Revista Phoenix 17

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2017ISSN0124-8308

Literatura | Arte | Cultura

Arte y conicto

Phoenix

Literatura Arte y cultura


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RECTOR Ignacio Mantilla Prada VICERRECTOR Jaime Franky Rodríguez DIRECTOR BIENESTAR SEDE BOGOTÁ Oscar Oliveros COORDINADORA PROGRAMA GESTIÓN DE PROYECTOS Elizabeth Moreno DIRECTOR BIENESTAR CIENCIAS HUMANAS Eduardo Aguirre Dávila DECANO FACULTAD CIENCIAS HUMANAS Luz Amparo Fajardo Uribe DIRECTORA DEPARTAMENTO DE LITERATURA María del Rosario Aguilar Perdomo

FOTOGRAFÍA PORTADA Mariana Bejarano

Phoenix17

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Angela Acuña Carolina Martínez Equipo de Colaboradores

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Atribución - No comercial - sin derivar


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Revista Phoenix literatura, arte y cultura Vol. 1/ N° 17 / ISSN 0124-8308 Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas

CONTACTO Literaturaphoenix@gmail.com Phoenix: literatura, arte y cultura @PhoenixLitArtCu http://phoenixliteraturaarteycultura.blogspot.com/ Univerisdad Nacional de Colombia Sede Bogotá Cra 45 nº 26 - 85 Edificio Uriel Gutiérrez www.unal.edu.co proyectoug_bog@unal.edu.co /gestiondeproyectosUN ugp.unal.edu.co issuu.com/bienestarbogotaun

Phoenix: literatura, arte y cultura es una publicación de carácter académico, crítico y de creación literaria. Phoenix 17 dedica su número a explorar la relación entre el arte y el conflicto. Phoenix: literatura, arte y cultura es una revista que

Los textos presentados en la siguiente publicación expresan la opinión de sus respectivos autores y la Universidad Nacional de Colombia no se compromete directamente con la opinión que ellos puedan suscitar.

reúne diferentes expresiones artísticas y reflexiones sobre temas culturales de la Universidad Nacional de Colombia y de los estudiantes vinculados a Phoenix: literatura, arte y cultura. Los textos presentados en la siguiente publicación expresan la opinión de sus respectivos autores y la Universidad Nacional no se compromete directamente con la opinión que estos pueden suscitar.



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ARTE y conflicto


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Contenido

38 El grupo Animalditas como representaciรณn del artista en el conflicto. Secciรณn de imรกgenes


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Editorial

El número que sostiene en sus manos es producto de más de un año de trabajo, donde los integrantes de Phoenix, atravesados por el contexto actual de nuestro país, nos propusimos estudiar y reflexionar sobre el papel del arte en el conflicto colombiano. Los debates que esta interrogante suscitó apuntaban a múltiples direcciones; sin embargo, cada discusión servía para reafirmar que el arte sí debe y ha tenido un rol en este contexto.


Comité Editorial Revista Phoenix

Como ciudadanos de un país que, cada vez más, siente la necesidad de acabar con un conflicto que lleva décadas, hasta el punto de ser parte del imaginario colectivo, es evidente la necesidad de desnaturalizar la violencia, la guerra y los odios. En este sentido, en Phoenix creemos en el potencial catártico del arte como medio para conducirnos a la reconciliación y reparación. El tema de la 17ava edición “Arte y Conflicto en Colombia” nace de la búsqueda y exploración de los vínculos entre el arte y el conflicto en una sociedad centralista, donde, lastimosamente, la guerra ha sido Estado en la periferia. Motivados por la pertinencia del tema, el grupo pasó un año generando espacios de discusión en torno a esta problemática que, en cada encuentro, se nutría de diversas perspectivas. En este sentido, buscamos que los textos publicados en el presente número fueran un eco de las diferentes voces y puntos de vista sobre lo que, se supone, sería el rol de arte en el conflicto. Aquí encontrarán reflexiones sobre el papel de la narrativa en la creación de memoria y sobre la posible posición que debería asumir el arte en el conflicto. A su vez, la edición presenta diferentes propuestas creativas, las cuales abordan estéticamente la problemática. Ahora, el proceso de elaboración de esta edición ha concluido, mas, la iniciativa de construir paz sigue vigente, debido a que la pregunta en torno al papel del arte en el conflicto admite múltiples respuestas y seguirá vigente mientras el conflicto no haya cesado, las víctimas no hayan sido reparadas y el pueblo no haya perdonado.


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Las narrativas artĂ­sticas como iniciativas de memoria histĂłrica


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Carolina Castelblanco Jaime

El arte es una estrategia para hablar de la condición humana sin que medie una conversación censurada por la medición y pertinencia de las palabras. Por eso, no es extraño que el arte, mejor que cualquier journal académico, sea el espacio de reflexiones alrededor de las dinámicas humanas relacionadas con la violencia, el conflicto y el posconflicto. En un país que ha estado sumido en la violencia por tanto tiempo, es difícil realizar procesos de reconocimiento de los fenómenos más oscuros y dolorosos de la guerra, mucho menos hablar abiertamente de ellos. Es por esto que los artistas cobran un protagonismo especial en este proceso de posconflicto y son claves en las políticas gubernamentales de justicia transicional. Son sus productos los que se prestan como medios de reconocimiento del dolor ajeno, del pasado, del presente y de los distintos estadios en losque la guerra ha afectado individual y colectivamente al país.


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El arte es capaz de brindarnos una dimensión discursiva sobre lo indecible de la guerra. Esta dimensión es la que se presenta al público para convertirla en memoria colectiva; es por esto que las obras artísticas aportan al descubrimiento de la verdad, a los procesos de perdón y reconciliación; al tiempo que impulsan el reconocimiento oficial de las víctimas de ambos lados de la guerra. Cuando a Julio Correal le preguntaron, en una entrevista de la revista Arcadia, ¿cuáles son los elementos necesarios para una narrativa de la reconciliación? Él respondió que son dos: la verdad y el perdón, elementos que tienen una naturaleza doble en su dimensión pública y privada. El arte tiene la labor de aportar a la democratización de los espacios en los que la verdad puede salir a la luz. Abrir diálogos en los que haya polifonía de versiones de víctimas y victimarios, en los que, gracias a la verdad, sea posible exigir justicia y reconocimiento: el propósito no solo es la reconciliación y el perdón, sino construir garantías de no repetición. Son necesarios –como decía Salcedo– el perdón y la verdad para poder construir una paz estable, para no recaer en los mismos errores ni vivir los mismos terrores. Las narrativas artísticas que se convierten en iniciativas de memoria colectiva facilitan de alguna manera el perdón que, como sociedad, se nos presenta como alternativa a la guerra. No obstante, en la guerra, lo primero que se pierde es la verdad, y su recuperación, hasta cierto punto, puede parecer imposible en medio de la corrupción, de los olvidos sistemáticos y del desconocimiento de las víctimas. En la Siempreviva, de Miguel Torres, el clamor por la verdad lleva a la locura sin que esta aparezca ni una sola vez después de la desaparición de Julieta en la toma del Palacio de Justicia. La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio, es un buen ejemplo en términos de la construcción de memoria histórica a partir de la literatura: no se trata de representar un hecho histórico –la masacre de las bananeras– sino de hacer sonar polifónicamente las múltiples perspectivas y experiencias que resultan de un evento traumático para una comunidad. Los ejércitos, la novela de Evelio Rosero, deja la misma sensación aterradora que los testimonios recuperados en el documental dirigido por Tony Rubio, Mampuján: crónica de un desplazamiento: en las guerras no hay fusiles ni ejércitos buenos. En Colombia –y me atrevería a decir que en cualquier lugar con las condiciones bélicas y socio-económicas similares– la verdad resulta espectral, potenciadora del olvido y del terror. Esfuerzos como el de las mujeres desplazadas de los Montes María, en los que, a través del arte, se hace resistencia al olvido y a la


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Las narrativas artísticas como iniciativas de memoria histórica

tergiversación de la verdad, se crea algo tan valioso como la memoria colectiva. Los tejidos que realizan estas mujeres en una labor comunitaria se hacen mientras hablan entre ellas de los eventos traumáticos del desplazamiento. Aquí, el arte detona toda su capacidad constructora: gracias al tejido, estas mujeres lograron volver al pasado, reconstruir los eventos y sanarse entre ellas. Antes de que empezaran a tejer la historia de su tragedia, esta comunidad no había podido contar su historia sin sufrir un dolor insoportable, tal como lo registra el documental. Crearon, además, un documento histórico en el que la verdad de los eventos no se escapa por el terror ni por la incapacidad de esta comunidad para hablar de ellos. El tejido de estas mujeres resulta ser un dispositivo de activación de la memoria colectiva distinto al memorial que realiza el Centro Nacional de Memoria Histórica: Basta ya. Memorias de guerra y dignidad. Yo me atrevería a pensar que el tejido es una estrategia más poderosa para cumplir con el objetivo de visibilizar, dar voz a la víctima y hacer que todo aquel que lo vea sea testigo y parte de los terrores de la guerra. Esto es porque el arte no es un documento burocrático –no, al menos, en su totalidad creadora y constructora– y le da la oportunidad a la víctima de ser también miembro activo en el cambio del panorama de un país que no ha sabido de otra actitud distinta al duelo. En el claustro de San Agustín, del Museo de Arte de la Universidad Nacional, en el 2016, estuvo la exposición ¿Para qué la violencia? Esta fue una muestra de piezas en las que se evidencia cómo en Colombia todos hemos sido víctimas del conflicto y conocemos de manera directa o indirecta agentes activos de la violencia. El arte ofrece un acercamiento a todas las formas de violencia arraigadas al periodo del conflicto armado: la pobreza, la discriminación, las injusticias, la corrupción, el narcotráfico. Todas estas formas de las que hemos sido testigos y que afectan nuestra vida. No es necesario haber tomado parte activa en un episodio violento de la historia nacional para vivir sus consecuencias; esto lo demuestra el capítulo Los hijos de la única novela de Cepeda Samudio. El odio que recorre nuestra historia está también en nuestra sangre porque es la misma que la de las víctimas directas de la violencia en Colombia. Es imposible escapar a ella y esto se ve reflejado en obras como No morirás del todo, de Benhur Sánchez, un acrílico sobre tela expuesto en ¿Para qué la guerra?


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Frente a los retos actuales en Colombia, al arte se le atribuye la tarea de administrar el pasado en busca de un futuro comprometido a recordar y no perpetuar las categorías rígidas de víctimas y victimarios. Tiene la responsabilidad de acceder al pasado para enunciarlo, no como repetición sino como liberación y actualización del mismo. El arte invita a habitar el pasado con el ánimo de actualizarlo como guía de superación del dolor, manteniéndolo vigente. Así mismo, el arte, como es espacio donde se gesta el encuentro con el otro, reconfigura las concepciones de realidad que otros tienen del conflicto ahora y en el futuro. Hay que decir que, en la configuración de la memoria, como un relato que devela las huellas de los acontecimientos históricos en una narración colectiva permanente, el olvido también tiene un lugar importante. Frente al horror indecible de la guerra, el espacio del olvido también es sanador y terapéutico. El olvido, al final, es también una tinta distinguible de los relatos de la memoria. El olvido no se trata aquí como una forma de tergiversación, negación u ocultamiento de la verdad, más bien, se asume como una forma más de memoria, cuyo propósito es vivir el presente sin represalias. Desplazar el dolor permanente de la víctima del conflicto al arte es, también, desplazar ese dolor al otro, al público, al futuro y al pasado para permitir la evolución y la reconfiguración de las víctimas y del país. En lo anterior, es que se entiende mejor la configuración del olvido en el arte donde el otro o el pasado no se ignora. El papel del arte en la construcción de memoria histórica está bastante claro en el plan gubernamental, en la Ley 1448 y en los lineamientos generales del Centro Nacional de Memoria Histórica para la planeación del Museo Nacional de Memoria Histórica. Este esfuerzo nacional responde a lo que expone Alejandro Castillejo en su libro, Los archivos del dolor: nombrar, codificar y consignar los eventos del conflicto armado, haciéndolos inteligibles, comprensibles en un marco social y político; así mismo, expandir la posibilidad de estos eventos para generar mecanismos de reparación y de no repetición. El arte, por supuesto, siempre ha tenido la capacidad de escapar a las construcciones oficiales del Estado sobre la verdad y la historia que sufren, muy a su pesar, problemas de parcialidad y servidumbre política. Más allá de un esfuerzo nacional, la construcción de la memoria histórica supone un quebrantamiento de los estados de ceguera voluntaria y de la indiferencia tan común en todos nosotros. El arte no invita sino que violenta nuestros estados soslayados de indiferencia, posicionándonos en la misma narración del otro al que creemos ajeno a nuestra propia historia: de ahí, sobre todo, su importancia.


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Bibliografía Congreso de la República. (2011). Ley 1448 de 2011, Por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y se dictan otras disposiciones. Recuperado de: http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=43043 Castillejo, A. (2009). Los archivos del dolor: ensayos sobre la violencia y el recuerdo en al Sudáfrica contemporánea. Revista Colombiana de Antropología, 47(1), 430-431. Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). (2010). ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Centro de Memoria Histórica. Cepeda-Samudio, Á. (2012). La casa grande. Bogotá: Áncora Editores. Correal, J H. (2015, 9 de abril).Tres elementos esenciales para narrar el conflicto. Revista Arcadia. Recuperado de: https://goo.gl/EyRHeV. Rosero, E. (2010). Los ejércitos. Bogotá: Tusquets Editores. Rubio, T. (Dir.). (2012). Mampuján: crónica de un desplazamiento [Documental]. Recuperado de: https://goo.gl/FJ9Ao6. Sáenz, M. B. (2016). ¿Para qué la violencia? [Exposición]. Claustro de San Agustín, Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia. Recuperado de: https://goo.gl/9Zh4XX. Sánchez, B. (1970). No morirás del todo [Acrílico sobre tela]. En: ¿Para qué la violencia? [Exposición]. Torres, M. (2010). Siempreviva. Medellín: Tragaluz Editores.


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El arte de la paz y el arte para la paz No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla. Eleanor Roosevelt


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Introducción

Gabriel L. Portes Castañeda

La paz no es solo un ideal irrealizado en Colombia, sino un compromiso de difícil cumplimiento para la gente que debe enfrentarse a la realidad de encontrarse con quien, otrora, fuera su enemigo, a fin de deponer las intenciones de confrontación y reabrir los caminos para la reconciliación y, con ella, la posibilidad de llevar una vida tranquila con condiciones dignas y de suficiente satisfacción. Redescubrir el papel de la ciudadanía dentro del entramado del proceso de paz incluye, también, la recomposición de la identidad cívica, por medio de la cual sean reconocibles y aceptadas todas las diferencias que pudieran ser piedra angular de futuros conflictos. Cortando, así, de raíz la probabilidad de repetir los errores y horrores ya experimentados; rescatando, de este modo, el futuro de la sociedad; salvando la deuda que todo el pueblo tiene para consigo mismo.


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Tradicionalmente, el pueblo colombiano se ha educado en la idea de que las exigencias o la filosofía de los grupos “subversivos” se encuentran en total contradicción con los intereses de la población; no obstante, ese estigma deriva de formas “ilegitimas” de lucha, al menos en términos de política; mas ello, per se, no constituye prueba suficiente para hablar de un actuar leal y ético por parte del Estado y sus instituciones. El sistema vela por mantener el statu quo; esa es una premisa, indudablemente, natural en toda forma compleja de organización; pero cabe preguntarse, si en realidad es sensato el engendrar una identidad o forma de cohesión social, a partir de un infundado ideario público, basado en la equivocada tesis de un enemigo feroz y desinteresado por los más altos valores sociales.

Primeras cuestiones Con la reciente firma del Acuerdo Final de Paz, entre las delegaciones del Gobierno Colombiano y la Guerrilla de las FARC, el país ha entrado en una nueva etapa de su historia, una que, se espera, esté en orilla opuesta a la de los años pasados, en los que el terror y la disgregación de la población camparon a sus anchas, dividiendo no solo a familias sino a la sociedad en general. Es natural aseverar que, el proceso de construir la paz no ha terminado; es más, ni siquiera ha empezado, porque, en términos reales, las negociaciones y acuerdos alcanzados en la Habana son un paso en ese camino que tiene por destino ese valor incalculable y poco insustancial: la paz. Ante esto, es necesario preguntarse si los puntos discutidos en la negociación cubren lo más posible todas las situaciones y fenómenos que dieron vida y forma al conflicto. A lo que algunos dirán con vehemencia que no, que tales propuestas se quedan cortas ante la tarea de reparar los efectos de la guerra; mientras que habrá quienes crean que las temáticas discutidas dan plena respuesta a las situaciones y hechos que han impedido llevar una vida tranquila en este país, y si es permitido ventilarlo de esta forma, unos más sensatos advertirán que lo acordado, si bien no es una panacea, es un logro fundamental para llegar a la recomposición del tejido social colombiano, desgastado no solo por la guerra sino por la ausencia, ya sea parcial o total, de medios y condiciones para realizar la existencia de manera digna. ¿Qué hace falta para construir una paz duradera? No hay una fórmula mágica que dé respuesta a semejante planteamiento. Lo que sí es cierto, es que para llegar a una paz sólida, se requiere de un sinfín de elementos en los que la gente pueda encontrarse y reconciliar esas diferencias que los


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El arte de la paz y el arte para la paz

confrontaron en un principio. La buena noticia, es que estos espacios no requieren de una reingeniería social, están presentes en el medio cotidiano y son simples de ejercitar: el hogar, la escuela, la iglesia, la plaza pública, etc.; sin embargo, en esa infinidad de posibilidades, es menester señalar una muy particular, una de abstracta naturaleza que pasa por inadvertida casi todo el tiempo, pero que, en últimas, da cuenta del carácter humano y de su potencial para sobreponerse a las situaciones adversas: el arte. ¿Cómo puede el arte ser un factor constitutivo de la paz? La respuesta en más sencilla que el predicamento que la antecede, el arte, como oficio y espacio abstracto, permite la liberación de las emociones; con ello, la plena comunicación de las ideas y así, una forma mejor lograda del entendimiento entre los sujetos. Si se revisa la historia, la guerra se da por una constante carencia de voluntad comunicativa y se extiende en el tiempo, por la falta de comprensión del otro, de desdibujarlo como un coetáneo y “paisano”, a fin de crear la efigie de un rival, un enemigo.

Arte y paz Como muchas otras herramientas de la obra humana, el arte ha servido para manifestar el espíritu de las personas con relación a un evento particular de sus vidas, según el tiempo y el lugar. La importancia de esta forma de expresión intelectual aumenta enormemente en los escenarios en los que hay conflictos armados, pues, muchas veces, la represión alcanza la esfera de las libertades civiles y pone en entre dicho la legitimidad de las estructuras sociales. En esta función de “descargo” que tiene el arte, se plasman las nociones y expectativas que el artista alberga para sí. En el caso de Colombia, la expresión artística, en todos sus niveles, se convierte en una “esclusa” de “escape” a la realidad, otras veces, será un puesto desde el cual manifestar la inconformidad frente a las decisiones políticas y las mismas vivencias fruto del conflicto. El papel de “vocero” que asume el arte durante el desarrollo de las confrontaciones es crucial para explicar la conducta social, dar cuenta de las esperanzas a futuro y de la mejor manera acabar con las agresiones. Si se preguntara sobre el desempeño del arte en la historia del conflicto colombiano, solo habría que girar la mirada a las calles de las ciudades. Leer el drama y la congoja que la violencia causa en el individuo es sencillo, incluso para el menos habilidoso de los observadores; el retrato que se brinda de la realidad puede ser crudo y descorazonador, así como puede ser satírico, muy acorde con la idiosincrasia del colombiano del común, al cual no solo le preocupa la guerra sino asuntos terrenales que se entremez-


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clan por la incertidumbre que hay respecto a la vida y por qué no, a la muerte. Aun así, hay que aceptar un hecho ineludible: el arte es algo que se piensa solo en las galerías, museos o colecciones privadas de quienes ostentan un estatus determinado. El problema en ese caso es ignorar que el arte, como medio de expresión, no requiere de una compleja y extensa formación; solo, del ingenio puro e indómito que las personas portan de manera inherente; esa es la esencia de la cultura, ser el compendio de la obra humana. De la relación del arte y la paz, puede pensarse de forma inicial, una simbiosis muy parecida a la de la educación y la paz, el porqué es fácil de entender. Si se acepta que la educación moldea el comportamiento, puesto que es herramienta de trasmisión, no solo de conocimientos, sino de valores y estructuras de pensamiento, el arte desarrolla funciones similares, solo que no se limitan a instituciones y planteles; por lo que su difusión, si bien no es demasiado evidente, es mayor que cualquier otra fuerza. El poder aglutinador del arte, sobrepasa con creces otras áreas del saber, ya que no impone distingos categóricos entre los individuos, sino que los lleva a la reunión y, a veces, asociación, es decir, el arte actúa como mediador en aquellos puntos en los que no es inmediata la comprensión del otro. Razón por la cual, la posibilidad de éxito que tiene el arte para interponer un mensaje y que sea aceptado por sus receptores es mayor si se le compara, por ejemplo, con el derecho, que se torna excluyente e inaccesible por su modismo y técnica muy elaborada. Luego, así, puede pensarse al arte como una vitrina muy bien diseñada que “vende” una determinada idea; de allí se recaba la trasversal importancia del arte en la construcción de la paz. No obstante, semejante labor de reconstrucción, no solo de la identidad nacional, sino también del tejido social y humano no puede realizarse por sí sola; hace falta tener plena consciencia de que las puras expectativas no alteran la realidad de las cosas; por eso, hace falta un vehículo o un motor, si se quiere, que complete las intenciones con la materialidad de las acciones. Allí está la génesis y el valor del artista, quien, en su tarea de exteriorizar emociones y pensamientos, sirve de mediador y pone, a la ‘vista’ de todos, aquello que muchas veces busca ser ignorado por cualesquiera sean las razones atribuibles a la causa de un mal olvido.

El artista y su deber ¿Quién es artista? La cuestión de fondo no se resuelve con artificiosas definiciones. El artista, no es otra cosa más sino una persona, una persona que, como el resto de seres humanos, es sensible y partícipe de las experiencias comunes, tales como la guerra y sus efectos. Pero, ¿qué tiene que ver el artista con la guerra y con la paz? Como se ha dicho, si el arte tiene un rol para poner de manifiesto la “verdad” sobre la realidad y, a la vez, de ser medio para la reconstrucción, el artista es quien tiene la facultad y obligación, mediante su labor, de dar a conocer los detalles de la vida, y, en esa tarea de exteriorización de nociones y sentidos, ha de formular propuestas


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De la serie Expresiones callejeras de una ciudad sin Paz. Fotografía tomada por Angela Acuña

constructivas, ya sean desde la crítica o la reformulación de los valores culturales y sociales. Ciertamente, esa no es una tarea pacífica; menos si se toma por cierto que la naturaleza humana está irremediablemente atada a los hábitos y las costumbres, por lo que para el artista hay un doble propósito: “deconstruir” y “rehacer” las estructuras básicas del pensamiento, de la forma en la que la sociedad se percibe a sí misma. Resulta ser evidente, que la responsabilidad de construir la paz no es una tarea exclusiva del artista; sin embargo, respecto a ella sí hay un llamado especial, debido a que la auténtica reconciliación viene muy de la mano con las formas típicas de la comunicación, aquellas que por su contenido o estilo pueden garantizar la fijación de una idea perdurable o de una tesis que

goce del beneficio de mejoramiento si se la encamina con constancia. Empero, esas son causas que pueden tratarse largamente por fuera de estas líneas y son, además, impropias frente a lo reflexionado aquí. ¿El artista está obligado a construir la paz? ¿Esa obligación subsiste a pesar de la victimización hecha sobre el artista? Debe quedar claro que, como tantos otros miembros de la sociedad y el pueblo colombiano, el artista, como un “disidente” frente a las malogradas formas de gobierno y adoctrinamiento –así como de la lucha ideológica y armada en sí–, es víctima de persecución, es objeto y sujeto de censura, y lo es irremediablemente por su condición de “ente consciente” de los fenómenos y avatares que se gestan en el contexto de un conflicto, cualquiera que sea su índole y extensión. Por ello, el artista no solo tiene una obligación


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“moral” sino una forma particular de responsabilidad basada en su capacidad de poner por evidentes aquellas cosas que permanecen ocultas a la vista de las masas, esto es, la necesidad de definir las particulares maneras de responder por los actos y omisiones de unos y otros agentes en pugna. Muy razonablemente, se puede admitir que esa obligación es irrenunciable. El compromiso es más que un derivado del concepto de nacionalidad o cualquier otra ficción jurídico-legal; estriba, por su parte, en el vínculo que se tiene con el género humano, con la necesidad de la armonía y el deseo de una vida equilibrada o, cuando menos, libre de agresiones carentes de justificación y sentido. A lo largo de la historia patria, muchos artistas se han abstraído de su compromiso con la sociedad, no han agotado su deuda social y esa desestimación de los valores humanos ha conducido, casi que inevitablemente, a la réplica de los fenómenos de violencia que, al menos en principio, deberían denunciar el arte y su realizador. Esto no supone que la responsabilidad particular de este último sea excluyente o prevalezca cuantitativamente sobre otros miembros del colectivo; sin embargo, viendo su especial importancia, tampoco debe consentirse que sea rechazada o deliberadamente ignorada, menos si sucumbe a pensamientos que rondan el egoísmo y una incipiente lucha por intereses particulares. Luego así, el tejido social se recompone con la directa participación del creador y su creación, cuyos esfuerzos deben ser aunados a los de todos aquellos que anhelan un país en paz. Esta no es una premisa carente de sentido solo por no tener un fundamente concomitante, una redacción que exhorte o una composición imperativa; el deber ser de las cosas, al menos en esta materia, está dado por un impulso del sentido humanitario, la posibilidad de comprender las agonías y penas de los demás, para que, en ese ejercicio, se dé por satisfecha la motivación que concrete la paz y no solo dé cuenta de una manifestación capitular distante y ajena a la realidad. Con todo lo aquí señalado, habrán quienes piensen que los Acuerdos surgidos del diálogo entre Gobierno y Guerrillas, por sí mismos son inútiles y vacíos. Una atrevida suposición si se tiene en cuenta que estos instrumentos son un requisito legal para validar los compromisos a los que las partes han llegado; mas, como se ha entrevisto, no puede pretenderse la consecución de un fin tan grande como la paz solo con actos protocolarios de relevancia jurídica y política; estos deben estar acompañados de la auténtica voluntad del pueblo y sus agentes más representativos para que los logros –por hoy imperfectos– sean puestos en práctica y mejorados con el


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El arte de la paz y el arte para la paz

tiempo, dado que solo sobre la marcha pueden conocerse los defectos a los que todo hecho humano es proclive, no por la negra intención de incurrir en ellos, sino por la inseparable característica de las conductas del hombre. Si se permite, ¿es artista solamente aquel que desempeña formalmente una forma del arte? No, sería la respuesta. Como todas aquellas cosas que carecen de una metodología bien definida para la elaboración de un producto final, la paz es, en sí misma, un arte frente al que todos los miembros de la sociedad somos sus artistas; tal vez sea paradójico o confuso si se apela al estricto sentido de las palabras y las ideas que parecen formular, pero como es admisible en este tipo de discusiones, todo está sujeto a la interpretación de quien quiere entender. A manera de conclusión, hay que indicar dos cosas: la posibilidad de la paz es una realidad latente para Colombia, aún con las limitaciones propias de la negociación y quienes participaron de ella; es concreta y plausible. Esto supone que la tarea de construir una sociedad nueva es más apremiante ahora que nunca; ello implica, a la vez, que la responsabilidad y esfuerzos de la sociedad en general, deben redoblarse para que se llegue a la materialidad de los acuerdos, pero no solo en un aspecto formalista y ceñido a esos principios negociables, sino que las relaciones sociales tengan un nuevo paradigma que sirva para orientarse y, así, rehacer todo aquello que fue dañado por el conflicto que está por terminarse. El arte, así como el artista, están invitados especialmente a participar con su vida y obra en la concreción de los planes esbozados dentro de los acuerdos, no como herramientas, sino como sujetos directamente afectados y promotores de la necesidad del cambio para el pueblo, cumpliendo los fines máximos del proceso de paz: verdad, justicia y reparación; no como lo señala de manera parca y frívola la ley, sino con un sentido humano extensivo y auténtico, compasivo con la realidad de las personas y la sociedad misma, pues esta, también es víctima de un conflicto sinsentido. Siendo las cosas así, no queda más que edificar un futuro prominente, no un simple proyecto, sino un verdadero revolcón a la vida e historia de Colombia; un revolcón con ideas y no con armas.


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Crรณnica de un periodista colombiano


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Juan Pablo Gómez

Después de haber pasado siete horas cruzando la serranía del Vichada, una de ellas sobre un planchón que atraviesa un río de nombre igual al de este departamento de los llanos orientales, don Jorge Vega de 72 años, fundador de una recóndita vereda llamada Chupave, apenas me vio dijo: “Bienvenido a la otra verdadera Colombia”. Los habitantes de este pueblo tienen una hora de agua cada día de por medio y una planta eléctrica que les bota corriente desde las 6 de la tarde hasta las 10 de la noche. El único contacto que han tenido con el Estado ha sido la esporádica presencia del Ejército. Los combates en tiempos pasados entre este con las guerrillas y las bandas criminales, sumado a la orden presidencial de fumigar la región con glifosato, han desplazado a la mayoría de la comunidad, que al día de hoy, y sin más oportunidades, continúa utilizando como moneda de intercambio la base de coca. Hoy quiero hablarles de esta “otra verdadera Colombia”.


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Encuentro el ejercicio que hacemos, en Rutas del Conflicto, el medio independiente en el que he trabajado desde hace cuatro años, como una oportunidad para acercar las dos colombias: la Colombia rural, que más ha sufrido el conflicto, y la Colombia urbana, que lo ha visto sobre todo por televisión; esta última de la cual hago parte. Dos países que poco se encuentran y que se piensan a sí mismos como diferentes. A través de herramientas, como el periodismo ciudadano y el periodismo de datos, en Rutas del Conflicto, intentamos construir puentes entre ambos países, ¿y cómo lo hemos hecho? Pues buscando a los sobrevivientes, aquellos que han sido más golpeados por la guerra y que pueden reconstruir la memoria histórica del país, y contando sus historias. Claro está, siempre desde sus propias voces. Hace casi dos años estaba reunido con mi equipo de trabajo, cuando nos llegó un correo de un muchacho que quería contarnos cómo había sobrevivido a una masacre en la que murieron sus padres. Esto sucedió poco después de que publicáramos una base de datos con información correspondiente a más de 750 masacres ocurridas en Colombia desde 1982. Hasta el momento, un par de meses después del lanzamiento, habíamos recibido alrededor de 200 mensajes de personas que presenciaron estos hechos y que querían corregir algunos datos y agregar otros que faltaban en los registros. Este que les cuento era el primer mensaje de su tipo. El hecho al que se refería el muchacho era una masacre ocurrida en abril de 2003, perpetrada en el municipio de Caldas, Antioquia. En el suceso referido, documentamos que un niño de ocho años estaba escondido en un cuarto mientras que miembros de un grupo armado sin identificar asesinaron a sus padres al otro lado de la puerta. Cuando nos llegó el correo nos llevamos una sorpresa. El mensaje decía: “yo soy ese niño. Para ese entonces no tenía ocho, sino seis años y quiero contarles mi historia”. Inmediatamente nos pusimos en contacto y nos enteramos que conoció la base de datos un día en el que se presentó a un batallón para resolver su situación militar. En el batallón no le creían que era una víctima, condición que lo exoneraba de prestar servicio. Una tía buscó los nombres de sus padres en Internet y encontró el registro de la masacre en Rutas. Se lo mostraron al teniente a cargo y este consideró que era prueba suficiente para exonerarlo. Aunque el muchacho reconoce que crecer sin sus padres ha sido muy duro, hoy estudia matemáticas en la Universidad de Antioquia, es muy pilo y ha logrado sobreponerse a su condición de víctima para salir adelante. Fue ahí cuando entendimos la importancia de contrastar la información que habíamos documentado con las voces de los sobrevivientes. La mayoría de la información había sido contada por desmovilizados dentro


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Crónica de un periodista colombiano

del proceso de justicia transicional, conocido como Justicia y Paz, así como de las declaraciones que la fuerza pública hizo tras estos hechos violentos. Pero faltaba esta parte de la historia. ¿Qué tenían que decir las víctimas sobre lo que les había pasado? La decisión por parte de Rutas de comenzar a viajar a los epicentros del conflicto también se fundamentó en las estadísticas de análisis de visitantes de la página web, las cuales reflejaban que solo nos estaban leyendo en las principales ciudades. Aunque las grandes urbes no estuvieron exentas del conflicto, este sí se dio de una manera más pronunciada en zonas rurales, alejadas de la capital. Concluimos, entonces, que la información que documentamos no le estaba llegando a esa otra población que queríamos, la que sobrevivió a la guerra y tiene pocas oportunidades para hablar de lo que le pasó. Muchas veces, por la infraestructura en las regiones apartadas de las grandes urbes colombianas, los habitantes de la Colombia rural no cuentan con acceso a un computador o no tienen conexión a Internet; así que nos preguntamos, ¿cómo podíamos acercarles todos estos datos y junto a ellos construir una base de datos más completa? A la fecha, llevamos más de 40 testimonios de víctimas en el proyecto llamado Yo sobreviví, en el cual más allá de centrarnos en los hechos victimizantes, nos interesamos en las historias que siguieron después de la victimización. Por eso, no consideramos a los protagonistas de estas historias como meras víctimas, preferimos reconocerlas también como sobrevivientes. Toda mi vida he hecho parte de una de estas dos Colombias. No soy víctima directa del conflicto, ni tengo familiares que lo sean. Antes de trabajar en Rutas, la única información que conocía sobre la guerra en Colombia era la que nos llegaba por los medios de comunicación: en su mayoría, hechos aislados sin mayor contextualización. Nací en un país en el que estábamos en una guerra que no veía. No solo yo no entendía la diferencia entre un grupo armado y el otro, tampoco la entendía mi familia, mis amigos y muchos de mis profesores. Los primeros asesinatos múltiples que ayudé a documentar fueron las masacres conocidas como las de Marmato, ocurrida en Caldas en octubre de 2001, y La Horqueta, perpetrada hace 20 años en el municipio de Tocaima, en Cundinamarca. Antes, en mi cabeza, la única masacre que había sucedido en el país era la de El Salado, en la cual paramilitares asesinaron a lo largo de seis días, y de las maneras más atroces, a 60 campesinos en este corregimiento del Carmen de Bolívar. Habíamos hablado sobre ella en una clase de ética en la universidad. A los pocos días de entrar a Rutas, me enteré de que se estimaba que en el país habían sido cometidas por lo menos unas 2 000 masacres a la


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fecha. 2 000 masacres, una cifra que aún no sé cómo pensar. Para mí, era impensable cómo había podido vivir tanto tiempo creyendo que El Salado era la única masacre que sucedió aquí. Alguna vez escuché también rumores de otra sucedida en Bojayá, pero reconozco, que como la mayoría de mis conocidos, tampoco me había tomado el tiempo de buscarla. Cuando terminamos la base de datos y desarrollamos unas herramientas de visualización, todos en el equipo nos llevamos otra sorpresa. Luego de ubicar las masacres sobre un mapa y en una aplicación para dispositivos móviles, nos dimos cuenta de que cientos de estas matanzas ocurrieron cerca de las principalescarreteras del país. Vivir en esta otra Colombia incluye imaginar estos hechos violentos en lugares completamente desconocidos y apartados. Resultó que mientras íbamos con mi familia camino a la Costa para pasar vacaciones, estaban asesinando masivamente campesinos a lado y lado de la carretera. Ocurrían sistemáticamente en lugares donde no habían cámaras ni periodistas, pero sí múltiples intereses de los grupos armados; como abrirle paso a una ruta del narcotráfico, esparcir el terror en una zona estigmatizada por estar influenciada por uno u otro actor, o consolidar el control sobre un territorio. Desde que comencé el proceso de documentación me enfrenté con una realidad ajena que, con el pasar de las semanas, se convirtió cada vez más en una realidad propia. Durante siete meses, documenté entre nueve y diez masacres cada semana, mientras me despejaba de imaginarios y estereotipos equivocados, creados por la distancia ante este doloroso mundo en el cual vivía. Desde entonces y durante casi cuatro años, junto con mi equipo, hemos intentado aumentar la conciencia sobre lo diferente que es esta otra realidad, esta otra Colombia. Aquí es central una pregunta, ¿por qué nadie en mi entorno sabía de estos hechos? He identificado algunas razones que quiero compartir con ustedes:

Sin título. Fotografía tomada por Daniel Felipe Suárez

Primero, la dificultad para acceder a información organizada y confiable al respecto. No es que solo los medios no se hayan preocupado por contextualizar adecuadamente las historias del conflicto, también ocurre que la información disponible está dispersa y fuentes importantes, como Verdad Abierta, portal especializado en el cubrimiento del conflicto, y los informes de centros de investigación académica como el CINEP, están por fuera del interés público y, por ende, del foco mediático. En segundo lugar, se encuentra el frenetismo del periodismo de hoy. Los medios de comunicación buscan aumentar el número de sus lectores y, en estos tiempos locos de Internet, la novedad se ha convertido en el pilar del oficio. Ya no es la actualidad, para eso está Twitter. Ahora, entre más extraña sea la noticia, y entre más rápido se publique, mejor aún. Actualmente, casi no hay tiempo para pensar en las salas de redacción, para detenerse y cruzar todas las fuentes posibles, para dudar y defender la calidad de lo publicado. Estas agitadas lógicas de producción periodística


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conllevan a la ausencia de profundidad y de análisis. ¿Cómo podemos pedirle a un periodista que vaya a visitar a una víctima al otro lado del país, en un lugar donde no hay señal telefónica, si tiene que escribir seis noticias al día? Son necesarias, por tanto, más iniciativas que se preocupen por reconstruir con seriedad la memoria histórica de nuestros pueblos. Y tercero, pero no menos importante, una razón que es un secreto a gritos: los colombianos nos acostumbramos a la guerra. Se naturalizó. Somos un grupo de generaciones que no hemos escuchado de otra cosa. Nos hemos desgastado como sociedad y muchos evitamos saber más de muertos. Es verdad. A mucha gente simplemente esto no le importa y aunque no comparto su posición, la respeto y no la culpo. Es difícil vivir en un país con tantas problemáticas sociales, incluyendo un conflicto armado de más de medio siglo, cuando tambié hay que rebuscarse el diario y velar por los problemas propios. Aun así, pienso que es más difícil y mucho más valioso, superar la indiferencia, y, en vez de quedarse en la crítica, ser propositivo. Uno de los grandes aprendizajes de toda esta experiencia es que solo basta con escuchar a estos sobrevivientes para verse reflejado en sus historias. Sentir la ausencia de tus propios padres cuando el muchacho de Caldas, Antioquia, te cuenta sobre ellos. Experimentar empatía y admiración cuando tantas víctimas te han hablado sobre cómo han logrado salir adelante y cuántas veces han soñado con un mejor lugar. Las víctimas no son un grupo homogéneo y, a través de sus historias, poder darles rostro a las cifras del conflicto tiene un valor inimaginable. Son personas de carne y hueso, quienes han pasado por las pruebas más tenaces de la vida y han aprendido, con las manos en alto, a resistir entre el fuego cruzado. No importa la localización geográfica, en todos los lugares hemos encontrado resistentes y luchadores, quienes, sin mucha ayuda, han sacado a sus familias adelante. Desde su resistencia, han construido escenarios de paz al abandonar la venganza, ceder ante el perdón y aportar, desde sus recuerdos, a la reconstrucción de la memoria histórica colombiana. La coyuntura reciente del país ha permitido que algunas de sus histo-


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rias sean más conocidas en los medios; no obstante, aún hacen falta muchos espacios para ellos. Es importante seguir recalcando que los hechos por los que pasaron, como ellos mismos dicen, “no pueden repetirse”. Es importante crear estos puentes entre las dos “colombias” desconocidas, al igual que lo es informarnos sobre el conflicto armado por medio de fuentes confiables, aumentar la producción periodística de calidad, donde se contraste la versión del victimario con la de la víctima, y, sobre todo, superar la indiferencia en aras de la reconciliación. Cada actor armado debe también asumir su responsabilidad, incluyendo al Estado colombiano, el cual tiene una deuda histórica, por acción u omisión, con los lugares más apartados y abandonados del país. Lugares donde otros llegaron a asumir el rol del Estado, cobrando “impuestos” e imponiendo sus propias leyes y sistemas judiciales. Hoy quiero, primero, agradecer a todos los lectores por permitirme compartirles un poco de lo que hago. Así mismo, quiero invitarlos a todos a que, desde lo que sea que hagan, desde lo que sea a lo que se dediquen creen más puentes, en un intento por acortar cada vez más la brecha entre estas dos “colombias”.

Numerosos sobrevivientes han dejado el miedo atrás y han pedido, desde hace mucho tiempo, ser escuchados. La pregunta es si nosotros queremos escucharlos.


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De la serie Expresiones callejeras de una ciudad sin Paz. FotografĂ­a tomada por Angela AcuĂąa


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Entrevista a Daniel Ferreira *


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* Comité editorial Revista phoenix

Daniel Ferreira es un santandereano de 35 años, quien ha escrito obras como Rebelión de los oficios inútiles, con la que ganó el premio Clarín de novela en el 2014; La balada de los banoleros baldíes, con la que obtuvo el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo en 2010 y Viaje al interior de una gota de sangre, que lo hizo merecedor del premio Novela Alba Narrativa en 2011. Igualmente, es el director del blog Una hoguera para que arda Goya; gracias a este blog, el Instituto Cervantes le otorgó el premio Mejor blog de difusión de la cultura en español.

* Esta entrevista fue realizada por Laura Zafra, miembro del comité editorial de la revista Phoenix: literatura, arte y cultura, el día 7 de septiembre de 2016.


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Tenemos entendido que usted tiene un proyecto llamado “Pentalogía de Colombia”, un ciclo de cinco novelas sobre la violencia en Colombia durante el siglo XX, ¿qué lo lleva a desarrollar este proyecto? ¿Por qué le parece importante hablar de este tema en sus novelas?

Ahora es un proyecto, pero antes era solo la idea de hacer un coro de voces que atravesara el siglo XX en Colombia. En unos años, tal vez sea un solo libro compuesto por cinco partes que coinciden con momentos de ruptura. Escribo historias que no había encontrado en la literatura colombiana bastante aburguesada y evasiva. Teniendo en cuenta que usted hizo un trabajo de archivo muy riguroso para la realización de Rebelión de los oficios inútiles, ¿considera que hay una grieta entre el discurso oficial de la historia y la memoria colectiva?

La memoria y la historia oficial son discursos dominantes.Pero para la literatura no necesitamos un pasado oficial. La literatura puede transformar la realidad en una nueva. La acción de Rebelión de los oficios inútiles transcurre durante el Estado de Sitio de los años setenta, un episodio de la historia colombiana desconocido para muchos jóvenes del que poco se habla, ¿por qué eligió situar la novela en este episodio de la historia?

La novela se fue orquestando sobre tres líneas de vida de los personajes principales. El Estado de Sitio es solo el clima de la época. La década fue gobernada bajo el Estado de Sitio y las prácticas contra insurgentes aplicadas a los movimientos sociales eran solo el comienzo de la degradación a la que llegaría la barbarie legal. Se podría decir que en la novela hay una lucha de poderes: los militares y el Estado, en contra de los “invisibles”, ¿le parece importante dale voz a los “invisibles”?

El no poder tiene voz propia. Un escritor narra desde sus personajes, pero estos personajes son lugares de enunciación. Son otras implicaciones éticas, políticas y estéticas las que definieron los personajes.


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Entrevista a Daniel Ferreira

A lo largo de la novela nos encontramos con personajes como Ana Dolores Larrota, una mujer que lucha por los “invisibles” y el derecho de recuperar sus tierras, ¿por qué decide construir un personaje como este?

Tuve noticias de una líder cívica llamada Ana Dolores Larrota y quise imaginar su vida trágica. También hay un periodista y un fotógrafo, Joaquín Borja y Geovanni Orozco, quienes sufren un atentado y el desprecio del pueblo por investigar la situación de la toma y las desapariciones, ¿cuál cree que debe ser el rol de la prensa en el proceso de construcción de memoria?

El periodismo contiene lo que se sabe de la verdad en un momento dado. El rol de la prensa es el de narrarnos ese pequeño fragmento sin mentiras. ¿Le parece que la literatura, o el arte en general, tienen responsabilidad especial en el proceso de construcción de memoria del conflicto armado? ¿Cuál debe ser el rol de los artistas en este proceso?

El artista debe perseguir la obra de arte, o está jodido. Para finalizar, ¿Cómo se relacionan sus novelas con el conflicto armado?

Son novelas situadas en medio de confrontaciones sociales imaginadas. Ahí está la tierra castigada de los noventas, las matanzas de los ochentas, las desapariciones forzadas de los setentas, el bipartidismo y la guerra civil de todos contra todos. Pero todo es un telón de fondo para presentar las vidas de unos personajes trágicos.


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Reconocido por contribuir a la difusión de memoria histórica, Animalditas es un grupo de muralistas que, a través de la imagen mural, reconocen el proceso de paz interviniendo lugares de conflicto y uniendo a sus habitantes en un entorno de expresión artística.

Integrantes Luna Forero Lady Mojica Laura Ortiz Lorena Manrique

Azul Luna Benenus Soma Difusa Lorraine

El objetivo de su trabajo artístico se centra prioritariamente en la consecuencia de paz que trae la imagen en el lugar en que se gesta, más no en la representación literal del conflicto.


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Barrio Nueva Colombia de Ciudad BolĂ­var. Mural por Animalditas


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El poderoso oso y su territorio. Mural en la Reserva Bosque Guajira. Animalditas


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Animalditas

“Nos gusta llenar de magia y de colores la vida de los campesinos, haciendo memoria y construyendo junto a ellos en la Segunda Jornada Muralista en la vereda La Concepción Guasca Cundinamarca. Muchas gracias a Supresión Alternativa y Fortaleza de la Montaña, estamos con ustedes en esta lucha por el territorio de nuestros campesinos que defienden la vida silvestre”.

¡Agua y Vida! Animalditas


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Resistir hasta la muerte! Pueblo NASA “Un pueblo que no se cansa, que ama y perdona a pesar de toda la violencia que ha vivido. Fragmento del mural que hicimos con las Animalditas en la Escuela Agroecológica SEK A’TE KIWE en San Francisco Cauca. Tanto Nasas como sus animales resisten por su territorio fértil, ¡para una vida auto-sostenible! Estamos enormemente agradecidas PAY PAY. Y que los colores sigan llenando de historia las calles!” Animalditas

Fotografía por Manuel Bernardo Rojas S.


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Alma corazĂłn de lava “Para todas las obreras, campesinas, estudiantes, proletarias, indias, negras, guerreras, combativas, rebeldes, amigas, amantes, latinas! Para todas!â€? Animalditas


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Animalditas

Mural realizado en la segunda Jornada Muralista Vereda La Concepción de Guasca. “Gracias a Supresión Alternativa y Fortaleza de la Montaña por la organización de este evento autogestionado con la comunidad que busca conscientizar el valor del territorio y el agua de esta vereda campesina que se ha visto en riesgo por la explotación de gas y los recursos naturales”. Por Rasureitor y Azul Luna (Animalditas).


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Hay un palo en un hoyo en el fondo de la mar El tiempo me devora, segundo por segundo, como la nieve inmensa a un cuerpo ya sin vida; contemplo desde lo alto la redondez del mundo y no hayo en todo él para mí una guarida. Avalancha, ¿quisieras llevarme en tu caída? “El sabor de la nada” - Charles Baudelaire


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Jean Valentín Castellanos

Además de ser la única persona que aprecio en el mundo, que resalta en esta oscura humanidad como una estrella dentro de un pozo petrolero, mi hijo es, lamentablemente, el hombre más sincero que jamás haya caminado sobre estas piedras ponzoñosas que solemos llamar vida. Y digo lamentablemente, porque él no sabe cuán doloroso percibo sus gestos desinteresados cuando, bien una vez al mes, viene al hogar y estira hacia mí “algún detalle” que me revela —en un código compartido, secreto y consistente— cómo me percibió la última vez que nos hemos visto. “No soy inmortal”, me digo cuando lo veo entrar a mi apartamento, como un loro que se posa sobre un viejo árbol para burlarse de su eterna proximidad con la muerte.


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Un día supe que me estaba quedando calvo, porque mi hijo trajo de regalo un sombrero de ala ancha. Otra vez, llegó con una empleada, y supe que mi hijo pensaba que no podía valerme por mí mismo. Ahora me señala mi estado avanzado de decrepitud, al regalarme un bastón: una vara larga de madera, con una empuñadura tallada en forma de leopardo. “Gracias, hijo”. Tomo el bastón entre mis manos y lo aprieto contra mi pecho. “Pero vamos, camina con el bastón que quiero ver cómo te queda”. Y ahora, hago una pasarela por la sala, en tanto que el leopardo bosteza en mis manos, con su boca ligeramente abierta y dos piedritas rojas incrustadas en los ojos. No hay forma en que el bastón desluzca. Yo siempre visto de gala y la madera del bastón es negra como si una sombra lo estuviera forrando: “el negro combina con el negro”; una tautología zen: inútil, pero cierta. Confirmo, además, que mi hijo tiene buen criterio. Él sabe muy bien que en esta sociedad un viejo no es totalmente un anciano —o al menos no un hombre que haya vivido prósperamente— si no lo acompaña una de estas piernas artificiales. Inclusive, según mi experiencia, me atrevo a decir que con el pasar de los años el bastón define al hombre tanto como sus cicatrices y que, así como la promiscuidad del joven se mide erróneamente por el tamaño de su órgano reproductor, la cultura del anciano puede juzgarse por el grabado de su empuñadura. Lástima que esta empuñadura afecte mi reuma, y que el bastón, por su madera pura, tenga una belleza pesada que me hace dejarlo rápidamente a un lado, mientras le doy nuevamente las gracias a mi hijo y le pregunto si quiere quedarse a cenar. Entonces él quita su sonrisa, se queda un momento en silencio y responde... Como siempre, tiene mucha prisa, compromisos de trabajo o una cita urgente a la cual no puede fallar. Cuando intentó convencerlo tomándolo del hombro amablemente, él se zafa con brusquedad y se acerca a la salida. “Quédate al menos a tomar café. Ven y charlamos un rato”. Pero él, impasible, cierra la puerta detrás de sí. Me quedo así con un cavernoso “por favor” estacado en mi garganta, con un grito baboso y lagrimal revolcándose catalépticamente sobre mi lengua. “Adiós, hijo”.


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Nadie me queda, estoy solo. Esta noche solamente este bastón inútil y su mirada petrificada me acompañan. La empleada: dormida. Mi hijo: lejos con sus amantes o abrazando en su cama a su portafolio sobre el pecho. La luna en la ventana: todavía más apartada, tratando de ocultarse detrás de una nube como una niña tímida que se abraza a la pierna de su madre, al tiempo que se tapa el rostro con los pliegues del vestido. Debo salir. Debo huir de este apartamento lleno de tiempo que ataja mi espíritu, cuartea la piel de mi rostro y mancha mis manos. Me escapo discretamente de la empleada, que es más una espía maldiciente de mi hijo que una empleada, y salgo a caminar solo por la calle. En mi mano derecha, me acompañan de nuevo el jaguar y su mirada pretenciosa. “¡Ala, sí que está bonita esa pieza!” me dice el portero Ernesto, mirando el bastón con codicia. “¿Verdad que sí?”, respondo con orgullo y nerviosismo. Y salgo casi corriendo, antes que empiece a preguntar a dónde voy a estar a estas horas de la noche.

Han pasado dos horas. Estoy —¡libre!— a un par de pasos del edificio. Si el doctor Quintero me viera ahora, afuera de la casa, en plena lluvia, recostado contra la pared de la pollería de la esquina, mientras fumo uno de esos tantos cigarrillos que se ha enfrascado en prohibirme, de seguro me mataría. En la calle, veo al mendigo del barrio en una posición extraña. Es un viejo de pelo canoso, barba estirada hasta el cuello y grandes pliegues en la piel de la frente y de los ojos. Está parado frente a un charco mirándose a sí mismo y, a su alrededor, como una jauría de gatos sobre una paloma destripada, varios de sus compañeros le ofrecen tragos de una mugrosa botella con un líquido amarillo, delírico. Pero él, se queda quieto, ensimismado. No se molesta en recibir, ni en resguardarse de la lluvia. Es solo un viejo mendigo que mira el reflejo de sí en un charco. Me siento incómodo al observar que ha botado su bastón junto a la acera. ¿Será que esta imagen deplorable es la que mi hijo ve cuando viene a casa y que le impide sentarse a comer conmigo? Su bastón, sin embargo, no es una pieza artesanal ni una reliquia, es más bien un largo rectángulo de madera podrida y sucia. Ya, varias veces, había visto al mendigo con su bastón reclamando el pan envejecido en la panadería. Sé que duerme en un andén a dos cuadras de mi apartamento y que, como muchos de su clase, entra en un estado de melancolía cada vez que contempla el pasar de un avión. Aunque hubiese transeúntes a su lado, he visto al mendigo encender muchas veces sin pena


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un tubo blanco, ocultar el cuello en el poncho, y batir una botella de ron barato antes de abrirla, según él, para que la parte espesa del fondo se diluya como la pulpa en el jugo. Ahí es cuando —recuerdo muy bien— empieza a murmurar cosas incomprensibles… Que había una vez un hombre no tan viejo que tenía sobre su espalda una montaña, como ese dios griego de nombre raro que sostiene elmundo. Y que en algún momento de su serena vida fue a dar frente a frente, en una trocha, con el señor don Pedro Oliviero Castillo alias “Cuchillo”. Y que ese señor filudo, con olor a hierro como bañado en sangre, tenía actitudes de escritura y le compuso la siguiente y muy horrorosa frase: “Mire, si no se va d’esta tierra, le entierro una estaca en la cabeza, de esas en las que se amarran las reses pa’ que no se escapen”. Y que en ese instante sintió desfallecerse y, en su loco y airado dolor, pensó que podía caminar tres días para llegar a la capital con las tres vacas y los dos perros de su granja. Pero que terminó vendiéndole, al mismo hinchado palabrero que lo expulsaba, toda su hacienda y todas sus reses. Esa noche, el viento fue certero como un fusil M24 e hizo de las suyas en aquel hombre que cayó enfermo en la ciudad por siete días, sin más antibióticos que el halo polvoriento que, al pasar, levantan los carros.

Súbitamente, suena un freno brusco. Logro distinguir, con mis ojos enfermos, una camioneta negra con vidrios polarizados, emergiendo de la oscura noche. El negro combina con el negro, ya lo dije. Me extraña por qué los demás mendigos escapan instantáneamente. Allí, un hombre acuerpado baja de la camioneta y se le acerca al viejo. “O’e, indigente, gamín. ¿No sabes que la carretera es para los carros?”. Es cierto, la carretera es para los carros: carretera y carros combinan, riman las primeras sílabas. “¡Ey!, ¡no ves que te estoy hablando!”, el hombre grita; pero el mendigo no se inmuta. Ahora baja otro hombre de la parte trasera del auto. “Llevémonos mejor a ese hijueputa, para enseñarle a no obstaculizar y andar jodiendo a la gente”, sin mediar más palabras, el nuevo hombre le da un puñetazo al viejo en el vientre y luego lo alza sin dificultad, tomándolo por las axilas, para embutirlo fríamente en la parte trasera de la camioneta. Alcanzo a observar la confusión del mendigo al ser apartado del charco. Ambos hombres, finalmente, me miran, aúllan bruscamente “usted no vio nada”, entran al auto sin ningún atisbo de intranquilidad y —mientras los persigue una callada brisa y mi astigmática mirada de indefenso espectador— penetran la ciudad como una nocturna puñalada incinerada.


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En la estación de policía. —Buenas noches. Necesito un policía. Acaban de secuestrar a un hombre en la calle. —Cómo no, señor. Si quiere siéntese aquí nomasito y me dice calmadamente qué fue lo que pasó. —Pero, hombre, ¿qué quiere que le diga? Acaban de secuestrar un hombre. Tomen una moto o una patrulla o un helicóptero y busquen una camioneta negra con vidrios polarizados que se dirige hacia el sur. — ¿Sabe el número de placas de la camioneta? — No señor. Pero vi que comienza por la “V” y tiene también un “2” o una “Z”. — Eso no nos sirve mucho. ¿Y a quién secuestraron? — A un hombre, allí mismito en la calle, frente a mis ojos. Hace cinco minutos. — ¿Conoce su nombre? — No señor, es el mendigo del barrio. Seguro que ustedes lo conocen. Es un señor viejo y tiene una barba larga. — Esa descripción se acomoda a muchas personas. Con todo respeto, usted tiene una barba bastante larga. — ¡Mas no soy yo! Mire, acabo de ver cómo dos hombres acuerpados metían a un hombre contra su voluntad en la camioneta esa que les vengo diciendo. — Pero tampoco sabe nada de esos hombres, ¿no es así? — ¡Le estoy diciendo lo que sé! — Lo que usted sabe no nos ayuda. ¿Hay algún otro testigo que pueda constatar lo sucedido? — ¡Son unos inútiles!— dije alzando el bastón como un puño enardecido.

Regreso a donde vi al mendigo por última vez. “Alguien tiene que hacer algo”, pienso, pero sin saber quiénes son, ni por qué se lo llevaron”. No hay ninguna prueba “en el lugar de los hechos”. ¡Estúpidos hombres de ley! Solo está la noche, la calle y — la única propiedad del mendigo, de su ausencia— ese charco solitario que refleja una imagen deformada de mí mismo, peor que cualquier extravagancia circense. No entiendo por qué el mendigo se quedó alelado, observándolo. El charco ni siquiera es un objeto


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digno de contemplación, como para morir por él. No es comparable a lo que fue el fuego en la prehistoria. Los bordes no son perfectos en aquella desproporción de la calle, ni tienen una particular belleza ovalada que le permite confundirse con el reverso de un busto femenino. Mi imagen — vástago del agua, muerte de la sombra— tampoco tiembla miedosa con este espejo imperfecto, espejo roto de tierra y lluvia, espejo inquieto de caudales verticales. Cada imagen que se muestra no es una forma de mi imagen. No obstante, mi imagen, solamente, es una secuencia de fotos viejas, fracturadas, como un collage de negativos, como un periódico mal recortado para un trabajo de escuela. ¿Soy yo el de aquel agujero líquido? ¿Aquel que se ahoga lentamente y se hunde en lo profundo? Estiro mi mano, pero no alcanzo mi rostro horrorizado que se aplasta con la llegada de la noche. Lloro y las lágrimas deforman todavía más la imagen de un viejo muerto, la imagen melancólica de una montaña, la imagen blanca del humo del cigarrillo. Por fin, desde el fondo de mí mismo, de la imagen que proyecta ese pequeño estanque, veo la luna trastornada que modela en la esquina derecha del cuadro. A su lado, puedo ver un hombre enmascarado vestido de paño que me apunta con su arma. Cierro los ojos. Aprieto los dientes. Y dejo caer mi bastón. Luego de un momento, compruebo que no hay nadie a mis espaldas. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¿Me estaré volviendo loco? Será el frío, que también empeora mi reuma y entiesa mi espalda. Así que me agacho con dificultad y tomo el rectángulo de madera que dejó el mendigo junto a la acera. Ese maldito leopardo pesa demasiado y la empuñadura plana del tablón no molesta mis articulaciones. Ah, pero este dolor de piernas me tiene acabado, y el frío no hace más que empeorarlo todo. La lluvia no parece amainar, cae como esquirlas de granada, y el frío enrabia. Un poco más lejos, veo también olvidada la cobija gastada del mendigo, lo suficientemente seca como para darme un poco de calor mientras que recobro fuerzas para subir al apartamento. Me cubro con ese pedazo de tela sucia y me acurruco contra una pared, con las manos entre los muslos, tiritando. Ese pobre hombre, ¿dónde estará ahora? ¿Ahora qué le estarán haciendo? ¿Estará ahora muerto? Ahora, duermo. Y olvido.


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Mi hijo regresa temprano al día siguiente. Me despiertan sus estruendosos paso entaconados sobre el cemento. La empleada lo habrá llamado para decirle que me escapé de casa. Él me estará buscando, estará preocupado. Tal vez todavía me quiera un poco. Después de todo, ¿ha pasado tanto tiempo desde que jugábamos en la arenera del parque a que nos devoraba un maremoto? Pasa junto a mí intentando no pisarme, no me reconoce con la cara envuelta en este harapo. Por eso cuando lo veo entrar al edificio surge en mi cabeza una broma infantil, un pequeño y amoroso chascarrillo de un padre a su hijo. Así que me enrosco la cabeza totalmente en la cobija andrajosa y me quedo a su espera. No mucho después lo veo salir del edificio, tomado de la mano de la empleada, con una maleta de viaje y una sonrisa en su rostro. Es una grata sonrisa, de esas que me hacía de niño cuando le regalaba un helado. Precipitadamente, con los ojos lagunosos, me acerco a la pareja y le digo a mi hijo: “Joven, ¿podría regalarme una moneda?”. Entonces, ambos dan la espalda, hacen que no me escuchan, y siguen caminando.


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La composiciรณn

La composiciรณn del guitarrista


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Fedorvelt

El músico se sentó sobre un escaño de hierro. Estaba en el parque de Livinio. Reposó su cuerpo delgado allí por placer. Una vez hubo sosiego, se puso a elevar la conciencia. A solas sintió los silencios. Esto lo rejuvenecía, lo colmaba. Por concordia, cerró los ojos para atraer la armonía a su aura. Nada lo perturbaba ni el vaivén del desconsuelo. Desde lo interno, maduraba con pasividad y permanecía en la serenidad. De a poco, Ignacio, como así se llamaba este artista, imaginó unos fantasmas de hielo. Los creyó danzando por los tejados. Esta pericia tan inhabitual, le parecía curiosa. A ellos, los vislumbraba vaporosos en medio del oscurecer.


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Sobre lo fabuloso, cada uno de estos seres, se divertía del lindo. En compañía, iban y venían entre la atmósfera. Todos, en grupo, brincaban con plena libertad. En cuanto al cantor, pudo entreverlos a través de sus espejismos. Ya con el paso del frío, volvió a su presente, abrió los párpados. Allí mismo, se supo más lúcido. Advirtió a los pueblerinos vespertinos, con ansias, quienes no paraban de pulular por los senderos. De modo que él promovió un poco de bondad para ellos, les brindó la sonrisa. Casualmente a una negra de ojos pardos, vestida con sedas, le rumoreó pronto tres de sus versos, radiantes de pájaros susceptibles. Ella, por lo humilde, asintió el piropo y sonrojada se fue hasta su casa.

.Más adelante del destino, Ignacio influenció la esperanza en esa gente

melancólica. De repente, sacó su guitarra de marfil. Parco, la puso sobre su pierna izquierda. Con maestría empezó a afinar las cuerdas. Lo hizo con delicadeza. Fue soltando a la vez sus manos, las movía con precisión. Según lo acompasado, rasgó una que otra tonada para oír la exactitud de la música. Paulatinamente vibró en los sonidos, que fue ensayando, concertando. Una vez estuvo preparado, se dispuso a tocar una melodía aguda. Esta nació penetrante por lo perfecto de la partitura. Los arpegios fueron creciendo y transmitiendo emanaciones purpúreas. Entre la calidez de lo inspirado, las muchachas y hombres de los alrededores se emocionaron con esta serenata. Cada nota resurgida, la figuraron como un río estelar. Ellos, se hallaron en una satisfacción increíble. Tanta que los asistentes más viejos lo circundaron con admiración. Y él, contento en su arte, les siguió ofrendando su resplandor de aquelarre.


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La composición del guitarrista

Sobre lo consecuente; cuando acabó de abrir la velada, resolvió puntear y cantar esta rapsodia tan suya: Nosotros somos del firmamento. Allá, nadamos en la verdad. En sus aguas azules, nos tendemos para curar las dolencias. Mansamente limpiamos la sangre. Rescatamos el cuerpo natural. La mentalidad a la vez oleamos. Por lo ceniciento, ascendemos hacia las alturas del nirvana. Nosotros somos sibilantes. Con esfuerzo, superamos las tempestades. De oleaje a espacio, nos trasmutamos en lo sagrado. Suavemente los rostros ablandamos. Nos hacemos piadosos con la experiencia. Más en libertad navegamos. Nosotros somos de la infinidad. Mientras, las madres y los señores, quienes gozaban de su voz, se animaron a alzar las palmas. Cada quien fue aplaudiendo en coro. De providencia, prendieron un jolgorio. Al ímpetu de lo eufórico, se pusieron de pie. Los unos batieron los sombreros en tanto que los otros bambolearon los pañuelos. Eso la estaban pasando bueno. En colectividad, la mayoría se fraternizaron con emotividad. Según lo rumboso, los fantasmas se dieron cuenta del evento y entonces bajaron hasta donde ellos. Por allí, manifestaron sus formas etéreas. De seguido, saludaron a las damas y las convidaron a fantasear, y los hombres asediaron a los fantasmas para abrazarse. De este modo, los humanos con los espíritus nocturnos, empezaron a convivir. Y, entonces, el músico Ignacio, no paró de rasguear la guitarra. Por medio de su pulsión acústica; influenció lo desconocido, que fue hacerle sentir lo imposible a su pueblo menesteroso.


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Carta de las mujeres de este paĂ­s


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Fredy Yezzed

Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos, escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna ilumina los metales y las pompas de jabón. Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles. Todas nosotras estábamos allí. Nos dejaron vivas para que pudiésemos decir las manzanas podridas. También para que susurremos mientras gotean nuestros dedos: “No nos arrebataron el amor”.

Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón. Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro. El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”. Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el dolor, el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos. Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre. Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras las que cargamos las carretillas de lodo de un cuarto al otro. Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando. No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio. Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos. Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas. La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer. Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”. Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos. Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el alma. Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos. Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma el amor. Aquí estamos las mujeres de este país con la luna entre las manos.


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Glosolalia “De formas crípticas, inocuas, el lenguaje del genocidio se ha incorporado a nuestro vocabulario.” Arundhati Roy


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Natanael Lenguajes fantasmas en la bruma de las monotonías ahora y siempre fluyen y anegan todo ojo, párpado, tímpano indolente con sus derroches verbales e instilan sus venenos en los órganos cognitivos la lengua, la tráquea, los pulmones hasta que escinden mente y cuerpo –siempre con su jerga de morgue, cripta o sanatorio solo para tergiversar la memoria de la herida en prosa, en verso, como sea mientras se tunde y envilece la palabra –directa, antigua, lapidaria de los relatos de los ofendidos de los relatos de los atormentados que son muchos, es muy claro ciertamente, por supuesto aunque sin voz se la pasen machacadas sus espaldas torcidos de silencio o aturdidos, sordos, que es lo mismo si bien se leen los anuncios que ferian sus potencias yuguladas amén de los florilegios y florestas falaces frutos abyectos del canon y la farsa consagrados por plumas carroñeras de copistas a sueldo –amanuenses de levita amanuenses en su tinta, amanuenses en su gloria gente entrenada no más para fingir tachar, obscurecer la vida


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siempre ensañados en los cuerpos y las mentes que son en suma la misma sola cosa solitaria lo diga o no lo diga el sabio de Turena o más atrás el torvo asceta de Tarso la evangélica porque la cosa viene de los siglos y no parece acabar ni para de romper, raer y liquidar la unión intrínseca de la carne del hueso con la tensión de signos en la linfa llamada por todos el espíritu que nos yergue, nos alza, nos sostiene XXI gramos de símbolos silentes a la presión de XX atmósferas de espanto poesía que se propaga en el vacío por capas sucesivas de introspecciones pavorosas en los nervios y sinapsis y nódulos abiertos que tienden a la pena, la ira, la avalancha oh catarata incontenible agua sin sol ya desquiciada mientras la nuda vida va cayendo –día a día por los despeñaderos y los estercoleros de palabras cada segundo seis, cada segundo seis los huesos niños muertos los rostros famélicos sin ánima y así también se arroja al cuerpo se lo encierra –en el suplicio para mejor atar la angustia genital la angustia ronca que estalla en la garganta sin túnel, vía o tajo de salida –es el famoso suplemento punitivo del sabio de Poitiers El Calvo, le decían sus amigos en sus últimas horas y la nuestra para sécula seculórum ahora ejercido contra el alma (el tajo)


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ya diseccionada de la carne (el alma) a conveniencia, es claro, es obvio, es evidente así funciona el funcionario excepcional y los misérrimos escribas y las hordas y más hordas mendicantes cada peón con su mendrugo amargo su laurel plebeyo, su mísera mirada espejo de la tiranía: a la expiación que causa estragos en el cuerpo debe seguir un castigo que actúe sobre el profundo corazón –y el pensamiento la voluntad o las disposiciones afectivas decía el anarquista de Caen, el hedonista fiero y hasta Goethe lo dijo en un librito afinidades electivas dijo o así lo tradujeron cuando se traducía de veras en la tierra, ahora no mejor que no se lea ni pase el mundo por los circuitos, nudos, curvas de nuestra mala testa y resuene en arte, diapasones verbales sucesos plásticos, puro concepto miradas sin sosiego pues para eso están los plasmas hipnotizadores las emisiones fotoeléctricas de Einstein –pero y qué culpa tenía el viejo ulmita del invento ni aun del uso dado a la ecuación por los que saben cómo es que se intimida en serio y cómo diablos hacer para infundir terror en la manada –cáfila, caterva y una por una cómo mentir, urdir realidades pues el lenguaje cerrado no luce ni rinde explicaciones esa es la gracia y solo comunica decisiones, fallos órdenes lo dijo un hijo de Berlín que edificó su escuela en Frankfurt pero los que sabemos llegaron al poder se lo tomaron ¡taj! con sus largos cuchillos y la cerraron en la noche ¡zas!


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con una sola garra así hacen siempre, primero cierran el discurso la escena, la ventana y después se montan al panóptico –tribuna, podio, galería desde lo alto para que uno se sienta bien bajito, nada subalterno, criado, militante así gobiernan y controlan entonces ¡puaf! la cantinela –la verbalia el río infestado de moral o moralina que dijera viejo Friedrich, el de Röcken con sus dos virgulillas sobre el labio se tomaron el mundo, el dominio y no lo sueltan para eso es la plata, el cetro para mandar, hurgar, pagar lo que se quiera discursos impecables o un fino traje de académico hasta la capa de poeta se la pagan gente entrenada para eso –versenarios y la pluma celeste azul entre la sangre desde el origen, la espelunca desde que el hombre o la mujer anotan todo qué pasó en los negocios, qué guerras y qué muertes llevaremos este año a sus hogares cómo tasar el oro en mermelada desde que la tribu se confunde con la horda de voraces borrachos por la gula, jamás empalagados y hay quien dicte, reine e interprete las circunvoluciones de los astros a esta montonera de olvidados apaleados por las ordenanzas lo que devuelve en zigzag a la cháchara legal


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a la doctrina –verborrea jurídica cosida o cocinada en los estrados de justicia o estragos de justicia códigos de conducta para otros para la paria asesinable que los alza... oclocracia dicen unos que se llama cuando es la muchedumbre la que manda o así lo cree uncida como va de sus bocazas y fauces y cervices serviciales –yo he oído mugir de hambre a la manada y he visto manipular la letra donde abreva: que el asesino es asimismo sujeto, peroran que el fratricida se realiza en los actos del habla, sentencian es el otro de su representación, arguyen y así se disculpa al matarife con el hacha y que perdonar desenvenena descongela, libera, nos exalta y que el perdón esto y que el perdón aquello pero es el dolor el que nos pudre ya lo saben no tanto el hielo de la rabia, ya lo saben y así ripostan de sus costales de verbalia éticos, peléticos, peludos ¿verdad que sí? ¿Verdad que no? ¿Verdad que tú quieres salir de allí? ¡USURPACIÓN SE LLAMA ESO! o transferencia de la culpa hacia la víctima si algo dejaron que musite los enemil masacradores que soltaron estos días a esta pocilga multitudinaria cárcel atroz o sinsalida y ahora a consolarlos de sus almas a cocerles el pan de su marasmo, no se hallan no se ven reflejados en sus narrativas escindido su ser entre el ayer de la matanza y el hoy real del ser que rememoran, dicen


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y eso qué les importa a los hijos, a las doñas que aún tiemblan de pavor al encararlos este de cinco vio mutilaciones, degollinas atroces matanzas en directo aquella vio jugar al fútbol con la cabeza de su hombre pisar toda la sangre y escupirle y aplastarle la cabeza –que rueda y odia aquello que comprende en las horas defectivas de los muertos en las horas copresentes de la sangre mutilada en los tiempos inminentes de la hora ensangrentada en la sangre omnipresente de la horda desatada mientras los otros le pudrían las entrañas con semen de homicida y profanaban aun el hueso envilecido de su ánima esa sustancia tensa, intensa, extensa que es una sola cosa con las vísceras


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la lengua, la tráquea, los pulmones la voz, el sueño, la mirada y no cosas aparte muy a pesar del sabio de Turena porque el tema viene desde lejos de la escolástica ciencia –que rige y que corrige y acapara las caligrafías e ilumina los márgenes de este siglo nefasto de cínicos pastores que pasa triturando lo que pasa todos con su grey de atolondrados de algún modo los acallan y los diezman pues hay que silenciarlos con el mantra quitarles la voz –y que no usen los alfabetos usurpados que les dejan los alfabetos apócrifos, ya dije en mi propia verbalia desquiciada.


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Homenaje


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Dremis Derinfet

Caminando hacia el campo de batalla de la mentira Los que en verdad gritan victoria su vida no darán Sus balas retruenan y hacen eco de su tontería Los hilos que mueven la historia están detrás En el día de hoy queremos hacerte un homenaje Te honramos por tu inteligencia en la guerra Por empuñar un fusil y no tu mente que está muerta Por arrojar granadas y callar tu corazón insensible Homenajeamos tu valor al disparar y no saber cuántas vidas puedas cegar Hoy estamos reunidos para enaltecerte Para coronarte como un héroe, un salvador Por ser una ficha más en el tablero de la muerte En un juego macabro que ni tú logras comprender Hoy tengo mil cosas por decir, hoy reitero mi desprecio hacia ti Despierta ya del engaño, de la codicia, del retraso Aún no es tarde para luchar sin armas, sin guerra Despierta ya del engaño, de la codicia, del retraso Aún no es tarde para luchar por un mundo que crea en la paz Hoy estamos reunidos para hacerte un homenaje Un homenaje a tu barbarie y tu sarcasmo Respondiendo a tu violencia con un grito de metal Clavado en tu corazón como un puñal Nos armamos con guitarras, no queremos más metrallas Nos armamos con sonidos contra tus tontos discursos No escondas tras mentiras tus propósitos ocultos No me importa lo que digas, lo que vale es lo que hagas Despierta ya del engaño, de la codicia, del retraso Aún no es tarde para luchar sin armas, sin guerra Despierta ya del engaño, de la codicia, del retraso Aún no es tarde para luchar por un mundo que crea en la paz

Hoy estamos reunidos para decirle no a la guerra...



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Contacto Con el objetivo de diversificar las posibilidades de trabajo e interacción del grupo estudiantil Phoenix y su revista, queremos presentar varias redes sociales y de información en las cuales tenemos presencia. Los invitamos a ser amigos de nosotros en las siguientes plataformas: Conoce nuestro trabajo e intereses, visitando nuestro blog: http://phoenixliteraturaarteycultura.blogspot.com/ Quema el tiempo con nosotros, entérate de nuestras actividades en nuestro perfil en Facebook: Phoenix Literatura Arte Cultura Escríbenos a la dirección de correo electrónico: literaturaphoenix@gmail.com



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