LOS VIAJEROS DE ESTA EDICIÓN FUERON:
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EDICIÓN FotoGRAFÍA DIBUJO Portada DISEÑO CONTACTO
CATALINA LAZCANO CUBE BONIFANT ENRIQUE CRUZ FERNANDO LEONEL LUISANA ALTAMIRANO RAFAEL FLORES HERNÁNDEZ Dinorah Montiel Luis Rueda Araceli Navarro METZIN BEYER Jes Se FABIOLA OLMEDO ALEJANDRA BECERRIL losanacronautas@gmail.com
Rosa RAFAEL FLORES HERNÁNDEZ A Linda
I José eyaculó cuando sonaba Entre caníbales, de Soda Stereo. Luego, se tendió para respirar con calma. Se sentía asfixiado por la piel de Rosa. Quería alejarse de ella. Supuso que los ojos de Rosa estarían cerrados. Intentó desesperadamente imaginar qué pasaría por su cabeza. Nada logró. Frustrado, cerró los ojos y apretó su mano. Estaba loco por ella. II Cuando José no tomaba sus pastillas vivía presa de la ansiedad. Una ansiedad que lo devoraba cada mañana, cada noche, cada momento. Dormía pocas horas diarias. Invariablemente, la misma pesadilla lo despertaba: se miraba andando por las calles empedradas de Ciudad Vieja, buscando a una mujer vestida de rojo. Un rojo quemante. A veces José creía recordar desde la infancia el rostro de aquella mujer. Las calles que recorría en su búsqueda eran siempre las mismas. Eran unas calles vivas, crueles, que noche a noche cambiaban su sentido para atraparlo en el laberinto que eran sus sueños: la Calle de las Jacarandas, que antes desembocaba en la Catedral Amarilla, ahora terminaba en una plaza con la efigie de San Cristóbal; el Callejón de los Perros que habitualmente lo conducía a la Plaza Alta, esta vez lo llevaba a la estación de autobuses. Así José pasaba cada noche recorriendo las calles siniestras de Ciudad Vieja. Intuía que la única manera de acabar con aquello, era encontrar a la mujer que vivía en sus pesadillas para luego marcharse con ella. Pero la mujer de rojo jamás se dejaba atrapar.
Era alta. Con una cabellera larguísima que ondulaba alrededor de sus formas de mujer. A José lo atraparon su nariz afilada y sus caderas infinitas como la misericordia de Dios Padre. Pero la estocada para aquel viejo lobo de mar, provino de los hoyuelos que se dibujaban en las mejillas de Rosa cuando reía o carcajeaba de manera escandalosa. Toda ella era una especie de dialéctica tejida entre la perversidad y la inocencia. La primera vez que José la vislumbró desnudándose, supo que aquel juego era una trampa mortal que acabaría con la poca cordura que le quedaba. No le importó. Lo único que deseaba en ese momento era acabar con la ansiedad que palpitaba en su sexo. Excitado, esperó hasta que supuso que Rosa dirigía su mirada hacia donde él estaba. Sólo entonces bajó la bragueta de su pantalón.
III José viajó a Ciudad Vieja con el pretexto de editar la última obra de Agnes Ribeiro, la escritora brasileira que migró a México a mediados de los años setenta, y que hoy en día es la única sobreviviente del grupo de los infrarrealistas. Gracias a Ribeiro, José conoció a Rosa. Pronto se enteró que aquella belleza tenía tan sólo veinte años.
IV La edición de Cartomancia. Poética de días futuros de Ribeiro, mantuvo a José ocupado por semanas. Ese tiempo correspondió con la época en que José hizo a Rosa su amante. Las horas que podía dedicar a cada uno de 3
MÉRIDA CATALINA LAZCANO
sus encuentros, poco a poco le resultaron insuficientes para saciarse de ella. José sabía que estaba perdiendo la razón. En los últimos días, estaba totalmente obsesionado por Rosa. La pensaba con un vestido ligero, contra el que se cernían los embates de la brisa vespertina. Agradecía que esas ráfagas exhibieran sus piernas. Esas piernas firmes como columnas que sostenían el cielo y lo tenían embrutecido. Ninguno de los dos hablaba jamás. Los unía su silencio. Ocasionalmente, algún ventarrón venido de los cerros completaba aquellas escenas.
Te conocí un martes a las cinco de la tarde y me recibiste con un abrazo golpeado de 30 grados centígrados, veintiséis años, quinientos pesos, veintidós horas de autobús, mi cabello despeinado, mi enorme maleta rosa, mi cara sin lavar y el corazón trasquilado. Esa noche apenas conseguí dormir un poco, la incertidumbre invadía por completo cada pensamiento que llegaba a mí, intentaba no pensar, olvidarme de todo, dejar atrás los motivos que me habían incitado a realizar ese viaje. En aquella habitación había dos ventiladores, a cuyo sonido incesante me acostumbraría con el paso de los días; no obstante, en ese momento hacían crecer en mí algo muy parecido a la desesperación, creo que comenzaba a arrepentirme de mi decisión. Ahora sí, estaba jodidamente sola, pero no. En cada instante significativo, me acompañaban como rumores las voces de poetas que yo cargo en la memoria y el corazón, me hablaron al oído y yo escuchaba, repitiendo discretamente sus palabras con mis labios. Como es costumbre mía, llevé conmigo algunos de mis libros predilectos; tanta poesía leída por las tardes cuando la humedad comenzaba a descender y la luz del sol atenuaba lentamente (“treinta y tres millones trescientos treinta y tres calorías”) Me recuerdo sentada en el jardín frontal de la casa junto a las enredaderas que se extendían por el techo hasta caer casi delante de mí, mientras yo me quedaba en silencio, escuchando el sonido seseante que hacían las lagartijas escondidas en alguna grieta de la pared. Era como estar dentro de una de esas escenas que tantas veces he encontrado en historias donde todo ocurre en un espacio tropical. Comenzaba a leer línea tras línea de algún libro y entonces todo adquiría sentido; la vida, el amor, el desengaño, los celos, la soledad, el olvido y el desamor, sobre todo el desamor. El ruido de los ventiladores por las noches y algún alacrán bajo la cama me espantaban el sueño (“los amorosos no pueden dormir porque si se duermen se los comen
V Lo decidió una madrugada de mayo. José abandonaría la Universidad. Abandonaría la Ciudad de México, a su familia y amigos. Lo abandonaría todo. Huiría con Rosa. VI La pasión desmedida que se adueñó de José desde que conoció a Rosa, se transformó en demencia conforme se aproximaba al final de la edición de la obra de Ribeiro. A veces pienso de qué tamaño debió ser la soledad que devoraba a mi amigo, que lo llevó a enamorarse de un personaje de novela. Un personaje que descubrió en la página diecisiete del libro de la escritora infrarrealista. Entre los materiales de José que encontré en la buhardilla donde vivió en Ciudad Vieja, hubo uno que no le entregué a la Universidad. Era un cuaderno donde José narraba las historias que imaginó vivir con Rosa. En la primera página del cuaderno, a manera de título, José escribió con caligrafía cuidadosa, El libro del olvido. Mientras trabajaba en los últimos párrafos de la obra de Ribeiro, de acuerdo a su plan, José tragó todas las pastillas que había conseguido reunir. Todas. Hasta entonces, pudo escuchar la voz de su quimera. Tomados de la mano, Rosa y José finalmente se marchaban juntos de Ciudad Vieja. Por cierto, Rosa viste de rojo en las últimas líneas de la obra de Agnes Ribeiro.
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los gusanos, en la oscuridad abren los ojos y les cae en ellos el espanto. Encuentran alacranes bajo la sábana y su cama flota como sobre un lago”) por eso procuraba colocar las sandalias cerca, muy cerca de la cama, no quería llevarme la sorpresa de pisar con mi pie desnudo a aquel bichito que tanto me asustaba. Por las mañanas me bañaba con agua fría, me alistaba y tomaba tranquilamente mi desayuno, luego procuraba salir a caminar al centro, pero el calor rápidamente me hacía desear no haber salido nunca de la casa (“Quién como los hielos. Pero no. Quién como lo que va ni más ni menos. Quién como el justo medio”). Esa vida era mi vida y se tornaba hermosa ante mis ojos, como tus calles, como tus casas, tu gente y tu mar… ¡Cuánto añoro tu mar! ¿Recuerdas aquella mañana que él llamó? ¡Cuántas lágrimas derramé entonces! (“tú no las puedes besar, las beso yo por ti”) parecía que no iba a parar nunca; pero mi llanto cesó. En ese instante conocí la libertad y quise celebrarla. Voy a tu mar, contigo, corro en la arena y dejo que mis lágrimas se confundan con el mar, que me bañe, me disuelva, me abrace y me consuele. Toda la tarde me quedé en tu puerto, sentada en la orilla, mirando tus aguas en silencio. (“bendito tu puerto que me recibe y me abraza”). El sol declinaba, el viento era fresco; caminé despacio en la arena, quería meter mis pies en el mar, el contacto de la espuma me reconfortó y justo en ese momento el viento levantó mi vestido color azul dejando mis piernas al descubierto, se veían muy blancas. Comencé a repasar en mi mente aquellas palabras de Susana San Juan que ahora comprendía: “En el mar sólo me sé bañar desnuda” era como hacer el amor. Me enamoré de ti, de tu mar. Junté puños de arena, los apretaba para sentirme más parte de ti, quería que me cubrieras, quería quedarme contigo; pero oscureció, algún ruido de campanas proveniente de algún local cercano me hizo caer en cuenta de que debía volver a la casa.
Volví cansada, pero convencida de haberme desprendido de algo que ya no era parte de mí desde hacía mucho. Ahora recuerdo que en la sala de la enorme casa había una figura femenina de cerámica, blanca, de dos metros, a la que le faltaba la mano izquierda. Estuve hasta tarde mirándola, tratando de comprender su significado o desenredar su misterio, creo que me quedé dormida en el sillón. Al otro día todo fue distinto, ahora sólo me quedaba un camino. Al fin, después de tanto y tanto, había conseguido quemar las naves. Estaba lista para seguir viviendo. Me despedí de ti un martes por la tarde, era septiembre y llovía. Antes de la hora marcada de mi vuelo, visité Progreso y contemplé el mar mientras mi rostro sonreía, por dentro mi corazón lloraba y tanto se dolía que al final se quedó contigo. Fuiste mi más grande consuelo. A ti te escribo, a ti te evoco por las tardes llenas de nostalgia. Me voy, me fui, tuve que dejarte, no porque quisiera, sino porque sabía y sé que de cualquier manera, en algún momento, un día cualquiera, mis pies ya más firmes correrán tus calles, mis brazos más fuertes tocarán tus puertas, mi piel más dura, más quemada resistirá tu sol y entonces, mis ojos secos, con gran gozo buscarán incansablemente el corazón que me has robado.
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MANOS ENRIQUE CRUZ
-Una de tus manos -dijo. -¿Qué? -Eso es lo que necesito. Tu mano derecha, o la izquierda… en realidad no importa. -¿Y para qué quieres mi mano? -pregunté divertido. -Eso no puedo decírtelo. -Bueno, pues, si no hay información no hay mano. ¿Pretendes que me deshaga de una mano sin siquiera saber la razón? -¿Qué tiene de malo? Tú tienes dos manos y yo sólo necesito una. Al verle la cara, esa de niña berrinchuda, se me heló un poco la sangre. No hacía nunca esa cara al bromear. La cabroncilla de veras quería mi mano. -¡Estás loca!-, grité y salí por cigarros antes de que ella pudiera contestar cualquier cosa. A partir de ese día las cosas se pusieron bastante raras entre nosotros. Era común que Ely me pidiera todo tipo de locuras que de ninguna forma estaba dispuesto a cumplir, como guardar en Ziplocs lo poco de barba que me afeitaba cada tanto, o limpiarme la nariz siempre con el mismo asqueroso pañuelo. Y yo la amaba, la amé desde el primer momento, cuando nos encontramos por casualidad viendo la misma horrible película solos en una sala de 400 butacas. La amé la vez que mató una cucaracha por mí, o la vez que propuso que viéramos House of Cards diez horas seguidas. Pero empezaba a extralimitarse. Un día, en vacaciones de verano, desperté gracias a un dolor agudo en el dedo índice de la mano derecha. ¡Carajo!, ni la extracción de muela en la que mi dentista usó anestesia de segunda me dolió tanto. La loca de mi novia serruchaba, eufórica, mi dedo con un cuchillo de cocina. Debajo de mi mano había una bandejita, donde escurría la sangre. Creo que nunca he abierto tanto los ojos, o gritado tan fuerte. Ella salió de su trance y dio un salto hacia atrás sobresaltada. -¡Perdóname, Pablito, perdóname por favor! No pensé que fuera a dolerte tanto, es sólo un dedo, ¿no? No es como si te cortara la mano.
-¡Llama a urgencias, hija de la chingada! -¡Ya voy, ya voy! Tampoco es para que me hables así, no creas que soy de piedra, que no siento-. Dijo melodramática, mientras yo sentía que, poco a poco, me cargaba la verga. -De cualquier forma con esta sangre y con lo que saqué del baño ya tengo suficiente. Luego siguió parloteando sandeces que no llegué a entender, porque al escuchar la sirena de una ambulancia sentí tanto alivio que me desmayé. Desperté en el hospital con una venda gorda rodeando toda mi mano, para mi fortuna mi dedo índice seguía ahí. El doctor vino y me dijo que por poco perdía el dedo, pero que gracias a que Ely llamó a tiempo lograron salvarlo. Bendita sea. No se apareció en mi convalecencia ninguno de los dos días que duró. Al cabo de los mismos regresé a casa esperando encontrarla, temiendo encontrarla. Pero no había nadie. Encontré una nota en la cama que decía: “Lo siento, Pabli, pero no eres el hombre para mí, aunque no puedo imaginarme pasando mi vida con alguien más. Es chistoso, pero ya lo resolví. Gracias”. Y nada más. Fue raro vivir sin ella los siguientes meses. Tener que soportar las cucarachas y que no hubiera quien rompiera en dos las nueces. Nunca dejé de amarla, aunque hubiera intentado cortarme el dedo y casi hiciera que me desangrara. Tres meses lloré hasta dormirme cada noche, abrazado a una pijama sucia que dejó en el fondo del cesto. Un buen día de diciembre, Arturo, amigo mío, vino a casa algo confundido. -Creí que no sabías nada de Ely hace meses, güey. -Y así es, ¿tú sabes algo? -¡Cabrón, regresaste con ella! -¿Cómo que regresamos? Yo no sé nada de la morra desde que casi me vuela el dedo. Se me quedó viendo, incrédulo, y sacó su celular. Abrió su galería de fotos recibidas y me enseñó algo que casi me tira todos los dedos a la vez. Era una foto en la que aparecía Ely tomando el sol en una playa, se6
COLLAR FERNANDO LEONEL
Junto con nuestro primer domingo alejados el uno del otro, llegó ese sentimiento de ajenidad tuya en mi vida. Eliminé la canción que más me recuerda a ti (ojalá pudiera eliminarla del mundo por completo también), y me enfoque en no volver a tararearla jamás. Y en una noche azul de nubes preocupadas caí en cuenta de que los mensajes ya no serían respondidos, que la necesidad de aprender a bailar había desaparecido y que el anillo no sería entregado; nunca será. Entonces, en medio de una crisis administrativa de sentimientos llego tu ausencia, ¿me entiendes?, cuando dos personas se separan, ambas cargan el peso de la ausencia del otro. A veces hay desventaja, a veces hay orden y, a veces, la presencia de la ausencia puede llegar a ser tan fuerte que se siente: te acompaña a todas partes, a las reuniones familiares incomodas, y en los viajes madrugadores por carretera. Tal vez tú también puedas sentir mi ausencia, tal vez es necia, terca y pesada. Tal vez es tu amiga o se encarga de llenarte la memoria de suvenires incrustados. Pero yo vengo a contarte las desventuras poco afortunadas que he vivido con la tuya. Los primeros días, ¡ah, qué primeros días tan desalentadores!, cuando noté que estaba ahí, traté de ignorarla, de pasar por ella con un gran manto de tiempo sobre el cual, se supone, se disolvería, porque, seré sincero, la ausencia de tu amigo que sabes que volverás a ver no molesta, no pica, no te
guramente veracruzana, con un tipo exactamente igual a mí. Con la misma nariz, la misma sonrisa, mi barba malsalida… todo. -¿Quién es ese cabrón? -¡Güey, eres tú, no jorobes! -¿Cómo voy a pinches ser yo, si yo hace meses que no la veo? -Pues ahí estás, cabrón. Arturo se fue sin que pudiéramos resolver el misterio de qué hacía yo con Ely en una playa veracruzana. Tres días después ella se apareció frente a la puerta y me lo contó todo. -¿Nunca te pusiste a pensar qué hacía yo con todo lo que te pedí, verdad? Los vellos, los fluidos, los pedazos de carne que le quité a tu dedo… Tengo toda una cuadrilla de “Pablos” listos para salir de la probeta en la que “viven” y convertirse en ti por unos días, o el tiempo que duren. Un montón de clones que se parecen a ti en todo, excepto en una cosa: siempre me dicen que sí. Así que terminan por ser mejores. Se aventó ese rollo sin que yo estuviera seguro de si hablaba en serio o era otra de sus tontas bromas. Aunque era lo único que podía explicar la foto, por absurdo que pareciera. -Pero siempre te he amado mucho, Pablo, y no quiero dejarte solo. Así que te traigo un regalo. Se levantó de la silla que había ocupado los últimos veinte minutos, sacó un cuchillo de su bolsa y se cortó el dedo.
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hace sangrar sal. La ausencia de una persona a la que te propones olvidar es de esas a las que tienes que atacar con todo desde al principio (ja, una ironía que yo siga sin poder eliminar las fotos donde salimos juntos, que yo no pueda dejar de ver cómo era tu cara y la mía y tratar de forzar expresiones que se parezcan, resaltando lo patético de mis sesiones privadas con el espejo). Así pues, los primeros días creí que se iría. Pero no. Se aferraba a mi espalda, mientras con sus manos (en efecto, estas cosas tienen forma palpable por el alma) me tomaba por los hombros y con una especie de lavadordecerebrosdemierda transmitía frente a mis ojos la escena del palacio, de la primera, de la primera mirada y beso. Realmente nunca aprendí a zafarme del lavadordecerebrosdemierda, pero conocí las vulnerabilidades de tu ausencia y, hasta ahora, sólo hay dos momentos en los que la voz, los recuerdos y la tensión se van. Uno; cuando estoy hasta su puta madre de pedoymarihuano, porque entonces soy yo de nuevo quien tiene las riendas mal amarradas de su vida y dos; cuando estoy en los brazos de cualquier otra persona, porque reafirmo que soy el que tiene que sentir, el que tiene que sufrir, el que puede seguir queriéndote y deseándote controlando las ganas de buscar el ducto subterráneo que me lleve más pronto hacia a ti, soy yo, no tus fantasmas. Oye, ¿y qué crees? Un día me subí a un taxi y me encontré al señor que me llevó hasta la estación del tren la primera vez que fui a verte, cuando oí su cara y vi su voz se desamarró todo. Del saco de la memoria salió mi obsesión por ver si mi cabello se vería bien para ti, contar el dinero, hacer planes, platicar con Don Señor Taxista (así le puse yo) sobre el amor y la adrenalina, mis manos sudadas, revisar el perfume, los tenis, la ropa, la piel y las ganas. Le platiqué a lo que iba a una ciudad que desconocía, a besar a una extraña de Internet que no tenía ni diez días que conocer, pero de la cual me sentía impotentemente enamorado. Esta segunda vez, Don Sr Taxista también me reconoció y, como todo el mundo que está leyendo esto
sabe, me preguntó por nosotros; y tu ausencia, desde el asiento de atrás comenzó a clavarme las uñas para que le dijera de una vez que de pareja nada, que se entienden mejor un gato y un mudo que tú y yo. Pero no pude hacerlo. Resistí con todo las ganas de llover los ojos y le conté nuestra mágica y maravillosa historia: que yo para ti, que tú para mí; lo mejor que nos pudo pasar en la vida, que nos juramos noches enteras de la calidez de una casita donde estallaríamos amor y sudor, que ahorraríamos en un bote de cristal que vomite centavos hasta que tuviéramos suficiente para hacer los viajes que planeamos. No me sentí mal por ello. Al fin y al cabo no le dije mentiras y, si mi amigo, Don Sr. Taxista, puede tener el final feliz que yo no, pues qué mejor. Otra noche, cuando ya no estábamos acariciándonos los dedos, traté de acariciarme yo mismo. Volví al viejo ritual de antes, traté de llenar mis expectativas masturbatorias con coraje (que es como la pasión que se tiene por uno mismo), pero, ¡por Dios!, qué triste me resultaba la pornografía, qué triste me llegaba la vida; esta parte tenía sabor grisáceo y pastoso. ¿Puede acaso el placer convertirse en un deber? ¿Soy ahora un mecanismo programado para sentir? Porque entonces sentir a la fuerza es asqueroso. Todo iba para mal, hacia la incomprensión, hasta que tu residuo espectral usó el lavadordecerebrosdemierda para una retransmisión muy especial, una que contrario a lo que se esperaría, yo pondría en el estante de los momentos con destellos de luz rojos y borrosos, de esos recuerdos que le cuentas a tus amigos con un tono morboso, salpicando la espuma que te sale de la boca. Pero no, guardé este recuerdo en un lugar muy profundo, una cueva submarina en donde en vez de agua, existe una mezcla espesa y negramente translucida. Ahí guardo mi muerte, la de mi abuelo y más recuerdos de liberación y te recuerdo, mi amor, entrando a la sala de cine muy nerviosa, poniendo tu mano en el futuro, en el destino, en la inmensidad del universo y en mi pantalón, recuerdo la dureza y la textura 8
Del dolor de garganta CUBE BONIFANT
tuya, recuerdo haber llevado mi mano hasta la playa, a palpar con sus propias papilas el sabor del vaivén, recuerdo la arena de aquella playa, pacíficamente dorada y estrictamente fina... Y determinadamente terminé. No supe cómo agradecerle, así durante días me alimenté del pasado nuestro, eso pareció hacerla feliz. Pocas cosas son más horribles (espero que también sea horrible para ti) que el sentimiento de quedarse con esos regalos que estuvieron a punto de ser entregados. Consideré por un momento quemar lo que tú me diste. Pero no, la carta se fue al cajón de las cartas y probablemente limpie la taza con tíner y luego comience a usarla para beber, a veces café, a veces alcohol, a veces lágrimas. Quería quedarme con el collar, hasta que éste empezó a ahorcarme y tuve que arrancarlo. Ahí empecé a sentir que tú te ibas de nuevo, que ya ni las manos me alcanzaban para agarrarte, pero tu ausencia y yo nos hacemos poco a poco más amigos; el dolor y yo nos formamos, a veces me sujeto bien fuerte de tu luz, a veces dejo que tu sombra me queme. Dejaste bien clavada tu semilla, y aun así reconozco que entre más te alejas menos gritos puedo oírte, que otras voces entonan dulce para mí, pero tampoco soy orgulloso y he de admitir que, al día de hoy, después de todo y de todos, en los momentos más inesperados, en la pacifica intimidad interna de saber que nos alejamos, aparece una voz distraída que, exactamente igual a la mía, sigue tarareando nuestra canción.
Después de incontable dinero derrochado en medicamentos inútiles, de litros y litros de decisión y arrojo para tomar cientos de menjurjes y pastiches, después de visitar santeros y curanderos, un poeta me dijo que lo que tenía atorado en la garganta no era una bacteria ni una enfermedad mortal. Lo que tenía atorado en la garganta, según este galeno del lenguaje, era una metáfora. Dijo que pudo haberse atorado ahí por cualquier razón (incluso sin razón alguna), dijo que no había remedio para estos males, que la garganta me seguiría doliendo en las fiestas y en los besos hasta que ella quisiera salir. Me contó que las metáforas son necias porque no saben bien lo que quieren decir. Son prepotentes porque dicen mucho con tan poco, pero que, por sobre todas las cosas, las metáforas atoradas duelen mucho, porque se cuelgan de las cuerdas vocales y uno no sabe bien si buscan el suicidio o quieren atraer sirenas que las ayuden a salir. Inquieta, le pegunté qué podía hacer ante esta revelación, (consulta que no cobró, por cierto). Me dijo que esperara, que no podía hacer nada más que darme otro trago de mezcal, de ese mismo que habíamos estado tomando toda la noche. En efecto, pasaron muchos días para que el dolor desapareciera. A veces dolía más que otras, a veces me hacía decir cosas sin sentido en el trasporte público o en el salón de clase. Otras, por el dolor indecible, me hacía callar por horas, hasta que una gotita se formaba en mis ojos y el dolor se escurría sobre mi mejilla junto con ella. Un día el dolor había desaparecido por completo, no había síntoma alguno de que la metáfora siguiera allí: ni dolor ni lágrima ni palabras de más. Te quise llamar para decirte que el malestar en mi garganta había desaparecido, pero no estabas. Nunca respondiste. Te fuiste y te llevaste mis palabras. O no sé si las palabras eran tuyas y sólo me las prestaste. Me hubieras dicho esa noche, mezcal en mano, que tú habías atorado la metáfora en mi garganta, me hubieras dicho que las metáforas se matan con la ausencia de lo que nos causa inspiración. No vuelvo a enamorarme de un poeta. 9
Efímero LUISANA ALTAMIRANO
Andamos demonio del infierno y del cielo ¿Ya viajaste, devoraste lo que deberías? ¡Oh, lo siento! Todavía no es tiempo. Hay que estudiar, hay que trabajar.
No hay un adiós, no hubo gracias, No es verdad, ¿qué hago yo? eres una incógnita, no hay tregua, ¿qué pasó? ¿te dolió? Tic, toc, tic toc… Los huesos siguen creciendo, ¿estás en algún lugar? ¿hay luz? ¿amaste intensamente?
¿Habrá música en el acto? 5 años, 4 años, el crescendo ha comenzado. Satisfecha, orgullosa, complacida, yo lo dudo. Qué hay de mamá, papá ¿todo bien? ¿tus hermanos?
Espero que sí.
Sigue subiendo… como la tensión. Como el sonido de la electricidad en el cableado 1 año, 8 meses, ¿qué tal unas vacaciones? Reuniones en familia, abrazos, sonrisas, el aparente humano.
Para Fabiola
Ruido, rutina y el zuuum de la lámpara en tu oficina. Esperando. 7 meses, una golpiza. Una pausa, 3, 2, 1… sigue, corre, de aquí para allá. Ya no hay tiempo, ¿lloraste? ¿hiciste lo suficiente? 5 meses, una operación. Miedo. Quizá lo sabías, estabas alerta. La tensión está acelerando Estás sorprendida, estás orgullosa de lo que hago 1 día, 4 horas, 3 horas, ¿te han deseado? 1 hora, 30 minutos, 15 minutos. Nada. 10 minutos, 5 minutos tenemos tiempo, mucho tiempo 3 segundos, 2 segundos, 1 segundo. El voltaje subió. Colisión
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Somos una marca mexicana que promueve el uso de la bicicleta, la lectura, el amor y respeto por los animales y el medio ambiente. Realizamos diseño de playeras, tazas y accesorios originales como bolsas de manta, relojes de madera, joyería con partes de bicicleta y stickers. Visítanos y sé parte del cambio. Misantropía Ideas
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