SEIS CUENTOS PARA LEER EN YOLA, POR AQUILES JULIÁN

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Aquiles Julián Seis cuentos para leer en yola

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Índice Palabras para antes de iniciar la travesía Llevar a Gladys de vuelta a casa Adonde llegamos, llevamos Música, maestro De allantes y allantosos Lépido Callados, ni en el cementerio Químbara Chivos sin ley Mujer que llamo Laura Creer en todo, por su acaso Antes que la luz se acabe Final de viaje Aquiles Julián / biografía

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Palabras para antes de iniciar la travesía. Por Aquiles

Julián

Allí estamos. Aguardando el momento de irnos. A punto de salir huyendo, pero permanecemos: la vana esperanza nos sostiene. Hemos quemado las naves; les debemos a las once mil vírgenes. Vendimos todo. Nuestra ilusión es cruzar el Canal de la Mona, que se nos antoja inmenso, y ganar las costas de Puerto Rico. Escapar. Tenemos miedo, sí; pero tenemos mayor miedo a quedarnos estancados en un país del que se adueñaron políticos rapaces y venales, y mafias de todos los pelajes. Una acaramelada visión nos encandila: llegar a “los países”, los dólares. No sabemos nadar, pero nos embarcamos. Horribles premoniciones nos angustian: tiburones despedazando gente; viajeros agonizantes, a la deriva, muertos de sed y de sol; la cacería inmisericorde de los pocos que llegan a la otra orilla. Nos sobreponemos a nuestros terrores e insistimos en realizar el viaje. Sentimos que quedarnos sería peor. Ese es nuestro temple. Huimos. Somos estirpe de viajeros que se embarcan a otras tierras; algunos: taínos, españoles, por su propia decisión; otros: mandingas, encadenados y traídos a estas tierras a fuerza de foete. ¿Qué haremos? ¿De qué viviremos? ¿Cómo nos insertaremos en un mundo digital para el que no estamos preparados? No nos importa. ¡Algo inventaremos! Confiamos en nuestra capacidad de salir a flote en las más infaustas circunstancias. ¿No ha sido esa, acaso, nuestra historia? Allí estamos, a la espera de la señal de partida. Siempre ilegales. Siempre buscándonosla por la izquierda. Siempre arriesgándonos. ¿Habrán arreglado todo con los de la Marina? ¿Será segura la yola? ¿Tendremos suficiente agua? Gente variopinta, parias económicos, arrojados por una sociedad de discursos pomposos y prácticas deleznables. Esa misma sociedad, luego, anhelará nuestras remesas, nos adulará; sus politicastros vendrán tras nuestros dólares. Estamos aquí, listos para partir. Y para entretenernos durante el viaje, llevamos estos seis cuentos que ocuparán nuestros ocios durante lo peor del trayecto.


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Llevar a Gladys de vuelta a casa A Cristina Gutiérrez, porque juntos vimos a Gladys bailar.

Cuando nos acercamos al 25, por donde está la guardia, el chofer se persignó. Más adelante estaba el peaje. En el asiento delantero íbamos sentados él y yo. Cargaba conmigo la güira y el pincho de tocarla. Detrás, sumida en el silencio, iba Gladys. A Gladys la conocí en el negocio de doña Chea. Fui a recalar allá, luego de que el combo en que yo tocaba se desbarató y me quedé en olla: sin trabajo, sin ingresos. Juany, mi mujer, no aguantó la crujía y aprovechó para irse a Luperón, Puerto Plata, con el niño; así que también me quedé sin mujer, sin hijo y sin trastes, porque cargó con todo. Entonces Pancho me hizo un contacto con doña Chea, su tía, que quería animar su negocio de comida. Ella tenía un restaurante típico: “El Patio Cibaeño”, en Gazcue, decorado con motivos rurales, y le iba bien: a la gente le gustaba el sazón y la comida criolla. También iban muchos turistas: americanos, canadienses, españoles, alemanes, italianos… Los llevaban a conocer esa imagen romántica del país, del campesino dominicano, de nuestras costumbres, y doña Chea quería que le armara una especie de ballet folklórico con los dependientes del negocio. Yo sabía algo de eso: estuve en el Ballet Folklórico Universitario, en la UASD. Me gustaban la música, el baile, las coreografías… Del ballet folklórico salté a hacer frente, coro y a tocar la güira en “Los Sabrosos”. El combo tocó sus fiestas, grabamos un CD que pegó par de temas en la radio, animábamos en night clubes, lavaderos de carros, discotecas, hoteles, en fiestas patronales, Quince Años y fiestas de promociones de bachilleres, hasta que finalmente nos


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desperdigamos porque con la crisis de los bancos en el 2003 las fiestas se esfumaron y así mismo se esfumaron “Los Sabrosos”. Nada, que terminé sin un peso, con mi look de artista: el curly, la ropa colorida, sin ganas de hacer otra cosa que no fuera bailar y tocar… y sin nadie que me contratara. Estaba convenciendo a un par de amigos guitarristas para irnos de noche al Malecón, visitar los restaurantes y tocar donde nos permitieran, a ver qué picábamos, cuando me encontré con Pancho en la calle El Conde. Pancho era ahora el doctor Francisco García Morales, abogado. Venía de su bufete camino al Palacio de Justicia, en Ciudad Nueva. Él y yo nos conocimos como miembros del Ballet Folklórico Universitario en sus tiempos de estudiante. Luego, cada uno cogió su camino. Yo abandoné la carrera de contabilidad por la música. Veía cuánto ganaba un contador y cuánto ganaba un músico, y en ese momento la elección fue obvia: ¡La música! Pero las cosas no salieron como pensé. En el proceso me enredé con Juany, la preñé y nació Martín Alberto, mi hijo. A Juany la conocí también en el Ballet Folklórico; estudiaba periodismo, y también dejó la carrera y el grupo debido al embarazo. Al principio, todo era hablar de un futuro que nos parecía tan cercano que casi podíamos tocarlo: fama, dinero, viajes, joyas, jeepetas, buenas casas, cuentas bancarias, fincas… Pasábamos revista a lo que tenía Fefita, a lo que tenía Anthony Santos, a lo que tenía Luis Vargas… En nuestra mente todo eran cosas buenas, y en eso vino el lío del BANINTER y el mundo se nos fue abajo. El combo se desperdigó porque las fiestas escasearon y yo terminé sin mujer, sin hijo, sin casa y sin trabajo. Entonces apareció Pancho. Pancho sí terminó la carrera: estudiaba Derecho cuando lo conocí. Su tía, doña Chea Morales, quería que él se ocupara de montarle el ballet folklórico porque sabía que él estuvo en el de la UASD, pero Pancho se negaba, pese a que su tía le había pagado los estudios, porque decía que un doctor en Derecho no podía estar bailando mangulina o balsié en un restaurante; que él no iba a tirar su carrera al zafacón. Y en eso aparecí yo. Conmigo Pancho se quitó ese peso de arriba: ayudaba a su tía, ayudaba a un amigo, y evitaba la presión de la tía que lo veía como un malagradecido, porque de ese negocio todavía él mismo comía, pues Pancho no tenía mucha clientela aún.


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Y yo resolví, porque doña Chea me dio un cuarto en el restaurante debido a que llegué recomendado por su sobrino que me puso en el cielo, y de paso, también le cuidaba el negocio. Doña Chea me aseguró comida y trabajo. A cambio, yo le formaría el ballet folklórico con los empleados del restaurante: meseras y meseros que harían algunos números para entretener a la concurrencia. Y, claro, no todos servían para bailar. Habían algunos tiesos, de cuerpos duros, sin oído para el ritmo y a los que de seguro no los saltaron cuando chiquitos: eran un desastre en la pista, aunque varios de ellos, temerosos de que los despidieran, insistían en que podían, que daban para el baile pese a perder el ritmo continuamente: sentí pena de verlos esforzarse en algo para lo que no habían nacido simplemente por el temor de perder el empleo. Pero otros eran bailarines por naturaleza, y la mejor de todos era Gladys. Ella había nacido en Río San Juan, por Nagua. Allá vivía su mamá quien le criaba una hija, Rosa Julia, a quien Gladys siempre llamaba “mi morena”. El papá de la niña parece que era uno de esos que preñan y espantan la mula, así que Gladys terminó con una barriga y su vida a cuesta. La mamá, que era viuda, se le quedó con la niña y ella vino a trabajar a la capital para las tres, pero no tenía ninguna preparación especial. Empezó como doméstica pero no aguantó los malos tratos. Se mudó con Radhamés Holguín, un policía que añadió a los maltratos el hambre y terminó separándose y viviendo sola, cuando consiguió trabajo de camarera en “El Patio Cibaeño” con doña Chea Morales. Gladys la conoció en su último empleo como doméstica; era una residencia que quedaba a dos casas del local de “El Patio”, en la Socorro Sánchez, en Gazcue; así que, cuando decidió dejarse de Radhamés, el policía, fue a “El Patio” y habló con doña Chea y allí mismo la contrataron. Así la conocí. Cuando llegué ya trabajaba allá con los otros: con Berto y Clara y Alfonsina y Carmelo y Dolores y Marcia y María y Altagracia y Eugenio y todos los demás, sirviendo mesas, arreglando mesas, llevando cuentas… Esa era la rutina hasta que sonaba la tambora, subía la música y yo agarraba la güira, la guallaba haciéndola casi hablar para ganarme la atención de la gente,

y

anunciaba un regalo especial del personal de “El Patio Cibaeño” para los distinguidos visitantes que nos honran con su presencia… y ¡a bailar se ha dicho!


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- ¿Su mujer? –el chofer susurró, me miró e hizo un gesto hacia la parte trasera. Me sentí incómodo. No tenía interés en dar explicaciones. -No. Compañera de trabajo –le respondí. - ¿Ah ,sí? –hizo un gesto vago y volvió a concentrar su atención en la carretera. Gladys sobresalió desde el comienzo porque era rumbosa, canera, su cuerpo se movía de manera increíble, como si todos los huesos le bailaran al compás y se estremecieran al mismo ritmo; como si caderas, hombros, piernas, brazos, cuello saltaran, brincaran, se contonearan de forma única, como si bailar fuera su razón de vivir. Era flaca, espigada, ligera; un tirigüillo de sonrisa ancha y dientes relucientes, que se reía con mambo y desde que soltaba la carcajada hacía reír a cualquiera. No sólo bailaba bien, muy bien; también era imaginativa. A ella se le ocurrió el Baile de la Botella, el tocar la güira con los pies, el Baile de la Tambora y muchos otros inventos para sorprender y alegrar a la gente. Todos se contagiaban con su alegría, su picardía desbordante, y la fiesta se instalaba que daba gusto. Íbamos a las mesas a sacar a bailar a los clientes y era divertido ver a los americanos y europeos dado saltitos torpes con el merengue, sin atinar una en la bachata, verdaderamente perdidos en la salsa, pero riendo, gozándosela, disfrutando, permitiéndose ser felices de manera inesperada, porque fueron sólo a comer y encontraron ese jolgorio de sobremesa que les inundaba el corazón de alegría y les hacía la noche inolvidable sin costo adicional. El ballet de Blanquito (así me dicen, aunque mi nombre verdadero es Eusebio Rodríguez, de los Rodríguez de Maimón) empezó a ser reclamado: “¿A qué hora es que bailan las muchachas?”, preguntaban; y era como decir que ellos pedían a Gladys porque el día en que ella, por la razón que fuera, no estaba, nada era tan brillante, tan incluyente, tan desbordante, tan perfecto. Doña Chea le cogió afecto, aunque ella en sí le tenía afecto a todos los empleados, porque decía que eran sus hijos, ya que Dios no le dio hijos. Su sobrino, Pancho, era su adoración. Ella lo había criado desde niño porque su hermana Ivelisse, la mamá de Pancho, murió en el parto de un segundo hijo junto a la criatura, y el padre se fue del país y andaba perdido en Nueva York.


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Para doña Chea cada muchacha y cada joven de su negocio era como un pariente, y ella la tía a la que se le había encomendado la persona. - Aquí tienen que andar rectos; yo no tengo vagabundos en mi negocio –nos decía. Y tenía sus reglas, la primera: “No meterse con los clientes, respetar el negocio”. La regla era válida. Algunos clientes se emocionaban más de la cuenta y querían conquista fácil; se prendaban de las cinturas cimbreantes, de los golpes pélvicos, de aquella inocente lascivia del baile. Y todo funcionaba bien, porque nosotros respetábamos a la doña. Sí, todo hubiese seguido estando bien, de no haber llegado el alemán. Él era rubio, de un rubio quemado, y una falsa juventud, porque se le sentía lo vivido, que era mucho. Le decían Wolfgang; hablaba español, residía acá, en la capital, y quedó prendado de Gladys. Al cruzar por Villa Altagracia el chofer hizo un gesto de molestia con los labios, una mueca de desprecio y señaló hacia los ranchitos de madera en las laderas de las lomas. - ¡Mírelos! Sacaron la autopista de Villa Altagracia, dizque para evitar accidentes, y ellos mudaron Villa Altagracia otra vez para la autopista. ¡Quién puede con la gente! – entonces encendió la radio y sintonizó un programa de bachatas. Un quejido estridente llenó la cabina llorando un desamor. Fue como un pescozón para mí. Supongo que me puse colorado, como me pongo cuando me incomodo. - ¿Tendría la bondad de apagar la radio, señor? - Es un viaje largo –me respondió sin mirar. Yo extendí la mano y la apagué. - Excúseme –le dije. El chofer se volvió a mirarme, disgustado. Luego se concentró en la carretera y aceleró el vehículo. Al principio ella no le hizo caso. El iba con amigos, cenaba y pedía algunos números: “La Botella”, “La Tambora”… Y también se unía al coro cuando le pedíamos a Gladys: “Molenillo, molenillo…”, y Gladys enloquecía su cintura en piruetas imposibles, giros sorprendentes, siguiendo el ritmo que le marcaba el


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coro,

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al que se sumaban otros parroquianos, y entonces cambiábamos el

reclamo: “Batidora, batidora…” y Gladys, de tirigüillo se volvía tigresa, una explosión pélvica, movimientos que se derraman, una cadera encendida que revienta aun la imaginación más lerda; una sexualidad ingenua, casi infantil, y al mismo tiempo provocativa, desafiante: una promesa de un placer frondoso y sólido, torrencial y volcánico. El alemán siguió yendo, llevando amigos, casi una figura que se hizo parte del lugar. Incluso lo extrañábamos cuando faltaba.

“¡Qué raro que hoy no se

apareció el alemán!”, decíamos. Todos veíamos sus ojos clavados en Gladys y todos sabíamos los fuegos que ella le encendía en el cuerpo, y nos reíamos. En los recesos, la llamaba, la presentaba a sus amigos, elogiaba su baile, su figura… Todos pensamos que eso no iba a pasar de ahí: una fantasía que le dejaba un comensal casi fijo al restaurante, un pargo, como decíamos acá, que gastaba y gastaba cada noche para ver a Gladys moverse más allá de cualquier límite imaginable. A Gladys le hacía gracia la admiración del alemán, sus ojos prendidos de su cadera, sus atenciones y palabras galantes, sus insinuaciones delicadas, nada groseras ni indecentes, su pasión sin esperanzas. Con él desarrolló una coquetería especial, un dejo singular para su admirador. Y todos nos burlábamos de aquello, y creímos que no pasaba de ahí, pero de pronto ella empezó a decirme: - Blanquito, me gustaría irme fuera, a ver si le hago una casa a mi niña y a mi mamá. - Gladys, deja de estar pensando en eso. ¿De qué vas a vivir? ¿De bailar? - Blanquito, aquí no me tratan mal. La doña es muy decente, pero no se gana mucho. Yo tengo a mi morena y tengo a mamá, allá en Río San Juan, y lo poco que puedo mandarles me lo quito de la boca; pero tampoco a ellas les da para nada. Yo quisiera algún día ser dueña aunque sea de una cajita de fósforos; pero mía y de mi hija. Afuera por lo menos se gana bien cuidando gente mayor o limpiando casas. - Gladys, deja de estar pensando en pendejadas. Tú no sabes lo que es la vida allá afuera. No es como la pintan. Es dura, difícil. ¡Y más para uno! Allá el latino no vale. No te creas las apariencias. Allá uno no es gente. Aquí por lo menos somos dominicanos.


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- ¿Y de qué me sirve eso a mí? –Ahí no supe qué contestar. Así era noche tras noche. Diciendo que se estaba poniendo vieja. Que ella sabía que no iba a vivir de bailar y servir mesas toda la vida. Que si su mamá, que si su hija,… Y de repente las conversaciones variaron. Empezó a mostrarse optimista, alegre, cantarina. Un manantial de sonrisas, de alegría pícara, de cooperación: un cambio del cielo a la tierra. Yo mismo quedé sorprendido: un día quejándose, viendo todo oscuro y lóbrego, y al día siguiente, emocionada y feliz. “Las mujeres son raras”, pensé. Pero Gladys tenía su música por dentro. Un día me preguntó: - Blanquito, si me meto con un cliente, ¿doña Chea me botará del trabajo? – Entonces caí en cuenta, como quien dice. - ¿Tú estás loca? La doña es muy recta, Gladys. Y sabes cómo te quiere. ¿Tú le vas a dar esa mortificación? - Blanquito, una tiene derecho a buscar su felicidad –Me miró esperando que yo tuviese misericordia y no la condenara. - Pero no con los clientes, Gladys. Deja a los clientes quietos. No te metas con ellos. A la doña es capaz de darle un patatús si sabe una cosa así, y menos de ti… -Blanquito, yo no mando sobre mi corazón… - Oye, Gladys, deja la vaina. ¡Qué corazón del caray…! Corazón te voy a enseñar yo a ti si la doña se entera y nos bota a todos de “El Patio”. - Ella no va a hacer eso, nos necesita. - Gente que baile es lo que más hay en este país, mi hija. Nosotros no bailamos ballet, es merengue y bachata. No te busques un lío de gratis. - Oye, Blanquito, no vayas a decir nada –sus ojos me suplicaron piedad. - Yo no soy chivato, Gladys. Ojalá que ni se te ocurra hacer eso –la miré severo, casi conminatorio. - Ya lo hice. Entonces miré sus ojos cargados simultáneamente de miedo y de esa secreta lumbre de los enamorados y me di cuenta de que estuve ciego todos esos últimos días. Ya no se quejaba, cantaba, estaba contenta y yo creía que era simple alegría, que se le había quitado de la cabeza ese disparate de irse fuera, que yo la había convencido, pero no: Gladys estaba asfixiada… ¡Y de un cliente! Si la doña se enteraba yo estaba seguro de que la echaba de “El Patio”. Sus reglas eran claras:


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cero enredarse con clientes. Ella no se metía en nada más de la vida particular de sus empleados, pero en eso era celosa y ya había dado dos o tres ejemplos de que no iba a dar a torcer su brazo en ese punto. Un miedo lento y profundo, como un tornillo afilado, se me enroscó mordiente en el corazón. Una fiera torva que me roía y roía, un presagio de catástrofe. Coincidencialmente para ese tiempo dejó de frecuentar “El Patio” el alemán. Al principio su ausencia nos extrañó a todos. “Seguro se cansó”, después aseguramos y lo relegamos a un recuerdo esporádico, sobre todo cuando Gladys bailaba. Gladys siguió riéndose, contenta, como si todo su mundo hubiese cambiado repentinamente, y la doña como que se olió algo porque me preguntó una noche: - Blanquito, ¿Y qué le pasa a Gladys que anda tan alborotada? Ni que se hubiera sacado el premio… -Yo temblé. - Gladys, no vayas a decirle nada a nadie de lo tuyo. No te metas en líos –le supliqué más tarde. - ¿Y a quién voy a decirle lo mío, Blanquito? Al único de aquí que le tengo confianza para contarle mis cosas es a ti. Así que si no se sabe por ti, mucho menos por mí. - Ten la boca cerrada, por Dios. - Mira, Blanquito, yo como quiera no voy a durar mucho aquí. Pero tampoco quiero hacerle coger una malasangre a la doña. - ¡Deja de hablar así, mujer! ¡Agradécele a doña Chea..! - Oye, doña Chea es para mí como mi segunda mamá. Le agradezco más de lo que te imaginas. Es que creo que el alemán y yo nos mudaremos juntos. - ¿Con el alemán es la vaina? –me hice el desentendido, aunque la ausencia explicaba la cosa: se estaban viendo en otro lado. - Sí, está esperando un dinero que le va a llegar y vamos a alquilar un cuarto para vivir juntos. Ese hombre me quiere de verdad. - Ojalá se te dé. - No lo azare, hombre. Yo sé que El Lobito va a cumplirme. - ¿Cuál Lobito? –pregunté. - Wolfgang, le digo El Lobito. El me dijo que su nombre era lobo, en alemán. - ¿No será un tíguere en vez de un lobo? –quise darle un poco de cuerda.


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- No lo ofendas delante de mí; éll no te ha hecho nada. Al contrario, le hablo bien de ti y él nunca me ha dicho ni ji. Deja que lo trates… - ¿Yooo? ¡Ni loco! No voy a tratarme con clientes –entonces reparé en su expresión desconsolada. –Perdona. Es que me preocupa mucho en lo que te estás metiendo. - Oye, te digo que El Lobito es serio y esto es en serio. Talvez hasta me lleve para su país. - ¿Para Alemania? ¡Pero ni siquiera sabes alemán…! - Aprendo –Y me lanzó una sonrisa desarmante, toda su dentadura reluciendo, confiada. Total, que me callé, pero por dentro sentí como que me derribaba, que todo vacilaba, que mi presente pendía ahora de un fino y endeble hilo, y eso me creó un desasosiego que fue creciendo con los días. A la altura de Bonao, el chofer dijo que iba a parar en Plaza Jacaranda a desentumirse, cambiar el aceite y tomarse un café, porque el viaje estaba muy aburrido. “Si quiere baje y si no me espera, pero tengo que hacer una escala técnica y mear”, me informó. Cruzó la pista y entró al parqueo de la plaza, detuvo el vehículo y se bajó sin mirarme. “¡Póngale seguro, si sale!”, me dijo de manera seca; rencoroso, por lo de la radio. Hacía calor. Decidí bajar. Yo también necesitaba estirar las piernas. Gladys esperaría allí por nosotros. Después de lo que me dijo, estuve aguardando día tras día la catástrofe. Gladys, por el contrario, estaba siempre contenta, siempre eufórica, siempre cantando canciones que celebraban el amor. Mucho Ricardo Montaner, mucho Marco Antonio Solís, algunas repetidas hasta el cansancio, como himnos. Para esa época ella se inventó las dramatizaciones, y también comenzamos las imitaciones… Montamos “Pedro Navaja”, “La Chica Plástica” y “Decisiones”, de Rubén Blades; montamos “Amigo de Qué”, “De Mujer a Mujer”, de Toña La Negra; Arelys lloraba cantando el drama de los hermanos que se amaban: “No sabían que ellos eran hermanos, hasta mucho después de quererse…”, Creamos el doble de Shakira, Alejandro Sanz, Luis Miguel, Paulina Rubio…, pelucas, ropas extravagantes, movimientos exagerados que se suponía imitaban al


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artista, y un doblaje en que también exagerábamos los sentimientos. Y además añadimos atrevimientos, como ése de acompañar con güira y tambora temas clásicos: la Novena Sinfonía a la dominicana… Los europeos se desternillaban de la risa. Ya el sitio no daba abasto: la gente venía y se quedaba, faltaban mesas, sillas, y doña Chea incluso pensó en comprar la casa de al lado para ampliar “El Patio Cibaeño”. Y de pronto el semblante de Gladys se nubló. La alegría de unas semanas atrás dio paso a un remedo de alegría, cambio sutil al inicio y luego más acentuado. Si le preguntabas qué le sucedía decía que nada, que todo estaba bien. Incluso le pregunté por el alemán, que hacía semanas que ya no iba al restaurante, y me dijo que todo seguía bien entre ellos, pero que no quería hablar de eso. Y así pasó como un semana, hasta un jueves, en que Gladys parecía estar indispuesta. Se veía pálida. -¿Te sientes mal? –le pregunté. - No. Estoy bien, Blanquito. Parece que la comida me cayó un poco pesada, pero ya me tomé una Sal Andrews y me estoy reponiendo –me respondió. -¿Pasa algo? –insistí. - Te dije que no. Estoy bien –me esquivó la mirada. - Gladys… -La miré profundo, escarbándole dentro. Se escabulló. - Vamos a comenzar el show –me urgió. Bueno, arrancamos. Y parecía que la música, el baile, la curaban. Se animó, se olvidó de todo y se entregó a bailar, pero en una de las vueltas como un trompo que le daban, cayó como una guanábana, y sólo se oyó el cacazo ¡Quincán! Creímos que era un accidente pero estaba blanquita, lívida, como sin sangre. Y sin juicio, sin sentido. Todo el mundo se alteró, los clientes se alborotaron, y la doña rápidamente pidió a Daniel, su chofer, que nos llevara a mí y a Gladys en su carro, a la clínica Abréu. Allí explotó todo. La entraron en Emergencia, nos sacaron a la recepción y nos pidieron que esperáramos. Como a la media hora salió un médico. -Saludos. Soy el doctor Nadal. ¿Usted es el esposo? –me preguntó el médico. - No, compañero de trabajo. Ella es soltera –le dije. - ¿Soltera? Uhm –Se rascó la barbilla. Sopesó internamente qué decir. Luego, respiró hondo y se dirigió a nosotros en su mejor tono profesional. –La paciente


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padece un shock severo. La subimos a cuidados intensivos. Pero también tiene una hemorragia aguda, posible perforación del útero y una infección avanzada. El cuadro es típico de un aborto autoprovocado y del descuido. La situación es grave por la contusión en la cabeza y el estar sin sentido –dijo el doctor. ¡¿Aborquééé?! –Daniel y yo reaccionamos a coro, alarmamos. - La paciente tiene una fuerte hemorragia vaginal complicada con una infección aguda y estamos tratando de que recupere el conocimiento –reafirmó el médico. El chofer y yo nos miramos. ¿Gladys embarazada? ¿Y ahora? ¿Y la doña? - Tenemos que dejarla interna. ¿Quién se hace responsable? –preguntó

el

doctor Nadal. Daniel, el chofer, me miró y yo dije que tenía que llamar a la doña. No quise decirle por teléfono qué pasaba. - Doña Chea, el médico dice que hay que dejarla interna. ¿Qué usted me dice? – le pregunté. Y luego, al médico: “Que sí, tenemos seguro y además el negocio se hace cargo”. - Pase a caja, por favor –el médico se distanció, supongo que porque éramos empleados, gente de segunda para él. - ¿Podemos verla? –pregunté. - No. Está en coma y la tenemos en cuidados intensivos ahora. Está grave. Necesitamos sangre B positivo. Averigüen quién puede donar –me dijo, luego me dio la espalda y se retiró. Sangre, aborto, clínica… La cabeza la tenía alborotada. ¿Y cómo esta muchacha permitió eso? Y ahora, ¿cómo iba a reaccionar la doña? Daniel y yo nos devolvimos a “El Patio” sin decir nada, preocupados. Supongo que ambos sabíamos lo que venía. Yo quise de inmediato informar a la doña. Cuando llegué a “El Patio” los clientes prácticamente se habían ido, el local estaba casi vacío, sólo dos o tres mesas ocupadas, y todo el personal se precipitó sobre mí para preguntar por Gladys, pero los evadí y le dije a la doña que quería hablar con ella. -Dígame, Blanquito. Cuando le oí el dígame me asusté más. Si la doña te trataba de usted, significa que estaba seria, que no quería confianza. Bajé la mirada. No sabía cómo empezar. - Blanquito, dígame.


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- Parece que Gladys estaba preñada, señora –farfullé, sin atreverme a mirarle a la cara. La doña endureció el tono. - ¿De quién, Blanquito? ¿Sabe de quién? No sé, señora –mentí. Ella me miró inquisitiva. Doña Chea sabía descubrir cualquier cosa oculta, sus ojos removían todo dentro de uno y de los escombros sacaba la verdad. Era un don que ella tenía. - Blanquito, ¿usted no se habrá atrevido a faltarme a la confianza que le tengo, verdad? Me puse rojito. Sentí la sangre caliente llenándome la cabeza, las orejas como tizones, los ojos ardiendo. - No, señora, nunca. Yo nunca le he faltado ni lo haría, doña Chea –balbuceé como pude. -¿Fue alguien de aquí, del negocio? - No sé, señora. Le juro que no sé. No pudimos hablar con ella. No le había vuelto el juicio y no nos dejaron verla. La tienen en cuidados intensivos. Pero el doctor nos dijo que parecía que había abortado: tiene una hemorragia, una infección… Parece que el asunto es grave. Pero de aquí, lo dudo, porque a usted la respetamos mucho. - Pero. ¿esa muchacha estaba embarazada? ¿Y cómo fue que no me dijo nada a mí? - No sé, señora. Creo que aquí nadie lo sabía –intenté explicar. - ¡Ah, pero eso lo voy yo a averiguar! Esta noche, cuando termine el trabajo, que nadie se vaya, hasta que yo hable con todos. ¿Cómo es que Gladys va a estar preñada y nadie se iba a dar cuenta y avisarme? Sentí como si me acusara y me escabullí de su presencia. Me sentía sucio, indigno, traicionero. Le había ocultado a doña Chea el romance de Gladys, pero ¿cómo decírselo y provocar que echara a Gladys a la calle? A ella no le iba a temblar el pulso, sobre todo si Gladys se había enredado con un cliente. Eso doña Chea no lo permitía. “Este es un restaurante decente. Aquí la gente viene a comer y a pasar un buen momento. Nos reímos con ellos, los tratamos con la mayor decencia y los entretenemos, pero que nadie se equivoque, ésta no es una casa de citas, aquí yo no voy a permitir que me confundan. Si no se quiere ser


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decente, pues quien sea que se vaya para un cabaret que eso es lo que más hay en este país, pero que no me dañen mi negocio con vagabunderías”. La reunión fue como una piedra pesada cayendo encima de todos. La alegría que se había pasmado por el internamiento de Gladys ahora se trocó en pesadumbre total; nos sentimos culpables, acusados y condenados. Todos pusieron cara de asombro. ¿Gladys embarazada? ¿Y cuándo? ¿Y de quién? Y eso enfureció a doña Chea que dijo que no era verdad que Gladys iba a enredarse con un hombre, salir con una barriga y nadie allá iba a saberlo. Que ella nos tenía a todos como si fuéramos sus hijos y sus hijas; pero que eso no, que esconderle las cosas no; que así como se escondió aquello, sabrá Dios cuántas otras cosas más no le habrán escondido, y que éso es ser malagradecidos con ella, porque nos trataba con toda la consideración del mundo… Y ya se imaginan esa cantaleta dicha casi a las tres de la mañana, con todo el mundo cansado, asueñado y con ganas de irse a dormir. Cuando parecía que la tormenta cedía, doña Chea, desfogada, despidió a la gente para su casa, y a mí, sin embargo, me pidió: “Blanquito, quédese”. Yo no iba para ningún lado, porque dormía allí, en el restaurante, pero esa petición me asustó. ¿Me iba a tirar doña Chea la canana del lío de Gladys y me iba a cancelar? Se me engurruñó el corazón. Aquellos años en “El Patio” le habían devuelto a mi vida una alegría nueva, fresca, un sentido de equipo, de pertenencia, de razón de ser: alegrar vidas, darle un buchito de cariño a gente que iban hambrientas no sólo de comida, sino de compartir, de interactuar, de también ser parte de algo tan efímero y, sin embargo, tan trascendente para nuestras vidas como ese remedo de show, ese ballet folklórico en que cada uno de los mozos y mozas de “El Patio Cibaeño” nos sentíamos representantes de nuestra gente, de nuestras raíces, de nuestra nación, y les abríamos a los visitantes el corazón amplio de la República: tradiciones, sabores, colores, sonidos, meneos, creatividad, alegría, juego, comparsa, bullicio… aquello que era típico y compartíamos: un trocito de patria para probar, algo que era muy nuestro y que brindábamos, un jalao, un piñonate, una cocada, un dulce, una malarrabia o un chacá, un postre de cultura de aquí, dominicana. Ahora todo eso trastabillaba pendejamente.


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- ¡Hey! –llamó el chofer. –Si va a mear, vaya, porque de aquí nos vamos en un volao sin parar. –Agitó una empanada en el aire, señalándome el baño. –Haga lo suyo ahora, que no pienso pararme en todo el camino. No tenía ganas de nada. Me sentía vacío, derrotado, así que retorné al vehículo. - Vaya y orine, le digo –me conminó –que no voy a estar parándome en el camino, para ver si a la vuelta por lo menos puedo oír lo que me dé la gana. Lo pensé bien y me fui al baño. Al rato nos montamos en el vehículo, cruzó la autopista y tomamos con Gladys de nuevo el camino hacia el Nordeste, hacia Río San Juan. Cuando la gente se fue, doña Chea me miró muy seria a los ojos, como buscando desenterrar debajo de mis silencios y medias palabras, la verdad oculta. Su expresión era amarga, desengañada, como quien tiene que matar a un hijo. - Blanquito, esto me va a doler muchísimo –Hizo una pausa y el corazón se me desplomó. “Me jodí”, pensé. Por la mente me pasó rápido la vuelta a las precariedades de la calle. ¿Dónde iría a parar ahora? ¿De qué viviría? Sentí que tenía culpa por no haber avisado lo que sabía, pero no podía hacerle eso a Gladys y me sentí acorralado por dos lealtades encontradas. - Yo tenía a Gladys como una hija –doña Chea se acomodó en el asiento. Era gorda, masas sólidas pero con forma: grandes caderas, muslos, pechos. –No voy a desampararla ahora que está en la clínica. Pero desde que salga, hágame el favor y llévemela usted mismo a su casa, allá en el campo. No quiero que su mamá piense que ella está aquí trabajando y ella por ahí haciendo quién sabe qué. Yo cubro los gastos y le voy a dar a ella su liquidación, para ver si con eso comienza un negocito o hace algo, porque sé que es bien pobre; pero aquí no puede seguir… Ella defraudó mi confianza”. Mientras doña Chea hablaba el alma me volvió al cuerpo. Casi puedo decir, Dios me perdone, que me alegré, porque no era conmigo la cosa. - Blanquito –y me miró fijamente-, yo voy a creer en usted, que no sabía nada; pero de ahora en lo adelante, preocúpese por saber y cuide esto, que de esto es que

todos

vivimos

–dijo

eso

y

se

levantó,

cansada,

derrumbada

emocionalmente. Y en cada movimiento había dolor, mucho dolor. Yo esa noche intenté dormir. ¡Tum! ¡Tum! ¡Tum! “¡Blanquito, despiértate!” ¡Tum!, ¡Tum! “¿Y qué sueño del carajo es que este hombre tiene? ¡Blanquito, despiértate!”


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- ¿Qué es? ¿Quién es? –balbuceé, emergiendo de un sueño que me atenazaba, que no me quería soltar. - ¡Despiértate, hombre! ¡Es Daniel! ¡Despiértate! –seguían tumbándome la puerta. Me levanté con dificultad de la cama, me sentía molido, el cuerpo hecho un solo dolor sordo. - ¿Qué pasó? ¿Qué hora es? - Son las seis –era Daniel, el chofer de la doña. -¡Despiértate! Tienes que llamar urgente a la clínica. Dijeron que fueran de emergencia. -Ahora me cepillo y voy –dije. - ¡Qué cepillarse ni cepillarse! No te van a oler la boca por el teléfono. Llama ahora que fue de emergencia que pidieron que llamaran –me urgió. -¿Y la doña? –le inquirí. - Está rendida. Anoche dizque la oyeron llorar mucho, en la casa, casi hasta el amanecer. Nadie le dijo nada, pero me llamaron y prefirieron no despertarla. Quieren que descanse. -Okey. Echa para acá el teléfono –Marqué y pedí al doctor Nadal. Luego de un rato, me lo pusieron. - Aquí, doctor Nadal. ¿Con quién hablo? - Doctor, es Blanquito, Eusebio Rodríguez, el de la muchacha de “El Patio Cibaeño”… - Ah, usted –sentí un débil titubeo en su voz. –Venga de una vez… - ¿Paso algo, doctor? - Venga ya mismo –pero en su voz no había urgencia. Luego no sé qué hice, sólo sé que estaba allí, esperando al doctor Nadal en la recepción color crema de la clínica Abréu, por la parte Sur que da al Parque Eugenio María de Hostos. Daniel y yo nos mirábamos, asustados, preocupados, sin saber… En la recepción nos dijeron una y otra vez que esperáramos a que bajara el doctor Nadal. El doctor salió del ascensor y en la cara se le veía la desolación de la mala noticia. Al llegar al cruce de San Francisco, el chofer miró los puestos de chicharrones y cerdo asado, redujo la velocidad para doblar a la derecha, pero no se detuvo.


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- A la vuelta me llevo por lo menos cinco libras para ir comiendo por el camino y llevarle a mi mujer que es loca con el chicharrón –dijo, sin esperar que yo opinara nada –Hay que comer y gozar, que eso es lo único que uno se lleva. Luego se aclaró la garganta y escupió por la ventanilla un gargajo. El doctor Nadal se acercó y también se aclaró la garganta, pero él no escupió, sino que tragó en seco. - ¿Quién de ustedes es familiar de la paciente? –preguntó. - Somos su familia, como quien dice –le respondí. –Trabaja con nosotros. Su mamá y su hija están en el interior, en Río San Juan. El negocio se hizo cargo de todo. El doctor nos miró y movió la cabeza como afirmando algo, entonces escupió su veneno, como descargándose de un peso enorme. - Hicimos todo lo posible, pero no hubo manera… Lo lamento mucho. Entonces hubo un fuego violento que subió dentro de mí, un rugido de sangre que anegó mis ojos, que lo nubló todo, que me derrumbó sin misericordia. El doctor, mientras tanto hablaba y retazos de lo que decía llegaban a mí: “infección ascendente”, “endometritis y miometritis agudas”, “cuadro séptico”, “coma”,

“paro cardíaco”, palabras de médico para pintar de explicación

científica la atroz gravedad inexplicable de la muerte. Cruzando entre los arrozales camino a San Francisco de Macorís el chofer casi atropella a una señora que iba cruzando la carretera. Echó unos San Antonio. Maldijo a la vieja porque de atropellarla tendría que pagarla como nueva, y aceleró camino a San Francisco, mascullando que no quería regresar muy tarde a la capital. Un vacío enorme se fue formando en mi estómago, ganas de que la tierra me tragara vivo, de que todo se fundiera y nos derritiéramos sobre los surcos, termináramos entre el lodazal del arroz, vueltos plantas, vueltos escarabajos, vueltos garzas, vueltos nada. La cara de doña Chea parecía un paraje quemado hasta la destrucción. De pronto era mustia, envejecida, acabada. Ojos hinchados, llorosos aún; gestos de impotencia, de desolación sin fin. Un tono de voz ronco, hundido.


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- Tome, Blanquito. Esto es lo que le tocaba a esa infeliz de liquidación y ahí también hay un regalito mío para la familia. No es mucho, pero usted sabe que me hice cargo de todo. Esa muchacha tenía mi cariño. Hubiese querido otra cosa para ella. Yo misma tengo el corazón lleno de dolor. Dios sabe todo lo que he llorado. Que la mamá coja esto y mire a ver qué negocio se inventa, cómo se defiende. Es lo único que se me ocurre. Ande, vaya, y aquí tiene para los gastos. Vaya, Blanquito. Lléveme a Gladys para su casa. Aquí, con cada kilómetro, el miedo se me agranda. ¿Qué voy a decirle a la familia, a su mamá, a su morena? El alemán había desaparecido, nunca volví a saber de él. La ambulancia corre a más de 100 kilómetros por hora, pero hay tramos en los que hay que reducir, porque la carretera está en reparación. El chofer empieza a silbar una bachata y espera que yo diga algo, pero no tengo ganas de hablar, de argumentar, de discutir con nadie. Detrás están las pertenencias de Gladys: una maleta con su ropa, un radio toca CD, un par de cajas de cartón con zapatos, chucherías… Poca cosa, sin ningún valor… “Eso es todo”, pensé; toda una vida para dos o tres corotos inútiles, sin valor. ¿Qué iría a hacer la mamá con esas cajas, esa maleta, esos trapos? ¿Qué futuro tendría en lo adelante la niña? Gladys nunca pensó que saldría así de “El Patio”, que ese sería su futuro, que el único viaje verdadero que haría sería éste. Miré al chofer, despreocupado, silbando su bachata. Al acercarnos a San Francisco hizo sonar la sirena. Miré al compartimiento de atrás, las cajas, la maleta y el ataúd con Gladys. Y entonces me di cuenta de que yo no volvería ya al ballet, que también para mí todo había muerto, que el baile y la güira me habían perdido para siempre. Entendí que también allí iba el cadáver de mis sueños de arte, de música, de giras… Miré hacia el frente, el sol lamía los arrozales; carros, camionetas, nos rebasaban, venían, y a nadie le importaba nada. Aquí iba yo con Gladys en su cajita de fósforos, pensé, y eso a nadie le importa. Ni al chofer, ni a la gente que nos cruzamos en el camino… El mundo no necesitaba de mí, de Gladys ni de ninguno. Giraba indiferente a mi dolor, a su tragedia. Nadie tenía que ver con que Gladys volviera hoy y en esta forma de regreso a su casa. Tomé la güira y el pincho y los tiré con rabia hacia las zanjas de los arrozales mientras la sirena anunciaba aspavientosa nuestra entrada en San Francisco.


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Adonde llegamos, llevamos A donde llegamos, llevamos el sancocho, el moro y las habichuelas con dulce, el chacá, el locrio y el gusto por el concón con salsa. Arribamos decididos a nunca regresar, sólo para en unas semanas quedar desengañados y añorar, golpeados por el frío, el calor de la tierra natal. Llegamos con nuestra mesa de dominó y el gusto por llevarle la vida a la gente. Llegamos con nuestro merengue y nuestra bachata a cuesta, nuestro bullicio tropical. Nos instalamos y el entorno cobra vida y color. Somos todas las razas y ninguna: y preferimos una Presidente, un dulce de leche con cajuil, un piñonate y el jabón de cuaba a cualquier marifinga. Al final, nos amoldamos a un mundo gris y rígido, rápido y demandante. Nos hacemos un precario espacio en él. Pero sabemos que no pertenecemos a esto. La isla que abandonamos será más pobre, más débil, más primitiva, pero su tierra tiene un sabor distinto, su aire es más leve y tibio, su mar acoge y baña. Aún sus defectos son virtudes. Llegamos, sí, desgaritados, a la conquista de un espejismo cruel. Nos hacen sentir inoportunos, inaceptados. Nos acosan para que desertemos del paraíso. Aprendemos las mil y una mañas para sobrevivir acá. ¿No éramos, acaso, expertos en ellas en nuestro propio país? Nautas diestros, nos desplazamos de país a país, de época a época. Nos disfrazamos con los atuendos de la modernidad. Y nos reímos cuando contaminamos a otros con nuestra bachata, nuestro merengue, nuestros aromas. Somos los conquistadores destinados a dominicanizar el mundo. Ellos no nos conocen. ¡Qué se preparen, pues!


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Música, maestro Cantar,

cantar, no; pero uno entona, disimula los gallos. Y tocar, tocar…,

bueno, tampoco; pero uno sacude lo que sea y saca un sonido; y mientras no rompas el ritmo cualquier cosa se acepta. Sobre todo, que el ánimo es lo más importante, y ser bueno para los coros: “Buchipluma na´má, eso eres tú, buchipluma na´má…”; y el chaquichichaqui de la güira en los cabodeaños, y la voz de la salve: “Aé, aé, aé, la Virgen sí quieré…” brum, pla, plaquiplaqui, pla, pla; sudor y frenesí, calentándose todo: el baile, el aire que suda y resuda, y los músculos tensos que castigan el cuero de los atabales: “Aé, aé, aé, la Virgen sí quieré…” Y uno canta, ¿sabes?, uno da su cantaíta, y hasta lo felicitan y le dicen que uno lo hace bien; y toca, toca embrujado bajo el pla, quiplá, quitiplá, pla, y el pla, cumplá, cumplá, quitiplá, y el girar de estos cuerpos que se trenzan y destrenzan bajo las voces sudadas que perfuman de aguardiente la noche. Así nació la idea del combo. Estábamos en el parque, tirados en la grama, como todas las tardes de vacaciones. Un parque sin bancos ni juegos: algo que una vez fue parque y que la molicie le mantuvo el nombre muchos años después de que no lo mereciera. Allí estábamos, recostados o sentados en la grama, hablando hablando hablando, cuando comenzó todo. “¿Y por qué no nos inventamos un combo?”, soltó un día Chichao. “¡Qué combo´el coño!”, ripostó el Bici: el apodo se le quedó porque era el dueño de la única bicicleta del barrio. Todo el mundo (bueno, todo el mundo éramos los otros cinco que siempre andábamos para arriba y para abajo con el Chichao y el Bici en el barrio), de inmediato miró para donde el Chichao a ver cómo se le ponía la cara por el arrugón, pero el buen


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tíguere se hizo el loco y argumentó: “Pues nos pasamos la noche y amanecemos en siendo velorios, cabodeaños y fiestas de palos, cantando, tocando, y eso nos gusta muchísimo, y lo hacemos de gratis. Nos metemos para lo último de Mendoza, para Cancino Adentro, para El Toro y Mandinga detrás de los palos y las fiestas, y si nos gusta tanto bailar, cantar y tocar, entonces ¿no es mejor que nos inventemos un combo y le saquemos cuarto a eso?” Y, ahora sí, todo el mundo volteó la cara para donde el Bici que segurito que le iba a echar su baño´e mierda al Chichao por fresco: ¡fíjate que responderle al Bici, que era como el jefe del grupo, con el que nadie se metía y el que podía echarle su boche a cualquiera! Y, ¿con qué creen ustedes que salió el Bici? ¡Miren que todavía lo recuerdo y no lo creo! ¡Un tipo tan jodón y tan amigo de echarle una vaina al otro y dar boches! ¡Increíble! ¡Oh, y el Bici no salió diciendo que esa idea de Chichao no era mala...! Y que ahora que lo pensaba, ¡quién sabe!, uno no era menos que Johnny Ventura ni que Félix del Rosario, y además teníamos sabor, y ahí estaba Wilfrido Vargas, que salió como quien dice de la nada, y ya estaba pegándose, y, ¿por qué no?, éramos buenos tirando pasitos, buenos cantando, buenos tocando, y eso, que no habíamos estudiado música, que desde que estudiáramos, ja ja ja ¡Ahí era que se iba a ver candela!; y, nada, que el Bici se hizo una mente del caray con la idea, y ya estábamos grabando discos, presentándonos en El Show del Mediodía, haciendo giras para Nueva York: “¿Tú te imaginas, llegando yo donde mi madrina allá en Queens, y cuando me pregunte que qué yo hago allá, decirle que fui a llevarle su entrada para nuestra presentación? ¡Qué bacano, man! ¿Eh?” Y todos nosotros soñando juntos con él, viéndonos con los aplausos, las jevitas, el tire, la fama, man, la fama: nos enfermamos de fama ese día en el parque, como a las cuatro de la tarde, tirados en la yerba y se nos desalborotó la música adentro, y casi nos oíamos cantar salsa, merengue, montuno, así que a Freddy el Curío le explotó en la boca el primer tema y ahí mismito empezamos a cantar todos, a improvisar con lo que apareciera: una lata, una botella, dos pedazos de palo, piedras, lo que sea; a vocear, a bailar, a darle estilla a la astilla, cantando y meneando el cuerpo, exhibiendo los pasitos y gozándonos los aplausos y la fama en la televisión, y las fotos, y las jevitas volviéndose locas por uno, anunciando los temas como si fuéramos locutores, y cada uno en pleno espectáculo en Nueva York allí en el parque, pero todos sabíamos que aunque viéramos esa sombra de parque, las


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guagüitas que hacían la ruta Villa Faro-Capital, la carretera polvorienta y llena de baches, no estábamos allí, no: en ese momento todos estábamos en Nueva York, en los países, en la gloria, bailando y cantando y tocando la mejor música del mundo. Nada, que el Bici se autonombró jefe del combo. Claro, ¿quién le iba a disputar el puesto al Bici? ¡Ni siquiera Chichao que fue el de la idea, se atrevía! ¿Y el Chichao? ¡Ah, ese pendejo era ahora como la niña linda del Bici! Para cualquier cosa que tuviera que ver con el combo el Bici lo consultaba, así que de alguna manera el Chichao asumió la posición de segundo al mando del grupo que antes nos la disputábamos Freddy el Curío y yo; pero como no se nos ocurrió la idea del combo a ninguno de los dos sino al Chichao perdimos el chance, ni modo. En la noche nos juntamos en la esquina de la calle Quinta con Puerto Rico y el Bici volvió con la vaina del combo. “¿Qué es lo que a ti te gustaría tocar en el combo?”, me preguntó. “¡Qué se yo! ¡Yo no sé tocar nada!”, le respondí. “¡Mira a ver si te decides, que si no haces nada en el combo te sacamos del grupo!”, me amenazó. “¡Coño, Bici…”, dije. “¡Cómase su coño, vale! El combo va, y si usted ni toca ni canta, ¿de qué coño nos va a servir?”, me soltó. Bueno, yo de combo no sabía ni mierda, verlos por televisión, lo único; así que, ¿qué le podía yo decir al Bici? Pero tampoco iba a quedarme fuera del grupo. Una vez el Bici sacó a Nandocacá del grupo y hasta medio loco se puso el tíguere, y la mamá vino llorando a pedirle al Bici que le quitara a Nando ese apodo de Cacá y que lo aceptara de nuevo como amigo en el grupo, pero el Bici dijo que no, que no y que no y que no, para que Nando aprendiera a respetar al grupo (él, Nando, nunca me hizo nada a mí ni a más nadie, pero desafió al Bici una vez que estábamos preparando una combinita para jugar y eso, según el Bici, era desafiar al grupo); y la familia de Nandocacá terminó por mudarse del barrio (vivían alquilados en la casa de Don Chicho, en la esquina), y el Bici demostró que él era el poder en el pedazo. Así que lo pensé bien: no iba a terminar siendo Moncín cacá, entonces lo mejor era buscar rápido qué hacer en el combo y no se me ocurrió nada más que decirle: “Bueno, Bici, si hay que tocar algo y hacer algo, yo le pegaré a las maracas y cantaré, que esas dos cosas me gustan” “¿Tú ves, pendejo? Y así no querías participar. ¡Cualquiera te deja fuera por comemierda, pero te voy a dar un chance, man! Si no te hubiera pasado como al comemierda de Nandocacá, y tu familia sí no se hubiera podido mudar, vale,


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porque ustedes no son alquilados como la familia de Nandocacá, ustedes son dueños”, me dijo el Bici y segurito que vio cómo se me puso la cara cuando me habló de Nandocacá porque se me rió en la cara y me dijo: “De la que te salvaste, maricón”. Nos faltaban gente para completar el combo, pero el Bici decidió que no íbamos a meter a más gentes del barrio. “Esta gente no tá en ná, coño. A los otros, los contratamos. Los dueños del combo somos nosotros, ¿no?” Así que quedamos que en el combo Freddy el Curío, yo y Gari íbamos a ser los cantantes: el Curío con la güira, Gari con el timbal y yo con las maracas. Chichao iba a tocar la trompeta, Cabuyita el Saxofón, Lalán la tambora y el Bici el piano y la dirección. “El problema es, man, que ninguno de nosotros es músico”, le dijo el Curío al Bici. “¿Y qué, coño? ¿Y eso no se aprende? Y Bonny, ¿nació tocando piano? ¡To esos tígueres empezaron como nosotros, de abajo! ¿Pa qué coño es que existen las escuelas de música? Lo que tenemos que hacer es practicar y aprender música, ¿no es verdad?”, y el Bici se voltea y nos mira a todos, y todos sabemos que tenemos que decir que sí, que es verdad, que es como el Bici dice, y luego el Bici mira a Freddy, siempre el mismo proceso, y el Curío entonces dice que sí, que eso fue una bruteza de él pero que es como el Bici dice, y el Bici se ríe y Freddy se ríe y todos nos reímos y aquí no pasó nada y, ¡Música, maestro! ¡A bailar y a cantar y a practicar! Porque, eso sí, el Bici decretó que todas las noches nos juntábamos para practicar. Entonces nos íbamos a la construcción de la casa de Mister Cola, uno que manejaba un camión de la Coca Cola y estaba construyendo frente a la casa de Juan Chivo, y nos poníamos a tocar y a cantar, a ensayar decíamos, dirigidos por el Bici que hasta se ponía delante del grupo y nos marcaba uno, dos, tres tlin, paclanpacán, tlin, tlin, tlin, tlin, pacán, tlin, paclanpacán, tlin, tlin, tlin, tlin, pacán…, mientras el Curío entonaba: “Eres mi bieeeenn, lo que me tiene extasiadooooo, por qué seraaaaaá, que estoy de ti enamorado…” Así, o si no: “AhívieneRichie, vienevirao, comobestia tocandoeltumbao”, paparapapán, paparapara, paparapapán, paparapa, tirurí… Con la boca, claro, aunque el Chichao puso dos picos de botellas y se fabricó su primera trompeta, y Cabuyita le llevó un saxo de plástico al hijo de Cuyuya, escondido, y Lalán con dos potorros plásticos se fabricó sus tamboras. Nosotros también nos inventamos los instrumentos: yo cogí semillitas y las metí en dos botellas plásticas y con


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ellas me fabriqué mis maracas, por ejemplo; el Curío con un guayo se inventó la güira y hasta el Gari se las ingenió para inventarse una cosa que él decía que era un timbal; el único que no tenía con qué tocar era el Bici que, sin embargo, castigaba en el aire las teclas del piano blanco (se le metió en la cabeza que su piano sería blanco con líneas de oro), mientras con su voz sacaba las notas: tin, cun, tincuntín, cuntán, tintancuntán, cuntín, tin, tin, tan, trililín… Y hasta, de pronto, el Bici como se que se olvidaba que era el piano lo que tocaba y soltaba un paparipapá de trompeta y, ¿quién iba a interrumpir al Bici cuando estaba botado tirando música y gozando esa presentación directo y en vivo desde el Madisonescuargarden de Nueva York, transmitido a todo el país por La Dinámica, presentado por Osvaldo Se Va de Ronda, por el Monseñor de la Salsa, Hugo Adames, por la gente que estaba pegada y los programas pegados? Así qué tocara lo que quisiera, botado, oyendo aplausos y viendo a las jevitas aplaudiéndolo, en medio de las fotos, del gentío, de los millones que nos íbamos a ganar y de las fiestas en los estadios, al lado de Johnny Pacheco, Maelo, Celia Cruz y todas las Estrellas de Fania, nosotros, los verdugos, bacanísimos, comiéndonosla, poniendo a gozar al mundo desde la construcción de Mister Cola. No sé quién desencamó un acordeón que era de su abuelo, una cosa vieja y manoseada y casi inservible, y lo trajo y, de pronto, el Bici descubrió que su vocación no era de pianista sino de acordeonista, y se apoderó del aparato, el piano blanco con líneas de oro se fue a la porra, ahora era puro acordeón y el combo apuntó hacia un pericombo, aunque el bendito coroto nunca sacó una música que sirviera; y antes, cuando el Bici tocaba su piano con la boca: tin, cuntín, tintín, tantintán… salía mejor, pero ahora era rrrianntiaaaannrriánnn rrriiiinnrrnnnnnnnn y no había manera de que el sonido sirviera para algo, nos sacaba de ritmo; pero el Bici ni se daba cuenta, porque estaba tan entusiasmado con el acordeón que no importaba, así que tuvimos que adaptarnos al aparato. Averiguamos que había una escuela de música frente al parque Enriquillo y que era del gobierno y el Bici organizó un viaje para ir a apuntarnos; pero cuando nos aparecimos, nos dijeron que teníamos que hacer una prueba para ver si dábamos para la música y que volviéramos dentro de seis meses que era cuando se abrían de nuevo las inscripciones. Aquello fue un golpe duro. ¡Seis meses! Todos nos miramos. ¡Eso era toda la vida! Dentro de seis meses, quién sabe en


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qué estaríamos nosotros. Todos bajamos la cabeza. El Bici era el que estaba más golpeado. Quiso argumentar, preguntar, reclamar, pero el señor nos dijo que él no podía hacer nada y que volviéramos y que fuéramos con tiempo, porque no tenían mucho sitio y había mucha gente esperando por la oportunidad. Nada, que volvimos con el viaje a Nueva York roto, apretujados en la cuquita, que así le decían a las guagüitas que hacían la ruta Villa Faro-capital, sin hablar, cabizbajos. Pero no sé que le dio al Bici que, en llegando al parque, nos llamó a todos y nos dijo: “Miren, esos pendejos no nos van a parar, coño. Los músicos aprenden practicando. Ahora vamos a ensayar más, y a ir a más velorios y cabodeaños y a montar más números y a prepararnos mejor. Y si dentro de seis meses nos da la gana de ir a inscribirnos, vamos, y si no nos da la gana, como quiera vamos a sacar nuestro combo adelante. ¡Si hubieran ido riquitos de Gazcue o de Naco, hasta les fabrican una escuela, coño! Pero no nos vamos a dejar joder, ¿okay? Vamos a practicar, que practicando y practicando aprendemos. Y, es más, vamos a tocar una fiesta y vamos a cobrar, y con eso vamos a ir comprando los instrumentos, ¿quién se atreve?” Y nos miró, y a mí mismo me dieron ganas de mandarme: ¿Una fiesta? ¿Tocar nosotros una fiesta? ¿Y cobrando?...; pero, ¿y quién se atrevía a salirle al Bici con un no? Así que toditos dijimos un ´tabién sin mucho ánimo, porque nadie quería que le pasara lo de Nandocacá y el Bici se sonrió y nos dijo que eso iba a salir bien; que, total, no íbamos a cobrar mucho. En ese tiempo, la parroquia que está frente al parque estaba en construcción y fuimos donde el padre Inocencio y le pedimos prestada la construcción para una fiesta pro-fondos para una banda de música, y el padre Inocencio se puso muy contento con la idea y nos la prestó porque él siempre decía que había que apoyar a los jóvenes para que hicieran cosas constructivas. “Vamos a presentarnos para que la gente baile con nosotros, y además vamos a llevar un picó y al que no le guste nuestra música le ponemos el picó y así la vaina se cuadra”, dijo el Bici, y a mí me tocó convencer a Mon, mi papá, que por él es que me dicen Moncín a mí, de que prestara el picó, y, eso sí, que papá, después de mucho aleluya, de discutir con mamá diciendo que él no quería que se le jodiera su equipo en vainas de muchachos, me dijo que lo cogiera, pero que lo quería temprano esa noche en la casa, y que si por manoeldiablo le pasaba algo al picó, que me desgaritara y no me dejara volver a ver de él mientras él estuviera vivo,


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porque me desollaría a correazos; y yo sabía bien que papá no iba lejos de cumplir su juramento, que hasta miedo me dio. Lalán y Freddy el Curío prepararon las entradas con pedacitos de cartulina picadas y con un sello que nos prestaron más un número para controlar las ventas y el grupo se puso a venderlas, ayudados por algunos de nuestros hermanos, hermanas y primos: una fiesta pro-equipos para una banda de música a medio peso, pero medio peso del ´76, no los de ahora que no sirven para nada; y le dijimos a la gente que se iba a presentar un combo nuevo cuando nos preguntaban que si era con el maestro aguja, y cuando nos decían que qué combo era, le decíamos que era una sorpresa; pero en una de las prácticas en la casa en construcción de Mister Cola el Bici nos bautizó y nos dijo que cuando preguntaran sobre el combo les dijéramos que eran Los Mandriles del Sabor, que era un grupo nuevo bien chévere. Nada, que preparamos la fiesta para un sábado de mayo, antes de los exámenes. El Bici se fue solito a la dirección del lugar donde estudiábamos y convenció al director del colegio El Buen Pastor, el profesor José Féliz, de que la fiesta era algo bueno, que nos permitiera promoverla por los cursos, vender taquillas, y vendimos quéseyocuántas taquillas, un paquetón, y yo mismo estaba asustado pensando cuando saliéramos y la gente nos viera a Freddy con su güiraguayo, a Chichao tocando con sus dos cascos de botellas, a mí con mis maracas de potes plásticos, a Cabuyita con el saxofón de juguete del hijo de Cuyuya (que ojalá a Cuyuya no se le ocurriera ir a ver al Cabuyita con ese juguete, después que ella se desgañitó voceando contra los ladrones que no les compran nada a sus hijos, para robarle los juguetes a los hijos de otros), y al Bici con su acordeón que no había manera que soltara una música que valiera la pena. Pero no hay forma de que los días se paren y llegó el día de la fiesta y nosotros nos cambiamos bien, combinamos la ropa como pudimos; estábamos nerviosos, le pedimos a nuestros hermanos, hermanas y primas que nos ayudaran sirviendo, en la puerta cobrando y verificando las taquillas, conseguimos en el colegio con el profesor Féliz butacas y también sillas, y mesas de nuestras casas con la complicidad de nuestras madres y las caras torcidas y en abierto desagrado de nuestros padres, que decían que para eso sí éramos buenos y rápidos, pero para un oficio, hacer un mandado o el estudio no, y nuestras


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madres les decían que nos dejaran, que nadie sabía a dónde uno podía llegar con eso. En fin, que se llenó el local de la futura parroqua y pusimos el picó de casa con unos long plays prestados de salsa y merengue para calentar el ambiente, y la gente al principio se portó media tímida, pero después salió a bailar y la cosa se calentó, y el Bici emocionado, nos decía: “¿Ven, coño? ¡Ahí está! Ya la gente se puso en salsa. Ustedes van a ver lo bien que va a salir esto”, mientras el resto estábamos cagándonos de los nervios pero no nos atrevíamos a decir nada. ¡Y quién iba a salirle con una vaina al Bici! El asunto es que el Bici le pidió al profesor Féliz que anunciara al grupo de Los Mandriles del Sabor y que lo presentara. No sabíamos qué le había dicho al profesor sobre el grupo, pero él aceptó. El profesor Féliz pidió silencio y voceó a los presentes (no había micrófono), que era un honor presentarles un grupo musical nuevo, que de seguro iba a hacer historia en nuestro país y en el mundo; un grupo joven, pero de primerísima calidad, y que ya tenía un nombre hecho y venía haciendo fiestas y presentaciones en la televisión y en las mejores discotecas del país y del exterior. Yo no sé de dónde se sacó el profesor Féliz todas esas vainas, pero nos puso a viajar próximamente en gira triunfal a Puerto Rico, Venezuela y Nueva York, y habló de nuestro próximo long play y yo miraba al Bici que se reía oyendo al profesor Féliz y el Bici se volteó hacia nosotros y nos dijo: “Ustedes verán qué sorpresa se van a llevar”, y a nosotros nos dio pánico pero nadie dijo nada. El profesor Féliz nos ensalsó y luego voceó al público que ahora vienen los reyes de la música: Los Maaaannnndrrrrriiiillleeessss deeeellll Saaabooooorrrrrr, y entonces salimos nosotros con nuestros instrumentos y es el mismo profesor Féliz que nos mira con los ojos desorbitados, sin creer lo que ve y dice: “¡Coño…!”; y el Bici ni lo mira ni nada, sino que nos manda a colocarnos en posición, y nosotros ni queríamos mirar para el público, y oíamos el silencio sorprendido, y después un murmullo, un temblor sordo, y luego alguien gritó desde el fondo: “¿Y el combo?”, y en ese instante el Bici golpeó con el pie en el suelo: un, dos, tres… y el Gari, el Curío y yo arrancamos a cantar Cipriano

Armenteros:

“En

mil

novecientoseis,

alláporelmes

denero…”

paranpantanpán, paranpanpán…, y todos sacudiendo y golpeando y haciendo bulla, tratando de que el ruido disimulara nuestro susto, nuestro apriete, y sin mirar al frente, a la gente que empezó a pedir, voceando: “¡Qué-salga-el-combo,


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qué-salga-el-combo…!”, tomando como a relajo nuestra presencia, y que se dedicó a golpear en las mesas y a dar palmetazos y a hacer ruido con todo lo que se podía hacer ruido: “¡Qué-salga-el-combo! ¡Qué-salga-el-combo!”; golpeando las botellas sobre las mesas… Y el Gari, el Curío y yo desgañitándonos: “Y tiembla la tierra, se escapó Armenteros…”, riiiuuuiiinnnn, rrrruuuuuaaaaannnn del acordeón del Bici que quería animarnos y se comportaba como un director de orquesta, moviendo los brazos como si supiera de música, y la gente se reía y voceaba: “¡Quítense de ahí! ¡Qué-salga-el-combo! ¡Qué-salga-el-combo…!”, y el profesor Féliz nos miraba, incrédulo, y no sabía qué pasaba, hasta que el Gari paró de cantar y dijo, fastidiado, que así no se podía cantar, y el Curío y yo paramos también, y el Bici incómodo se volteó al público y le hizo una señal de que se aquietaran. La gente se calló y el les dijo: “¡Coño! ¿Ustedes no ven que nosotros somos Los Mandriles del Sabor?” ¡A la porra! Yo no sé quién fue que nos tiró el primer botellazo, pero la botella pasó a mil entre nuestras cabezas y se estrelló con fuerza contra la pared del fondo de la iglesia, donde iba a quedar el sagrario y, ¡Poofffff!, el vidrierío y ahí mismito se armó un pleito, una estralladera, un reperpero del carajo, y el profesor Féliz voceaba: “¡No maltraten los pupitres!”, pero la gente molesta los volteaba, tiraban las sillas, las mesas, pidiendo que les devolvieran sus cuartos, irritados, explotando botellas en el piso; y los gritos, las malas palabras, los chillidos de algunas mujeres llamando a otras para que se fueran, y otros voceando que no les rompan esas sillas y esas mesas, que eran de sus casas, y se prendieron en pleito por la estralladera de mesas y sillas, y yo lo único que atiné fue a tapar con mi cuerpo el picó porque si en ese lío del coño le pasaba algo al picó mi papá me mataba por relambío. Así que yo oía el rebú, los gritos, las sanantonios, los golpes, los insultos, pero me mantenía acostado sobre el picó, para que nada le pasara, y en una volteo la cabeza y vi al Bici con un pedazo de palo tirando trancazos para todo lado, enfrentado con cuatro que peleaban al mismo tiempo con él, y la bulla, y la gente, y a mí mismo me dieron como mil palos en la espalda, me acabaron mi mejor camisa, y yo sólo decía llorando: “¡Déjenme, coño! ¡Déjenme, abusadores, coño!”. Y tuvo la policía, que por suerte el cuartel estaba a dos esquinas del local, que venir y arreglar todo, y se llevaron a un grupo que todavía delante de la policía misma se marchaban arriba del otro y pedían encojonados que les devolvieran sus cuartos, y el Bici les gritaba: “¡El coñoetumadre es que te lo va a


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devolver, hijoelagranputa!” A mí, que tenía la camisa destrozada y la espalda llena de moratones y arañazos y sangre, como me encontraron llorando acostado sobre el picó, protegiéndolo, me dejaron ir y tuve que pedirle ayuda a un par de amigos para llevarle de nuevo el picó a papá que, para más joder, aunque no le pasó nada, rayó un long play de salsa de don Frank porque me le tiré arriba al picó cuando empezó el lío y parece que con el movimiento del cuerpo, la aguja jodió el long play y de paso también se desguabinó la aguja, lo que hizo que mi papá me fueteara y me sacara ronchas en las piernas por la aguja, por el long play, por la camisa, por llevarme el picó, por ser su hijo y hasta por respirar. Durante una semana no me dejaron salir y tampoco estaba en condiciones: las piernas hinchadas, la espalda llena de pústulas, las heridas infectadas, la pus…, doliéndome, que tenía que dormir boca abajo, con mamá poniéndome una cura diariamente, y quedarme con la boca callada cuando papá llegaba del trabajo y le preguntaba a mamá que si el músico había vuelto a tocar para él requintarme otra sinfonía. Ni al colegio fui en esa semana, aunque me dijeron algunos de mis amigos que fueron a visitarme cuando papá estaba en su trabajo, que el profesor Féliz estaba como el diablo con nosotros. Cuando pude salir, busqué al grupo. Sólo estábamos cuatro, a los otros todavía los tenían de castigo. El papá del Bici tuvo que pagar una multa por él. Tenía todavía la cara con moratones del pleito y parece que en la policía también le dieron una pela. Nada, que el Bici decidió sacar del grupo a Chichao que, según él, era el culpable de la vaina por haberse inventado lo del combo, y como quedábamos seis, pensó que por qué no hacíamos un grupo de básquet, que eso también dejaba y había que joder menos que en la música.


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De allantes y allantosos Somos reyes del bulto, maestros del allante, los especialistas en el aguaje y el aparentar. Capaces de alquilar blinblines para deslumbrar a la familia cuando viajamos a Santo Domingo. Nos disfrutamos el goldfilled. Lo que importa es que reluzca. Sabemos que el allante es la mitad del pleito. Somos bocones, hacemos el teatro y luego, si no funciona, cambiamos la táctica como si nada. Sabemos que no todo lo que reluce es oro, pero siempre pensamos que el paraguayo es el otro. Y si tenemos algún dios pagano es la muela. ¿No fue “El Muelú” uno de nuestros héroes urbanos? ¿No es la política, el supremo arte de muelear, nuestra pasión nacional? De ahí que el carro sea más importante que la casa. Nos solazamos en crear expectativas y deslumbrar al incauto, edificando una torre de palabras que sabemos frágil, pero que momentáneamente deja embelesado a nuestro interlocutor. Luego, otra habilidad finamente pulida, inventaremos la explicación, la justificación, la excusa y nos dedicaremos a rehacer la promesa, a revivir la expectativa frustrada, a generar una nueva ilusión. ¿No es lo que sucede cada temporada de elecciones? ¡Y no sólo en las nacionales! ¿Acaso todas las planchas de clubes, asociaciones, sindicatos, etc., no llevan por nombre “Dignidad y Rescate”? Siempre tenemos alguien a quien culpar. No lo inventamos, pero hacemos un uso intensivo del chivo expiatorio. Nos sentimos a gusto en el precario mundo de las apariencias, como esas casas a las que les hacemos el frente de blocks y les subimos el frontón para que no se vea que en realidad es de madera cobijada de zinc oxidado. Y a cualquier parte que lleguemos llevaremos este hábito que es parte de nuestra identidad.


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Lépido ¡Sabes lo que es eso! ¡Una niña todavía! ¡Un angelito! ¡Y así! Ese padre se está volviendo loco. Esa madre ya no sabe de dónde sacar lágrimas. ¡Una niña todavía! ¡Una niña! … Aquí no han querido nunca oír a uno. Yo sabía. Yo lo dije, pero nadie me oyó. ¡Cómo va a andar un loco suelto! Aquí el que no quiso darse cuenta de lo que iba a suceder era porque no quería. Lo que pasa es que así somos los dominicanos, sólo ponemos candado después del robo. Ahora sí cogieron al loco. Pero eso se sabía que venía. … ¡Son unos canallas! ¡Eso es lo que son! A mí no me van a callar. ¡A mí no! Ese pobre muchacho es un infeliz, nunca se metió con nadie. Él no era gente de hacer una barbaridad como esa. Lo que pasa es que es muy fácil hacer esa vagabundería y echarle la culpa al pobre muchacho que no tiene cómo defenderse ni quien lo defienda. ¡Ojalá don Chito no se deje engañar! ¡Qué mire bien quiénes son los que están echándole al pobre Lépido la culpa! ¡Qué mire bien, para que encuentre al que le desgració la niña! … ¡No, no, noooo! ¡No me golpee más! ¡Me duele! ¡Aaaayyyyyy! ¡No me golpee más, por Dios! ¡Yo no sé! ¡Aaaayyyyyy! ¡Yo no sé! … Mi hija era un angelito, un angelito de Dios. Fue un abuso, doña Matilde. Fue un abuso. Una madre prefiere morirse mil veces y no ver a su niñita forzada y muerta por un buen abusador. Yo no sé si fue ese muchacho o quién fue, yo no lo sé. Yo lo que quiero es que a ninguna madre más le maten su hijita, doña Matilde. Yo,… yo… ¡Yo no tengo ganas de vivir! ¡Mi hija, mi hijita del alma! … ¡Pero no habrá nada que se disponga y paré esta barbaridad! ¿Es que el teniente quiere a la fuerza que un loco diga que hizo algo que no hizo? ¿Y dónde están los periodistas? ¿Y qué de la Justicia? ¿Es que ese muchacho por ser loco no tiene derechos? Este barrio tiene que oír los gritos, como si lo estuvieran torturando en la misma sala de uno… Yo tengo los nervios vueltos una etcétera y si no fuera porque tengo tantos achaques fuera ya mismo a


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llamarle la atención a ese abusador… Pero, después, si me da una sirimba se atreven a dejarme tirado y que me joda ¡Y cómo grita el desgraciado! Parece que le están arrancando el alma. ¡Esto no puede seguir, porque estos gritos están acabando con uno! … A mí tú me vas a decir lo que hiciste, coño. A mí no me vas a engañar con esa carita de yo no fui. Tú puedes engañar a otros, pero a mí no. ¿Por qué hiciste lo que hiciste, loco de mierda? Aquí tú vas a hablar, porque de aquí no sales vivo si no hablas. … Mire, caray, yo sé cómo son estas cosas. Yo no voy a meter mi mano en el fuego por el loco, porque yo no puedo decir que él no lo hizo. Pero,… lo más fácil es echarle la culpa a ese infeliz. ¿Y él era el único que le tenía echado el ojo a la Miguela? ¡Ah, no, eso no me lo pueden decir a mí, que veía a todos esos muchachos locos del barrio cómo la miraban, lo que le decían! Don Chito puede ahora creer lo que sea, y yo como padre ofendido se lo respeto. Pero ahí hay que escarbar mucho, ¡mucho, digo yo! A esa muchacha se le desarrolló demasiado el cuerpo, y aquí la gente lo que está es tratando de salvar a sus hijos, que no les carguen la muerta a ellos y por eso prefieren culpar al loco. ¿Lépido? Ahora seguro que lo maduran a golpes para que se eche eso encima. … Mire don José, yo no sé a quien creerle. Mi hijita está muerta. Eso es lo que yo sé: que la enterré, que enterré mi alegría; que en esta casa yo y mi mujer no tenemos fuerza para mirarnos a la cara; que ahora todo el mundo habla y habla, como si no nos doliera todo, como si sólo despertar no fuera una tortura. Sé que apresaron a Lépido, pero es que encontraron cerca de él sus panticitos, ¡los panticitos de mi infeliz hija! ¿Usted entiende? ¿Qué interés puedo tener yo en que acusen a ese loco? Pero, ¿cómo pueden pedirme a mí, a su padre, que vaya a la policía a pedir que suelten a Lépido? ¿Yo fui que lo tranqué? Ellos son los que investigan, los que interrogan, los que averiguan. Yo lo que espero es que, sea quien sea al que tranquen, que sea el que de verdad le hizo eso a mi muchachita y no que tapen al culpable cogiendo preso al loco. Pero yo no puedo meterme en lo que haga la Policía. Eso hay que tener mucho estómago para pedírmelo a mí. … ¡Es increíble! ¡Esto sólo se ve en este país! ¡Ahora tiene uno que oír al

teniente Matías acabando al loco ese! ¿Qué tengo yo que ver con eso para tener que tirarme este show? ¿Es que aquí no respetan nada? Hay que oír cómo grita, exagerando, como si lo estuvieran matando, por dos o tres


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yaguazos que el otro animal le está dando. Yo no voy a decir que no se le dé, porque aquí al que no le bajan la pesada, no confiesa. Pero que lo estén haciendo en el cuartel, para que todo el barrio se dé cuenta, ¡ahí Matías se pasó de la raya! El podía llevarse el loco a otro sitio y hacer que hable. Yo entiendo que él tiene que solucionar esto rápido, porque un crimen como el que hicieron con la hija de Chito se lo puede llevar de paro. ¡Pero tener a ese loco gritándole a uno encima también! … Claro, es muy fácil culpar a Lépido. ¿A quién le duele ese infeliz? Yo sólo miro y me callo, pero ¡Ay si yo hablo! ¡Ay si esta boca se abre y dice todo lo que yo he visto! Porque este barrio ahora es ciego. Aquí ahora todos son ciegos y sordos. Jum, como si no se supiera… Aquí ni los viejos se salvan de sospecha, que muy bien se les iban los ojos cuando veían a esa muchachita, y había que oírlos: que si yo le hiciera esto, que si yo le hiciera lo otro… Ni respetaban a don Chito! Ahora van con sus lágrimas de cocodrilo a darles pésames pero yo sé, yo sí sé que es para limpiarse, que no le carguen la muerta. ¿Y los hijos de ellos? Una partida de irrespetuosos, tígueres sin educación, que eso es lo que están criando; hay que ver las cosas que les voceaban a esa niña cuando iba o venía de la escuela o salía a cualquier diligencia que la mandaran. Una aquí será vieja, pero ni sorda ni ciega… ¡Y tampoco muda, carajo! ¡A que a mí la Policía no me viene a preguntar..! Es muy bueno madurar a golpes a un infeliz loco para que diga lo que el teniente Matías quiera que él diga. Y como el loco no tiene quien saque la cara por él… Pero si don Chito deja eso así, que abusen del infeliz, entonces no sólo no va a vengar la sangre de su hijita, también se va a ensuciar con una infamia contra un infeliz porque aquí lo que quieren es tapar a quienes de verdad le hicieron eso a la Miguela. … ¡Qué grite, qué grite bien alto! ¡Así, más, más…! Vamos a ver qué hace este gobierno cuando este abuso salga en la prensa… Es bueno que este barrio de tanta indiferencia y oportunismo, se dé cuenta de la capacidad represiva de este régimen, capaz de torturar a un loco para que se inculpe de un crimen que no cometió. Esta pequeñaburguesía acomodada, que se mira el ombligo y vive ajena a las luchas sociales, qué escuche estos gritos, que se dé cuenta de que hoy es Lépido, pero mañana puede ser cualquiera de ellos. Matías, ahora, sin darse cuenta,


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trabaja para nuestra causa. Y los gritos de Lépido son el mejor discurso. …

¡No, no, que me duele! ¡No sea malo conmigo! ¡Yo no sé nada!

¡Aaaayyyyyy, no sea malo! ¡Aaaayyyyy! ¡Ahí no, señor! ¡Aaaayyyyyy, aaayyy mi madre! ¡Yo no sé nada! ¡Aaayyyyyy! … El teniente irá a matar a ese infeliz. Eso es golpe y golpe. Uno no puede decirle nada. Aquí lo mejor que uno hace es no opinar. Yo no sé cómo él quiere que ese loco hable, porque la palabra de un loco sirve para poco, pero a él se le ha metido en la cabeza que el loco fue y uno no tiene más remedio que estarse quieto. A mí si no me meta él a abusar del loco. Si él quiere despeluñarlo entero, que lo haga. Nadie se lo va a impedir. Y eso, que a mí se me parte el alma cuando oigo al loco gritar. Pero yo no puedo hacer nada: perder mi carrera solamente. ¿Qué puede hacer un policía si el oficial mayor se ha vuelto loco? Sí, porque el teniente Matías está más loco que el propio Lépido. … Yo no he podido ni comer… ¡Y quién puede comer con estos gritos, con este abuso! Tengo la sangre revoltiá… Me siento bien mal sólo de pensar que a mí y a cualquier persona lo pueden coger en la Policía y caerle a golpes sin que nadie haga nada. ¡Hasta donde ha llegado este país! Tanta baba que se habla aquí de democracia y de derechos, y están matando vivo a un loco y todo el mundo se queda como si nada. ¿Es que

esos mismos

policías no son capaces de parar ese abuso? Y entonces al loco como que le pusieron una bocina, porque se oyen los gritos como si estuvieran sonándolo al lado de uno, en la propia casa. ¿Es que no se dan cuenta de que le formaron al loco una camarona para culparlo del abuso que le hicieron a esa muchachita? Y ese Matías, seguro que cogió sus buenos cuartos por la izquierda para forzar al loco a golpe limpio a que diga que él fue que le hizo eso a esa infeliz. ¡Cómo se ve que este país no cambia! ¡Siempre lo mismo! Aquí con cuarto se fabrica un culpable y se tapan todas las vagabunderías; pero aunque sea de la OEA, de las Naciones Unidas, de algún lado alguien tiene que venir y parar este abuso, antes de que destripen al loco… La envidia de la gente, el odio, no puede hacer que prefieran que el loco vuelva a estar suelto y mate a otra niña. ¡Qué rencor tan grande sienten contra don Chito, que quieren soltarle al asesino de su hijita! Porque yo lo dije mucho tiempo, que a ese loco había que trancarlo como con diez candados en el manicomio para que dejara de estarse manoseando su parte, que vivía con esa mano que hedía a pura verija, porque


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era sobándose todo el tiempo, y atento a loco nadie le paraba el coche. ¿Cómo va a tener un barrio a un tajalán en esa vagabundería el día entero delante de todo el mundo? ¡Y yo lo decía! ¡Ese va a desgraciar a alguien aquí! Pero, claro, somos dominicanos; aquí nadie dice nada hasta que las cosas pasan, y ¡fíjense ahora! ¡Quieren que el teniente Matías suelte al loco y que don Chito se quede como si nada! ¡A mí no me vengan con cuentos, la envidia no deja vivir a la gente, pero si tenían algo contra don Chito que lo paguen con él, y no con su hijita! … Ya yo estoy perdiendo la paciencia, loco del carajo! ¡Mira a ver si habla! ¿Por qué mataste a esa infeliz? Si tú crees que te vas a salvar por loco yo te voy a reventar como sano. ¡Aquí tú vas a hablar, o te ripio entero a golpes, coño! ¿Tú crees que puedes, atento a loco, venir a abusar de esa muchachita y que no te pase nada? Primero te mato. ¡Habla, coño! ¡Habla, maldito loco! ¿Cómo te llegó el panty de la niña si no sabes nada? ¡Sargento, échele agua de nuevo para remojarle esa costra y quitarle ese bajo a verija que tiene! Sólo hay que verle la cara para saber que a ésa se la anotó él. ¡Pero a mí no te me salvas, desgraciado! … Ni

una siestecita uno ha podido echar, ni descabezar un sueñito. Este loco hace tanta bulla que realmente parece que se hace más el loco que estar loco de verdad. Matías hizo mal haciendo esto en medio del barrio. ¿Por qué no se llevó su loco a otro lado? Ahora nos tiene a todos aguantando esta vaina. Esto es lo que le pasa a uno por vivir en barrio. Nadie se atreve a esto en Naco, Piantini o Arroyo Hondo. Usted sabe lo que es estar horas enteras oyendo a este loco berrear… ¡Y lo alto que berrea el desgraciado! Ya hasta yo mismo prefiero que paren y suelten al loco, y no estar oyendo este griterío horas y horas. … Yo estoy que rezo y rezo, doña Matilde. Chito y yo ni nos hablamos, porque desde que nos miramos empezamos a llorar. Yo sólo le pido a la Virgen consuelo. Yo sé que la gente en este barrio está hablando, y hablando de más, porque no tienen compasión. ¿Es que no hay otras madres aquí? ¿Es que el dolor de una ni siquiera da lástima? ¡No se puede tener el corazón tan duro, doña Matilde! ¿Qué mal, qué gran mal, le hicimos Chito y yo a este barrio para que sean tan duros con nosotros? … Los tienen engañados, ahora todo el mundo quiere salir del problema culpando al loco, y a Chito y a Ana Antonia los quieren comprar mostrándole una falsa solidaridad. ¡Cómo si no se supiera la mala voluntad que le tenían! En este barrio si tú asomas la cabeza y muestras un poco de


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progreso te caen encima. ¡Balsa de resentidos! ¡Envidiosos! Y a la niña las mujeres le tenían mala gana por que a los maridos se les iban los ojos detrás de ella. Vivían celosas. Criticándola. Inventándole cosas. ¿A que no van a decirle todos esos inventos al teniente Matías? ¡Jesús, si hasta aquí se oyen los gritos del loco! … Este barrio demuestra que

la

burguesía

desclasado,

vivía

es

malagradecida.

humillándose

por

un

Lépido plato

de

era

un

comida:

bañaba los perros, limpiaba el frente, botaba la basura, lavaba carros, desyerbaba, cargaba compras… Y ahora, ven cómo lo torturan y nadie hace nada ¡Esa es la burguesía! Estos serán pequeños burgueses, pero tienen la conciencia podrida

del

lacayos. Lo una

burgués.

Y

así

le

paga

el

burgués

a

sus

revientan a golpes para que asuma la culpa de

violación

que

es

un

reflejo

claro

de

los

gustos

desviados de la decadencia burguesa. ¡Qué falta hace una revolución en este país!... Pero, Dios mío ¿Es que el teniente no se da cuenta de que no sabe y que tampoco tiene juicio? Yo quisiera saber cómo es que el teniente razona. ¿A él no se le ocurre que cualquier tíguere de estos pudo hacer lo que hizo con la niña y luego tirarle los panties cerca al pobre loco? Y el teniente está que no oye ni quiere oír a nadie. Este escándalo nos va a meter en problemas. Los gritos del loco de momento se van a oír hasta en la Jefatura. Yo quiero saber qué va a decir el teniente cuando le pidan cuenta por el maltrato a un falto de juicio. Y que se sepa, el loco nunca dio problemas, nunca. … Aquí hemos perdido la vergüenza. Trujillo mismo tenía sus centros: el 9, la 40, para torturar… ¡Nunca se torturaba en un cuartel, como ahora! ¡Hasta en eso hemos echado para atrás! Este abuso es para decirnos a todos que no hablemos, que nos callemos, que dejemos este asunto así. ¡Yo lo sé bien! Es para decirnos qué nos pasaría si reclamamos que no abusen del loco y busquen a los verdaderos culpables. ¿No pueden hacerle un examen de esos para ver quiénes fueron? Porque de lo que estoy seguro es de que no vinieron de Júpiter ni de Marte aquí a hacernos esta barbaridad. Eso fue cosa de gente de aquí mismo. Pero no fue ese loco, porque ese loco nunca hizo daño a nadie. Al revés, ¡bien servicial que era! ¿Quién le habrá dado dinero al teniente Matías para inculpar al loco? Porque a palo limpio es que


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le va a sacar una confesión. Yo quiero saber en qué tribunal la confesión de un loco sirve para algo… Aunque en este país se ha visto de todo. ¿Y don Chito va a dejar que ese abuso suceda? Después de todo, fue su hija la víctima. … Es increíble que ahora la gente tape todo lo que el loco del coño este hacía. ¡Ahora es un santo! ¡Hay que verles las caras que ponen! ¡Cómo se ve que no fue su hija! ¡Cómo se ve que no les importa! ¡Tienen que esperar que les pase a ellos! Yo espero que Chito no se afloje, que no se deje ablandar por estos que son sus enemigos, aunque él no lo sepa. ¡Qué tranquen al loco! ¡Que lo rejundan en la cárcel de por vida! No se puede tener a esa amenaza suelta para que vuelva a hacer otra barbaridad. … Tú vas a dejar de dar gritos y me vas a decir lo que hiciste o te reviento a golpes, loco de mierda. ¡Confiesa! ¿Por qué mataste a Miguela, la hija de don Chito? ¡Confiesa! Di de una vez que mataste a esa niña. Dilo si quieres que te deje de golpear. ¡Habla, habla! ¿Es que tú te crees que te vas a salvar de mí? ¡Sargento, échemele más agua al loco este! ¡Y páseme el chucho de alambres, porque éste va a decir lo que hizo, aunque tenga que despellejarlo vivo! … ¿Pero será que no piensan acabar? Si Matías y el loco

siguen este show ¿hasta qué punto vamos a aguantar todos? ¡Esto es un abuso a cualquier familia de este barrio! ¿Es que Matías no piensa que hay niños oyendo este escándalo? ¡Y si por lo menos callara al loco! Porque, no me vaya nadie a decir que lo que le está haciendo Matías es para que él dé esos gritos como si lo estuvieran despellejando vivo. Uno hace un esfuerzo para vivir decentemente y, fíjese, ¡a oír cómo interrogan a un loco! Ojalá que termine de una vez todo. … Pero ¿cómo pueden creer eso ahora de Lépido? ¿Acaso ese infeliz no vivía aquí, entre la gente, sin hacer mal, haciendo mandados, lavando carros, botando basura, sirviéndole a la gente por un chin de comida y tres centavos? Prefieren que maten al infeliz a que descubran que fueron sus hijos, ¡sí, sus hijos!, los que hicieron lo que hicieron. Ahora, en el cuartel, el teniente Matías lo está masacrando a golpes sin que nadie mueva ni un dedo. Yo misma llamara a la prensa, a la misma Jefatura de la Policía, para que paren esto, si no fuera porque complicarse una no es buena idea en este país. Aquí siempre todo termina así, rompiendo la soga por lo más delgado. … Yo, don José, es claro que no estoy de acuerdo con que maten a golpe a ese muchacho. Pero, ¿qué puedo hacer? Ellos son la ley, no yo.


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Ellos saben lo suyo, yo apenas sé de mi pulpería. Al teniente siempre lo he ayudado porque si uno es dueño de un negocio tiene que estar en buenas con la ley. Yo sé que dicen que yo le di cuartos al teniente para que agarrara al culpable. No lo hice, pero si pudiera, lo hiciera. Era mi hija. ¡Claro que lo hiciera! Pero nadie puede creer que yo pagaría porque le echaran la canana a un inocente y dejaran al monstruo que le hizo eso a mi niña suelto. ¿Quién puede decir eso y en mi cara? … Que los padres de estos tígueres quieran salir del paso cargándole la vaina al pobre Lépido yo lo entiendo: él no tiene quien saque la cara por él, y a ellos él no les importa. Pero que los propios padres prefieran que le echen la cuaba al loco en vez de encontrar al culpable… ¡Ya eso se pasa de la raya! ¡Es verdad eso de que el muerto con tierra tiene! Si yo fuera el padre, hace tiempo que hubiera hecho trancar al bando de tígueres que daña este barrio, aunque se me declaren enemigas todas las familias. Total, tampoco es que sean amigas. …¡Cómo se ve

que

egoísta!

estos ¡Qué

pequeñoburgueses se

atrevan

a

sólo

hacer

piensan esto

es

de un

forma barrio

verdaderamente popular! Hace tiempo que hubieran incendiado el cuartel y le hubieran arrancado a Matías al preso y lo castigado a él por buen abusador. ¿Quién es el responsable de lo que le pasó a esa niña? ¿No es Matías, que en vez de cumplir

con

su

trabajo

vive

picoteando

aquí

y

allá,

sacándole cuartos a todo el mundo? El mismo Chito le daba dinero… ¡delante de uno mismo incluso! Y el pai también tiene su culpa por no cuidar a su hija. Esa muchacha le gustaba

exhibirse,

provocar,

con

ese

cuerpo

tan

desarrollado que tenía. ¿Qué hacía esa muchacha andando en la noche? Ahora es muy fácil decir que él la mandó a llevarle una compra a doña Andrea porque los motoristas del delivery andaban haciendo otras entregas y la vieja lo urgió. ¡El afán de lucro! Prefirió

tres pesos a su propia

hija, y ahora paga para que masacren al loco. ¡Qué grite! ¡Qué grite más alto! ¡Qué grite todo el tiempo! ¡Qué no se calle! … ¿Cuánto le habrá dado don Chito al teniente? Porque no es de


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gratis que el teniente está acabando a este infeliz. En este país el que no es militar o está pegado con el gobierno se jodió. Miren a este infeliz: tiene suerte si sale vivo. Es chuchazos van y chuchazos vienen. Bueno, déjame ni pensar… ¡Total! … Uno ya viejo, viviendo de una pensioncita, tiene que dejar que estas vainas pasen y quedarse callado, para que no le quiten a uno los tres cheles que le dan. Por eso no hago nada. Pero Dios sabe que por dentro esto me está matando a mí también. Tengo el azúcar revolteada, los nervios revolteados, la presión acabándome, sólo por estar escuchando cómo asesinan a ese pobre loco… Sí, lo matan y luego lo inculpan y se inventan cualquier vaina: que se iba a escapar, que agredió a la Policía… Aquí están hartos de hacer eso. Le están haciendo eso delante de todo el barrio para asustarnos, y aquí no pasa nada, no viene nadie, nadie viene a parar esto. ¡Y uno teniendo que tragarse todo por defender dos o tres cheles que no sirven para nada…! … A mí, doña Matilde, también me duele oír ese maltrato. Nadie le dijo al teniente Matías que golpeara al muchacho. Eso es cosa de él. Pero es que los panticitos de mi niña aparecieron a su vera. ¡Sus panticitos! Ni a Chito ni a mí nos gusta que esto esté pasando. Esos gritos parten el alma, pero también nosotros gritamos, nos pasamos el día llorando a mi niñita. ¡Había que ver su cuerpo, cómo la masacraron! ¡Había que ver su cuello, cómo se lo retorcieron! No se contentaron con abusar de ella, ¿tenían que matarla? ¡Cómo si solamente la estuvieran matando a ella! ¡Cómo si al mismo tiempo no nos hubieran matado en vida a Chito y a mí! ¡Cómo si la vida ahora no fuera una tortura! ¡Ay, Dios, cómo pudo pasarle esto a mi niña! … Ese teniente es un blandito. Todos estos policías son unos blanditos. ¡Cómo se ve que no les importa lo que se hizo! A mí me dejaran y le saco la confesión al loco en media hora, aunque lo tenga que cocinar vivo. Ya se sabe que él lo hizo. Le encontraron prácticamente los panties de la niña arriba. ¿Qué más pruebas quieren? La violó y asustado por lo que hizo, la estranguló. Y en ese parque que de noche es oscuridad total y nadie va… ¡Que le dé duro para que hable, el desgraciado! Yo sólo pienso que eso que le pasó a esa niña le pudo haber pasado a cualquier otra, a una nieta mía… ¡Ah, pero si eso le hubiese sucedido a una nieta mía es mentira que dejo al loco vivo! ¡Que me tranquen si quieren, pero lo capo y se lo pongo de adorno! En este país no hay ley ni hay


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protección, pero uno no puede dejar que abusen de uno y quedarse como si nada…¡Aaaaayyyy! ¡Aaaayyyyy, no me dé! ¡Aaayyyy, mi madre! No me dé más, por Dios. Aaaayyyy, Nooo, por Dios, nooo. ¡Aaaayyyy, está bien! ¡Aaayyy, ya, ya, por Dios! ¡Yo digo lo que sea, pero no me siga dando, jefe! ¡Aaayyy! ¡Sí, sí, lo que usted diga, jefe, pero no me siga dando, por Dios! ¡Aaayyyyy! ¡Ay, no me dé! … Jajajá, yo sabía que tú ibas a confesar, maldito loco. Yo sabía que tú ibas a confesar. ¿Tú creías que yo no iba a sacarte la verdad? Ahora tengo ganas de seguir majándote por desgraciado, por abusador, por asesino. ¡Sargento! Ponga ahí que el loco declaró que él fue. Levántele el expediente y póngalo a firmar, y si no sabe firmar póngale las huellas digitales. Dígale al raso que traiga la manguera y limpie esto… Y que preparen al preso para trasladarlo, en lo que yo me voy a la casa a darme un baño y a comer.


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Callados ni en el cementerio Nos repele el silencio. Nos encantan la bulla, el can, el jolgorio, la bachata. Nuestra música es estridente, movida. Contagia al cuerpo, lo remece. Nos arranca a la fuerza de las sillas y nos pone a bailar. Somos adictos al estruendo, a las bocinas inmensas, a los tronantes encantos de las peinadoras. Metemos música y fiestamos por cualquier motivo. La gozadera es nuestra filosofía vital. Nos aceptamos el silencio. De inmediato, irrumpimos con cualquier conversación. El silencio es signo de incomodidad, de rechazo social, de “hacer el fo”. Subimos el volumen a todo. Nos encanta vocear, escandalizar. Nos aloca la jarana, la chercha, el can, el bonche. Nos repelen la quietud, la soledad, el vacío. Tenemos miedo al silencio porque tenemos miedo a pensar. Queremos aturdirnos para no darnos cuenta, morir en la ignorancia más crasa, pasar como quien no pasó. Disimulamos con el ruido insensato nuestra angustia, la oscura conciencia de nuestra superficialidad, el dudoso encanto de nuestra inconsciencia. Y es que esa voz interna nos cuestiona. Es dura. Es imperdonablemente clara. Oírla nos aterra. Tememos tener que asumir la responsabilidad por nuestra vida, nuestro futuro, nuestra condición. ¿No es más sencillo siempre culpar a la suerte, a los padres, a los españoles, a Colón, a los haitianos, a los norteamericanos, al dictador o presidente de turno, al gobierno anterior, a la oligarquía criolla, al empleador, al vecino, a la pareja, a nuestra raza, a nuestro sexo, a nuestra suerte, a lo que sea, de nuestra situación? ¡Enciendan el equipo! ¡Suban el volumen! ¡Pongan lo más chillón, el merengue de calle más imbécil! ¿Quién se ha creído éste para venir ahora a pontificar?


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Químbara Los tígueres pesaos, los deaverdad, ya no existen. ¡Qué va!, ya no hay tiratelas como el Mauri Will y el Nackin, que se daban unas combinaciones que había que salir a verlos, y en la pista era que ellos sacaban candela, tirando los pasitos, sudados, empapados totalmente en la música, inventando nuevos pasitos siempre y sorprendiéndonos: un revoloteo del cuerpo que se contorsiona vibrando, temblando a cada compás, pero con estilo, con gracia. Había que hacerles su ronda, bebiéndonos su baile, y si se quería que la fiesta de uno tuviera sabor y la gente fuera, había que invitarlos... Desde que uno decía que iban, la gente se desprendía de donde fuera para estar allí. Nadie quería perderse el verlos tirar el son. Y cuando el Mauri Will y el Nackin competían aquello era para morirse... ¡Esos sí sabían lo que era bailar...! Luego vino el Químbara, y creo que él fue quien le enseñó a Domingo El Pecaero y al Popeye; y después llegaron José La Salsa que aprendió de su hermano, El Pecaero, y los hermanos Ruiz y todos los salseros de ahora; pero ésos no son más que una imitación del Mauri Will y el Nackin, y hasta del mismo Químbara, que fue Mauri Will quien le enseñó a tirar tela, a combinar, y a tirar los pasitos. El Químbara apareció en las fiestas exactamente con Celia Cruz, Johnny Pacheco y el Químbara Quimbara, y nadie bailaba el Químbara Quimbara como él: gozándoselo, vibrando, temblando, saltando, tirándose al suelo, girando, doblándose en veinte, eléctrico, sacudiéndose, y uno tenía que dejar de bailar para verlo, poseído, en un espacio propio del que todos de pronto nos veíamos excluidos, como que el disco, la voz de Celia, la música, el repicar de los cueros y la guaracha encendía, todo era para él, para él solito, sin pareja, sin nadie más, vuelto la salsa, la rumba buena y el guaguancó; y todo el mundo hablaba, gritaba, aplaudía, lo animaba, pero ¡qué va a oír a nadie el Químbara!: él sólo


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tenía oídos para los cueros percutiendo, la voz como un cuchillo de Celia que sudaba el químbara quimbara cumbaquín bambá, y la sala de la casa era una pista en la que el Químbara estallaba en mil y un pasos, sin repetirse, cien mil maneras distintas de dejarnos con la boca abierta, envidiosos, sorprendidos, deslumbrados por esta máquina de pasos, por este artífice del ritmo, por este relámpago de la salsa El Mauri Will y el Nackin se fueron esfumando, consiguieron la visa y se marcharon para los países, pero quedó el Químbara y el Químbara entonces era el rey, el que todo el mundo buscaba para las fiestas, el deaverdad, el que daba el modelo de lo que era tirar tela. Domingo El Pecaero y Popeye lo imitaban a las claras. Se paseaba como un príncipe envidiado por La Henry y por la Mazertov, por El Aguila y por La Torre, por Las Vegas y por El Barroco, y desde que se sabía que estaba el Químbara le sonaban la salsa buena para que él hiciera su espectáculo, mientras los parroquianos se paraban a verlo, sorprendidos siempre, envidiando secretamente aquel cuerpo que se derramaba en mil y un pasos. Uno no sabía dónde vivía El Químbara; según algunos era por detrás de Campoamor, en Los Mina; y según otros por el derricadero de Lengua Azul; por El Ancón..., pero, bueno, lo importante era que uno vivía hablando de él, y cuando nos inscribimos en el Fray Cipriano a estudiar el bachillerato, ahí sólo se hablaba de que el Químbara se sobaba con aceite de culebra y que por eso era que tenía el cuerpo así, tan suelto, tan dócil para los cueros y el remeneo, como si la timba y el timbal tocaran sólo para él: se llegó a decir que el Químbara iba a poner una academia para enseñar a la gente a tirar los pasitos, y recuerdo que todos dijimos que quién iba a pagarle al Químbara para eso, que si el Químbara se había vuelto loco, y todos pensamos al mismo tiempo en inscribirnos, porque todos queríamos que las jevas nos miraran y se entusiasmaran con nosotros como se entusiasmaban con el Químbara. Había que verlas cómo se volvían locas cuando el Químbara salía a la pista. Y si el Químbara las invitaba a bailar, eso era como una consagración de que ellas sabían tirar los pasitos. Novia, novia, uno no le conocía una oficial al Químbara.


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Sí sabíamos que se samaba con alguna, que metía mano con tal o cual jeva, pero el Químbara tenía su demanda y él no iba a ser pendejo de amarrarse con ninguna. Bueno, uno hubiese hecho lo mismo. Al Químbara le tocó la época del poliester y andaba con su afro, sus patillas, y una combinación en poliester, sus zapatacones, y todo, todo: el sombrero, el saco blazer, la camisa, la corbata, el pantalón, la correa, las medias y los zapatos de un solo color: si era marrón, marrón; si era azul, azul; si era gris, gris... Y caminando con su tumbaíto, dejándose caer a la derecha, con su ñoñería, con su cuadre, the sweet style, man, decía, pero que le quedaba bien. Nadie tampoco sabía de qué vivía el Químbara. Según Pocholo, el hijo de Marino, el Químbara trabajaba en un taller de desabolladura y pintura que estaba por Los Mina Viejo, pero nadie que yo sepa lo vio nunca trabajando, aunque de algo tenía que vivir y conseguir los pesos para tirar tanta tela como tiraba el Químbara, que yo creo que ni el mismo Maury Will llegó a tener la cantidad de tires chéveres que tenía el Químbara, ni los pasitos, porque el Químbara en cada fiesta venía con nuevos pasitos y cuando uno le pedía uno de los viejos, él decía que no le gustaba repetir, que él era un artista y que esos pasitos ya estaban mocatos, que nos fijáramos en estos y luego, para intrigarnos, nos decía que los que iba a sacar la semana próxima iban a ser lo último, mortales, men, que esperáramos a ver. Entonces todos le pedíamos que nos adelantara algo, que nos dejara ver los nuevos pasitos. El Químbara como que lo pensaba, el tiguerazo, y después sacudía la cabeza y nos decía que no, que después se los copiaban y que él sacaba pasitos nuevos por eso, porque siempre le copiaban, pero que él era el Químbara, el original, el único y verdadero Químbara, the best, the marvelous man, el pachá de la salsa, el hijo de richirrey, y entonces nadie le iba a hacer repetir un pasito pero tampoco iba a adelantarle a nadie los pasitos nuevos de la semana que viene porque entonces no tendría qué enseñar, que nos conformáramos con los de esta semana que estaban bien buenos. Nestor La Vaca, Mamitán y yo nos íbamos al piso que quedó de la casa de Adrianito cuando la tumbaron, para practicar la salsa sin que nadie nos viera,


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con un toscadisquito japonés de pila, y los discos de Celia, de Pacheco y de Maelo, pero aparte de darnos bien duro en las rodillas cuando intentábamos tirarnos al suelo imitando al Químbara y a John Travolta, y guallarnos las quecas, nunca pudimos llegar lejos. Al final, tal vez por eso sobresalimos en los estudios, y tal vez la mala suerte del Químbara nos hizo coger cabeza y le dimos fuerte a la universidad, aunque eran los tiempos duros, y siempre se armaban unos líos del carajo en la universidad: bombas, tiros, piedras, la policía, correderas, y mamá sufrió muchísimo con eso. Lo del Químbara sí fue una pena, porque él no le hacía daño a nadie. A él lo que le gustaba era bailar, tirar su tela, inventar pasitos, pero las muchachas lo miraban con admiración y eso molestaba. Sí, el Químbara gustaba, parece, y eso en este país no se puede. Una vez estaba bailando, zumbando, gozando la música como él sabía, entonces para mala suerte de él una carajita que andaba con el hijo de un general en una fiesta en la casa de doña Angélica lo vió bailar, se quedó parece que embelesada viéndolo subir, bajar, ranear, girar como un dios en su altar de fuego, en la pista divina que se encendía para que el Químbara oficiara su ritual, su danza, su torbellino de pasos, vueltas y revueltas, su magia rítmica y candente; entonces la carajita metió la pata y fue donde estaba el jevo que andaba con ella, el hijo del matatán, y le dijo que viniera a ver qué tipo que sabía bailar salsa, y yo no sé si fue el diablo que se le metió al otro, pero fue callado, con la tipa y vio al Químbara bailando, viviendo la salsa, encendío en la sala dando una cátedra de pasitos a todos los que le mirábamos con envidia, y le dijo a la jeva: ¿Y ése es el que tú dices que sabe bailar? ¿Tú quieres ver que no sabe bailar na´?, y todo el mundo se volteó porque creía que el tipo iba a salir a intentar competir bailando con el Químbara, que yo creo que ni oía ni sabía lo que estaba pasando; seguía sudando a Celia, la guaracha y el bongó; y la muchachita como que se dió cuenta de la maldad del otro, porque le dijo al tipo: "´Tabién, papi, tú tienes razón!"; pero, qué va, ya el diablo se había soltado, y el tipo volvió a repetir: “¡Qué va a saber ése bailar! ¡No ombe, vamos a ver si sabe bailar!”, y sacó un revólver y ahí se armó el juidero, y el tipo le apuntó a las piernas, a los pies del Químbara, a la cadera, y ¡pam!, ¡pam!, ¡pam!, tres, cuatro tiros, y el Químbara se cayó al suelo, retorciéndose del dolor, diciendo, con los ojos desaforados: “¿Qué pasó, vale?, ¿Qué le hice?”, y el tipo se le acercó


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y le dijo: “¿Tú no dizque que sabes bailar, coño? ¡Baila ahora, maricón!”, y le apuntó a la cabeza para soltarle otro tiro y matar al pobre Químbara que miraba al tipo apretaísimo y sin conocerlo, mientras se desangraba en el suelo y doña Angélica caía con un ataque, tiesa del susto. El tipo le dió a tirar al revólver pero, para suerte del Químbara o para mala suerte, quién sabe, no tenía más balas y el tipo soltó un coñazo y se largó de allí con sus amigos y unos guardias que lo cuidaban, casi arrastrando a la jevita que lloraba y no quería irse con él. Al Químbara entonces lo recogieron y lo llevaron de emergencia al Darío y allí quedó preso porque eran heridas de bala y el tipo que le pegó los balazos fue a un cuartel y acusó al Químbara de haberlo querido desarmar y ser enemigo del gobierno y qué se yo cuántas vainas más, y de que el Químbara andaba armado..., total que el Químbara terminó preso en el mismo Darío Contreras y allí quedó jodío de la cintura para abajo, y del Darío lo rejundieron en La Victoria, trancado por política, y sólo pudo salir cuando Guzmán fue presidente, que soltaron a todos los presos políticos; a él, al Químbara, que nunca fue de nada de política. Lo sacaron así, vuelto una mierda, inválido. De ahí en adelante le perdí la pista pero luego supe que su familia le puso un puesto de compra venta de cartones y botellas vacías, y un día dando una vuelta por Villa Consuelo, ya como ingeniero civil que yo era desde hacía ocho años, buscando precios de unos materiales que necesitaba para una construcción a mi cargo, vi ese pegote de carne sobre una silla de ruedas destartalada, envejecido, gordo flonflón, un mazacote, y oí que alguien le voceaba: ¡ Químbara! ¿Cuánto me das por esta carretilla de cartón?, y los ojos se me aguaron, de verdad, como si toda mi adolescencia, mi juventud, estuviera allí sentada, vuelta un mazacote inválido; como si la vida misma fuera esa burla cruel, como si el tiempo diera vuelta y, en fin, como si una parte importante de mí estuviera allí también postrada y destruida; lo vi mascullar algo, tasar con la mirada, sacar unos pesos mugrosos de un bulto, negociar unos cartones de desecho, pura basura, y por mis lágrimas cruzó el otro, el Químbara envidiado, sobreponiéndose a aquella imagen derrotada; me di la vuelta y me alejé, impotente, y pensé que talvez el Químbara hubiera agradecido que el revólver del tipo hubiese tenido un tiro más.


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Chivos sin ley A nosotros nos fundó la indisciplina. Somos renuentes a toda norma, a toda regla, a toda ley. Somos

los

descendientes

de

aquellos

inmigrantes que eligieron permanecer cuando todos se fueron y de esclavos que trajeron y con los

que

se

acostaron

y

mezclaron.

Se

amacebaron y se reprodujeron en una tierra fértil en que, hasta comienzo de siglo pasado, teníamos monteros, individuos que salían a cazar reses silvestres. Detestamos las reglas; las violamos y las desafiamos porque no queremos que nada nos controle, nos limite, nos organice. No sólo la Constitución es un pedazo de papel; aquí lo es todo: cualquier norma nos desafía a violarla, cualquier regla nos enchincha para que nos la saltemos. Nos encanta decir una cosa y hacer exactamente lo opuesto. Podemos vivir tranquilos en esa incoherencia. Lo que decimos y lo que hacemos andan, por lo general, divorciado. Vivimos en contravía. Así que el chivo es el símbolo nacional. Vivimos chivos, o medio chivos. Abundan los chivatos. Y, sobre todo, nos hacemos los chivos locos. Existen las chiviricas. Y cuando inventamos un helicóptero casero ¿cuál fue su nombre? “La cabra loca”. No tenemos todavía la plaza del chivo sin ley, aunque sí la Loma del Chivo. No le hemos construido su estatua. No le hemos creado su himno. Simplemente lo homenajeamos implícitamente en cada conducta, en cada actitud. Somos cimarrones. Indómitos. Rebeldes a cualquier disciplina, a cualquier regulación. Y talvez en ese rasgo radique nuestra posibilidad de sobrevivir en cualquier circunstancia, entorno, país. Nuestro chance de salir a flote. Y cada vez que han intentado rebajarnos al orden manso y bovino del corral, nos hemos revolteado iracundos, porque si algo nos irrita es que nos fuñan la paciencia. Gavilleros, cimarrones… ¿No es a esa estirpe a la que en el Himno Nacional se le llamó “la indómita y brava”?


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Mujer que llamo Laura Ahora estarás sentada en el umbral, los pies sobre el descanso del peldaño, el rostro hacia la calle, como todas las tardes, viendo pasar los carros que bajan, rápidos, la cuesta de la Benito González, que suben por la José Martí; el pelo dorado retozando en tu rostro, replegada sobre ti misma. Los transeúntes pasarán a tu vera y ni se darán cuenta de que existes, de que estás sentada en la puerta de ese apartamento; talvez ni reparen en el edificio de dos plantas, desconchado, que te alberga, porque los transeúntes siempre van a algún sitio, alguien los espera, tienen diligencias qué hacer; se desplazan sin fijarse en nada, consumidos en sus problemas particulares, incapaces de advertir una adolescente frágil que se somete día tras día al rigor de la tarde; una muchacha blonda, menuda, con dos ojos inmensos, de miel clara, engastados en una cara que persiste en ser tierna, infantil. Fueron tus ojos los que me sorprendieron; también yo transitaba. Regresaba del bufete con destino a mi hogar por la José Martí, un jueves en la tarde y, de pronto, ya no hubo más destino que tus ojos, más hogar posible que tu cuerpo recogido en el vano de una puerta. Quedé atrapado, suspendido en tu imagen. Apenas pude medio reaccionar al chirrido violento del frenazo; grita la gorda que está parada en la esquina de la barbería, el carro plantado a centímetros; yo, en la mitad de la calle, azorado. La gorda se lleva las manos a la cabeza, atontada por la impresión. Todo el mundo me mira, incrédulos aún de que esté ileso. El chofer se desmontó, irritado; dio un portazo y me voló encima, empujándome, insultándome. No sé qué hacer, cómo explicar. El tumulto crece con los curiosos que se acercan, el tapón, los bocinazos, la gente que se asoma a ver qué pasa, que viene a averiguar. El chofer me desafía, manoteándome, pero anónimos pacificadores se interponen, me


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salvan de su furia, lo hacen desistir. Finalmente, regresa al carro, enciende y sigue su ruta. El tránsito se recompone. Un abejoneo se voces se abate sobre mí, manos que me confortan. La gorda me abraza, toda sudada, y llorisquea. Me sofoca el olor acre de su sudor, los tentáculos pegajosos que me aprietan, el roce del naylon de su vestido. Me safé como pude. Huí del lugar rápidamente. Atrás quedaron miradas entre condescendientes y burlonas, comentarios… Huyo con tus ojos vivos en mí: dos ascuas que me queman. Todo el resto del día se fue en intentar sobreponerme a tu imagen, al esplendor que en mí dejaste, pero en cada minuto estabas afincándote más y, en la noche, volviste una y otra vez, como para prevenirme de que no fue mero incidente aquel momento. Al día siguiente, viernes, cuando don Elías le puso candado al bufete, a las cinco de la tarde, fui en tu busca. Caminé hacia la Hostos, me persigné como de costumbre al pasar por la esquina de la Hostos con Mercedes; subí la cuesta empedrada (nunca subo por las escaleras sino por la calle, con aire inofensivo, disfrutando las piernas de las muchachas que se recuestan de la baranda de hierro; voy rozando las plantas parásitas que enverdecen la piedra, tras el mejor ángulo). Me interné por la calleja entre lotes de basura apilados en la calle: periódicos viejos, envases abollados, ramas secas, yerbajos, latas vacías. En el peldaño superior de la escalinata que da acceso a las ruinas de San Francisco un viejo, en franela, duerme junto al pote de ron vacío. Esquivé los batazos de los muchachos que juegan pelota en la explanada del mercado de San Antón; al fondo, las viviendas se amontonan. El aire se dejó ganar por el olor de las frituras. Al final de la Hostos está el letrero amplio de la Casa Zaglur: letras blancas ribeteadas de negro sobre un fondo verde; los ventanales rotos, remendados, del edificio: colmadas las ventanas de tarros y latas con plantas y ropa oreándose. Crucé junto al vendedor de frutas que limpiaba su pedazo de acera con un escobillón y gané la Mella, doblé hacia la José Martí. Al llegar a la esquina de la Benito con José Martí vi que no estabas: el apartamento tenía la puerta cerrada. Pensé tocar. Desistí. ¿Cómo justificarlo? ¿Y si te recordaba de mí, del lío de ayer? Me entretuve un momento en el colmado Licey, en la esquina, al lado del hotel Zamora. Compré un par de cigarros y encendí uno. La mirada atenta a la puerta marrón, de doble hoja y persianas a manera de celosía. Duré un rato leyendo letreros de cerrajerías, tiendas de espejos, colchonerías, fondas; mirando las casas estrechas, de comienzos de siglo, que se apretujan,


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arruinadas. Pienso que en todo este movimiento de gente, de vehículos, yo soy lo único que está quieto, reposado. Abandoné la esperanza de verte de nuevo esa tarde y me fui a casa. Nada le conté a Flora, mi hermana, ni a Alcides, su marido. Con ellos vivo. García, Abelardo y Basilio vinieron como siempre a jugar dominó. Jugamos, bebimos cerveza, discutimos no recuerdo qué pendejada; luego, ver la televisión hasta que el sueño me derrote: “Rivera, Rivera, vete a acostar…” –Flora. Comenzaron a sucederse esos encuentros momentáneos, fortuitos, a distancia, siempre de regreso del bufete o, más tarde, si iba al cine. Planificaba mi ruta para incursionar en tu orbe; para atisbarte sentada, con las piernas recogidas entre tus brazos, el pelo que ondula a la menor brisa, los labios inocentes, la franela azul claro con la calcomanía del sapo oro y limón y el letrerito: “I´m sugar”; los jeans ceñidos y las sandalias que calzan unos pies minúsculos, delicados. Verte a distancia e inventarte a medias, mi trabajo. Darte un nombre: Laura, y hablar de Laura a mis amigos, y ellos: “¿Quién es?”. Yo: “Laura es Laura, alguien”. Ellos hacen memoria, atan cabos, buscan que se me escape alguna pista… El tema se pierde entre fichazos, cuadres, tranques, pases, dominadas y tragos de cerveza. Las botellas apiladas junto a la mesa, seguido del “Búscate otra”, palabras mágicas con las que se termina de consumir el resto del día. Laura… ¡Quién podría suponer que eras más que un cuerpo, un talismán, un fetiche, un objeto ritual que preside la tarde, que ve bajar y subir los vehículos, a los enamorados entrar y salir discretamente del hotel Zamora, a la gente que pasa con sus paquetes y sus prisas; un nombre inventado, una historia que se reduce a dos ojos enormes, hospitalarios, que invitan a instalarse en ellos; una voz que desconozco pero imagino dócil, tibia, presta a enardecerse, diestra en musitar cosas al oído que hacen a uno sublevarse de amor. Te inventaba todos los días, en medio del trajín, los expedientes, el horario: la vida gris propia de un escribiente que se embota la existencia en un bufete de mala muerte; habituado a mezquindades y a reproches. Siempre se me antojó que el bufete tenía un no sé qué de funeraria y ese matiz se fue acentuando desde que te conocí, cada más patente, irrefutable. Todo fue cambiando secretamente, perdiendo o ganando sentido: don Elías Martínez y su hijo, el doctor Tobías Martínez, flamantes abogaduchos de mierda y su “Estudio de Abogados Martínez & Martínez”, sus títulos colgados de la pared, la oficina penumbrosa, húmeda, con ese vaho a herrumbe que flota y nos contagia. Odié el caserón


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roñoso de Las Mercedes que hedía a carcoma y madera podrida, desvencijado, donde está instalado el bufete, con sus paredes gruesas pintadas de crema; el mundo de paredes ulceradas de la Zona Colonial; las casonas de tablas que se reclinan del aire, amagando desplomarse; las paredes de mampostería y argamasa, descascaradas, como leprosas; los edificios trujillistas: sobrios, lúgubres, imponentes. Detesté mi propio empleo de escribiente, de tuerca estándar en la compleja maquinaria que es el mundo. Hiciste despertar en mí la insatisfacción. Durante años agradecí a don Elías el puesto; no era la gran cosa pero era estable al menos, y ganaba más que en la fiscalía, donde antes trabajaba. Todos estos años perdidos en la vida irrisoria de pleitos que en nada me conciernen, con un salario que cada vez sirve para menos, acumulando años y cansancio. “¿Es que piensas quedarte jamón, Rivera?”, suele preguntarme Flora. No sé qué contestar. Para ella soy “Rivera”, el hermano. Para los Martínez “riverita”, así, en minúsculas, el burro de carga. “Ese hermano mío es un pajero” –Flora. “¡Deja de joder a tu hermano!” –Alcides. “¿En qué están los oficios que le pedí, riverita?” –Ese es don Elías. “¿Todavía se te para?” –don Tobías, mientras me acerca la foto de la pareja que en la revista enseñan sus partes. Ese es mi mundo, lo más importante. Luego vienen los amigos: García, Abelardo y Basilio que ayudan a sobrellevar el resto del día con el dominó, las discusiones sobre pelota, boxeo, mujeres y política, quejándonos siempre de que la cosa está dura, cada día más dura. “Esa es la única vaina que nunca afloja ni ablanda” – Alcides. Es raro, uno se va llenando de años, de dolamas, de canas, y cuando se supone que tanta vida corrida tenga a uno satisfecho, que hayan cosas que se sepan porque se han vivido, recuerdos que endulcen los años, nos damos cuenta de que estamos vacíos, absurdamente huecos. Uno comienza a preguntarse qué se hicieron esos años, en qué se fueron. Nada se termina por tener seguro. Nos vamos quedando sin fe, sin mañana, aferrados al hoy, a lo inmediato, con pánico al día siguiente. Sólo nos quedan las arrugas, la calvicie y la soledad. Acometemos la vida absurda con una seriedad estúpida, inútil (pienso en don Elías adusto, estirado, patriarcal, detrás del escritorio, en su despacho, como un dios burocrático; en don Tobías marcando un pool y mandándome a sellarlo; las gavetas repletas de revistas pornográficas. Las compra donde Macalé y cuestan un dineral. No puede leerlas porque están en inglés y don Tobías no sabe inglés, pero ¡le encantan las fotos! Don Elías se hace el que no lo sabe, pero cuando


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llueve, no hay clientes y don Tobías no está en el bufete, me dice: “riverita, pásame una de las revistas esas de vagabunderías que tiene mi hijo ahí, en la gaveta”. Se pone a hojearlas, severo como un juez, pero las imágenes le van soliviantando el rostro, el semblante le cambia, y cuando termina de hojearlas lo oigo rematar con un suspiro hondo, nostálgico). En mis ratos de ocio regresaba a tu nombre, a dos ojos capaces de sacudir el mundo; a un cuerpo inerme que se rinde a la bullanguería de la tarde, que es un peligro público. Tú eras La Mujer; no una mujer: La Mujer. Buscaba tu nombre, tu transparencia, sobre otros nombres, en la opacidad de cuerpos que se abandonan de manera torpe al ejercicio del amor. Perseguía tu fulgor. Otras manos que no eran las tuyas remedaban malamente artimañas que sólo en ti eran posibles. Por tu nombre pasaron algunas mujeres, pero en ninguna pude hallarte. Siempre volvía a ti, retornaba al oficio de capturar ese instante irrepetible en que te entregas. Cazador furtivo de tu imagen, paralizo el único segundo, fijo la brevedad en que te dejas poseer. Me hago único en ti; suspendo el transcurrir de la vida, desdibujo el mundo y sólo tú y yo conservamos perfiles y contornos; desmantelo la ciudad y sobre los escombros de edificios, anuncios, bisuterías, vallas, tramos, cables, mercaderías y escaparates destrozados permanecemos nosotros dos, sobrevivimos para reconstruirlo todo, para repoblar, para fundar de nuevo. Un relámpago y ¡ya!, tornaba el tráfago. El mundo se recompone asombrosamente con su tienda de espejos en la esquina, el colmado, la ferretería, el poste de luz, la fábrica de colchones, la maraña de cables, los automóviles, las tiendas…. La vida que me empuja, me aleja, me envuelve, que arrebata, me lanza lejos de ti, con este tajo amargo de tus ojos aquí dentro. Con todo, pese a todo, algo de ese momento se me quedaba prendido, no permitía que la rutina me recuperara totalmente. Si alguien un día te enterara de este secreto culto no sé cómo reaccionarías, te reirías talvez, por eso sólo en una ocasión quebré las reglas e intente el contacto: quise saber quién eras, cómo eras, tratarte; violé el tácito pacto establecido. Luego de ese desliz seguiste siendo Laura, un nombre sin historias qué referir y en las que solazarse; peldaño que me permite ascender sobre los días sórdidos para alcanzar un estadio diferente. Nada, ni la turbia palidez de ciertas tardes, ni el cielo hosco, encapotado; ni la lluvia que se abate sobre los árboles y techos, ha logrado impedir que cumplas el ritual previsto: que te sientes a contemplar el día que sucumbe ante ti o que lo veas morir desde


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la ventana, como a veces sucede. Supongo que infringí lo que ya era ley entre nosotros al querer arrimarme a tu flama, pero eran demasiadas tardes pendientes. La conciencia de que no admitías sucedáneos, que eras la única posible, me empujó a intentarlo, a vencer los reparos que la razón oponía, los miedos que se encrespaban una y otra vez. Rondé el lugar dándome ánimo, justificando la intención. Me ejercité para la prueba, flaqueando, marcando algunos pasos hacia ti, torciendo el rumbo, desalentado. Tras muchas dudas no me quedó más que aguardar el momento adecuado, la excusa válida. Cada tarde, a la salida del trabajo, iba a la esquina y te observaba de reojo. En ocasiones, llegaba decidido, dispuesto a ejecutar la hazaña, pero sólo de verte me desarmabas; me iba cabizbajo. Pensé consultar con Flora, pero lo desestimé. Sería yo mismo quien resolvería el asunto. Un martes sentí que hallaba al fin la solución: al cerrar el bufete, don Elías mirando al cielo dijo: “Tremendo aguacero viene”. El y su hijo se preocuparon por agilizar, por los paraguas. Cuando me iba, don Tobías desde su carro me dijo: “¡Venga para encaminarlo, riverita!” “Gracias, pero no se preocupe. Me da tiempo a llegar”, le respondí. No insistió, encendió y se fue. “Este es mi chance”, pensé. Todo el mundo andaba rápido. Me persigné al pasar por la iglesia alta, blanca, “VIRGINI DE ALTAGRATIA DICATUM”, con su retahíla de pordioseras enseñando sus pústulas, sus hinchazones, sus mugres. Al subir de la cuesta de la Hostos el viento arrastra delante de mí papeles, polvo, hojarasca; se arremolina. La Hostos es calle y callejón, se angosta al terminar la zona empedrada. Paso por la Benemérita y Respetable Logia Esperanza No. 9 y, al fondo de la Emiliano Tejera, alcanzo a ver un cacho de río: el agua verdosa, serena, la otra ribera: árboles, edificios, la bruma que se los va engullendo. En las ruinas de San Francisco las palomas revolotean bajo el cielo de ceniza, se disparan entre los muros cariados. Fui hacia el lugar que transfiguras, mujer que llamo Laura, sin precipitación, seguro de que estarías allí, aguardándome, sometida al igual que yo, al ritual de estos encuentros fugaces. La Hostos se agita por la inminencia del agua; las mujeres dan voces a los hijos, cierran las puertas. Crucé la Restauración, el pavimento cada vez más deteriorado. A la vera de la calle los caserones de madera con sus caballetes de zinc, a dos aguas, oxidados. Salí a la explanada posterior del mercado. Unos niños alborotaban cerca del pedazo de muralla que sobrevive de la que una vez acordonó la ciudad. La voz destemplada


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de Marco Antonio Muñiz cabalgó sobre la brisa, fluyendo del bar sin parroquianos. La vellonera siguió sonando a mi espalda. Un quinielero recogía el burro, las tiras de billetes y quinielas flameando, y se iba. Ya la farmacia de la Hostos con Mella comenzaba a guarecer transeúntes. El ventarrón esparció las primeras gotas. Crucé a la acera de la Regia y Mella y seguí hacia la José Martí. En la esquina del hotel 3 Gigantes los pasajeros se aglomeraban, pidiendo ruta a los carros que doblaban casi siempre llenos. Crucé la José Martí hacia la acera de la Mueblería Varona. Bajos los toldos blancos y rojos de hojatala empezaba la gente a refugiarse. Caminé hasta el colmado para, desde ahí avisorarte, y sí, allí estabas, impávida, sin importarte los truenos que hacen apurar el paso a los escasos transeúntes que aun se atreven a desafiar la inminencia del aguacero. Las ráfagas de aire siguen sublevando oleadas de desperdicios y los lentos goterones tibios comienzan a caer, humedecen el pavimento, se intensifican. Entré al colmado, pedí cigarrillos, fumé esperando con lentas bocanadas el momento mejor para acercarme. Superé flaquezas de último minuto. Otros se asomaban igual que yo a la puerta, contemplando cómo la lluvia desolaba las calles. Cuando el aguacero tomó fuerza me lancé a cruzar la intersección corriendo. Al alcanzar tu acera me encaminé hacia ti, deseché la barbería desde la que algunos asoman los ojos que se pierden en el velo plomizo, húmedo, que la lluvia ha tendido. Estabas protegida por el balcón saliente de la segunda planta que impide que te mojes, contemplando el azote feroz de la lluvia sobre la ciudad, la algarabía de los árboles, el tránsito agitado del agua que arrastra desperdicios por la cuneta. Me viste acogerme a tu amparo y te recogiste un poco, un sutil ademán de reprobación, una manera de hacerme entender el agravio inferido y ése fue el gesto único, la indicación que merecí. Volviste a ensimismarte, a distraerte en los carros que bajan y suben, en los eventuales peatones que, bajo sombrillas o enfundados en impermeables, desafían la crudeza del aguacero; en el retozo de la muchachería que celebra la lluvia, que ríe bajo el chorro del desagüe de edificios y casas, que pasa corriendo en andrajos a nuestro lado y nos salpica. Me sentí intruso, torpe, inútil. ¿Cómo hacerte entender que ese extraño no es uno más que se olvida en el momento mismo de verlo? Parado a tu vera, húmedo, embebido en la imagen de tu cuerpo aun translúcido comencé a entender todo: era otro tu mundo, una región inaccesible por medios físicos; no era yo quien por propia iniciativa podría


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incorporarme a tu universo. Me habías concedido una gracia, accediste a donarme esos instantes en que podía arañar fugazmente la plenitud del amor, pero alcanzar más no dependía de mi esfuerzo. Ese simple gesto tuyo me devolvió a la realidad, me hizo entender que había violado las normas del juego; que sólo era posible una forma de contacto entre nosotros: esa iluminación momentánea en que tú, mujer o deidad, te me revelabas. Volví el rostro hacia los caserones ocupados por una manada de rostros mustios y fastidiados. Dos mujeres que se protegían bajo la misma sombrilla llegan, riendo por haberse mojado, y empiezan a conversar. Te levantas y entras al apartamento, dejando entornada la puerta. Un tipo bajito, ventrudo, en pantalones cortos, las canillas flacas y peludas, el rostro maltratado, sin afeitar, se acerca cantando a todo pulmón bajo la lluvia; la voz aguardentosa, el pelo ralo. Suspende la canción y me mira, mira a las muchachas que se han subido al peldaño para no seguir mojándose los pies, va como a cantar de nuevo, pero me dice con picardía: “¡Eh, licenciado, déme diez cheles…!” Me sentí ridículo, eché a andar en pleno aguacero para salvarlo todo. Atrás, el tipo me voceaba: “¡Eh, licenciado, licenciado, se va a mojar…!” Subí la José Martí por la acera, entre sacos de basuras amontonados. Huyendo por segunda vez. No me importó empaparme, el resfriado, la perplejidad de Flora al verme llegar calado hasta los huesos. Volvían los días nonatos. Flora pregunta: “¿Es que te estás volviendo maricón, Rivera?” Alcides le reprocha: “¡Respeta a tu hermano, mujer! ¡Coño, ni que lo mantuvieras!” Don Elías, cada vez más berrinchoso, me arma una a cada rato. Su hijo me secretea: “¿Quiere que te enseñe unas que tengo con hembras de a verdad verdad?” Saca las revistas y me las hojeas escarbándome emociones, lascivo. Después, rápidamente intenta tocármelo. Lo esquivo y se ríe, divertido. “¡Ese flequito tuyo únicamente ya sirve para hacer pipí!” García, Abelardo y Basilio vienen como cada noche a jugar dominó, a discutir tonterías y a beber cerveza. Ayer, al regresar del bufete, te vi nuevamente, parada en la esquina, conversando con una mujer entrada en años; los pantalones que envuelven la cadera firme; las botas marrones sobre la acera cuarteada, la blusa de un rojo agresivo, de llamarada, surcado por flores amarillas y azules; el pelo recogido con un lazo en la nuca. Pasé, trémulo, a tu lado. Me disparé al fondo de tus ojos buscando hallarme en ellos, habitarlos, colmarte de mí, pero tus ojos no me reflejaron, era como si nadie pasara, como si un ser inexistente intentara ser


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visto. Ni siquiera una sombra salpicó tu mirada. Tus pupilas siguieron viendo a través de mí, reiterándome con dureza la imposibilidad de todo acercamiento. Me sentí hendido, traspasado por dos soplos de luz, cristalino. Salí de tu ámbito, agobiado por los años, por el paisaje urbano, por el ir y venir furioso de la ciudad. El mundo ha vuelto a correr sobre sus ejes, la vida se consume mansa, sin uno darse cuenta. Cada día transcurre bajo un mismo itinerario: los mismos sitios, las mismas ocupaciones, y yo lo vivo como puedo, adelanto cada vez más la muerte.


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Creer en todo, por si acaso ¿En qué creemos? Formalmente, somos un pueblo cristiano. Mayoritariamente católico. Con un impresionante crecimiento de las iglesias evangélicas. Formalmente. Pero en los barrios pululan las botánicas, los curiosos, las “astrólogas” que en vez de consultar las estrellas, se “montan”, los consultorios, los dioses del panteón vudú dominicano, que se adueñan de sus caballos

y,

curiosamente,

hablan

en

“haitiano”. Hacemos fiestas a San Miguel y al Barón del Cementerio. Somos un pueblo crédulo. Hacemos el allante, claro, de suspicacia, de descreimiento, de escepticismo. Pero siempre estamos abiertos a la magia, a la sobrenatural, al milagro repentino, al hecho imposible, inesperado. Aquí fue que Angito llegó e hizo un show en un canal de televisión desde la misma Secretaría de las Fuerzas Armadas, y operó ante la vista de todos, extrayendo sus tripas de gallina ante nuestra mirada fascinada. Aquí Uri Geller dobló sus cucharas. Aquí de tiempo en tiempo hay el corre corre porque la Virgen apareció en una mata de plátanos, en una pared o en el lugar más insospechado. Aquí

también

suelen

aparecer

curanderos

milagrosos

que

curan

simultáneamente el SIDA y el pecho apretao, el maldeojo y la sirimba. Creemos en el haitiano que nos va a convertir papeletas de $50 en papeletas de $500. En el tipo que nos va a dar un interés del 200% mensual. Basta una iguana, una culebra boba, un trapo rojo y un poco de cara dura y puedes poner tu consultorio, un programa de radio y tus potingues. Sácale lo suyo al oficial del cuartel y otro tanto para los eventuales funcionarios públicos que harán contacto contigo para que te dejen en paz. Y dale un par de números para el palé (¡quién sabe si pegan!).


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Antes que la luz se acabe Miró la calle El Conde de nuevo, y sobre el torbellino de transeúntes, viandantes, choferes, policías y simples mirones, superpuso otra imagen de la misma calle con los letreros que sobresalían, los carros apretujados, las bocinas, y luego otra imagen más antigua de la calle con menos carros, menos letreros y luego otra y otra, hasta que la memoria se revolvió en imágenes propias y soñadas, imágenes que cobraban vida desde fotografías y de relatos: El Conde, 1910;

de recuerdos de otros, y simultáneamente comenzó en sus oídos a

retumbar el eco de pasos, cascos, marchas, un torrente de voces que caían con un empuje sordo, como si ahora se agolpara todo, hasta el sudor de los albañiles que habían levantado estos edificios; las montoneras, los centelleantes desfiles de los caudillos victoriosos, las distintas tropas de ocupación, los españoles de la antigua colonia; todo haciéndose presente en este banco de la 19 de Marzo en que estaba sentado viendo caer la tarde, y sintió sobre su piel el áspero roce de tanto dolor pendiente, de tanta iniquidad. Un calor repentino se encendió en su interior, y sudó; una humedad torva que se agrupó en gotitas sobre su frente, sobre sus labios, que brilló en su cuello. Luego fue el frío, un frío benévolo que invitaba a arrullarse. ¿Y esto es El Conde? ¿En esto terminó? Miró a ambos lados, el flujo incesante de gente que se movía impulsada por sabe Dios qué razones. La calle fue perdiendo su amistoso perfil, tornándose extraña. Cómo si tanto latrocinio, tanto abuso sufrido, tanto pie que pisó sus adoquines, se la robara a su corazón. Ya no es la misma, pensó. No soy el mismo, le surgió como un eco dentro, casi como una canción: Ya no eres la misma ni yo soy el mismo… Así es. No es lo mismo, nada es lo mismo, y sin embargo… y su mirada se desplazó alrededor del tráfago de gente que iba y venía, y se sintió extraño en un lugar extraño en un momento extraño, un extranjero. "Ahora soy como un


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extraño aquí. Este ya no es mi país. Cambió, se volvió otro", pensó. Así sería viajar en el tiempo, una sensación de inadecuación, de estar en el lugar equivocado. Por aquí corrí, pensó, armado, con el corazón que ardía, dispuesto a matarme con los yankis, con el CEFA, con los tutumpotes. ¿De qué valió todo esto?, pensó. ¿Es así siempre la vida? una pérdida continua de razón de ser. Lo que ayer nos levantó en vilo con su fuerza, hoy no tiene sentido. El viejo amor que nos perdió en su fuego, hoy es una derrota que nos apena. Había viajado desde el frío Boston, desde aquel exilio gris. Una llamada, varias llamadas, ¿cómo lo localizaron? No importa. “Sería para nosotros un honor que estuvieras…” ¡40 años! ¡Iban a celebrar los 40 años de aquella insurrección fallida! “Estarán todos los sobrevivientes. Vamos a recorrer de nuevo la ruta de Manolo…” ¡Volver a Santo Domingo! Un reencuentro… ¿Cómo estarán los muchachos? Eran jóvenes todavía en sus recuerdos; arrojados, apasionados, con un sueño tan inmenso que se les desbordaba poro a poro. Y él que creía que ya nada podría volver a encender este incendio impetuoso en su corazón. Y la voz, al otro lado del teléfono, le dijo que querían oírlo a él también cantar a coro el himno y entonó: “Llegaron llenos de patriotismo…” Y él no pudo seguir, lo intentó y la voz se derrumbó en sollozos, dos gruesas lágrimas mojándoles el pullover, mientras el compromiso apenas pudo ser musitado. Sí, iré… Y el resto de la tarde, y la noche, y los días siguientes se le llenaron de gestos, de arengas, de discursos…Al final los discursos sólo sirven para reírse de lo ingenuo que fuimos, pensó. Aquí, el Edificio Baquero, El Conde, que era el centro del mundo, de la vida. Se levantó y dio el primer paso hacia adelante. Bueno, ¿qué importa todo? Había regresado, al fin. Fue a los actos, saludó a los viejos amigos y a los viejos rivales, y a jóvenes que le miraban con la admiración de quien se piensa incapaz de lograr lo que el otro logró. ¿Y qué logramos?, pensó. Y decidió avanzar, un paso, otro paso, a cualquier lugar, irrazonablemente caminar antes que el día se marche para siempre y que la luz se acabe. De repente, al levantar el pie cruzando la José Reyes con Conde, frente a R. Esteva & Cía., su vida le llegó de golpe de nuevo y le inundó los ojos. Imágenes superpuestas, como en acetatos, confusas unas sobre otras, y un rumor de voces que se amelcochaban, una sensación sorda dentro. Trastabilló, un tanto desequilibrado, frente a la fiebre de tanta vida recordada de golpe, de tanto frenesí, de tanta ilusión rota. Era él en distintos momentos. ¿Era él? ¿El seguía


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siendo él? No, eran otros él, extraños, como si hubiese habitado esos cuerpos, pero, ¡Qué ajenos eran ahora!, ¡Cuánta distancia desde este él de hoy a aquellos él que se sucedían, sobreponiéndose! Cuerpos distintos, saberes distintos, gustos distintos, sueños distintos. Pero siempre convicciones, anhelos, seguridades, esperanzas… ¿Qué queda de uno al final?, pensó, rápido, absorbido por el torbellino de imágenes, de experiencias... Allí estaban las pelas, su papá voceándole, que le lavara el carro, algo que siempre odió, y todavía un poco de ese ardor se encendió adentro, de repudio; los maroteos por Matahambre: mangos, guayabas, las avispas y la aventura de cruzar los potreros…, y ante sus ojos se desplegó la sabana, las matas de mangos salteadas, una aquí, otra allá, y dentro del verdor los amarillos rojizos dulces mangos maduros, las cercas de alambre de púas, el olor de la brisa a boñiga de vaca, el pajonal por el que se camina mientras el corazón se le iba llenando de cadillos... las avispas, carajo, mangos y avispas, siempre. La escuela, los profesores, las tareas, los ¡Viva Trujillo!, obligatorios, y el trúcalo y la mangulina, el pisacolá y el topao y el corredero desde el palo de luz de la esquina de la Espaillat con Monseñor Nouel en que se consumían las noches, y todo allí, de nuevo, frente a sus ojos, para que lo miraba. ¿Qué vaina es ésta ?, pensó, ¿Me estaré enfermando? Y sin embargo, se sentía vivo, intensamente vivo; demasiado vivo, diría. Más vivo que todos aquellos que le pasaban al lado ignorando la sangre que pulía la calle, el rencor que soldaba los adoquines. El sí vivía aquello: todo le borboteaba adentro, como si su piel ahora cobrase una sensibilidad extrema, y por ella desfilaran las brisas y los empujones, las caricias y los correazos, las picadas de avispas y los manoseos, lo maravilloso y lo doloroso, todo junto, embrollado, rozándole, hincándose en su piel, enervando cada poro, cada vello... Y frente a él una calle que se volvía otras calles que eran la misma; rostros perdidos que se actualizaban y le saludaban y él los veía casi transparentes sobre el bullicio y el gentío que se movía ahora. El Conde hoy ya no es El Conde. Estos no lo conocen. ¿Qué vaina es ésta?, pensó, ¿Por qué tanto recuerdo, tanta remembranza? Volteó hacia la Palo Hincado, hacia el Baluarte. Sintió ganas de ir al cementerio de la Independencia (para juntarme con mis muertos, se dijo) y un leve susto le estremeció de pronto, un lengüetazo salobre, frío y rápido en su espalda, una puñalada amarga en su ánimo. Tuvieron suerte, se dijo a sí mismo, de no ver esto. Pero, allí, golpeantes, persistían las imágenes de los amigos: el Roxi, pero


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el Roxi ya no existe, ni Viterbo, ni Máximo, ni los comandos, ni el 1J4 ni las banderas encendidas al sol, y, entonces, por qué estaban ellos allí preguntándole: ¿Qué tú crees? ¿Que qué creo de qué? ¿Qué crees que va a pasar en este país? ¿Y qué carajo va a pasar? ¡Nada! ¿Cuándo aquí ha pasado algo, Viterbo? A Viterbo se lo comió vivo un cáncer del pulmón, se fumó sus 43 años de golpe. Lo vió de nuevo consumirse, flaco, los dedos largos y temblorosos sacando el cigarrillo... "Ya me jodí, así que no me voy a quitar el gusto de mierda éste que me mató", y lo encendía y lo fumaba con una secreta furia... Una pequeña y última victoria. Y entonces, Viterbo allí, ¿Desde dónde?, le preguntaba: ¿Cómo fue todo? ¿Qué pasó desde que me fui? La misma mierda, Viterbo, ¿Qué te dije? ¿No te dije que aquí todo es lo mismo? Yo mismo terminé en Boston…Y le calló la boca para que no le preguntara de política, de partidos, porque era justo, pensó, que allí, en la muerte, Viterbo no supiera, no se enterara... Para que amargarle la muerte después de haber vivido tantas amarguras en vida; para que ensombrecer más aquella vida consumida en colillas y colillas, en cajetillas inmensas de Montecarlo, auténtico sabor... Máximo estaba detrás, callado, mirándole con aquellos ojos desconsolados, ojos de quien se rinde y se abandona, convencido de la fatalidad de todo lo que se haga. Máximo no preguntaba. ¿Acaso sabía? ¿Acaso supo siempre? Pero, ¿quién iba a imaginarse que todo fuese así? ¿Quién, que luego de tanta furia y tanta sangre y tantas palabras y promesas, todo concluiría en lo mismo? Futuro de mierda, mejor no hubiese llegado, pensó fugazmente; porque el futuro, ese hoy que le asqueaba, estaba allí, junto al pasado, imágenes sobre imágenes, mierda de futuro, porque por lo menos en aquella época creíamos en algo, teníamos una fe, una convicción, sueños, nos jugábamos cada minuto a nuestras certezas, y ahora, ¿dónde estaban las certezas? un montón de estiércol de perro bajo la rueda de los carros de concho frente al Baluarte. ¿Sólo eso? Dentro no resonaba nada, y Máximo estaba allí, mirándole. A él, al pobre Máximo, lo evaporaron una noche y nunca nadie supo nada. Simplemente desapareció. En la Policía le preguntaron: ¿No se habrá ido en yola? ¡En yola, Máximo, que temía al agua y no sabía nadar! El, sin embargo, terminó yéndose y no en yola, en avión, hacia Boston donde vivía su hijo que era lo único que le quedaba. ¿Y Máximo? ¿Y los comités de apoyo que luego fueron sustituidos por otros comités de apoyo que luego también fueron sustituidos por otros, porque cada desaparecido traía uno


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consigo y el nuevo escándalo diluía al anterior? Y ahora no se sabe, Máximo, a quién reclamar por ti, pensó. Los verdugos llegaron a generales y fueron retirados con honores, y su sueño no se perturba. Se hizo lo que se tuvo que hacer para salvar la patria. ¿La patria de quién? ¿La de Máximo? Y luego se inscribieron en los viejos partidos de oposición y fueron reivindicados como justos y les fueron perdonados los pecados; y los desaparecidos se olvidaron porque vivos estaban aquellos, los verdugos, y por vivos eran útiles y, además, sabían cómo se hacían las cosas; así que, Máximo, ¿a quién, sino a tu madre, que murió, le dolería que tu desaparición quedara en el olvido? Y ahora todo está tan mezclado y tan confuso, y tus antiguos amigos andan con los que te evaporaron; y no es de buen gusto empañar la nueva amistad con preguntas por un Máximo que ya ni memoria es, sólo olvido y silencio. Y eso fue lo verdaderamente triste de todo, recibir las tarjetas con el escudo encima, ver los vehículos de lujo, y oír de nuevo jurar solemnemente sobre la tumba de los muertos promesas que suenan bien, para que la prensa las reseñe; pero al final acomodarse y decirle qué bonito era Boston, qué país ese Estados Unidos, y sin embargo, qué pela que le dimos, ¿eh? Tus amigos, Máximo, hoy abrazan a tus verdugos y beben de la misma copa. ¿Entiendes? Y él asintió, como si le oyera pensar y comprendiera, sin dolor, sin acusar a nadie, sin reproche, como si siempre hubiese sabido todo y el único ingenuo fuese él; no Máximo que siempre supo, ni Viterbo, que ya sabía porque la muerte da sabiduría. Un ardor torvo le comenzó a subir desde el estómago, cruzando la Santomé. Un nudo amargo en la garganta. Un calor inusitado entre los ojos. ¿A quién vamos a hablar por ti, muchacho? ¿A quién preguntarle por Máximo, que un día nunca regresó ni se supo de él, que no tiene tumba ni lápida, ni fecha para misa de recordación, y que talvez ya sólo él lo recuerda, caminando por El Conde peatonal? Y decidió echar el pie hacia adelante, moverse en el crepúsculo, sacudir tantos amigos idos, tantas vivencias inútiles, tantos sueños pisoteados por los venduteros y los jóvenes que reían, jugueteaban, pasándole al lado. ¡Qué injusta es la juventud! ¡No sabe!, pensó. Y tampoco les importa. ¿Y para qué sucedió todo, Máximo, para esto? Y él le volvió a mirar callado, entornó los ojos, y no supo cómo explicar aquello. ¿Y tú, Viterbo? ¿Cuál es la diferencia de quien se muere ahora con quien se murió antes? Aquel murió sin saber, Viberto. No vio lo que vino. Murió preñado de inocencia, creyendo en sus sueños. Seguro de


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que un día las tinieblas darían paso a la luz y el mundo se compondría para los que siempre han sufrido y padecido. Yo no tengo esa suerte. Ustedes murieron con un sueño en los ojos, yo moriré de asco o de desengaño. A mí me mataron dentro antes de que me pudra afuera. Uno se va llenando de muertos y de muerte, pensó. Como un cementerio ambulante, muerta también la esperanza, mientras se miran con compasión los rostros encandilados de quienes todavía sueñan. Otros sueños bullen en esos ojos, pero son sueños. Yo sé lo que es soñar, bien que lo sé. Detecto un sueño con sólo ver la cara, porque los ojos arden, el rostro irradia luz, hay algo que vibra y bulle y se agolpa irrumpe explota salta convoca añade silba congrega canta contagia abarca abraza y nos hermana, ¡Claro que sé cuando la gente sueña! Y también sé cómo los sueños se derrumban; cómo se hunde uno en el cieno; cómo de sueño a cieno hay sólo un paso. Cuando despierten a la pesadilla, ellos también lo sabrán, pensó. Y caminó, camino por la calle en la que resonaban las ráfagas y los discursos. Con el Baluarte al fondo se fue acercando a la calle Espaillat ¡A la Espaillat! A esa Espaillat de su infancia y de su adolescencia, y desde las azoteas donde hoy revolotean palomas indiferentes sintió caer las piedras y el rechazo a la vieja dictadura, sintió el arrojo temerario de los todavía niños. Y también los disparos, los culatazos, las palabras infames… Faltan esas piedras, faltan. No cayeron suficientes. No fueron suficientes… Hizo algunos gestos con los brazos, como convocándolas de nuevo, frente a la indiferencia de la gente. Habría que volver a ocupar las azoteas y apedrear de nuevo, gritar de nuevo, rebobinar la cinta y enderezar tanta energía dispersa e inútil y mortal. Y mientras el sol lamía las paredes carcomidas y algunas palomas alzaban vuelo, él cruzaba la Espaillat a la caída de la tarde, con las primeras sombras anunciándose. Un asomo de lágrima enturbió su mirada, le desdibujó el mundo. ¡40 años! ¡40 años de que nos empujaran a una encerrona y nos aniquilaran sin misericordia! ¿Y todo para echar discursos? ¿Todo para terminar amancebados? Un moreno delgado, con una cachucha descolorida y una planilla de billetes en la mano se le acercó. "¡Diez millones en el especial, mi don!", le dijo. Lo miró y no sabe qué le dijo con aquella mirada que el moreno quedó tieso, enmudeció y luego se le alejó sin decir nada. Escuchó de nuevo sobre los bocinazos, los pregones, el bullicio vesperal, el vuelo rasante de los aviones, el tableteo de las ametralladoras, el retumbe de los altoparlantes, los discursos, aplausos, decisiones... Sean mis


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primeras palabras, las escarpadas montañas, vengo a devolver al pueblo… Las escarpadas montañas están peladas, desforestadas, ahí no sobrevive nadie. Fue una locura aquello ¿Qué guerrilla puede sobrevivir comiendo lagartijas? ¿No sería ese el sentido de tanta tala, de tanta destrucción? ¡Quién sabe! Decenas de ríos y arroyos secos, perdidos para siempre…El país convirtiéndose en un peñón estéril ¡Con el Baluarte al fondo! Y, de pronto, empezó a remontar tanta baba, tantos discursos, tarjas, poemas dedicados, actos de conmemoración, explicaciones y justificaciones… Estaba ahora claro nuevamente para él. Viterbo, Máximo,… ¡Ese era el reencuentro! , el verdadero; para eso regreso de Boston, del frío, de la indiferencia letal de aquel país. Miró al fondo el Baluarte… Mientras no se escarmiente a los traidores… Duarte sabía lo suyo. Nos empujaron a decisiones equivocadas, nos provocaron y cedimos, pensó. Pero hubo valor, entrega, y lo que cuenta al final es esa entrega, no importa lo que digan ni lo que piensen ni lo que argumenten ni lo que expliquen ni lo que justifiquen los cobardes que, normalmente, son los que sobreviven. El caminó sintiéndose ligero, acompañado, rompiendo amarras, recobrando la luz, el sueño, la decisión unánime a cada paso, con Viberto, con Máximo, cada vez más con ellos; un paso, otro, hacia el Baluarte siempre, descostrándose de la vida, de la mugre cotidiana, de tantas prostitutas, venduteros, transeúntes, turistas, taxistas, policías, simples parroquianos de una calle cuya gloria se esfumó para siempre. A cada paso toda esa realidad inmunda desapareciendo, y él cada vez más junto con el Viterbo y el Máximo, y las antiguas consignas cuyo lustre se recupera y vuelven a brillar, a resonar, amplificadas, las viejas consignas y los viejos heroísmos que retornan con una fuerza ciega; viendo revolotear al sol que nace las amadas banderas, mientras las voces de los líderes pronuncian de nuevo los discursos de entrega, de decisión heroica, de sacrificio inmenso y desinteresado. Y él avanzando hacia el Baluarte, desligándose de una vida que no le interesa en nada y caminando, caminando, hacia el Baluarte siempre, no importan los carros, el tráfico imprudente, el alerta, el bullicio, los frenos que chirriaron y los gritos de espanto... moviéndose hacia el Baluarte siempre, con Viberto y con Máximo, mientras suena, glorioso, el Himno del 14, y él musita, roto en el pavimento, que también él llegó lleno de patriotismo, enamorado de un puro ideal; dispuesto él, a alcanzar el Baluarte, a ser libre o morir, aún sea arrastrándose al final del día, hacia el Baluarte, antes de que la luz se acabe.


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Final de viaje Al final de la travesía, si tenemos suerte, vemos la costa. Nos dice: “Naden hacia allá” y entonces recordamos que no sabemos nadar. Nos empujan violentamente de la yola. Braceamos desesperados. Tragamos agua salobre. Y cómo Dios nos ayuda llegamos a la playa. Sin perder tiempo nos internamos en el monte; tenemos que ocultarnos. El corazón nos late con desespero. Los ojos se nos quieren salir de las órbitas. ¿Llegamos? Miramos a nuestro alrededor. Es el mismo tipo de matorrales que el país que dejaste. ¿Acaso esperabas algo distinto? Sí, talvez multicolor, como de película. Ahora te asalta la inquietud: ¿De verdad estás en Puerto Rico o te tumbaron? ¿Todos esos días inciertos de insolación fueron un engaño? ¿Te llevaron de Miches o Samaná o cualquier playa de Higüey y te arrojaron en Boca de Yuma? ¿Todo fue en vano? ¿Te tumbaron? Hay quienes trafican con tus sueños y te hacen pagar el más caro y frustrante viaje en yola. Te estafan. Necesitas desesperadamente ver personas. Ver alguna señal. Un nombre desconocido. Un tipo físico menos mulato, menos criollo. Empiezas a caminar, a moverte. El papel con el número de teléfono del primo que ibas a llamar tan pronto llegaras se mojó y la tinta de corrió. Está ilegible. Y ahora, ¿qué vas a hacer? Sientes unas ganas locas de devolverte. Sólo la vergüenza y el miedo te amarran acá. Además, tampoco tiene maneras de volver. Miras, mientras caminas por el monte, a un lado y a otro. Los sentidos despiertos. Buscas un sonido humano, un ruido de vehículo, algo que te diga que has salido a lo claro. No sabes qué se hizo de los demás. Supones que cada quien está buscando forma de salir adelante. Ves a alguien, por fin, y sientes la necesidad de preguntar dónde estás y te entra una necesidad tremenda de que te responda con acento boricua.


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Aquiles Julián El Seibo, República Dominicana, 1953. Poeta, cuentista, dramaturgo, ensayista, teatrista y cineasta. Publicista y consultor de mercadotecnia. Especialista en programación neurolingüística, PNL, Business coaching, aprendizaje acelerado y neurocompetencias. En 1969 funda el Club Deportivo y Cultural El Bohío y en el 1972 el Club Villa Faro, así como el Dúo Coral de Poesía Los Heraldos Negros, junto a su amigo de infancia, el periodista Andrés Deveaux. A inicios de la década de los ´70 fue miembro del Movimiento Cultural Universitario, MCU, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, UASD, en su sección de Literatura, y del TeatroEstudio. A partir del 1973 realizó diversos talleres de actuación y teatro con el director venezolano Rómulo Rivas. En 1973 gana el primer premio, en Poesía, del Primer Concurso de Literatura Joven René del Risco Bermúdez. En 1974 participa en la creación del Tercer Grupo, perteneciente a la organización teatral Cuatro Puntas que dirigían Rómulo Rivas y su esposa, la actriz chilena Mercedes Díaz. En 1975 participa como miembro del polo de dirección del grupo Cine Militante, imparte charlas de cine en los talleres que este grupo realiza y coparticipa en la producción del documental Crisis. En 1975 organiza y dirige el colectivo de escritores jóvenes Jacques Viau Renaud. En 1975 gana los primeros premios en Poesía y Cuento del Concurso del Obispado de Higüey, provincia La Altagracia. En 1975 se integra como actor al Teatro Universitario de la UASD, dirigido por Haffed Serrulle. En 1976 gana los primeros premios en Poesía y Teatro del Primer Concurso Nacional de Literatura Joven, auspiciado por The Royal Bank of Canada. Desde el 1970 a 1980 participa en una intensa labor de promoción del teatro popular, formando y dirigiendo grupos de teatro en los clubes Los Nómadas, Los Mina; San Lázaro, San Carlos, Liceo Manuel Rodríguez Objío, Club Don Bosco, Club Villa Faro, etc. Codirige la primera y la segunda Jornadas de Teatro en la Calle junto a otros teatristas. Publica críticas de teatro en el suplemento cultural Aquí del vespertino La Noticia, dirigido por el poeta Mateo Morrison, de manera regular. En 1980 participa como miembro del Grupo de Escritores …Y Punto!, y promueve el Nosdalaganario de Literatura de esa organización. En 1982 gana el Primer Premio de Cuentos del Concurso de Casa de Teatro. En 1983 es coautor del libro Nosotros Mismos Somos, del Colectivo de Escritores …Y Punto!, auspiciado por la colección de la Biblioteca Nacional, dirigida por el escritor Cándido Gerón. Ensayos, poemas y cuentos suyos son publicados en el suplemento Isla Abierta, del periódico Hoy, bajo la dirección del gran poeta, ensayista, narrador y pianista Manuel Rueda. Desde 1982 inicia su carrera publicitaria que le llevará a ser director creativo y director creativo asociado en agencias como PUBLICA (actual Pagés BBDO), Retho, Mercurio, McCann-Erickson Dominicana. En 1990 comienza a impartir los Talleres Prácticos Aquiles Julián sobre creatividad y publicidad. En 1992 comienza a impartir los talleres de producción de video y promueve la Asociación Dominicana de Video Aficionado.


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En 1993 funda Maxiventas, S.A., primera compañía especializada en comunicación integrada de marketing de República Dominicana. En 1999 gana una mención en el Concurso de Teatro de Casa de Teatro. En el 2001 gana el tecer premio en el Primer Concurso de Cuentos Virgilio Díaz Grullón, auspiciado por el Banco Central de la República Dominicana. En el 2002, funda, junto a su esposa Cristina Gutiérrez, de nacionalidad colombiana, Ideacción, S.A., empresa dedicada a la formación del capital humano. En el 2005 gana el segundo lugar y mención del Concurso de Cuentos de Radio Santa María, La Vega, R. Dominicana. En el 2006 realizó el largometraje documental “El Constructor”, biografía en video sobre la vida del expresidente Dr. Joaquín Balaguer, auspiciado por la Fundación Joaquín Balaguer. En el 2007 gana el primer premio del Concurso Internacional de Cuentos, de Casa de Teatro. Ha sido columnista de los periódicos Listín Diario (La Revista Económica), Hoy, El Financiero y El Siglo. Ha sido catedrático en las universidades APEC, INTEC, Universidad Católica de Santo Domingo, Universidad del Caribe y de los monográficos de mercadeo de la UNPHU. Fue productor del programa Hablemos de Negocios por Carivisión, Canal 57. En la actualidad, es director ejecutivo de INTERCOACH, S.A., compañía especializada en el desarrollo del talento humano. Es presidente de la Asociación Dominicana para el Aprendizaje Acelerado, ADAA. Es director de CIENSALUD, una organización de promoción de la salud e higiene preventiva. Junto a su esposa, la Ing. Cristina Gutiérrez, es dueño de una franquicia de i-comercio de AMWAY GLOBAL y dirige una organización de franquicias de empresas no tradicionales de icomercio de AMWAY. Es el director de las colecciones digitales Libros de Regalo, Muestrario de Poesía, Pensar es Gratis y Biblioteca Digital de Aquiles Julián, que distribuye gratuitamente por la Internet.


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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak 2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov 3. Antología del cuento chino / varios autores 4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf 5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré 6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata 7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann 8. Dublineses / James Joyce 9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas 10. Caballería Roja / Isaak Babel 11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati 12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia 13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla 14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov 15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert 16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos 17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier 18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry 19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo 20. Over / Ramón Marrero Aristy 21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever 22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson 23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe 24. Huasipungo / Jorge Icaza 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias 27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián


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