Estado y nación (sestao)

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El miedo a decidir: “Tot está per fer i tot és posible” Juan Carlos Monedero “¿Dios mío, qué es España?” José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote

Soñar con los pies en algún suelo Las naciones, como las religiones, se sienten más que se piensan. Imagina que no hubiera países, cantaba Lennon en un himno. Las canciones mueven los sentimientos. Por eso las naciones vienen con himnos, que hacen vibrar y unifican a quienes los oyen. Las naciones pueden acompañar su relato –el que se cuenta en las escuelas y universidades y forma parte de la simbología nacional- de elementos que busquen objetivar su existencia. Pero al estar sus contornos escondidos en la historia, las interpretaciones siempre están servidas. Para la convivencia de un pueblo, la historia de una nación da, en lo que se refiere a su antigüedad histórica, un poco lo mismo. Parece que si una nación es más vieja tienes más fuerza, pero eso es, en realidad, accesorio. Yendo hacia atrás en la historia ¿cuándo te frenas? ¿Eran acaso los neandertales nacionales de algún sitio? Cuando la nación se referencia muy lejos, se convierte en algo más abstracto y sirve mejor a la necesidad simbólica de burlar la muerte. Casi seguro que el primer rey de cualquier dinastía era un asesino. La historia se reescribe siempre desde el presente y sus necesidades. Para referenciarte como nación necesitas un enemigo claro. A poder ser, que funcione hoy todavía o que te permita recrearlo. Sin enemigos no hay naciones. Por eso se sitúa el comienzo de la sociedad internacional –inter-naciones- con la Paz de Westfalia de 1648, cuando las fronteras se reconocen y también las amenazas. La fecha de inicio de una nación es una mentira consensuada. Nunca una batalla ni una firma ni algo que pasó un día concreto a una hora concreta determina nada. Lo importante al respecto es que exista ese consenso. Cada persona va a sentir y pensar la nación desde su propia biografía. Puedes no haber vivido hace trescientos años –algo obvio por cuestiones biológicas-, pero puedes creer que estarías en condiciones de hacerlo sintiéndote como en tu casa. De hecho, Menéndez Pidal escribió en 1949 que alguien de la corte de Don Pelayo tenía la misma idiosincrasia que alguien de Madrid de mediados del siglo XX. Lo relevante es la lectura que haces, algo que forma parte del derecho de cualquiera. Da lo mismo que seas recién llegado a un país y asumas su historia como algo real que brinda tranquilidad, que tengas ocho apellidos que hunden sus raíces en la noche de los tiempos o que pertenezcas desde que naciste a un


ámbito muy nuevo y que sin embargo sientes con gran fuerza. Piénsese en las Comunidades Autónomas en España, que pese a su juventud han otorgado fuertes identidades; o en países recientes, como Panamá o Croacia. Hay algo muy evidente: es difícil hablar de naciones sin que se caliente el ánimo. Principalmente de quien se siente parte de otra nación, que ve al otro como una amenaza. Pensar la nación como un proceso teleológico, donde el momento actual se ubica en el pasado, no pasa de ser “una petición de principio”. Las naciones cuajan –o no- al margen de las voluntades que las ensalzan. España es una nación joven que se cree vieja. Su relato está entremezclado con el refajo asfixiante de un Estado que, por el contrario, es muy antiguo. Un Estado marcado desde el inicio por una aristocracia absolutista que apagó el fuego municipalista de las germanías y de las comunidades castellanas. Y por una religión enemiga del diálogo que se alió con el poder político expulsando a los otros credos –judíos y musulmanes- desde los inicios de la modernidad (1492). Sólo Amadeo de Saboya empezó a ser Rey de España (y no de las Españas, como Isabel II). Y en la guerra de la independencia, contra un invasor que hablaba otro idioma, la jota –recuerda Álvarez Junco- que sirvió de himno recitaba que “la Virgen del Pilar dice/que no quiere ser francesa/que quiere ser capitana/de la tropa aragonesa”. Aragonesa, no española. “El secreto de la nación – escribe José Luis Villacañas- es el poder político que con el tiempo acabó siendo Estado”. Un poder político que va construyendo prácticas, hábitos, estilos que se rutinizan y construyen un “nosotros” donde las personas que habitan en un mismo territorio se saben concernidos, se entienden parte de algo compartido, burlan la muerte construyendo un relato común que tranquiliza al tiempo que miente diciéndote que vienes de un pasado inmemorial. Que sigue mintiendo cuando te dice que esa tierra a la que perteneces va a darte la inmortalidad, pero que conecta con las necesidades de este humilde animal que empezó a saber que iba a morirse por culpa de un cerebro capaz de pensarse a sí mismo pero incapaz de evitar nuestra finitud. Históricamente ha sido el poder público quien ha sido capaz de hacer valer ese relato compartido que se llama “nación”. Pero en España, Castilla, encargada de esa tarea por haber liderado la “Reconquista”, se dedicó a otros menesteres. El catolicismo y el protestantismo fueron esenciales en la construcción de ese relato en Europa. Pero no siempre el Estado tiene éxito a la hora de solventar en un territorio las diferencias étnicas y las diferencias religiosas. Castilla se entregó a la conversión de herejes. Las órdenes religiosas, militarizadas como brazo armado de la Santa Inquisición, tenían a menudo más fuerza que el poder público castellano. España, como ha contado Antonio Elorza, es una yuxtaposición de territorios que surge del fracaso de Castilla para construir la nación española. Los territorios anexionados en la Reconquista nunca encontraron ventaja alguna en formar parte de una nación común. Mientras tanto, Catalunya, que no tenía Estado, iba construyendo su nación (ese entramado simbólico compartido). Decimos que Italia y Alemania (es la tesis clásica de Helmut Pläsner) son


naciones tardías. Y Villacañas insiste: no menos que España. Cuando el poder político debía crear una nación, renunció a ello y prefirió pensar en la cristiandad, pues estaba impelida por la conversión de judíos y moriscos y la influencia de la inquisición. Nunca buscamos crear una sociedad nacional. No hemos tenido nunca una “nación existencial” compartida con consensos básicos compartido, de manera que los mandatos del centro eran visto como imposiciones. La unión de las coronas de Castilla y de Aragón nunca cuajaron y mantuvieron instituciones diferentes. Azaña pensó en 1932 que la unión de los españoles iba a hacerse por vez primera. Esa unión aún está pendiente. Y el primer paso para lograrla –o desistir del intento- pasa por reconocerlo. La Inquisición, construida sobre la razón de Estado (más que sobre la razón religiosa) tenía necesariamente que caer en el esencialismo. La disidencia se escondía y quien participara de la exhibición extrema de la fe podía darse por salvado. Fuera noble o plebeyo. Tener la misma “sangre limpia” era más relevante que tener la misma posición económica. Esta realidad estatal ha acompañado a nuestro país hasta el terrible siglo XX. Por un lado, una España con una estructura de Consejos Reales, asentados en el privilegio y que no dudaban en hacer levas para alimentar sus aventuras imperiales. Y con la Inquisición como arma religiosa de una estructura de poder alejada de la población. Por otro, una España con dificultades para construir un relato compartido. No es extraño que la picaresca fuera un género nacido de ese divorcio entre el Estado, una “maquinaria secreta y lejana” (en expresión de Villacañas) y un pueblo sobre exigido y perplejo. Las naciones, como dios, cuando se hablan se enfrían. Pero si se mantiene en el territorio de lo simbólico, la misma fuerza identitaria tiene un catalán que recurra a la historia para dialogar con sus siglos de anclaje nacional, un vasco que reclame sobre bases científicas pruebas de un ADN propio, un español que apenas disponga de menos de 200 años para hablar en puridad de España o un nacional del último estado que reconociera la ONU y apenas tuviera unos meses de vida. Las personas tenemos solamente una vida y breve. Lo que sentimos lo sentimos igual. Por eso, cuando se habla de sentimientos, se llega igual de lejos en todas las partes. Por eso no es malo derivar la discusión a otros sitios. Por ejemplo, al derecho que tienen los pueblos a tomar sus propias decisiones. Sean milenarios o recién llegados a la historia. El derecho a decidir, como un asunto democrático, tiene más recorrido que si se esgrime en términos identitarios. Lo que no quita que los pueblos tienen todo el derecho a decidir sobre cómo, con quién y de qué manera quieren convivir políticamente. De hecho, lo únicamente relevante en términos de convivencia dialogada es el derecho a decidir de los pueblos, sin necesidad de que el argumento se sostenga sobre cuestiones que no se pueden demostrar. El federalismo o la nevera de las naciones


“España ha dejado de ser católica”, dijo Azaña inaugurando el Consejo de Ministros en 1931. Luego vino un golpe de estado que, al fracasar, devino en una guerra civil que trajo, al ganar el bando fascista, cuarenta años de dictadura. La legitimidad nacional-católica necesitó negar la condición plurinacional de España y se fue al pasado a inventar un país sostenido sobre mentiras. Los vencedores de la guerra civil impusieron una nación que no existía aun a costa de eliminar a media España e insistiendo en los elementos que no habían funcionado: aristocracia, monarquía, religión y centralismo. Pero bajo una dictadura. “El pleito nacional catalán –dice Vidal Folch- viene de lejos y es de alta densidad” Es imposible que entendamos el País Vasco o Cataluña si no entendemos España. De la misma manera, una parte (a veces la más avanzada democráticamente) del País Vasco o Cataluña ha preferido entenderse a sí misma y no a España, de forma que no le ha ayudado a entenderse, sino que la ha seguido empujando a una cerrazón que está en el corazón de los problemas compartidos. De ahí esa sensación constante de diálogo de sordos a la que asistimos. No erraremos mucho el tiro si decimos hoy que “España ha dejado de ser España”. No porque no exista, pese a todos sus problemas, sino porque los españoles están teniendo dificultades para existir identificándose como tales. Dicho de otra manera, los españoles están en dificultades si existen varias naciones políticas que no se consideran parte del poder constituyente que representa el régimen de 1978. Expresado de manera más clara: si es cierta la existencia de varias naciones políticas que reclaman su condición de poder constituyente propio. España no lo tuvo nunca fácil, pero tantos errores tenían necesariamente que desembocar en el actual callejón sin aparente salida. Ser, como veíamos, uno de los estados más antiguos de Europa y una de las naciones más recientes que, además, vio detenido el diálogo durante el siglo XX por una dictadura militar de casi medio siglo, no nos deja ver luz al final del túnel. Los Reyes Católicos empezaron a consolidar el estado español, pero la nación española tuvo que esperar hasta el siglo XIX para verse reflejada en el espejo. España, que podía haber funcionado como un referente integrador siempre y cuando no se cerrasen sus contornos (cita Antonio Baños en La rebelión catalana a Luís de Camões quien afirmaba “Hablad de castellanos y portugueses, porque españoles somos todos”) empezó a mezclarse con las leyes de Castilla y a dificultar la posibilidad de ser “españoles” entendidos como parte de esa identidad nacional plural. Por el contrario, Cataluña, que fracasó en el siglo XVII a la hora de hacerse un estado independiente de la corona (en el momento en el que Portugal lo estaba logrando), es, como veíamos, una nación más vieja que la española (podríamos afirmar que esto sitúa en mayores dificultades al País Vasco, articulado por Sabino Arana como una identidad nacional a finales del siglo XIX, pero no es así, ya que una identidad, para existir, no necesita que le apliquen el carbono 14: basta con que un grupo de gente así lo quiera). Las nacionalidades históricas en el estado español comparten una identidad común, unas tradiciones, lengua,


hábitos y manera de estar mucho antes que en el conjunto de España lo hicieran de manera homogénea sus habitantes. Una identidad compuesta de otras identidades sólo puede sobrevivir si la parte pequeña puede desarrollar su doble identidad o si la elimina. Los estados nacionales han sido buenos laminando lenguas, culturas y pueblos y homogeneizando territorios (si en Argentina no hay un problema nacional es porque en el siglo XIX exterminaron a los nativos). El federalismo vino a intentar buscar un camino intermedio, especialmente cuando los estados iban acumulando responsabilidades y exigencias. Pero para que el federalismo sea real haría falta que en Córdoba, Madrid o Albacete no molestara que el Tribunal Constitucional estuviera en Barcelona o Donosti, la Comisión Nacional de la Energía estuviera en Jaén o Coruña o que la sede central de RTVE estuviera en Bilbao o Tarragona. Muy al contrario, en TeleMadrid creen que los catalanes hablan catalán por molestar. Otros creen que hablar euskera, gallego o catalán es ladrar. Así ¿cómo no te vas a marchar de esa casa en cuanto puedas? España: mal enseñada y mal aprendida España tiene tres grandes heridas que leemos hoy como tales de manera consciente o inconsciente, y que nos impiden solventar nuestros problemas. En primer lugar, la herida territorial, propia, como venimos analizando, de un país construido por acumulación, con hidalgos conquistadores y profundas dificultades para entenderse entre sí (algo ha ayudado la difícil orografía de España. Aún hoy, viajar de Galicia a Barcelona o de Oviedo a Huelva es un calvario. Una España con diferentes ritmos identitarios y con una fuerte impronta de conversiones, pogromos, inquisiciones y cruzadas. En segundo lugar, la herida internacional. El complejo de un país –complejo expresado por sus élites intelectuales a las que siempre les ha “dolido España”- por haber perdido pronto el imperio. Complejo por haberse construido con la tensión evangelizadora más que por la integración nacional y, por tanto, mirando más hacia esa tarea que a una relación nacional con los vecinos (el día nacional de España es un día de celebración de una gesta externa). Esta herida explica la relación compleja con Europa, con el norte de África y con América Latina. Por último, la herida social, marcada por cierto atraso en la revolución industrial durante el XIX pero, sobre todo, por una dictadura de 40 años, que tuvo lugar justo cuando se estaba construyendo el Estado social. La Transición, con su peculiaridades, no solventó los problemas de esa España de la oligarquía y el caciquismo. Esa herida social a menudo se expresa como herida territorial, especialmente cuando no se da solución desde el Estado a la situación de postración de las mayorías. Esto, junto con la cerrazón analítica y política de algunas fuerzas políticas conservadoras, explica parte de la desafección actual respecto de España en aquellas zonas que pueden solventarlo, al menos simbólicamente, desarrollando una identidad propia. En un trabajo muy leído al calor del proceso soberanista catalán, Antonio Baños, después de afirmar que es charnego no nacionalista sino internacionalista, que tiene cuatro abuelos de fuera de Cataluña y que se siente miembro de los pueblos


de España al tiempo que adversario del Reino de España, resume como ha llegado a preferir una Cataluña separada de España: “Tardé lo mío en hacerme indepe. Y no fueron TV3, ni el Avui, ni Òmmnium los que lo consiguieron. He de admitir que fueron los padres de la mejor España de la historia (Aznar, Pedro Jota, el TC, Zapatero, Rosa Díez…) los que me acabaron de convencer. Y, por supuesto, ayudaron mucho los silentes izquierdistas españoles que asistieron espectrales a la ignominia del Estatut. El federalismo que postulaba es una quimera infantil”. Esto aclara mucho las cosas. Si Cánovas afirmó con motivo de la discusión sobre la Constitución de 1876 que “Español es el que no puede ser otra cosa”, vemos que los españoles que no hemos sabido serlo somos los responsables de que los que pueden ser otra cosa se hayan puesto en marcha. Si los encargados de sumar no lo hacen, el fragmento surge. Independentismo por despecho. ¿Y acaso el despecho no es un sentimiento como cualquier otro? ¿No está Baños asumiendo que le han hecho nacionalismo a golpes? ¿No es, por tanto, un converso al sentimiento independentista? Si España hubiera logrado mantener la República, es bastante probable que no existiera esa necesidad de construir marcos estatales propios que ahora tiene una parte nada despreciable de Cataluña y del País Vasco. Tendría su identidad desarrollada y se encontraría dentro y construyendo esa identidad plural e integradora que debiera ser la España federal y republicana, integrada a su vez en un ámbito superior que es la Unión Europea. No se nos escapa que para algunos esto sería la peor de las traiciones, pues Cataluña o el País Vasco también serían España y eso lo vivirían como una derrota. Pero podemos intuir que hubiera sido una solución integradora. Que hubiera solventado las tensiones integrándolas, no anulándolas ni separándolas. Ese bachillerato que otorga identidad, se haría con Camba y Cunqueiro, con Neville y Berlanga, con José Mercé, Miguel Poveda, Lluis Llach y Labordeta junto a la memoria de Padilla, Bravo y Maldonado. Conclusión: la España republicana hubiera sido una solución mejor, por abrir vías de diálogo y por incorporar la complejidad, que la independencia. Sobre todo porque no daría vergüenza ser de esa España de Rajoy, Aznar y la Gürtel, de la inagotable pacatería llena de mala conciencia del PSOE, de la caspa de Rouco y Belén Esteban, del miedo a un contenedor ardiendo y la indiferencia ante compatriotas –o extranjeros- mirando en los mismos contenedores. Cuando celebraron como un héroe al embajador mexicano Gilberto Bosque por haber salvado a miles de personas del holocausto en Francia, contestó: “no he sido yo, ha sido México”. Un México que se reclamaba de ese sueño republicano y al que no le daba vergüenza sentirse un ánimo común. ¿Ciencia ficción? Dice Baños que España “es una unidad geográfica que alberga una diversidad política, algo común en las penínsulas ibéricas”. No es del todo cierto, pues, aunque tardía, España también es una nación. Eso explica por qué en Cataluña o en el País Vasco hay gente que se siente catalana o vasca y española. Los siglos de convivencia común (aunque estén atravesados de violencia) generan lazos que no pueden romperse por decreto. La procedencia de las gentes que viven en


los diferentes territorios del estado español remiten de manera mayoritaria a la misma España, de la misma manera que comunidades de inmigrantes pasadas dos o tres generaciones empiezan a participar de ese mestizaje. No hay que confundir cómo están actualmente las cosas con una suerte de esencia inmutable. Si citamos a Bakunin tenemos que actualizarlo: “Cada nación, grande o pequeña, tiene el indiscutible derecho a ser ella misma, a vivir de acuerdo con su propia naturaleza. Este derecho es simplemente el corolario del principio general de libertad”. Porque ese “ser ella misma” cambia con el tiempo. Puede ser una cosa o dejar de serlo. La nación siempre es una construcción presente referenciada en un pasado visto como glorioso y que orienta a un futuro cuya incertidumbre se ve rebajada por la identidad compartida. La nación, como dios, no existe, pero funciona. ¿La propuesta confederal serviría? Creo que no termina de encarnarse. El mismo Baños afirma: “una España formada por varios estados independientes (donde estarían Cataluña y Portugal) como lo es Latinoamérica, que es conocida como unidad cultural, pero como una diversidad estatal”. Aparte de no conocer bien la realidad latinoamericana (los chilenos no dejan a los bolivianos tener acceso al mar, hace un par de años casi se caen a tiros entre Colombia, Ecuador y Venezuela, Brasil actúa como un subimperio o hubo golpes de Estado en Honduras y Paraguay sin que el resto pudiera frenarlo), reducir la identidad a algo tan vago no sirve, pues las identidades políticas tienen consecuencias en la convivencia que no se zanjan con ese leve aire de familia. No basta con decir “plurinacional”: hace falta levantar la convivencia sobre esa realidad y hacerla viable. Las tensiones soberanistas en España pueden servir para avanzar democráticamente y solventar las tres grandes heridas que arrastramos desde, al menos, el siglo XIX. No estaría mal aprovechar esa tensión para ahondar en el derecho a decidir, porque cuando alguien no quiere no se le puede convencer a la fuerza. ¿Pero cómo hacer valer la solución federal si no hemos sido capaces de construirla como una alternativa válida? ¿No tienen acaso razón los que dicen que sólo vamos a despertar en “España” cuando los que reclaman la independencia lleven su propuesta hasta el extremo? Las causas de la desafección las ha resumido Vidal-Folch: una situación previa que va acumulando encono; la sentencia del Tribunal Constitucional (donde jueces con poco prestigio tumban un Estatut pactado en las cortes y aprobado por la ciudadanía catalana. Sin contar con que algunos de los artículos que han rechazado están en los estatutos de Andalucía o de la Comunidad Valenciana); la recentralización del PP (incumplimiento de las inversiones públicas centrales; filibusterismo administrativo sobre el corredor ferroviario mediterráneo; privatización del aeropuerto del Prat; cesión de hospitales a la Generalitat; obstrucción al cobro de impuestos; reforma educativa que busca “españolizar a los niños catalanes”; la crisis económica utilizada para encubrir la mala gestión; no se habla del paro y de la crisis sino de balanza fiscal negativa; continuidad o no


en la UE; convocatoria del referéndum; presiones a los empresarios; referéndum escocés. Si bien tienen razón los que piensan que la rebelión independentista podría servir para que despertara el resto del estado, también pudiera servir para dar munición a los neoliberales para los que las cuestiones nacionales siempre están detrás de las económicas ¿O es que no es cierto que Artur Mas está más cerca de Rajoy que de David Fernández o Quim Arrufat de las CUP? ¿No puede ser real que se encuentren Sortu y el PNV en los asuntos nacionales y congelen las diferencias acerca de las reclamaciones sociales? El régimen del 78 está agotado. En Cataluña han juntado la necesidad racional de superar la crisis con la sentimental de la nación. Pueden citar a Martí i Pol y decir que “Todo está por hacer y todo es posible”. De ahí su fuerza. Convertida en sentido común. Ya tienen autoconciencia como pueblo (más allá de estar a favor o en contra de la independencia) y la recuperación de la política. Por eso afirman en ese nuevo sentido común: ¿cómo que el pueblo no puede decidir sobre todo lo que quiera decidir? Y en España, mirando. Más allá del régimen del 78 La falta de existencia de una nación decente, lleva a que puedan volver a estallar todas las dualidades propias de esta torcida aventura histórica. Como dice José Luis Villacañas, “Por una parte, a una degradación de la relación de confianza entre representantes y representados y, al mismo tiempo y por otra, a una radicalización de todas las diferencias bajo la forma de la dualidad: católico/ laico, nación española/ Cataluña, privado/ público, joven/ mayor, rico/ pobre, preparado/ inculto, trabajador/ parado, de tal modo que hace crecer día a día la percepción de que si esas diferencias no se estabilizan y reducen, cundirá la impresión de que de nuevo estamos en una nación no constituida con su tendencia a interpretar la dualidad como diferencia amigo/enemigo interior.”. En España no puede haber consensos porque nunca los hemos creado. El consenso de la Transición fue una imposición. Por eso la insistencia de la derecha en recuperarlo. España no ha gustado de la diferencia. Un país católico que ha querido solamente una verdad, un rey, una lengua, una religión, un pueblo. En nombre de esa estigmatización de la diferencia se han expulsado o eliminado a moriscos, judíos, gitanos, erasmistas, afrancesados, liberales, republicanos y, ahora, a los que creen que el régimen del 78, en cualquiera de sus aristas –incluida la territorialestá agotado. Un Ministro de educación del gobierno del Reino de España no puede decir que hay que españolizar a los niños catalanes cuando en 1715 el Consejo de Castilla mandaba “que en todas las escuelas de primeras letras y de gramática no se permitan libros impresos en lengua catalana, escribir ni hablar en ella dentro de las escuelas”. Cuando otro tanto haría el Conde de Romanones en 1902


prohibiéndoles enseñar la doctrina cristiana en catalán. España, mal enseñada y mal aprendida Es muy injusto catalogar al nacionalismo catalán de irracional y sentimental desde la certeza de la existencia de España, pues quien así obra no se da cuenta de que su tranquilidad viene de una fuente igual de irracional pero que, al ser hegemónica, no necesita ser expresada ni argumentada. Sólo tu nación parece la correcta y, como en las religiones, las demás te parecen secta, menos la tuya. El nivel de argumentario hispánico es muy bajo: si no tienes un Estado no eres una nación. El peso de la sociedad en la discusión territorial ha convertido a Cataluña en una vanguardia, mientras el País Vasco aún arrastra el peso de haber querido convencer del derecho a decidir a tiros. Hoy vemos que se ha disociado la discusión entre Cataluña y el resto del estado. Allí hablan de futuro. En España, de pasado. Eso no significa que haya espacio para declaraciones unilaterales de independencia. Los problemas territoriales nunca se solventan de esa manera y quien lo ignora o es un frívolo o un irresponsable. Es esencial entender la correlación de fuerzas en el conjunto del Estado, separar el peso de las diferentes heridas históricas, conocer cuánta gente apoyaría realmente una decisión de ese calado, y entender que no hay por qué asumir con una lógica fatalista la situación actual. Son los partidos del régimen del 78 los que han llevado al callejón sin salida en el que nos encontramos. El surgimiento de nuevos actores políticos abre nuevas perspectivas que permiten otros horizontes. Por eso no son válidas las posiciones que sólo reclaman una postura sobre asuntos finales –por ejemplo, estar a favor o en contra de un referéndum de independencia- porque ignoran que al estar agotado el ciclo político del régimen del 78, el nuevo ciclo tiene que definirse en toda su amplitud. Los problemas territoriales, como parte del derecho a decidir tanto de los individuos como de los pueblos de España, reclama un proceso constituyente, única herramienta que aunaría las condiciones pedagógicas para repensar la estructura territorial del Estado, y las condiciones políticas para la asunción del resultado que saliera. Un proceso constituyente es una gran conversación que sienta las bases de un nuevo contrato social asumido por la ciudadanía precisamente porque lo ha discutido y aprobado. Y que permite enfrentar cualquier salida que, a día de hoy, en cualquiera de sus extremos, parece imposible de llevar a cabo.


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