Compartiendo la Palabra que es Buena Noticia para los Oprimidos por un Sistema Ilegítimo (Jueves Santo) (2 de abril de 2015)
San Juan 13:1-17, 31b-34 Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: “¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí? Jesús le respondió: “No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás”. “No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí”. Jesús le respondió: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”. “Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!”. Jesús le dijo: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos”. El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: “No todos ustedes están limpios”. Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les ha lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes.
Para comprender más plenamente el significado del Evangelio de hoy es necesario mirar hacia atrás a la antigua Pascua. La vida del pueblo judío durante la servidumbre en Egipto había estado regida por el esquema amo - esclavo, superior - inferior, poder imperial - pueblo oprimido; la Pascua, como comienzo de la salida de la casa de la servidumbre, sería el inicio de una nueva forma de convivencia regida por la fraternidad de todos los miembros para disfrutar por igual de los frutos de la tierra que fluía leche y miel, los dones de Dios para todos y todas, sin distinciones ni exclusiones. (Durante los primeros tiempos no había rey en Israel) Nuestra mesa de la Pascua (la Eucaristía) sólo será tal en la medida en que, al levantarnos de la mesa, sigamos viviendo en comunión (comunidad) junto a los demás, como iguales, plena y absolutamente iguales en la riqueza de la diversidad de los dones de cada uno, y luchemos para que esa igualdad se haga una realidad concreta en nuestro mundo. En los albores del cristianismo, la Santa Cena constituía una imagen escandalosa. Lamentablemente, con el correr de los siglos, nuestros altares, nuestros ritos y la
forma de nuestros templos perdieron (en la mayor parte del mundo llamado “occidental y cristiano”) el escándalo que significaba, en la iglesia primitiva, el compartir una comida incluyendo a mujeres, esclavos y pecadores. Para remarcar este escándalo el Evangelista Juan nos muestra a Jesús lavando los pies de sus discípulos. Este no fue una acción casual o inocente motivada por la reticencia de los discípulos a cumplir con una norma de cortesía que los pondría en una situación de aparente inferioridad (cumplir la labor de un esclavo o de una mujer). El acto de Jesús al quitarse la túnica y ceñirse una toalla tampoco es sólo una imagen de su despojamiento divino y de una “piadosa” humildad. Es una conducta y una identidad totalmente diferente a lo instituido, a lo política y socialmente correcto. Una actitud y signo deliberadamente escandalosos. Deliberadamente subversivos. El que mejor comprendió el escándalo fue Pedro, que sencillamente (como otras veces al oír que el Mesías tenía que morir) dijo no. – De ninguna manera. Esto no puede ser así –. Y es que el gesto de Jesús hace temblar los cimientos de la estructura en que Pedro fue formado desde niño. Más aún, hace temblar los cimientos de cualquier estructura jerárquica, de todas ellas. No tiene que ver sólo con la humildad sino con la revolución. Ese gesto de despojarse del manto para asumir la toalla atada a la cintura es un gesto revolucionario que derriba las fronteras de género y de rango social y económico, que trastorna el orden (más bien des-orden) establecido por el sistema. Pedro, al no dejarse lavar los pies, está aferrándose al antiguo modelo, al sistema. Como muchos, posiblemente piensa que es muy peligroso romper con el sistema ¿qué pondremos en su lugar? (o como leemos en el Apocalipsis ¿quién es como la bestia?) No comprende lo nuevo que trae Jesús y cree que la desigualdad es legítima y necesaria (no nos asombremos de Pedro, lo mismo creen muchos miembros y líderes de la iglesia en el día de hoy). Jesús le responde que quien no acepta los valores del Reino no puede estar con él (y nos dice lo mismo a nosotros si somos capaces de oírlo). Este relato, previo a la institución del santo sacramento 1, es todo un escándalo y debe continuar siéndolo. Por favor, no caigamos en la traición de espiritualizar el relato o confinarlo al mero ritual tradicional del lavamiento de pies. Es mucho más, es la proclamación del misterio de Dios y de Cristo, el misterio de la encarnación, pasión y muerte, el misterio que conduce a la salvación y por lo tanto también e inexorablemente a un mundo nuevo, un mundo de iguales en el que nos lavaremos mutuamente los pies porque no hay nadie superior ni nadie inferior (si hay superiores e inferiores podemos intuir que no hay comprensión de lo que significa el reino de Dios y por lo tanto un concepto muy pobre de la salvación). A la Iglesia le cuesta enormemente, la historia es testigo, dejar el concepto petrino de la jerarquía, tanto para sí misma como para el mundo. Nos cuesta mucho entender que la única manera de cumplir con el llamado de Dios es despojarnos del poder y asumir nuestra posición en los márgenes de la sociedad y de la iglesia instituida por las tradiciones humanas, para que todos y todas puedan tener acceso a la mesa de la ciudadanía plena en esa sociedad y en esa iglesia instituida por Cristo. Aquellos y aquellas que no quieren despojarse de sus ropajes de opresores ni abandonar sus puestos de poder no van a entender, ni entonces ni ahora, esta propuesta. Peor aún, se van a oponer a ella. No van a perdonar que se predique el escándalo, la herejía de la igualdad. Al conmemorar los quinientos años de la Reforma haríamos muy bien en volver al escándalo que provocó Lutero en su mundo y asumir, 1 Es interesante que San Juan, a diferencia de los sinópticos, no narra la institución de la Cena del Señor sino sólo el lavamiento de los pies.
de una vez por todas, que ser un verdadero luterano (un verdadero cristiano) es provocar el mismo escándalo en nuestro hoy y en nuestro mundo, en lugar de acomodarnos a los instituidos que oprimen y esclavizan aceptando un status quo contrario a la voluntad de Dios. Hace unos meses escuché una excelente conferencia del conocido teólogo brasileño Vitor Whestelle: “Lutero – América Latina y Wittenberg desde los márgenes (la periferia)” que me tocó profundamente. Sólo si aceptamos situarnos en los márgenes, en la periferia, junto a los estigmatizados y humillados, podremos luchar contra el poder del sistema que oprime, caminar el camino de la cruz y alcanzar la victoria de la Pascua. Aunque algunos piensen que es posible, no se puede luchar contra el sistema si estamos metidos con pies y manos adentro del sistema, o lo que es peor si usufructuamos de las prebendas miserables del mismo sistema (como, por ejemplo, aceptar que un banco que oprime a los pobres a través de la usura y la especulación internacional se ofrezca a mantener los edificios de nuestros templos). Un ejemplo menor, pero interesante, de hasta qué punto el sistema nos ha colonizado son los títulos que usamos y muchas veces amamos usar. ¿Dónde está en el Evangelio que los servidores de la iglesia debemos ser llamados reverendos? – merecedores de reverencias – ¡y también hay “muy reverendos”, “sumos reverendos” (¡sí!, en nuestro mundo luterano) y otras iglesias tienen monseñores, excelencias, eminencias, beatitudes, gracias y santidades! Por supuesto, no se trata simplemente de abolir los títulos (aunque podríamos comenzar al menos por ahí), es necesario cambiar el espíritu que nos anima y oír la voz del Señor que nos llama a seguirlo en el camino del servicio sin buscar ni esperar recompensa, sin aspirar ni siquiera a ser llamados padre, ni maestro, ni monseñor, ya que hay un solo Padre, un solo Maestro y un solo Señor. Este proceso escandaloso culmina con el nuevo mandamiento de amarnos unos a otros y otras, ya no como a nosotras y nosotros mismos sino como Jesús nos ha amado, hasta lo sumo, es decir hasta la culminación en la cruz para que todas las cruces desaparezcan. El amor con el que nos ha amado Jesús de Nazaret pasa por la cruz del total despojo. Ese es el mandamiento escandalosamente nuevo: amarnos unos a otros pasando por la cruz (asumir los riesgos, la vergüenza, el miedo a ser criticados o calumniados) como único camino para suprimir la cruz, todas las cruces. Esa es la última finalidad de todos los éxodos y de todas las pascuas de resurrección. El reino de Dios, inaugurado en Jesús, es un reino de libertad e igualdad entre los seres humanos en la práctica del servicio mutuo. Jesús quiere enseñarnos que no puede existir pretensión de dominio y de superioridad dentro de la comunidad cristiana. No olvidemos sus palabras repetidas en el Evangelio: Entre ustedes no será así. En el mundo nuevo de Dios (un otro mundo posible) no tienen cabida ni rangos, ni títulos ni honores; los roles y funciones jamás justifican superioridad o dominio, tampoco hay lugar para la imposición de condiciones de parte del que da hacia el que recibe (condicionalidades de los “donantes”). Mucho menos aún en la comunidad de Cristo, y esto vale así de ahí en adelante y para siempre: “Hagan lo mismo que yo hice con ustedes”. [Así como tenemos en nuestra celebración dominical la liturgia de la Palabra y la del Sacramento, también tenemos el mandato de celebrar la liturgia del servicio (de la diaconía o de la defensa de la dignidad humana). No hay eucaristía completa sin esa perspectiva de servicio y en ese contexto, también el servicio adquiere una dimensión sacramental de mesa extendida (sin condiciones). Así como en la Palabra y los
Sacramentos vivimos la presencia real de Cristo junto a su pueblo, en la gracia del servicio de promoción de dignidades y justicia social también vivimos, maravillosamente, la presencia real de Cristo.2] Ángel F. Furlan Marzo de 2015
2 Este último párrafo [entre corchetes], si bien no literal, está inspirado en una reflexión del hermano Lisandro Orlov.