Las Moradas del Alma

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Las Moradas del Alma La concepci贸n c贸smica

Harvey Spencer Lewis Imperator de la Orden de la Rosa-Cruz AMORC*

* Harvey Spencer Lewis fue Imperator de la AMORC, de 1915 a 1939.


AMORC

GRAN LOGIA ESPAÑOLA C/ Flor de la Viola 16 -­ Urb. «El Farell». 08140 Caldes de Montbui (Barcelona) -­ ESPAÑA Tlf: 93 865 55 22 Fax: 93 865 55 24

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Las opiniones expresadas en este libro corresponden al pensamiento de su autor y pueden no representar la postura oficial de la AMORC.


Esta obra ha sido publicada por la Gran Logia de Lengua Española para Europa, África y Australasia de la Antigua y Mística Orden de la Rosa-­Cruz, mundialmente conocida bajo las siglas de «AMORC». Está reconocida en todos los países donde tiene libertad para ejercer sus actividades como una Orden filosófica, iniciática y tradicional que desde hace siglos, perpetúa bajo forma escrita y oral, el Conocimiento que le han transmitido los sabios del antiguo Egipto, los filósofos de la Grecia antigua, los alquimistas, los templarios, los pensadores ilu-­ minados del Renacimiento y los espiritualistas más eminentes de la época moderna. También conocida bajo la denominación «Orden de la Rosa-Cruz AMORC», no es una religión ni constituye un movimiento socio-­político. Tampoco es una secta. Siguiendo su lema «La mayor tolerancia dentro de la más estricta independencia», la AMORC no impone ningún dogma, sino que propone sus enseñanzas a todos los que se interesan por lo mejor que ofrece a la humanidad el misticismo, la filosofía, la religión, la ciencia y el arte, a fin de que pueda alcanzar su reintegración física, mental y espiritual. Entre todas las organizaciones filosóficas y místicas, es la única que tiene derecho a utilizar la Rosa-­Cruz como símbolo. En este símbolo, que no tiene ninguna connotación religiosa, la cruz representa el cuerpo del hombre y la rosa, su alma que evoluciona al contacto con el mundo terrenal. Si desea obtener información más concreta sobre la tradición, la historia y las enseñanzas de la AMORC puede escribir a la siguiente dirección y solicitar el envío del folleto titulado «El Dominio de la Vida». Antigua y Mística Orden de la Rosa-­Cruz C/ Flor de la Viola 16 -­ Urb. «El Farell» 08140 Caldes de Montbui (Barcelona)


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Traducción al castellano: Pedro José Aguado Sáiz

ISBN: 84-­7627-­089-­5

Depósito legal: Impresión: Publidisa Edición 1998 © de la Orden Rosacruz AMORC

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro ni su tratamiento informático ni la transmisión de ninguna forma o por cual quier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.


Dedicatoria

«Al valor y a la franqueza de H. F. que, con su amplia visión de las cosas, su simpatía hacia la humanidad y sus constantes proyectos para el futuro, ha manifestado, muchas veces y de una forma tan convincente, su creencia en la reencarnación y ha demostrado su fe completa en los principios de esta doctrina Le dedico este libro con el deseo de que las considerables realizaciones de este gran industrial no dejen de recibir las bendiciones justas y merecidas de lo Cósmico» Harvey Spencer Lewis



Harvey Spencer Lewis (1883-­1939)



Prefacio

Esta obra la escribió Harvey Spencer Lewis, Imperator de AMORC de 1915 a 1939. Nació en Frenchtown, New Jer sey, el 25 de Noviembre de 1883. De origen galés y padres metodistas, recibió una educación excelente. Desde peque ño tuvo experiencias místicas que dejaban entrever un des tino excepcional. Fue presidente durante varios años del Ins tituto de Investigaciones Psíquicas de Nueva York, estando considerado como una autoridad en la materia. A su debido tiempo, y de acuerdo con ciertos decretos cósmicos, los res ponsables europeos de la Orden de la Rosa-­Cruz se pusie ron en contacto con él. Cuando confirmaron su integridad y sus conocimientos en filosofía y esoterismo, fue iniciado en Toulouse en 1909 y recibió oficialmente la misión de des pertar la Orden en Estados Unidos y sentar las bases de su segundo ciclo de actividad en este país. A pesar de los obstáculos y la oposición de varios detrac tores, llevó a buen fin esta misión y, siguiendo las instruc ciones que le habían dado los Rosacruces de Francia, perpe tuó por escrito las enseñanzas rosacruces. Dio a conocer oficialmente las bases tradicionales y au-­ ténticas de la Or den bajo el nombre de Antigua y Mística Orden de la Rosa-­Cruz. Bajo esta denominación, debidamente certificada en 1934 por la Federación Universal de las Ordenes y Socieda des Iniciáticas, se ha conocido siempre en todos los países en los que puede ejercer sus actividades filosóficas y místi cas. Tras haber consagrado toda su existencia al servicio de la Rosa-­Cruz como Imperator, Harvey Spencer Lewis alcan zó su más alta iniciación el 2 de agosto de 1939 en San José, California



Índice

Introducción ......................................................................................................................................17 Capítulo I Voy a preparar vuestra morada ...................................................................................21 Capítulo II ¿Por qué estamos aquí? .........................................................................................................27 Capítulo III Las viejas creencias....................................................................................................................33 Capítulo IV En busca de la verdad .............................................................................................................41 Capítulo V La concepción cósmica del alma .................................................................................45 Capítulo VI La personalidad del alma ...................................................................................................55 Capítulo VII ¿Sobrevive la personalidad a la transición? ...................................................61 Capítulo VIII La herencia y la ley de compensación ..................................................................69


Capítulo IX El karma y la evolución personal................................................................................77 Capítulo X La mezcla de personalidades...........................................................................................87 Capítulo XI El punto de vista religioso y bíblico .........................................................................95 Capítulo XII Algunas citas bíblicas..........................................................................................................105 Capítulo XIII El Alma Universal y los ciclos de encarnación..........................................115 Capítulo XIV Entre dos encarnaciones ....................................................................................................131 Capítulo XV Las personalidades múltiples y secundarias................................................143 Capítulo XVI Las almas de los animales y las almas no encarnadas ........................151 Capítulo XVII Los recuerdos del pasado..................................................................................................159 Capítulo XVIII El miedo a la muerte ..............................................................................................................171 Capítulo XIX Respuestas a algunas preguntas ...............................................................................175


Introducción

El interés creciente que muestra el mundo occidental por las religiones, el misticismo y la filosofía en general ha he cho que muchos pensadores se interesen seriamente por la antigua y lógica doctrina de la reencarnación. El objetivo de este libro es dar una explicación comprensible y racional de esta doctrina. En las librerías del mundo occidental podemos encontrar innumerables folletos y fascículos que tratan el tema de la reencarnación, pero, en la mayoría de los casos, estos libros se han escrito y publicado cuando el autor estaba todavía bajo la influencia de alguna religión mística antigua. Por tan to, la ma-­ yoría están llenos de términos filosóficos y conceptos extraños que hacen que los principios fundamentales de la reencarnación sean tan difíciles de entender como de acep tar. Quizá sea ésta la causa de que muchos discípulos fer vientes de las religiones judía y cristiana actuales se nie guen a admitir estos principios. Sin embargo, todavía no he encontrado una persona sincera que, si ha tenido la suerte de conocer una presentación completa de la verdadera doc trina de la reencarnación, se haya negado a ad-­ mitir que es razonable y lógica. Pensando en esto, he preparado los capí tulos de este libro, en distintas épocas, según lo que la ins piración me empujaba a escribir.


Para refutar cualquier argumento que niegue la verdad y la lógica de la doctrina de la reencarnación podemos decir: esta-­ mos aquí, en la Tierra, para pasar unas pruebas, tener ciertas experiencias, aprender unas lecciones y asimilarlas. Aceptemos o no esta doctrina, seguiremos viviendo según unas leyes, unos principios y un orden de la naturaleza de terminados, y, cuando llegue el final, habrá acabado este periodo de vida en la Tierra y, por la transición o muerte, conoceremos lo que nos espera después de la vida. Cual quiera que sea nuestra creencia sobre esta doctrina, no cam biaremos ningún principio ni afectaremos en nada a sus le-­ yes. El resultado, tanto si es nuestra creencia como si es nuestro escepticismo, se manifestará en nuestra vida, en fun ción de la forma en que la llevemos aquí abajo y de nuestra voluntad para prepararnos para la gran marcha, cuando lle gue el momento. Sabiendo que, si se comprenden mejor las pruebas y los problemas de la vida y si no se teme lo que llaman la «muer te», aceptar esta doctrina dará más felicidad a mis lectores, como ya ha sucedido con otros millones, termino este ma nuscrito esperando que muchos encuentren la luz, la vida y el amor.

H. Spencer Lewis Templo de Alden San José, California 15 de septiembre de 1930


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Capítulo I

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Capítulo I Voy a preparar vuestra morada

¡Un golpe en la piedra... y saltó la chispa! ¡Otro golpe... y otra chispa! ¡Un tercer golpe... y se encendió una llama por la hierva seca y de esta llama nació una luz! Quemó las briznas de la maleza y produjo fuego, y este fuego se activó y se alimentó hasta crecer en fuerza e intensidad. Ardiendo sobre losas de pie-­ dra y con poca protección, se convirtió rápidamente en un hogar de calor y luz que irradiaba sus vibraciones en la oscuridad de la choza construida con madera y barro. Alegrándose por este nuevo y maravilloso complemento que se añadía a su tosca vivienda, el hombre y la mujer, esa pareja primitiva, se sentaron por primera vez en el suelo cubierto de cortezas, junto al fuego, y contemplaron todos los rincones de su morada vagamente iluminada que, llegada la noche, se convirtió para ellos en un cobijo agradable. No hacía tanto tiempo que este hombre y esta mujer se habían aventurado a salir del refugio que tenían en las ramas de un árbol, donde vivían seguros, para construir y ocupar este abrigo que había planificado su espíritu en vías de evolución. Pensando en la posibilidad de tener un espacio más amplio que el que les ofrecía el árbol, además de un descanso seguro durante la noche y una protección contra los animales de presa, habían construido su primer hogar, la primera casa, el primer castillo jamás conocido por el hombre. Al ponerse el sol, llegaba todas las tardes la oscuridad y el fresco de la noche. Las largas horas de silencio, al que se aña-­


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día la imposibilidad de ver ni de hacer nada desde el anochecer hasta el alba, daban más melancolía y aburrimiento a su vida monótona. Evidentemente, al disponer de un cierre más perfecto y una protección mejor contra los vientos y las tempestades, esta morada tan simple resultaba con mucho superior a la que tenían en los árboles, hasta tal punto que llegaron a tener una sensa-­ ción de dominio, de control de los elementos y de las criaturas de la tierra, que hizo que nacie sen nuevas aspiraciones en el espíritu y en el corazón de es tos seres que los demás primitivos consideraban como más favorecidos. Hasta entonces, la noche no les había propor cionado nada más que un placer, una rica recompensa tras los duros trabajos del día: dormir y soñar. La ociosidad a que se veían obligados por la oscuridad de las largas horas de la noche, cuando el espíritu, extrañamente despierto, les abría un campo ilimitado de especulaciones, había sido para ellos el terror de cada día. La vida debía ofrecer sin duda otros atractivos, aunque la luz del sol y las sombras de la noche no dejasen entrever ninguna respuesta a este misterio. ¡Después vino el descubrimiento de la chispa, de la luz, de la llama, del fuego y del calor! La vida del hombre primiti vo cambió en un instante. Se podía disipar la oscuridad y el hombre aprendió a protegerse del aire frío del crepúsculo y de la brisa del amanecer, a hacer los metales más maleables y a preparar la comida para que ganase en sabor. Pero fue, no obstante, la luz la que produjo el mayor cambio. ¡Luz en la noche! La luz rompía la monotonía de los hogares más som bríos. ¡La luz, el calor alrededor del hogar! ¡Un hogar lleno de comodidad! ¡Un lugar en el que las largas horas de silencio de la noche se podían emplear con provecho, dentro de cier ta comodidad, dando paso a la conversación y a los prime ros rudimentos del estudio! A partir de entonces, la caída del día se esperaba con alegría durante las horas de trabajo. Cuando la puesta del sol daba fin a la caza y a los trabajos del campo, cuando el cuerpo cansado reclamaba su descan so, le quedaban al hombre las horas felices de la velada, para relajarse y disfrutar de este nuevo placer que le daban la luz y el calor del hogar. Al contemplar los destellos rojizos de este fuego benefactor, se quedaba entusiasmado, concen trándose en las formas fantásticas y en el extraño movimien to de las llamas.


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Las maravillas de la fuerza y las posibilidades de la natu raleza intrigaban la imaginación y activaban las facultades especula-­ tivas de la consciencia receptiva del hombre primi tivo. Allí, la meditación era la escuela y los misterios de la vida, el maestro que planteaba las preguntas y obtenía las respuestas de las im-­ presiones y de la intuición de cada pen samiento. A esta capilla ardiente vinieron otros más a apor tar sus preguntas, sus sueños, sus problemas y su necesi dad de luz, de más luz todavía. El hogar se convirtió en el centro del templo de los misterios y el atrio, en el altar del culto del hombre primitivo, mientras que sus pensamientos se dirigían hacia la naturaleza y sus maravillas. Fue la primera vez que los hombres dirigieron sus pensa-­ mientos hacia la posibilidad de que existiese un poder om-­ nipotente que rigiese las fuerzas del universo y prodigase los beneficios de la vida. Fue la primera vez que los hom bres primitivos elevaron sus espíritus por encima de ellos mismos, hacia lo que debía ser más grande que lo más gran de que tenían por encima, y fue también la primera vez que se interesaron por las moradas del alma, más extensas que las del cuerpo o que las que acababan de construir con ma dera y barro. Se les llamaba paganos porque adoraban las fuerzas naturales que había delante del atrio. Rebuscaban moradas, porque encontraban una protec-­ ción, calor, como didad y el pasatiempo de reflexionar y soñar. Rebuscaron y encontraron por fin las moradas del alma en un impulso de su consciencia y en la unión de sus pensamientos en una concepción perfecta de un reino celeste. Sin embargo, había siempre en ellos una necesidad de sa ber y el deseo de obtener respuestas a todos estos problemas misterio-­ sos: ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Estas fueron las preguntas que se hicieron los hombres ante al primer hogar y que todavía nos hacemos noso-­ tros hoy día, con la misma sinceridad y con una necesidad cada vez mayor de explicaciones claras y comprensibles. ¿Tenemos que cumplir, como individuos, una misión definida? ¿Es cada criatura humana una entidad, una individualidad conocida por la inteligencia infinita y consi derada por ella como un elemento importante en el orden universal de la naturaleza? ¿Después de todo, esta perma nencia en la Tierra no es otra cosa más que el


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escenario en que se representa este drama pasajero, en el que nos hemos metido voluntariamente? ¿Se ha cumplido nuestro trabajo en la Tierra cuando se ha terminado este papel? Los textos sagrados de todas las religiones no hablan más que de una Tierra, de un globo, de un lugar en el inmenso universo, donde el hombre fue creado y existe a imagen de su Dios creador. Por otra parte, la ciencia se ocupa activa mente de superar los límites de sus descubrimientos, dando a entender, en las revela-­ ciones que puede aportar en cada momento sobre la existencia de otros planetas, dónde po dría manifestarse la vida humana y dónde podrían habitar otras criaturas que difieren muy poco de nuestra especie. Las Escrituras Santas de todos los tiempos y de todos los cultos hablan de los grandes Avatares y de los mensajeros del Mesías, del Dios de dioses, venidos a la tierra para sal var al género humano. ¿No hay redención ni salvación para las criaturas de otros planetas, o es que no tienen alma ni personalidad divina digna de la consideración infinita? Esta per-­ sonalidad o individualidad, que nosotros procuramos construir con idealismo y con la supresión de característi cas indeseables, ¿es simplemente una creación temporal o imaginaria de nuestra mente? A lo largo de los tiempos ha llegado hasta nosotros el gri to angustiado de la humanidad que reclamaba la luz, cada vez más luz. Alrededor de nosotros ha cambiado todo y nada parece per-­ manente. La montañas se derrumban, los ríos se secan, las islas se sumergen y se forman nuevos mares. Las grandes cadenas, con toda su majestad, no pueden resistir el paso del tiempo, el cambio, la muerte. El hombre sigue su ca mino, atraviesa el límite entre lo conocido y lo desconocido y parece que acaba su existencia en un abrir y cerrar de ojos. ¿Hay en el hombre o en la naturaleza algún componente que sea inmortal, inmutable, permanente y continuo? ¿Tiene el hombre una supervivencia que supere el simple recuerdo de las personalidades que existen ahora bajo forma humana? ¿Ser virá la muerte del cuerpo o el cambio de su forma para liberar algo intangible o invisible que supere en duración y en gran deza a los monumentos erigidos en memoria de los grandes hombres y rompa los límites del tiempo y el es-­ pacio, alcan zando así la incorruptibilidad y la inmortalidad? Si


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el cuerpo es la morada del alma y si ha bajado a la Tierra el gran mensa jero de Dios para preparar otras moradas para este alma, ¿hay otras que puedan ser conquistadas y por qué medio? La esperanza y la fuerza inspiradora, que han permitido al hombre afrontar tremendos obstáculos, le han hecho pensar que algún día podría verse liberado de los despojos mortales que lo encadenan a esta Tierra y elevarse a una vida de bondad y feli-­ cidad eternas. Si son verdaderas las religiones que han inspirado al hombre y si la mayor alegría de su vida no se encuentra más que en la existencia espiritual de su alma, en un reino que está más allá de la Tierra, ¿por qué se encuentra el alma de millones de personas aprisionada aquí abajo para sufrir y no conocer nada más que los tormentos, la tristeza y la lucha? ¿Para qué sirve la encarnación del alma aquí abajo y qué finalidad tiene? Si toda alma procede de un reino de feli cidad, de consciencia espiritual sublime, y debe volver a ese mismo estado para disfrutar de su prerrogativa divina, ¿por qué ha sido enviada desde un lugar tan transcendente para permanecer en la corrupción, el error, el dolor y la incom prensión? Estas son las preguntas que se hacen millones de perso nas hoy día y que exigen respuestas más completas, mas satisfac-­ torias, más racionales que las que se han dado en el pasado. El solo hecho de dirigir nuestra atención hacia el culto de Dios y de apasionarnos con la creencia de que Él es todo amor, todo misericordia, todo ternura y todo justicia no nos da respuesta a estas preguntas, sino que complica aún más el misterio de nues-­ tra existencia. Aunque admita mos que un Dios todopoderoso, todo sabiduría, todo cle mencia y todo amor nos haya creado a su imagen y semejan za y haya insuflado en nuestro cuerpo una parte de Su consciencia divina para sufrir y soportar aquí abajo la prue ba de experiencias desconocidas e inesperadas, se sigue manteniendo la pregunta: ¿Por qué estamos en esta Tierra y cómo se manifiestan la justicia y el amor en este plano?



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Capítulo II ¿Por qué estamos aquí?

A los que dicen que no creen en la doctrina del retorno a la vida o de la inmortalidad, les preguntaría simplemente: ¿qué es exactamente lo que saben de esta doctrina? Durante veinte años he dado conferencias y he escrito obras sobre temas rela-­ cionados con los principios espirituales y cósmi cos, he conocido miles de personas que se negaban a creer en algunas doctrinas y que se resisten a admitir no sólo que no las comprendían, sino también que no habían intentado nunca profundizar en su conocimiento. Está claro que es difícil admitir una doctrina que no se comprende;; pero es todavía más difícil si esta doctrina se nos ha presentado bajo una luz falsa. Es una tendencia humana que no tiene nada de nueva, ya que, desde los tiempos de Jesús y a lo largo de los siglos anteriores a las revelaciones de nuevos principios que él ha hecho, los humanos han rechazado muchas doctrinas que no comprendían. Ningún hombre podría enorgullecerse de haber rechaza do o abandonado una idea, una ley o un principio que no ha com-­ prendido o que no se ha tomado la molestia de estudiar lo sufi-­ ciente para comprenderlo, ya que equivaldría a dar pruebas de intolerancia, sectarismo o ignorancia. El que se ría de las ideas o de los principios nuevos puede estar de acuerdo con la mayoría de la gente, con la opinión pública, pero mañana dejará de reír, cuando esa misma mayoría re conozca públicamente que lo que consideraba ridículo era racional, estaba basado en la verdad y, por consiguiente, era perfectamente admisible. Después de todo,


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¿qué hay en la doctrina de la reencarnación que no pueda aceptar una per sona profundamente religiosa y practicante o incluso un es píritu rigurosamente científico? Reconozco que, en la idea que tiene la gente sobre la reencarnación, hay algunas cosas tan absurdas y tergiversadas que cualquier persona sensata pensaría que se duda de su inteligencia si se pretende que las acepte;; pero, si tenemos en cuenta que este principio o doctrina lo han admiti-­ do a lo largo de los siglos las tres cuar tas partes de las personas más cultas e inteligentes y de los espíritus más esclarecidos del mundo científico o religioso, de beríamos sentirnos inclinados a concederle alguna conside ración y a averiguar si tiene algún principio de verdad o de verosimilitud. Esto sería hacer justicia a esta doctrina, sin dejar de ser fieles a nosotros mismos. Durante el siglo pasado, la experiencia nos ha demostra do que la opinión general sobre una doctrina o cualquier otra idea puede ser completamente falsa. Efectivamente, en muchos casos de una importancia particular, ha quedado demostrado que personas preclaras y comentaristas erudi tos interpretaban mal algunos principios y, por esa razón, deformaban nuestra opinión. Hemos podido darnos cuenta, en nuestro mundo occidental, de que no podíamos basar nuestras propias convicciones en algunas críticas generali zadas, sin correr algún riesgo. Todo esto se confirma de un modo especial en lo que se refiere al tema de la reencarna-­ ción. Hemos podido leer, en columnas reservadas a preguntas y respuestas de uno de los principales diarios america nos, que un pastor muy conocido en Estados Unidos, que dedica su tiempo a contestar preguntas de temas religiosos, había declarado que, tal como él entendía esta doctrina, un hombre podía renacer bajo la forma de un gato, de un perro o de cualquier ser inferior al hombre en el reino animal. Al leer esto, nos damos cuenta de la injusticia tan grande que se hace con una ley de la naturaleza tan bella y tan impor tante, injusticia que se debe a una burda ignorancia o a una interpretación falseada deliberadamente. Y, si este docto personaje no tiene una idea mejor de los principios reales de la reencarnación, no debemos sorprendernos si mentes menos preparadas y miles de personas, que no tienen nin gún acceso a las primeras fuentes de información, tengan ideas falsas sobre estos mismos principios.


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El punto más importante, que todo buscador debe tener pre-­ sente, es que esta doctrina, esta ley de la reencarnación, no es una creencia ni una ley de origen religioso, sino una ley relacionada con la evolución y la aplicación de los prin cipios naturales, al margen de toda relación de estos princi pios con la revelación de Dios y de Su todopoderosa inteli gencia. Dicho de otro modo, las leyes que se refieren a la reencarnación no tienen un fondo más religioso que las que se refieren a la concepción, el crecimiento del embrión o el nacimiento de un cuerpo. Las leyes divinas, lo mismo que las naturales, actúan indiscutiblemente en este proceso sor prendente de la reproducción de la raza humana y a nadie se le ocurriría clasificar el estudio de la embriología, que pertenece al campo científico, como una creencia o una doc trina religiosa. Del mismo modo, nadie situará el estudio de las enfermedades, de la desintegración del cuerpo humano y de su transformación final, en la categoría de estudios re ligiosos o teológicos, aunque se relacione con principios di vinos. Además, si se estudia con atención y en profundidad la doctri-­ na de la reencarnación, nos revela que no hay en sus verdaderos principios ninguna contradicción con los pun tos esenciales del dogma de las religiones establecidas y re conocidas desde hace mucho tiempo. Efectivamente, presentada bajo su verdadera luz, no es en absoluto incompatible con los principios de una teoría sensata y sé que algunos cristianos se asombrarán si les afir mo que en la verdadera doctrina de la reencarnación no hay nada que vaya en contra de los principios cristianos funda mentales, tal como los reveló y enseñó el Maestro Jesús. La lectura de los capítulos que vienen a continuación demos trará que es así y es un dato a tener en cuenta que, en el mundo occidental, los cristianos encuentran, en una com prensión justa de la doctrina de la reencarnación, más satis facción que las personas de otras confesiones. La razón que-­ dará bien clara al leer este libro;; pero, repito, algunas ideas muy difundidas adjudicadas a este tema y ciertas fantasías ridículas que se le atribuyen son incompatibles no sólo con la teología y la doctrina cristianas, sino con cualquier reli gión auténtica. Una de las críticas más frecuentes sobre la reencarnación,


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que la hacen generalmente los que la conocen por encima, es que les resulta extraño que Dios exija al alma humana que pase repetidas veces por varias experiencias en esta Tierra. Estas personas suelen afirmar que no comprenden por qué no pueden seguir las almas humanas su existencia sin recu rrir a una encar-­ nación, en un cuerpo físico, en esta Tierra. Este razonamiento se presenta generalmente como el argu mento conclusivo y final de la discusión. Sin embargo, es fundamentalmente erróneo y no se basa en premisas racio nales. En realidad, la doctrina de la reencarnación no parte de la hipótesis o de la teoría de que el hombre debe encar narse en un cuerpo físico y pasar unas experiencias terre nales. Se deduce del hecho de que el hombre ha tomado un cuerpo de carne, está aquí y tiene que sufrir unas pruebas terrenales. Como estos dos hechos admirables están esta blecidos por nuestra propia existencia y no tienen nada que ver con la especulación abstracta ni son simples hipótesis, te-­ nemos que empezar por admitir que el hombre está en la Tierra y que vive en un cuerpo, con lo que sólo nos queda responder a la pregunta ¿Por qué? Desde el principio de la civilización, cualquier hombre que haya reflexionado sobre las vicisitudes, las pruebas y las tribu-­ laciones por las que pasaba ha buscado alguna com pensación a todos sus sufrimientos, y ha vuelto a su mente con insistencia la misma pregunta: ¿Por qué estamos en la Tierra? La teolo-­ gía tiene su respuesta y esta respuesta se ha desarrollado de tal manera, se ha complicado tanto y ha re sultado tan abrumadora que, de una afirmación muy con creta, ha salido un cúmulo de exposiciones que han forma do un credo, y este credo se ha en-­ riquecido con diferentes puntos de vista según las creencias. La ciencia también tie ne su respuesta;; pero la respuesta científica no abarca to dos los elementos y todos los principios a los que el hombre concede una importancia mucho mayor que a los problemas biológicos y cósmicos. Si se elimina el elemento re-­ ligioso a la pregunta ¿Por qué estamos en la Tierra? y se limita la dis cusión al punto de vista materialista o ateo, sigue quedando una necesidad enorme de luz y de explicación de los com plejos problemas que lleva consigo. No basta tampoco con afirmar que estamos en la Tierra en


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función de un Principio Divino, conocido solamente por Dios e incomprensible para el hombre. En toda la historia de la civili-­ zación y en la evolución cultural del hombre, no hay nada que indique que algunas leyes naturales o divinas es tén destinadas a permanecer ocultas y vedadas para el en tendimiento humano. El hombre, en su intimidad, parece es tar devorado por una sed insaciable de conocimiento de todo lo que le atañe y de lo que lo relaciona con el universo, sin que haya nada que pueda satisfa-­ cerlo, a no ser la pura ver dad. Las enciclopedias y los manuales clásicos de nuestro tiempo tienen ricas explicaciones, más o menos exactas y muy detalladas, de leyes y principios que en otro tiempo se aseguraba que pertenecían al conocimiento secreto de Dios, inaccesible al entendimiento limitado del hombre. Todos estos temas, que en siglos pasados estaban conde nados por la iglesia y por el estado como teñidos de herejía y en los que el hombre no tenía derecho a profundizar, se plantean hoy día con toda libertad y responden a ellos con precisión, tanto la iglesia como la ciencia. Efectivamente, ahora las instituciones pedagógicas y religiosas buscan ac tivamente la propagación de conocimientos relacionados con temas que estaban condenados por la iglesia como algo que no afectaba a nadie y que debía quedar como secreto divino. Como estamos aquí abajo y como la iglesia, con su doctrina teológica, asegura que, si estamos aquí, es porque Dios nos ha creado para que vivamos aquí, tenemos derecho a pre guntar por qué y por qué razón. Y, como la ciencia afirma también que nuestra existencia aquí está de acuerdo con una ley fija de evolución, que es una consecuencia lógica del prin cipio creador divino, también tenemos derecho a pedirle que haga investigaciones más profundas y nos diga para qué sir ve nuestra existencia. Este libro tiene como objetivo tratar de explicar, en un len-­ guaje accesible a todos y sin tomar ningún partido ni pre juicio, la razón de la encarnación de un alma divina en un cuerpo físico y la finalidad o la misión que tiene en el plano terrenal este alma encarnada. Esta explicación no es ningu na propaganda de una re-­ ligión nueva, de un credo nuevo, ni de una forma de culto nueva. No pretende mitigar la fatiga producida por las luchas propias de la vida ni debilitar en nuestro espíritu el sentido de nuestras


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obligaciones. Si, al comprenderla bien, la doctrina de la reen-­ carnación nos da un punto de vista nuevo y diferente de la vida, cuyo resulta do es una satisfacción mayor y una cooperación más armó nica con las leyes universales, se debe, simplemente, a la luz con que ilumina estas mismas leyes. Pero este punto de vista nuevo y esta satisfacción que nos viene de su justa comprensión, no merman en nada el carácter de responsabi lidad de la vida, ni exime al hombre de los sufrimientos y las tribulaciones que deba soportar. Puedo añadir, para ter minar, que la verdad de estos principios no se manifestará menos por esto ni las leyes dejarán de producir su efecto, cualquiera que sea nuestra opinión sobre la doctrina de la reencarnación. No podemos cambiar un ápice de las leyes, por más que las neguemos o no queramos admitirlas. Por tanto, todos debemos tener, por lo menos, algunas nociones de estas leyes que nos rigen o gobiernan nuestra existencia. Podemos seguir viviendo sin este conocimiento y hasta pode-­ mos encontrar alguna satisfacción en esta vida, sin lle gar a admi-­ tir ninguno de los principios que constituyen esta doctrina. Toda la cultura y el progreso de la civilización han demostrado que el hombre ha mejorado su destino y ha con seguido un dominio mayor de sus condiciones de vida, me diante la comprensión de cada una de las leyes naturales y divinas a las que está sometida su existencia. La investiga ción constante de un conocimiento cada vez mayor de esta materia, que él cree que debe tener, da testimonio de una necesidad preocupante, propia de su natura-­ leza, nacida de su deseo de asegurarse una felicidad más estable y, tam bién, más alegría. Por eso es por lo que, al conocer mejor los principios de la reencarnación, encontrará en la vida una de las ayudas más eficaces y una base muy sólida.


Capítulo III

Las viejas creencias

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Capítulo III Las viejas creencias

El primer hecho indiscutible que encontramos, al profundi zar en nuestro estudio de la existencia del hombre, es su pre sencia en esta Tierra y que toda su vida está formada por una serie de experiencias que, en diversos periodos, le proporcio nan alegrías o sufrimientos, felicidad o tristeza, satisfacción o inquietud amor u odio, paz o sufrimiento. El segundo hecho importante, que se descubre con las experiencias de la vida, es la dualidad de la naturaleza humana, al menos en sus manifes taciones. El hombre es un ser físico y mortal y su ideal, sus deseos, sus ambiciones y sus ideas están a escala humana. Es, además, una entidad o consciencia subjetiva que exige el so metimiento a sus deseos, a sus aspiraciones, a sus tendencias y a sus inclinaciones. Estos dos factores de la naturaleza hu mana luchan eternamente por la supremacía y el dominio. El hombre, por tanto, ha llegado a considerarse como algo más que un cuerpo de carne, más que una masa de materia, unida en un todo por una fórmula química, y también más que una simple invención mecánica parecida a un robot. Al mismo tiem po, está convencido, por los sufrimientos y las pruebas que tiene que soportar, de que es más que una criatura puramente espiritual. Al trata de encontrar una respuesta a la pregunta ¿Por qué estamos aquí?, el hombre no puede ignorar ni apartar de su cons-­ ciencia la idea de que, si pudiese determinar lo que es, sabría por qué es. De este modo, al buscar los conocimientos relacionados con el fin de su existencia en la Tierra, el hombre trata también de


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ampliar con entusiasmo los que le atañen a él y a su relación con el universo. La teología ha pretendido siem pre explicar qué es el hombre y por qué ha sido creado. La ciencia no empieza a dar explicaciones sobre la naturaleza del hombre hasta el momento en que éste es ya una entidad viva y pensante. No se ocupa de las fases de su creación que prece den a la constitución química, biológica y mecánica de su ser. Es a la teología a quien incumbe la misión de explicar el periodo prenatal del hombre. Las respuestas teológicas han ido variando para adaptarse a los periodos por los que iba pasando la evolución de la civilización del hombre y en armo nía con las luces de las diversas naciones a lo largo de los tiempos, desde la Antigüedad hasta nuestros días. Sin embar go, todas las explica-­ ciones teológicas que se nos han dado so bre la naturaleza del ser humano están de acuerdo en un pun to. Desde siempre, en todas las razas y a todos los niveles de educación cultural, la respuesta que se ha ofrecido, bien sea por inspiración o como resultado de un razonamiento lógico, ha sido que el hombre es un cuerpo físico, dotado de una consciencia física, en el que reside un alma, una entidad divina o una parte de una Consciencia Divina que constituye su Yo in terior. La dualidad de la existencia humana es, por tanto, una idea aceptada por todo el mundo. Esta idea ha sido rebatida por la ciencia, que no puede aprobar premisas ni principios que estén fuera del alcance de su observación. Sin embargo, la idea de que haya en el hombre un ser profundo, un Yo interior, es un principio fundamental y no una teoría ni una conclusión especulativa. Si se niega la existencia de una consciencia interior, de un alma, que es una entidad distinta e independiente del cuerpo físico, todo el problema del nacimiento y del renacimiento se reduce entonces a una cuestión de acción y reacción químicas y a unos principios puramente físicos. Una creencia de este tipo haría imposible cualquier consideración del problema de la reencarnación, lo mismo que descartaría toda posibilidad de inmortalidad de una parte cualquiera del hombre, toda posibili-­ dad de que hubiese en él un elemento divino. Por consi guiente, como nosotros no nos ocupamos de la concepción materialista que excluye a Dios de la naturaleza humana, de bemos descartar


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de la discusión este aspecto y adoptar la idea más extendida por todo el mundo de que el hombre es un cuer po físico que recibe un alma o forma de consciencia espiritual. Reconociendo así la dualidad de la criatura humana, su cuer-­ po y su alma, nos vemos obligados a fijarnos en la teología y en las doctrinas religiosa del pasado y del presente, para en contrar algunas aclaraciones sobre la parte inmaterial del hom bre. El sabio espera que nos dirijamos a él para todos los te mas re-­ lacionados con la naturaleza química, biológica, anató mica y fisiológica de la existencia del hombre;; pero las expli caciones que tengan algo que ver con la parte espiritual del hombre se las pediremos a la ontología y a la teología. El estu dio que vamos a hacer en los próximos capítulos de este libro nos permitirá determinar si tiene razón o no el sabio de hoy día, al limitar de este modo su campo de investigación. Pode mos afirmar que no ha sido siempre así: la teología no ha sido siempre un tema de estudio separado de las ciencias filosófi cas generales. Además, lo que hoy llamamos ciencia no ha sido siempre objeto de una enseñanza distinta y el hombre, en su búsqueda de la verdad, no se ha encontrado siempre ante dos escuelas opuestas, que tratasen partes diferentes de su doble naturaleza. Aunque fuese así, en los tiempos modernos ha habido ten-­ dencia a dejar a los maestros de la teología el encargo de resol ver todas las cuestiones relacionadas con la consciencia espiritual e infinita del hombre y, si debemos aceptar cualquiera de sus explicaciones sobre su naturaleza y sus relaciones con el univer-­ so, tenemos que dar un breve resumen de ellas, ya que son tan variadas, tan contradictorias y hasta tan ilógicas que no sirve de nada un examen profundo y detallado. En re sumen, nos damos cuenta de que hay algo que han admitido y reconocido los teólo-­ gos a lo largo de todos los tiempos: la parte real del hombre es la consciencia, la esencia infinita, divina, intangible, que constituye el Yo profundo, el ser interior. Para esta parte íntima del hombre, se han inventado y adoptado con carácter universal muchos nombres en épocas diferentes. La más empleada generalmente es la palabra alma y la encon tramos muchas veces relacionada con otra palabra que signifi ca soplo. A lo largo de los siglos, el Yo interior del hombre ha estado ligado a la idea de soplo, de


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la esencia invisible que constituye su naturaleza espiritual. Un segundo principio, el que se ha adoptado con un carácter más universal y uniforme, consiste en la idea de que el alma humana es una entidad dis tinta, algo espiritual, que es inmortal y que, en determinados momentos, se separa del cuerpo. Según esto, tenemos dos datos importantes que proceden de la Antigüedad, como principios fundamentales que entran en la explicación de la existencia espiritual del hombre. En contramos en ellos una adaptación notable en el intento de explicar la creación del hombre partiendo de la traducción del libro del Génesis. Leemos en ella que Dios hizo al hombre del barro de la tierra, que representa la parte física, química, me cánica y material de su ser, e insufló en aquella masa, como segunda parte de la naturaleza humana, el soplo de vida, la esencia ola consciencia y, de este modo, el cuerpo físico se convirtió en un alma viva, animada, visible, manifiesta. Se ha hecho alusión a dos principios secundarios, aunque no menos importantes, de este proceso simbólico o alegórico de la crea ción del hombre. En primer lugar, el cuerpo físico compuesto de elementos materiales de la tierra, se completó y perfeccio nó como forma puramente material antes de ser animado con una consciencia o con una vida. En segundo lugar, había que añadir algo para hacer de aquel cuerpo perfecto, pero todavía sin vida, un ser vivo y, para ello, se necesitaba un segundo elemento, completamente distinto y separado, al que se llamó soplo de vida. Cuando entró en el cuerpo este soplo de vida, la parte física perdió su importancia, ya que el hombre dejó de ser un simple cuerpo animado o un cuerpo físico completamente impregnado de vida, para pasar a ser un alma que podía vivir y manifestarse e la Tierra, convir-­ tiéndose así en un alma viviente. Cuando se lee y analiza este pasaje de la Biblia en su lengua de origen, nos llama aún más la atención el significado del se-­ gundo principio. Entonces comprendemos que el cuerpo fí sico no ha recibido la vida, sino que el alma invisible e infinita ha tomado una forma física por la unión del soplo con el cuer po. A los antiguos también les llamó la atención este significa do y, en sus sistemas filosóficos, que poco a poco fueron evo lucionando a principios teológicos, nos recuerdan constante mente que el


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hombre es esencialmente un alma revestida con un cuerpo y no un cuerpo animado que tiene un alma. Un exa men comple-­ mentario de las explicaciones teológicas y filosó ficas, desde la Antigüedad hasta nuestros días, nos descubre algunos puntos en los que se han mantenido firmemente estas teorías, aunque se hayan modificado muchas veces según las creencias de algunas sectas. Lo que se cuestionaba era si el soplo de vida, o alma, del hombre formaba parte, en principio, del Creador o de la Esencia o Consciencia Divina. Se nos ha recordado, por mucho tiempo y de muchas maneras, que la parte física del hombre es una acumulación de elementos in orgánicos, sacados de los materia-­ les del suelo, y que su alma es un principio sacada del espacio y formado para que pueda colocarse en él. También se nos ha recordado que su parte física está compuesta de elementos que no tienen en ellos nada de su forma o de su naturaleza y que e alma humana existía ya en el alma y en la consciencia de Dios, cuando Él creó el cuer po humano. Hay otras explicaciones que nos recuerdan también que el alma humana existía al principio de los tiempos y que debe seguir existiendo hasta el final de los tiempos, en el caso de que admitamos que haya un final. En la mayoría de los textos filo-­ sóficos, nos llama la atención al hecho de que la creencia en la inmortalidad del alma supone claramente que, si no puede tener fin, no ha podido tener nunca principio, mientras que el cuerpo humano ha tenido un principio bien definido, cuan do fue hecho con los elementos inferiores e inorgánicos de la Tierra, y tendrá fin cuando se descompongan estos elementos mortales. Nuestro estudio de las explicaciones teológicas y fi losóficas relacionadas con la parte espiritual del hombre nos revela finalmente una creencia universal en el principio siguien te: el alma o conscien-­ cia del hombre ha sido siempre una parte de la del Creador, de Dios, y vivirá y seguirá existiendo y ac tuando tanto tiempo como exista Dios, el Creador. Estos prin cipios nos dan, por tanto, una imagen bien definida de la natu raleza del ser humano. Tenemos, por un lado, al hombre como criatura física, representada por el cuerpo físico compuesto de elementos materiales, terrenales, y, por otro lado, el cuerpo espiritual, o alma, que se encuentra en este cuerpo material.


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Hay, por tanto, una dualidad en el hombre: un cuerpo y un alma. Su cuerpo, que está compuesto de elementos perecede ros y corruptibles, es mortal. Utilizando un término teológico, su mortalidad lo hace corruptible. La parte espiritual del hom bre, su alma, es una parte de la consciencia de Dios y, por tanto, es infinita, divina e inmortal. Es esencialmente, por su origen y su naturaleza inmortal e incorruptible. Reside en el cuerpo del hom-­ bre tomando una envoltura corruptible, ya que el cuerpo humano no debe vivir para siempre, sino que tiene que corromperse y descomponerse. Por tanto, el alma sólo habita temporalmente en este cuerpo de carne y no puede que darse eternamente en un mismo cuerpo, porque, en ese caso, el cuerpo tendría que ser inmortal lo mismo que el alma. El hombre viene a la Tierra con un cuerpo nuevo, recién com puesto con elementos químicos de la misma Tierra, en el cual entra un alma pura e inmortal que ha existido siempre y segui rá existiendo por toda la eternidad. La mortalidad y la corruptibilidad del cuerpo no pueden afectar en nada a la inmortali dad e incorruptibilidad del alma. Llegará, pues, un momento en que el cuerpo se descompondrá y el alma no podrá quedar se en él. El cambio que se produce, al que llamamos muerte no es, en resumen, más que una transición: el alma y el cuerpo se separan, lo que es perecedero vuelve a la tierra y el elemento inmortal y corruptible se queda en su estado infinito. La ciencia ha demostrado la exactitud de la creencia en la mortalidad del cuerpo y en su corrupción. Las experiencias de nuestro cuerpo físico, en nuestra vida personal, demuestran que, de hora en hora y de día en día, estamos reconstruyendo este cuerpo con elementos materiales de la tierra, con el fin de renovar los que ya están agotados y lo componían anterior mente. Hay otras experiencias que han demostrado que el cuer po humano puede gastarse por completo y llegar a tal punto de incapacidad para retener la vida, la fuerza vital, que la consciencia anímica lo abandona. Por experiencias científicas y por las que hemos pasado en nuestra propia vida, estamos com pletamente con-­ vencidos de que la separación del alma del cuer po corruptible y corrompido (cuando éste vuelve al polvo de la Tierra para continuar su transformación en elementos pri marios, mientras el alma conserva su inmortalidad) forma par te de la economía de las leyes del Creador y de la economía de la vida misma.


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Si el lector acepta esta explicación general y simple de la naturaleza del ser humano, se encuentra ante esta importante pregunta: ¿por qué este alma que procede de Dios, de la Cons-­ ciencia del Creador, está colocada temporalmente en un cuer-­ po físico y qué es de ella después de su liberación? Desde los albores de todo pensamiento y de toda creencia, el hombre se ha hecho con tenacidad esta doble e importante pregunta. Para responder a ella con hechos y no con teorías, se ha escrito este libro, dedicado a todo buscador.




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