Malos hábitos

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Malos hábitos 1 Ferrara espera a los compradores al interior de su habitación, en el Hotel Gaiman. Esa pocilga pestilente y olvidada frente al Parque Central. Nido de carteristas desgraciados y veteranos decrépitos. Va y viene de un lado al otro desgastando aún más la superficie de la alfombra acabada por la falta de mantenimiento. Se detiene y mira la pantalla encendida que abarca la pared. Ahí sintoniza el canal culinario. Grant Morrison, el chef escocés visiblemente ebrio, termina la receta para hornear pan y cocinar huevos deshidratados con jamón. Antes de ir al corte el chef suelta la lengua y habla con su voz presurosa sobre la magia y el caos. Un miembro del staff aparece a cuadro ante la negativa del escocés para enviar al corte y reiterar el agradecimiento a los patrocinadores. De forma brusca aparece en la pantalla una imagen verde con la leyenda: regresamos en un minuto. Ferrara ríe. Por fuera del Gaiman pequeñas gotas de lluvia escurren como hilos delgados por las ventanas. La mirada de Ferrara traspasa esta imagen para concentrarse en la tormenta turbia que cae sobre la ciudad. Espera jugueteando | 111 |

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con un cuchillo que lanza de una mano a la otra. Giro a giro, los destellos trastocan la penumbra de la habitación. Cuando la daga aterriza en la mano del viejo, este la sopesa como si su brazo fuera una enorme balanza. Por fuera las nubes no cesan su llanto terco y desesperado. Como arrebatos de un niño a punto de marchitarse. Llaman a la puerta. Ferrara cesa los malabarismos. Camina hacia la entrada hasta quedar detrás de la puerta y fija el arma a su espalda. En la pantalla gigante Morrison invita a los espectadores a comprar el nuevo huevo chino Mei-Mei. Recargado con proteínas y vitaminas. Todo lo que tu cuerpo necesita. —¿Tres, cuatro? —pregunta la voz de un hombre por fuera de la habitación. —¿B.J.? —pregunta Ferrara. —Dos, tres —responde la voz. Ferrara retira el seguro de la puerta. Y cuando lo hace mira su brazo extendido. Es consciente por unos instantes de sus muñecas descarnadas. El esqueleto metálico a la vista, gracias a los cortes y tajos que se extienden en el dorso de sus manos y pliegues de sus extremidades. —¿Tres, cuatro? —pregunta la voz por fuera, titubeante. Ferrara reacciona, sale del breve letargo y abre. Frente a él, dos jóvenes empapados por la lluvia necia y ácida intentan secar sus prendas de arriba a abajo. Ferrara los observaba fijamente. Ellos desisten y entran a la habitación. —Te advertí que vinieras solo —reclama Ferrara a B.J.—. Te esperé mucho tiempo. Pensé que nunca llegarías —dice y retrocede hacia la cama sin dar la espalda ni un momento. —No encontrábamos este hotelucho en ninguno de los mapas satelitales.

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Ferrara abandona el conversatorio. Abre el maletín sobre la cama. Los jóvenes alejan la mirada del rostro del viejo para quedar hipnotizados por el interior de la pequeña valija. Sus tonalidades rosas, azules, verdes y amarillas resplandecen. Frente a ellos, el conjunto multicolor de hermosas drogas de diseño. —Lo mejor de lo mejor está aquí. Rockets, IG-88, Dooms, Invisibles, Animal man, Multiverse. También LSD de cuarta generación y para cualquier sistema operativo, Lunas rojas. Lo que quieras está aquí. La pareja permanece en mutis y atenta al interior del maletín. —Rockets y LSD para iOS —dice B.J. en automático. —Yo quiero el Animal man. ¿Y eso de ahí es… es… Bradbury? —señala el acompañante con el dedo índice. —Bradbury puro. La lluvia al exterior arrecia para golpear las ventanas de la habitación. La pareja mira de nuevo al viejo. Los pliegues en las axilas y en el cuello del androide, oxidados. No creen que ese vejestorio a la mitad de una pocilga posea una de las drogas con mayor demanda del planeta. —Cinco mil por una dosis de Bradbury —sentencia Ferrara. Los jóvenes mudos miran al dealer mover la boca y luego se miran entre ellos. Se alejan uno del otro como parte de una coreografía ensayada, hasta quedar en extremos opuestos de la habitación. —¿Qué es esto? B.J. saca una Colt láser debajo de su hoodie y apunta al viejo androide. —Nos llevaremos todo. —Ferrara con una mano en la espalda ríe. —Lo que vayas a hacer, con mucho cuidado, viejo. | 113 |

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Ferrara toma el mango del cuchillo entre sus dedos. De inmediato siente la descarga del láser atravesar su brazo metálico. La extremidad cae al piso entre convulsiones hasta quedar inerte. La pareja se mira entre sí y ríe. Entonces, todo en un par de segundos, Ferrara toma el miembro entre chispas y lo arroja con fuerza hacia el rostro de B.J. El golpe revienta el tabique y el hueso frontal como si de un cascarón se tratara. Las paredes se llenan de trozos de sesos y sangre del hombre que se derrumba entre ellos. —No, no, no te muevas. Tengo, tengo aún el, el, el arma —dice el joven, con el rostro lleno de sangre, trozos de hueso y cerebro. Vomita. Ferrara se acerca a él a paso lento y extiende su brazo hasta apresar su cráneo rapado. Aprieta su mano acerada hasta sentir un crujido, que se pierde entre las mil gotas estallando en las ventanas. —Droguetas de mierda —reniega Ferrara mientras revisa los bolsillos de la pareja tendida en el piso.

2 Ferrara camina por las calles del Harlem. La acera destinada para androides y robots no le sienta bien. Cruza la calle en clara violación de la ley de segregación. Carga con el brazo acerado recién mutilado sobre su hombro. Los cables de colores se asoman por un lado de la extremidad. En la penumbra, los transeúntes lo miran con desconfianza. La lluvia arrecia sobre la ciudad y los charcos en las orillas de las avenidas crecen hasta convertirse en espejos gigantes. Terroríficas formas de reproducir la realidad del mundo y la humanidad, piensa Ferrara y se | 114 |

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detiene. Mira el reflejo distorsionado de su rostro, por las gotas impetuosas que caen sobre la pequeña cama líquida. Se desconoce. Aquello que mira no es él. No sabe por qué o cómo ha llegado hasta ahí. Y viene a su mente el primer recuerdo incrustado en su memoria. La primera conversación en sus oídos. Los primeros aromas y olores bajo su nariz. Aquellas imágenes que se repiten de forma recurrente en sus sueños de robot. Recuerda. Un baño de aceite caliente que cae sobre los androides en las líneas de ensamblaje. Segundos después, las turbinas lanzan ráfagas de aire caliente sobre los cuerpos metálicos. Un equipo de limpieza baja al pabellón para limpiar a los humanoides de pies a cabeza. Al interior de una oficina, Oesterheld extiende al empresario Azarello una copa de vino. —¡A tu salud! —dice frente a los ojos de trescientos androides—. ¡Felicidades! Son todos tuyos: la versión alfa del proyecto Zaratustra. Los primeros androides de rescate en el maldito planeta. Azarello extiende su copa y dice: —Los quiero en azul. En azul cielo. Que hagan juego con el logo de la empresa. —Da un sorbo a su bebida. Oesterheld asiente. —No te preocupes por eso. Azul será. No tengo ningún puto problema. Un niño y su madre, ambos envueltos en una burbuja impermeable, miran el brazo colgante del robot. La llovizna empapa la gabardina del androide. Ferrara no está más en sus recuerdos y mira al niño, que no parpadea. —Esos no son modales —reclama Ferrara a la mujer, que sobresaltada mira a su interlocutor. —¿Qué? —responde incrédula. | 115 |

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—Que no son putos modales para un maldito niño —repite. —… El robot extiende el dedo índice y revienta la burbuja impermeable en un movimiento. —… —¿La está molestando? —interviene de inmediato un guardia militar, que se acerca al robot—. El cruzar la calle le costará un par de multas. —Pedía una limosna, lo siento —dice Ferrara y sonríe. Descuelga su brazo desprendido y lo agita imitando un saludo con la palma extendida. —No puede pedir limosna en esta área. —Lo siento, es la memoria. Me falla en ocasiones. —Vaya a revisarla de inmediato —ordena el militar—. Aquí está su multa. Ferrara camina hacia atrás como es su costumbre. Hace un saludo al militar y se despide de la mujer, que incrédula toma a su hijo del brazo hasta marcar sus dedos en la piel del infante. Ferrara se pierde entre la multitud de Harlem.

3 Antes de llegar a la estancia para mecanizados, Ferrara se detiene en el Badmouth, el local energizante de Renzi. —¿Te atreves a entrar? ¡No hay créditos para ti, maldito viejo! ¡Paga primero o lárgate de aquí! —grita el dueño. Los androides en las mesas miran de inmediato a Ferrara. Después de un breve silencio el barullo regresa al interior del Badmouth. —Recarga energética, tres estrellas —ordena Ferrara, extiende el brazo inerte sobre el mostrador y coloca cinco mil créditos al lado de la extremidad. | 116 |

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—¡Viejo de mierda! —dice Renzi acercándose a la barra sin alejar la mirada de los créditos, pequeñas tarjetas plásticas—. Por menos de lo que hiciste sabes que te hubiera matado, mierda de hojalata. Renzi toma los créditos. Los cuenta uno a uno. Sus ojos están inyectados de sangre. Después desaparece un momento. Algunas de las pantallas en las paredes muestran imágenes de androides famosos que han pasado por el local de Renzi. Al cabo de algunos minutos, el dueño regresa con una recarga eléctrica para el viejo. —Tres estrellas ya no fabrica más. Esto es una recarga análoga. Mejorada —explica Renzi y entrega la pequeña batería a Ferrara. —¿No fabrica? ¡Qué estupidez! Uno de los mejores productores —se queja el viejo. En una mesa cercana a la barra, un par de androides con lentes de pasta y tatuajes en los antebrazos sonríen e intercambian miradas luego de las palabras de Ferrara.

4 Ferrara camina bajo la lluvia. Sobre la acera destinada para androides y robots. Bajo anuncios de neón y tipografías orientales en colores verdes y rosas. Percibe a su lado el olor fétido de los puestos de comida china.

5 Ferrara mira las enormes pantallas de tiendas departamentales de lujo. Observa los anuncios de marcas de ropa, autos y drogas socialmente aceptadas. Parpadea frente a él el mensaje: Last place can´t win.

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6 Ferrara cambia su batería en la habitación del Gaiman. Una descarga recorre su cuerpo. Siente que sus ojos se abren de nuevo, sus tobillos se endurecen, la mandíbula se aprieta con fuerza, los dedos de la mano se cierran hasta formar un puño: se siente joven otra vez. Quiere demoler la pared a golpes, saltar por la ventana y sentir el concreto quebrarse ante su caída. Ahí está. Blandiendo el brazo al interior de la habitación. Moviendo la cabeza de arriba a abajo. Piensa que es un explorador sin ataduras. Una nube errante. Sus oídos ahora están llenos de melodías cósmicas. Enciende la pantalla y luego toma su brazo. Comienza a repararlo y mira los colores. Afuera la lluvia cae sobre las ventanas. El programa de cocina de Morrison va a comenzar.

7 Y recuerda. Come con Monina a la luz de las velas mientras escucha música de F. Miller y su banda Sin City. Los sonidos en un inicio acompasados y lentos. Luego incrementando el beat poco a poco hasta formar ruidos similares al golpeteo de tubos a punto de estallar. Sonidos en crecimiento, piensa Ferrara. Como si el mundo estuviera a punto de una explosión fatal. —Miller entiende la vida, entiende al mundo. Nos alerta. Nos alerta de la gran explosión. De la gran bomba que está a punto de estallar. —¡Calma! ¡Despacio! ¿Una bomba? ¿Una bomba dices? —pregunta Monina entre risas. —No me parece un exceso. El tipo es un genio. Casi perfecto para ser humano. | 118 |

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—Despacio. No estoy hablando de Miller. —¿Sigues con lo mismo? —pregunta Ferrara y deja a un lado los cubiertos que tiene entre manos. —No. No sigo con lo mismo. Pero es que no te detienes. No paras nunca —reclama Monina y blande su cuchillo formando figuras en el aire. —¡Déjalo ir! —dice Ferrara, mirando fijamente a Monina que baja la mirada al plato. —Ahí va de nuevo. No te detienes. No sabes hacerlo. Eres tus palabras, te conviertes en tus palabras y a veces tengo miedo. —Mírame. Levanta la cara cuando me hablas. No se trata de detenerse, Monina. Nunca debes detenerte —susurra Ferrara. —La verdad es que no puedes. No termina nunca. —¿De qué se trata entonces? ¡Y mírame cuando te hablo! Monina mira a Ferrara. La luz que baña su rostro agiganta sus ojos. Ferrara puede ver un par de lágrimas corriendo por sus mejillas. —Sé tú. Actúa sin órdenes. Deja los lineamientos, tus malditas medidas. Sé tú de verdad. —¿Verdad? Toda la verdad para mí se reduce a un acto concreto, Monina. Lograr un rescate o no lograrlo. Así de simple. Sé que no lo puedes comprender. Eres una escritora… —Kub quedó tendido sin un solo diente. ¡Es mi compañero! ¡Mi maldito compañero de trabajo! ¿Te parece poco? ¿Qué tiene qué ver que sea una escritora? Lo dejaste tendido en el piso. —El tal Kub se lo buscó. —¿Salvas a uno y hieres a otro? Eso no tiene sentido. Son tus malditos celos. | 119 |

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—Lo rescaté, Monina. Kub era un peligro. —… —Hay que actuar, Monina. No comprendo cómo puedes instruir en una Facultad. Monina se levanta de la mesa luego de las palabras de Ferrara. Deja de lado la malla metálica que sostiene como servilleta. —Estás cruzando la línea. —No me lo parece. —Estás desquiciado. Te está volviendo loco la noticia de los nuevos KJK´s. ¿Eso es lo que te tiene mal? ¿Tu maldito remplazo? —¡Cállate! Ferrara salta sobre Monina y golpea con su puño acerado el rostro de la robot. Platos copas caen al suelo, saltan en pedazos al contacto con la superficie. Los comensales gritan al interior del restaurante. Un par de meseros interviene para detener la golpiza. Monina intenta incorporarse. Se lleva las manos al rostro y toca la gran abolladura a la altura de su pómulo. Está caliente. Se levanta con la mano en el rostro y camina entre las mesas. —¡Monina, no fue mi intención! —grita Ferrara mientras lo sacan del lugar. Monina toca su pómulo. Llora.

8 Ferrara toma una cápsula de Bradbury. La quiebra sobre la mesa y aspira los nanocitos. Siente su paseo por nariz y garganta. Sus rodillas tiemblan. El vértigo se apodera de él. Nubes rojas llenan la habitación del Gaiman. El fuego consume las paredes. Ferrara siente el calor que irradian las llamas por todo su cuerpo. Pequeñas flamas brincan sobre él. Demonios ancestrales susurran oraciones mágicas en sus oídos, en lenguas que la humanidad ha | 120 |

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extirpado. Ferrara cae de cara al piso y se pierde entre el terco rezo de las nubes rojas.

9 Y recuerda. Detrás del escritorio, Mr. Moore acomoda su sombrero por cuarta vez en el día. —Es a causa de los nuevos, ¿cierto? —pregunta Ferrara a Moore. —No estoy autorizado a darte ese tipo de información, Ferrara —responde mientras tocaba su larga barba blanca. —Vamos, Moore, soy el mejor en lo que hago. El mejor de los trabajadores de esta empresa. ¿Eh, Moore? ¿Y la experiencia? ¿Cómo sustituyes la experiencia? —Con información —dice Moore. —... —De unidades como tú, Ferrara. No pongas esa cara. ¿Cada mes los vaciamos? ¿Lo olvidas? —pregunta Moore. —Eres un hijo de puta. —Ahórrate esta mierda y sal de aquí antes de que te mate —dice mientras apunta a Ferrara con un arma.

10 Ferrara despierta. Un ardor recorre todo su cuerpo. No sabe si ha pasado un día o un año. Dos horas o un mes. Tiene hambre y frío. En la pantalla enorme frente a sus ojos mira a un hombre penetrar a una androide prostituta.

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11 Y recuerda. Un pequeño cosquilleo recorre el cuerpo de Ferrara. En el mirador, bajo la luz de las estrellas, la pareja juguetea. Ilseind se retuerce encima de los muslos de Ferrara. Las caricias con la lengua esparcen ríos de saliva artificial por las terminales sensitivas de Ferrara. Los lengüetazos en los oídos y los besos suministran olas de nanocitos. Ilseind gime y mueve sus dedos con destreza sobre los cables multicolores en la pelvis de Ferrara. De pronto, un resplandor se asoma al interior de los cables recubiertos de material aislante y chispas caen en sus muslos acerados. —Oh, así. Sí. Sí.

12 En la habitación del Hotel Gaiman, Ferrara mira las gotas de lluvia que escurren por fuera de las ventanas, como hilos delgados. Llaman a la puerta. Ferrara lamenta la interrupción y deja de observar las gotas. A su espalda una Colt láser. —¿Cuatro, dos? —pregunta la voz aguda de un hombre, por fuera de la habitación. —¿A.K.? —pregunta Ferrara. —Dos, cuatro —responde. Ferrara retira el seguro y en el acto mira el óxido entre los pliegues de sus dedos. Abre la puerta y observa a una mujer y una niña en la entrada de la habitación. Palpa el arma en su espalda. —Adelante, pasa —dice—. Pensé que nunca llegarían.

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