San Juan 2:13-22 (3 Cuaresma Ciclo B)

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Compartiendo la Palabra que es Buena Noticia para los Oprimidos por un Sistema Ilegítimo (Tercer Domingo de Cuaresma) (8 de Marzo de 2015)

San Juan 2:13-22 Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado. Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre. De alguna manera hemos conseguido a través de los siglos quitar el escándalo del Evangelio, suavizar el mensaje, domesticarlo, quitarle la sal. Este signo, esta señal realizada por Jesús que nos transmite el Evangelio de Juan ha sido llamada por muchos, equivocadamente, la “purificación del templo”. Sin embargo esta acción de Jesús no sólo no es una purificación, es un hecho escandaloso. Jesús provoca un escándalo en el templo. Hace un látigo de cuerdas y echa a los vendedores y cambiadores de dinero, libera a los animales y manifiesta su indignación frente a un sistema religioso que se ha transformado en una herramienta de la marginación y la exclusión. Un sistema que da sustento teológico a la opresión de los pobres y la exclusión de las mujeres y de los extranjeros. La religión del Dios del Éxodo ha perdido el sentido liberador manifestado en la Pascua y ha dejado de lado el mensaje radicalmente inclusivo anunciado por los profetas. Según la enseñanza del Tercer Isaías, lo que justifica la existencia de un templo es que sea una casa de oración para todas las naciones, un lugar de encuentro en igualdad, compromiso mutuo y aceptación, en el que todas y todos disfruten la alegría de estar juntos sin marginaciones ni exclusiones. Pero el templo de Jerusalén no era un espacio que facilitaba el encuentro de la gente para celebrar al Dios que libera y quiere unir a todos en una comunidad justa e igualitaria. El templo era una cueva de ladrones. Claro que era una cueva de ladrones “sagrada”, porque el sistema opresor ha llegado a ser sagrado así como la violencia de los poderosos ha sido sacralizada. “Los judíos” es la expresión usada en el Evangelio de San Juan para referirse a los dirigentes religiosos. En San Juan esta palabra no se refiere al pueblo sino a los líderes (que están tal lejos del pueblo como lo están de Dios). “Los judíos”, es decir los dirigentes religiosos, han dejado de lado al Dios verdadero, al Dios de los Mandamientos y del Éxodo y lo han reemplazado por un Dios

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falso que legitima la violencia y la opresión. La pobreza, el dolor y el sufrimiento de los débiles y oprimidos, aparecen dentro de su sistema religioso, como si fueran la voluntad de Dios, y el mensaje política que proclaman es que no hay otra alternativa que someterse, pagar los impuestos y aceptar la dominación del imperio. La fiesta de la Pascua ha sido vaciada de contenido y perdido su significado, por eso San Juan la llama “la pascua de los judíos”. Ya no es la fiesta de la liberación de Dios, es la fiesta de los que oprimen al pueblo. Es un comercio infame. Para la fiesta de la Pascua se sacrificaban en el templo millares de bueyes y ovejas y esto era una fuente enorme de rapiña y ganancia deshonesta basadas en un sistema de sacrificios y de pureza ritual que no tenía nada que ver con Dios. Los animales debían se comprados en templo para tener certificado de pureza. El dinero para comprarlos debía ser cambiado en el templo por la moneda del templo, el único dinero “puro”. Y todo esto era una enorme ganancia para los dirigentes. La “pascua de los judíos”, es decir la pascua prostituida por los dirigentes religiosos, ya no es una fiesta para la alegría del pueblo, es la fiesta de los que, usando el nombre de Dios en vano, se benefician con el negocio. No puedo entender cómo algunos llegaron a la conclusión que Jesús purificó el templo, incluso en muchas Biblias los traductores le pusieron por título a este pasaje “la purificación del templo”. Pero el texto de ninguno de los cuatro Evangelios dice que Jesús purificó el templo. El Evangelio de San Marcos relaciona este signo con lo dicho por el profeta Isaías: Esta casa debería ser una casa de oración para todas las naciones, pero ustedes la han transformado en una cueva de ladrones. Es decir el templo tiene sentido si es un lugar que facilita el encuentro de la gente, si propicia la igualdad, la unidad, el amor… Sólo en ese sentido un lugar de culto, como en este caso el templo, podría ser llamado casa de Dios. No porque Dios viva en un edificio o en una institución, sino porque lo que allí se hace tiene que ver con el carácter de Dios, el Dios que ama, libera, incluye y une a todos los seres humanos en una sola gran familia. No importa el color de la piel, negro, blanco, amarillo o aceituna. No importa el sexo, ni la orientación sexual. No importa si vienen de Oriente u Occidente, del Norte o del Sur, no importa si su origen es cristiano, judío, musulmán, budista o africanista. La verdadera comunidad Dios da la bienvenida a todos y todas sin exclusión y sin condicionamientos. Pero este templo, en el que Jesús provoca un escándalo, indigna a Dios, lo enoja. Jesús representa este enojo de Dios. Él no viene a purificar o limpiar el templo. Viene a manifestar el enojo, la ira de Dios sobre un sistema que no tiene nada que ver con la casa común de todos los seres humanos. Como dice San Pablo en el capítulo uno de la carta a los Romanos, Dios se enoja contra todas las acciones injustas y sin compasión, Dios siempre se enoja cuando los débiles y vulnerables sufren y las acciones injustas quedan impunes. No nos dejemos engañar, Dios no se enoja con una mujer que, en medio de sus sufrimientos, vende su cuerpo (aunque no su alma) porque no le queda otro recurso, ni con el que sufre de alcoholismo o se refugia en el alcohol u otras drogas frente a la soledad, la discriminación o la injusticia que no puede soportar. Ni con los/las que han sufrido el fracaso de su matrimonio y han logrado una nueva vida junto a otra persona, ni con los y las que tienen una orientación sexual distinta, ni con la joven que siendo soltera ha quedado embarazada. ¡NO! ¡Dios no está enojado con ellos, como dicen muchos fariseos de hoy en día! ¡No son ellos los impuros y pecadores frente a justicia de Dios! Pero Dios se enoja ¡y se enoja mucho! contra la falta de compasión y la falta de justicia, contra un sistema económico, social y religioso que oprime al pobre y permite que algunos pocos sean cada vez más ricos y otros muchos sean cada vez

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más pobres. Dios se enoja también contra cualquier sistema religioso que, por acción u omisión, sirve de apoyo al modelo económico que esclaviza y mata. En el Evangelio de hoy Jesús manifiesta este enojo de Dios, y con ese justo y santo enojo toma el azote de cuerdas y derriba las mesas, dispersa los animales, y echa a los mercaderes. Hay mucho simbolismo desafiante y liberador en este pasaje y como iglesia haríamos muy bien en reflexionar sobre el mismo, permitiendo que la indignación de Cristo frente al sistema de muerte se transforme en nuestra indignación y que junto a los muchos otros indignados nos atrevamos a pegar una patada a las mesas del sistema financiero y golpear la base de los andamiajes de un comercio que especula con los bienes esenciales a la vida y trafica con la vida misma en la trata de seres humanos y la destrucción de la naturaleza. El punto central es que “este templo”, es decir el sistema que representa, no puede ser purificado. El sistema que oprime y mata, no puede ser purificado, no puede ser arreglado, mejorado o remendado está condenado al fracaso y a la destrucción por más que se intente sostenerlo y emparcharlo. Jesús anuncia que de todo esto no va a quedar piedra sobre piedra. Aquí quisiera insistir en algo que decía en la reflexión pasada, esto es una cuestión de fe, o creemos a Cristo y su Palabra diciéndonos que ese templo puede ser derribado hasta no quedar piedra sobre piedra y que se puede levantar algo distinto o creemos a la palabra del anticristo que nos dice que todo tiene que seguir igual y tenemos que resignarnos. ¡No basta creer en Cristo, es necesario que le creamos! Frente al templo y al sistema que no puede ser purificado (arreglado, mejorado) Jesús nos dice que Él nos trae algo nuevo y nos anuncia su muerte y resurrección diciéndonos: en tres días levantaré un nuevo templo. A través de su muerte y resurrección él nos llama a vivir en una nueva relación de justicia, amor e igualdad. Esta es la nueva pureza y la nueva santidad reclamada por un Dios que es puro y santo. En nuestro mundo y en nuestra iglesia la única gran demanda ética debería ser la del amor, la justicia y la igualdad; y esto, sin lugar a dudas, en lugar de tanta moralina sexual y tantas discriminaciones sostenidas por los religiosos amigos del sistema. Jesús no viene a purificar lo viejo que está corrompido y marchito, viene a hacer una comunidad nueva, un mundo nuevo basado en la justicia, la verdad y la igualdad, con vida plena y abundante para todos y todas. Ese otro mundo posible es el que desde otras concepciones de la fe y desde distintas ideologías proclamaba también el Foro Social Mundial (al que posiblemente no supimos, como iglesia, fortalecer y animar lo suficiente). Jesús nos dice: yo soy capaz de hacer esta nueva comunidad y levantar este nuevo templo de encuentro y de vida en sólo tres días. Esto lo voy a hacer a través de la entrega de mi propia vida y mi resurrección, por el poder del Espíritu Santo. En nuestro bautismo morimos y resucitamos con Cristo para proclamar el mundo nuevo y el templo nuevo de Dios. Antes de proclamar la fe se nos pregunta si renunciamos al diablo, es decir al mal y a todas sus obras. Las lecturas de hoy nos llevan a pensar nuestro compromiso bautismal desde una nueva perspectiva. Jesús no nos está preguntando si sabemos el catecismo, nos está preguntando si estamos dispuestos a derribar lo que no da más y edificar nuestra vida sobre la Buena Noticia de Dios. Es decir si estamos dispuestos a amar al hermano y obrar la justicia. Si no amamos al hermano y la hermana, si no actuamos de acuerdo a la justicia y la compasión, nos estamos poniendo a nosotros mismo del lado del mal, del lado del demonio.

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Dios nos llama para que nuestra fiesta, nuestra pascua, no sea “la pascua de los judíos” o la de los cristianos que actúan como esos dirigentes religiosos del Evangelio, sino la Pascua del Antiguo Éxodo y la Pascua del nuevo Éxodo en la muerte y resurrección de Cristo. La primera lectura de este tercer domingo de Cuaresma, la de los mandamientos, comienza con la expresión Yo soy el Señor que te sacó de Egipto, del lugar en el que eras esclavo. Esta es la Pascua verdadera. La Pascua de Dios tiene una meta: la liberación del pueblo, de la gente común que está oprimida, el rescate de los que han sido privados de su dignidad. La Pascua de Dios es el mensaje al Faraón de ese entonces y a todos los faraones de hoy: Deja ir a mi pueblo. Déjalo libre para que haga fiesta, para que pueda vivir alegre y en plenitud. El Cordero de la Pascua de Dios, el Cordero que quita el pecado 1 del mundo, nos anuncia esta buena noticia que también es desafío y compromiso, “en tres días levantaré un nuevo templo”. Una nueva comunidad de piedras vivas, no un edificio de piedras o ladrillos muertos. Una comunidad donde no haya mayores y menores, dueños y esclavos, opresores y oprimidos, primer mundo y tercer mundo. Una comunidad de iguales, con iguales derechos, con el mismo derecho a participar de la fiesta de la vida. ¡No nos engañemos, cualquier otro templo, cualquier institución religiosa y cualquier otra Pascua serán los nuestros pero no los de Dios! El llamado de este tercer domingo en Cuaresma es a examinarnos a nosotros mismos y nuestro compromiso. ¿Qué significa ser una iglesia misionera? Sin duda, no significa forzar a otros para que se hagan iguales a nosotros. Ser una iglesia misionera significa ser una comunidad inclusiva/igualitaria, una comunidad que hace mucho más que abrir los brazos y aceptar, que sale a buscar a aquellos que no son importantes para el modelo del viejo templo, a los que no pertenecen, a los que han sido dejados fuera del sistema económico social y religioso para unirse a ellos y ellas en sus luchas. Significa también ser un espacio para recuperar los caminos de la aceptación y el compromiso mutuo, para compartir, fortalecer, devolver la estima, ayudar a levantar la cabeza, animarnos unos a otros y otras en el proceso de recuperar la dignidad que les ha sido arrebatada. Si esto no está presente estaremos, con seguridad, muy lejos del desafío que nos presenta Jesucristo. No sería fiel a la Palabra de Dios si en este tercer domingo de Cuaresma no nos desafiara a todos nosotros y nosotras, y a la iglesia institución, a avanzar más, a asumir más y más el escándalo del Evangelio que comienza según San Juan 2 con el azote de cuerdas, el desparramo del dinero, el tropel de los animales, y el anuncio de que algo nuevo está siendo engendrado sobre las ruinas de lo que sin remedio, debe ser derribado. Que Dios nos ayude. Amén. Ángel F. Furlan Marzo de 2015

1 Nótese que el Evangelio dice “el pecado” y no “los pecados”. 2 San Juan pone este episodio al principio de su Evangelio.

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