La cruz de la bestia

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efrĂŠn jimĂŠnez



Panoramas

L

Trece kilómetros de calles de la ciudad de Guadalajara desaparecieron ayer al registrarse a las 10:10 horas, una explosión en el sistema de colectores del sector Reforma. El Informador, 23 de abril de 1992

a monotonía se rompe en cualquier momento. Cuando menos lo esperamos, la vida toma un rumbo diferente al trazado por nuestros planes. Yo, un hombre mediocre y lleno de soledad, no lamento estos vericuetos del destino. Aunque sean trágicos, como el que ocurre en este instante. Pareciera que en momentos aciagos, las personas denominadas negativas, orgullosas de confirmar nuestra constante certidumbre, no podemos evitar dejar escapar visos de una felicidad que pareciera inexistente en nuestra vida. Por eso, ahora, no estoy preocupado, no lloro ni grito como los demás pasajeros del minibús. Prefiero mirar por la ventanilla y me dejo atrapar por el panorama ofrecido por mi ciudad vista por los aires. Ya que de manera inexplicable, salimos disparados hacia el cielo. Un fuerte olor a combustible, un estruendo, y en un momento, fuera de todo, volando por los aires.

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Y pensar que hace tan sólo unos momentos, como ayer, como siempre, salí de la pocilga que rento con la fantasía de cada mañana: la de mandar todo al demonio. No ir a ningún sitio, salir de la aplastante monotonía. Con el deseo sempiterno de perderme, de tomar la ruta equivocada, caminar por las calles del centro, comprar un helado y a lengüetazos devorar una mañana de libertad y regresar a casa sólo para darme un tiro. Pero no, también soy cobarde, siempre termino por abordar el vehículo correcto: ruta 608, Esteban Alatorre y Belisario. Como si fuera imposible evitar el tedio de un empleo que sostiene mi desamparo diario, mi gusto por la orfandad ganada a pulso. ¿Quién se iba a imaginar que esto sucedería? Nadie. ¿Cómo comprender que la ciudad nos escupa toda su rabia a través de una de sus venas dolorosas y en un instante nos convierta en vástagos indefensos? Es terrible. Por eso no critico a mis compañeros en desgracia. Pasaron de inmediato del azoro a la fatalidad. Aman con intensidad la vulgaridad de sus vidas. No comprenderían mi placidez, ni la manera en que tomo las supuestas catástrofes. Simples escapes momentáneos al fastidio de la vida. No importa que ahora yo sea el involucrado. Y no somos los únicos afectados. Por la ventanilla observo volar a otros hombres mediocres. A mujeres que lloran por la suspensión irremediable de su esclavitud doméstica, a niños que claman por el maltrato y la indiferencia de sus padres. Para ellos ya ha terminado todo. Extrañan la vida antes de perderla por completo. Yo soy incapaz de extrañar algo, por eso, mejor me dedico en mis minutos postreros a ver a mi ciudad desde un lugar nunca antes visto. Carente por completo de fe, las iglesias sólo me sirven para reconocerlas, nombrarlas, para pasar el tiempo: San Francisco, Santa María de Gracia, San José, San Sebastián, Santa Teresa, San Diego, el Expiatorio, Nuestra Señora del Rosario, la Sagrada Familia, parroquia de Jesús, Belén, San Agustín, el Santuario, el Carmen... Cuento cúpulas, torres. Admito que algunas me parecen hermosas, me place verlas por última ocasión. Mi vecina de asiento, enternecida, cree que estoy orando, al parecer, escuchó

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todo el santoral de las iglesias. Me da una palmada, según ella, intenta consolarme. Estúpida. La hago a un lado y busco otro asiento. En mi nuevo lugar, escucho la conversación de dos tipos que hablan del accidente. Mencionan que desde ayer, en gran parte de las calles ahora destruidas, el olor a gasolina era insoportable. Acudieron los bomberos, la policía, protección civil. Nadie dijo nada. Para qué. En esta ciudad tedio nunca sucede nada. Ahora los imagino, allá abajo, con sus caras de cretinos, preguntándose qué sucedió. Nuestro gobernador prepara discursos, ruedas de prensa, disculpas. Aseguro que el buen hombre nos culpará. Por haber estado aquí, ahora. Por manchar su expediente político. Culpables de morir en explosiones provocadas por la negligencia y la corruptela. No hay duda, nuestros cadáveres merecen recibir un par de nalgadas de nuestro amado señor gobernador. Estoy resignado a lo que sea, siempre lo he estado. Los primeros años de la vida me bastaron para conocer el desencanto de la vida. Conocí lo terrible que puede ser una familia. Por eso la soledad siempre fue mi mejor opción. Nací cansado de la vida. Harto de todo y de todos. Mi trabajo me mantenía aislado, alejado la mayor parte del tiempo del contacto humano. Una bodega, un archivo, pedidos ocasionales de un tipo que jamás miraba al rostro. Eso lo hacía soportable. La desgracia de hacer todo el tiempo cosas que no nos agradan, con el único fin de seguir haciendo más cosas que también son desagradables. Ésa es la mejor definición de la vida. Abajo, ya hay gran movimiento. Decenas de periodistas y fotógrafos se preparan para la mejor toma, el mejor reportaje. Lo que sucede es grande, digno de los escaparates internacionales. Esto amerita la presencia presidencial. Me imagino al gran señor con su careta especial para las grandes tragedias, ensuciándose los zapatos, repartiendo pésames de utilería, encubriendo a los verdaderos culpables. Es ridículo, pero ante la posibilidad de la presencia de gente importante y de prensa internacional, algunas de las damas de la tripulación se dan a

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la tarea de buscar su maquillaje, de arreglar el desaliño de su pelo, de su ropa. Unos no disimulan el orgullo de ser protagonistas, aunque sea en la muerte. Pelean por un lugar privilegiado, por la pose más dramática a la hora en que lleguen los flashazos. No puedo evitarlo, los descorazono con la posibilidad de que escondan nuestros cuerpos, que no aparezcamos en las cifras oficiales. Me tachan de aguafiestas, pero olvidan que los pesimistas somos la gente más sincera. ¿A quién le convendría sumarnos? Lo sabemos bien, a nadie. Los dejo con sus tontos sueños de fama. Opto por seguir embelesado con la imagen citadina ofrecida por el instante. Busco mi viejo barrio de la infancia. Mi memoria recorre cada una de sus calles. Me veo pasar en todas las edades. Rememoro la transformación a esta vacuidad en que me convertí. La cáscara que dejará de existir en unos momentos. El desapego a todo. Cómo temía la llegada de mi padre. El odio al tufo alcohólico de mi madre. El deseo constante de escapar. Nunca atreverse. Desmoronarse por dentro hasta quedar completamente vacío. La nada devoró todo, hasta el último rescoldo del odio o del dolor. A fin de cuentas, resulta mejor estar así. Nuevas explosiones me sacan de mis pensamientos. La diversión continúa. Ahora una ambulancia vuela cerca de nosotros. Ellos ascienden y nosotros de picada. Me entretiene observar a los paramédicos. Quieren ignorar lo que les ha sucedido. Siguen con sus vendas y con sus soluciones. Inmovilizan cuellos, detienen sangrados. Luego se asisten ellos mismos. Sostienen los brazos, las piernas desprendidas del compañero. Fingen continuar con señal en sus radios y piden refuerzos. Nadie contesta. Aun así, desmembrados, estiran los muñones para retener víctimas, hasta agotar collarines, jeringas, gasas. Después es penoso verlos llorar inconsolables, inútiles. Está a punto de concluir el viaje. La zanja, nuestra sepultura, abre sus piernas ante nuestra inminente llegada. La visión del exterior deja de ser fantástica, se aproxima a lo que vemos a diario. Podría repetirse esta perspectiva desde cualquier edificio mediano. Ahora

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reflexiono, mis últimos pensamientos no tengo a quien dirigirlos. ¿Por qué no brindarlos a mi ciudad? Bosque salvaje de concreto protector de las fieras: testigo inmutable de las historias que se suceden en sus entrañas. Madre inclemente que desampara a sus hijos en los momentos más aciagos. Indiferencia multiplicada en miles. Desamparo absoluto con rostro de asfalto. Me despido de ti sin rencor alguno. Quisiera tener la capacidad de tenerlo...

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Índice •7•

Prólogo

•15•

Diario de un inglés

•27•

Tormenta

•31•

Monjas jijas

•35• Botica

•41•

La huida

•45•

Sagrado corazón


•51•

La cruz de la bestia (una parábola)

•55• Rojo

•61•

Cola de toro

•65•

Cabezas de muñeca

•69•

Carlitos

•75•

Derrumbe

•79•

Panoramas


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© 2015. Por el texto: Rafael Medina 2015. Por el arte gráfico: Efrén Jiménez ©

2015 Editorial Paraíso Perdido Barra de Navidad 76-C Guadalajara|México|44110 editorialparaisoperdido@gmail.com

primera edición, noviembre de 2015 corrección ortotipográfica Raquel Mejía imagen de portada © Efrén Jiménez diseño de la colección TYPOtaller isbn 978-607-8098-73-6 Se autoriza la reproducción de este libro total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y sin fines de lucro. Impreso y editado en méxico



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