Etgar Keret Buenas intenciones
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BIBLIOTECA DIGITAL DE
AQUILES JULIĂ N biblioteca.digital.aj@gmail.com
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Buenas intenciones Etgar Keret, Israel Edición Digital Gratuita distribuida por Internet Editor: Aquiles Julián, República Dominicana. Email: aquiles.julian@gmail.com MEXICO Fernando Ruiz Granados José Solórzano José Eugenio Sánchez ARGENTINA Mario Alberto Manuel Vásquez Francisco A. Chiroleu Patricia del Carmen Oroño Ángel Balzarino Fernando Sorrentino ESTADOS UNIDOS José Acosta Aníbal Rosario José Alejandro Peña César Sánchez Beras ESPAÑA Henriette Wiese Giulia De Sarlo María Caballero Elena Guichot Teresa Sánchez Carmona Losu Moracho Rocío Parada
Coeditores: IHONDURAS Dardo Justino Rodríguez VENEZUELA Milagros Hernández Chiliberti Tony Rivera Chávez REPÚBLICA DOMINICANA Ernesto Franco Gómez Eduardo Gautreau de Windt Félix Villalona Ángela Yanet Ferreira Cándida Figuereo Enrique Eusebio Julio Enrique Ledenborg Vaugn González Efraím Castillo Oscar Holguín-Veras Tabar Edgar Omar Ramírez Carmen Rosa Estrada Roberto Adames Valentín Amaro
NICARAGUA Radhamés Reyes-Vásquez CHILE Claudio Vidal Eliana Segura Vega URUGUAY Marta de Arévalo APLA Uruguay PERU Luis Daniel Gutiérrez Nicolás Hidrogo Navarro Juan C. Paredes Azañero COLOMBIA Ernesto Franco Gómez Julio Cuervo Escobar SUIZA Ulises Varsovia HOLANDA Pablo Garrido Bravo PUERTO RICO Mairym Cruz-Bernal ECUADOR Anace Blum COSTA RICA Ramón Mena Moya
Primera edición: Mayo 2011 Santo Domingo, República Dominicana
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN es una colección digital gratuita que se difunde por la Internet y se dedica a promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, amplificándola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos.
ITALIA
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Contenido 5 / Keret y la nueva narrativa israelí / Aquiles Julián 8 / La nueva literatura israelí / Tamara Rajczyk 15/ Un agujero en la pared 19 / Un cuadro 24 / El gordito 29 / Romper el cerdito 35 / La chomba decente 40 / Extrañando a Kissinger 44 / La escuela de magia 49 / Zapatillas 54 / Una postal navideña 57 / Buenas intenciones 64 / Gotas 67 / Ojos brillantes 75 / Gulliver en irlandés 78 / Sobre el valor alimenticio del sueño 80 / Rabín ha muerto 84 / Etgar Keret / biografía
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© 2011 Libros de Regalo, editorial digital sin fines de lucro. Colección Biblioteca Digital de Aquiles Julián 1ª edición Impreso en Rep. Dominicana / Printed in Dominican Republic
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Keret y la nueva narrativa israelí Por Aquiles Julián A Etgar Keret llegué a través de uno de mis amigos en Facebook, desde Honduras. Me agradecía por el libro de Tom Wolff, el narrador norteamericano, y me preguntó por textos de Keret y de Amy Hempel. Yo no conocía a Keret. A nuestra isla no llegan muchos autores que se estiman de difícil salida por poco conocidos. Apenas quedan los autores a los que el marketing literario hace más bulla. Y descubrirlo fue toda una agradable sorpresa. Escarbé, removí, hurgué, viajé por blogs y páginas, hasta ir compilando una muestra suficiente para construir con ella un ebook que diera a nuestros lectores una idea del talento prodigioso de este narrador y cineasta israelí. Su obra, que ha ido traduciéndose al español, le ha ido ganando admiradores. Yo aspiro a que este modesto muestrario de sus cuentos contribuya a su difusión. A crearle más lectores. A propiciar un mayor acercamiento a ella.
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Lo vale. Vivimos ajenos a buena parte de la literatura que se realiza en distintas zonas del mundo, lejos de los focos de atención de las grandes editoriales. Eso nos pasa con la nueva narrativa israelí. Autores como el serbio Milorad Pavic ¿en dónde podríamos leerlo? La nueva literatura africana ¿qué es de ella? El hecho de que no sea rentable el editarlo, ¿nos condena a su desconocimiento? Realmente flotamos en un mar de desconocimiento, de pobreza, de limitaciones. Y si algo una y otra vez nos desconcierta es lo ignorante que somos de lo que sucede en otras literaturas, en otras culturas. Y eso mismo sucede con ellos respecto a nosotros. ¿A quién le inquietará lo que producen los escritores de una islita pequeña del Caribe? De ahí mi propósito de romper tanto aislamiento, tanto desconocimiento. Los cuentos que hemos reunido se ganan el derecho a la lectura. Muestran a un autor que es una caja de sorpresas. Disfrútenlo. Compártanlo. Y busquen sus libros, cómprenlos y gócenlos. Es el mayor homenaje al que un escritor puede aspirar.
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La nueva literatura israelí Por Tamara Rajczyk Etgar Keret ocupa un lugar destacado en la nueva tendencia que se viene desarrollando en la literatura israelí desde mediados de los ochenta. Nacido en Ramat Gan en 1968, vive en Tel Aviv y, como casi todos sus colegas, no sólo se dedica a la literatura. Es colaborador permanente del diario local Tel Aviv y publicó, en colaboración, dos libros de comics: Nadie dijo que iba a ser gracioso y Calles de ira. En 1993 recibió el Primer Premio en el Festival de Teatro de Akko por su obra Operación Entebe, el musical. En 1996 escribió y dirigió junto con Ran Tal el cortometraje Malka, de corazón rojo, por el que recibió el reconocimiento de la Academia Israelí de Cine y el Primer Premio en el Festival de Cine de Munich. Lleva publicados tres libros de cuentos y una novela corta. Sus relatos presentan una realidad en crisis, que no siempre puede ser representada e incluye elementos fantásticos, como una manera de interpretarla. Sus protagonistas son seres humanos confundidos en medio de un mundo que no pueden comprender. Keret utiliza el idioma realista y más crudo de la calle, incluye insultos y hasta deformaciones verbales. En su escritura, de fácil
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lectura, se mezclan el humor y el desenfado. Entrevistado en una oportunidad sobre este punto, declaró: “La mayoría de las personas habla incorrectamente, desde mi punto de vista, no prefiero el idioma culto o el vulgar, mi único criterio es que sea un idioma auténtico para cada uno de los personajes”. A pesar de ser criticado por algunos docentes de lengua, sus obras tienen mucha aceptación entre los jóvenes, quienes encuentran en él alguien que interpreta y describe el universo joven. Es por eso que algunos de sus relatos ya son parte de la currícula escolar. El cuento Tzfirah (Sirena), que trata un conflicto entre adolescentes que se desarrolla en el Día de la Shoah, es generalmente tratado en los colegios secundarios para dicha fecha. Este autor utiliza muchas metáforas e imágenes para pintar a sus personajes, que tratan de comprender la vida que viven, y para eso inventa una realidad alternativa. En sus cuentos hay un entramado que incluye realidad y fantasía, situaciones de la vida cotidiana enlazadas con un mundo imaginario. Los personajes expresan sentimientos y sensaciones. Casi todos sus relatos son en primera persona y el narrador se refiere a experiencias que atravesó en su vida, todas ellas de fácil identificación para el lector israelí, ya que se trata de situaciones cotidianas y rutinarias de la vida en Israel. Su primer libro de cuentos es Tzinorot (Tuberías), publicado en 1992. A modo de ejemplo, uno de los cuentos de esta antología se denomina Neylun, cuya traducción es plastificación, palabra creada a partir del sustantivo
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nylon. En este relato se narra la situación de degradación que vive un soldado, llamado Jasín, a manos de su sargento. En el servicio militar, los soldados deben plastificar los elementos de primeros auxilios. El superior en cuestión demuestra delante de la compañía que por el envoltorio se filtra agua y arremete a los gritos contra el soldado: í “¿A esto llamás neylun, Jasín? En este plástico hay un agujero del tamaño de una vagina. ¿Viste alguna vez una vagina, Jasín?” El protagonista resuelve el conflicto de la siguiente manera: se plastifica totalmente, para aislarse y superar la situación. Realidad y fantasía se entretejen para sobrellevar la vida. El segundo libro de cuentos fue Gaaguai le Kissinger (Mis nostalgias de Kissinger), en 1994 y posteriormente, en 1998, apareció su primer novela corta, Hakaitanah shel Kneller (La colonia de vacaciones de Kneller). La trama de la novela es muy sencilla: relata la vida en un más allá, en el que habitan aquellos que se han suicidado. Así comienza la historia: Dos días después de que me suicidé, encontré aquí trabajo en una pizzería llamada Kamikaze, que es parte de una cadena. Pleno de humor negro, por ese mundo deambulan Kurt Cobain (el cantante del grupo Nirvana), los terroristas que se explotan, algún soldado que se suicidó durante el servicio militar, una joven que se
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mató por amor y aquel que llama por teléfono a su madre judía todos los días, para que no se preocupe. La lengua utilizada está cargada de vocablos en inglés y slang israelí. La edición incluye también varios cuentos, cuyos títulos son acordes con la escritura Keret: El cuento del chofer que quería ser Dios, La chifladura de Nimrod, Útero. Este es el único libro que está en proceso de traducción al español. El último libro de Keret apareció en el 2002 y se llama Anyhu (Cheap moon), en inglés. Continúa la misma línea que los anteriores, haciendo aparecer situaciones fantásticas en el seno de la realidad, como en el primer cuento de esta antología llamado Shmanman (Gordito), en el que su protagonista descubre cada noche que su novia se transforma en un gordo fanático del fútbol. Así como en los otros libros, también estos cuentos aparentan simpleza y linealidad, a veces como si fueran guiones casi listos para ser filmados. Pero esconden un mundo que debe ser descubierto. Orly Castel Bloom es considerada, junto con Etgar Keret (ver “Horizonte” Nº8), una innovadora dentro de la literatura israelí de fin de siglo XX y comienzos del XXI. Su estilo es diferente a todo lo que se había escrito hasta entonces. Es una autora original que abrió una nueva senda en las letras hebreas, despojándose del peso de la historia y de la profundidad psicológica. Su escritura, irónica e irreverente, provoca
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controversias. Utiliza el lenguaje hablado más natural y sus personajes deambulan en el límite entre la banalidad y la búsqueda de sentido. En sus relatos y novelas se mezclan el hiperrealismo con la hiperfantasía. Orly Castel Bloom es hija de padres egipcios, quienes llegaron a Israel apenas creado el Estado, en 1949. Ella nació en Tel Aviv en 1960 y estudió cine en la Universidad de Tel Aviv, donde reside actualmente. Sus primeras publicaciones son relatos: No lejos del centro de la ciudad (Lo rajok mimerkaz hair), en 1987, y Ambiente hostil (Svivá oienet), en 1989. Su primera novela, Donde me encuentro (Eiján aní nimtzet), de 1990, cuenta la historia de una mujer de cuarenta años, divorciada, que abandona todas las identidades que constituyen su personalidad (esposa, madre, profesional) y pasa a vivir en los límites de la vagancia, mientras zurce redes de pesca. Dolly City, de 1992, es la novela que la hizo trascender en el universo literario israelí. Dolly es una joven física que adopta un bebé y, en una variación posmoderna de la idishe mame, realiza actos increíbles para protegerlo: lo vacuna contra toda enfermedad posible, le implanta el riñón de un bebé alemán, graba un mapa de Israel en su piel. A través del hijo de Dolly, con un humor negro y un lenguaje sarcástico, la autora aborda el concepto de la nación que sacrifica a sus hijos, una metáfora del relato bíblico acerca del sacrifico de Isaac. Desde que comenzó a publicar, Orly Castel Bloom fue alternando los relatos y las novelas. Su producción incluye, además de los textos mencionados, dos
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libros de cuentos: Historias no deseadas (Sipurim bilti retzoniim), de 1993, y Radicales libres (Radikalim jofshiim), de 2000; un libro infantil: Comportémonos bien (Shneinu nintnaheg iafé), de 1997, y tres novelas: La Mina Lisa, de 1995, El nuevo libro de Orly Castel Bloom, de 1998 y Trozos humanos (Jalakim enoshiim), de 2002. Esta última novela es una sátira divertida sobre el país e incluye todos los temas que constituyen la realidad israelí: los atentados, la desocupación, lo políticamente correcto, la inclusión/exclusión de los nuevos inmigrantes. Estos elementos se engarzan en una realidad fantástica en la que seis personajes urbanos tratan de sobrellevar un invierno terrible azotado por la lluvia después de muchos años de sequía. Además de la catástrofe natural, una epidemia provocada por la guerra biológica flagela al país: es la “gripe saudí”. En este escenario de sufrimiento, víctimas y dolor, quedan sólo los trozos humanos que no son más que pequeños momentos de amor, alguna aspiración que se concreta parcialmente o una demostración de afecto, en medio de otros sentimientos humanos como el temor, el miedo y la angustia. La autora relata esta tragedia con un sutil sentido del humor, que es, en definitiva, la única manera de sobrellevarla. Hace apenas unos meses se publicó una recopilación de cuentos selectos de Orly Castel Bloom: Con un arroz no se discute 1987-2004 (Im orez lo mitvakjim), que incluye relatos de todas sus publicaciones anteriores. Hasta el momento, ninguna de sus obras fue traducida al español, pero confiamos
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en que esto suceda pronto para que los lectores iberoamericanos puedan disfrutar de esta creadora original y diferente. Revista Horizonte
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Un agujero en la pared En la avenida Bernadotte, justamente al lado de la Estación Central de Autobuses, hay un agujero en la pared. Antes hubo ahí un cajero automático, pero se estropeó o algo parecido, o quizá es que simplemente no se usaba, así que vino una camioneta con personal del banco, se lo llevaron y nunca más lo han vuelto a poner. Alguien le dijo un día a Udi que si se pide a gritos un deseo en ese agujero de la pared, entonces se cumple, pero Udi no se lo creyó demasiado. La verdad es que una vez, cuando volvía del cine por la noche, gritó en el agujero que quería que Dafna Rimlet se enamorara de él, pero no pasó nada. Y en otra ocasión, cuando se sentía terriblemente solo, se desgañitó ante el agujero pidiendo que quería tener un amigo ángel y, aunque es verdad que después apareció un ángel, no resultó ser precisamente un amigo, porque siempre desaparecía cuando Udi realmente lo necesitaba. El ángel era delgado, encorvado y siempre llevaba puesto un impermeable para que no se le vieran las alas. A veces, cuando se encontraban solos, se quitaba el impermeable y, en una ocasión, hasta permitió que Udi le tocara las plumas de las alas; pero cuando había otras personas en la habitación se lo dejaba siempre puesto. Los hijos de Klein le preguntaron un día qué es lo que tenia debajo del impermeable y él les dijo que llevaba una mochila
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con libros que no eran suyos, y que temía que se mojaran. La verdad es que se pasaba el día mintiendo. Le contaba a Udi unas historias que eran para morirse: de los distintos lugares del cielo, de personas que cuando se van por la noche a casa a dormir dejan las llaves en el contacto del coche, de gatos que no tienen miedo de nada y que ni siquiera saben lo que quiere decir "¡Vete!". Menudas historias inventaba, y encima, juraba por Dios que eran verdad. Udi lo quería muchísimo, siempre se esforzaba por creerle y hasta le prestó dinero alguna vez que lo vio en apuros. El ángel, por el contrario, no ayudaba a Udi en nada, y no hacía más que hablar y hablar y contarle todas esas estúpidas historias. En los seis años que Udi lo conoció no lo vio lavar ni un solo vaso. Cuando Udi estaba haciendo el servicio militar y realmente necesitaba a alguien con quien hablar, el ángel desapareció de repente durante dos meses para después regresar sin afeitar y con cara de no-mepreguntes-nada. Udi no le preguntó y el sábado se sentaron tristes y en calzoncillos en la azotea para calentarse al sol. Udi se quedó mirando las otras azoteas con cables, los depósitos de agua y el cielo. Se dio cuenta de repente que durante todos los años que llevaban juntos no había visto volar al ángel ni tan siquiera una sola vez. -¿Y si volaras un poco?-le dijo al ángel-. Eso te animaría.
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Pero el ángel le contestó: -Olvídalo, me puede ver alguien. -Ándale- dijo Udi-, vuela sólo un poco, hazlo por mí. Pero el ángel se limito a dejar escapar de la boca un ruido repugnante para después escupir en la azotea asfaltada un salivajo mezclado con una flema blanca. -Déjalo-lo provocó Udi-, seguro que no sabes volar. -Pues claro que sé-se enfadó el ángel-, lo que pasa es que no quiero que me vean. En la azotea del frente vieron que unos niños lanzaban a la calle bombas de agua. -¿Sabes qué?-sonrío Udi-, hace tiempo, cuando era pequeño, antes de conocerte, solía subir aquí a menudo a tirarles bombas de agua a las personas cuando pasaban entre las marquesinas -prosiguió Udi, inclinándose sobre la barandilla mientras apuntaba con un dedo hacia el espacio que había entre la marquesina de la tienda de comestibles y la de la zapatería-. La gente levantaba la cabeza hacia arriba, veía una marquesina y no sabía de dónde le había caído. El ángel también se levantó, miró hacia la calle y abrió la boca para decir algo. De repente Udi le dio un empujoncito por detrás y el ángel perdió el equilibrio. No fue más que una broma, no quería hacerle nada malo, sólo obligarlo a volar un poco, por divertirse. Pero el ángel cayó los cinco pisos como un saco de patatas. Udi lo miraba atónito, tendido allí abajo en la acera. El cuerpo entero sin moverse y sólo las alas agitándose con una especie de último aliento
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de vida. Entonces comprendió finalmente que de todas las cosas que el ángel le había dicho nada había sido cierto y que ni siquiera era un ángel, sino sólo un hombre mentiroso con alas.
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Un cuadro Supongamos que alguien promete pintarte un cuadro. Cualquier cuadro, nada en especial. Tú le prestas tu piso por un mes y, a cambio, él te hace un cuadro. No firmáis ningún contrato ni nada parecido, pero aun así se trata de un acuerdo como cualquier otro. Mirado con objetividad, todo son ventajas. Las dos partes deberían quedar satisfechas. Tú te aprovechas de sus inigualables dotes de pintor y él de tu tan apreciable capacidad para desaparecer intermitentemente del país por temporadas; en una ocasión a Tailandia, en otra a Japón y, esta vez, digamos que a un lugar bien consolidado. A Francia, por ejemplo, ¿sabes qué? A París. La principal pregunta que ahora cabe plantearse es: ¿se trata realmente de un negocio justo? Legal sí lo es, porque se está llevando a cabo de acuerdo mutuo. ¿Pero será justo? Para ser sinceros, resulta difícil de decir: tú estás sentado en los Campos Elíseos, tomándote un cafetito y, mientras, él te tiene que pintar un cuadro, como si fuera tu esclavo. Aunque por otro lado, el alquiler que hubiera tenido que pagar por un sitio parecido, si lo hubiera alquilado por un mes, sería mucho más elevado que la cantidad que habría podido obtener por un cuadro que hubiera pintado. Además, de cualquier modo, el tío caga en tu váter,
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duerme en tu cama, se tapa con tu colcha, y no sólo él, puede que también todo tipo de gente que lleva a casa. Porque la verdad es que no tienes ni idea de lo que ahí está pasando. Y mientras, tú te encuentras atrapado en un hotel francés de medio pelo con una recepcionista antipatiquísima que no entiende ni una sola palabra de inglés. Además, los Campos Elíseos esos tampoco es que sean ningún chollo, con ese sol de julio jodiéndote la cabeza y un millón de turistas japoneses a tu alrededor. Cómo vas a conseguir quedarte ahí todo un mes dando vueltas, sólo Dios lo sabe. Un Dios hipotético, claro está, porque todo eso no está sucediendo de verdad. Supongamos que pasadas dos semanas te ves obligado a volver. Te han robado la cartera, o crees que te la han robado aunque, en realidad, la has perdido. Se te cayó, o la tiraste tú, ¿qué más da? Se te ha terminado el dinero y te vuelves. El trato estaba fijado en «un mes», de manera que surge la siguiente pregunta: ¿Te está permitido volver antes de tiempo al piso? Según parece, sí, aunque quizá la respuesta debiera ser no. Pero supongamos el caso contrario; que la otra parte del trato hubiera perdido sus utensilios de pintura. No, eso no es un buen ejemplo. Que hubiera perdido la inspiración. ¿Resultaría entonces lógico, por tu parte, exigirle que acabara la obra? La comparación, en este caso, no es exacta, porque la inspiración es un concepto muy, pero que muy resbaladizo con el que resulta difícil tratar íntimamente, mientras que un piso es algo que
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consta en el registro de la propiedad y la moneda francesa es algo que sin mayores problemas te pueden dar tus padres. De cualquier modo, has vuelto a Israel y ahora los dos estáis en el piso. Esta habitación es la tuya y aquélla la de la otra parte del contrato. A veces, por la noche, os encontráis a la puerta del cuarto de baño. La otra parte es muy bien parecido y además tiene un cuerpo que te excita. Supongamos que te sientes muy atraído por él. Estás sudando. ¿Sabes qué? Vamos a ponértelo más fácil: supongamos que la otra parte es una chica. Una chica con una cara preciosa y un cuerpazo que te atrae muchísimo. Ven, que te abro la ventana. ¿Estás mejor ahora? Como en el chiste del pepino, la otra parte es más guapa. Mucho más bonita que los cuadros que pinta. Porque siempre es guapa, mientras que pintar sólo lo hace cuando no duerme, o come o folla con hombres que tú no conoces en las sábanas que te regalaron tus padres por tu cumpleaños. ¿Sabes qué? Digamos que en otras sábanas, pero con unos hombres que tú sí conoces. No, no voy a decirte quiénes son, pero los conoces de sobra. ¿Pero dónde estábamos? Ah, sí, en los Campos Elíseos. Que habías tirado la cartera en cualquier lugar y te volvías para Israel. Y que os habíais apañado. Cada uno tiene ya su habitación. Sólo que en este caso en concreto, la habitación
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de ella también es tuya. ¿Y el cuadro? No le ha salido del pepe ponerse a pintar. O sí, pero de cualquier modo no te ha parecido oportuno preguntárselo. Pero todos esos hombres que vienen y se van en medio de la noche la hacen gritar. Cosa que a ti te parece que es de muy poca delicadeza. Porque si consiguieras quedarte dormido, seguro que te despertarían. Pero por favor, ¿esto qué es? Unos hombres que tú conoces, y no voy a decirte quiénes son, la hacen gritar en plena noche, y después, por la mañana, no le quedan fuerzas para pintar el cuadro que te debe legal y moralmente según el trato establecido. Por tu parte, todo está muy claro, ¿pero qué puedes decirle? ¿Anda a dormir para que luego puedas pintarme el cuadro que me debes? Jamás tendrás valor para eso, especialmente después de haber llegado con dos semanas de antelación. Además, puede que sí lo esté pintando, que pinte con modelos, que son los hombres que tú conoces. Por ejemplo, que esté pintando a tu hermano mayor. En medio de la noche. Y cuando él se mueve un poco, ella le grita, de puro desespero. ¿Qué estará pintando? Habrá que averiguarlo, y cuanto antes. Debes saber que de ese cuadro puede llegar a obtenerse muchísima información acerca de la relación que ella tiene establecida contigo. ¿Y si estuviera enamorada de ti? ¿Y si todo este negocio del piso no ha sido más que una treta con el fin de poderse acercar a ti? En
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cualquier caso, ¿podrías aflojarle un poco el cuello a tu hermano? Es que se está poniendo un poco azul. Pero ¿dónde estábamos? Azul. Al final ha resultado que te está pintando un mar. No, un cielo. Ay, perdón, es que acabas de asfixiar a tu hermano. Ah, sí, precisamente estábamos hablando de que por un cuadro se puede saber mucho del carácter de una persona.
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El gordito ¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido. Sales con una chica. Una primera cita, una segunda cita, un restaurante por aquí, una película por allá, siempre en sesiones matinales, exclusivamente. Empiezan a acostarse, el sexo es espectacular y después llega también el sentimiento. Cuando de pronto, un buen día, viene a ti llorando, tú la abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto cualquiera, que se trata de algo tenebroso, de una maldición, un asunto que ha querido revelarte todo este tiempo pero no ha tenido valor para hacerlo. Porque se trata de algo que la oprime constantemente como si de un par de toneladas de ladrillos se tratara. Algo que te tiene que contar, porque tiene que hacerlo, aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al momento vuelve a ponerse llorar. —No te voy a dejar —le dices—, yo no, yo te quiero. Puede que parezca que estés algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te ha enseñado que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría de las veces
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algo de la importancia de haberse echado un palo con un animal, con un familiar o con alguien que les dio dinero a cambio. —Soy una puta —acaban diciendo siempre. —No, que no —insistes tú abrazándolas, o— Shshshsh —si siguen llorando. —De verdad que es algo muy gordo —insiste ella, como si hubiera descubierto esa despreocupación tuya que tanto has intentado ocultar. —Puede que dentro de ti suene espantoso —le dices— pero es por la acústica. Ya verás cómo, en cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho menos grave. Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice: —¿Si te dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano, sin cuello y con un anillo de oro en el meñique, entonces también seguirías queriéndome? Y tú le dices que por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿que no? Lo único que está intentando es ponerte a prueba para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado soberbio ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto se lo dices ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón. Después se quedan abrazados y ella llora, porque se siente aliviada, y tú también lloras, sin saber por qué. Pero a diferencia de otras veces ella no se marcha. Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la cama, mirando su hermoso cuerpo, el sol que se
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está poniendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como de la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el salón, pulsando con sus rollizos dedos los botones del control de la tele, dispuesto a ver los deportes. Futbol, un partido de la Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro maldice y con los goles se levanta y hace la ola. Después del partido te dice que tiene la garganta seca y el estómago vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser posible de pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en el coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce. La nueva situación te tiene preocupado, muy preocupado, pero no sabes muy bien qué hacer porque la central neuronal de la decisión está paralizada. La mano cambia las marchas mientras bajas hacia Ayalon, como la de un robot, y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el tablero con el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en el semáforo que hay junto al cruce de Beit Dagon baja la ventanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a una soldado que está haciendo autoestop: —Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra?
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Después, en Azor, te pones a comer carne con él hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y reírse como un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que no es más que un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida te vas a despertar. A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana. —Me voy a dormir —le comunicas, y él te dice adiós con la mano desde el puf y sigue con la mirada clavada en el canal de la moda. Por la mañana te despiertas cansado, con un poco de dolor de estómago y la encuentras en el salón, todavía dormitando. Pero en cuanto has terminado de bañarte se levanta, te abraza con cierto aire de culpabilidad y tú te sientes demasiado confuso como para decirle nada. El tiempo pasa y siguen juntos. El sexo no hace más que mejorar día con día, ella ya no es tan joven, ni tú tampoco, así que un buen día te encuentras hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y tú se la pasan en grande cuando salen, como nunca te la habías pasado en la vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni el nombre, bailan juntos encima de las mesas y rompen platos y más platos como si el mañana no existiera. El gordito es un poco grosero, sobre todo
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con las mujeres. A veces tú no sabes dónde esconderte por las majaderías que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que está muy bien estar con él. Cuando se conocieron, a ti el futbol no te interesaba demasiado, mientras que ahora ya conoces a todos los equipos y cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sientes como si hubieras pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un sentimiento tan poco frecuente, especialmente en alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo que quieres. Y así, todas las noches, te duermes con él cansado viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana vuelves a despertarte a lado de una mujer guapa y comprensiva a la que también amas a rabiar.
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Romper el cerdito
Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso. -¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le dijo a mi madre- . No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes. Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, ¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten en mayores en unos maleantes que roban en las tiendas porque se han acostumbrado a conseguir todo lo que se les antoja de la forma más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un maleante. Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con nata es un shekel; sin nata, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada.
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Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en patineta. Porque como dice mi padre, eso sí que es educar. El caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico frío cuando uno se lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes que nosotros, un buzón del que mi padre no consiguió arrancar la etiqueta. Pesajson no es como mis oros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le derramen su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa. -¡Pesajson, cuidado que eres de cerámica! –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me tomo el cacao con la nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver que su sonrisa no cambia ni una pizca.
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-Te quiero, Pesajson –le digo después-, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase, aunque atraque tiendas. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti! Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo. -Cuidado, papá –le dije-, a Pesajson le va a doler la panza –pero mi padre siguió como si nada. -No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta. -¡Qué bien, papá! –le dije-. Un Bart Simpson en patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal. Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la otra. -¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre-, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi? -Pues claro –le respondí –le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
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-¡Venga, rompe el cerdito de una vez! -¿Qué –exclamé yo-. ¿Romper a Pesajson? -Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre-. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso. Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. Al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo? -No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi padre-, me basta con Pesajson. -No lo has entendido –me aclaró entonces mi padre-, no pasa nada, así es como se aprende, ven, lo voy a romper yo. Alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo, Pesajson iba a morir. -Papá –le dije sujetándolo de la pernera. -¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió con el martillo todavía en alto.
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-Quiero un shekel más, por favor –le supliqué-, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo. -¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa-. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia. -Eso, sí, conciencia –le dije-, mañana. –Y eso que las lágrimas ya me ahogaban la garganta. Cuando ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pesajson no decía nada, sino que muy calladito temblaba entre mis brazos. -No te preocupes –le susurré al oído-, te voy a salvar. Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí con Pesajson por la galería. Caminamos juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas. -A los cerdos les encantan los campos –le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo-, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
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Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.
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La chomba decente
Tengo una chomba de manga corta en el ropero, y un nuevo cumpleaños el próximo 20 de agosto, cinco días después de la desconexión israelí de Gaza. Para serles sinceros, tengo más de una chomba de manga corta, pero la naranja es la única que no tiene manchas y está en condiciones de ser usada en eventos tales como la firma de ejemplares en una librería, la asistencia un magazín televisivo o, incluso, en el bar-mitzvá de algún primo. “La chomba decente”. Así la llama mi mamá para distinguirla del resto de mis chombas –en mal estado, raídas, impresentables- parapetadas en el armario. Pero en tiempos como los que corren, tiempos de amargos conflictos y confusiones aquí, en Israel, cuando los colonos y sus seguidores se han apropiado ya del color naranja y lo han tomado para sí como símbolo de la férrea resistencia contra la retirada –blandiendo cintas y calcomanías naranjas frente a automovilistas y transeúntes-, hasta una simple chomba, común y corriente, implica, al parecer, una toma de posición. El miércoles último, de regreso de una lectura en una librería de Tel-Aviv, me vi abordado por un
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muchacho gordo, barbudo, que llevaba puesta una kipá color naranja. Me estrechó en un dulce, efusivo abrazo, y me dijo: “Hacé una mitzvá, hermano, ayudanos a repartir las calcomanías.” Entre sus manos regordetas aferraba un puñado de calcomanías con la frase: “Un judío no desaloja a otro judío”. Porque soy poco afecto a las efusiones de desconocidos, y porque además creo que, de vez en cuando, cuando se pasan de la raya, los judíos de veras necesitan ser desalojados por otros judíos –al menos ser encaminados, a los codazos, en la dirección correcta-, la propuesta me pareció algo desconcertante. “Disculpe, no puedo ayudarlo”, le confesé a mi sonriente rival político. Como muestra de coraje cívico, agregué: “mi mujer me espera en casa”. “Hermano”, siguió hablando el gordito, empapado de sudor, “querido hermano naranja, dale una mano a este judío. Después de todo, es un deber sagrado.” “Es que ella no se siente bien”, insistí con tono gallardo. “Además, está embarazada. El doctor me ordenó que no la dejara sola mucho tiempo.” “Ella no está sola”, dijo el gordito guiñándome un ojo, “el Todopoderoso está con ella y te envió hacía mí, directo desde el Cielo. Tomá, agarrá unos stickers”.
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Antes de que pudiera aclarar mis concepciones agnósticas y sus implicancias ontológicas respecto al supuesto grado de soledad de mi esposa, en compañía del Creador, un grueso manojo de calcomanías aterrizó en el bolsillo de mi chomba naranja. “Vos repartí en la calle Arlozorov”, me ordenó el barbudo, “yo me encargo de Ibn Gvirol. Que D’os nos ayude”. Sonreí de manera forzada, asentí y salí volando de aquel lugar. Una vez en casa, mi inquisitiva mujer mostró un particular interés por aquellas calcomanías que asomaban desde el bolsillo de mi chomba. Cuando intenté explicarle, me conminó a desprenderme cuanto antes de aquella remera. “Pero no puedo hacerlo”, me defendí. “No puedo tirar esta chomba, es la única buena que tengo”. “Tenés otras remeras”, insistió, “podés usar la negra que tenés”. “Me queda mucho mejor la naranja”, argüí. “Además, la negra tiene una mancha de tjina. “Entonces vas a usar una remera manchada, gruñó mi mujer, “estamos ante una situación de vida o muerte”. El verdulero árabe estaba de mi lado. “¿Para qué tirarla?”, preguntó. “¿Cuál es el problema que sea naranja? ¿Acaso, debido a este plan de desconexión, se supone que yo debo dejar de vender zanahorias? ¡No es más que un color estúpido! Un color que estaba aquí antes que nosotros y que seguirá
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existiendo cuando ya no estemos. A mí nadie me va indicar qué color simboliza qué cosa.” Envalentonado por las palabras del verdulero, y por la media sandía que acababa de comprar, enfilé para casa con la frente bien alta. Pero poco antes de llegar a la senda peatonal, un joven, de rostro pálido, con un cigarrillo entre los labios y una taza de café, de plástico, entre las mano, me reconoció y me espetó. “¿Y vos te considerás un intelectual? ¿Un escritor?” Señalaba el bolsillo de mi chomba, detrás del cual, se suponía, debía de latir mi corazoncito naranja. “Sos un colono ocupante, eso es lo que sos”. “No, no lo soy”, repliqué. “La compré de oferta, a 64 shekels, el verano pasado, mucho antes de que se empezara a hablarse de desconexión. Entonces la gente aún veía el naranja como un color sensual y juvenil, sin ninguna implicancia política.” “Andá a contarle ese cuento a otro, vos sos uno de esos pelotudos fascistas de derecha”, dijo el cara pálida, derramando sobre mí toda clase de insultos y media taza de café. “Ayer te vi en la calle Arlozorov con esas calcomanías en el bolsillo.” Mi esposa asegura que no hay lavado capaz de borrar las manchas de café. Aunque no le creo del todo, decidí no consultar una segunda opinión y tirar la chomba a la basura. Estamos atravesando tiempos difíciles e imagino que no es el momento indicado para usar chombas decentes. De esta manera, sin haber recibido cobertura de los medios ni llamados
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de condolencia, me convertí en la primera víctima del plan de desconexión. Apenas una víctima de la moda, es verdad, pero una víctima al fin. Cuando lleguen el tiempo de las próximas ofertas de liquidaciones, ya me juramenté ir por el amarillo patito, el verde esperanza, el marrón caca, o cualquier otro color lo suficientemente repulsivo como para que a ningún movimiento político se le ocurra ocuparlo y reclamarlo para sí. Ni ahora ni nunca.
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Extrañando a Kissinger Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta… Hace ya medio año que me hincha la cabeza con lo mismo, metiéndose los dedos en la vagina después de cada cogida para comprobar si es verdad que me he venido, y yo, en vez de decirle algo fuerte, me limito a comentarle: -No pasa nada, linda, todos nos sentimos un poco inseguros. Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más. -Haz algo que me demuestre que me quieres –me dice. ¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si por lo menos me lo dijera. Pero no. Porque cree que si la quiero de verdad, tengo que saberlo por mí mismo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a escoger. O sea que le he dicho que diga lo que
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no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es seguro es que de sus pistas no voy a sacar nada claro. -No quiero –dice ella- que te automutiles, que hagas algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo estarías haciendo también a mí. Además de que, decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres no es ninguna prueba de amor. La verdad es que yo nunca me haría daño aunque ella me lo pidiera. Pero ¿qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Ella no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, me rindo y me digo que no tiene remedio, que gaga lo que haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien con fuego juega, acaba tatemado. Pero después, cuando estamos cogiendo y ella me clava su mirada fija hasta lo más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando cogemos para que le meta en la boca la lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie de iluminación. -¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega a contestarme. -Si de verdad me quisieras, deberías saberlo por ti mismo. Y después de lamerse con la lengua los dedos que se ha sacado de la vagina, me suelta:
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-Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón. Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que pagar boleto. Pero ¡qué no haría yo por ella, qué no haré por ti, linda! Toda la calle Stampfer la he bajado a pie con el cuchillo en la espalda como un árabe suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es que me ha preparado un guiso con unas especias para morirse, como sólo ella sabe hacerlo. Me limito a comer en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien se traga las tunas con todo y espinas, que luego no se queje de almorranas. -¿Cómo está Miri? –Pregunta mi madre-. ¿Está bien tu amada? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan regordetes en la vagina? -Bien –le respondo yo-, la verdad es que muy bien. Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar segura que la quiero. -Llévale el de Baruj –se ríe-, es imposible que llegue a darse cuenta de que no es el mío. -¡Ay, mamá! –Me enojo-, que no estamos en la fase de mentirnos, Miri y yo estamos en momento de sincerarnos. -Está bien –suspira-, pues llévale el mío, que no quiero que se peleen por mi culpa, lo que me hace pensar, por cierto, ¿en dónde tienes tú la prueba para
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que tu madre que te ama que le demuestre que tú también le corresponde amándola un poquito? Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre me ponen a prueba? Y ahora, tengo que hacer el camino de vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón de mi madre. Y eso que seguro de que ella no estará en casa, que va a volver otra vez con su novio anterior. Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo. Hay dos clases de personas, a las que les gustar dormir del lado de la pared y a las que les gusta dormir al lado de las que las van a empujar fuera de la cama.
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La escuela de magia Nunca olvidaré la fiesta del final de la secundaria de la escuela de magia. El director hizo subir al escenario a los mejores diez graduados de la promoción, y cada uno de ellos hizo una demostración de sus habilidades. Eliav Morgenstein revoloteó por encima de los padres que componían el público como si fuera un pájaro. Elad Livnat convirtió unos cereales en aserrín y Avigail Pizsimons, que por entonces era novia mia, construyó un puente de cerillos que iba desde el escenario hasta el palco de honor, un puente que simbolizaba la relación existente entre la generación cósmica futura y el legado cósmico del pasado. Me sentí muy orgulloso de ella cuando lo hizo. Y es que, en general, aquella fue una noche muy especial. Al final nos dieron a todos un diploma y una medalla. En la medalla se leía: “Puedo hacerlo todo”, y la fecha en que terminamos los estudios. En el anverso aparecía grabado el lema de la organización internacional de magos: “El cielo no es el límite”. Me encanta ese lema. Todas las mañanas, durante mis cuatro años de estudios, detenía la bicicleta delante del portón de entrada de la universidad de los magos y lo leía de la gigantesca placa de mármol escrita en letras latinas. Allí en el portón había muchos mendigos, que siempre molestaban a quien se entretenía en la entrada, pidiendo dinero y otras
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cosas. Pero a mí no me importaba; me pasaba ahí todo el tiempo que faltaba para que diera comienzo la clase y repetía una y otra vez el lema. Porque eso me daba mucha fuerza. En la universidad de los magos fui aceptado para pasar directamente al segundo ciclo, en el que la mayor parte de los estudios se basaban en el trabajo personal. Nos sentábamos frente a las computadoras del “puedo hacerlo todo” y pasábamos de un menú al otro en busca de un nuevo sortilegio en el que ejercitarnos. “Maduración de manzanas”, “Aumento de pecho (sólo mujeres)”, “Protección de tus seres queridos”, allí estaba todo. No había más que pasar por el menú y escoger. A la ceremonia de la entrega de mi título de licenciado con grado no fue nadie a verme. Avigail y yo nos habíamos separado justo entonces, y mis padres habían muerto los dos hacía un par de meses en un accidente de avión. Había sido mi padre el que siempre me había empujado por el camino de la prestidigitación, y eso ya desde que era niño. Lamenté muchísimo que no pudiera verme ahora allí, en el estrado. Cada uno de los graduados podía hacer una demostración de algún punto de su tesis en la ceremonia de entrega de los títulos. Amikam Schneidman, que era sin dudas la gran esperanza isrraelí en el terreno de la magia clásica, mostró como convertía unos cuantos objetos inertes en seres vivos; Mahmud Al- Maari logró encogerse hasta un tamaño diminuto y conversar con cosas inexistentes.
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Yo maté a una vaca. Estaba pensando en otra cosa cuando salía del estacionamiento con el coche y ¡pum! Después de muerta se convirtió en una engrapadora de oficina. Con mi título de licenciado con grado me marché a Estados Unidos. En Estados Unidos los magos están mucho mejor considerados que en Israel, además de que aquí ya no me quedaba nadie. Allí viajé muchísimo, siempre ene busca de lugares nuevos. Los magos no trabajan, ya que la prestidigitación no es un oficio; se limitan a ir de un lugar otro y a hacer lo que quieran. Yo, particularmente, cogía mucho, porque pasaba por un momento de gran éxito con las chicas. En cada ciudad salía con una distinta. En el extranjero los magos están rodeados como de un halo de prestigio, algo parecido a lo que les pasa en Israel a los pilotos, y las norteamericanas, sin que exista un motivo en especial, se entregan con facilidad a ellos. No amé a ninguna, excepto a Mersi. La conocí en Nueva York, en el MacDonald’s en el que ella trabajaba de cajera. A los dos días nos fuimos a vivir juntos y ella dejó el trabajo. Nos pasábamos el día paseando por la ciudad, y cuando se nos terminaba el dinero yo mismo creaba unos cuantos billetes de latas vacías de bebidas con gas. Lo pasábamos muy bien. Ni por un momento pensé que un buen día aquello pudiera llegar a terminar. Pero en una ocasión bajamos al metro y pasamos por delante de un hombre al que le habían amputado las dos piernas. Estaba sentado en un rincón y junto a él
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había una lata de conserva vacía. Mersi me pidió que lo ayudara, de modo que tomé del suelo una lata de Coca- Cola de dieta y le hice cn ella un billete de cien. Puse el billete en la lata. El inválido parecía muy contento. Agitaba el billete con una mano y se palmeaba con entusiasmo el muñón izquierdo con la otra. Justo en ese momento llegó nuestro metro a la estación, pero Mersi no quiso subir. Dijo que no era suficiente. Busque más latas por el suelo, pero no encontré ninguna. Mersi dijo que no se trataba de eso, de dinero, que lo que quería era que le devolviera las piernas. No supe que decirle; porque el caso era que el tema de los discapacitados nunca se me había dado bien. Si se hubiera tratado de una enfermedad o de un defecto de nacimiento, todavía me habría visto capaz de improvisar algo, pero de cómo hacer brotar algo de unos simples muñones, yo no sabía absolutamente nada. Miré al tullido y el me miró a mí, al tiempo que me decía: -Hey, no te preocupes. Me has dado cien dólares, que ya es algo. Lo mismo opinaba yo, pero Mersi se puso realmente furiosa. -De todos modos, si hay algo más que pueda hacer por usted- le pregunté, sobre todo para calmar a Mersi. -¿Qué pueda hacer por mí? -se rió el tullido-. Sí, me encanta esa medalla que llevas en la chaqueta. ¿Podrías dejarme verla?
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La idea no me entusiasmaba demasiado. pero no quería enfadar más a Mersi, así que le di la medalla. El tullido se la prendió en al mugrienta camisa. -Mírame -se rió-, puedo hacerlo todo, compadre. Soy un loco hijo de puta que lo puede hacer todo. De camino a casa Mersi lloro y dijo que me odiaba, que se marcahaba otra vez a trabajar con las hamburguesas y que no quería volver a verme nunca más. Al principio creí que se trataba de una rabieta pasajera, que en dos o tres paradas se le pasaría y que volveríamos abarzarnos y a hacer las paces. Me equivocaba. En Union Square se bajó del vagón, las puertas se cerraron tras ella, y desde entonces no la he vuelto a ver. Yo me fui hasta la última parada, recogiendo latas y botellas del suelo y convirtiéndolas en dinero. Al salir a la calle llevaba ya más de seiscientos dólares. Era tarde, más de las dos. Regresé caminando en dirección a Manhattan, en busca de una tienda de bebidas alcohólicas que estuviera abierta las veinticuatro horas.
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Zapatillas
El día del Holocausto fuimos con Sara, la maestra, en la línea 57 a la Casa de los Judíos de Volín, y me sentí terriblemente importante. Todos los chicos de la clase eran iraquíes, salvo yo, mi primo y otro más, Druckman, y de todos, yo era el único que tenía un abuelo que había muerto en el Holocausto. La casa de Volín era muy linda y lujosa, hecha toda en un mármol negro de millonarios. Había un montón de cuadros tristes en blanco y negro, y listas de personas, de lugares y de muertos. Pasamos entre todas las fotos de a dos, y la maestra dijo que no tocáramos nada. Pero yo toqué una de cartón, con un hombre flaco y pálido que lloraba y tenía un sandwich en la mano. Las lágrimas le caían por las mejillas como las franjas blancas de una carretera. Mi compañera, Orid Salem, dijo que le iba a contar a la maestra que yo había tocado. Y yo le dije que, por mí, le dijera a cualquiera, incluso a la directora, que no me importaba. Era mi abuelo y yo tocaba todo lo que quería. Después de ver las fotos, nos hicieron pasar a un salón grande y nos mostraron una película de unos niños a los que metían en un camión y después los asfixiaban con gas. Luego subió al escenario un viejo flaco que contó que los nazis eran unos infames y asesinos y cómo él se había vengado de ellos, e incluso había estrangulado a un soldado con sus propias manos hasta matarlo. Jerby, que estaba
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sentado a mi lado, dijo que el viejo mentía, que por su aspecto no podía agarrárselas con ningún soldado del mundo. Pero yo miré al viejo a los ojos y le creí. Tenía tanta furia en la mirada que en comparación, todas esas crisis en el mundo de delincuentes que levantan adoquines de la calle me parecían un chiste. Al final, después que terminó de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el viejo dijo que todo lo que habíamos oído ese día era muy importante. No sólo por el pasado, sino también por lo que pasa ahora. Porque los alemanes todavía viven y todavía tienen un Estado. El viejo dijo que jamás los perdonaría y esperaba que nosotros tampoco lo hiciéramos y que Dios nos libre de visitar su país. Porque también cuando él y sus padres fueron a Alemania, hacía cincuenta años, todo parecía muy lindo y terminó en un infierno. Los hombres muchas veces tiene corta memoria, dijo, en especial para las cosas malas. Prefieren olvidar, pero ustedes no olviden. Cada vez que vean a un alemán, recuerden lo que les conté. Y cada vez que vean un producto de Alemania, y no importa si se trata de un televisor, porque la mayoría de las fábricas de televisores son alemanas, o lo que sea, recuerden siempre que debajo de una cubierta elegante se ocultan piezas y tubos que están hechos con huesos, piel y carne de judíos muertos. Al salir, Jerby volvió a decir que si ese viejo llegaba a estrangular siquiera un pepino, entonces él estaba loco, y yo pensé que estaba bien que tuviéramos una heladera Amqor en casa, ¿para qué buscar problemas?
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Dos semanas más tarde, mis padres volvieron del exterior y me trajeron unas zapatillas. Mi hermano mayor le contó a mamá que eso era lo que yo quería, y ella me trajo las más lindas. Mi mamá sonrió cuando me dio el regalo, estaba segura de que yo no sabía lo que había adentro. Pero yo las identifiqué de inmediato por el escudo de Adidas en la bolsa y le dije gracias. La caja tenía forma rectangular, como un ataúd. Adentro yacían dos zapatillas blancas, con tres franjas azules en cada una y al costado estaba grabado Adidas Rom. No necesitaba abrir la caja para saberlo. -Ven a probártelas- dijo mamá y sacó los papeles de adentro- Veamos si te quedan bien. Sonreía todo el tiempo y no entendía qué pasaba. -Son de Alemania, ya sabes- le dije-, y le apreté la mano con fuerza. -Claro que lo sé. -Mamá sonrió- Adidas es la mejor marca del mundo. -También el abuelo era de Alemania- traté de insinuarle. -El abuelo era de Polonia -me corrigió mamá. Se quedó triste por un instante, pero enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y empezó a atarme los cordones. Me quedé callado. Me di cuenta de que no iba a servir de nada decir algo. Mamá no tenía idea de su historia. Jamás había estado en la Casa de los Judíos de Volín, nunca le habían explicado nada. Y para ella, las zapatillas eran sólo
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zapatillas y Alemania y Polonia eran lo mismo. Entonces dejé que me las pusiera y me callé. No tenía ningún sentido contarle y ponerla todavía más triste. Después que le di de nuevo las gracias y le di un beso en la mejilla, le dije que me iba a jugar. -Pero ¡tené cuidado! -Rió papá desde el sillón en el living- No arruines la suela de una sola vez. Volví a mirar esas pálidas zapatillas de cuero sobre mis pies. Las miré y me acordé de todo lo que el viejo que había estrangulado a un soldado dijo que había que recordar. Volví a tocar las franjas de las Adidas y me acordé de mi abuelo de la foto. -¿Te resultan cómodas las zapatillas? -preguntó mamá. -Seguro que le resultan cómodas -dijo mi hermano por mí- Esas zapatillas no son unas zapatillas cualquiera. Son las mismas que usa Ronaldinho. Fui lentamente en dirección a la puerta en puntas de pie, tratando de poner el menor peso posible en las zapatillas. Fui así, sin cuidado, hasta el Parque de los Monos. Afuera, los chicos del Borojov hicieron tres equipos, Holanda, Argentina y Brasil. Y justo a los de Holanda les faltaba un jugador. Entonces estuvieron de acuerdo en incorporarme, a pesar de que nunca incorporan chicos que no sean del Borojov. Al principio del partido todavía me acordé de no patear con la punta para no lastimar al abuelo, pero cuando pasó un rato me olvidé, exactamente como el
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viejo de la casa de Volín dijo que uno olvida, e incluso metí un gol de volea que nos hizo ganar. Pero después del partido me volví a acordar y las miré. De pronto me resultaron muy cómodas y más blandas, mucho más de lo que parecían cuando estaban en la caja. -¡Qué tiro que fue ese! -le dije al abuelo de camino a casa. -El arquero ni se dio cuenta de dónde le vino. El abuelo no dijo nada, pero por la forma de andar, sentí que él también estaba contento.
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Una postal navideña
Había una vez un tipo que podía caminar sobre el agua. No es para tanto. Mucha gente puede caminar sobre el agua. Por lo general no lo saben porque no lo intentan. No lo intentan porque no creen que puedan hacerlo. Como quiera que sea, ese tipo sí creía, lo intentó y lo logró. Y ahí empezó el desastre. Ese tipo tenía un apóstol que le era muy cercano y lo traicionó. Eso tampoco tiene nada de especial. Mucha gente es traicionada por alguien muy cercano. Si no fueran cercanos, entonces no sería considerada una traición, ¿o sí? Luego vinieron los romanos y lo crucificaron. Eso tampoco tiene nada de particular. Los romanos crucificaban a mucha gente. Y no sólo los romanos. Muchos pueblos más crucificaban y mataban a mucha gente. A todo tipo de gente. A quienes hacían milagros e incluso a quienes no. Pero ese tipo, tres días después de ser crucificado, resucitó. Por cierto, ni siquiera aquello de la resurrección sucedió aquí por vez primera, o última, para el caso. Pero ese tipo, dice la gente, ese tipo murió por nuestros pecados. Mucha gente muere por nuestros pecados: avaricia, envidia, orgullo u otros pecados menos conocidos que no existen desde hace tanto tiempo. Mucha gente muere como moscas a causa de nuestros pecados y nadie se toma siquiera la molestia de escribir un artículo para Wikipedia sobre ellos. Pero sí se escribió uno sobre ese tipo. Y no cualquier artículo, sino uno muy largo con muchas
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fotos e hipervínculos en azul. No es que un artículo de Wikipedia sea la gran cosa. Hay perros que tienen sus propios artículos de Wikipedia. Como Lassie. Y hay enfermedades que cuentan con sus artículos, como la fiebre escarlata y la esclerosis múltiple. Pero ese tipo, dicen, a diferencia de la esclerosis múltiple o de Lassie, logró lo que logró mediante el poder del amor. Que es algo que también ya hemos escuchado. Después de todo, ahí tenemos a esos cuatro tipos británicos de pelo largo y barbados, igual que él, aunque ellos fueron un poco menos famosos, que cantaron muchas canciones sobre el amor. Dos de ellos ya murieron, justo como él. Y ellos, por cierto, también tienen su artículo de Wikipedia. Pero ese tipo tenía algo de especial. Era el hijo de Dios. Pero, en realidad, todos somos hijos de Dios, ¿o no? Fuimos creados a su imagen y semejanza. Así que, ¿qué demonios tenía ese tipo que lo convirtió en algo tan importante? ¿Tan importante como para que tanta gente a lo largo de la historia haya sido salvada o asesinada en su nombre? Como quiera que sea, cada año, hacia finales de diciembre, la mitad del mundo celebra su cumpleaños. En varios lugares, el día de su cumpleaños cae nieve y todo el mundo está feliz. Pero incluso en lugares donde no nieva, la gente está contenta ese día. ¿Y todo por qué? Porque un tipo delgado que nació hace más de dos mil años nos pidió que viviéramos vidas de amor y moralidad y lo mataron a causa de ello. Y si eso es lo más feliz que esta extraña raza tiene para celebrar, entonces también merece su artículo de Wikipedia. Y de hecho existe uno. Vayan a la computadora más cercana. Tecleen “humanidad” y aparecerá el artículo. Breve.
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Muy breve. Pocas fotografías. Pero aun así. Un artículo completo para una raza fascinante y un poco desconcertante. Una raza capaz de asesinar a todos aquellos que creyeron que el mundo puede ser un mejor lugar y que, en la mayoría de los casos, se ha encargado de hacerlo. Así que les deseo una feliz navidad.
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Buenas intenciones En el buzón me esperaba un sobre abultado. Lo abrí y conté el dinero. Estaba todo. Dentro del sobre se encontraba también el nombre del blanco, una foto de pasaporte y el lugar donde podría encontrarlo. Solté un improperio. No sé por qué, ya que soy un profesional, y de un profesional no cabría esperar un comportamiento así, pero la palabrota, sencillamente, se me escapó de la boca. No, no me habría hecho falta leer el nombre, porque había reconocido a la persona de la foto. Grace. Patrick Grace. El premio Nobel de la Paz. Un hombre bueno. El único hombre bueno que yo había conocido en mi vida y, con toda probabilidad, el hombre más bueno del mundo. Con Patrick Grace me había visto una sola vez. Fue en el orfanato de Atlanta. Allí nos trataban como animales. Nos pasábamos los días en medio de la suciedad, apenas nos daban de comer, y si a alguien se le ocurría abrir la boca lo azotaban con el cinturón. Y a menudo, también, aunque nadie la abriera, el cinturón caía sobre nosotros. Cuando Grace fue, se cuidaron de lavarnos, y lo mismo hicieron con esa cloaca que ellos llamaban orfanato. Antes de que entrara Grace, el director nos instruyó bien: el que se queje de algo lo pagará después. Todos habíamos recibido ya lo suficiente como para saber que no estaba exagerando. Cuando Grace entró en nuestras habitaciones nos mantuvimos callados como muertos. Grace intentó hablar con nosotros, pero
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apenas le contestábamos. A medida que íbamos recibiendo el correspondiente obsequio, volvíamos junto a la cama. Al darle las gracias, él alargó la mano hacia mi cara. Me encogí. Creí que me iba a pegar. Grace me revolvió el pelo con una delgada caricia y sin decir nada me alzó la camisa. Por aquella época yo había abierto mucho la boca. Grace lo pudo apreciar en mi espalda. Al principio se quedó callado, pero después repitió varias veces el nombre de Jesús. Finalmente me volvió a bajar la camisa y me abrazó. Al abrazarme me prometió que nadie volvería a pegarme más. Yo, claro está, no lo creí. Nadie es bueno contigo porque sí. En aquel momento pensé que era una treta. Sospechaba que en cualquier momento se iba a sacar el cinturón para pegarme. El rato que me estuvo abrazando lo único que yo quería era que se marchara. Se marchó, y aquella misma tarde cambiaron al director y a todo el equipo. Desde entonces nadie más volvió a levantarme la mano. A Patrick Grace no volví a verlo, pero leí mucho sobre él en los periódicos. Sobre toda la gente a la que ayudaba y las muchas buenas obras que hacía. Era un hombre bueno. Puede que el más bueno de la tierra. Él era la única persona en este feo mundo a la que le debía algo. Y dentro de dos horas iba a encontrarme con él. Dentro de dos horas debía meterle un balazo entre ceja y ceja. Tengo treinta y un años. Durante mi vida laboral he recibido veintinueve encargos. Los he cumplido todos. Veintiséis a la primera. Nunca intento comprender a la gente que mato. Nunca intento comprender por qué. El negocio es el negocio y, como
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ya he dicho antes, soy un profesional. Me he hecho con un buen nombre, y en mi profesión gozar de un buen nombre es lo único que cuenta. Porque ni aparecen anuncios en la prensa ni se obtienen puntos al pagar con la tarjeta de crédito. Lo único que trae hasta mí al cliente es la absoluta seguridad de que el trabajo va a quedar hecho. Por eso siempre me he cuidado mucho de no rechazar ningún encargo. Por eso siempre me he cuidado mucho de no rechazar ningún encargo. Quien compruebe mi trayectoria no se va a encontrar más que con clientes satisfechos. Con clientes satisfechos y con cadáveres. Renté una habitación que daba a la calle, justamente en frente de la cafetería. Le dije a la casera que mis demás pertenencias llegarían el lunes y le pagué dos meses por adelantado. Me quedaba una media hora hasta el momento en que había calculado él iba a llegar. Monté el rifle y gradué el visor de infrarrojos. Me quedaban otros veintiséis minutos. Encendí un cigarro. Intenté no pensar en nada. El cigarro se consumió y lancé lo que quedaba de él a un rincón de la habitación. ¿Quién querría matar a una persona como ésa? O el mismísimo diablo o un loco. Yo conocía a Grace, él me abrazó cuando yo todavía era un niño, pero el negocio es el negocio. Si te dejas vencer una sola vez por los sentimientos, estás acabado. De la alfombra que había en la habitación empezó a salir humo. Me levanté y pisé la colilla. Dieciocho minutos más, dieciocho minutos más y ya estaría. Intenté pensar en fútbol, en Dan Marino, en una puta de la calle 42 que me la mama en el asiento delantero del coche. Intenté no pensar en nada.
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El llegó puntualmente a la hora; lo reconocí por la forma de andar, como si flotara, y por el pelo, que le llegaba hasta los hombros. Se sentó en una de las mesas de la terraza, en el sitio más iluminado, de manera que quedaba completamente de cara a mí. El ángulo de visión era perfecto. La distancia, media. Ese disparo podría hacerlo con los ojos cerrados. El punto rojo le apareció junto a la sien, un poco a la izquierda. Lo corregí hacia la derecha todo lo que pude y contuve la respiración. Justo en ese momento pasó por allí un viejo con toda la casa metida en unas bolsas de plástico, un vagabundo, y es que la ciudad está llena de ellos. En la acera de la cafetería se le rompió una de las astas. La bolsa se le cayó al suelo y de ella salió rodando todo tipo de porquerías. Vi cómo a Grace se le tensaba el cuerpo por un instante, cómo torcía la boca muy ligeramente para enseguida levantarse a ayudar. Rodilla en tierra sobre la acera recogió periódicos y las latas vacías y las fue metiendo en la bolsa. El visor no había perdido el encuadre ni por un segundo. Su rostro era mío. Llevaba el punto rojo del visor grabado en medio de la frente como una joya hindú. Su rostro era mío, iluminado como estaba por la sonrisa que le brindaba el viejo. Como los cuadros de los santos que cuelgan de los muros de las iglesias. Dejé de mirar por el visor. Clavé la mirada en el dedo del gatillo. El dedo se deslizaba en paralelo al guardamonte, tieso, casi retirado, sin intención alguna de actuar, no tenía sentido seguir haciéndome ilusiones, porque el dedo, sencillamente, no lo iba a
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hacer. Acerrojé el arma echando el seguro hacia atrás. El proyectil se deslizó fuera de la recámara. Bajé a la cafetería con el rifle en la maleta. En realidad ya no era un rifle, porque había vuelto a convertirse en cinco inofensivas piezas. Me senté a la mesa de Grace, enfrente de él, y le pedí un café a la camarera. Grace me reconoció de inmediato. Yo era un niño de once años la última vez que lo había visto y, sin embargo, me reconoció sin dificultad ninguna. Hasta se acordaba de mi nombre. Dejé el sobre del dinero encima de la mesa y le dije que alguien me había contratado para que lo matara. Intenté comportarme con sangre fría, que pareciera que ni por un instante había sopesado la posibilidad de cumplir con el trato. Grace se sonrió y dijo que ya lo sabía. Que era él mismo quien había mandado el dinero en el sobre, que deseaba morir. Me puse a tartamudear un poco. Le dije que porqué. Le pregunté si padecía alguna enfermedad incurable. —¿Una enfermedad? —se rió—, pues algo parecido. —Y al decirlo se le volvió a torcer la boca, como antes, con el mismo gesto que le había visto desde la ventana, y después se puso a hablar—. Desde niño padezco una enfermedad. Sólo que nadie ha intentado curármela, a pesar de que lo síntomas están muy claros. Les regalaba a los otros niños mis juguetes, nunca mentía, nunca robaba nada. Incluso en las peleas del patio de la escuela nunca tuve la tentación de devolver los golpes, sino que siempre me cuidaba de poner la otra mejilla. Mi bondad convulsiva sólo fue empeorando con los años, pero nadie quería ayudarme. Si, por ejemplo, hubiera
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manifestado una maldad igual de compulsiva, enseguida me hubieran llevado al psicólogo para intentar detenerla. Pero, ¿Cuándo eres bueno? A la sociedad le resulta muy cómodo ver siempre satisfechas sus necesidades a cambio de alguna que otra expresión de asombro y unos pocos halagos. De manera que yo no hice más que ir de mal en peor. Tanto, que hoy ya no soy capaz de comer sin que, en cuanto me meto el primer bocado en la boca, no esté buscando a alguien con más hambre que yo para que se termine la comida. Y por la noche no consigo conciliar el sueño, porque ¿cómo va uno a pensar en dormir tranquilamente en Nueva York cuando a veinte metros de la casa de uno hay personas congelándose en los bancos de la calle? Aquel gesto torcido volvió a apoderarse de la comisura de su boca y todo el cuerpo le empezó a temblar. —No puedo seguir así, sin dormir, sin comer, sin amor. Porque ¿a quién le queda tiempo para amar con tanto sufrimiento como tenemos a nuestro alrededor? Esto es una verdadera pesadilla. Tienes que entender que yo nunca quise ser así. Es como estar endemoniado pero al contrario, como si estuvieras poseído por un ángel. ¡Maldita sea! Si por lo menos se tratara del diablo, hace ya tiempo que alguien se habría ocupado de acabar conmigo, pero ¿así? —Grace soltó un breve suspiro y cerró los ojos. —Escúchame bien —continuó—, todo el dinero está aquí. Tómalo. Sube a cualquier balcón o azotea y acabemos con esto. Es que yo no puedo hacérmelo a
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mi mismo, y cada día que pasa es peor. Para mí, sólo el hecho de haberte enviado el dinero, de mantener esta conversión contigo —y se enjugó el sudor de la cara— me resulta difícil, muy difícil. No estoy muy seguro de tener el valor de volverlo a hacer. Así que, por favor, sube a cualquier terraza y acaba con esto. Te lo suplico. Me quedé mirándolo. Vi su torturado rostro, como el de Jesús en la cruz, exactamente igual al de Jesús. No dije nada. No sabía qué decir. Por lo general siempre tengo la frase adecuada y lista para ser disparada, sin importarme que sea contra un cura confesor, una puta o un agente federal. Pero, ¿con él? Con él me había convertido de nuevo en el niño asustadizo del orfanato que se encoge ante cualquier gesto brusco. Se trataba de un hombre bueno. El Hombre Bueno, nunca sería capaz de liquidarlo. De nada serviría intentarlo, porque el dedo, sencillamente, no iba a doblarse. —Lo siento, señor Grace —susurré al fin—, es que sencillamente no… —Sencillamente no puedes matarme —sonrió él—, no te preocupes, quiero que sepas que no eres el primero al que le pasa. Dos más ya me han devuelto el sobre antes que tú. Según parece forma parte de la maldición. Sólo que tú, con lo del orfanato y todo eso —añadió, mientras se encogía de hombros—, como cada día que pasa estoy más débil, no sé muy bien por qué había pensado que podrías devolverme el favor.
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—Lo siento, señor Grace —susurré, con lágrimas en los ojos—, si yo pudiera… —No te preocupes —dijo—, lo comprendo. No pasa nada. Deja la cuenta —sonrío al ver el billete que yo había sacado—, que invito yo. No admito discusión. Además, ya sabes, tengo que invitar yo, porque es como una especie de enfermedad. Empujé el arrugado billete de vuelta al bolsillo. Le di las gracias y me fui. No había dado más que unos pocos pasos cuando oí que me llamaba: había olvidado el rifle. Volví a cogerlo. Me maldije para mis adentros porque me sentía como un aficionado. Tres días después de aquello, en Dallas, le disparé a cierto senador. Fue un disparo complicado. Doscientos metros, medio cuerpo, con el viento de lado. Murió antes de tocar el suelo.
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Gotas Mi novia dice que alguien en Estados Unidos ha inventado una pastilla que hace que no te sientas solo. Lo oyó ayer, en la cápsula informativa Sesenta segundos de la emisora del ejército, y ya le está enviando una carta urgente a su hermana para que le compre un cargamento y se lo mande por correo. En Sesenta segundos dijeron que en la Costa Este la venden en todos los comercios y que en Nueva York ya ha causado furor. Viene en dos presentaciones: en gotas o en aerosol. Mi novia lo ha pedido en gotas, porque puede que no se quiera sentir sola, pero lo que no quiere es dañar la capa de ozono. Las gotas te las echas en el oído y al cabo de veinte minutos dejas de sentirte solo. Actúan químicamente sobre no sé qué zona del cerebro, habían explicado por la radio, pero mi novia no lo había entendido bien. Porque no es que sea precisamente Madame Curie, mi novia, y yo hasta diría que es un poco boba. Se pasa el día sentada pensando en que le voy a ser infiel, que la voy a dejar y cosas así. Pero yo la quiero, la quiero con locura. Cuando vuelve de la oficina de correos me dice que ahora ya puede dejar de vivir conmigo. Porque las gotas, tarán-tarán, van a llegar pronto y ya no le va a dar miedo estar sola.
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- ¿Dejarme? - le digo -. ¿Por unas gotas?¿Cómo es posible? Pero si la quiero, la amo con locura. - Vete, si quieres - le digo -, pero quiero que sepas que ni esas asquerosas gotas para los oídos ni ningunas otras te van a querer como yo te he querido. Lo que sí es verdad es que las gotas de los oídos no le van a ser infieles. Eso es lo que ella dice, después, se va. Como si yo sí le fuera a ser infiel. Ahora ha alquilado una buhardilla en Florentín y todos los días espera al cartero. Yo, por mi parte, no tengo ninguna relación con el correo, no me emociona, y es que no tengo amigos en el extranjero que me manden cosas. si los tuviera, hace ya tiempo que habría ido a visitarlos. Habría salido a tomar unas copas con ellos y les habría contado mis penas. Los abrazaría mucho y no me avergonzaría de llorar delante de ellos y todas esas cosas. Podríamos estar juntos años, pasarnos así la vida entera. De la manera más natural, como siempre se ha hecho, muchísimo mejor que con unas gotas.
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Ojos brillantes
Ésta es la historia de una niña a la que lo que más le gustaba de todo eran las cosas brillantes. Tenía un vestido con lentejuelas, unos calcetines con purpurina, unos tenis con pedrería. Y una muñeca negra llamada Christy, como la asistenta, cargadita de cosas brillantes. Hasta los dientes los tenía brillantes, aunque su padre se empeñaba en decir que los tenía «resplandecientemente blancos», que no era exactamente lo mismo. «Brillante», pensaba ella para sus adentros, «es el color de las hadas y por eso es el color más bonito de todos». Cuando llegó la fiesta de Purim se disfrazó de una pequeña hada. En la guardería le echaba purpurina a todo niño que pasara por su lado y decía que se trataba de unos polvos mágicos para deseos muy especiales y que si esos polvos se mezclaban con agua los deseos se cumplían y que cualquier niño que se fuera ahora a su casa y los mezclara con agua vería cumplidos sus deseos. Era un disfraz muy convincente que ganó el primer premio del concurso de disfraces de la guardería. La propia maestra, Hila, dijo que si no la hubiera conocido de antes y se la hubiera encontrado así por la calle, no le cabía la menor duda de que se
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habría creído a la primera que se trataba de un hada de verdad. Al llegar a casa la niña se quitó el disfraz, se quedó sólo en calzoncitos y lanzó por el aire la purpurina que le había sobrado, mientras gritaba: —¡Quiero tener los ojos brillantes! Gritaba tanto que su madre acudió corriendo para ver si todo iba bien. —Quiero tener unos ojos brillantes —dijo la niña, esta vez más bajito. Mientras se bañaba siguió diciendo lo mismo, pero incluso después de que su madre la secara y le pusiera el pijama siguió teniendo los ojos de siempre. Muy verdes y preciosos, pero de brillantes nada. —Con los ojos brillantes podría hacer tantas cosas — intentó convencer a su madre, que empezaba ya a perder la paciencia—: podría caminar por la carretera por la noche y los coches me verían de lejos, y cuando fuera más grande podría leer a oscuras y ahorrar muchísima luz, además de que cuando me perdiera
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en el cine podrías encontrarme muy fácil, sin tener que llamar al acomodador. —¿Qué son todas esas tonterías de los ojos brillantes? —le dijo su madre colocándose un cigarro entre los labios—. Eso no existe. ¿Quién te ha metido esa bobada en la cabeza? —Sí existe —gritó la niña saltando en la cama—, existe, existe, existe, y además no tienes que fumar cuando estás conmigo porque no es sano para mí. —Está bien, tienes razón —cedió la madre—. Mira, ni siquiera lo he prendido —y devolvió el cigarro a la cajetilla—. Y ahora vamos, métete en la cama como una niña buena y cuéntame a quién le has oído tú eso de que hay ojos brillantes. ¿No me digas que te dijo la maestra, la gorda? —No está gorda —dijo la niña—, y no ha sido ella, no lo he oído, lo he visto yo sola. Los tiene un niño muy sucio que va a la guardería. —¿Y cómo se llama ese niño tan sucio?
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—No lo sé —se encogió de hombros la niña—. Es un niño muy sucio que nunca dice nada y que siempre se sienta muy atrás. Pero le brillan los ojos, eso seguro, y yo también quiero. —Pues pregúntale mañana de dónde los ha sacado — le propuso su madre— y cuando te lo diga iremos a buscar unos para ti. —¿Y qué hago hasta mañana? —le preguntó la niña. —Pues dormir —le respondió su madre— mientras yo salgo a fumar. Al día siguiente la niña obligó a su padre a llevarla a la guardería muy temprano porque estaba impaciente por preguntarle al niño sucio dónde se podían conseguir unos ojos brillantes. Pero no le sirvió de nada porque el niño sucio llegó al último, mucho después de todos los demás. Y ese día, el niño sucio ni siquiera estaba sucio. Es decir, la ropa seguía teniéndola un poco vieja y manchada pero a él se le veía muy bien lavado y hasta casi peinado.
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—Dime —le preguntó ella sin esperar ni un segundo— , ¿de dónde has sacado esos ojos tan brillantes? —No lo hago a propósito —se disculpó el niño casipeinado—, les pasa eso sin hacer nada. —¿Y para que me pase a mí sin que haga nada? —le preguntó la niña llena de ansiedad. —Creo que lo que tienes que hacer es desear mucho algo, pero muchísimo, y que no pase, y entonces los ojos se te pondrán muy brillantes. —¡Qué tontería! —se enfadó la niña—. ¡Pero si quiero con todas mis fuerzas tener los ojos brillantes y no los tengo! ¿Por qué no tengo los ojos brillantes, entonces? —No lo sé —dijo el niño, muy asustado al verla tan enfadada—. Yo sólo sé lo que me pasa a mí, no lo que les pasa a los demás. —Siento haber gritado —lo tranquilizó la niña tocándolo con la manita—. A lo mejor sólo pasa
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cuando se quiere algo espacial. Dime, ¿que es eso que tú quieres tanto y que no pasa? —Quiero a una niña —balbuceó él—, que sea mi amiga. —¿Y ya está? —se sorprendió ella—. Pero si eso es facilísimo. Dime quién es esa niña para que le diga que sea tu amiga. Y si no quiere, les diré a todos que le hagan la vida imposible. —No puedo —dijo el niño—, me da vergüenza. —Bueno, la verdad es que no importa —dijo la niña— , porque tampoco me iba a arreglar el problema de lo de mis ojos. Yo no puedo querer que alguien sea mi amiga y no me pase porque todas quieren ser amigas mías. —Eres tú —se le escapó al niño en un susurro—, quiero que tú seas mi amiga. La niña se quedó callada un momento, porque el niño sucia había conseguido sorprenderla, y después volvió a tocarlo con la manita y le explicó, con la voz
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que su padre siempre ponía cuando ella pretendía correr por la calle o tocar algún aparato eléctrico: —Pero es que yo no puedo ser tu amiga, porque soy una niña muy lista y muy popular y tú sólo eres un niño sucio que siempre estás aparte, nunca dices nada y lo único especial que tienes son esos ojos tan brillantes que enseguida dejarán de serlo si soy tu amiga. Aunque reconozco que hoy estás mucho menos sucio que de costumbre. —Me he lavado un poco para que mi deseo se cumpla. —Lo siento —se limitó a decir la niña, a la que ya casi se le había acabado la paciencia, mientras volvía a su sitio. Todo ese día la niña estuvo muy triste, porque por lo visto se había dado cuenta de que nunca iba a poder tener unos ojos brillantes. Y ni todos los cuentos, las canciones ni los ejercicios de rítmica consiguieron quitarle la tristeza. Alguna vez, cuando ya casi había conseguido dejar de pensar en ello, veía al niño silencioso en un rincón de la guardería mirándola a
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ella, y sus ojos, como para hacerla enfadar, eran cada vez mรกs y mรกs brillantes.
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Gulliver en irlandés El día que llegué me entró un miedo. El reloj todavía no marcaba las cuatro de la tarde, pero el sol se había puesto hacía rato. Aquí encienden las luces de la calle a las dos, dos y media, y en el lapso breve en que por fin brilla el sol, los colores son pálidos como en una foto vieja. Hace cinco meses que viajo solo con una mochila sobre la espalda, viendo nevadas, fiordos y hielo. Aquí el mundo está pintado por completo de blanco, y por la noche de negro. A veces me veo forzado a recordarme a mí mismo que esto es solamente un paseo. “Mira”, me digo, “¡un lemming!”,1 y me obligo a sacar la cámara fotográfica. Pero ¿cuántas fotos se pueden tomar? En el corazón me siento un exiliado. Soplo aire caliente del hueco de mi boca sobre mis guantes gruesos, un vapor que aparentemente aleja el frío. Pero el frío que se fuga se mantiene en el aire, y en el instante mismo en que se diluye el vapor, está de regreso. Este frío no es como el frío de mi país. Es un frío que está más allá de toda temperatura. Un frío astuto que se filtra a través de todas las capas y te congela por dentro. Sigo caminando por la calle. A la izquierda, una pequeña librería tiene encendidas sus luces. Hace medio año que no leo un libro. Entro, es agradable y hace calor allí. “Disculpe”, pregunto, “¿tiene libros en inglés?” El vendedor sacude la cabeza y continúa hojeando su periódico de horribles
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letras. No me apresuro a salir. Ando entre los estantes. Observo las cubiertas de los libros. Huelo el olor fresco del papel. Hay una monja parada junto a uno de los estantes. Por atrás, por un instante, ella parece “la muerte” de la película de Bergman. Pero me armo de valor, me acerco a un estante próximo, y a hurtadillas la miro. Tiene un rostro delgado y bello. Muy bello. Conozco el libro que sostiene en la mano. Lo reconozco por los dibujos de la portada. Ella lo regresa a su lugar y se dirige a otro estante. Me apresuro a sacar el libro. Todavía está tibio. Es Gulliver, Gulliver en islandés, pero de todas manerasGulliver. La cubierta se parece a la de la edición en hebreo. Lo teníamos en casa. Me parece que alguien se lo regaló a mi hermano. Le pago al vendedor en la caja, que insiste en envolvérmelo para regalo. Pega sobre el papel floreado una cinta rosa que ensortija con una de las hojas de las tijeras. De hecho, ¿por qué no?, es un regalo para mí mismo. Al salir de la tienda me apresuro a romper la envoltura, dejo la mochila y la apoyo contra un farol, luego me siento sobre la banqueta cubierta de nieve y comienzo a leer. Conozco de sobra el libro, y si me he olvidado de algo, los dibujos se apresuran a recordármelo. El libro es el mismo libro y las palabras son las mismas palabras. Aun si soy yo quien las inventa. Y Gulliver en islandés es todavía Gulliver, un libro que me gusta mucho. De tanta emoción comienzo a sudar, es la primera vez que sudo desde que llegué. Me deshago del pesado
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abrigo y de los guantes húmedos que me dificultan cambiar de página. Los primeros dos libros son extraordinarios, y también del tercero disfruto mucho. Pero no hay duda, su último viaje es el más impresionante de todos. Siempre anhelé ser como uno de esos nobles Houyhnhnms. No pude parar de llorar cuando Gulliver se ve forzado a abandonarlos y retornar con los hombres. Al terminar el libro, noto que el faro de la calle está apagado. A la luz de un coche que pasa, veo a mi lado una figura de negro. Las luces se congelan, pero el frío dejó de molestarme hace tiempo. La figura se vuelve hacia mí. Es él, imposible confundirse con esa guadaña, ese esqueleto. Por atrás, por un instante, él parece realmente una monja.
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Sobre el valor alimenticio del sueño En mitad de la noche desperté, asustado de encontrar al guesternaj comiéndose un sueño que yo estaba soñando sobre ti. Salté de mi cama enfurecido y le di un porrazo en la nariz con todas mis fuerzas. El guesternaj dejó caer los restos del sueño, pero yo no lo solté y le seguí pegando. Incluso cuando se arrastró por debajo de la cama y perdió su forma perceptible, yo seguí golpeando a la misma sombra burda. Por fin paré. Extenuado y sudoroso recogí las sobras del sueño. No dejó mucho, solamente los pantalones negros deportivos que traías puestos, tu sonrisa sin esfuerzo y un cierto contacto entre nosotros, no se cuál –tal vez un abrazo. El guesternajse había comido todo dejando sólo eso al descubierto. Me quedé tendido sobre el suelo, desalentado y en silencio, cubierto únicamente por mis calzoncillos y un velo de sudor. Horas de paciente dormir, en espera del sueño que vendría. Y ahora –nada, peor que nada, una gota del sabor de una paleta de hielo que ha desaparecido, goteando sola en mi boca. Debajo de la cama se escuchó un vago gemido. Era el guesternaj. Al principio creí que era un gemido de dolor –después de todo le había dado a la sombra una golpiza espantosa– pero no había nada de dolor en aquel sollozo. Probé las lágrimas del guesternaj derramadas en el piso, y su sabor era dulce –el guesternajlloraba de dicha y sus
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lágrimas hablaban del magnífico sabor del sueño, que había hecho estremecer cada pedazo de su cuerpo inexistente. Su llanto me reveló las largas noches que había esperado, vacío, debajo de mi cama, alimentándose de trozos de mis sueños. Sueños nauseabundos de apatía y hastío, entre los cuales había masticado, despacio y sin alternativa, sueños de dolor, pérdida y temor, que había intentado eliminar para protegerme mientras dormía, pero que con frecuencia se le quedaban atorados, doliéndole en la garganta. Cada noche, el guesternaj tragaba horas y más horas de indiferencia y sufrimiento, dejando mi sueño liso y oscuro, y esta noche había obtenido por fin su recompensa, había logrado calmar su lastimosa hambre y experimentar, por un lapso de tiempo, una alternativa para el vacío. Su cuerpo había conocido algo más que la nada. Estaba por amanecer, y la mano de sombra de mi socio se deslizó por debajo de la cama, señalándome, hacia el centro de la habitación, los trozos de sueño que me quedaban: unos pantalones, una sonrisa, un contacto embriagante de carácter desconocido, los dedos de la sombra que parecían decirme: “He aquí, mi amigo, para ti también dejé algo de lo bueno.
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Rabín ha muerto
Rabin murió ayer por la noche. Lo atropelló una motoneta Vespa con un sidecar. Rabin murió en el acto. El conductor de la Vespa sufrió heridas graves y perdió el conocimiento. Una ambulancia lo llevó al hospital. A Rabin no le prestaron la menor atención, ya que era evidente que estaba muerto y que nada se podía hacer. De modo que yo y Tirán lo llevamos, a enterrar en mi patio. Luego lloré y Tirán prendió un cigarrillo y me dijo que dejara de llorar, ya que verme llorar lo pone nervioso; pero yo no paré y al cabo de un instante también él sollozaba, ya que si mi amor a Rabin era grande, él lo amaba aún más. Después nos fuimos a la casa de Tirán y en los escalones de la entrada lo esperaba un policía que quería detenerlo, pues el conductor de la Vespa, que ya había recuperado el conocimiento, denunció a Tirán a los médicos del hospital, acusándolo de haberlo golpeado en el casco con una palanca de hierro. El policía le preguntó a Tirán porqué lloraba y Tirán le dijo "quién llora?, policía fascista-maníaco!" El agente le largó un manotazo y el padre de Tirán salió y le pidió los datos, que éste se negó a dar, y en pocos minutos acudieron quizá unas treinta personas. El policía les pidió que se calmaran, a lo que contestaron que él se tranquilizara, empezaron los
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empujones y casi llegaron otra vez a los golpes. Por último el policía se marchó y el padre de Tirán nos sentó a los dos en el salón de su casa, nos dio Sprite y le pidió a Tirán que le explicara con rapidez lo que ocurrió, antes de que el policía regresara con refuerzos. Tirán le dijo que había golpeado a alguien con una palanca de hierro, pero era porque se lo merecía y que éste lo había delatado a la policía. Y el padre de Tirán preguntó por qué lo merecía y ya vi que se estaba enojando. Entonces le expliqué que el de la Vespa había empezado, que primero había atropellado con el sidecar de su moto a Rabin y después nos insultó y también me dio una trompada. Y el padre de Tirán le preguntó si era cierto. Y Tirán no contestó, pero asintió con la cabeza. Vi que se moría por un cigarrillo, pero le daba miedo fumar delante de su padre. A Rabin lo encontramos en la plaza. Apenas bajamos del ómnibus lo vimos. Era entonces todavía tan chiquito y temblaba de frío. Yo, Tirán y otra muchacha de los Niños Exploradores de Tzahala que encontramos allí, fuimos a buscarle leche. Pero en el Expresso Bar no nos quisieron dar y en el Burger Ranch no tenían, porque cuidan las reglas de la comida kasher. Por fin encontramos unminimarket en la calle Frishman, donde nos dieron una bolsa de leche y también una caja vacía de queso cottage, a la que echamos la leche y se la tomó de un trago. Y la niña bien que estaba con nosotros y
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se llamaba Avishag, dijo que debíamos llamarlo Shalom, pues Rabin murió por la paz y Tirán asintió con la cabeza y le pidió su teléfono, y la muchacha le dijo que él era muy mono pero que ella tiene un amigo soldado. Después de que se marchó Tirán acarició al gatito y dijo que en la vida lo llamaríamos Shalom, porque es nombre de yemenita, que lo llamaríamos Rabin y que aquélla puede irse a fregar con su soldado, que puede ser que su cara sea bonita pero su cuerpo es bien torcido. El padre de Tirán le dijo que tenía la suerte de ser un menor, pero que a lo mejor ni eso le ayudaría esta vez, porque golpear con un hierro no es como robar un chicle en la tienda y Tirán seguía callado. Sentí que iba a llorar otra vez. Entonces le dije al padre de Tirán que todo fue por mi culpa, porque cuando lo atropellaron a Rabin lo llamé a Tirán y le conté lo que pasó y el de la Vespa, que al principio hasta fue simpático y dijo que lo lamentaba, me preguntó por qué gritaba. Y solamente cuando le expliqué que al gato lo llamaban Rabin, sólo entonces se puso nervioso y me dio una cachetada. Y Tirán le dijo a su papá "el tipo no paró su moto ante el Alto, nos atropelló al gato y encima lo cacheteó a Sinai. qué querías, que me quede callado y se lo deje pasar?". Y el padre de Tirán no contestó, prendió un cigarrillo y sin más, le prendió a Tirán otro. Y Tirán dijo que lo mejor que yo podía hacer es largarme a mi casa ya, antes de que vengan los policías, así que al menos no
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estaré mezclado en el lío. Le dije que no me parecía, pero también su padre se encaprichó. Antes de subir a mi casa, me paré un momento al lado de la tumba de Rabin y pensé qué hubiera sucedido si no lo hubiéramos encontrado y que cara tendría su vida entonces. A lo mejor estaría muerto de frío, pero es casi seguro que alguien se lo habría llevado a su casa y entonces tampoco lo habrían atropellado. Todo en la vida es cuestión de suerte. Hasta el propio Itzjak Rabin, si después de cantar la canción a la paz, en lugar de descender del escenario hubiera esperado un poco y terminado su cigarrillo, estaría vivo hoy y en su lugar le habrían disparado a Peres. Al menos eso es lo que dijeron en la televisión. O si la muchacha de la plaza no tuviera un amigo soldado y le hubiera dado el teléfono a Tirán y le hubiéramos puesto a Rabin el nombre de Shalom, de todos modos habría sido atropellado, pero por lo menos la cosa no habría acabado a los golpes.
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Etgar Keret / biografía Etgar Keret (hebreo, אתגר ;קרתTel-Aviv, 20 de agosto de 1967) es un escritor de cuentos cortos, guionista de televisión y director de cine israelí, considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo, por su empleo del lenguaje corriente para contar historias donde la vida cotidiana, el humor negro, el surrealismo, lo grotesco y lo infantil forman parte de un mismo universo. Sus cuentos, consumidos masivamente en Israel por un público mayoritariamente adolescente, se han traducido a más de diez idiomas. En tanto, su carrera cinematográfica es muy promisoria. Inició su carrera literaria al publicar Tzinorot (Tuberías, 1992), una colección de cuentos cortos que pasó desapercibida. En 1993 ganó el primer premio en el Festival Alternativo de Acre por Entebbe: El Musical, que escribió al alimón con Jonathan Bar Giora. Su segundo libro, Ga'aguai Le'Kissinger (Extrañando a
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Kissinger, 1994), formado por cinco cuentos muy cortos, fue más exitoso y cobró notoriedad pública. Keret es también conocido por sus colaboraciones con numerosos artistas gráficos. En 1999 cinco de sus cuentos fueron traducidos al inglés y adaptados como "novelas gráficas", con el título Jetlag.
En cuanto a su experiencia audiovisual, ha colaborado en numerosos guiones para televisión y cine. El primer largometraje que dirigió, Malka Lev Adom (Malka corazón rojo, 1996) obtuvo el máximo galardón de la Academia de Cine Israelí (equivalente al Oscar a la mejor película) y ganó el Festival Internacional de Academias de Cine en Múnich, Alemania. Además, fue aclamada en diversos festivales de todo el mundo. No obstante, su mayor consagración hasta el momento se dio en 2007, cuando ganó el premio Cámara de Oro a la Mejor Opera Prima en el Festival de Cannes por Meduzot (Medusas).
Ha publicado cuatro libros de relatos, una novela, tres cómics y un libro, todos ellos bestsellers en Israel. Su obra ha sido traducida a dieciséis idiomas y
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ha merecido diversos premios literarios. En sus relatos se han basado numerosos cortometrajes, e incluso uno de ellos gan贸 el American MTV Prize en 1998. Actualmente es profesor adjunto en el departamento de Cine y Televisi贸n de la Universidad de Tel Aviv. En 2006 escribi贸 La chica sobre la nevera, en 2008 Pizzer铆a Kamikaze y en 2011 Un hombre sin cabeza todas editadas por Siruela.
Tomado de Wikipedia.
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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak 2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov 3. Antología del cuento chino / varios autores 4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf 5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré 6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata 7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann 8. Dublineses / James Joyce 9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas 10. Caballería Roja / Isaak Babel 11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
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12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia 13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla 14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov 15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert 16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos 17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier 18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry 19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo 20. Over / Ramón Marrero Aristy 21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever 22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson 23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe 24. Huasipungo / Jorge Icaza 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias 27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián 28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá 29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch 30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés 31. Cuatro relatos / Joseph Roth 32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián 33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián 34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa 35. Tres relatos / José Bianco 36. Adán, Eva y los moluscos / Efraím Castillo 37. La mosca y otros cuentos / Slawomir Mrozek 38.Vidrios rotos y otros cuentos / Osvaldo Soriano 39. La amortajada y otras historias / María Luisa Bombal 40. El amuleto y otras historias / Ciro Alegría 41. Cosas de vieja. Y otros 19 cuentos / Fernando Sorrentino 42. Cuatro cuentos / Rosario Castellanos 43. El rostro sin lumbre y otros cuentos / Oscar Cerruto 44. La fama de Clodomiro / Ángel Balzarino 45. Cinco cuentos / Robert Musil 46. Cinco cuentos / Tobias Wolff
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47. Bajo el volcรกn / Malcolm Lowry 48. Mejor que arder y otros cuentos / Clarice Lispector 49. Las dudas de Makar / Andrei Platonov 50. Historias menores / Aquiles Juliรกn 51. Buenas intenciones / Etgar Keret
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Biblioteca Digital de
Aquiles Juliรกn 2011
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