Los Evangelios de la rabia

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Los evangelios de la rabia



Los evangelios de la rabia Rafael Medina



Acoso Estaba bien dormida, cansada de tanto llorar, cuando me despertó una claridad muy fuerte. Duré mucho tiempo para poder abrir bien los ojos y ver de qué se trataba. ¿Para qué le digo que no me dio miedo al principio?, pero cuando me di cuenta de que era ella, la mera Virgen de Guadalupe, me sentí aliviada. Ya ni sé hace cuántos años pasó, nomás recuerdo que recién me había dejado mi marido con tres chamacos de a tiro chicos, sin trabajo y sin siquiera para comer. Se veía igualita que allá en su iglesia en el Tepeyac, muy bonita nuestra Santa Madre. Pero lo que más me gustó fue su voz, así como que hipnotiza a uno. Empieza a hablar y con ganas de que no parara, que hablara mucho, de cualquier cosa. Me dijo, aquella vez, que no perdiera la fe, que ella estaba a mi pendiente, y luego me salió que tenía una misión para mí. Yo fui respetuosa, le di las gracias, pero le contesté que yo era una mujer fuerte y que tenía que salir adelante por mí misma, que así se lo había prometido a Dios Santo, que no me interesaba ningún tipo de misión. No sé si se sacó de onda, o qué pensaría, la cosa es que desapareció después de mi respuesta.

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Así relató Ofelia su primer contacto con la Guadalupana, cuando las cosas todavía no se tornaban difíciles entre las dos mujeres: una pobre mexicana empecinada en una resistencia fútil y la misma reina de los cielos. Después de la primera aparición, Ofelia estaba convencida de que no habría otras, quiso creer que todo había sido un buen sueño, una señal luminosa que le daba bríos para iniciar una nueva vida. A los pocos días consiguió empleo doméstico y algo de ropa que planchaba en casa, en compañía de sus hijos. La mujer sentía que ahora sí la suerte estaba de su lado y empezó a hacer planes. Y como cualquier persona piadosa, agradeció a Dios por los favores recibidos, sin dejar a un lado, como cualquier mexicano, a la Virgen de Guadalupe. Fue cuando aconteció la segunda aparición. Cuando las cosas estaban poniéndose bien se me volvió a aparecer. Otra vez me habló bonito y me repitió lo de la misión. Igual de respetuosa que la primera vez, le contesté lo mismo. No desapareció luego luego, como la vez anterior. Duró un ratito viéndome, callada. Yo sentí feo, trataba de imaginarme qué pensaría mi Santa Madre de mí. Yo la sentí como si estuviera enojada. Le dije, perdón, madrecita..., pero creo que todavía ni terminaba la primer palabra cuando se fue. Así nomás, sin decir nada. Al día siguiente, viró la suerte para la familia, Ofelia fue acusada injustamente de robo en la casa donde trabajaba. Fue detenida un par de días, sin embargo, la entereza de la mujer no cambió pese a la señales inequívocas mandadas desde el cielo.

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En la cárcel no se me apareció como antes, pero en la pared de la celda se formó, con pura humedad, la silueta clarita de ella, de la Virgen. Como si quisiera que me quedara claro que podía hacer lo que le daba la gana conmigo. Yo no me dejé vencer, de alguna manera mi hermano consiguió algunos centavos y me pudo sacar. Allí se quedó el argüende de la aparición en la celda. Pagaban mi fianza y ya había periodistas y hasta cámaras de televisión. Oí que iban a poner un altar. Con lo poco que obtenía del planchado de la ropa, Ofelia se sentía conforme. El mayor de sus hijos hacía los encargos de los vecinos y eran unos ingresos extras que no se podían despreciar en momentos de crisis. Pese a sus recientes experiencias, la familia no descuidó sus obligaciones religiosas, acudía a misa cada domingo, y dos de los niños empezaron su preparación en el catecismo para su primera comunión. Nomás no me animaba a llegar al altar de la Guadalupana en la iglesia, se me afiguraba que delante de todo el mundo me iba a hablar, a regañar, salir con lo de siempre. La verdad pasaba rapidito. Sin dejarle de pedir a mi Padre que la hiciera entender. Que lo que yo hacía no era por mala, sino por la promesa que le había hecho a Él de arreglar mi vida sin ayuda de nadie. La tercera aparición ocurrió una tarde, mientras Ofelia se bañaba. Resbaló con el jabón, cayó y se golpeó la espalda. Gritaba de dolor cuando la Madre de Dios apareció en los mosaicos.

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Me pegué muy fuerte, hasta acalambradas sentía mis piernas. Me pasó por la cabeza la tontera que iba a quedar paralítica. Y ella me habló, ya la tenía enfrente. No sé por qué sentí coraje, se me afiguró que ella me había tirado. Me empezó a hablar, a decir que me quería, que era una de sus hijas más queridas y no sé qué tanto más. Ya no me parecía tan bonita su voz. Me extendió su santa mano para levantarme, estaba tan enojada que no se la quise dar. Me insistió, pero yo la verdad soy muy mula. Le grité que ya le había dicho que no quería su ayuda. Sonrió y se fue, ahora ni lo de la dichosa misión alcanzó a decirme. Pero fue muy dura, a partir de ese día se le pasó la mano, me dio en el único lugar donde todavía me podía doler: no me quedé paralítica, pero me empezó a matar a mis chamacos. Los tres hijos de Ofelia murieron en el transcurso de seis meses. Dos accidentes y una enfermedad extraña, fulminante. Por cada muerte, una silueta guadalupana en la modesta casa de la mujer. Una en el baño, en el techo. La segunda formada por el cochambre de la cocina y la tercera en la fachada de la casa. Cada una fue desaparecida con furia por Ofelia. La de la fachada resultó más problemática, las explicaciones, el fervor de los vecinos, los curiosos agolpándose afuera de la casa, veladoras, rezos. Lo hice rápido, bien decidida. Un poquito me tardo y no puedo hacer nada. La fachada quedó horrible, pelada, ¿pero eso qué importa?, ya no estaba ella pintada, burlándose de mi dolor. Ni tenía a nadie con quién quedar bien. Algunos me insultaron, los intenté convencer de que todo había sido una broma de mi hermano. Pocos

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creyeron, pero me salí con la mía. Al fin todo el mundo hablaba de mí, se preguntaban qué habría hecho para tanto castigo, que hasta la Virgen dejaba señales en mi casa. Pero ya ve cómo es la gente, cómo le gusta hablar del prójimo. Y hablaron mucho, demasiado para Ofelia. Sola con su duelo, terminó por abandonar la casa y la ciudad, como si hubiera un lugar donde no pudiera ser encontrada por su acosadora. Me fui al ranchito de donde era mi papá. Tenía la intención de empezar por tercera vez mi vida, alejada de esa casa donde había tan malos recuerdos, tanto sufrimiento. Tenía algunos parientes más o menos cercanos, de confianza. Me aceptaron sin mucho problema, todo mundo me tenía mucha lástima. Pero por mí no quedó, le eché muchas ganas, del campo algo sabía. Me ganaba mi comida con trabajo. Nomás de vez en vez me pegaba mi migraña y lloraba de puro coraje, de acordarme de mis desgracias. Pero me decía, si es mula, sígale como mula, aguantando y tirando patadas. Ni un año completo la dejó tranquila, las apariciones no se hicieron esperar. Pero, por lo menos al inicio, no le ocurrieron a ella, sus parientes más cercanos fueron los que tuvieron los encuentros con la Madre de Dios. Y siempre con las mismas características: anunciando la muerte del desafortunado. La que ocurría invariablemente a los tres días de la aparición. En el modesto pueblo, aparte de extrañados, se sentían culpables, unos grandes pecadores, sólo comparables a los habitantes de Sodoma y Gomorra.

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La familia era señalada. Ofelia tomó la resolución de abandonarlos, sin decir nada, avergonzada de acarrear tantas desgracias. Algo era bien cierto: el problema era conmigo. No tenía por qué darles problemas a ellos que fueron tan buenos. Me fui con una vergüenza que todavía no puedo soportar. Más de cinco difuntos, sin contar a mis hijos, por culpa mía. A partir de esa fecha, Ofelia se dedica a vagabundear por las calles, no tiene un sitio fijo. Los parientes tienen mucho tiempo sin verla. Ha recorrido gran parte del país. Sobrevive de la caridad y de uno que otro trabajo que le dan la oportunidad de realizar para obtener un poco de alimento. Cuida de su aliño lo que le es posible, su limpieza. No impresiona como una indigente más. Parecería un ama de casa con un problema que no le puede confiar a cualquiera. Ella se sigue sintiendo una mujer fuerte, digna. Por fortuna no le han ocurrido desgracias personales nuevas. Pero el acoso continúa. Me sigue, no me da respiro. Despierta, se me aparece y sale con la cantaleta de diario. En sueños se me revela, me habla, me trata de convencer. Hasta deja señales en todos los sitios en que me encuentro. Parece que dejo un caminito de altares guadalupanos, como si ella fuera marcando la ruta que dibujo con mi rechazo, con mi dolor. Ya me ha dejado sin nada, lo único que me queda soy yo misma, y creo que valgo mucho.

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Alguna vez, después de mucho tiempo de meditarlo, se decidió a hablar con un sacerdote para liberar su alma de tan pesada carga, relatar lo de su acoso, su pesar. Valoró concienzudamente muchas opciones, infinidad de sacerdotes. Hasta que encontró a aquel que parecía el más indicado. No sé por qué me decidí por ese padre. Desde que lo vi me dio mucha confianza. Me encantaba escuchar sus misas. No parecía un asustado, estaba joven, no veía ningún problema en él. A lo mejor me aventé a lo menso, ya desesperada por contarle a alguien todo lo que me había pasado. La corretiza que me venía poniendo la mera Madre de Dios. Lo único que logró fue su primer internamiento en un hospital psiquiátrico. Ha estado en por lo menos tres. De dos logró fugarse y del tercero yo la di de alta: bastante sufrimiento ha tenido Ofelia como para aparte martirizarla en un sitio donde no merecer estar. El día de hoy seguramente sigue huyendo. Puede estar en cualquier ciudad, en cualquier pueblo y hasta allá será molestada. Por lo menos aquí, en este hospital, dejó un grato recuerdo. En su cuarto hay una imagen guadalupana impresionante, colorida, bellísima. Lógicamente, el personal ya lo ha convertido en un sitio de culto. Yo lo pude impedir, mandar borrar la imagen de inmediato, con la rapidez pertinente. Pero creo que no es necesario, tal vez eso ayude a muchos de los pacientes con fe, y nos haga recordar a esa pobre mujer que defiende su dignidad y rehúye a toda responsabilidad divina. Tal vez en este instante

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está ante otra de las apariciones, las cuales ya no son tan amigables como al principio, según me explicó en la última entrevista que tuvimos. Se me aparece y ya de a tiro le miento la madre, le digo que ya me deje en paz. Ya no hay ningún respeto, ya nos lo perdimos una a la otra. Pero insiste, sigue con eso de la misión, con las cosas de siempre. Ya no lo soporto, creo que ella tampoco a mí. Un día creo que hasta perdió el control, me gritó mula, ingrata, rencorosa. ¿Usted cree, doctor? ¿Quién cree que sea más rencorosa, ella o yo?

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2015 Rafael Medina

2015 Editorial Paraíso Perdido Barra de Navidad 76-C Guadalajara|México|44110 editorialparaisoperdido@gmail.com

primera edición, noviembre 2015 corrección ortotipográfica  / Raquel Mejía imagen de portada © Carlos Cortés diseño de la colección Antonio Marts /  isbn 978-607-8098-64-4 Se autoriza la reproducción de este libro total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal, sin fines de lucro y citando al autor y a la editorial. Impreso y editado en méxico



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