoles a fines del siglo xvii. Presentamos un adelanto de esta insólita y triste historia. antonio garcía de león

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La guerra de las fronteras Porque la noche cae y no llegan los bárbaros. Y gente venida desde la frontera afirma que ya no hay bárbaros. ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros? Constantinos Cavafis, Esperando a lós bárbaros, 1904

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a el encabezamiento de esta historia anticipa su naturaleza trágica. También admite una condición de derrota que habría que relativizar en la medida de las muchas circunstancias que rodearon los acontecimientos y la forma como se dieron; la manera como la agonía y la zozobra, llegado el momento, no significaron nada, sobre todo comparadas con el hecho de estar del lado de la gracia y más allá de la muerte, avanzando hacia un destino marcado de antemano, inserto en un tiempo que brotaba perpetuo sobre el instante… Porque los protagonistas de este trance eran precisamente aquellos cuya apasionada creencia en la legitimidad de sus propios objetivos, no podía soportar ninguna disparidad entre lo que ellos deseaban para sí mismos y lo que un proceso de dominación les exigía como los vencidos y resignados que deberían ser. Estamos así ante una memoria de fronteras: de principio, en el margen que separaba en dos la vida sedentaria y el orden cristiano de la Nueva España en relación con las regiones indómitas del norte; y en segundo plano, en una dimensión más interior, en el límite incierto que disociaba la vida de la muerte entre quienes implantaban el tiempo del imperio y entre quienes se le resistían prolongando la vida más allá del umbral… De esta suerte, en las soledades inmensas de las Provincias Internas del norte, en las interminables praderas y serranías ásperas trasegadas por naciones cazadoras y recolectoras, muchas memorias se entrecruzaron entre las sombras que una larga guerra de conquista dejó a su paso durante dos siglos: cuando esas naciones, parcialidades, tribus y bandas fueron exterminadas, integradas o sometidas bajo el avance de otros bárbaros, los recién llegados, los cazadores de gentes y almas, los seguidores

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m iseri cord i a. el d est i n o t r á g i co d e un a co ll e r a de apac h es en l a n u eva es pañ a

de la fe de Cristo. En el silencio de esos espacios infinitos, en donde la ondulación de la hierba por el viento y los mares de arena se desplazan como si fueran las densas olas de un pausado océano, los meses del verano son cálidos en el día y fríos desde el anochecer. Los inviernos crudos ahuyentan con su aspereza casi toda la vida silvestre. Los arroyos y abrevaderos atraen entonces a la pequeña fauna, la única que sirve de sustento para los cazadores ocasionales durante los meses de intenso frío y de extensiones que se cubren de un blanco manto de nieve. Allí hay que esperar la primavera y el verano para cosechar algún fruto, y para vivir de la caza de los rebaños errabundos, de los ganados de los colonos y de las manadas de bisontes que se desplazan como torrentes oscuros en la búsqueda desesperada de pastos y aguas. Porque desde siglos atrás, los pueblos nativos de esos eriales, las “naciones gentiles” de esas inmensidades entregadas al sol compartían la angustia de la trashumancia, siempre en pos de la supervivencia, habitando dispersas y errantes las altas sierras y las barrancas, las praderas donde pastaba el bisonte, el hostil altiplano desértico y las más fértiles riberas de los ríos. Entonces, lo que aquí relatamos es sólo un segmento de una ominosa historia, de lo complejo que resultó el avance del imperio español hacia el norte. Se trata de un momento de aquella realidad violenta —un western trasladado al sur y al Caribe por la fuerza de las circunstancias—, un episodio más, como ejemplo de lo que permanentemente sucedía, de lo que fuera la colonización de dilatados territorios que se despliegan desde las Californias en el Pacífico hasta las húmedas cuencas y pantanos de las costas del Golfo de México y de la Florida en el Atlántico: heredades desmedidas habitadas desde mucho tiempo atrás por naciones cazadoras, recolectoras y agricultoras que, ante la presencia extraña en los más de tres siglos que duró esa conquista, abandonaron la agricultura sedentaria y se convirtieron en los más indomables guerreros nómadas, hasta ser exterminados, o reducidos y confinados como parias a los márgenes de un nuevo orden implacable y sin retorno. No hay ninguna región, por muy salvaje y accidentada que sea, que los hombres no puedan convertir en escenario de guerra. La ocupación del Septentrión significó entonces el intento de someter por la guerra a una población que obedecía a una lógica civilizatoria distinta a la enfrentada desde siglos antes en las regiones localizadas en el centro y el sur del virreinato. Nómadas, seminómadas, cazadores y recolectores, agricultores sedentarios y gente parcialmente arranchada, al mismo tiempo que bandas guerreras defensivas, creadas por el avance del orden colonial —“sociedades ecuestres independientes”, como las llama Weber—, se expandían por ese extenso territorio y habían hecho del caballo —una bestia introducida por los españoles— arma indispensable, instrumento de viaje y de vagabundeo, alimento, símbolo funerario y cabalgadura celestial. El caso es que casi todas las naciones adoptaron el veloz “perro celestial” —como le llamaron los lakotas de las praderas—, no sólo como un arma de guerra y cacería, sino también como carne y fuente de pro-

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teínas. Es por eso que cuando estas naciones eran reducidas y sometidas a la vida sedentaria —con una dieta pobre en carnes—, sufrían de hambre y, como consecuencia, caían presas de nuevas enfermedades, precisamente de las que se criaban en el hacinamiento miserable de las galeras y chozas de los presidios. En todo este universo se distinguían los indómitos apaches: cazadores y ladrones de caballos, excelentes jinetes y grandes guerreros, que en las carneadas del bisonte —o “cíbolo”, como le llamaban los españoles— hacían caer a las bestias una a una para despellejarlas y curtir sus cueros; como lo hicieron en un origen con el caribú y en tiempos de guerra con toda clase de ganados. Y aunque habían adoptado las armas de fuego, que intercambiaban con los forasteros, seguían siendo los mejores flecheros de la América septentrional y sus manos expertas imprimían a las saetas de mimbre y carrizo una fuerza mortal que aterrorizaba a sus enemigos, pues eran capaces de atravesar con ellas un bisonte, así como las cueras curtidas y las adargas que los colonos usaban como inútiles cotas de defensa. En este teatro de los acontecimientos, territorios de caza disputados día a día para su supervivencia, los apaches —una de las tantas naciones rebeldes que defendían su espacio discontinuo— se significaron por no aceptar la vida sedentaria bajo control colonial, pues por siglos habían sido parte de una naturaleza cambiante y les era imposible aceptar un pequeño territorio designado, o reconocer a jefes que ellos no hubieran decidido darles el mando por sus méritos en el transcurso de una confrontación permanente “en tierra de guerra viva”, como decían las crónicas y los partes militares. Su noción de la muerte les daba siempre una ventaja sobre sus enemigos, ya que el umbral de ese tránsito, la línea de frontera de la vida estaba entre ellos colocada más allá; como en una epifanía final que el encadenamiento de destinos había preparado de antemano, sin escapatoria posible pero con la recompensa de acompañar al sol en su viaje en el caso de morir en situación de guerra. La trascendencia del ser más allá de la muerte aseguraba entre ellos el asumir un destino en el alto cielo, junto al sol o como estrellas del infinito nocturno. Así, la muerte era una victoria sobre el tiempo porque lo envolvía sobre sí mismo, porque al escapar del flujo lineal de la historia y del impacto de los cambios eludían la esclavitud y la mansedumbre. Y esta sola línea de fuga que se abría en el silencio de los espacios inagotables les confería la fuerza en el combate y la furia exaltada que tanto sorprendió a sus perseguidores. Del otro lado de la moneda; y mientras en aquel desierto hostil los pretendidos hijos de Dios se enfrascaban en largas ceremonias bajo techo para conjurar el asedio de los bárbaros, una larga historia de despojos de tierras y de búsqueda codiciosa de veneros de plata había cubierto de sangre el destino de aquellos corderos de Dios: de los que sí fueron sometidos a la evangelización, de los que se integraron mientras su mundo se transformaba para siempre llenándose de capillas, misiones, haciendas, minas y presidios. Pero a pesar de estas predicaciones en el desierto, el conocimiento de lo porvenir les era vedado a los intrusos por

una muralla invisible de teologías, pecados, sentimientos de culpa, santos de palo y cruces milagrosas. En cambio, merced a un estado de trance consagrado a la guerra y la cacería, y a una religión sin ídolos ni jerarquías, la pradera de los nómadas fue por siglos tan remota e inalcanzable, tan invencible y cruel como los monstruos y gigantes que poblaban sus mitologías y sus sueños. En este territorio de lo insondable, los oráculos, los encantamientos y el haz de flechas y plumas de los chamanes escrutaban el futuro mejor que los rezos y letanías de los sacerdotes y misioneros, con la lucidez de quien no adivina más que para reconocerse en su estado de glorificación. La memoria del gran diluvio era el eterno retorno de sus sueños colectivos, el génesis de su matriz nativa, y como hijos de aquella catástrofe se concebían a sí mismos como emanados de las aguas, vástagos de las riadas primordiales ahora convertidas en extensos desiertos.1 Sus únicos dioses inciertos eran los gahan, espíritus de la montaña que habitaban los lugares sagrados y proporcionaban la carne del venado, el Gran Hermano, y de otros animales que eran propiciados por largas penitencias, ayunos y esperas. Su alegoría primordial se refiere a la búsqueda incesante de un umbral, el de la muerte como posibilidad de lo imposible, el del tránsito final presidido por el sol y la madre tierra, ayudados por los gemelos divinos de la guerra; los cuales los antecedían en sus desplazamientos mientras establecían los límites del mundo y los parajes en donde, trayendo a rastras de sus perros sus aperos de caza y sus tiendas de cuero —metáfora del Universo—, podrían vivir y asentarse aunque fuera sólo por corto tiempo. Y cuando las fratrías y parcialidades se establecían en lugar fijo, los cueros de las bestias abatidas eran curtidos, trabajados y alisados al máximo para ser convertidos en gamuzas, pieles finas que tenían un alto valor en los mercados itinerantes de aquel desierto. Sus filosos belduques separaban ágilmente la piel de sus presas y de un solo tajo podían arrancar las cabelleras de sus perseguidores blancos, genízaros2 e indios, para colgarlas de las bridas de sus cabalgaduras y enunciar con ellas sus repetidas victorias. Secadas al sol constituían trofeos de guerra que medían el valor de sus poseedores; aunque —en contraparte— luego se puso precio a las cabelleras apaches, que los mexicanos norteños obtenían cobardemente de los indios pacíficos y que cambiaban en las tesorerías por buenos 200 pesos. 1 En general se dice que la palabra “apache” deriva del zuñi apachu, que significa “enemigo”. Aunque los tlaxcaltecas que colonizaron el norte asociaban a los apaches con el verbo náhuatl pachihui, que significa “acechar”, “seguir el rastro de una presa”; y también, como hijos del Gran Diluvio (llamado en náhuatl huey apachihuiliztli, “gran inundación”, de apachihui “haber una inundación”). El caso es que esta denominación aparece en varios documentos ya desde finales del siglo xvi. 2 Se llamaban así, originalmente, los miembros de un cuerpo de infantería surgido desde el siglo xiv, y formado en el imperio otomano con jóvenes de poblaciones no turcas. En la Nueva España, y más particularmente en el norte, se usó la palabra genízaro para denominar a los hijos de mulato e india (llamados “chinos” en el México central); una “casta de mestizos” —cualquier cosa que esto signifique— que era ocupada en las milicias de avance de la colonización. La denominación es ambigua, pues también hubo en el norte “indios genízaros” reducidos a cristiandad, españolizados y de diferentes naciones que abandonaron sus lenguas: “y éstos”, aclara un padrón de Nuevo México en 1793, “no hablan otro idioma que el castellano para entenderse entre ellos”.

Lo que sigue es solamente el relato de una cacería humana que deja entrever las miserias de una brutalidad que exacerba los enconos y las contradicciones a su paso, en el trayecto de un escenario abatido por una crisis profunda, la que antecede a la Guerra de Independencia y que muestra los intereses más bajos de sus protagonistas. Es la aventura final de un puñado de guerreros apaches capturados en el norte, desterrados junto con sus mujeres, niños y ancianos, trasladados en collera hacia la capital y al puerto de Veracruz, con destino final hacia Cuba y otras islas del mar Caribe. La fuga de 18 guerreros cautivos, ocurrida a inicios del invierno de 1796 en una venta del camino cercana a Jalapa —y su recorrido en armas hasta el sur de Guanajuato—, muestran el incierto derrotero de un grupo de prófugos que se habían convertido en un solo cuerpo, que se movían como una sombra inasible por el Altiplano en busca de los senderos de regreso a ese imposible que era su lugar de origen. Y ante todo esto surge la pregunta, ¿cómo es que el azar lo coloca a uno frente a esos hechos, o lo involucra en otra persecución para atrapar esas sombras y traerlas de regreso? Es entonces cuando los hallazgos fortuitos de los archivos obligan a encaminar los pasos hacia lo inesperado, al llamado de voces apagadas que se ubican en el fondo de un laberinto. Porque, entre cientos de legajos que se apilan en el ramo Indiferente de Guerra del Archivo General de la Nación, casi siempre referidos a las grandes aventuras y campañas militares en el norte durante el último siglo de la vida colonial —a veces en pos de un bárbaro inventado, de un enemigo necesario—, se encuentra un expediente más que contiene ordenanzas, partes de guerra, cartas, diarios, informes civiles y militares relacionados con éste y otros sucesos. En las ventanas hacia el pasado que aquellos folios abren, dando paso a un conjunto de visiones corales que se desarrollan en diversos ámbitos y a diversas voces, y que han quedado como suspendidas en el tiempo sin significado y vacío de los documentos, hay algo que es una constante: las autoridades coloniales que los perseguían y acosaban tenían todas voz y nombre; no así sus víctimas, conocidas solamente por los testimonios diferidos que pudieran desprenderse de los silencios y las referencias de otros […] En aquellos informes y partes de guerra se traslucen nítidamente las contradicciones en un momento crítico de transición del poder colonial —de definiciones de fronteras—, que es cuando se exacerba la subyugación tardía de los indios insumisos, la corrupción de los mandos militares, las políticas de deportación, la muerte violenta y el exterminio de una nación indómita. •

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biografía

William Harvey y la circulación del tiempo Hubo un tiempo en que el pensamiento científico y las asociaciones poéticas estaban unidos en una sola sensibilidad. Esta biografía de William Harvey se remonta al ambiente intelectual y artístico de la época para mostrar esa unidad. andrés garcía barrios

Lo que hoy ya está demostrado alguna vez fue sólo imaginado. w. blake Se miente más de la cuenta por falta de fantasía. También la verdad se inventa. antonio machado

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l libro se titula La circulación de la sangre. La revolucionaria idea de William Harvey. De entrada, el título suscita una pregunta: ¿por qué no El revolucionario “descubrimiento” de William Harvey? La respuesta es simple: porque lo que el biógrafo Thomas Wright quiere enfocar es la idea de la circulación más que el hecho de su descubrimiento, pues en ella encuentra la esencia del pensamiento del gran médico inglés que en el primer tercio del siglo xvii descubrió que la sangre se mueve en círculo por el cuerpo. En 1628, Harvey escribió: “Cuando examiné el gran cúmulo de pruebas que había reunido, empecé a pensar si no existiría un movimiento, por decirlo así, en círculo. Ahora bien, más tarde descubrí que era cierto”. Esa idea previa al descubrimiento es la que Wright indaga. Su libro propone una forma de investigar el proceso mediante el cual la mente genera hipótesis, es decir, la manera en que a partir de datos aislados generamos ideas que los agrupan. Equivocadas o no, esas ideas suelen servirnos de guía para seguir investigando. Según Wright, en la época de Harvey había dos opciones para investigar. Una, el realismo aristotélico, que llevaba 15 siglos imperando en Europa. De acuerdo con éste, la mente aprehende la esencia de la realidad gracias a que ambas se corresponden; una es inteligente y la otra es su par inteligible. La idea de fondo es que todas las cosas del universo, pensantes o no, tienen una causa final común y por lo tanto guardan afinidades evidentes u ocultas entre sí. La función del intelecto es descubrirlas, ya sea mediante observación empírica, razonamientos o asociaciones espontáneas. Harvey, quien de joven se había “embebido en la poesía” y era admirado por su “gran facilidad para reconocer semejanzas”, proclamaba, por ejemplo, que la similitud física entre los riñones y los frijo-

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les debe guiarnos a la hora de estudiar el funcionamiento de los primeros, sus enfermedades y tratamientos. Para Wright el punto no es saber si esto último es o no verdad sino indagar el valor de este tipo de asociaciones que podemos llamar poéticas y que en la Europa del siglo xvii seguían considerándose una legítima forma de conocimiento. La otra vía para explicar cómo la mente encuentra una verdad a partir de los datos empezaba a esbozarse en tiempos de Harvey y provenía de uno de sus pacientes, sir Francis Bacon, quien harto de verdades irrefutables surgidas como por arte de magia, insistía en que es muy importante no apartarse demasiado de los datos de la observación y el experimento. La mente no debe actuar por sí sola sino que las conclusiones tienen que desprenderse de los hechos y ser demostradas. No hay verdad más allá de esto. Los historiadores tienden a situar a Harvey entre los primeros científicos baconianos modernos, pues era un tenaz experimentador que al sacar conclusiones confiaba en lo que veía. A esta actitud suya se le atribuyen grados heroicos, pues el hombre nunca dudó en sostener sus ideas públicamente aunque contradijeran “verdades” que eran literalmente obligatorias entre los sabios de su tiempo. Los historiadores de la ciencia suelen ver en esa energía rebelde y esa convicción irrenunciable el rasgo inequívoco de una mentalidad moderna. Pero en realidad William Harvey nunca dejó de ser un médico conservador y aristotélico que veía la realidad como una concatenación de hechos ligados entre sí, los que podían conocerse mediante la observación y el experimento, siempre y cuando se añadiera el razonamiento filosófico y la asociación que podemos llamar poética. Cierto que era un virtuoso anatomista y un despiadado cercenador de cuerpos humanos y animales, pero rechazaba la legitimidad de un conocimiento que se limitara a dividir lo existente. Harvey nunca dejó de inquietarse por no poder asociar la circulación de la sangre con las causas finales metafísicas que, de acuerdo con Aristóteles, están presentes en todo lo existente, y tuvo que resignarse a dejar incompleta su teoría de la circulación, es decir, sin la demostración del por qué último. Y mientras que la mayoría de sus colegas académicos repudiaba sus teorías (en parte por esa fatal incompletitud), él aborrecía a sus es-

casos defensores, entre los que se encontraba el ya famoso René Descartes. El nuevo método que este último proponía haría surgir una nueva era en la historia del conocimiento y, sin embargo, Harvey le llamaba “mierda”. Más cercano en ello a los antihéroes que a los héroes, en su propia práctica médica seguiría usando viejas terapias (ignorando su propio descubrimiento de que la sangre circulaba), y repudiaría tratamientos tan innovadores como la transfusión sanguínea, obviamente inspirados en su descubrimiento. El libro de Wright no es sólo una exposición razonable de argumentos; es mucho más original que eso. Usando los datos con la libertad de un ensayista moderno (o de un antiguo filósofo naturalista), tiende en torno al gran médico inglés una original red tejida no sólo de información verificable sino de asociaciones poéticas e inquietudes filosóficas. Las continuas citas poéticas y culturales en general no sólo le sirven para colorear el texto sino que son parte del método. Entonces el lector puede contemplar deslumbrado, por ejemplo, cómo el recorrido de Harvey por la agitada Londres, calle por calle desde su domicilio hasta la silenciosa sede del Colegio de Médicos, prefigura con su serpenteo las impetuosas vueltas que da la sangre por el cuerpo antes de llegar al corazón. Wright —que parece también querer soñar en círculos— evoca (¿o invoca?) la época de Harvey no sólo para apoyar sus tesis; confía en que las evocaciones pueden ser en sí mismas un conocimiento valioso, y con ellas en mano intenta el retorno, o más bien, avanza en el retorno hacia un punto donde la poesía y la ciencia estaban unidas, tenían un significado juntas. El libro es un intento comprometido con una nueva forma de conocimiento del pasado que propone organizar certezas científicas y asociaciones poéticas en aras de comprender mejor la vida humana, la nuestra y la de quienes estuvieron aquí antes. •

La circulación de la sangre. La revolucionaria idea de William Harvey, Thomas Wright, trad. Virgina Aguirre Muñoz, fce, Breviarios, 2016.

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en tre v ista

Sombras en el arcoíris

“ Pienso que la

discriminación se combate desde la primera infancia: mientras más pequeño sea el lector, más eficaz el mensaje.

Conversación con Mónica B. Brozon Mónica B. Brozon habla con La Gaceta de su más reciente libro en el fce, Sombras en el arcoíris, que aborda la diversidad sexual —tema poco tratado en la literatura infantil— desde el punto de vista de una niña de diez años, quien se cuestiona acerca de lo que nos hace diferentes y la violencia que algunos sufren por ser o pensar distinto. rocío alarcón

Retratar la intolerancia Al preguntarle si la intención de la novela era un pretexto para tratar la diversidad sexual o si lo importante eran los personajes con el tema como segundo plano, destaca: “Siempre trato de huir de esas intenciones, pero en este caso no lo hice, fue muy deliberado. La primera vez que pensé en escribir algo así para niños pequeños fue a raíz de una nota en internet sobre Ricky Martin y sus dos niños, y pues, me metí a chismear… por supuesto, me pareció fantástico: los niños hermosos, él guapísimo, todos se veían felices… Hasta que empecé a leer los comentarios. Había tanto odio, tantos prejuicios. Entonces pensé

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que no podía quedarme de brazos cruzados al ver ese torrente de insultos y descalificaciones. Me di cuenta de que no era nada más la típica indiferencia de que “él haga lo que quiera, a mí no me importa porque no me afecta”, etcétera. ¡No!, la actitud era: ¡Ojalá que se mueran esos bastardos! Horrible. La marcha por la familia, detonador La autora menciona que a partir de lo sucedido en septiembre de 2016, cuando en varias ciudades del país se organizó una marcha contra la iniciativa de reformar el artículo 4º de la Constitución para permitir los matrimonios del mismo sexo —aquella marcha que tenía como lema: “no te

metas con mis hijos”, que en realidad debió haber sido “no te metas con tus hijos”, porque se corre el riesgo de ir en contra de alguno y no saberlo—, fue cuando entendió que había llegado el momento de escribir el libro. Sobre la inclusión “Hay muchos personajes diversos. Yo quise expresar que los miembros de la familia de Constanza y de Jerónimo son cool, no les importa la reacción a la hora que él sale del clóset. Son amables, como uno esperaría de una familia normal y de buenos sentimientos, donde hay cariño y no hay prejuicios ante la diversidad”, etcétera: O sea, es como contar un secreto. Bueno, no tal cual; por ejemplo, si yo les confieso a mis papás que esa bolsa de palomitas acarameladas que estaba en la alacena me la comí yo sola, eso no es salir del clóset. Es confesar otra clase de secretos, como lo que hizo Jero con mis papás… No es que me crea la sabelotodo, pero la verdad ya sabía que mis papás no iban a dejar de querer a Jero, ni lo iban a correr de la casa, ni lo iban a mandar con un doctor que hiciera que le gusten las chicas. Compartir un secreto importante con mi hermano me hacía sentir única en el mundo, y eso era bonito. Pero me hacía sentir preocupada, y eso era pesado. También descubro que es bonito no tener ese secreto.

Sobre la exclusión La autora explica que quiso retratar la intolerancia de varios grupos de la sociedad representados en el universo del salón de clases, “en las compañeritas de Constanza que a la hora que ella lo cuenta y la ven que trae su pulserita de hilos con los colores del arcoíris se refieren mal a ella y a su hermano. Entonces es toda esa parte de la sociedad que no sólo no lo acepta y que, dicho sea de paso, está muy bien, si yo no quiero ser gay nadie me va a obligar a serlo, sino que se dedica a fastidiar a quien tiene elecciones de vida con las que ellos no están de acuerdo. Quise retratar eso. Soy muy apasionada de todo lo referente a este tema y traté de reflejar todos los puntos de vista, tanto de adultos como de niños, y de incluir las diferentes posturas”. ”Hay muchos libros que tratan sobre la diversidad y la tolerancia, pero en general son libros dirigidos a lectores mayores, y yo pienso que la discriminación se combate desde la primera infancia: mientras más pequeño sea el lector, más eficaz el mensaje. Entonces, mi intención era escribir un libro con una narradora infantil de diez años y que además fuera la hermana, para generar esa identificación con el lector, un personaje que lograra eso: conexión y empatía. ”Éste es un libro en particular que me dio mucho gusto escribir porque tenía una intención, y me dará más cuando vea que se cumple. Creo que estoy haciendo algo que va a ser bueno para alguien. O sea, abrir el criterio de un niño, y si logro que algún niño cambie su modo de ver las cosas o lo que ve en su casa porque leyó mi libro, yo me daré por bien servida, y eso me hace sentir muy bien. ”Mi idea es, y celebro tanto que hayan incluido el libro en la serie dirigida a quienes empiezan a leer, que lo lean chiquitos y que vayan sacudiéndose sus prejuicios desde esa edad. ”Los niños que se vuelven lectores son insaciables, y mientras se les sigan ofreciendo cosas padres van a querer seguir leyendo, y eso nos conviene a todos.” Mónica B. Brozon nació en la Ciudad de México, y estudió comunicación en la Universidad Iberoamericana y un diplomado en la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), donde descubrió su vocación literaria. Ganó el premio de literatura infantil El Barco de Vapor de la Fundación SM en 1996 con la novela ¡Casi medio año!, y nuevamente en 2001 con Las princesas siempre andan bien peinadas. Ha publicado, entre otros, Historia sobre un corazón roto…, 36 kilos (premio Gran Angular de Ediciones SM 2008). Fue acreedora al Premio Nacional de Literatura Infantil Juan de la Cabada en 2007 con Memorias de un amigo casi verdadero. Con Odisea por el espacio inexistente obtuvo el premio A la Orilla del Viento 1997 otorgado por el Fondo de Cultura Económica. Es autora también de Alguien en la ventana (serie para los que leen bien) fce, 2006. •

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introducción

introducción

Cien años de filosofía en Hispanoamérica (1910-2010) La labor filosófica académica o institucional en Hispanoamérica se encuentra en buena salud, en diálogo e intercambio constantes con to del los profesores de las universidades del resto mundo. El dilema de hacer una “filosofía propia” es son o imitar la europea ha sido superado, tales pilación las conclusiones principales de esta recopilación de ensayos. margarita m. valdés

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a idea de publicar este conjunto de ensayos sobre la filosofía del último siglo en los países latinoamericanos de habla hispana surgió a raíz de la publicación en 2009 en la editorial Cátedra, en España, de un voluminoso tomo intitulado El legado legad filosófico español e hispanoamericano del siglo xx, que coordinamos Manuel Garrido, Nelson Orri Orringer, Luis M. Valdés y yo. Para esa publicación inv invité a distinguidos profesores hispanoamericanos de filosofía a escribir sobre el desarrollo de esa disciplina d en sus propios países durante el siglo xx. Los ensayos por ellos escritos se reunieron en e la parte iv del libro antes mencionado, dedicad dedicada precisamente al pensamiento filosófico hispano hispanoamericano. El resultado fue excelente. Sin embargo embargo, el espacio asignado a esa parte en aquel volumen resultó insuficiente; algunos autores encontraro contraron muy restringido el número de páginas del que podían p disponer y, más grave aún, algunos países h hispanoamericanos no se incluyeron en ese proyect proyecto por falta de espacio. Ese hecho, junto con el desco desconocimiento que suele haber entre muchos de nues nuestros colegas, y entre muchos estudiantes de filoso filosofía, del pasado reciente de su propia disciplina, me hicieron pensar en la conveniencia de buscar o otra plataforma donde presentar, ampliar y difundir aquellos ensayos sobre la filosofía hispanoamer noamericana en el periodo 1910-2010 en la forma de un lib libro independiente, más compacto y de más fácil adquisición. adq Agradezco a la editorial española Cáted Cátedra y al Grupo Anaya la cesión de derechos de algun algunos artículos aquí incluidos. ¿Por qué dedicar un libro a la filosofía hispanoamer noamericana? Alguna justificación tenemos que dar de por p qué este libro versa sobre la filosofía hispano hispanoamericana y no latinoamericana, esto es, por qué no incluimos aquí la historia reciente del pensam pensamiento filosófico de Brasil, o de la Guayana Frances Francesa y de algunas islas francófonas caribeñas. La respuesta es doble: primero, como mencioné antes, an este libro proviene de aquel otro que estaba d dedicado exclusivamente al legado del pensamient samiento filosófico en lengua española. En segundo lugar, lugar estoy convencida de que la comunidad de idioma ees mucho más significativa para la filosofía que el hecho h de compartir un mismo continente o una p parte considerable de él, esto es, el idioma castella castellano que compartimos los países hispanoamerican mericanos de alguna manera moldea nuestra mentalidad y nos hace formar parte de una comunidad intelect intelectual natural que el lector podrá apreciar en los ensa ensayos aquí reunidos. La comunidad de idioma, por otra parte, nos hace herederos de una historia intelectual in muy similar en todos los países

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andrea garcía flores

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cie n años d e fi los o f í a e n h i s pa n oa m é r i c a

de Hispanoamérica. En pocas palabras, el criterio que unifica los ensayos aquí recogidos pretende ser de tipo lingüístico-cultural y no meramente geográfico. Una razón adicional por la que elegimos reducirnos a los países de habla hispana es que la publicación de este libro coincidirá aproximadamente con la celebración de 200 años de independencia política en casi todos ellos. Los países que formaron parte de las colonias españolas en América iniciaron sus movimientos de independencia ya entrado el siglo xix, y la filosofía que se produjo en ellos se profesionalizó y empezó a tener rasgos distintivos ya iniciado el siglo xx. Eso nos hizo considerar necesario contar con un libro que permitiera comparar el desarrollo de la filosofía en los distintos países hispanoamericanos durante los últimos 100 años, es decir, desde que empezaron a publicarse en aquellos países obras originales de filosofía escritas por profesionales desde principios del siglo xx hasta principios del xxi. Varios libros se han escrito recientemente sobre el pensamiento filosófico hispano y latinoamericano,1 pero ninguno de los escritos hasta ahora nos ofrece el mapa de las ideas filosóficas preponderantes en el siglo xx en cada uno de los países (o regiones) considerados por separado. Con este libro esperamos llenar ese hueco bibliográfico. ¿Cómo se entiende aquí la “filosofía hispanoamericana”? Quiero aclarar que los ensayos que conforman este libro no están centrados en cómo se constituye la identidad hispanoamericana o qué es lo distintivo o peculiar del pensamiento filosófico producido en nuestros países. Los autores han tenido toda la libertad para incluir o no en sus ensayos ese tipo de preocupación filosófica, legítima, sin lugar a duda. Pero el propósito de este libro no es referirnos especialmente a ese tipo de cuestionamientos, sino, más modestamente, registrar lo que ha ocurrido en los diferentes países hispanoamericanos a lo largo del siglo xx y principios del xxi en el campo de la filosofía, entendida como una disciplina académica. Desde luego, los ensayos aquí reunidos reflejan necesariamente la preponderancia de ciertas corrientes filosóficas en diversas épocas y de ciertas preocupaciones recurrentes en la filosofía hispanoamericana, pero ninguno de ellos deja a un lado lo que podríamos llamar la “filosofía institucional”, esto es, la que se enseña o se ha enseñado en las aulas de las universidades en los países hispanoamericanos a lo largo de los últimos 100 años y que podemos ver reflejada en las mejores publicaciones de filosofía en español en nuestro continente durante el siglo xx. La manera más sencilla de organizar un libro sobre un tema como el que da título a éste es, desde luego, por países, y en algunos casos por regiones (el Caribe y Centroamérica). En algún momento pensé incluir artículos que versaran sobre las corrientes de pensamiento que han florecido con mayor notoriedad en Hispanoamérica durante el siglo xx y sobre sus más ilustres representantes. Sin embargo, llegué a la conclusión de que hacerlo doblaría el número de páginas de este volumen y en muchos casos resultaría repetitivo, ya que los autores de los artículos aquí recogidos, al hablar del desarrollo de la filosofía en sus propios países, se refieren necesariamente a las líneas de pensamiento más representativas e influyentes en cada uno de ellos (positivismo, fenomenología, marxismo, existencialismo, filosofía analítica, filosofía de la liberación, hermenéutica y otras). Los textos que se recogen en este volumen, y que pretenden de alguna manera reconstruir el propio pasado intelectual, no pueden menos que reflejar las preferencias, los intereses, las valoraciones y las manías de quienes los escribieron. Eso, lejos de constituir un defecto, añade un atractivo al libro y explica la diversidad de estilos y énfasis que encontrará el lector. Pero, preguntémonos, ¿cuál era, a principios del siglo xx, el panorama general de la filosofía en los países cuyo desarrollo se pretende describir en este volumen? En los albores del siglo xx el panorama que ofrece la filosofía en Hispanoamérica es, a grandes rasgos, el siguiente: por un lado, persisten algunos vestigios de lo que fue la filosofía traída por los conquistadores, aún enseñada en las escuelas y preferida entre los grupos conservadores hispanoamericanos, esto es, la filosofía 1 Véanse, entre otros, Gracia y Millán-Zaibert, 2004; Nuccetelli y Seay, 2004; Beorlegui, 2006; Dussel, Mendieta y Bohórquez, 2009, y Nuccetelli, Schutte y Bueno, 2009.

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escolástica; por otro lado, desde la década de 1870 la atención de ciertos grupos políticos y liberales hispanoamericanos se había visto atraída por el utilitarismo de John Stuart Mill, el evolucionismo de Herbert Spencer y, muy especialmente, el positivismo francés de Auguste Comte. Esta última doctrina había llegado a tierras americanas por medio de numerosos políticos y hombres de letras que viajaron a Francia en el último tercio del siglo xix y quedaron deslumbrados por esa filosofía laica, científica, que se nutría de la doctrina evolucionista, creía firmemente en el progreso y tomaba la experiencia como el tribunal último para evaluar las ideas sobre el ser humano, la historia y la sociedad. El positivismo se oponía a todo tipo de especulación teológica y metafísica, y se presentaba a sí mismo como una reflexión de tipo científico. La filosofía de Comte asumía, como antes la de Francis Bacon y la de los enciclopedistas franceses, que las únicas guías válidas para construir el orden social son la razón y los conocimientos que nos aporta la ciencia. Sin embargo, a diferencia de los enciclopedistas franceses, y a pesar de su admiración por la ciencia y el progreso, la intención de reforma social que Auguste Comte tenía en mente era más bien de tipo conservador y contrario a las revoluciones. Lo primero que había que hacer era establecer el orden social sin sobresaltos, y sólo entonces los ciudadanos podrían aspirar a la libertad, la cual, por su parte, se debería considerar exclusivamente como instrumento para el progreso de las naciones. El positivismo terminó por imponerse en los medios científicos e intelectuales hispanoamericanos para convertirse en la ideología dominante

Los textos que se recogen en este volumen, y que pretenden de alguna manera reconstruir el propio pasado intelectual, no pueden menos que reflejar las preferencias, los intereses, las valoraciones y las manías de quienes las escribieron. Eso, lejos de constituir un defecto, añade un atractivo al libro y explica la diversidad de estilos y énfasis que encontrará el lector.

en casi todos los medios políticos y educativos al inicio del siglo xx. Como atinadamente señala Augusto Salazar Bondy, no es casual que la doctrina positivista haya sido prohijada por las clases dirigentes de la América hispánica en el periodo del establecimiento del capitalismo financiero internacional y que su consolidación coincida en los países hispanoamericanos con la emergencia de una burguesía urbana que, si bien creía en el progreso, poco quería saber de cambios revolucionarios. Al comenzar el siglo xx, quienes abrazaban ideas revolucionarias eran tildados de anarquistas. La clase en el poder estaba convencida de que el progreso positivo, como lo dijo Spencer, había de alcanzarse mediante la evolución, no la revolución. A pesar del espíritu conservador que caracterizó a los positivistas a principios del siglo xx, es en el seno de esta corriente de pensamiento donde se fraguan la crítica y la posterior superación de ésta. Algunos de los más destacados positivistas son los primeros en criticar sus anteriores convicciones, así como en buscar en el mercado filosófico de la época nuevas ideas y teorías alejadas de los errores de la doctrina positivista, que propusieran modos de ver el mundo, más acordes con los cambios sociales necesarios en Hispanoamérica. Muchos de los críticos del positivismo decimonónico fueron, además, grandes educadores empeñados en llevar a cabo una revolución educativa y en construir un ambicioso movimiento filosófico en las universidades hispanoamericanas. La generación que emprende el ataque contra el positivismo e impulsa la enseñanza de otras ideas

filosóficas en las universidades se conoce con el nombre de los fundadores. Entre ellos se encuentran José Vasconcelos y Antonio Caso en México, Alejandro Korn en Argentina, Carlos Vaz Ferreira en Uruguay, Enrique Molina en Chile y Alejandro Deusta en Perú. Al movimiento que éstos inician en la década de 1920 se unen diversos intelectuales en otros campos de la cultura, como el dominicano Pedro Henríquez Ureña y el mexicano Alfonso Reyes. París era en aquel entonces el centro cultural y filosófico más importante del mundo, y es ahí adonde vuelven la mirada los intelectuales hispanoamericanos que quieren superar el positivismo y propugnar un pensamiento filosófico nuevo. Los animan algunas actitudes comunes: un decidido antimaterialismo, un anticientificismo, una predilección por los conceptos dinámicos frente a las categorías estáticas, una preferencia por la intuición como fuente de conocimiento frente a la razón lógica y una mayor tolerancia hacia las disquisiciones metafísicas. Como señala Leopoldo Zea: “a una filosofía que había buscado un orden inmutable, se le opuso una filosofía dinámica que predicaba el cambio de todo”. El vitalismo de Henri Bergson responde a los ideales de estos intelectuales e inspira muchos de los escritos de los fundadores. La materia se ve como lo perecedero, “es un movimiento de descenso, de caída”, según escribe José Vasconcelos; en cambio, “la vida es un movimiento contrario al descenso; un impulso que tiende a desprenderse del dominio de las leyes naturales” (idem). La vida, según Vasconcelos, encierra la esencia de la libertad, que no es otra cosa que el no estar sometido a las leyes naturales. Émile Boutroux, Benedetto Croce y, sobre todo, Henri Bergson, van a ser las fuentes en las que abreven los fundadores. A principios de la década de 1920, diversos intelectuales hispanoamericanos cobraron conciencia de que Hispanoamérica había vivido desde la época de la Conquista un colonialismo cultural inaceptable. Con los ojos permanentemente vueltos hacia Europa, habían cultivado durante siglos una filosofía prestada, la cual había impedido el desarrollo de una genuina filosofía “criolla” que partiera de reflexionar sobre los problemas de Hispanoamérica y su historia, y que de alguna manera se engarzara con las tradiciones culturales propias. La preocupación por encontrar la propia identidad cultural se encuentra en la base de muchas reflexiones y obras producidas entre las décadas de 1920 y 1950. En la década de 1920 el marxismo hace su entrada en el escenario hispanoamericano: se cultiva tanto entre activistas sociales como entre algunos filósofos académicos. El arraigo del marxismo en el contexto hispanoamericano se explica, en parte, por los graves problemas sociales que la región vive desde la época de la Conquista, de los cuales empieza a ser claramente consciente en la primera mitad del siglo xx. Sin embargo, como bien señala Augusto Salazar Bondy, por más que el marxismo haya tenido una considerable influencia en la vida política de los países latinoamericanos en la primera mitad del siglo xx y aunque, indudablemente, haya habido en ese periodo distinguidas figuras académicas marxistas, no fue ésa la filosofía más importante en las universidades, excepto, mucho más tarde, en las universidades cubanas, donde a partir de la década de 1960 se convierte en la filosofía oficial. En la década de 1930 hay grandes pensadores influidos claramente por el marxismo, como José Carlos Mariátegui en Perú y, en México, los impulsores del socialismo en el movimiento surgido de la Revolución mexicana: Vicente Lombardo Toledano y Francisco Mújica; sin embargo, sus ideas fueron más debatidas en el terreno de la acción política que en las aulas universitarias. Otras notables influencias en el medio filosófico académico hispanoamericano entre 1930 y 1960 fueron la fenomenología de Edmund Husserl, con sus correspondientes derivaciones axiológicas y ontológicas, y la filosofía existencialista de Martin Heidegger. Dos factores explican el auge de estas doctrinas filosóficas. Primero, la expansión política y económica de Alemania en las décadas de 1930 y 1940 contribuye indudablemente a la difusión internacional de las ideas filosóficas alemanas. Segundo, la llegada a Hispanoamérica al término de la Guerra Civil española, a finales de los años 1930, de eminentes filósofos españoles conocedores del pensamiento de Husserl y de Heidegger, quienes contribuyeron desde la cátedra a la revitalización de la fenomenología y al estudio

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cien a ños de filosofía en hispa noa mérica

y la difusión del existencialismo heideggeriano.2 La fenomenología se convierte en la metodología que adoptan muchos filósofos hispanoamericanos interesados en hacer una filosofía original; se intenta hacer descripciones fenomenológicas de algunas manifestaciones típicamente hispanoamericanas —como “el relajo” en México o el complejo de inferioridad de los mestizos—, o sobre la manera de ser, o el ser, de los argentinos, peruanos o mexicanos. Cabe observar que algunos filósofos hispanoamericanos encontraron en la filosofía de la “circunstancia” de Ortega y Gasset una validación de este tipo de quehacer filosófico. La fenomenología y el heideggerianismo fueron corrientes dominantes en las décadas de 1950 y 1960, y siguen cultivándose hasta la fecha en algunos grupos de filósofos hispanoamericanos. Con la llegada a Hispanoamérica de los filósofos del exilio español, se difunde el historicismo de José Ortega y Gasset, así como las ideas de Wilhelm Dilthey en las que aquél se había inspirado. Tras la derrota de la Segunda República Española, en 1939, llegan a tierras mexicanas varios ilustres discípulos de Ortega y Gasset miembros de la Escuela de Madrid, como José Gaos, Luis Recaséns Siches y María Zambrano. Éstos, junto con otros filósofos exilados procedentes de Barcelona, como Jaume Serra Hunter, Joaquín Xirau y Eduardo Nicol, dieron un impulso colosal al desarrollo de la filosofía mexicana y contribuyeron grandemente al proceso de profesionalización de esta disciplina. Ortega y Gasset y Manuel García Morente pasaron algunos años en Argentina; Juan David García Bacca se exilió primero en México y luego emigró a Venezuela; José Ferrater Mora enseñó en Cuba y Chile, antes de establecerse en los Estados Unidos. La influencia de todos estos pensadores españoles en el desarrollo de la filosofía hispanoamericana en el siglo xx no puede exagerarse. Al término de la segunda Guerra Mundial, las ideas de los existencialistas franceses, especialmente las de Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Gabriel Marcel, ocupan también un lugar importante en el panorama filosófico hispanoamericano. Entre los temas centrales del existencialismo están la cuestión de la autenticidad, la idea del intelectual comprometido, la libertad y la muerte; éstos influyeron notablemente en la elección de temas sobre los que muchos filósofos hispanoamericanos escribieron a finales de los años 1940. El hecho de que Jean-Paul Sartre haya elegido la literatura más que la filosofía estricta para expresar algunas de sus ideas filosóficas ayudó, además, a que sus doctrinas penetraran en sectores amplios de la sociedad hispanoamericana. Desde el siglo xix ha existido entre los filósofos hispanoamericanos una preocupación por encontrar una manera diferente, “auténtica”,3 de hacer filosofía, esto es, que no imite simplemente la filosofía europea ni tome sus temas como único punto de referencia, sino que sea un tipo de reflexión original sobre los problemas y las peculiaridades de la realidad hispanoamericana. Muchos se han preguntado si esto es siquiera posible, pues si se tiene en cuenta que en la América precolombina no existió la reflexión propiamente filosófica y que la filosofía fue un producto cultural europeo trasplantado a la América hispánica durante la Colonia, resulta razonable pensar que sea difícil, si no imposible, hallar una forma de hacer filosofía diferente de la europea. Sin embargo, algunos pensadores, como José Vasconcelos en México y Alejandro Korn en Argentina, defendieron la idea de que sí es posible hacer una filosofía original latinoamericana. Vasconcelos creía que Europa estaba agotada y que los latinoamericanos nos hallábamos en una situación privilegiada para continuar el camino iniciado por los filósofos europeos, y Korn consideraba que la mentalidad latinoamericana no era tan abstracta como la europea y, por lo tanto, se interesaba en asuntos más concretos como la identidad cultural o la realidad social propia. La cuestión de si es o no posible hacer una filosofía latinoamericana realmente original se halla en la base del debate entre quienes se denominan latinoamericanistas y quienes se consideran universalistas. Para los primeros, la tarea primordial 2 Una exposición rigurosa de las ideas de los filósofos del exilio español se puede encontrar en Zirión, 2003, en especial en el cap. ii. Véanse también Garrido, Orringer, Valdés y Valdés, 2009, caps. 22-27; Abellán, 1982a y 1982b, así como Caudet, 2007. 3 Un ejemplo claro de esta preocupación se encuentra ya en el siglo xix, en Juan Bautista Alberdi, en Argentina. Véase, por ejemplo, Alberdi, 1842.

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de los filósofos hispanoamericanos es liberarse del “imperialismo filosófico” europeo y anglosajón e iniciar un nuevo modo de filosofar sobre temas propios; para los segundos, la labor del filósofo hispanoamericano no es diferente de la del filósofo francés, inglés o ruso, pues se trata de contribuir a la discusión de problemas filosóficos que definen las comunidades filosóficas más importantes del mundo, las cuales, por cierto, tenemos que reconocer, no han solido ubicarse en Hispanoamérica. El debate entre latinoamericanismo y universalismo aún no ha terminado.4 En la década de 1950 empieza a sentirse en Hispanoamérica la influencia tanto del positivismo lógico del Círculo de Viena como de la lógica matemática que había florecido de manera espectacular en Europa y los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo e imperaba en los grandes centros filosóficos internacionales. Tanto en Argentina como en México, esta influencia, al igual que el descubrimiento de la producción filosófica del mundo anglosajón de la posguerra, se encuentran en el origen de una importante corriente filosófica que ha dado excelentes frutos en Hispanoamérica: la filosofía analítica.5 Esta corriente de pensamiento florece especialmente en esos dos países, pero no deja de tener destacados representantes en Perú, Venezuela, Colombia, Chile, Uruguay y Costa Rica. La filosofía analítica ha contribuido, entre otras cosas, a la profesionalización y la internacionalización de la filosofía hispanoamericana. En efecto, para muchos la filosofía ha dejado de ser un medio para expresar las propias convicciones sociales y políticas o para hacer reflexiones histórico-antropológicas o para realizar especulaciones metafísicas y publicarlas, preferentemente, en alguna revista local. El filósofo analítico procura, en general, estar al tanto de las principales discusiones filosóficas que se llevan a cabo en los más importantes centros de investigación y publicar el resultado de sus reflexiones en revistas de circulación internacional. La influencia de la filosofía analítica se deja ver en el hecho de que nadie admite ya en las principales universidades hispanoamericanas que se pueda prescindir del conocimiento de la lógica moderna en una buena formación filosófica, y todos concuerdan en que la discusión filosófica tiene que conducirse mediante argumentos razonablemente evaluables. La filosofía analítica se ubica decididamente del lado del universalismo. Por último, cabe mencionar que también en Hispanoamérica han florecido, a finales del siglo xx, algunas formas relativizantes de pensamiento. Filosofías “autófogas”, como las llama Jacques Bouveresse, que aparentemente se autorrefutan, como el posmodernismo o el multiculturalismo relativista, no han faltado en tierras hispanoamericanas. El pensamiento feminista ha dado algunos interesantes frutos, aunque tal vez más en el campo de la antropología y la sociología que en el de la filosofía propiamente dicha. En las últimas décadas del siglo xx se ha podido observar igualmente que algunos grupos de filósofos hispanoamericanos se inspiran en la hermenéutica de Georg Gadamer o Paul Ricœur para abordar temas relacionados con la llamada “crisis posmoderna”. En el terreno de la filosofía moral se advierte un interés creciente por abordar problemas de práctica moral más que de teoría moral, y por examinar conjuntamente con especialistas de otras disciplinas los problemas morales que surgen a partir del enorme progreso logrado en el siglo xx por las llamadas “ciencias de la vida”; en otras palabras, asistimos a un creciente interés por la investigación en temas de bioética. Hay que mencionar también el auge de una corriente de pensamiento cristiano conocida como “teología de la liberación”, la cual, luego de nacer en Brasil durante la segunda mitad del siglo xx, se ha esparcido por todos los países de habla hispana en el continente americano. La lacerante pobreza, la extrema desigualdad económica y social, la marginación y la exclusión de los más pobres, situaciones imperantes en nuestro continente, son, tal vez, la mejor explicación y justificación de este movimiento intelectual. Por último, no puedo dejar de mencionar el acercamiento a la ciencia empírica que hemos observado en años recientes en ciertas áreas de la investigación filosófica, especialmente en la filo-

4 Sobre este tema, véanse Salazar Bondy, 1968, cap. 2; Gaos, 1998, y Miró Quesada, 1998. 5 Véanse Salmerón, 1991, y Gracia, Rabossi, Villanueva y Dascal, 1985.

sofía de la mente, la epistemología y la filosofía del lenguaje. Estas disciplinas se han visto fuertemente influidas o nutridas por diversos resultados procedentes de las llamadas ciencias cognitivas, las cuales, como es bien sabido, han tomado entre sus temas muchos de los que tradicionalmente estaban reservados a la filosofía. En resumen, podemos decir que la filosofía en Hispanoamérica al iniciarse el siglo xxi se encuentra con buena salud. Por una parte, no dejan de hacerse reflexiones originales sobre la peculiaridad del pensamiento producido en estas latitudes, donde las mezclas culturales y los problemas sociales muy concretos han influido, sin duda, en la mentalidad hispanoamericana; por otra parte, el acercamiento cada vez mayor que los medios de comunicación han hecho posible entre los filósofos profesionales hispanoamericanos y los grandes centros filosóficos internacionales han permitido también un desarrollo considerable de la filosofía “universal” en nuestras tierras. El dilema que se planteó en la década de 1960 entre hacer una filosofía latinoamericanista o una filosofía universalista parece haber quedado atrás, pues se ha respondido en la práctica: ambas formas de hacer filosofía pueden convivir y florecer. Quiero expresar mi enorme agradecimiento a todos y cada uno de los colaboradores de este volumen: Juan José Botero, Nora Stigol, Guillermo Hurtado, Eduardo Fermandois, Pablo Quintanilla, Fernando Tinajero, Omar Astorga, Yamandú Acosta, Miguel Andreoli, Gerardo Mora-Burgos, Samuel Arriarán y Pablo Guadarrama González; sin su esfuerzo y compromiso indiscutible, la realización de este libro hubiera sido literalmente imposible. Quiero reiterar también mi agradecimiento al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam por su apoyo a lo largo del desarrollo de este proyecto, al Departamento de Publicaciones del propio instituto y muy especialmente a Leonardo Castillo Medina, quien realizó una impecable corrección de estilo de todos los capítulos y una minuciosa investigación bibliográfica que permitió completar muchas de las referencias bibliográficas mencionadas en los textos que componen este volumen. Muchas gracias a todos. •

Nota: de Cien Por un lamentable error en lla impresión de ica (1910años de filosofía en Hispanoamérica 2010) se consigna información incorrecta en la primera solapa, donde aparece la semblanza de la doctora Margarita M. Valdés. La semblanza correcta debe decir: Margarita M. Valdés es doctora en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó estudios de doctorado en la Universidad de la Sorbona (París i) y en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París. Ha sido profesora invitada de la Universidad Complutense de Madrid y ha realizado estancias de investigación en las universidades de Barcelona y de Oxford. Coordinó, con Manuel Garrido, Nelson Orringer y Luis M. Valdés Villanueva, El legado filosófico español e hispanoamericano del siglo xx (2009). Ha sido investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam y profesora de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad durante más de cuatro décadas. Actualmente aún colabora de manera externa con el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam.

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El complot mongol rafael bernal; ricardo peláez (dibujos) y luis humberto crosthwaite (guión)

En la calle de Dolores, en una Ciudad de México secretamente poblada por agentes internacionales, políticos corruptos y células asiáticas, un grupo de chinos parece estar planeando una conjura para asesinar al presidente de los Estados Unidos durante su visita a nuestro país. Filiberto García, antiguo verdugo de las tropas villistas y

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ahora matón del gobierno en turno, debe hacer lo necesario para desmantelar la intriga, incluso colaborar con la kgb y el fbi. Durante sus investigaciones, al tiempo que descubre los entresijos de una clase política viciada por manejos sucios y violencia, se ve envuelto además en un romance para el que no está preparado. La trama del clásico policiaco de Rafael Bernal es bien conocida por afectos al género negro, entre quienes se propagó en los últimos años el rumor de que existía “por ahí” una versión gráfica de esta pieza magistral. El volumen que aquí se reseña ilustra la tremenda versatilidad de El complot mongol, la novela aparecida en 1969 bajo el sello de Joaquín Mortiz. Con un trazo cerca-

no —por el uso del alto contraste— al del cómic estadunidense, pero con la finura de los mejores dibujantes franceses, Ricardo Peláez recupera la sordidez recóndita del México moderno a partir de un guión en el que Luis Humberto Crosthwaite condensa el humor agrio y el cinismo del rudo Filiberto García. Porque las alianzas no quedan sólo en el terreno de la ficción, el fce y el Grupo Planeta han complotado para concretar este proyecto guardado en un cajón por varios años. tezontle 1ª ed. (fce, Planeta), 2017

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el comp lot mongol

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La hormiga de fuego ¿invicta? Biología, ecología, impacto económico y ambiental carlos a. blanco

Carlos A. Blanco, experto en plagas, aborda en esta obra el caso de la hormiga de fuego invicta. Este diminuto animal se ha esparcido por todo el mundo, causando diversos problemas a los seres humanos, la biodiversidad y el medio ambiente. Cuáles son sus características y cómo prevenir los daños que ocasiona son algunas de las preguntas que el autor intenta resolver, con base en la certeza de que la hormiga invicta muy pronto estará entre nosotros. la ciencia para todos 1ª ed., 2017

Fábulas e historias de estrategas renato tinajero

Fabulas e historias de estrategas presenta pequeños cuadros en los que el autor se apropia de la metáfora del juego de ajedrez y por medio del lenguaje crea un universo poético en el que explora la relación del individuo frente a la vida y la maquinaria del poder. Con esta obra, Renato Tinajero va moviendo cada ficha del tablero,, to, consciente de que “cada acción concreta un acto, dad”. y cada acto una posibilidad”. poesía 1ª ed., fce, ica, inba, a, Conaculta, 2017

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El Estado de bienestar social en la edad de la razón La reinvención del Estado social en el mundo contemporáneo celia lessa kerstenetzky

Estudio de economía política que aborda la definición, constitución, principales dilemas y experiencias del Estado de bienestar social. La autora discute con los detractores de esta forma de Estado para construir sus argumentos y, a partir una profunda investigación, ofrece al lector evidencias de su permanencia e importancia en la época contemporánea. En la última parte se revisa el caso brasileño. economía 1ª ed., 2017

Genómica mestiza: mezcla racial, nación y ciencia en América Latina

La enseñanza de la ciencia Un enfoque desde la historia y la filosofía de la ciencia

Nashville o el juego del lobo

peter wade, carlos lópez beltrán, eduardo restrepo y ventura santos (eds.)

michael r. matthews

“El cuchillo está afilado. Un largo corte recorre la mano que lo sostiene: se lo hizo al probar la hoja. Sí, está afilado, lo suficiente. De eso se trata. Él no gritará, no le dará tiempo. Duerme”, con estas frases comienza Nashville o el juego del lobo, de Antonia Michaelis, autora de El cuentacuentos, quien nos vuelve a sorprender con un thriller que mantendrá al lector expectante. Svenja acaba de mudarse a Tubinga para estudiar medicina. Está muy ilusionada por su vida independiente y por descubrir lo que significa hacerse mayor. Cuando llega a su nuevo departamento, descubre en la alacena de la cocina a un niño parado de cabeza, lleno de arañazos y hojas en el cabello, que la mira fijamente. Él no pronuncia una palabra, pero se instala con Svenja, así que ella decide llamarlo Nashville, como se lee en el estampado de su desgastada camiseta. La libertad que imaginó tener se ve frustrada por la presencia de este chico que desaparece constantemente sin ninguna razón aparente. Ahora Svenja tiene que combinar las responsabilidades escolares con el cuidado de Nashville, pero no siempre las cosas le resultan bien. Cuando una serie de asesinatos de indigentes pone a la ciudad en crisis, Svenja se inquieta, pues sospecha que tienen que ver con las desapariciones de Nashville y los ataques de pánico que sufre. Pronto se dará cuenta de que sus vidas están en peligro y de que todo es un juego de apariencias donde el lobo busca en silencio a su víctima.

Resultado de los hallazgos de un proyecto interdisciplinario de laboratorios genéticos de México, Brasil y Colombia, Genómica mestiza replantea conceptos como raza, nación y etnia en el contexto natural y cultural de la ciencia. El trabajo comienza con los antecedentes históricos del estudio de la biología humana y la diversidad para luego presentar las prácticas científicas de la investigación. Concluye con el recuento de los hallazgos más importantes en ese ámbito y los relaciona con los debates actuales en torno al tema. En América Latina hubo una tendencia a rechazar el término de raza. No obstante, la categoría no desapareció ya que se utilizaron diferentes términos (como etnicidad). A esto se le sumó que este concepto fue concebido como una construcción culturalizada, relegando a la esfera natural. Ante esta cuestión, los autores presentan dos objetivos: primero, presentar a la genómica como una forma de conocer las características biológicas de los mestizos y, segundo, analizar el impacto de términos como raza y nación en las investigaciones regionales sobre el tema. antropología 1ª ed., 2017

Esta obra explica cómo la historia y la filosofía de la ciencia contribuyen a resolver aspectos teóricos, pedagógicos y curriculares de la enseñanza de la ciencia. Muestra por qué es esencial para los profesores de ciencias conocer y apreciar la historia y la filosofía de la materia que imparten y cómo este conocimiento enriquece la experiencia de la ciencia en el salón de clases. Aborda el conflicto que con frecuencia se presenta en las culturas más tradicionales y conservadoras entre el plan de estudios de ciencias y los valores religiosos y culturales más arraigados. Desde su perspectiva histórica, el libro revela a estudiantes, profesores e investigadores las bases del conocimiento científico y su relación con la filosofía, la metafísica, las matemáticas y otras influencias sociales más amplias. educación y pedagogía 1ª ed., 2017

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a través del espejo 1ª ed. en el fce, 2017; 448 pp.

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Nostalgia del ocho negro Eduardo Antonio Parra Los caminos seguidos por las vocaciones literarias suelen ser menos convencionales de lo que se supone. El autor retrotrae su memoria a su adolescencia como jugador de billar, donde identifica su primera experiencia del universo como una combinación de orden y azar en el golpe de la bola blanca contra el triángulo de las bolas numeradas sobre la mesa de paño verde.. Buen golpe.

on el paso de los años abandonamos ciertas actividades que nos proporcionaban placer, alegría u otro tipo de satisfacción. La mayor parte de las veces lo hacemos sin motivos claros, sólo por indiferencia, desidia, falta de tiempo. Deambular sin rumbo, el ejercicio de un instrumento musical, visitas a los cines de arte, reuniones constantes con los amigos, ir de campamento, pueden ser algunas de nuestras pérdidas inconscientes. Otras se deben a la disminución de ciertas capacidades físicas, como formar parte de un equipo deportivo o hacer alpinismo, pero por lo común la causa suele ser el modo en que asumimos el simple transcurrir del tiempo. Entre las cosas que practicaba con gusto y sin darme cuenta abandoné décadas atrás está el billar. No la carambola. Lo mío era el pool, donde hay que hundir la mitad de las bolas —las de número menor o mayor— en las buchacas o troneras y, al final, cantar dónde caerá el ocho negro para ganar la partida. Un juego sencillo que, no obstante, mantiene enfrascados

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a los jugadores por horas, sobre todo si se consume alcohol entre tiro y tiro, al grado de que llega un momento en que son más los errores que los aciertos. Nunca fui un experto ni se me convirtió en vicio, aunque mi relación con el billar tal vez se inició por genética. Antes de convertirse en un responsable ejecutivo bancario, mi padre fue un consumado billarista, un vago, como se decía entonces, que incluso perdió algún empleo a causa de su necesidad de seguir jugando. En la niñez escuché algunas de sus anécdotas al respecto. Él sí fue un crack en su Guanajuato natal, al menos hasta que alcanzó la edad adulta y decidió alejarse de los salones de juego —que no eran sino cantinas con mesas para que se entretuvieran los bebedores— con el fin de invertir su tiempo en algo más productivo. Un crack, pero nunca un apostador. Le pregunté una vez si había ganado dinero con las apuestas. “No” —respondió tajante—, “por lo regular ganaba, pero si apostaba perdía. No había modo”. ¿La razón? “Si había dinero de por medio, me

andrea garcía flores

ponía nervioso, cometía pifias”. Entre las cosas que me contó, recuerdo la de la tarde en que decidió abandonar la vagancia. Él era hijo único, al menos de su madre, quien había sido abandonada por el abuelo. Muy pobres, ambos vivían arrimados en casa de un tío. La abuela se deslomaba en una panadería y aun así no les alcanzaba para vivir. Mi padre había interrumpido sus estudios de comercio y no hacía nada, excepto rondar las mesas con paño verde todos los días. “Allí aprendí a fumar y a beber, y después de eso se vinieron en cadena otros vicios”, me dijo años después al intentar disuadirme de que hiciera lo mismo. Una tarde, me dijo, “descansaba” echado sobre un montón de grava, fumando y pensando en la inmortalidad del cangrejo, cuando sin necesidad de un espejo pudo verse de cuerpo entero y no se gustó. “Estaba despatarrado sobre la montaña de piedritas, con el cigarro entre los dedos, y al fumar me di cuenta de que los tenía manchados de azul y amarillo. Eran manchas de tiza y nicotina. Llevaba días sin bañarme. También traía tiza en la ropa agujerada. Vi mis

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Sólo quien ha estado inmerso en la atmósfera del salón de billar puede comprender esa magia que hechiza a mirones y jugadores, no importa si ganan o pierden, si son billaristas consumados o aprendices, si se inclinan por el pool o la carambola. Los chasquidos de las bolas chocando en mesas vecinas o lejanas, las carcajadas, los gritos de entusiasmo o de escarnio, las mentadas de madre y otras blasfemias.

zapatos: abiertos, con hoyos en la suela. Me di coraje, asco”. Sintió como si le hubieran dado un porrazo en la cabeza. Arrojó la colilla lejos, se puso de pie, decidido, y fue con mi abuela. “Le pedí que me lavara la ropa —pues nomás tenía una camisa y un pantalón— para ir a buscar trabajo. Me respondió que ya no me creía nada, que me lavara la ropa yo y que desapareciera de su vista.” Así, el viejo entonces joven lavó su ropa y al otro día salió temprano en pos de empleo. No sé si a la primera o a la décima, pero encontró: ayudante de contador en una agencia automotriz. Ganaría ocho pesos a la semana (era 1953). Su vida iba a dar un giro. No obstante, el tercer día de trabajo se levantó temprano, se arregló y salió… rumbo al billar. El vicio volvía a jalarlo. Sentía necesidad de estar en el salón, de sumergirse en el ambiente. “Me quedaba, aun sin jugar. Nadie quería retarme porque les ganaba, pero no me podía ir.” Días después de nuevo tuvo asco y rabia contra sí. Se volvió a levantar temprano, se vistió, pero esta vez en lugar de ir al salón fue a la agencia automotriz a recuperar su empleo. El gerente estuvo a punto de decirle que se largara, pero ante sus súplicas y promesas accedió a contratarlo como lavacoches, con un sueldo de tres pesos a la semana. Aceptó. Se quedó y comenzó a olvidar el vicio. Con el tiempo, al ver que no volvía a faltar, lo ascendieron al puesto que le habían dado antes, ayudante de contador. Nunca lo vi jugar, aunque lo siguió haciendo de tanto en tanto. Lo que sí recuerdo es que durante mi infancia —eran los años setenta— nos sentábamos frente al televisor a ver los campeonatos mundiales de billar. Carambola a tres bandas. No olvido a los jugadores, elegantes, concentrados, contemplando la posición de las bolas sobre el tapete verde mientras frotaban el cubo de tiza en la punta del taco. Había participantes de muchas partes del mundo pero, al menos en los que me tocó presenciar, siempre ganaba un mexicano: Gabriel Fernández. ¿Será que, para que México destaque, debe competir en puros deportes de vagos? Delgado, de ademanes suaves, nariz aguileña, medio calvo y con un bigote bien recortado, el maestro Fernández

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siempre iba de traje, aunque se quitaba el saco para quedarse en chaleco y tener libertad de movimiento. La voz de quien narraba los encuentros —¿el Mago Septién?— era modulada, lenta, respetuosa, sólo se emocionaba (y nos emocionaba) cuando Gabriel Fernández conseguía una carambola imposible. Esos campeonatos televisados nos colmaban de orgullo a mi padre y a mí, sobre todo si tomamos en cuenta los paupérrimos resultados de nuestra selección de futbol por aquel entonces que, si no era eliminada antes del mundial, terminaba en el último lugar. Al ver brillar a Gabriel Fernández en el paño verde sentíamos que México era el mejor del mundo, aunque fuera en un deporte-vicio. Tendría once años la primera vez que estuve cerca de una mesa donde los jugadores golpeaban las bolas con tacos. Fue en el casino de Linares (nunca he sabido por qué se les llama “casinos” a los centros sociales para gente de dinero). Aunque ya radicábamos en Monterrey, habíamos vivido seis años en esa ciudad y en vacaciones o días feriados volvíamos allí a visitar a los amigos de la familia. Había, por tanto, mucho tiempo libre y escasas opciones de diversión, por lo que terminábamos en el casino con adolescentes mayores que pasaban el tiempo en torno de las mesas. A los más chicos no nos dejaban jugar, a menos que los grandes se aburrieran y se fueran, pero podíamos aprender observando. Desde entonces me fascinó ver de cerca las caras de seriedad de los jugadores al calcular el tiro, el humo de los cigarros que parecía envolverlo todo, las leperadas con que se comunicaban, las burlas ante los tiros fallidos y las pifias. Fue entonces cuando experimenté el peso del taco en las manos, ensayé mis primeros lances de esgrima sobre el paño, sentí el impacto con la bola que dejaba vibrando la madera y escuché con placer el siseo de la tiza al embarrarse en la baqueta de la punta. Sin embargo, jugué muy poco, pues en cuanto los meseros veían que un puberto se inclinaba sobre la mesa, corrían a arrebatarle el taco de las manos porque “podían dañar el paño”. Sólo quien ha estado inmerso en la atmósfera del salón de billar puede comprender esa magia que hechiza a mirones y jugadores, no importa si ganan o pierden, si son billaristas consumados o aprendices, si se inclinan por el pool o la carambola. Los chasquidos de las bolas chocando en mesas vecinas o lejanas, las carcajadas, los gritos de entusiasmo o de escarnio, las mentadas de madre y otras blasfemias. El apiñarse de los mirones alrededor de la mesa para ver de cerca una jugada decisiva. Los desplazamientos de los meseros con charolas llenas de tragos y cervezas. El sonido bofo de las buchacas al devorar las pesadas esferas de marfil. Los estantes donde se colocan los tacos, siempre con los pandos que nadie quiere usar. Las transacciones clandestinas de apuestas, drogas y cosas peores. Los olores a sudor, pinol, tiza, creolina, alcohol, tabaco y orines que se mezclan en un solo efluvio constante. Los cordeles dentados, colgantes, donde se anotan los puntos de las carambolas. Las discusiones a punto de los golpes. O los golpes, ya sean a puño limpio o utilizando el taco a manera de porra, patadas y botellazos, cuando se arma la bronca en grande y las

pesadas bolas vuelan en busca de costillas, espaldas y cabezas hasta dejar el paño lleno de gotas de sangre y uno que otro diente. Si bien en los campeonatos televisados, donde el maestro Gabriel Fernández entusiasmaba al país, y en el casino de Linares el ambiente era sobrio y pulcro, bien iluminado y el aire más o menos transparente; la madera de las mesas lucía brillante y fina y los paños eran de un verde profundo, terso, nuevecito, con mi llegada a la adolescencia al fin pude conocer esos billares-cantina donde la gente común acostumbra gastar dinero, tiempo y energía, a veces hasta agotarlos. Billares como los que recordaba mi padre. Fue en la frontera, en Nuevo Laredo, donde su trabajo en un banco había llevado a vivir a la familia. Yo estudiaba secundaria en un plantel federal, en el turno vespertino, es decir, lleno de fósiles, de malandros, donde lo que hoy se llama bullying era la costumbre y uso y para sobrevivir había que mimetizarse con los demás, lucir peligroso y actuar como buscapleitos. El grupo de compañeros con los que me juntaba faltaba a clases seguido. Sí entrábamos a la escuela, pero estando ahí decidíamos saltarnos la barda trasera para “hacernos la perra”, como se le decía. Comenzamos a ir a los billares. Tal vez porque varios teníamos ya bigote, los encargados nos dejaban entrar, y además jugar, mientras pagáramos, sin que importaran nuestros uniformes color caqui. A los demás comensales, borrachos o demasiado atentos a su juego, tampoco les importaba nuestra presencia. Entonces aprendimos a jugar. Y lo hacíamos bien. Para quien se halla junto a una mesa de billar, con un taco en la mano, un cigarro en la boca, el pubis pegado a una de las barandas, el universo se concentra en su totalidad en las evoluciones de las bolas encima del paño verde. En el pool —lo que no ocurre en la carambola—, la fracción de segundo en que la blanca choca con el triángulo, lo dispersa y las marfileñas esferas de colores salen disparadas hacia todos lados, inaugurando una suerte de caos momentáneo, es el inicio del tiempo y de las cosas. Un pequeño big-bang. A partir de ese instante lo que está alrededor desaparece. Las miradas siguen con atención el movimiento múltiple que poco a poco comienza a perder el impulso del golpe inicial para detenerse en el sitio que el azar ha establecido. Enseguida, tras un silencio corto y concentrado, el jugador en turno da una fumada a su cigarro, talla el cubo de tiza en la punta de su instrumento, respira hondo y elige la bola que presenta un mejor ángulo para ser golpeada por la blanca. Se inclina sobre la mesa, a veces casi hasta olisquear el paño, apoya en él una mano cruzando los dedos para erigir un soporte, apunta y tira. Entre o no la bola elegida en la buchaca, conforme el juego transcurre el caos se va alineando, es decir, desaparece para dar paso a un orden donde, si bien el azar con sus leyes absurdas aún tiene intervenciones decisivas, la voluntad y la destreza humanas influyen cada vez más hasta convertirse en dominantes. Es como una metáfora del tiempo, del mundo, de la evolución. Tal vez en ello radica la seducción del juego. Al volverse uno habitual de los billares, sobre todo los marginales, los underground, aquellos que parecen nido de malvivientes o refugio de los que no tienen nada ni a nadie, se comienza a comprender la preo-

cupación de los padres cuando sus hijos los frecuentan. En muchos de estos salones las actividades ilícitas se llevan a cabo a la vista de todos. No sólo el alcohol fluye con naturalidad, también drogas y billetes cambian de manos sin disimulo. Se ejerce la prostitución, se cruzan apuestas. Hay golpizas, batallas campales, incluso una que otra muerte. Cuando comencé a ir, se prohibía la entrada a las mujeres, o simplemente no iban, salvo algunas prostitutas que buscaban cliente o de perdido quién les invitara un trago. Era un espacio cien por ciento masculino. Un lugar de machos. No era raro ver a un borracho llorando por un amor perdido o a otro sufriendo a moco tendido la muerte de su madre o su amante, en confianza, a resguardo de miradas femeninas que los avergonzaran. También en eso radicaba su encanto. Eran otros tiempos. Además, su fuerza gravitacional es tan fuerte que los habituales por lo regular continúan siéndolo hasta sus años postreros. Otros, que se alejaron de ellos, regresan al final, incluso a morir, como si se tratara de algo parecido a un cementerio de elefantes. Recuerdo, por ejemplo, historias de boxeadores que, ya con el cerebro estropeado por los golpes, deambulaban por un billar, ejercían de barrenderos o mandaderos en él y dormían en las mesas después del cierre, como el legendario Pajarito Moreno, quien acabó así sus días en un billar de Zacatecas. No obstante haber sido un jugador apasionado, un habitual del ambiente durante la adolescencia y los primeros años de la juventud, me fui alejando sin sentir tanto de los salones como del billar, al grado de no recordar cuándo competí con constancia por última vez. Claro, en décadas recientes he jugado algunas veces, sobre todo en casas particulares, con amigos a quienes no les gusta codearse con la fauna pesada y optaron por hacerse de una mesa propia. Acaso también este alejamiento inconsciente, como antes el gusto, tiene su origen en la genética y no he hecho sino repetir los pasos de mi padre, quien decidió concentrarse en asuntos que consideraba de mayor importancia. Me he alejado, pero en mi cerebro de vez en vez se escucha aún el entrechocar de las bolas y, sobre todo, recuerdo con intensidad esa emoción que se siente al estar, con la mesa casi vacía, a solas con el ocho negro, cuando de un solo tiro dependen la derrota o la victoria. Tiene que ser esa la razón por la que en mis primeros intentos como narrador siempre tuvieron un papel protagónico la atmósfera, la gente y las sensaciones propias de los salones de billar. Y debe ser por lo mismo que ciertas veces me pregunto si también algún día volveré a sucumbir al atractivo de los billares y terminaré mis días en esa suerte de cementerio de elefantes al que tantos regresan, si es que mi miopía cada vez más acentuada no me impide jugar de nuevo como lo hacía antes. Cultural o biológica, la pasión por el billar, un tanto en suspenso por ahora, me hace sentir una permanente nostalgia por el último golpe al ocho negro, y en ocasiones hasta soñar con ese trueno, esa explosión que despedaza el triángulo de bolas de colores y marca el inicio del tiempo y de todas las cosas. •

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