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I «¿Cómo

sería si tuviera otro nombre?», pensé mientras miraba las aguas del puerto Tsukinoura, cercano a Sendai. Aquella mañana, desde lo alto de una colina, sentado sobre la hierba, veía el barco grande que había mandado construir mi daimio, Date Masamune. La nave estaba lista para salir hacia al extremo opuesto del gran océano con más de cien samuráis a bordo. Poco sabía de ese viaje. Ignoraba detalles. Por ejemplo, que regresarían de manera forzada varias decenas de hispanos al continente llamado América, en específico a la Nueva España. Ignoraba que había una Nueva España y que el calendario cristiano marcaba el año de 1613. Sólo sabía que la misión iría a cargo de Hasekura: un veterano de la segunda invasión a Corea, fiel guerrero de Date Masamune. Soplaba un aire irregular con la respectiva carga nostálgica que tiene el frío del otoño. El sol brillaba pero no calentaba. Al ver la embarcación me imaginaba a bordo, que viajaría y conocería lugares diferentes a los que había visto antes. Yo era un samurái joven.

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Jamás había salido de la isla de Honshu. Creaba imágenes en mi mente, aparecía en ellas, en un mundo ajeno, ése a donde iba aquel barco recién construido. Imaginaba que ya no era un samurái porque quizá en esa tierra no había samuráis. Me divertía pensar también cómo serían las mujeres en ese mundo: quizá blancas de cabellos castaños, como los hispanos ésos que estaban por embarcarse, o quizá como las japonesas, pero de piel morena. Incluso pensé que sería un comerciante que compraría y vendería cosas extrañas que no hay en Japón, y que hablaría un idioma distinto al mío. —¡Soy un samurái, siempre seré un samurái! —me levanté de manera abrupta. Me senté de nuevo sobre la hierba y volví a fijar la vista en el barco. Desde la colina parecía pequeño. En el cielo intentaban formarse algunos cúmulos. Empecé a recordar, sin más, cómo llegué a ser un guerrero, aunque en aquel momento aún no había participado en batalla alguna: Japón estaba al borde de la paz y los servicios marciales eran cada vez menos necesarios. Mi nombre: Fukuchi Soemón, hijo único de un experimentado guerrero llamado Fukuchi Hyoemón. Mi madre murió al darme a luz. Aquella mañana recordé cuando era un niño muy pequeño, cuando me cuidaba mi abuela, la mamá de mi padre; que jugaba todo el tiempo con una espadita de madera. En algún momento mi padre me la quitó para darme una de metal, proporcional a mi tamaño, pero sin filo. Entonces ya era un niño que hablaba y caminaba con fluidez. Mis ropas también cambiaron: de usar un kimono de mangas holgadas empecé a vestir uno más liviano, con las mangas cortas para facilitarme mis

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primeros ejercicios formales en el uso del instrumento metálico. Nunca olvidaré aquel día de invierno en que fui enviado solo, por primera vez, a la casa de uno de mis maestros. Siempre había ido acompañado a ese lugar por Hyoemón, mi padre, pero llegó el momento en que me dijo: «Debes aprender a ir por ti mismo. Camina y no te quiero ver hasta más tarde, cuando tus lecciones hayan terminado». Permanecí callado ante el porte firme de mi padre cuando me dio aquella instrucción. Era una madrugada en la que la oscuridad imponía. Quería llorar, pero reprimí toda lágrima. Me esperaba un trayecto boscoso que había andado siempre junto a Hyoemón con luz matutina. Hacía mucho frío. La negrura previa al alba fue algo nuevo para mí. Inicié el camino. Llevaba mi espada sin filo a la cintura; mi mano izquierda, temblorosa, la sujetaba del mango con fuerza. El ruido de los animales nocturnos aún despiertos aturdía mi avance inseguro. El frío calaba mis pasos. El miedo era una carga pesada. Respiraba con dificultad. Caminé entre los árboles cuyas copas parecían perderse en el firmamento. El suelo estaba cubierto de nieve. El ruido de los animales no callaba. Me permití llorar un poco. Al amanecer llegué a la casa del maestro. Un viejo guerrero retirado, flaco, calvo y sin varios dientes. Enseñaba lo primero que tenía que saber sobre el uso de la espada y del tiro con arco. Al igual que yo, otros niños llegaron a casa del anciano, venciendo también los temores impuestos por las veredas heladas y lúgubres. Aquello se repetiría hasta volverse cotidiano. Mi pensamiento dio un salto en el tiempo, a los días cuando era un niño un poco mayor, de cuando

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llegué a la edad en que, junto con mis compañeros de aprendizaje samurái, me llevaron a presenciar una ejecución por primera vez. Fue en una amplia sala rectangular de una casa oficial cercana al castillo de Sendai. Había dos series de columnas de madera dispuestas a la derecha y a la izquierda que partían en tres el recinto, quedando al centro el espacio principal, donde se encontraban algo más de treinta hombres acomodados en dos filas, de pie, casi pegados a las columnas. Entre ellos nos mezclábamos varios niños hijos de samuráis, incluido yo, Fukuchi Soemón. La luz matutina se colaba en aquella sala. En la parte opuesta a la entrada principal había un simple tapete de paja tejida. De ese lado, por una puerta secundaria, entraron dos hombres que sujetaban a un tercero atado de manos a la espalda. Hicieron que se hincara al centro del tapete y que recostara la cabeza. Ingresó otro hombre con medio rostro cubierto por una pañoleta. Vestía pantalones holgados y un kimono corto, gris y de mangas ajustadas. Hizo una reverencia ante los asistentes, luego se acercó al hombre que iba a ser ejecutado. Con ambas piernas levemente flexionadas, una delante de la otra, desenfundó su espada, la sujetó firme con las dos manos, la levantó para luego impulsarla con fuerza hacia el cuello de aquel... La cabeza quedó casi desprendida. Hizo un segundo movimiento para cortarla por completo. La cara del verdugo parecía alargarse en sincronía con el esfuerzo. El hombre de la espada ensangrentada como entró se fue. Uno de los custodios tomó la cabeza de la cabellera, la levantó para mostrarla inerte a los testigos. Permanecíamos callados y sin movernos como

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marcaba el protocolo. Después la puso al centro del tapete invadido de líquido rojo. Entre los dos custodios envolvieron el cuerpo en una manta púrpura; lo levantaron por los extremos y salieron con el cadáver incompleto. La cabeza permaneció. Ahí estaría hasta el día siguiente. La ejecución había terminado. Esa noche, los niños que atestiguamos la ejecución fuimos enviados de regreso a aquella sala. Teníamos la tarea de ir uno a uno y dejar una señal de haber entrado. Ya había escuchado antes, muchas veces, sobre cabezas cortadas, algo tan común en la vida de los guerreros japoneses, pero haberlo visto me tenía nervioso. Ingresé en aquel sitio. Era lúgubre a pesar del brillo de la luna que se colaba por unas ventanillas ubicadas en lo alto de los muros del salón. Caminé desde la entrada principal. Daba pasitos inseguros, como a tientas. Iba de pilar en pilar. Alcancé a ver la silueta de la cabeza como si fuera una esfera negra en el piso. Llegué ante la extremidad posada sobre sangre seca. La observé con una sorpresiva pérdida del miedo casi a punto de la fascinación. Fijé la mirada en la palidez de la piel muerta, en la cabellera tiesa y desacomodada, en los párpados casi cerrados que dejaban asomar una leve nata blancuzca. Extendí la mano izquierda para dejar sobre aquel resto humano un pedazo de papel con mi nombre escrito. Después, salí corriendo, rápido. Rápido también se fue mi niñez, llena de ejercicios del uso de la espada y del tiro con arco, luego vino la lucha sin armas, el uso de la lanza y la equitación. También hubo prácticas de caligrafía, estudio de literatura e historia de hazañas guerreras. Las

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tareas básicas que me fueron impuestas eran para formarme de un carácter férreo y adiestrarme en habilidades útiles para el combate. Se agregaron otras de tipo más bien intelectual y espiritual, cuya aplicación estaba supeditada a las necesidades del samurái. Recuerdo que aquella mañana, cuando miraba las aguas del puerto Tsukinoura, el aire no dejaba de deslizarse en mi rostro. En mi mente llegué al punto en que ya no era un niño pero tampoco un hombre, cuando en medio de un claro del bosque que tantas veces tuve que enfrentar en la oscuridad, mi padre, en compañía de otros hombres de armas, me entregó con toda solemnidad la espada que portaría en adelante. Una auténtica espada samurái, con filo, lista para el combate real. También me entregó una wakizashi: la espada corta. Después de recibir las espadas, otro samurái, con una cuchilla afilada, rasuró la parte superior de mi frente. Ese nuevo aspecto lo tendría que conservar desde entonces, usando el resto del cabello atado hacia atrás. «¡Tráiganlo!», gritó Hyoemón. Un par de samuráis aparecieron entre los árboles con un hombre atado: un tipo flacucho, sucio, vestido con harapos; era un bandido por cuya vida nadie daba ni un grano de arroz. Lo hincaron frente a mí e hicieron que se inclinara de modo que la cabeza quedara apoyada en el suelo. Los guerreros formaban un círculo alrededor de él. «Debes cortarle la cabeza con la espada que te acabo de entregar», me indicó Hyoemón, mi padre. Había sido preparado para eso. Ya en otros momentos me habían obligado a sacrificar caballos moribundos y decapitar perros enfermos. Pero no era lo mismo. Estábamos el bandido y yo al centro de aquel

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círculo de hombres. Respiré profundamente. Logré bloquear cualquier pensamiento, tal como me habían enseñado. Aún así estaba tenso. Hubo un silencio absoluto. La pieza de metal dibujó un arco potente en el aire. Atiné en el cuello pero la cabeza permaneció unida al cuerpo. Ninguna exclamación. El hombre comenzó a desangrarse. De nuevo el impulso, de nuevo el golpe cortante. Aún faltaría un tercer esfuerzo. La espada y yo nos volvimos uno. El arma era fría y dura. La cabeza rodó por fin. Todos los presentes hicieron muecas de satisfacción. Yo respiraba agitado mientras veía el flujo de sangre. Cierta furia de años de entrenamiento asomó por mis ojos. La noticia de ser ya un samurái tardó en llegar a mi conciencia. Ahí se detuvieron mis recuerdos. Me incorporé para retirarme de la colina. La embarcación que observaba zarpó varios días después, a medio otoño. Ya luego me enteré de que ese viaje no pararía en la Nueva España. Hasekura tenía el encargo de visitar la corte del rey de España, y después acudir a la ciudad de Roma para entrevistarse con el Papa, jefe máximo de los monjes de la cruz. En ese entonces yo no sabía nada de Roma ni del Papa, ni de ningún rey europeo. Mi daimio Date Masamune quería abrir los horizontes del comercio de Sendai, pero las cuatro estaciones pasaron al menos seis veces para que volviéramos a saber algo de sus tripulantes. En cuanto a mí, justo al siguiente otoño de haber visto salir aquella nave desde la colina, recibí la orden de aprestarme, junto con otros miles de samuráis, para acudir a la ciudad de Edo y unirnos a las fuerzas del shogun. El olor a guerra rondaba por Japón.

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Índice 7 I 19 41 59 69 81 93 105 115

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II III IV V VI VII VIII Epílogo

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Gobierno del Estado de Jalisco Mtro. Jorge Aristóteles Sandoval Díaz Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco Lic. Roberto López Lara Secretario General de Gobierno Dra. Myriam Vachez Plagnol Secretaria de Cultura Dr. Tomás Eduardo Orendain Verduzco Director General de Patrimonio Cultural Lic. Samuel Gómez Luna Cortés Director de Investigaciones y Publicaciones

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2016 Héctor Palacios

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2016 Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Jalisco Av. La Paz 875 Zona Centro Guadalajara|Jalisco|México|44100 2016 Editorial Paraíso Perdido Barra de Navidad 76-C Guadalajara|México|44110 hola@editorialparaisoperdido.com ©

primera edición, octubre 2016 corrección ortotipográfica imagen de portada © Manuel Cetina diseño de la colección Antonio Marts / editorial Paraíso Perdido isbn 978-607-8098-98-9 SECRETARíA DE CULTURA DE JALISCO isbn 978-607-7340-xx-x Se autoriza la reproducción de este libro total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y sin fines de lucro y citando al autor y a la editorial. Impreso y editado en méxico

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La ciudad rebosante de tráfico, laberintica, derretida en el asfalto, llena de profetas. Hombres vociferando contra dioses que perdonan, sujetos que en cada esquina redimen al mundo, niñas con estigmas, infantes que reparten plagas, apariciones que acosan, psiquiatras que escriben evangelios llenos de ira, miedo, y por supuesto, rabia. Los personajes de Rafael Medina ofrecen otra mirada, mordaz, rebosante de humor negro, de lo poderoso que pueden ser los símbolos religiosos. Los cuentos de este libro son profecías de la condición humana, de su intento por salvaguardar la cordura ante una divinidad y un mundo terrible. Cástulo Aceves

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Mediante una pluma ágil ­—capaz de atrapar desde las primeras líneas— y un oído dotado para reproducir los lenguajes de las diferentes tribus urbanas, Gabriel Rodríguez Liceaga conforma en ¡Canta, herida! un catálogo de miserables que no mueven a la compasión sino al pasmo, al escalofrío, al vértigo que aparece tras las primeras sacudidas de un temblor. Sus cuentos son parientes de los movimientos telúricos, pues provocan la misma sensación: el suelo bajo nuestros pies puede ceder en cualquier momento, arrastrándonos al derrumbe, a los escombros, a las ruinas de nosotros mismos. Bernardo Esquinca

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Eric Uribares indaga en los movimientos altermundistas que han ido surgiendo en nuestra era posmoderna de manera parecida a las sectas de la Edad Media, y satiriza con ingenio chestertoniano y muy buen sentido del humor sus más extrañas posibilidades y combinaciones. Ana García Bergua

Si es de los que sólo quieren pasar un buen rato leyendo, no lo dude más y llévese este libro a casa, además la edición es monísima y pertenece a un proyecto editorial independiente que se ha dado a la tarea de buscar nuevos talentos. Podrá decir que lo leyó antes de que se hiciera famoso. Podrá quedar bien en las charlas de sociedad. Cuando comparta una cerveza con los amigos y le pregunten qué está leyendo, entonces podrá alzar el meñique y responder: Me topé por casualidad con un libro de un tal Uribares que deconstruye la identidad mexicana contemporánea más allá de los prototipos y la posmodernidad. O si lo prefiere, puede decir con más franqueza: Me leí de un tirón un libro pocamadre, se llama Las conspiraciones fallidas, ahí luego te lo paso, te va a encantar. Ave Barrera

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es § udaec edit sa

o § Lecturas e x did

paraíso p er ial r o

a mas p ra lector tre e

Esta edición de Lejanos guerreros fue impresa en la ciudad de Guadalajara en octubre de MMXVI. En su composición se usaron las fuentes Calluna de 9 11,y 19 puntos y Boomer Slab de 12, 14 y 26 puntos.

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