Entre el río y la Cañada
Entre el río y la Cañada
Barrios Santa Lucía, Forestal y Lastarria
Presentación de Aguas Andinas S.A.
El libro Entre el río y la Cañada pone el centro de nuestra atención en un pequeño fragmento de nuestra ciudad, un oasis urbano, declarado Zona Típica en el año 1996 bajo la denominación “Barrio Santa Lucía —Mulato Gil de Castro— Parque Forestal”, de acuerdo al Plano Regulador de la Municipalidad de Santiago. Este sector reúne una serie de características territoriales, históricas, urbanas y culturales que le dan un sello propio y claramente identificable, entre ellos parques, museos, restoranes y destacados ejemplos de la arquitectura que se desarrolla en Santiago desde principios del siglo XX. Estos y otros elementos, junto a las historias y anécdotas que le dan vida, forman parte de nuestro acervo cultural y le dan el carácter de barrio patrimonial, es decir, de un lugar que debemos cuidar y proteger. La Corporación Patrimonio Cultural de Chile tiene entre sus propósitos la educación y formación cultural de las nuevas generaciones; es a ellas a quienes está dirigido este libro, con el ánimo de mostrarles la belleza de este espacio urbano, e invitarlos a conocer su historia desde la colonia hasta nuestros días. El objetivo es que a través de este conocimiento podamos hacer nuestra su historia de manera que su cuidado y protección nos resulten como algo propio. Ese es el desafío de la presente edición que, dirigida por ARC Editores, cuenta con el Patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile, el apoyo de la Ley de Donaciones Culturales y el generoso aporte de la empresa Aguas Andinas. A ellos nuestro agradecimiento por ayudarnos a mirar y conocer la ciudad que habitamos.
ROBERTO FUENZALIDA G.
Director Ejecutivo Corporación Patrimonio Cultural de Chile
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Corporación Patrimonio Cultural de Chile
Ley de Donaciones Culturales
El libro Entre el río y la Cañada pone el centro de nuestra atención en un pequeño fragmento de nuestra ciudad, un oasis urbano, declarado Zona Típica en el año 1996 bajo la denominación “Barrio Santa Lucía —Mulato Gil de Castro— Parque Forestal”, de acuerdo al Plano Regulador de la Municipalidad de Santiago. Este sector reúne una serie de características territoriales, históricas, urbanas y culturales que le dan un sello propio y claramente identificable, entre ellos parques, museos, restoranes y destacados ejemplos de la arquitectura que se desarrolla en Santiago desde principios del siglo XX. Estos y otros elementos, junto a las historias y anécdotas que le dan vida, forman parte de nuestro acervo cultural y le dan el carácter de barrio patrimonial, es decir, de un lugar que debemos cuidar y proteger. La Corporación Patrimonio Cultural de Chile tiene entre sus propósitos la educación y formación cultural de las nuevas generaciones; es a ellas a quienes está dirigido este libro, con el ánimo de mostrarles la belleza de este espacio urbano, e invitarlos a conocer su historia desde la colonia hasta nuestros días. El objetivo es que a través de este conocimiento podamos hacer nuestra su historia de manera que su cuidado y protección nos resulten como algo propio. Ese es el desafío de la presente edición que, dirigida por ARC Editores, cuenta con el Patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile, el apoyo de la Ley de Donaciones Culturales y el generoso aporte de la empresa Aguas Andinas. A ellos nuestro agradecimiento por ayudarnos a mirar y conocer la ciudad que habitamos.
ROBERTO FUENZALIDA G.
Director Ejecutivo Corporación Patrimonio Cultural de Chile
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Municipalidad de Santiago
Para la Municipalidad de Santiago es un privilegio presentar el libro Entre el río y la Cañada, que contribuye a resaltar el patrimonio del Barrio Lastarria y sus principales íconos. La historia de este sector, que actualmente ostenta la categoría de Zona Típica, está muy ligada al nacimiento de sus principales hitos, como la transformación del Cerro Santa Lucia en un parque público, la creación del Parque Forestal y la construcción del Museo Nacional de Bellas Artes. En ese sentido, este trabajo está en plena sintonía con el compromiso de la Municipalidad de Santiago por el rescate y valoración de nuestro patrimonio, pues allí radica parte de nuestra historia e identidad como comuna y nación. Lastarria se trata de un barrio único y diverso; un espacio donde resalta la huella del siglo 19, pero inserta en un entorno que cobra cada vez más vigencia y dinamismo. Un barrio donde conviven artistas, microempresarios, escritores y escultores; un sector que por su entorno y espíritu inspira la obra de muchos creadores. La Municipalidad de Santiago ha hecho un esfuerzo a fin de proteger este sector, con intervenciones de elevado estándar, como la ejecutada en el Parque Forestal, Miraflores y calles cercanas. La idea es procurar el cuidado de este polo turístico, gastronómico y cultural; avanzar siempre vinculado a los intereses de nuestros residentes y, finalmente, preservar su historia. En ese sentido, este libro es un aporte, ya que rescata y transmite la esencia del Barrio Lastarria y espero que los lectores sientan el impulso de recorrer sus calles y apreciar la riqueza intrínseca de esos rincones. Finalmente, agradezco a Aguas Andinas por hacer posible la materialización de este proyecto; a la Corporación Patrimonio Cultural de Chile por su permanente apoyo y a ARC Editores, que realizó una destacada tarea de investigación.
Pablo Zalaquett Said Alcalde de Santiago
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Índice
PRESENTACIÓN DE AGUAS ANDINAS S.A.
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CORPORACIÓN PATRIMONIO CULTURAL DE CHILE
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MUNICIPALIDAD DE SANTIAGO
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PRÓLOGO Lecciones del pequeño triángulo de Santiago
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CAPÍTULO I Los primeros años entre viñas y molinos Paisaje y espacio urbano, Hans Muhr Lastarria recobrado, Roberto Merino
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CAPÍTULO II Espacios y calles de un nuevo barrio Fragmento del Álbum del Santa Lucía de Benjamín Vicuña Mackenna La satisfacción de una nostalgia, Olaya Sanfuentes
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CAPÍTULO III Consolidación urbana Luciano Kulczewski rompe con los academicismos en un barrio histórico, Christian Matzner Presencia desde la memoria, Patricio Gross
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CAPÍTULO IV Cultura y bohemia, un barrio para el encuentro
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El lugar donde estuvo el paraíso, Claudio Rolle
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Entre el río y la Cañada: un eje de la cultura, conversación con Milan Ivelic
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Bibliografía Acerca de los autores Notas del editor Agradecimientos
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Lecciones del pequeño triángulo de Santiago El sector que hoy conocemos como Barrio Lastarria se incorpora tardíamente al Santiago fundacional y basa su configuración en el reconocimiento visionario de dos notables hechos paisajísticos: el Cerro Santa Lucía y el río Mapocho. Para ambos casos, el proyecto logra conciliar una preexistencia natural con las necesidades técnicas de la época y con una determinada voluntad hacia lo público. Los resultados de ambas negociaciones con el territorio demuestran altura de miras y una profunda comprensión de que la ciudad no es un ente con el que nos toca relacionarnos de manera exclusiva y sólo según nuestros horizontes contingentes, sino que es una construcción colectiva que recibimos para administrar correctamente y poder de esa forma entregar enriquecida, a modo de legado, a las generaciones venideras. Este tipo de pensamiento urbano está en la base de lo que entendemos por bien común y justifica plenamente la iniciativa de revisitar, por medio de una publicación, al Barrio Lastarria. En los planos históricos del siglo XVIII esta zona de chacras se reconoce como el punto en que el río Mapocho se desviaba para enfilar como un ramal por la Cañada. El triángulo comprendido entre ambos brazos fluviales y la cara nor-oriente del antiguo cerro Huelén puede verse a la vez como el terreno en que nacían los canales menores que irrigaban los corazones de manzana del Santiago colonial. Así, fuera de los límites de la ciudad trazada por el alarife español, y como delineado con un enorme pantógrafo por los principales hechos geográficos del valle de Santiago, este pequeño triángulo se mantiene en barbecho por cerca de trescientos años antes de ser el escenario en que vendrá a expandirse la ciudad, en sus primeras escaramuzas hacia los faldeos cordilleranos. Posteriormente a los planos mencionados, imágenes de comienzos del siglo XIX, muestran los bordes del río como una amplia hoya inundable, franqueada por sencillas viviendas dispuestas sobre sus márgenes. En ellas vemos que esta condición persiste incluso después de las sucesivas construcciones de los tajamares durante la colonia, con los cuales se pretendía frenar el avance destructor de las inundaciones sobre la ciudad. El espacio fluvial de entonces no es muy distinto al semblante que adquiere hoy el mismo Mapocho a la altura de Pudahuel o en su curso por Peñaflor. Asimismo, el peñón rocoso que se recorta contra el cielo en las postales tomadas desde calle Agustinas en el mismo periodo no se diferencia mucho de otros cerros isla que hoy se encuentran diseminados por la trama del gran Santiago, como el Renca, el Chena o el Blanco. Constatar estas semejanzas, pese a la distancia temporal, es el primer paso para dimensionar la notable radicalidad de las intervenciones que anteceden a la formación del Barrio Lastarria, ya que, llevados a tiempo presente, tanto el paseo del Santa Lucía como el Parque Forestal mantienen completamente vigentes sus lúcidos postulados.
Prólogo
Conocido es el álbum con que en 1874 Benjamín Vicuña Mackenna daba a conocer a la luz pública, con un expreso fin de propaganda, los resultados del que sería su proyecto más apreciado, aquel llamado a convertirse en “un verdadero paseo, en el sentido moderno de esta palabra que significa recreo i arte, salud e hijiene”. Las vistas tomadas desde el nuevo recorrido público hacia calle Merced permiten apreciar el Barrio Lastarria de entonces como una sumatoria de casas sencillas de adobe, en abierto contraste con los palacios neoclásicos de albañilería que se sucedían en calles como Huérfanos o Compañía. Como segundo hito de este proyecto urbano, la canalización del río Mapocho concluye parcialmente en 1891 y gracias a ella aparecen amplios terrenos nuevos para la ciudad, lotes tremendamente valiosos toda vez que se ubicaban en el que hasta entonces seguía siendo el principal centro financiero, residencial y cultural del país. Hay que agradecer hasta hoy la claridad de las autoridades del momento para morigerar la presión inmobiliaria, que pretendía lotear los nuevos paños, proponiendo en cambio un parque a la altura de la ciudad. En ese terreno ganado al río, y luego de un concurso público de arquitectura, se comienza a erigir el Museo de Bellas Artes de Emilio Jecquier en 1905. La función catalizadora de los dos proyectos urbanos sumados no se haría esperar y queda confirmada por el virtuoso movimiento de reacción que acompañaría de ahí en adelante, y durante toda la primera mitad del siglo XX, al desarrollo del Barrio Lastarria. No es casualidad que en esos predios hayan comenzado a sucederse notables edificios de los que serían luego los principales arquitectos de sus respectivos periodos, tales como Julio Bertrand, Pedro Prado, León Prieto, Luciano Kulczewski, Eduardo Costabal, Andrés Garafulic, Sergio Larraín, Jorge Arteaga, Emilio Duhart, Mauricio Despouy, entre otros. Por todo lo anterior, podemos afirmar que la formación y consolidación del Barrio Lastarria nos deja, al menos, tres lecciones urbanas plenamente vigentes: Primero, que incorporar los elementos geográficos y de paisaje dentro del discurso urbano constituye un tremendo potencial de nuestras ciudades. Segundo, que las obras de infraestructura e ingeniería urbana constituyen una gran oportunidad para mejorar también la calidad del espacio público. Por último, que la transformación y el dinamismo de nuestros contextos urbanos no tiene porqué constituir una amenaza al bien común o a los valores de conjunto, sino que, al contrario, debe ser una herramienta efectiva para generar el nuevo patrimonio con que seguiremos construyendo la historia de nuestras ciudades.
EMILIO DE LA CERDA ERRÁZURIZ
Secretario Ejecutivo Consejo de Monumentos Nacionales
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Entre el río y la Cañada
Mapa del valle de Santiago en el siglo XVI. Colección Memoria Chilena Biblioteca Nacional. 2. La Alameda, grabado de Paroifsien y Scharf, 1820, Archivo Memoria Chilena, Biblioteca Nacional.
Los primeros años entre Viñas y Molinos
CAPÍTULO I
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Los primeros años entre viñas y molinos
CAPÍTULO I 19
Vista de la cordillera desde el Cerro Santa Lucía. Grabado de 1864. Colección Museo Histórico Nacional.
Entre el río y la Cañada El Barrio Lastarria, a un borde del centro histórico de Santiago, sólo separado de éste por el peñón que los habitantes de la cuenca del Mapocho llamaron Huelén —hoy Cerro Santa Lucía—, es considerado hoy día una valiosa isla urbana, un rincón único congelado en el tiempo, al cual no entra el ajetreo ruidoso y veloz de la ciudad. Si alguna vez fue descrito como un apacible lugar de “espléndidas tierras agrícolas fácilmente regadas”, hoy podríamos decir que sigue siendo igual de espléndido, pero en otro sentido: basta que alguien mencione la palabra “Lastarria” para que uno piense de inmediato en cafés y librerías, en una atmósfera bohemia donde la tradición sigue viva. Su emplazamiento se encuentra descrito en uno de los primeros relatos sobre Santiago: “Al oriente de la ciudad, traspasando el cerro Huelén, se formaba una angosta planicie entre el río y la Cañada, que empezaba en el cerro y
terminaba en el punto en que se bifurcaban los dos brazos del río Mapocho”. Quien subía hasta la cumbre del Huelén normalmente miraba hacia la Plaza de Armas, o bien contemplaba la imponente Cordillera de Los Andes, desatendiendo los solares que estaban hacia el oriente. Mucho le debe el barrio a esta condición angosta y de patio trasero: no formó parte del plano de damero —similar a un tablero de ajedrez—, lo que a la larga permitió que se constituyera como una zona de calles irregulares y algo enmarañadas, elementos fundamentales que trazaron su carácter.
Identidad colonial Tras la fundación de Santiago y el trazado a cordel de sus primeras calles, comenzó inmediatamente el reparto de los solares urbanos y las tierras agrícolas aledañas. Estas les
fueron adjudicadas al pequeño grupo de aventureros que, siguiendo valientemente a Pedro de Valdivia desde Perú, habían levantado esta nueva ciudad para la corona española. “De las ciento veintiséis manzanas de la planta primitiva, cuarenta estaban pobladas en 1558, y sólo entre los años 1560 y 1580 quedaron ocupadas en toda su extensión. Hacia el poniente de la calle actual de los Teatinos, como también del cerro de Santa Lucía hacia el oriente, sólo existían quintas o chacarillas de agrado. La edificación estaba muy desparramada, y las casas, al alejarse de las cuadras del centro, que coinciden bastante exactamente con lo que es en la actualidad, quedaban muy separadas unas de otras, y las rodeaban huertos y terrenos baldíos” (De siglo en siglo, Carlos Peña Otaegui). La primera noticia que se tiene de la irregular planicie que se extendía al oriente del cerro es que se dividió en dos chacras que fueron concedidas a Bartolomé Flores y a Juan Gómez de Almagro. Ambos conquistadores vivían en el centro de la ciudad, muy cerca de la Plaza de Armas, y utilizaron estas tierras para plantar huertos y viñas. Bartolomé Flores había nacido en 1511 en la ciudad Bávara de Nuremberg. Su apellido es la traducción literal de la palabra alemana “Blumen”. Flores apoyó a Pedro de Valdivia desde los comienzos de su proyecto de conquista; prestó a la empresa 12.000 pesos de oro, 30 yanaconas para su servicio, dos esclavos y algunos caballos. Pero no sólo brindó apoyo económico, sino que se sumó personalmente a la aventura. En poco tiempo adquirió notoriedad social, tanto que la calle donde tenía su casa fue conocida por años como Bartolomé Flores, la actual calle Catedral. Se casó con la única hija del Cacique de Talagante, Elvira, lo que le permitió tener una muy buena situación económica. Su hija Águeda, heredera única de todos sus bienes, se casó con Pedro Lisperguer (siendo así el conquistador bisabuelo de La Quintrala). Cuando Flores murió, a los ochenta años, era el “más acaudalado
Plano de Santiago en 1552 de Luis Thayer Ojeda. Colección Memoria Chilena. Biblioteca Nacional.
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feudatario de Santiago”. En sus estudios sobre la familia Lisperguer, Benjamín Vicuña Mackenna relata que murió “en Santiago, en su heredad y viña, a espaldas del Santa Lucía, el 11 de noviembre de 1585”. El dueño de la otra mitad de las tierras, Juan Gómez de Almagro, nació en 1516 en la villa de Almagro, España. Sobrino nieto en tercer grado del Adelantado Diego de Almagro, viajó junto a su padre en 1534 hasta llegar a Perú, donde se enrolaron con Pedro de Valdivia. Gómez venía como alguacil mayor de la expedición y luego de la fundación de Santiago mantuvo su cargo para la ciudad. Fue reconocido como el primer “policía” que tuvo Chile. Más tarde fue nombrado regidor. El nombre de Gómez es célebre en la Historia de Chile por su heroica actuación en la retirada de Tucapel, conocida como la de los Catorce de la Fama.
Viñas y molinos Ya establecidos en la nueva ciudad, los conquistadores comenzaron a organizarse y se asignaron las tareas productivas que serían el sustento de la nueva comunidad. La industria básica que tuvo mayor crecimiento durante esos primeros años fue la de los molinos, cuya función era moler el trigo. Éste se empleaba sobre todo para la fabricación del pan, que los pobladores cocían en hornos de barro. Faltaba todavía un buen número de años para que aparecieran las panaderías. Los primeros molinos se instalaron casi inmediatamente después de la fundación de la ciudad. Eran pequeños y rústicos, y se ubicaban junto a una corriente de agua. León Echaíz en su Historia de Santiago explica que “con la fuerza de la corriente se movía una rueda de madera colocada en el cauce; de esta rueda subía un eje hasta una construcción inmediata, en la cual se encontraban dos grandes piedras talladas, una sobre otra (la solera y la voladora), que giraban con el impulso del agua, realizando la molienda”. Se sabe que había tres molinos. Los dos primeros se levantaron en las faldas del Cerro Santa Lucía. Uno
fue propiedad de Rodrigo de Araya, en el ángulo surponiente del cerro aproximadamente en lo que hoy es su acceso principal, y el de Bartolomé Flores en el costado opuesto, enfrentando la actual calle Merced. Años más tarde se construyó el de Juan Jufré cerca del cerro San Cristóbal. Peña Otaegui nos habla de estos primeros molinos: “Dos molinos en tan reducida población parecen indicar opulentas cosechas, y que no había sido simple andaluzada el cálculo que de las venideras presentara Valdivia al Rey en su carta de septiembre de 1545, en la que anunciaba ‘de diez a doce mil hanegas de trigo, y maíz sin número’, tanto se había multiplicado el grano del cuartillo o almorzada de trigo salvada del desastre, y que, sembrada con especial esmero, era custodiada noche y día por soldados armados de sable y espingarda”. No tardó en constituirse un grupo de prósperos agricultores, comerciantes e industriales que vivían en el centro de la ciudad y trabajaban sus propiedades ubicadas a pocos pasos de ahí. Tal fue el caso de Flores y Gómez, quienes plantaron viñas al costado oriente del Santa Lucía, contándose éstas entre las primeras vides que hubo en la zona central. Esas primeras cepas fueron traídas por los conquistadores y la producción —todavía escasa— se utilizaba para elaborar el vino con que se celebraba la misa. También se empleaba para la recuperación de los enfermos, como lo ha señalado el historiador Otaegui. El tiempo y el inevitable crecimiento de la ciudad cambió el uso de suelo de estas tierras agrícolas, que lentamente comenzaron a dividirse e incorporarse a la trama urbana; aunque aún una modesta trama, “tal vez no sea muy difícil reconstituir mentalmente el cuadro que debió presentar nuestra ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, con sus calles que eran senderos pastosos donde picoteaban las gallinas y hozaban los puercos, hijos unos y otras de aquellos ejemplares únicos escapados al asalto de la indiada”. Entre el río
Grabado del Cerro Santa Lucía a principios del siglo XIX. Colección Memoria Chilena. Biblioteca Nacional.
y la Cañada
Vista del valle del Mapocho en un grabado de 1854 de Claudio Gay. Atlas de la historia física y política de Chile. París, 1854. Colección Memoria Chilena. Biblioteca Nacional.
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Paisaje y espacio urbano
Hans Muhr
Curioso lugar el que ocupa a este libro. Geográficamente insignificante en el contexto del valle de Santiago y de poquísima superficie, aunque larga historia, este pequeño trozo de ciudad ha sabido hacerse de un espacio en el corazón de los santiaguinos. Debe su forma a siglos de acumulación de sedimentos, al encontrarse el río con el infranqueable paso del Huelén, y debe su vocación de paisaje a que desde ahí se siente el paso del río, el peso de los Andes y la cercanía de su tributario, el San Cristóbal. No es fácil imaginarse ahora cómo serían esos terrenos en su origen, cuando no existía más que unos pocos indígenas en el territorio y nada hacía pensar en el nacimiento de la ciudad de Santiago. No parecen haber habido muchos árboles en esa época, con algunos sauces chilenos (salix chilensis) al borde del río y pequeños espinos (acacia caven) en las zonas más secas del lugar. Nada de importancia eso sí, siendo un sitio tan expuesto y pedregoso es probable que la vegetación predominante haya sido más bien de pastizales y pequeños arbustos, no de grandes árboles. Es recién con la llegada de los españoles que estos terrenos comienzan a tener la enorme responsabilidad de ser el sitio desde donde se distribuye el agua para la ciudad. De ahí se surten las acequias, primero de las insanas aguas del Mapocho, y luego las del Maipo y Lo Castillo. Desde ese lugar, según el plano de Frezier, se distribuye a los distintos regadores para el uso de molineros y vecinos; desde ahí se encauza en tubos de greda para surtir las piletas de la ciudad. No hay registro de cercos, pero los debe haber habido de pircas y adobones. ¿Se trata de un pastizal o de un huerto de frutales?, no lo sabremos nunca con certeza, aunque se habla de parrones y alfalfales. A poco andar la población toma conciencia de la necesidad de contener las caprichosas aguas del río y las emprende contra el torrente, primero instalando una se-
rie de “patas de cabra” con ramas y piedras que prueban ser completamente inútiles para contener el cauce y luego con pircas de bolones, para recién en el gobierno de Ambrosio O´Higgins completarse un “ataja-mares”, que es capaz de contener la furia de las crecidas. De su trazado de piedra canteada y gruesos muros de ladrillo trabado surge el primer paseo urbano de verdad y se plantan álamos y sauces, instalándose luego piletas y esculturas para solaz de los vecinos. La sociedad santiaguina descubre el valle caminando por esta pequeña vereda que iba desde el puente de Cal y Canto hasta el monolito ubicado en Providencia. Qué magnífico debe haber sido recorrer este paseo viendo cómo las aguas porfiaban en romper sus bases. En épocas de crecida, debe haber sido un recorrido obligado para quienes querían gozar del paisaje y sentir al mismo tiempo la furiosa embestida de las aguas del Mapocho domesticadas de una buena vez por Toesca y sus discípulos. Privilegiado observatorio del entorno, sólo a mediados del siglo XVIII se abriría el terreno a la posibilidad de ser ciudad, con la instalación de la pequeña iglesia de la Veracruz y la apertura de nuevas calles. Para el trazado, a juzgar por la similitud de planos y mapas, se inclinarían por el perfilado antiguo de las acequias, abandonando de plano la idea del damero. Ya no hay vistas hacia el interior, las calles se encuentran entre sí como en la antigua “tapada” de las Clarisas y ya no se percibe desde ahí la cordillera ni el San Cristóbal. El paisaje se hace íntimo, prevaleciendo los jardines interiores, los parrones y los frutales. La ciudad quiere parecerse a París y el Mapocho no escapa a estos designios. Claro, nunca tendrá ese cauce de aguas tranquilas de la Ciudad Luz, por mucha voluntad que pongan sus gobernantes, pero desaparece definitivamente ese carácter más natural de río torrentoso y estacional. En aras del progreso, el río se ve obligado a ceder parte de sus dominios, y de lo robado al cauce mayor nace el
terreno para uno de los parques más ricos que ha tenido Santiago, destacándose las magníficas hileras de plátanos orientales que lo cierran hacia el Norte, e infinidad de especies exóticas en el Sur. El diseño de Georges Dubois y Guillaume Renner es definitivamente urbano y trae consigo la materialización de nuevas calles. El París de Vicuña Mackenna ha echado raíces en el lugar. Del río queda sólo el recuerdo por una hermosa laguna que se hace cargo de la antigua depresión. El barrio pasa a segundo lugar, la sociedad se centra en esta nueva impronta de casitas francesas de fachada continua y es el parque el protagonista con sus árboles y su recientemente inaugurada Fuente Alemana. El paseo es magnífico, pero se pierde esa característica de balcón que tuviera con el primitivo tajamar de Toesca. El río corre enjaulado y ya no es motivo de las miradas ni del interés de los vecinos, tanto es así que al poco andar lo olvidamos completamente haciendo de él una cloaca abierta en una suerte de venganza por sus antiguas incursiones en la ciudad. Por estos años va tomando forma la tímida plaza Colón, luego llamada Italia. Desde siempre su emplazamiento ha sido un lugar emblemático para sus habitantes. Un hito que oficia de frontera, división entre la urbe antigua, de calles empedradas y fachada continua, y la ciudad jardín. Separación entre clase media y alta, entre la chusma y la elite, lugar de encuentro y de batallas campales. El barrio, consciente de la importancia de la vecindad, pareciera permanecer oculto a esta trifulca de siglos y opta por la intimidad, hasta que muchos años después un nuevo vecino se instala demoliendo parte importante de su estructura. Han pasado generaciones y grandes cambios sociales conmocionan al país. Siempre faltos de reconocimiento, construimos en tiempo record la magna sede de la UNCTAD, “sin fijarnos en gastos”, y con el único fin de demostrar nuestra recientemente inaugurada fortaleza como nación, “porque no tenemos nada lo quere-
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mos todo”, como hiciéramos con el Mundial de Fútbol. Terminado el evento, quedan como mudos testigos dos enormes edificios, el primero alzado en medio del barrio como un fisgón gigante, y el segundo, acostado a pocos centímetros de la Alameda, casi en el eje de lo que fuera la antigua Cañada. El lugar será sede de congresos varios y nunca se integrará completamente al barrio. Mucho más tarde, los mismos edificios, llamados ahora Diego Portales, volverán a ser emblemáticos nuevamente. Con el nombre de Gabriela Mistral apostarán fuertemente por la cultura y se mostrarán a los vecinos y a la ciudad. El barrio, antes indiferente, parece interesado en esta nueva metamorfosis abriendo tímidamente sus calles al espacio interior. Sin saberlo, el sector completo va transitando lentamente a un impensado renacimiento. Vuelven antiguas familias a interesarse por su patrimonio olvidado y surgen nuevos dueños que valoran el lugar otra vez, quizás intuyendo la larga historia que lo conforma. Se habla por primera vez de patrimonio, y la calle Lastarria se viste de gala para recibir los honores de rigor. Se recuperan viejas casas y se pavimentan las antiguas veredas de nuevo. Se abren pequeños restoranes, cafés, librerías y museos. El paisaje enrevesado de sus calles se presta para esta nueva impronta y el aislamiento original que frenara su desarrollo se torna ahora en un beneficio. Ya no mira al valle como lo hizo en sus orígenes, se mira a sí mismo y se reconoce. Se ha ganado el título de barrio típico de la capital, qué duda cabe, y es lugar de paso obligado para turistas y habitantes
de la ciudad, remanso de la cultura nacional y del buen comer. Ya no es mirador del valle, sino de la sociedad, y por primera vez nos damos cuenta de ese paisaje interior que no conocíamos, y tomamos conciencia también de esas vistas privilegiadas de los principales parques de la ciudad que se acercan por los cuatro costados a su territorio. Geográficamente sigue siendo la proa de ese Santiago primigenio que abandonó el centro y, con él, gran parte de su historia original. Aún hoy el barrio parece navegar hacia el oriente, con la roca Tarpeya en la cumbre del Santa Lucía como puente de mando y sin moverse un centímetro de su sitio. Quizás este libro sea la oportunidad de revisitarlo nuevamente con la historia en la mano, recordando esos primeros tiempos de la calle de los patos, de los baños y las peleas de gallos. Haciendo memoria del sonido de las acequias que movían los molinos y regaban la Alameda de las Delicias, rescatando sus historias mínimas y su vocación perdida. Se hace imperativo plantar nuevamente los naranjos y las parras para sentir su perfume y gozar de sus frutos. Quizás es hora de volver a su destino original de paseo mirador, ahora que nos hemos reconciliado con el río y la montaña. Lo que es claro es que aún hoy, y aunque transformado en fuente de cultura, no ha abandonado en nada su propósito original de dar de beber a la ciudad. Sin agua no hay vida, lo sabemos todos, y sin cultura la vida no vale la pena, podríamos agregar para entender de verdad la importancia del paisaje más profundo de este pequeño trozo de la ciudad de Santiago. Entre el río y la Cañada
La insistencia, el uso y la costumbre han dictaminado que llamemos Barrio Lastarria a este conjunto de callejuelas, edificios, casonas y recuerdos, que se encajonan entre el río y la Cañada. Este espacio
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urbano coronado por el Cerro Santa Lucía, ha crecido de la mano de la ciudad y hoy conjuga la modernidad del Santiago del siglo XXI, con la tradición de tiempos pasados.
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En esta vista hacia el poniente desde el edificio Telefónica se aprecia el espacio urbano que se conforma con la separación entre el río Mapocho y la Alameda, antigua Cañada. Este es un triángulo perfectamente reconocible que se complementa con el Parque Forestal, construido en los terrenos ganados al río tras su canalización en la década de 1880.
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Las pequeñas y sinuosas calles que encierra el Barrio Lastarria, arrancadas al tiempo y al crecimiento de la ciudad, nos ofrecen vistas, espacios, rincones y un tipo de arquitectura que alimenta
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nuestra imaginación. En las primeras décadas del siglo XX, distinguidas personalidades del mundo político, social y cultural eligieron estas calles para vivir.
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El edificio de los elefantes, en la esquina de Estados Unidos con Namur, fue construido por León Prieto Casanova, autor también de otros edificios del sector. Éste, en particular, se caracteriza por la reconocible fila de cinco fuertes elefantes cuyo líder conversa con un pequeño caracol. Este relieve, lo mismo que el hombre encadenado en su hall de acceso, son obra de Luis Menéndez, destacado muralista nacional.
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“Desde el Santa Lucía veíamos todo el valle de Santiago… todo iluminado por los rayos del sol poniente, que en la ciudad, el valle y las montañas producía esos mágicos efectos que los poetas y pintores se
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complacen en describir. Pero, ¿qué pincel y qué pluma podrán darnos una pálida idea de Los Andes iluminados por los últimos rayos del sol? Yo los contemplaba”. Diario de mi residencia en Chile, María Graham, 1823.
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La Universidad Catรณlica se creรณ el 21 de junio de 1888 mediante un decreto del Arzobispado de Santiago. La Casa Central en Alameda fue construida entre 1910 y 1917 por el arquitecto Manuel Cifuentes, hijo del destacado intelectual conservador Abdรณn Cifuentes.
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Lastarria recobrado
Roberto Merino
Hace años que salí del entorno de Lastarria y desde entonces he ido aplazando el proyecto de volver. Me fui cuando el barrio empezaba a oficializarse como zona típica o turística y aún no se veía la profusión de cafés y restaurants de la actualidad. Por entonces, años noventa, se trataba de un lugar retirado, ajeno al tráfago inmediato de la Alameda, con dos o tres emporios y cierto ajetreo nocturno, proveniente sobre todo del Café de la Plaza (restaurant conocido como el Mulato), de Les Assassins y tiempo después del Bar Escondido, que se puso al final del aurático pasaje Rosal, tributario de la calle del mismo nombre. Yo vivía en Santa Lucía casi esquina de Huérfanos, en la frontera del campo de imantación del Barrio Lastarria. De hecho, la mayoría de mis movimientos se dirigían hacia su entorno, en busca del café turco del Bombón Oriental, o de los libros infinitos de El Cid; alguna vez Enrique Lafourcade me convidó a una de las tertulias de viejo estilo que hacía los sábados, entre el desayuno y el almuerzo, en el patio contiguo a su librería de la Plaza del Mulato. El escritor sacaba una mesa y unas sillas y un par de jarras de pisco sour y presidía la conversación, que era pausada, temática. Iban Andrés Rillón, Bob Borobiwcz, y el poeta Carlos Bolton, que llegaba, permanecía y se iba en silencio. Donde hoy está el restaurant Ópera hubo un emporio inmemorial, el Principal (ex Toro), administrado por varias generaciones de una familia judía rusa. Los últimos dueños a su cargo fueron los rubicundos hermanos Gottlieb, que nos permitían pagar los abarrotes con chirimoyos en días complicados. Una vez, al momento de pagar, dejé sobre la caja el libro que andaba leyendo: las memorias de Miguel Serrano. Uno de los Gottlieb —a quien se le llamaba El Rockero— me llamó la atención: “Pero ese gallo es nazi, ¿no?”. Qué podía decir yo: “Sí, es nazi”. El hombre hizo un silencio y luego comentó: “Bueno, da lo mismo, si ese gallo viene siempre para acá y se queda toda la tarde conversando con mi hermano”.
Miguel Serrano vivía al frente, en El Buque, el mismo edificio de Jorge Edwards, y se lo veía a menudo pasar junto a un adlátere, con un traje azul elegantísimo combinado con zapatillas deportivas y bastón. Saludaba amablemente a quien se le pusiera por delante. Serrano intuía que la energía universal fluía mágicamente por el Santa Lucía, específicamente por el recordatorio de piedra a Nicolás Palacios, visible al parecer desde su ventana. Es posible que sea la sinuosidad de las calles lo que le proporciona al barrio esa atmósfera de misterio que jamás ha perdido, a pesar del imprudente paso del tiempo. Lo otro es el extraño eclecticismo arquitectónico: los balcones volados, la persistencia del adobe y de los enlucidos de yeso, los edificios de la antigua modernidad con sus ascensores de reja, el art deco, el art nouveau, el bauhaus, el funcionalismo, todo mezclado como en un zafarrancho espiritual. El hecho es que en Lastarria todas las edificaciones parecen tener una especie de personalidad visible. Donde uno vuelve la vista hay algo en qué fijarse. Es en este sentido el barrio menos uniforme de Santiago y ese desorden, no sé por qué, infiere una sensación de alegría. Me parece que las primeras imágenes del barrio las proyecté mentalmente cuando niño a partir de las cosas que me contaba mi mamá, que a principios de los años cincuenta había hecho clases en el colegio Martínez de Rosas (donde hoy está la Plaza del Mulato), cuando era una veinteañera delgadísima de ojos enormes y trenzas oscuras. Ella me hablaba del barrio como de una zona silenciosa y amable, con pequeños cafés, en la que habitaban escritores y pintores. Uno de estos pintores –cuyo nombre finge haber olvidado– la seguía por las calles pidiéndole que posara para él. Entonces yo fantaseaba con esas escenas de otra época, casi irreales: con la luz de los faroles difuminándose por las ventanas de los pequeños cafés, con mañanas de lluvia contempladas desde cualquier buhardilla, con el aire frío impregnado de las emanaciones vegetales del Santa Lucía.
Cada vez me doy cuenta con mayor nitidez del protagonismo que adquiere el inconsciente familiar en nuestros movimientos por la ciudad, en nuestros apegos y nuestras fobias. El barrio Lastarria, en tal sentido, fue primero para mí un oasis de conciliación con la vida en la juventud de mi madre. Pero hay algo más: años después de la muerte de mi abuelo Gustavo Merino, revisando una Divina comedia que había sido suya, me encontré con un papel verdoso donde había escrito el borrador de una carta a Joaquín Edwards Bello, fechada en 1958. Ahí se leía lo siguiente: “Mi estimado Joaquín: con mis sinceros agradecimientos le devuelvo el libro Misión en Chile. Su lectura me ha hecho recordar muchas situaciones y sucesos ya olvidados por el hombre común. Como también me ha hecho recordar un hecho curioso en mi vida de joven, en la parte que Mr. Bowers menciona la situación del edificio de la embajada frente al Forestal, y es éste: en 1915 viví en la casa que estaba antes de ser residencia del representante de Estados Unidos. Era casa de dos patios, el último con huerto; fue habitada por una familia francesa, siendo el jefe de ese hogar el arquitecto Monsieur Fournier. Ahí conocí a otro arrendatario, don Manuel Rial. Cuando en octubre de 1916 ingresé a La Nación me encontré con mi vecino de pieza, que había sido nombrado fotógrafo de La Nación. Así pues, el primer fotógrafo de La Nación fue don Manuel Rial, español, a quien ya nadie recuerda ni nombra para los aniversarios del diario”. “Usted sabe el resto. Ese lugar fue adquirido después por don Augusto Bruna, uno de los socios de La Nación. Hizo su mansión a todo trapo, con tantos departamentos individuales como hijos tenía. Y a todo lujo, como merecía un magnate del salitre. Después don Augusto quedó pobre y ese palacio fue adquirido por la Embajada de Estados Unidos”. Además de la residencia de Luciano Kulczewski, en un recodo de Villavicencio, el Palacio Bruna, a quien se refiere mi abuelo, es una de las construcciones significativas del barrio, obra del inspirado Julio Bertrand, arquitecto
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vinculado al Grupo de los Diez. Todavía podemos admirar sus terrazas aéreas y sus irreales jardines, porque se ha salvado de la guadaña de los demoledores (que hizo su agosto en otras mansiones de la zona, como la casa Gana Edwards, en Monjitas, y la casa Del Campo Yávar, en Santa Lucía). El pasado: el pasado gravita fantasmalmente en Lastarria y sus inmediaciones. La condición de oasis que se le ha reconocido al barrio en relación al vértigo de la ciudad, se da igualmente en relación al tiempo. Yo diría que ésta es una de los pocos reductos del Santiago antiguo que no ha sido, en los últimos treinta años, radicalmente modificado, reconstruido, empobrecido o picoteado. Evidentemente no conocimos la fila de casonas que flanqueaba el cerro por la vereda norte de la Alameda, como tampoco el rosal gigante que desbordaba un muro en la calle Rosal (dejándole hasta hoy el nombre), ni el estanque de los botes en el Forestal, ni el viejo colegio en la ladera del cerro hacia Merced. Hay tantos destinos y tantas formas de vida que algún día fueron la realidad y ahora apenas son la estela de una intuición. Sin embargo, en Lastarria, más que ninguna otra parte, a veces, caminando al anochecer, nos invade la epifanía o la inminencia de una vida anterior. El modo en que el sol dorado y oscuro se hilvana entre los árboles (ceibos, ombúes), el reflejo del follaje en las ventanas de los edificios, el olor que desprende del pavimento la primera lluvia, cualquiera de estos hechos nos conecta con una memoria que se agita en esta ciudad del olvido. Luis Orrego Luco, Juan Francisco González, Claudio de Alas, el mismo José Victorino
Lastarria, María Luisa Bombal, todos parece que anduvieran por ahí en cuerpo astral. Yo empecé a merodear por Lastarria en 1976. Era un adolescente en búsqueda de algo inespecífico y me gustaba experimentar el abismo del tiempo cifrado en un pasillo a media luz o en una enredadera seca o en una balaustrada carcomida. Había averiguado que el barrio había llevado —en una época inmediatamente anterior, la de la UP— el apodo de “bohemio”. Se suponía que en Lastarria se vivía de una manera informal, desatendida, sin horarios. Ese era el mito que en aquel momento no pude comprobar, y pensé simplemente que el Golpe de Estado había barrido esa utópica modalidad existencial. Había bloqueado, por lo demás, las historias de mi madre y de mi abuelo. Después supe el peso específico que tuvo el barrio para el grupo de jóvenes peripatéticos de la generación del 50. Se entiende que en esa dinámica había polos de tensión: el taller de Jodorowsky en Villavicencio, la Escuela de Derecho, donde pasaron Lafourcade y Edwards, la Escuela de Arte cuyo director era Luis Oyarzún y Enrique Lihn uno de sus precoces alumnos. Lo demás es lo de siempre: encuentros bajo un tilo señalado, conversación, lecturas, adhesiones y divisiones. Una noche de 1985, yendo de Lastarria hacia el parque con una amiga de esos días —se llamaba Verónica—, nos encontramos con Enrique Lihn y ella, que cumplía 18, le hizo una pregunta de entrada: “¿Dónde estaba usted cuando cumplió 18 años”. Enrique lo pensó un momento y luego contestó: “¡Aquí mismo!”. Entre el río y la Cañada
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En la calle José Victorino Lastarria, entre Merced y Rosal, se instala de jueves a domingo una feria de anticuarios y libreros, quienes con sus objetos, curiosidades, fotografías y libros antiguos, han ayudado a dar vida a este sector. Esta iniciativa comenzó el año 1992 con dos
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puestos al interior de la Plaza del Mulato Gil, los que con los años han ido aumentando su oferta.
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En la década de los noventa comenzó la recuperación de este barrio. Se restauraron fachadas y antiguas edificaciones. Mejoró la iluminación, repavimentaron las calles y se abrió el paseo peatonal de la calle Lastarria, entre Merced y Rosal. Esto motivó la apertura de nuevos restaurants, teatros, cafés, librerías y tiendas de diseño.
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La casona ubicada en la esquina de las calles Lastarria y Villavicencio, fue construida en 1912 por los arquitectos
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Ernesto Ried y Pedro Prado. Es una de las edificaciones más características del sector. Su estilo neocolonial fue un referente para la arquitectura de las primeras décadas del siglo XX.
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La casa ubicada en la esquina de la calle Lastarria con Villavicencio fue construida por el escultor catalán Antonio Coll y Pi a principios del siglo XX. El artista se radicó en Santiago en 1907 y desarrollo una prolífica obra escultórica. En la década de los noventa esta propiedad fue utilizada por el Café El Biógrafo, emblemático centro de encuentro de
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políticos, artistas y escritores. A sólo unos pasos se encuentra la Iglesia de la Veracruz, construida entre 1852 y 1857.
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imagen de la ciudad. De hecho había ya numerosas casas instaladas al oriente del cerro, lo que hizo que fuera necesario regularizar el trazado de las calles. Esto se hizo durante el gobierno de Cano de Aponte (1717-1733). Se rectificaron los senderos que dividían los antiguos viñedos y se delinearon las calles prácticamente tal como han llegado hasta nosotros. De poniente a oriente quedaron trazadas dos calles, que habrían de llamarse “del Cerro” y “de Mesías”, actualmente Victoria Subercaseaux y Lastarria. De norte a sur se trazó la calle Rosal y la de los Patos (Padre Luis de Valdivia). Algo más tarde, en 1798, el Presidente Gabriel de Avilés hizo prolongar por ese mismo sector la calle Merced, la cual pasaba por el Alto del Puerto y terminaba en los tajamares. Bordeando el cerro por su falda occidental, una pequeña huella unía el Alto del Puerto con la Cañada. Esta huella tenía como nombre Sendero de las Cabras. Sobre éste,
Sady Zañartu, en su libro Santiago: Calles viejas, nos ha legado un vivo retrato: “Hubo de ensancharse lo necesario para que cupiese un arriero con su mula, y acortar el recorrido de los chacareros que llevaban a ambos molinos sus cosechas de trigo. Estos continuos trajines dieron animación al camino, con el ir y venir de las recuas de mulas y borricos que desde el amanecer marchaban bajo el peso de los costales, y ya en la tarde tornaban retozonas, sin riendas ni bozal, ramoneando en los arbustos que crecían entre los canteados y peñas del cerro”.
Nombres de las calles Cuentan que a mediados del siglo XVIII un caballero francés, Reinaldo Le Bretón, buscando un sitio tranquilo y con buen aire para vivir con su mujer que estaba enferma, construyó una casa en el sector del Sendero de las Cabras,
Plano de Santiago en 1712 de Amadeo Frezier. Colección Memoria Chilena. Biblioteca Nacional.
Urbanización del nuevo barrio Tras la muerte de Bartolomé Flores y Juan Gómez, primeros propietarios de estas tierras, sus predios pasaron a manos de sus herederos y otros interesados. Entre una viña y otra se trazaron huellas que seguían tortuosamente los linderos y comunicaban con la Cañada, con el río y con el Alto del Puerto. Esto último era una gran abertura en una puntilla rocosa del Santa Lucía, frente a la actual calle Merced. Por ella se accedía a la ciudad desde el norte y el oriente. Este ícono del Santiago colonial fue destruido con explosiones de pólvora a fines del siglo XVIII por el Gobernador Joaquín del Pino; sus últimos vestigios desaparecieron a principios del siglo XX.
Dos grandes acequias sacadas del Mapocho cruzaban el sector ubicado al oriente del cerro. Una corría por la falda norte y surtía las acequias interiores de la ciudad; la otra se desviaba hacia el sur, originando la acequia del Socorro, que corría por la Cañada hacia el poniente. Pequeños huertos, además, se acoplaban a la ladera del cerro para aprovechar las aguas del canal que por ahí pasaba. Amadeo Frezier, ingeniero, topógrafo, científico, naturalista y marino, realizó en 1712 uno de los primeros planos de la ciudad. En este se aprecia el carácter agrícola del sector y la importancia de los canales que lo atravesaban. No figuran casas, pero ello no implica que no existieran; simplemente eran irrelevantes para dar una
Vista a la calle el Cerro, actual Victoria Subercaseaux, en la segunda mitad del siglo XIX. Colección Museo Histórico Nacional.
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Calle de Bretón, actual Santa Lucía, en 1915. Colección Museo Histórico Nacional.
cerca del Alto del Puerto y que en ella plantó un jardín que daba un aire de frescura ante la aridez del cerro. Le Bretón se hizo célebre por su participación en la Campaña de Arauco. Este francés lideró con éxito a un grupo de extranjeros que colaboraron con el gobierno, para así evitar ser expulsados del país. Poco antes el rey Carlos III había dictaminado que todos los extranjeros debían abandonar sus colonias. De esta forma Le Bretón ganó no sólo la gracia del gobierno sino también de la corona. En 1802, tras una larga vida, Reinaldo Le Bretón falleció legando su nombre a la calle de la que fuera uno de sus primeros moradores. La actual calle Santa Lucía en ese entonces era una callejuela “enjuta y empinada con casas que se trepaban por la cuesta, unas sobre otras”, al decir de Sady Zañartu. Al costado oriente del cerro, la calle Victoria Subercaseaux recibió originalmente el nombre de el Cerro, y su continuación hacia el río, Tres Montes. Este nombre es un enigma. Dicen que viene de tres grupos de grandes árboles que había en el Alto del Puerto, los cuales hizo cortar Manuel de Salas. Otros afirman que debe su denominación al mismo Alto del Puerto conformado por tres cerrillos o prominencias destruidas a pólvora en los primeros años del siglo. Avanzando hacia el oriente, la calle Lastarria recibió a fines del siglo XIX el nombre de Diego Mesías de Torres, tercer conde de Sierra Bella. En ésta, la más antigua del barrio, estaba ubicada, hacia 1725, su quinta de recreo. Esta calle fue abierta por Gabriel Cano y Aponte, gobernador entre 1717 y 1733. El nombre de la calle Namur fue puesto en honor a Juan Francisco Doursther que había nacido en esa ciudad belga. Doursther era propietario de un extenso terreno que colindaba con las calles Villavicencio y la de Mesías. Al lotearse el terreno se abrió esta calle como conexión con la Alameda. La primera y pequeña calle que nos encontramos a metros de la Plaza Italia recibe el nombre de Irene Morales. Irene fue una joven mujer nacida en La Chimba (18651890), que por los embates de la vida terminó peleando bayoneta en mano en Antofagasta durante la Guerra del
Emporio Génova en Alameda esquina Lastarria, década de 1920. Colección Museo Histórico Nacional.
Pacífico. Logró sobrevivir; por sus méritos recibió el grado de sargento. Aunque esos méritos son puestos en duda por algunos, como Roberto Merino, quien la describe como “una de las primeras copetineras que en la Guerra del Pacífico emparafinaban a la soldadesca chilena con sus alcoholes de pelo duro, a los que se recomendaba añadir —por aderezo— una cucharadita de pólvora”. Luego, paralela al cauce del río, la calle Santiago Bueras, diseñada a principios del siglo XIX; el nombre lo recibió posteriormente en memoria de un militar de la Independencia. Benjamín Vicuña Mackenna, en su peregrinar por Santiago, nos cuenta lo siguiente: “Formóse así por sí sola la calle o callejuela que hoy se llama de Bueras, los vuelcos de cuya abundosa acequia remedan a lo vivo alguno de los atrechos canalejos de Amiens y de Venecia. La calle veneciana de Bueras mide apenas 200 metros de longitud y alberga solo unas treinta casas”. La calle Villavicencio la abrió por su quinta don Antonio de Villavicencio, oficial de la marina española que
sirvió como ayudante de campo al General Osorio en la Batalla de Maipú. Fue padre de Ana María Villavicencio, quien realizó el loteo del sector tras la muerte de su marido, Juan Francisco Doursther. El sacerdote jesuita Luis de Valdivia da nombre a la primera calle que conecta Lastarria con el cerro. Originalmente se llamó calle de Los Patos, porque en ella se formaban charcos con los derrames de las acequias y los vecinos los aprovechaban para criar estas aves. En algún momento se levantó en la esquina de la calle de Mesías con Valdivia un caserón con altillo, que durante años se creyó que había sido residencia, ni más ni menos, que de Pedro de Valdivia. Según Vicuña Mackenna, esto se debió al “cuento de una vieja y la credulidad de un fraile (el padre Guzmán)”, quienes “comenzaron a llamar desde hace medio siglo ‘casa de don Pedro Valdivia’ un derruido bodegón de esquina, cuando es notorio que aquel suntuoso capitán no había jamás vivido, sino en la Plaza de Armas, cual incumbía a su deber, a su orgullo y a su alto puesto”.
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Esta casona perteneció, según relata León Echaiz en su libro Historia de Santiago, “al bandido Pascual Liberona, personaje legendario que hacía doble vida, retirándose en los días de receso a vivir pacíficamente en ella”. Apodado el Brujo, asaltó a medio mundo incluyendo importantes autoridades del reino, para finalmente morir en la horca. Abel Rosales lo describe en su libro La Chimba Antigua, la Cañadilla de Santiago, como “un hombre corpulento, astuto como él sólo y de un valor y sangre fría a toda prueba… A veces sanguinario por gusto y vil asesino por costumbre, aunque en otras ocasiones mostraba una generosidad que rara vez se encuentra en un bandido”. Este error histórico tuvo un alcance fundamental para el desarrollo del barrio, ya que motivó que en este sector se instalara la iglesia de la Veracruz, polo de atracción y convergencia para nuevos vecinos a partir de 1850.
El Cerro Santa Lucía “En ciudad alguna del mundo encuéntrase un peñón más atrevido, más caprichoso, más importante por su masa de rocas, situada… cuatro cuadras, es decir a menos de 500 metros de la plaza principal de la ciudad i corazón mismo de ella”, escribe Benjamín Vicuña Mackenna. Antes de la llegada de los españoles este cerro pedregoso era llamado Huelén, que en lengua mapuche significa dolor o tristeza y tenía un gran simbolismo sagrado para quienes habitaban sus faldeos, liderados por el cacique Huelén-Huara. Los conquistadores lo llamaron Santa Lucía, para conmemorar el día 13 de diciembre de 1540, cuando llegaron al valle del Mapocho. Durante todo el período colonial el cerro no fue más que el límite oriente de la ciudad. Paseo obligado para los extranjeros que la visitaban y punto de referencia para los cronistas. Casimiro Marcó del Pont, último gobernador español de Chile, puso sus ojos en él y mandó construir dos pequeñas fortificaciones para defensa de la ciudad: la batería Marcó y la Santa Lucía, después llamada Castillo Hidalgo, en honor de Manuel Hidalgo, capitán caído en la batalla de Chacabuco.
Entre 1849 y 1852 se instaló en la cumbre del cerro una comisión astronómica norteamericana. Fue mirador, cantera, cementerio de disidentes, condenados y suicidas. Ya a comienzos de la década de 1870, el Santa Lucía parecía ser un signo de atraso y de barbarie para una sociedad que progresaba a pasos agigantados de la mano de una próspera burguesía vinculada a la agricultura, pero principalmente a la minería. El arzobispo de Santiago, Rafael Valentín Valdivieso, según lo refiere Abdón Cifuentes, tuvo la primera idea de convertir el Santa Lucía en un paseo. “Hoy pasé por la calle Bretón y vi muchas carretas cargadas de piedras del Cerro Santa Lucía, piedras que la Municipalidad vende para cimientos de las casas. Están destruyendo bárbaramente ese cerro que puede ser la alhaja más preciosa de la ciudad”. Con Benjamín Vicuña Mackenna en la Intendencia (1872-1875) el cerro cambió drásticamente su condición. Con sesenta presidiarios y una fuerte convicción se dio a la tarea de convertir el cerro en un gran paseo urbano. A dinamitazos —bastante deprisa— se avanzó en las obras y, como relata Alfonso Calderón, “con la misma urgencia, se trajeron naranjos de Maipú, palmeras de Ocoa y Cocalán y 18.000 carretadas de tierra vegetal”. Dos años, cuatro meses y 13 días después el cerro fue entregado a la Municipalidad de Santiago. Este sueño dejó a Vicuña Mackenna prácticamente en la ruina: él financió personalmente gran parte de las obras, pero el peñón se transformó en un elegante paseo con hermosos jardines y plazoletas, terrazas, juegos, castillos, un museo, una capilla y una ermita. Al poco andar comenzó a funcionar un teatro y un restaurant, que fueron un ícono de su tiempo. Treinta años más tarde, en 1903, el arquitecto Víctor Villeneuve construyó el acceso por la Alameda, donde hoy está instalada la fuente Neptuno, conectando el cerro a esa avenida que cada vez tenía más relevancia en la dinámica urbana y social como eje de participación ciudadana. Entre el río
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Vista al Cerro Santa Lucía antes de su transformación. Colección Museo Nacional Vicuña Mackenna.
Cerro Santa Lucía en la década de 1870. Colección Museo Histórico Nacional.
72 EXTRACTO DEL LIBRO / Álbum del Santa Lucía, colección de las principales vistas, monumentos, jardines, estatuas y obras de arte de este paseo.
Descripción General
I. Por más que se haya dicho, el Cerro de Santa Lucía llamado Huelén (“dolor”) por los primitivos y supersticiosos habitantes del Mapocho, es y era una verdadera maravilla antes de darse el primer golpe de azada que lo ha transformado. Es una verdadera maravilla natural por su extraordinaria formación geológica, evidentemente volcánica y que presenta los más raros y complicados fenómenos de la ciencia y de la naturaleza, pues ya ostenta reventazones basálticas del más atrevido carácter, especialmente en su centro y en sus más altas rocas; ya demuestra su origen fluvial, como se ha visto en la meseta que corona la Ermita, por la aglomeración de piedras de río o de lago, completamente redondeadas por la acción mecánica del agua; ya por sus formaciones de escorias calcinadas, cual se nota en las grutas recientemente abiertas en el Camino del Oriente; ya por sus depósitos de arcillas azules, tofas y otras sustancias plásticas de color verde, amarillo o azulado, como las que puso en descubierto el corte del Desfiladero de los Andes, y que se ha empleado desde treinta años atrás en formar el pavimento de la Alameda. Era una maravilla histórica, porque a su pie se plantó la primera bandera castellana, se dibujó la planta de la primera ciudad europea en el país y en su cima y en sus ásperas faldas se libró el primer combate entre los conquistadores y los conquistados. Fue el origen, la cuna y el baluarte de Santiago. Era una maravilla religiosa porque en realidad el Santa Lucía es por su forma un verdadero altar, digno de ser ofrecido a Dios, como lo imaginaron los gentiles al consagrarle al genio del Dolor, y como lo reiteraron los cristianos erigiendo en su cima la primera ermita y la primera cruz de la conquista. Era y es por último una verdadera maravilla urbana, porque en ciudad alguna del mundo encuéntrese un peñón más atrevido, más caprichoso, más importante por su masa de rocas, situadas, como lo decía hace dos siglos uno de los historiadores de Chile, “a cuatro cuadras”, es decir, a menos de 500 metros de la plaza principal de la ciudad y en el corazón mismo de ella.
Benjamín Vicuña Mackenna II. Por consiguiente, la idea de apropiar un sitio tan grandioso a los usos de una gran ciudad cristiana y civilizada es tan antigua como la fundación de esa misma ciudad. Pedro de Valdivia lo eligió para cuartel y reducto de sus huestes en 1541. Refiere un siglo después el padre Ovalle (1646) que los habitantes de la ciudad se solazaban en aquel montículo “que creó Dios a orillas del Mapocho, de vistosa proporción y hechura que sirve como de atalaya, de donde a una vista se ve todo el llano como la palma de la mano hermoseado con alegres vistas y vistosos prados”. Otro siglo había transcurrido, y un historiador chileno (Córdoba Figueroa) alaba con entusiasmo aquella admirable formación que compara a los jardines Alcíneos. En el presente siglo, el último presidente de la colonia, Marcó del Pont, destinó el áspero peñón al mismo uso de guerra que meditó Pedro de Valdivia, siendo así el Santa Lucía el primero y el último baluarte de la España. La “Batería Marco” (después Castillo González) y la “Batería Santa Lucía” (después Fortaleza de Hidalgo) trabajadas a gran costo en 1816 por aquel tiranuelo, atestiguan la importancia estratégica que los españoles atribuían a ese inexpugnable hacinamiento de rocas. Pero el verdadero honor de haber intentado consagrar este sitio a los más cultos usos de la civilización corresponde al General O’Higgins, autor de nuestra hermosa Alameda. “Los puntos prominentes que abrazaban sus planes de embellecimiento para la capital, dice el canónigo Albano, biógrafo de aquel ínclito chileno, estaban calculados de modo que sirviesen a un mismo tiempo de monumentos públicos y para perpetuar la memoria de las glorias de Chile”. Tal era el Partenón sobre el cerro de Santa Lucía y un observatorio astronómico sobre el mismo punto.
III. En tales condiciones, esa triple maravilla natural, histórica y urbana necesitaba únicamente un operario cualquiera que comprendiese sus adaptación a los usos y propósitos de las ciudades modernas, es decir, su adaptación para paseo público y sitio de reuniones populares, labrando entre las duras rocas anchas avenidas y seguras carreteras, senderos pintorescos y variados jardines y plantaciones en sus grietas y desfiladeros, edificios apropiados en sus planicies, en una palabra, lo que constituye un verdadero paseo, en el sentido moderno de esta palabra que significa recreo y arte, salud e higiene. Esto es lo que se ha hecho desde el 4 de junio de 1872 en que se instaló la primera faena de sesenta presidiarios en el antiguo castillo Hidalgo, hasta el 17 de septiembre de 1874, día en que el paseo casi terminando en todas sus partes ha sido entregado a la Municipalidad. Vamos por consiguiente a conducir al público en una rápida excursión por los mil senderos, escalas, desfiladeros, mesetas, jardines, bosquecillos y edificios del Santa Lucía, para que la tarea de visitarlo sea para cada cual no una fatiga sino un agradable pasatiempo. Al llegar el visitante el pie del Paseo, sea por la Alameda, sea por la calle de Agustinas, se encuentra con una solida reja de fierro que lo cierra por el lado de la calle de Bretón. Esa reja fue trabajada en 1873 por el mecánico inglés don Juan Tanner. Costó 1.000 pesos. En sus dos extremidades se apoya esta reja sobre dos pirámides de piedra basáltica del Santa Lucía construidas y trabajadas con cimiento romano por el jardinero principal del Parque don Pedro Streit, según dibujos del arquitecto de gobierno don Manuel Aldunate. Es esta una construcción completamente ciclópea y se halla coronada por dos estatuas de metal traídas de Francia y suministradas por la casa de Ranvier con un costo aproximativo de 900 pesos. La estatua de la derecha representa un soldado Franco del tiempo de Atila y la de la izquierda un soldado Sajón de la misma época. Ambos guerreros están vestidos con pieles de animales salvajes, como los actuales patagones, y sirven de hermosos candelabros de gas al Paseo. Entre el río y la Cañada
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El Cerro Santa Lucía es un reflejo del Santiago de la segunda mitad del siglo XIX, de los ideales de progreso y del afán modernizador que caracterizaron a ese período de la historia. Sus paseos, jardines, esculturas, escaleras y fuentes son una muestra del afrancesamiento que se vivía en Santiago por esos años.
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“El Cerro de Santa Lucia, cita nupcial de estudiantes, aviva el seso y engendra lo sobrenatural. La alegría de amar y ser amados se prolonga en mágicos divisaderos de riquezas. Algún enamorado de verano vio platino. El otro creyó haber descubierto señales auríferas en las deyecciones de los volátiles. El de más allá sintió cosquilleos radiactivos, después de
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besar a la novia en la gruta de la Cimarra Encantada. En todo esto hay encantamiento”. Mitópolis, Joaquín Edwards Bello, 1973.
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La fuente Neptuno y Anfitrite ubicada en el acceso norte del Cerro Santa Lucía hoy forma parte del paisaje urbano de este barrio.
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Fue inaugurada el año 2002 y la escultura proviene del Parque O’Higgins. Fue fundida por la compañía francesa Val d’Osne y se presume que habría sido un regalo de Luis Cousiño.
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El acceso principal al Cerro Santa Lucía desde la Alameda fue construido a principios del siglo XX por el arquitecto chileno Víctor Henry Villeneuve. Al centro está la Fuente Neptuno coronada por una escultura que mide 2,2 metros de altura y proviene de la Fundición Doucel de París. Ésta fue instalada originalmente, en 1872, en la gruta de Neptuno ubicada a pocos pasos del acceso principal por la calle Bretón, actual Santa Lucía.
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La satisfacción de una nostalgia
Olaya Sanfuentes
“La nostalgia ya no es lo que era”. Con este título, la actriz francesa Simone Signoret sorprendió a la crítica literaria el año 1976 al publicar su autobiografía. Con estas palabras podemos también decir que la sensación de pérdida de un mundo mejor —y que pensamos irrecuperable—, no es privativo de ninguna época. Inscrito en nuestro espíritu está la idea de un paraíso perdido, que nos trae rememoranzas y anhelos de una época en que las cosas eran más fáciles y sencillas para algunos, más auténticas y genuinas para otros. Cada época tiene diferentes motivos para mirar al pasado con nostalgia y, si revisamos nuestra propia historia, nos encontraremos con vestigios y variadas formas de expresar esa nostalgia. Enfocando la atención al Santiago de antaño, asistimos a una añoranza bastante generalizada de parte de un grupo de escritores criollistas que suspiran por una ciudad que se fue: un Santiago que se articulaba al ritmo de las campanas, que celebraba cada fiesta religiosa en forma totalmente trasversal y popular, sin mayores distinciones de clases, de género ni de edad. La celebración de la Nochebuena en la Alameda, por ejemplo, era una instancia en que desde diferentes barrios de la ciudad llegaban los santiaguinos a pasear y comprar las primeras frutas de la estación, flores para regalar a los seres queridos, cerámica de las monjas y juguetes para los niños. Un Santiago muy chileno, con cierto aire rural y no contaminado aún por costumbres extranjeras que tenderían a quitarle el carácter propio. Algunos hitos de la ciudad fueron también descritos con especial añoranza por estos santiaguinos. En las décadas de los años treinta y cuarenta de nuestro siglo, varios escritores dejaron plasmada su imagen del pasado. Oreste Plath, uno de los hombres a quienes debemos el haber conservado en nuestra memoria tantos recuerdos y hechos de nuestra idiosincrasia, al recordar el Cerro Santa Lucía proporciona datos interesantes. Cuenta Plath que fue Benjamín Vicuña Mackenna quien, en 1872, lo transformó en paseo público. En la inauguración hubo fuegos
artificiales y un simulacro de incendio de un gran volcán para imitar la erupción del Vesuvio. En 1886 inaugura el Teatro Santa Lucía en la terraza Caupolicán, la misma que después ostentaría la escultura del toqui mapuche. Sin embargo, el teatro sería demolido hacia 1919. Flamante fue el despliegue del cerro para las fiestas centenarias: los carruajes subían por las calles y los paseantes por los senderos que habían sido esparcidos de maicillo. Cuenta asimismo Plath que en la terraza Hidalgo había un restaurant donde las familias disfrutaban agradables veladas. Estaba adornado con juegos de agua y flores tropicales. En ese mismo local fue que se instalaría entre 1944 y 1973 el Museo de Arte Popular Americano, dependiente de la Universidad de Chile. El Cerro Santa Lucía era, para Plath, el mejor refugio de los enamorados. Tanto que llegó a denominarlo como el gran besódromo de Santiago. Marta Brunet describe también aquellos años en que el cerro hizo a los santiaguinos de todas las edades aficionados a los paseos por sus pequeñas calles y avenidas. Del cerro recuerdan también los santiaguinos haber escuchado siempre el cañonazo de las 12. Carlos Peña Otaegui relata el ingenioso sistema por el que un lente de vidrio encendía el fulminante bajo la acción del sol. Esto resultaba obviamente en verano, pero en invierno o días nublados, un señor de una relojería cercana salía a mediodía agitando un pañuelo, indicando entonces que era hora de disparar. Bajando del cerro los cronistas recuerdan algunos ricos restaurants de los alrededores. El Bahía quedaba en la calle Monjitas y era de los hermanos Tort, españoles y grandes conocedores de comidas y licores. Plath recuerda haber leído que en diciembre de 1934 este restaurant tenía diez mil langostas vivas recién recibidas de Juan Fernández y que estaban listas para ser servidas en las cenas de Año Nuevo del afamado local, donde celebrarían políticos, banqueros, diplomáticos, artistas, catedráticos y poetas. En 1947 la Alianza de Intelectuales que fundara y presidiera Pablo Neruda, la Sociedad de Escritores de Chile y el Pen
Club de Chile, invitaron a una comida de honor al escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias en cuya ocasión se sirvió fondos York, corvina a la portuguesa, moutton con papas doradas, flan Bahía, café, vinos blanco y tinto. Con nostalgia se quejan los que pudieron disfrutar del Bahía, cuyo edificio sería demolido en 1963. En la calle Miraflores 461 había un restaurant cuyos muros estaban todos decorados con caricaturas de Antonio Romera. Ahí iban Leopoldo Castedo, Pablo Neruda, Oreste Plath, José María Arguedas. Con tristeza podemos decir que el restaurant también se acabó en 1982. En Merced 458, al llegar al Cerro Santa Lucía, estaba El Candil, restaurant de cocina criolla e italiana. También era un refugio de artistas, escritores y pintores, probablemente por su cercanía a la Facultad de Bellas Artes, de la Escuela de Bellas Artes, del Museo de Arte Popular Americano y de la Universidad de Chile. También estaba cerca el Teatro La Comedia. Oreste Plath relata que se encontró más de una vez con Delfina Guzmán, Silvia Piñeiro, Alejandro Cohen y Nissim Sharim. También cerca estaba el Club Valdiviano, en Merced esquina Mosqueto, famoso por sus cazuelas de pava en invierno. Y estaba el Parque Forestal, “esa franja de verdura con encanto de parque y de jardín, donde llevan la sombra y la frescura las seis hileras de frondosos plátanos de sus avenidas”. Así lo recuerda Ricardo Puelma López, quien además se impresiona de su hermosura después de haber conocido ese espacio cuando era sólo un basural de ripio. Según Puelma, quien escribe hacia 1941, el Parque Forestal nada tendría que envidiarle a los más soberbios parques de París. Esa misma nostalgia que tomó forma a través de las letras virtuosas de nuestros escritores es la que hoy toma formas propias de nuestros tiempos. La nostalgia aparejada a la sensación de que el tiempo pasa y avanza sin misericordia; la añoranza de un pasado que queremos recobrar o al menos conocer porque sabemos que forma parte de nuestra historia, es la que visualizamos hoy a través del
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rescate patrimonial. El mundo contemporáneo busca lugares donde anclar su necesidad de memoria, formas en que el pasado, tan necesario para una existencia plena, pueda convivir armónicamente con el presente. Efectivamente, el núcleo formado por el Barrio Lastarria, el Cerro Santa Lucía, la zona del Bellas Artes y el Parque Forestal ha logrado constituirse en un área que nos recuerda, a través de sus edificios y calles bien conservadas y en uso, parte del escenario urbano que utilizaran nuestros antepasados. Lo interesante de este proceso es que no sólo ha sido instaurado desde afuera, a través de la restauración y conservación de edificios considerados patrimoniales (Iglesia de la Veracruz, Museo Bellas Artes, Palacio Bruna, la Casa del Corregidor), sino que ha sido más bien la propia comunidad la que ha ido generando una dinámica de respeto por su hábitat y por las prácticas sociales tradicionalmente asociadas al barrio. Junto a restaurants, centros culturales y tiendas, conviven antiguos vecinos dedicados a sus oficios tradicionales, nuevos vecinos que han elegido al centro como su hogar y extranjeros que ven aquí algo genuino, así como usuarios temporales que trabajan en este sector, visitan los museos, pasean por el parque o bien comen en los restaurants. A través de prácticas historicistas, los dueños de restorants decoran sus establecimientos con una estética de antaño, cuelgan fotos antiguas en las paredes y ofrecen un menú con evocaciones a un pasado chileno; en el Barrio Lastarria se instala un mercado de antigüedades y curiosidades cada fin de semana, las calles —algunas todavía con adoquines— se iluminan con faroles antiguos. Una óptica famosa despliega una enorme variedad de modelos de anteojos de tiempos pasados y llama a sus clientes con el lema de que los tiempos pasados fueron mejores. La misma página web del Barrio Lastarria juega con los colores e íconos de un ayer. Se respira tradición por todas partes. No obstante, al recorrer el barrio, no se ve una museificación estática: todo
este foco urbano logra una articulación armónica entre el pasado, el presente y el futuro. Si bien esa nostalgia por el pasado se respira por las calles, es una necesidad vivida desde el presente que logra ser satisfecha a través de una estética adecuada, un resguardo de los edificios emblemáticos, pero sobre todo a través de una convivencia ciudadana respetuosa entre los antiguos y nuevos habitantes que se relacionan asimismo con extranjeros que buscan satisfacer su misma nostalgia a través de un turismo patrimonial. Quizás algunos podrían argumentar que estamos frente a una moda de nostalgia, un consumo de memoria que podría ceder a los vaivenes de un mercado que tenga en un futuro una oferta diferente. Sin embargo, las prácticas sociales y culturales asociadas a este nuevo fenómeno parecieran, más bien, hablar de un nuevo uso de la memoria, del patrimonio y de la historia. Un uso que mira hacia el futuro y hacia aquellos valores que se generan en la convivencia sana y democrática dentro del espacio público. Por otra parte, la preferencia por habitar y frecuentar estos lugares empapados de pasado, sin dejar de contener las comodidades del presente, de alguna forma satisface las necesidades de todos aquellos cansados de un progresismo y una modernidad exacerbados y encarnados en lugares —o no lugares— como el mall. La nostalgia se refiere al deseo de algo lejano, diferente y extraño (¿anacrónico?). Y probablemente muchos de los visitantes que reciben estos barrios céntricos que hoy recuperamos buscan una estética y una atmósfera diametralmente diferente a la de los suburbios urbanos, barrios colmados de edificios de altura o los nuevos stripcenters con sus estéticas uniformes. Visitar Lastarria y pasear por el Parque Forestal, admirar edificios decimonónicos monumentales, caminar entre una población que no distingue edad, nacionalidad ni clases sociales y poder apreciar una variedad enorme de tiendas y restaurants, contiene un encanto que hacen de este barrio una verdadera experiencia para satisfacer la nostalgia. Entre el río y la Cañada
En los años veinte los jóvenes se reunían en el Parque Forestal al compás de una orquesta, engominados como Valentino, a disfrutar de las alegres fiestas que ahí se realizaban. En los años 50, con terno y corbata, los estudiantes de derecho y de arte, escritores, artistas y poetas,
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poblaban sus bancos y paseos. A principios del siglo XXI son artistas callejeros, malabaristas y vendedores ambulantes los que alegran a los miles de visitantes en cada fin de semana.
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La calle Ismael Valdés Vergara debe su nombre a quien fuera un destacado abogado, profesor y bombero. Fue uno de los fundadores del
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Club del Progreso y de la Academia de Leyes. En 1913 fue nombrado Alcalde de Santiago, cargo en el que permaneció hasta 1915. Dictó el primer el primer reglamento para el tráfico de autos en Santiago.
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El Parque Forestal y las calles que lo rodean tienen ritmo, olor y tiempo. Sus añosos árboles y los paseos que lo estructuran tienen una prestancia única y perfectamente reconocible. Las hojas secas en otoño y
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las flores en primavera han servido de inspiración a escritores y poetas. Su existencia entera, en medio de la ciudad, es un milagro permanente.
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Rodeado de un entorno señorial, el Parque Forestal es una de las áreas verdes más importantes con que cuenta la ciudad. Las calles que lo circundan desarrollaron un tipo de arquitectura que abrió sus puertas y ventanas a su follaje, sus vistas y paseos.
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Consolidación urbana y espacios públicos Al comenzar el siglo XIX este sector de la ciudad se dividía en dos, una parte más urbana, entre la calle Mesías y el Cerro Santa Lucía y hacia el oriente una gran propiedad que pertenecía al español Juan Villavicencio. Fue precisamente el loteo de esta propiedad lo que marcó el fin definitivo de la época agrícola y la urbanización completa del barrio. Tras la muerte de Villavicencio, sus tierras fueron heredadas por su hija, Ana María y su marido Juan Francisco Doursther, primer cónsul de los Países Bajos en Chile. Tras hacer una importante fortuna, como relata en sus diarios Aventuras y desventuras de un mercader de perlas de Valparaíso, con la compra y venta de nácar y perlas de la Polinesia, decide avecindarse en Chile. Se casó y se estableció en Santiago en una residencia construida en la parte oriental de la propiedad de su suegro, en lo que son hoy las calles Santiago Bueras e Irene Morales. Durante gran parte del siglo XIX, un grupo reducido de personas vivió en torno a la calle de Mesías y las colindantes con el Cerro Santa Lucía. Entre estos destacó José Gil de Castro, conocido como “Mulato Gil de Castro”, pintor de origen peruano que se convirtió en uno de los favoritos de la aristocracia criolla. Gil de Castro estableció su casa-taller, entre 1808 y 1822, en la actual Santa Lucía. Su nombre fue recuperado un siglo y medio más tarde para designar la Plaza Mulato Gil, hoy centro neurálgico del barrio. Pero el hito que afirmó el destino urbano de este sector se produjo con la llegada a Santiago del primer representante de la corona española tras la Independencia. A fines de la década de 1840 y con el cargo de encargado de negocios y cónsul, Salvador de Tavira y Acosta tenía la misión de establecer nuevos lazos y generar un acercamiento con Chile. En ese contexto, y como una forma de expresar sus intensiones, el cónsul decidió donar una iglesia para la ciudad, pero, para dar mayor significación a este hecho, estableció que ésta se levantara en el lugar donde había estado “la casa de Pedro de Valdivia”, para hacer un homenaje al fundador
de la ciudad. Esto era, como ya mencionamos, en la esquina de la calle de Mesías con la calle de los Patos. La Ilustre Municipalidad de Santiago, el 20 de septiembre de 1852, autorizó entonces la construcción de una iglesia en “el solar donde habría habitado don Pedro de Valdivia, al llegar al valle del Mapocho, al costado oriente del cerro Huelén”. Como hemos visto, Valdivia nunca habitó en este sector de la ciudad. Pero este hecho determinó el impulso urbanizador que dio su actual fisonomía al barrio. El lugar elegido pertenecía, según registros de la Municipalidad, a la familia Barril. Con apoyo del intendente Francisco Ángel Ramírez y del arzobispo Valdivieso, Salvador de Tavira y Acosta logró que el gobierno de Manuel Montt subvencionara la compra del terreno y contrató al arquitecto Francoise Brunet des Baines para desarrollar el proyecto. La construcción comenzó en 1852 y, tras la muerte de éste, Fermín Vivaceta continuó con la obra. La iglesia fue inaugurada en 1855, pero no estuvo realmente terminada hasta 1857. La iglesia sumada al loteo de la propiedad de los Doursther-Villavicencio consolidó el carácter del barrio. Ana María Villavicencio subdividió su propiedad que comprendía lo que hoy es calle Irene Morales y Santiago Bueras, y colindaba en tramos con la calle Mesías y con la Alameda. Era una propiedad de poco más de tres hectáreas, plantada con alfalfa, viñas y frutales. Tenía una casa y un parque. Se crearon entonces las calles Villavicencio y Namur. Este loteo marcó la pauta para las pequeñas chacras que tuvieron la misma suerte. A comienzos de la década de 1870 ya se puede hablar de un barrio establecido, donde la iglesia funciona como eje aglutinador, como polo de interacción para los vecinos. Este proceso se reforzó con la magna intervención realizada por Benjamín Vicuña Mackenna que transformó el peñón del Santa Lucía en un parque urbano y la creación del Parque Forestal en los primeros años del siglo XX, en los terrenos que habían quedado disponibles tras la canalización de río Mapocho.
Iglesia de la Veracruz en la calle Mesías, actual Lastarria, en la segunda mitad del siglo XIX. Colección Museo Histórico Nacional.
Vista desde el Cerro Santa Lucía al oriente en la segunda mitad del siglo XIX. Se puede ver la Iglesia de la Veracruz y los álamos que daban sombra al paseo de los Tajamares. Colección Museo Histórico Nacional.
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Vista del Mapocho hacia el oriente en 1870, previo a las obras de canalización del río. Emilio Garreaud. Colección Museo Histórico Nacional.
El río y el parque El río Mapocho es el límite norte y frontera natural del Barrio Lastarria. Es un río precordillerano que tiene un gran lecho, alimentado por deshielos o lluvias, pero que en condiciones normales tiene poco caudal. Abel Rosales, en su libro La negra Rosalía o el Club de los Picarores, dice que es “un campesino turbulento y plebeyo, como que anualmente andaba como borracho formando camorra a la ciudad, ya inundándola de mugrientas y espumosas aguas o ya saliéndose a remoler por barrios enteros a los que arrasaba sin compasión”. El cronista Joaquín Edwards Bello, por su parte, lo trata de “río típico araucano, chico, beligerante y solapado”. Este carácter del río Mapocho marcó la historia de Santiago, así como también lo hizo el tesón de sus habitantes que cada cierto tiempo construían barreras que creían inexpugnables sólo para ver cómo el río impetuoso arrasaba con ellas. Es la historia de los llamados “ataja-mares”, o tajamares, que cruza el período colonial. “Entre temblores, asedios de bárbaros y avenidas, fue así mecida la cuna de nuestra capital. ¡Se comprende qué afanes, qué penurias y dolores sufrieron sus primeros pobladores para soportarlos y vencerlos!”, escribe Carlos Peña Otaegui. Sólo a fines del siglo XVIII, de la mano del Gobernador Ambrosio O’Higgins y del talentoso Joaquín Toesca, se
construyeron los muros que durante todo el siglo XIX protegieron la ciudad de los embates del río. Pocos años después se construyó el puente de Cal y Canto, magnífica obra que marcó la imagen colonial de Santiago. Joaquín Edwards Bello hace memoria con nostalgia: “Recordemos la destrucción oficial del magnífico edificio histórico –el mejor de todos los monumentos coloniales–, el puente de Cal y Canto, 1779-1888. Con todo el progreso material de ahora, con las enormes grúas y palas mecánicas, con hierro y cemento, podemos levantar buenos edificios, pero nunca lograremos repetir otro puente parecido a aquel que dio señorío al escuálido Mapocho”. Junto a los muros que formaban los tajamares, se plantó una hilera de álamos y así lentamente se fue conformando un paseo, rodeado de quintas y planteles, el primero de la ciudad y que mantendría esa condición hasta los primeros años del período republicano. Fue muy apreciado, particularmente por la juventud; desde él se veían las montañas cubiertas de nieve, transformándose así en un lugar pintoresco y vivo. La parte del lecho del Mapocho que comenzaba en la bifurcación entre el río y la Cañada y terminaba más o menos en el sector donde actualmente está el puente Purísima, tuvo características propias, definidas principalmente por su tamaño. Eran tierras baldías formadas por las mismas crecidas del río. En este lugar, como dijimos colindante con el barrio
que concentra nuestra atención, tenían lugar diferentes actividades públicas, juegos tradicionales y carreras de caballos. En un plano dibujado por Esteban Castagnola, dedicado a José Tomás Urmeneta en 1854, se indica que en estos terrenos se ubicaban los Baños de la Merced y la Cancha de Gallos. García Carrasco, último de los gobernadores coloniales entre 1808 y 1810, fue el responsable de restablecer en forma oficial las peleas de gallos, que habían sido prohibidas por decreto en 1808. Él mismo era un asiduo aficionado que, en palabras de Eugenio Pereira, “se ocupaba de criar gallos, de hacerlos reñir y cortarles la cabeza cuando eran vencidos”. La cancha de peleas del Tajamar era famosa, “reedificada en los años republicanos por Francisco Solano Dinator, el dueño del café del comercio, sitio en que José Zapiola pudo contemplar a algunos padres de la patria platicando animadamente con los gallos embozados bajo la amplia capa española”. El lecho del río además, por su envergadura, determinó una barrera natural entre la ciudad y la Chimba, el sector norte del Mapocho. De manera un tanto bárbara, entre distintos barrios, era corriente que se produjeran guerras de piedras. En ciertas ocasiones la caja del río se transformaba en un auténtico campo de batalla; vecinos de todos los barrios acudían a combatir fieramente. El espacio preferido por los luchadores era el tramo que va desde el actual puente Purísima hasta pasado el de Cal y Canto, esto es, una peligrosa línea de fuego de casi dos kilómetros. Tras la canalización del río Mapocho, en la década de 1880, este terreno quedó definitivamente delimitado con un tamaño de aproximadamente veinte cuadras en la ribera sur que rápidamente se transformó en un basural con viviendas insalubres. Doce años después, el destacado abogado Paulino Alfonso propuso utilizar estos terrenos para crear un gran parque. Pero esa idea no se concretó hasta que Enrique Cousiño llegó a la Intendencia en 1900 y gestionó la construcción del Parque Forestal y negoció para que en ese lugar se instalara el Museo de Bellas Artes. Los planos fueron elaborados por el arquitecto y paisajis-
Plano de Santiago en 1854 de Esteban Castagnola. En este plano se aprecia la ubicación de la Cancha de Gallos y de los Baños, además del tamaño del cauce del río previo a la canalización. Colección Memoria Chilena. Biblioteca Nacional.
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Antigua Cañada de Santiago vista desde el Cerro Santa Lucía en 1861. Pintura de Giovatto Molinelli. Colección Museo Histórico Nacional.
ta Jorge Dubois, quien de inmediato se puso a la cabeza de un grupo de cerca de cien trabajadores. En 1902 tenía 1.100 metros de largo y 170 de ancho. Alfonso Calderón cuenta que “eran 7 mil 700 árboles y los aportes vinieron de la Quinta Normal, del criadero de árboles de Nos, de Salvador Izquierdo y de Ascanio Bascuñan Santa María, quien donó algunas palmeras de su hacienda de Ocoa”. A través de un concurso público se licitó la construcción del Museo de Bellas Artes, proyecto que recayó en el arquitecto chileno de ascendencia francesa Emile Jécquier. Frente al museo se formó una extensa laguna, que permaneció en uso hasta 1944. Con la consolidación del parque, tras la celebración del Centenario de la Independencia, se construyeron elegantes residencias en la calle Merced, como la de la familia Balmaceda Valdés y la de Augusto Bruna. Rodeado por estos parques al mejor estilo francés, el Barrio Lastarria fue adquiriendo una nueva fisonomía que en las primeras décadas del siglo XX atrajo a la elite que por esos años abandonaba las calles República y Dieciocho en busca de un nuevo espacio. Aquí encontraron el lugar perfecto para soñar y proyectar su vida en un entorno que recordaba perfectamente a París.
La Cañada La otra frontera natural del barrio es la Cañada, un pedregoso lecho de río que se formó tras la retirada del brazo sur del Mapocho, a mediados del siglo XVI. Desde entonces los españoles le dieron nombre de Cañada, que ellos empleaban para designar tales depresiones del terreno. Era el límite sur de la ciudad. A su costado se edificó el hospital y la Iglesia de San Francisco, la única que puede vanagloriarse de haber sobrevivido a la historia de la ciudad. Era un espacio abierto por el que corría una acequia que se utilizaba como basural. Los franciscanos se servían de ella para hacer adobe y levantar sus construcciones; era un lugar bastante poco glamoroso. Su mísero aspecto se mantuvo durante largo tiempo. Vicuña Mackenna cuenta que “apenas hace de ello un siglo la gente menuda de Santiago solía usar zancos, como los de las Zandas de Francia, para atravesar de una banda a otra la Cañada”, evitando así los barriales que en ella se formaban. Alonso de Ovalle la había descrito con mejores palabras: “Es esta Cañada absolutamente el mejor sitio del lugar, donde corre siempre aire tan fresco y apacible que en la mayor fuerza del verano salen los vecinos que allí viven a tomar el fresco a las
La Cañada en el siglo XIX, paseo público de Santiago. En Álbum pittoresque de la frégate La Thétis et de la Corvette L’Espérance de M. le Vicomte De la Touanne, 1828. Colección Museo Histórico Nacional.
ventanas y puertas de la calle, a la que se añade la alegre vista que allí se goza, así por el trajín y gente que perpetuamente pasa, como por las salidas que hay en una y otra parte, y una hermosa alameda de sauces, con un arroyo que corre al pie de los árboles, desde el principio hasta el final de la calle”. La Cañada adquiere una larga extensión de oriente a poniente, que sobrepasa los lindes de la ciudad y se forman en ella sectores con fisonomías distintas, con características e idiosincrasia propias. Al sector oriente, que pasa frente al convento de las Carmelitas, se le llama Cañada del Carmen; al sector central se le conoce como Cañada de San Francisco, y a su extremo poniente Cañada de San Lázaro. Afortunadamente el cabildo de esa época supo visualizar la importancia que esta avenida tendría en el futuro, y se opuso a que fuera usada y cercada por los vecinos. En un acta del cabildo se estipuló: “Todas las dichas tierras de la Cañada, acordó en 1627, pertenecen a esta ciudad, así por haber tenido por cañada desde su fundación, como ser títulos de demasías, y así acordaron y mandaron perpetuamente como al presente esta Cañada se quede, y la dejan y dejen tal, y que no se venda en manera ninguna y si se vendiere la venta sea ninguna y sin ningún efecto y sin
prescripción” (León Echaiz en Historia de Santiago, vol. I). La Cañada fue cambiando de aspecto con los años, los sauces fueron reemplazados por álamos y lentamente comenzó a convertirse en una Alameda. En los primeros años del siglo XIX, Bernardo O’Higgins, quien fue un importante agente para el desarrollo urbano de Santiago, impulsó la transformación de la Cañada en un paseo público, ya que el de los tajamares no estaba a la altura de los nuevos tiempos. Realizó un diseño de su puño y letra y lo ejecutó. El 7 de julio de 1818 se dictó el siguiente decreto: “Se carece de un paseo público en donde puedan congregarse las gentes para desahogo honesto y recreación en las horas de descanso, pues el conocido con el nombre de tajamar, por su estrechez e irregularidad del terreno, lejos de alegrar el ánimo, inspira tristeza. La Cañada por su situación, extensión, abundancia de agua y demás circunstancias, es el lugar más aparente para una Alameda” (Alfonso Calderón en Memorial de Santiago). Comenzó entonces la transformación de la Cañada en el principal paseo público de la ciudad, como lo describieron los cronistas y pintaron los artistas que visitaron Santiago durante el siglo XIX. Entre el río y la Cañada
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El arquitecto Luciano Kulczewski rompe con los academicismos en un barrio histórico
Christian Matzner
La creación de un estilo personal en Kulczewski En el barrio enmarcado por la Alameda, el Parque Forestal y el Santa Lucía, encontramos cinco obras de Luciano Kulczewski, las que en sus diferentes estilos se relacionan muy bien con su entorno y dignifican con su imagen los importantes espacios urbanos que las rodean. En la obra de este arquitecto es reconocible una propuesta de profundas raíces locales, de expresión regional y dotada de una fuerte impronta personal. Las virtudes físicas presentes en sus construcciones no son sólo elementos objetuales en lo cual todo gira y está en torno a lo estético. Toda esa riqueza estilística no es casual, responde a entender los aspectos intangibles asociados, a entender al hombre y su cultura latinoamericana. Hay una simbiosis en su obra entre lo intangible y lo tangible. Como pocos en su época, logró conjugar diferentes estilos en sus construcciones. Se pueden observar hasta cinco, algunos de ellos muy distintos entre sí: neomedieval, art nouveau, art decó, racionalismo y finalmente neoclásico francés. Esta cualidad se puede ver también en arquitectos como Eduardo Costabal Zegers, quien explora la arquitectura neogótica y tudor, y también la modernidad en sociedad con Andrés Garafulic Yancovic. También Ricardo Larraín Bravo, quien produce una arquitectura clásica, con la mezcla de elementos románicos y bizantinos, y arquitectura de vivienda colectiva de influencias noreuropeas. En el plano ideológico y de valores, no deja de ser importante considerar que Kulczewski fue uno de los fundadores del Partido Socialista de Chile, que colaboró en la campaña presidencial de Pedro Aguirre Cerda y que fue administrador de la Caja del Seguro Obrero. Se preocupaba de resolver un problema social, como la falta de vivienda, incorporando un concepto de identidad. Había también en él una sensibilidad por preservar y valorar nuestro patrimonio natural y cultural, el cuidar nuestra
ciudad, nuestras construcciones, nuestros arquitectos y el oficio de nuestros maestros constructores. Desde el punto de vista funcional, logró en sus construcciones espacios de gran calidad, que, como diría el arquitecto Christopher Alexander, lograron generar la “cualidad sin nombre”. Lo mismo es aplicable también al tratamiento del espacio público. En el aspecto formal se reconocen ciertos patrones que se repiten en muchas de sus obras, los que podríamos llamar “tipologías resúmenes”: elementos escultóricos, cerrajería, grifos y gárgolas, elementos de ornamentación (vegetal, escudo heráldico, grecas o volutas repetitivas, jarrón elevado y jardinera integrada) y elementos arquitectónicos (ménsula o cartelas, columna enana y elementos formales). Estas “tipologías resúmenes” definen y caracterizan a cada una de sus obras, independientemente del estilo, con un sello propio que reivindica –según sea el caso–, nuestra cultura, flora o fauna. Entre los distintos elementos artísticos y de ornamento autóctono podemos destacar: rosas, copihues, insectos, pelícanos, gaviotas, búhos, lagartijas y personajes costumbristas chilenos. Humanizar al hombre, no masificarlo, es un objetivo con el cual logra dignificar al más alto concepto la disciplina de la arquitectura.
Colegio de Arquitectos de Chile (art nouveau, 1920) El inmueble de Alameda 115 es encargado por el señor Martín Figueroa Velasco. Se trata de una edificación habitacional de tres niveles y terraza superior. Originalmente se componía de dos viviendas, cada una con un gran hall de doble altura, bien iluminado por ventanales y en el primer piso cinco locales comerciales. Entre las décadas del cuarenta y sesenta el inmueble da cabida a una de las primeras clínicas privadas de maternidad en Santiago, y en 1974 tiene lugar la transforma-
ción más importante de esta construcción: pasó a ser la sede, hasta el día de hoy, del Colegio de Arquitectos de Chile. Las obras fueron dirigidas por el arquitecto Gonzalo Mardones Restat, quien unificó ambas viviendas y los locales comerciales en un solo edificio con un único acceso y escalera. Por reciente solicitud del gremio de arquitectos éste fue declarado en el año 2010 Monumento Histórico. Este edificio corresponde a la etapa más pura y clara del art nouveau de Kulczewski. Construido en estructura de hormigón armado, posee elementos decorativos en estucos exteriores, elementos en fierro forjado, vitrales y elementos de yeso interiores inspirados en nuestra flora nacional, tales como copihues, rosas, dedales de oro, hojas de acanto y clemátides, entre otras especies. Muchos detalles especiales caracterizan dicho estilo: molduras y enriquecimientos en las frondas con formas de follaje o botón, el remate superior del edificio con cornisa ondulante, balaustrada, noble y jerarquizado coronamiento en el centro, el ornamento floral, la puerta de reja de forja metálica artística, en la que incorpora volutas repetidas en las puertas y ventanas de madera en los interiores y en el acceso principal, con subdivisión mediante arcos y baquetillas de forma curva y ondulante. En el diseño de fachada hay una armónica y sutil asimetría en el juego de vanos; mediante el uso de variados tipos de arcos y la combinación de los balcones se presentan dos tipologías: una convencional de balcón volado y otra de balcón hacia adentro, diferenciándose con el uso de distintos materiales en las barandas para cada planta. Sus tres niveles toman la plasticidad del movimiento sinusoidal en la fachada y de las espacialidades interiores de otros referentes europeos, como el Hôtel Tassel de Victor Horta (Bruselas, 1893), el Castel Béranger de Hector Guimard (París, 1894-98), y la Casa Lleó Morera de Lluís Domènech i Montaner (Barcelona, 1905). La armonía del espacio interior del edificio, así como la
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sutil y elegante separación del plano de la fachada de las tribunas con formas curvilíneas, siguen la corriente clasicista del art nouveau belga. No obstante los fuertes referentes europeos del art nouveau, esta obra arquitectónica logra sintetizar un estilo propio, una propuesta arquitectónica de profundas raíces locales, de expresión regional y dotada de una fuerte impronta personal.
Casa Familia Kulczewski Yánquez (neomedieval, 1926-28) Esta casa diseñada para su familia representa la obra más importante de su período neomedieval, resuelto en un exigido terreno de forma triangular en la calle Estados Unidos 201, donde conviven elementos estilísticos del renacimiento y del gótico, edificación que el mismo arquitecto definió como “barroco kulczewskiano”. Exteriormente está trabajada con mampostería ordinaria con revocos de composición libre y asimétrica, con torre de líneas góticas dominante que incorpora ventanas ojivales, gárgolas y muros almenados. Dos arcos carpaneles con una chata y gruesa columna en común, de capitel geometrizado y mezclado con frondas, sectoriza y divide los accesos. Tribunas y miradores de distintas alturas componen la fachada, los cuales están soportados por ménsulas y cartelas. Completan los ornamentos un almenado, teja árabe y un variado uso de arcos de distinto tipo: tudor, carpanel, ojival y rebajados, adornos con vitrales, escudos heráldicos y forja artística. Enriquecen la parte inferior de la tribuna algunos personajes alegóricos que, junto a un variado uso de gárgolas y figuras zoomórficas, ofrecen una riquísima variedad de elementos. En su interior se destacan los pelícanos integrados a los muros, la chimenea, barandas metálicas, lámparas y mobiliario en general, de gran riqueza y sutileza en sus detalles.
Edificio de Renta de Merced 84/ Alameda 85 (art decó, 1927-28) Este inmueble es, junto al Edificio Ariztía de Alberto Cruz, uno de los primeros edificios en Chile conceptuados como rascacielos, que incluyeron ascensor, sistemas de calefacción centralizada, servicios comunes y evacuación mediante ductos. Señaló el propio Kulzcewski en una entrevista: “Esto […] trajo cambios en la forma de proyectar, porque ya no era llegar y hacer una casa común y corriente: había que adaptar el terreno, la superficie de que se disponía, la necesidad del ascensor y los servicios comunes y, dentro de ese hueco, proyectar las casas”. (Ver “Aportes individuales al desarrollo de la arquitectura chilena, la obra del arquitecto Sr. Luciano Kulczewski”, seminario de Enrique Burmeister). Kulczewski había adquirido dos terrenos frente al Parque Forestal. Luego, en 1946, Nicomedes Ossa Prieto compra la propiedad y a su fallecimiento, en 1964, pasa a manos de su hija Ximena Ossa Mira, y posteriormente, en 1996, a sus hijos, siendo en la actualidad de propiedad de Patricio Chadwick. Se acentúa la verticalidad del edificio de seis plantas con terraza superior, torrecillas y pequeño subterráneo, mediante el tratamiento lineal que genera la sensación de mayor altura. El edificio de líneas art decó tiene fachada a las dos calles, con respuestas formales parecidas pero no iguales, Alameda al sur y Merced al norte, donde se jerarquiza una tribuna que unifica verticalmente desde la planta 3° a la 6° rematando en un balcón a nivel de terraza que se corona con un torreón-mirador. Funcionalmente se ubica la caja de escaleras con ascensor suizo marca Schindler y patio de luz en el centro geométrico del terreno, comunicando los 16 departamentos mediante un pasillo longitudinal en el lado oriente. Distintos patios nutren de luz y ventilación los recintos, ya que los aproximados ocho metros de ancho son angostos para dar habitabilidad a los departamentos.
Posee muros lisos y simples con elementos decorativos tales como jardineras integradas, balcones y enriquecimientos de dibujos con expresión estilística decó. Ayudan a acentuar la verticalidad, los tramos de pilares con forma polilobulada, que aparecen en la planta baja y en el ático. Pero sin duda los elementos decorativos más importantes de la fachada a calle Merced son un grifo y un florero; ambas figuras están relacionadas verticalmente. El animal mitológico con cara de león en el borde superior del edificio está a punto de saltar como intimidándonos con su boca abierta. Todo su cuerpo está tratado con planos y líneas, tan art decó como las águilas geometrizadas del Los Angeles Times Building, de Gordon B. Kaufmann (Los Angeles, 1931- 1935).
Edificio de Renta de Merced 268 (neocolonial, 1929-30) Emplazado en calle Merced 268, el edificio también es propiedad de Kulczewski, quien lo vende a fines del año 1931 a la “Sociedad Sud América de Chile – Compañía Nacional de Seguros de Vida”, y ésta posteriormente lo vende, en 1953, en ocho partes iguales a comerciantes chilenos e italianos: Santiago Mello, Miguel Solari, Esteban Bacigalupo, Javier Ahumada, César Marasso, Domingo Gilberto Molto, Víctor Illino y al médico José Zarhi. Actualmente aún residen en el edificio algunos descendientes de aquellas familias italianas. Con ocho pisos, la expresión de fachada, plana, lisa y sin ornamento, contrasta bruscamente con la tribuna y acceso neocolonial. Originalmente el edificio era concebido con cuatro niveles, existiendo una armónica relación entre sus elementos neocoloniales, pero con el crecimiento del plano liso de fachada en ocho pisos se le restó armonía al conjunto integral. Aún así, todos los elementos neocoloniales, escudos heráldicos, protecciones de fierro forjado, vitrales, mén-
sulas decoradas, dibujos de estucos, adornos florales, columnas salomónicas y tribuna de aire español, son trabajados en sí mismos con gran calidad de diseño y factura.
Edificio El Cuervo (art nouveau, s/ref.) El edificio de tres pisos está emplazado en Alameda 149-151, en un terreno de 731 m² de superficie. Hacia 1915 pertenecía a Teresa Fernández. Actualmente está protegido como Inmueble de Conservación Histórica y su propietaria es María Elena Gutiérrez de la Torre. Dos restaurants flanquean el portal de acceso principal, el cual es recibido por el rostro de una mujer rodeada de flores en la parte inferior de la tribuna central. El portal permite el acceso al interior del inmueble con una bóveda cuyo diseño enfatiza el quiebre del lote, mayoritariamente de orientación norte-sur, pero que se gira al enfrentar a la antigua Avenida Las Delicias. Posee una fachada integral y armónica, con juego de distintos planos de fachada, uso de arcos de distinto tipo, forja metálica artística, ménsulas, adornos en sobre relieve, jarrones y parrón elevado. Claramente la arquitectura de esta casa se relaciona al cercano Colegio de Arquitectos, armónicos ambos por expresión y estilo en la misma manzana. Entre el río y la Cañada
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CASONA ALAMEDA 115.
El Colegio de Arquitectos adquirió status legal en 1942 durante el gobierno de Juan Antonio Ríos. En 1974 adquirieron esta casona ubicada en Alameda 115, para transformarla en su sede central. Se modificó su planta que consideraba dos residencias en los pisos
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superiores y locales para renta en el primero. Esta intervención estuvo a cargo del arquitecto Gonzalo Mardones.
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El edificio que alberga al Colegio de Arquitectos fue declarado Monumento Histórico por unanimidad del Consejo de Monumentos el año 2010. Con esta condición la construcción obtuvo una protección patrimonial que incluye además su entorno, de forma que cualquier modificación debe ser consultada y aprobada por el CMN.
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CASA TALLER ESTADOS UNIDOS 201.
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Luciano Kulczewski naciĂł en Temuco en 1896, hijo de un ingeniero francĂŠs de origen polaco y una distinguida miembro de la sociedad penquista. Hizo sus estudios en el Instituto Nacional y luego en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Chile. Esta casona ubicada en la calle Estados Unidos fue su residencia particular y taller profesional.
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EDIFICIO MERCED 84.
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El edificio emplazado en Merced 84 es, junto al Edificio Ariztía de Alberto Cruz, uno de los primeros edificios en Chile conceptuados como rascacielos, que incluyeron ascensor, sistemas de calefacción centralizada, servicios comunes y evacuación mediante ductos. Al ingresar se accede a un mundo increíble de formas y colores, donde
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cada espacio tiene algún detalle, donde los pisos, manillas, puertas y ventanas son elementos destacables en su propia individualidad.
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EDIFICIO ALAMEDA 149-151
El edificio de tres pisos emplazado en Alameda 149-151, es conocido como Edificio el Cuervo, en honor al restaurant que hace décadas funciona en el costado derecho del acceso principal de la propiedad. Luciano Kulczewski falleció en 1972 y sus cenizas fueron esparcidas en el Cementerio Pere Lachaise de París y en el Cerro San Cristóbal, lugar donde construyó el funicular, una de sus obras más conocidas.
Kulczewski tuvo una importante carrera política vinculada al Partido Socialista. Participó como estudiante en la FECH y luego en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, quien había sido su profesor de castellano en el Instituto Nacional.
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Éste es un dibujo inédito realizado por el arquitecto, del edificio proyectado en Merced 268 y construido en 1930.
EDIFICIO MERCED 268.
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Presencia desde la memoria
Patricio Gross
“Entre el río y la Cañada” es un título evocativo, es una invitación a la historia y al pasado de este lugar, remontándonos a los orígenes de este triángulo urbano tan territorialmente identificable y presente en nuestra retina de santiaguino y arquitecto. El Barrio Lastarria es un área nítidamente marcada por límites naturales, el Mapocho y el promontorio llamado Huelén por los habitantes ancestrales del valle de Santiago, como también por el brazo del río que sangraba al poniente de lo que hoy es la Plaza Baquedano, lugar de quiebre del cauce y origen de crecidas y desmanes que afectaban a la población y a las construcciones de la época colonial. Pero no sólo eso. Es para mí también una parte de la ciudad que, aunque “más desierta y vacía”, viví intensamente durante mis años universitarios, cuando la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica alojaba en la calle Villavicencio, en dos bellas casas con patio, árboles y fuentes de agua, sus talleres de tercer a quinto año, donde tuve de profesores a Jorge Larraín, Fernando Castillo, Horacio Borgheresi, Ignacio Covarrubias y Mario Pérez de Arce. Desde ahí recorríamos el barrio, sus picadas y almacenes, y también desde ahí partían los grupos que se sumaban a los desfiles de estudiantes por la Alameda, o que en las largas trasnochadas por las entregas de proyectos a fines de trimestre, disfrazados con lo que hubiera a mano, nos plantábamos frente a la Embajada de Estados Unidos, instalada en el ex Palacio Bruna, en la esquina de la calle Merced, desafiando a medianoche a los sorprendidos guardias y gritando frenéticos “yanquis go home”. Ya más tranquilos y relajados, volvíamos a nuestras mesas de dibujo a esperar el amanecer y el juicio de nuestros maestros examinadores, entre ellos Sergio Larraín, Alberto Piwonka y Emilio Duhart. Lo que la ciudad nos niega y regala, lo que retenemos, lo que sentimos y recordamos de ella se proyecta en nuestra vida, aun cuando sea sólo el recuerdo de una realidad que pertenece a nuestro pasado. Pero una ciudad, un ba-
rrio, una sola parte suya, o la nostalgia que de ellos tenemos, no son sólo sus espacios ni las “apariencias concretas de edificios” y calles, sino principalmente la vida que allí transcurría más allá de nuestra presencia y las personas con quienes compartimos esos lugares, lo cual conforma un todo que permanece indisoluble. Cuando posamos nuestros ojos en lugares significativos del transcurrir de una ciudad, como es el área comprendida entre el río y la Cañada, les conferimos dignidad e identidad, y quizás también una dimensión poética que perdura en el tiempo. ¿Cómo proyectamos esa atención y esas imágenes al presente? La extensión y crecimiento poblacional de Santiago ha alejado a muchos de ese triángulo urbano que nació y se fue configurando y consolidando a partir del último tercio del siglo antepasado con Vicuña Mackenna y su Cerro Santa Lucía, la apertura de calles y la construcción de viviendas y palacetes de la clase acomodada, y ya definitivamente con el Centenario de 1910, al terminar de constituirse el Parque Forestal con los terrenos ganados al río, levantarse el Museo Nacional de Bellas Artes y convertirse la Plaza Baquedano –a fines de la década del veinte– en un hito de la ciudad y puerta de su expansión hacia al oriente. Han sido sus bordes lo más reconocible de lo contenido entre el Mapocho y la Alameda; ellos pertenecen a toda la ciudad, hoy reforzados por la remodelación y puesta en valor de la excelente intervención del Centro Cultural Gabriela Mistral, otrora portaviones anclado en el costado norte de la ex Cañada, barrera impenetrable hacia el interior del barrio. Lastarria simboliza el reencuentro con los viejos barrios de la ciudad, pero que conservaron su estilo, parte importante de su arquitectura y sus formas de vida, en que su belleza surge más bien de su “carácter casual” –al decir de Ruskin–, esto es, de sus calles ondulantes, sin continuidad visual ni perspectivas, tan alejado de las manifestaciones urbanísticas totalmente planeadas, en las que predomina la cuadrícula colonial como lo es el casco histórico inmediato.
Ello no impide que entre el río y la Cañada existan notables edificios con la categoría de Monumentos Históricos, como la Iglesia de la Veracruz, obra de Brunet des Baines y Fermín Vivaceta (1847-1857), el ex Palacio Bruna, proyectado por Julio Bertrand (1916-1921), el Museo Nacional de Bellas Artes, de Emilio Jécquier (1910), el propio Cerro Santa Lucía, los cuatro puentes metálicos sobre el Mapocho y la Sede Nacional del Colegio de Arquitectos, de Luciano Kulczewski (1920). Asimismo, aunque sin ostentar esa categoría pero protegidos por el Plan Regulador de Santiago, otros notables edificios dan prestancia e identidad al sector, como el “hotel” del tercer imperio francés con rasgos de art nouveau y que fuera ocupado años atrás por el Instituto ChilenoFrancés de Cultura, antiguas casonas con patios, construcciones que introducen elementos románticos que evocan el medioevo, otras que recuerdan palacios italianos y edificios de rasgos neoclásicos que conviven con casas tudor, mansiones neocoloniales como la ex Portada Colonial de Martín Noel y atractivas soluciones art decó con algunos excelentes ejemplos también de Kulczewski. La arquitectura de mediados del siglo XIX y comienzos del XX dio soporte a una abundante muestra de arquitectura ecléctica, surgida en Europa durante el siglo XIX a raíz de la ruptura de los códigos compositivos tradicionales, convergiendo en ella una variedad de estilos historicistas. Dicha propuesta admitió que se dieran distintas tendencias simultáneamente, creando así una suerte de ambigüedad estilística, distante del espíritu del academicismo clásico, aunque permitió a los arquitectos ganar individualidad y libertad en su labor profesional. Ello ha sido una situación reiterada que ha marcado con gran fuerza las creaciones arquitectónicas a lo largo de nuestra historia y en muchos barrios y ciudades de Chile, donde vemos algunos ejemplos extraordinarios, en que la composición de una obra es más compleja e interesante que la aportación de un estilo particular. Sólo excepcional-
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mente se manejó una estética propia, reelaborando arquitecturas anteriores de fuerte raigambre y contenido local, o desarrollando una propuesta original contemporánea. Cualquiera que sea la opinión que nos merezca la arquitectura ecléctica de dicha época, no hay duda que ella ha pasado a constituir una parte muy significativa de nuestro patrimonio urbano. A partir de allí se inició un proceso de modernización, que pese a todo conservó una escala coherente y fachadas continuas que le dan unidad al conjunto. Entre estas nuevas edificaciones cabe destacar el edificio de la esquina sur-poniente de Merced con Santa Lucía, conocido como “Barco”, de Sergio Larraín García-Moreno y Jorge Arteaga, junto a los cuales es preciso recordar las obras que levantaran en el sector, en la primera mitad del siglo recién pasado, notables arquitectos como Smith Solar, Smith Miller, Prieto Casanova, Bolton, Larraín Bravo, entre otros, y que, no obstante su adhesión a la modernidad, en algunos casos no desdeñaron la oportunidad de llevar a cabo propuestas eclécticas. Pero este patrimonio inmueble no constituye por sí solo el “alma” a la que hay que penetrar para descubrir el sentido profundo y más íntimo del Barrio Lastarria. De épocas más recientes existen lugares que han acogido y acogen actividades que forman parte de la leyenda de Santiago, entre las que no podemos olvidar el Teatro Ictus, el cine El Biógrafo y los restaurants Les Assassins y Gatopardo, junto a la Plaza Mulato Gil y el Museo de Artes Visuales (MAVI). Pareciera que aquí los lugares son más “pobres pero honrados”, aunque con bastante más personalidad ciudadana. Lo que hace hermosa la interioridad del barrio es la forma como conserva su arquitectura —a pesar de los embates inmobiliarios hoy contenidos por la declaratoria de Zona Típica—, su carácter histórico, su tráfico controlado, sus antiguos adoquines y su austeridad alejada de restauraciones triunfalistas de brillantes colores y letreros
luminosos. Actualmente la puesta en valor reside en una infraestructura que se adecua a una nueva demanda, quizás por lo pintoresco del lugar, los caprichos de la moda o por lo distinto de esta rica experiencia espacial, frente a la que ofrecen los malls y los nuevos centros de consumo. Una suerte de isla urbana hasta hoy, con una cotizada oferta de habitabilidad en pleno centro de Santiago, sus bordes se asoman con cautela a las playas del Parque Forestal, al Cerro Santa Lucía y a las bulliciosas olas de una Alameda cada vez más convulsionada y despojada de su alcurnia y unidad. Arquitecturas atrayentes, una gran consolidación urbana, usos de suelo variados y un sorprendente buen estado de lo edificado, es el marco que acoge una actividad cultural que se concentra en unas pocas cuadras y que constituye un referente en la ciudad. Junto al Bellas Artes, el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) y el nuevo edificio Gabriela Mistral, íconos artístico-culturales, hay muchos otros lugares en el barrio que acogen expresiones de la creación nacional junto a una presencia informal culta y pluralista, no usual en otras partes de Santiago. ¿Cuál es el secreto? ¿Las características físico-arquitectónicas del lugar, su espacialidad, su centralidad, la impronta dejada por sus anteriores vecinos aristocratizantes y de gustos europeos? ¿Cuánto durará todo ello? ¿Habrá otros factores que permitan mantener su encanto y su vigencia? ¿Tendrá el barrio la capacidad de encarnar una síntesis entre la tradición y el futuro? Sólo los que tienen memoria pueden pensar el porvenir, proyectarse y encarar el diseño y la construcción de nuevas situaciones, no sólo como un hecho aislado e individual, sino en este caso como una reacción colectiva. Vemos recuperación y reconversión en los últimos diez años. Se requiere conservación y gestión en los próximos para asegurarle una larga vida de encantos y la posibilidad de adaptarse a los nuevos tiempos sin perder su impronta, contradiciendo las deslealtades que los santiaguinos siempre han demostrado hacia sus referentes históricos. Entre el río
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El Palacio Bruna se emplaza en un terreno que enfrenta al Parque Forestal, en Merced 230. Fue construido en 1916 por encargo del empresario del salitre Augusto Bruna al arquitecto Julio Bertrand. Los Bruna nunca llegaron a habitar el suntuoso palacio debido a la crisis del salitre.
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En 1939 el inmueble fue adquirido por la Embajada de Estados Unidos para residencia de su embajador. El diplomático Claude Bowers la habitó durante 14 años, siendo éste el período más largo de permanencia de un representante de ese país en Chile, de ahí que fuera conocida por años como “la casa Bowers”.
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Desde 1996 el Palacio Bruna alberga las dependencias de la Cámara Nacional de Comercio, asociación gremial que se creó en 1858 debido a la inquietud de un grupo de comerciantes que buscaba organizar y coordinar el accionar comercial. En 1989 se incorpora el área servicios
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y más tarde, en 1991, el área turismo, conformándose así la Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo de Chile, CNC.
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La arquitectura de mediados del siglo XIX y comienzos del XX dio soporte a una abundante muestra de arquitectura ecléctica, surgida en Europa durante el siglo XIX a raíz de la ruptura de los códigos tradicionales. Dicha propuesta admitió que se dieran distintas tendencias simultáneamente, creando así una suerte de ambigüedad estilística, distante del espíritu del academicismo clásico.
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Destacados edificios fueron levantados en este barrio en un momento en que intencionadamente se buscaba densificar el centro de Santiago. Los más reconocidos fueron construidos por desatacados arquitectos como Emilio Duhart, Sergio Larraín García-Moreno, Eduardo Costabal, Andrés Garafulic y León Prieto Casanova.
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Paulino Alfonso (1863-1923) da su nombre a una pequeña calle sin salida ubicada entre la calle Estados Unidos y Lastarria, frente al Parque Forestal. Alfonso fue abogado y parlamentario, y se le recuerda
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por ser el primer impulsor de la idea de hacer un parque en los terrenos ganados tras la canalización del río Mapocho, que culminaría con la creación del Parque Forestal.
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El Edificio Santa Lucía de Sergio Larraín García-Moreno, conocido como el “edificio barco”, fue proyectado entre los años 1932 y 1934. Su autor es reputado como uno de los precursores del modernismo
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en Chile y, además, como el creador del Museo Chileno de Arte Precolombino, formado con su colección particular de objetos atesorados durante toda una vida.
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El siglo XX
Plano de Santiago en 1908 de Jenaro Barbosa. En este aparece el Parque Forestal. Colección Biblioteca Nacional.
Al comenzar el siglo XX este barrio era el ícono del soñado afrancesamiento, con el cerro, el parque, el museo y la construcción de grandes residencias; no había quién se resistiera a sus encantos. Las fotografías de la época nos muestran un barrio elegante y ordenado, donde todo pareciera funcionar según los modelos europeos. Sus calles totalmente consolidadas se visten con casonas estilo francés y con los colores de los jardines y el parque que lo rodean. No es extraño entonces que este barrio fuera poblándose de extranjeros, quienes pudieron sentirse como en casa. En 1906 llegó a Chile el artista catalán Antonio Coll y Pi, invitado por el gobierno para asumir como profesor de Dibujo Ornamental y Pintura Decorativa de la Escuela de Artes Decorativas de Chile, quien comenzó la construcción de su casa en la esquina de Villavicencio con Lastarria, construcción que en los ochenta y noventa albergó al café El Biógrafo. Estos extranjeros convivieron con renombradas familias de la clase alta santiaguina, políticos, artistas e intelectuales. No cuesta imaginar que en sus veredas se toparon personajes de la talla de Enrique Cousiño y Emile Jécquier, quienes quizás comentaron los avances en la construcción del Museo de Bellas Artes y del Parque Forestal. Pocos años después, en 1916, el empresario minero Augusto Bruna le encomendó a Julio Bertrand la construcción de una magnífica residencia, en la calle Merced al costado del Parque Forestal. En 1921 la construcción estaba terminada, pero a cargo de Pedro Prado (Bertrand murió de tuberculosis). Los Bruna nunca llegaron a vivir en esta casa debido al empobrecimiento que generó la crisis del salitre. Victoria Subercaseaux se trasladó al barrio tras la muerte de su marido Benjamín Vicuña Mackenna. Se cuenta que en su casa en la calle Villavicencio celebró secretas sesiones de espiritismo. Dicen que esta mujer hizo mucho por el barrio, tanto así que en 1931, por acuerdo de la Municipalidad de Santiago, la calle el Cerro fue rebautizada con su nombre.
Pocas cuadras más abajo, el doctor José Joaquín Aguirre rector de la Universidad de Chile, tenía una gran casa. Era una quinta que tomaba una cuadra completa entre Ismael Valdés Vergara, Santo Domingo, la Plaza Bello y la Plaza del Bombero. En ella vivió también Pedro Aguirre Cerda, quien se casó con la hija de Aguirre. La casa fue demolida en 1939 para despejar José Miguel de la Barra y unir el cerro con el río. Pero el tiempo no pasa en vano y los barrios así como la gente van cambiando, se adaptan y mutan. El centro de Santiago sufrió en general un proceso de paulatino abandono, cuando sus habitantes comenzaron a trasladarse a los nacientes barrios de Providencia, Ñuñoa y Las Condes. Lo mismo ocurrió en el pequeño espacio urbano del que hablamos. Muchas deCAPÍTULO las familiasIVtradicionales abandonaron el barrio y nuevos vecinos llegaron a instalarse con otras exigencias y expectativas. Esto de alguna manera fomentó que surgieran proyectos inmobiliarios. De este movimiento surgieron los principales edificios residenciales que hoy caracterizan el sector. Un ejemplo es el trabajo que realizó el arquitecto Domingo Calvo Mackenna, quien proyectó el edificio de Rosal 332 y las casas de calle Victoria Subercaseaux por encargo de los empresarios Carlos y Luis de Castro, que las usaron para renta. La apertura a la transformación permitió que jóvenes arquitectos pudieran crear y experimentar. De esa forma se desarrollaron los proyectos que reemplazaron las casas tradicionales que aún quedaban por edificios de los más variados estilos. Luciano Kulczewski, Emile Duhart, Sergio Larraín-García Moreno, León Prieto, la sociedad de Eduardo Costabal y Andrés Garafulic, dieron cuenta con sus obras de los múltiples estilos que la arquitectura puede desarrollar. Ellos fueron principalmente quienes llevaron a cabo la transición del barrio tranquilo de principios de siglo a la modernidad de las décadas siguientes. El último gran ícono arquitectónico del barrio se cons-
Edificio de Merced 84, obra de Luciano Kulczewski, considerado como uno de los primeros rascacielos de Santiago. Archivo de Arquitectura Chilena, Instituto de Historia y Patrimonio, FAUCH.
truyó a comienzos de los setenta para recibir la Tercera Conferencia Mundial de Desarrollo y Comercio de las Naciones Unidas. La Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU) seleccionó a cinco profesionales para hacerse cargo del proyecto. Sergio González, José
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Estación Pirque en la década de 1920, ubicada en el inicio del actual Parque Bustamante. Colección Fotográfica Chilectra.
Covacevic, Hugo Gaggero, Juan Echeñique y José Medina, con Miguel Lawner como director ejecutivo. En un tiempo record se terminaron las obras y los estudiantes secundarios ayudaron con las labores de limpieza para recibir a las delegaciones extranjeras. El edificio permaneció bajo tuición de Naciones Unidas hasta junio de 1972. Luego pasó a manos del Ministerio de Educación con el nombre de Centro Cultural Metropolitano Gabriela Mistral. Después del Golpe de 1973 fue sede del gobierno de la Junta Millitar, que le puso por nombre Edificio Diego Portales. Se prohibió el acceso, se enrejó y se lo desvinculó completamente del barrio. El año 2006 se produjo un incendio que dañó parte importante de la estructura. Luego se restauró y recuperó su función original como Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM), inaugurado el 2010.
Plaza Italia La Plaza Italia es uno de los lugares más reconocibles de la ciudad y punto de referencia obligado de Santiago. Es el sitio donde confluyen la Alameda, Vicuña Mackenna, Providencia y Pío Nono: punto neurálgico para cuanto
encuentro, marcha o celebración multitudinaria se realice. Está emplazada en el vértice donde se separaba el río Mapocho y el brazo que corría por el sur, que se secó durante el siglo XVI dejando una hondonada que los españoles llamaron la Cañada. Era punto de paso desde la ciudad hacia las chacras y quintas ubicadas al oriente, y también de las aguas que desde Vitacura y San Ramón surtían a la ciudad de agua potable, pasando por las “cajitas de agua” que funcionaban como decantadoras. Esta punta de lanza de la isla donde se fundó la ciudad, era un espacio abierto, un pedregal cruzado por canales, hasta que Benjamín Vicuña Mackenna la intervino como parte de su programa de transformación de Santiago. El intendente quería construir un camino de cintura, para separar la “ciudad culta, de los arrabales y la barbarie”. De este camino proyectado sólo se construyó la parte oriente, actual Vicuña Mackenna y Avenida Matta. Pero esta plazoleta quedó incorporada a la trama urbana y pasó a llamarse Plaza de la Serena. A fines del siglo XIX por ahí pasaban los tranvías de sangre –carros tirados por caballos– y esta intersección fue el punto de entrada a la ciudad desde el oriente. En
Plaza Italia en la década de 1920. Al fondo la Estación Pirque. Colección Museo Histórico Nacional.
ese momento comenzó a llamarse Plaza Colón. Poco tiempo después, en 1889, Domingo Concha y Toro consiguió que el Estado de Chile le concediera los permisos para construir un ferrocarril desde este lugar hasta sus viñedos en Pirque. La concesión fue entregada a la “Sociedad de FF.CC. del Llano del Maipo”, que lo construyó y puso en marcha en 1893. Dos años más tarde, en 1895, fue adquirido por Francisco Subercaseaux y Emiliana Subercaseaux de Concha. La idea original era construir un ferrocarril internacional hasta Argentina a través del cajón del río Maipo. Por ello se planeó en una primera etapa su extensión hasta San José de Maipo, aunque las obras se concretaron sólo hasta el sector de Barrancas, a poco más de un kilómetro de Puente Alto. Entre 1905 y 1912 se construyó a un costado de la Plaza Colón la punta de rieles de este ramal que fue conocida como Estación Providencia o Pirque. El proyecto fue encargado a Emile Jécquier, que, como vimos, construyó las obras más importantes que se edificaron para celebrar el centenario de la Independencia. Además de este bellísimo edificio, la Plaza Colón recibió, como parte de las celebraciones de 1910, el “Monumento al Genio de la Libertad”, un regalo de la colonia italiana. En
ella vemos a un arcángel alado acompañado por un león. Desde ese momento comenzó a llamarse Plaza Italia. En la década de 1920 Santiago experimentó una explosión urbana exponencial, principalmente hacia el oriente. Así, esta plaza fue adquiriendo un rol cada vez más protagónico como eje de distribución y orden. Como sea, Santiago era cada vez más caótico, por lo que se plantearon diferentes proyectos que pretendieron racionalizar el crecimiento de la ciudad. Por esos años esta plaza estuvo en el ojo del huracán cuando el llamado “crimen de las cajitas de agua” conmocionó a Santiago. El 6 de junio de 1923 el encargado de limpiar las rejas encontró un paquete atrapado en la corriente. Al tomarlo con un palo se dio cuenta de que era una pierna humana. Inmediatamente acudió a la policía y comenzó una investigación que fue seguida casi morbosamente por la población y que continuó con el hallazgo de restos en distintas partes de la ciudad; se asumió que había algo así como un Jack el Destripador entre los santiaguinos. Tras algunos días de suspenso, se identificó a la víctima como Efraín Santander, de profesión suplementero, quien, para asombro de la sociedad, había sido asesinado por su propia mujer.
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Palacio Bruna en Merced frente al Parque Forestal, en 1930, cuando era sede de la Embajada de Estados Unidos en Chile. Colección de Ignacio Corvalán.
Durante el Gobierno del General Carlos Ibáñez del Campo, en 1928, se realizó una intervención mayor a la plaza cuyo diseño se mantiene prácticamente hasta el día de hoy. Se instaló en el lugar una escultura del General Baquedano, una de las obras más célebres del escultor Virginio Arias. Un homenaje póstumo de la ciudad de Santiago a Manuel Baquedano, general de la Guerra del Pacífico. Además, custodiando su figura, hay una estatua del soldado desconocido. Por eso la plaza se llama oficialmente Plaza Baquedano. En ese período el arquitecto austríaco Karl Brunner realizó una serie de estudios con el fin de elaborar una propuesta para ordenar el crecimiento de la ciudad, y entre éstos proyectó el Ferrocarril de Circunvalación. Este estudio determinó el traslado de la Estación Pirque, razón por la que el edificio fue abandonado y finalmente demolido. En ese lugar es donde nace actualmente el Parque Bustamante. Así como se trató el tema ferroviario, también quedó establecido el rol de esta plaza como agente articulador
de la ciudad. Con la continuación de la canalización del Mapocho hacia el oriente se liberaron los terrenos donde se formó el Parque Providencia, lo que también tuvo un fuerte impacto sobre la plaza. Con el crecimiento hacia el oriente además pasó a ser un punto de inflección entre el Santiago residencial y adinerado y el otro viejo y pobre. En rigor se invirtieron los escenarios: antes el oriente era el arrabal bárbaro y lo que se extendida hacia adentro del camino de cintura era el centro civilizado de Vicuña Mackenna. Decía El Mercurio en noviembre de 1928: “La vida santiaguina se mueve hoy en dos direcciones: el comercio hacia la Alameda; las residencias hacia el oriente, desde la Plaza Italia para arriba… donde la gente busca amplitud, aire, ventilación, árboles y jardines”. En plena Depresión de 1929, el empresario Enrique Turri encargó a Guillermo Schneider levantar los edificios hoy llamados por su nombre, en el terreno aledaño a la Estación Pirque, que pertenecía a su familia. Pese a que la situación económica era difícil, se construyeron seis blo-
Escuela de Bellas Artes, actual MAC. Colección Fotográfica de la Biblioteca y Archivo. Museo Nacional de Bellas Artes.
ques de ocho pisos, con un teatro y restaurants en el primero. El arquitecto se inspiró en el movimiento art decó, con abundantes elementos decorativos. En 1931 inauguró la sala Teatro Baquedano, que luego pasó a manos de la Universidad de Chile, donde actualmente se presentan la Orquesta Sinfónica de Chile, el Ballet Nacional, el Coro Sinfónico y la Camerata Vocal. Intelectuales, escritores y poetas convirtieron estos edificios en su residencia y comenzó a desarrollarse una intensa actividad en este sector. Conectado por el puente Pío Nono con el barrio Bellavista y con los bares y restaurants del sector, fue ofreciendo gradualmente mayor infraestructura para sus visitantes. Fue centro neurálgico de la nueva bohemia de fines de los ochenta y noventa. De una u otra forma todo pasaba por Plaza Italia y sus alrededores. Músicos, artistas y escritores terminaban la noche en el Jaque Mate a sólo unas cuadras, en Alameda esquina Irene Morales, donde actualmente se puede ver una remozada casona que alberga a Esucomex.
Vanguardistas y bohemios Por diferentes motivos y quizás la conjugación de una serie de elementos, el Barrio Lastarria fue como un imán para artistas y creadores que eligieron sus calles para vivir, crear o simplemente reunirse. Movimientos artísticos y literarios, creadores de la danza y el teatro, se dieron cita a lo largo del siglo XX en sus tranquilas calles. Escritores como Luis Orrego Luco, Augusto D’Halmar y Jenaro Prieto, fueron parte de la generación de recambio que llegó a instalarse en las casas que fueron abandonadas por la elite más tradicional que dirigió su mirada al oriente, a los barrios de Providencia y Las Condes. Comenta al respecto Rafael Otano en Santiago, plaza capital: “El vacío espiritual fue llenado por una vibrante explosión de la literatura, el arte, el periodismo y otras disciplinas poco lucrativas”. La ubicación del barrio, muy cerca de la Escuela de Bellas Artes y el Museo, probablemente tuvo mucho que ver con su efervescencia cultural. Resulta fácil imaginar
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a los estudiantes de arte paseando por el parque después de sus talleres y luego juntándose en un café o restaurant en las calles aledañas. De la misma manera, la construcción de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, proyecto desarrollado en 1938 por el arquitecto Juan Martínez, también aportó mucho en ese sentido. Muchos renombrados escritores del siglo XX fueron estudiantes de derecho y pulularon por el parque y sus alrededores. Entre los años 1940 y 1950, se produjo en Chile un movimiento cultural impulsado por jóvenes creadores, talentosos y desenfadados. Entre estos se encuentran José Donoso, Jorge Edwards, quien aún vive en la calle Santa Lucía, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Enrique Lafourcade, quien por años mantuvo una librería en la Plaza del Mulato Gil, Claudio Giaconi y Alejandro Jodorowsky. Cuenta Rafael Otano que “en torno a librerías, teatros universitarios y salas de cine recién construidas se agrupaba un bullicioso mundo cultural que animaba los lugares públicos, convirtiéndolos en una tentación para el ocio, el encuentro y el debate. Hubo tertulias envenenadas, famosas apuestas, crímenes poético-pasionales. Aquella troupe heterogénea se divertía con sus propias representaciones al aire libre. Fueron los felices años locos de Santiago”. “En los años cincuenta, creo que se vivía poéticamente en Chile como en ningún otro país del mundo”, explica Jodorowsky en su libro Psicomagia (1996). Él, por ejemplo, arrendó un gran taller en la calle Villavicencio donde ensayó el teatro de mimos y trabajó con marionetas. De este modo Lastarria se fue consolidando como un polo cultural y se produjo un efecto interesante desde el punto de vista urbano y que se manifiesta en que en un delimitado espacio geográfico sus moradores viven, trabajan, socializan y se entretienen. La generación de recambio llenó con su visión de mundo las calles del barrio: eran los años sesenta y se vivía una libertad total para crear. Por esos años se instaló en la calle Merced la emblemática compañía de Teatro ICTUS.
En la misma calle Ludwig Zeller, poeta surrealista y artista visual, consiguió una vieja casona e instaló la Casa de la Luna Azul (1968-1973), espacio ícono para artistas y creadores de todo Santiago. En la Casa de la Luna Azul convivieron notables potencias creativas como el coreógrafo Hernán Baldrich y Enrique Noisvander, uno de los pioneros en la pantomima local. Noisvander formó un grupo de mimos por el que pasaron Alejandro Jodorowsky, Víctor Jara, Mauricio Celedón, Jaime Schneider, Pachi Torreblanca y Silvia Santelices, entre otros. Se reunían ahí artistas, bailarines, escultores y pintores. Hubo también otros lugares de reunión: conglomerados de artistas, compañías de teatro y los talleres de arquitectura de la Universidad Católica. Todo esto le dio una impronta notablemente potente al sector. Pero este movimiento se vio brutalmente silenciado tras el Golpe de Estado de 1973. Las expresiones culturales y la capacidad de reunirse libremente fueron prohibidas. La Casa de la Luna Azul fue clausurada y muchos de sus participantes fueron detenidos. Este cambio profundo y radical modificó completamente la fisonomía del barrio una vez más. Sus calles se oscurecieron y sólo un mundo muy bajo cuerdas pudo seguir funcionando. Gracias a ellos poco a poco comenzaron a desarrollarse las primeras actividades culturales de oposición al régimen militar. Mítico es el restaurant Le Assassins, frecuentado por Diego Maquieira y otro grupo de poetas y escritores, en el que pasaban el toque de queda con las puertas cerradas. En 1981 se remodeló la Plaza del Mulato Gil de Castro a partir del interés de un grupo de empresarios que querían rescatar la casona del deterioro en que se encontraba. Desde entonces comenzó un nuevo movimiento y esta plaza pasó a ser el nuevo centro del barrio. Luego el Cine y Café del Biógrafo pasó a ser el punto de encuentro para la nueva clase política de oposición
Apéndice Texto de Armando de Ramón, Santiago de Chile 1541-1991.
Historia de una sociedad urbana (2000).
Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Colección Museo Histórico Nacional.
al régimen. En ella se dieron reuniones importantes así como grandes celebraciones, entre las más recordadas la celebración del triunfo del NO en el plebiscito de 1988. El año 2001 se inauguró el Museo de Artes Visuales (MAVI), al interior de la Plaza del Mulato, con una importantísima colección de artistas chilenos contemporáneos, formada por los empresarios Manuel Santa Cruz y Hugo Yaconi. Este sitio pasó a formar parte del nuevo circuito cultural del Barrio Lastarria. Los últimos diez años se ha producido un movimiento que repobló el sector. Lentamente sus calles se llenaron de nuevas tiendas y librerías. Se instalaron cafés que sacaron sus mesas a las calles. Ha sido un movimiento fragmentario que nuevamente ha ayudado a darle valor a este barrio, que desde el año 1997 es protegido como Zona Típica. Entre el río
y la Cañada
Santiago, en 1938, era un emporio de políticos sudamericanos y un lugar de concentración de intelectuales de diversas nacionalidades, perseguidos por las numerosas dictaduras que jalonaban el mapa político de América. A ellos vino a unirse la inmigración española que, a bordo del Winnipeg, había huido de la derrota de la República y encontrado en Santiago un asilo y un nuevo hogar. La Universidad de Chile, ahora centenaria, abría sus aulas al público común a través de las Escuelas de Temporada, recién creadas, y sus salones, teatros y demás espacios públicos, acomodados a este efecto, se llenaban de oyentes. Por último y paralelamente, el triunfo político del Frente Popular en Chile, a fines de 1938, reafirmaba no sólo la democracia chilena, sino que aseguraba a los perseguidos de América y Europa un lugar en donde podían seguir produciendo los frutos de su inteligencia. Se daban, pues, todas las condiciones para que surgiera un verdadero desarrollo cultural en un terreno que, por lo demás, había sido abonado desde principios del siglo por intelectuales chilenos tan notables como Augusto D’Halmar, Vicente Huidobro, Pedro Prado, el grupo de los Diez, Joaquín Edwards Bello y tantos otros cuyos nombres campeaban en los centros cultos de América y Europa. Por eso, Santiago tenía que ser una ciudad acogedora, disfrutada por todos… “Santiago era alegre”, recuerda Luis Alberto Sánchez, y su alegría se manifestaba en esta vida exuberante que tenía por escenario el viejo Santiago, la ciudad tradicional. Mientras tanto, en los barrios residenciales, sus habitantes preferían una vida ordenada y tranquila.
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El lugar donde estuvo el paraíso
Claudio Rolle
Durante los años sesenta y hasta el Golpe de Estado de 1973, el sector de las calles José Victorino Lastarria, Villavicencio, Estados Unidos y Namur fue el centro de una intensa vida artística, convirtiéndose en un espacio de libertad, propuesta y experimentación en el ámbito de la plástica y el teatro, con expresiones de creatividad y experimentación como pocas veces se había conocido en la capital de Chile. Con los años su imagen devendría en un recuerdo mítico marcado por el tono de evocación nostálgica de los mejores tiempos de ese barrio. Aún en los ochenta sobrevivía en una de sus calles un taller que se llamaba El Cielo, evocando un tiempo y espacios míticos y pretéritos. Ubicado entre referentes culturales significativos para el quehacer del arte nacional, en sus calles se encontraba aún una fuerte presencia del modelo de cultura hegemónica de impronta francesa que tenía, en el Museo de Bellas Artes por una parte y en el Parque Forestal por otra, sus más claras expresiones. Con edificios de estilos híbridos combinaba construcciones tradicionales como la Iglesia de la Veracruz u otros antiguos depósitos o almacenes con edificios de corte más moderno y experimental, que se podían encontrar en la calles Villavicencio y Padre Luis de Valdivia; el sector comenzaba a experimentar la presión de la modernidad y su giro hacia los modelos de arquitectura internacional con una impronta cada vez más norteamericana. Ese espacio limitaba al norte con la extensión permeable del Parque Forestal, tan importante para los autores de lo que luego se llamará la generación del 50, y alcanzaba por el sector poniente al Museo Nacional de Bellas Artes y sus espacios de creación en lo que hoy es el Museo de Arte Contemporáneo. De hecho se generaba en torno al edificio construido para el Centenario de la Independencia un importante polo de discusión y polémica con artistas jóvenes que apostaban por nuevas propuestas estéticas sin negar la tradición representada por la colección del Bellas Artes que conoció además en la década de los sesenta algunos
acontecimientos que quedaron en la memoria de la población santiaguina por tratarse de fenómenos de mediación entre la cultura de elite y sus proyecciones populares. El caso más emblemático fue la presentación, a fines de la década de los sesenta, de la exposición denominada “De Cezanne a Miró” que trajo a Chile obras de destacados artistas europeos del posimpresionismo y primeras vanguardias llamando la atención del gran público, que acudió a la exposición con fervor y devoción, y también la de los creadores que reconocieron en ese momento la necesidad de abrir sus discursos lo mismo que el espacio del museo. En las zonas adyacentes, el Barrio Lastarria se proyectaba hasta absorber el Cerro Santa Lucía que, con la discreta mediación de la calle Victoria Subercaseaux, incorporaba una cuota de verdor a la trama urbana. El cerro actuaba como barrera con el centro de Santiago y sus edificios modernos de estilo internacional, de mayor altura y homogeneidad que los que se encontraba por el lado oriente del Santa Lucía, en el confín de esta zona de bohemia artística y creatividad de variada índole. La Alameda representaba una gran frontera para el sector Lastarria y el edificio de la Casa Central de la Universidad Católica era en ese sentido un hito muy reconocible. En plena década de los sesenta sin embargo se contagiará con el sello de búsqueda e innovación que campeaba en las calles Villavicencio, Rosal y Lastarria, al iniciarse en la Universidad Católica la expresión santiaguina de la reforma universitaria con la toma del edificio con el Sagrado Corazón en su fachada, el 11 de agosto de 1967. Parecía que el espíritu en cierta medida revolucionario y contestatario del ambiente artístico de la ribera norte de la Alameda hubiese desembarcado en la tradicional universidad de la Iglesia. En realidad la Católica tenía en el sector de Lastarria la sede de varias escuelas entre las cuales se contaba la Escuela de Teatro y las instalaciones de la joven Escuela de Artes de la Comunicación, que en ese sentido actuaban como espacio de mediación entre esta especie de
pequeño “Soho” santiaguino y el mundo más convencional de la Alameda. De allí a poco, Sergio Vodanovic escribiría su obra Nos tomamos la universidad, plasmando en un texto que se haría mítico en corto plazo la épica de una década revolucionaria. El corazón del Barrio Lastarria conservaba aún a fines de los sesenta e inicios de los setenta un sello de arquitectura europeizante en el que se situaban un número significativo de talleres de artistas y espacios de teatro. Sin embargo se percibían con claridad señales de cambio en la ciudad, en una ciudad que presentaba orgullosamente en 1969 una exposición llamada “Santiago salta al futuro”. En esa muestra se exhibían una serie de proyectos de modernización de la capital de Chile presentándose, entre otros, las propuestas de construcción del ferrocarril metropolitano y de la Torre Entel, dos emblemas de lo que se consideraba una apuesta por el progreso. En los sesenta se había iniciado asimismo la llamada Remodelación San Borja, en los terrenos que ocupara por largo tiempo el tradicional hospital bajo las advocación de ese santo. Los edificios construidos en la vereda sur de la Alameda destacaron por su altura y por la concepción modernizante e integradora de un proyecto que contemplaba un conjunto de torres de envergadura. Más amenazante para la vida de este barrio fue la construcción del edificio de la UNCTAD III, la conferencia internacional que Naciones Unidas propició en Chile. Construido sobre la vertiente norte de la Alameda y de grandes proporciones, el edificio Unctad, que se llamaría luego Gabriela Mistral, se presentaba como una desafiante expresión de invasión de un espacio que parecía seguro y protegido para quienes deseaban dedicarse a la creación y la vida artística. Tenemos algunos testimonios de época que ayudan a comprender ese momento donde el tono paradisíaco aún subsiste sin tener conciencia de los cambios que estaban por llegar. La revista Ritmo presentaba de esta forma lo que sucedía entonces —inicios de los setenta— en el barrio de
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Villavicencio. “En Chile ha comenzado a germinar un brote sembrado varios años atrás”, se leía en la publicación juvenil, la que añadía: “El brote no es reciente pero está cobrando esplendorosa vida desde hace muy poco tiempo. Un fuerte sector artístico chileno está mostrando su expresivo rostro entre cuatro esquinas. Las calles Villavicencio, Lastarria y Merced, al costado y detrás del edificio que sirvió para las deliberaciones de los delegados extranjeros a la UNCTAD, están tomando inusitada vida y efervescencia”. Se indicaba como argumento de respaldo que “cuatro grupos estables de teatro (Aleph, El Errante, Compañía de Jorge Guerra y El Túnel), un teatro de mimos (Noisvander), anticuarios, coleccionistas, pintores de brocha gorda y de la otra, egresados del Bellas Artes y hasta adivinas ponen la nota pintoresca y humana de un núcleo que entra por la vista con un colorido excepcional en sus casas y edificios y un espíritu intrépido en el fondo de los corazones”. Este sector estaba animado por los ya mencionados artistas y artesanos pero también por estudiantes y curiosos que desean conocer el corazón colorido de la capital. De hecho la misma revista destaca el ambiente del sector indicando que en “los teatros del barrio Villavicencio no tienen escenario y los actores no viven rodeados del hálito de misterio y sofisticación tradicional: es común toparse con una figura sirviéndole un trago a un espectador o con un director de escena cortando las entradas” Esta proximidad entre productores de arte y los consumidores del mismo es un sello de época y una expresión particularmente viva en el Barrio Lastarria de fines de los años sesenta e inicios de los setenta. “Este centro artístico santiaguino es la copia (seguramente involuntaria) de lo que es el Soho inglés o por lo
menos una visión criolla muy aproximada de aquel famoso barrio”, indica un reportaje de esa época, agregando a modo de ejemplo que “los artesanos tienen su pequeño mundo en el sector. Trabajan y exponen allí mismo. Sus talleres tienen vista a la calle”. En este ambiente destacaba la Casa de la Luna Azul ubicada en Villavicencio 349, como lugar de encuentro de creadores que realizaban allí exposiciones, recitales, obras de teatro y manifestaciones varias al estilo de la época con su fascinación por los happenings. Esta vieja mansión se había rejuvenecido con la presencia de artistas y artesanos que la convirtieron en un referente del barrio. No faltaron sin embargo polémicas y controversias en ese espacio de libertad y creación. El consumo de drogas era una de los aspectos que se mencionaban como rasgos distintivos de las costumbres de los habitantes del sector. A fines de 1969, por ejemplo, fue allanado el taller del pintor Esteban Goya, en calle Lastarria 307, en la llamada Casa A. La policía buscaba drogas y el taller aparecía como un espacio sospechoso. En declaraciones a la prensa el pintor declaraba: “Mi taller, que es mi hogar, es un rincón bohemio donde los artistas pueden reunirse para charlar, intercambiar ideas sobre pintura y otros tópicos. Allí nadie se fija en el apellido, en las vestimentas, ni en sus credos religiosos o políticos. Todos son bienvenidos”. Estas palabras de acogida y defensa del pluralismo y la libertad contribuyeron a generar una identidad particularmente luminosa e ideal de esas calles coloridas y bulliciosas que en septiembre de 1973 se harían silenciosas por largo tiempo. Pasó entonces el barrio a ser el lugar donde estuvo el paraíso. Entre el río y la Cañada
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Tras el incendio que el año 2006 destruyó gran parte del entonces conocido Edificio Diego Portales, las autoridades se plantearon la posibilidad de recuperar la estructura para devolverle su sentido original. Se convocó a un concurso público y se declaró como ganadora la propuesta de las oficinas de Cristián Fernández Arquitectos Asociados y Lateral Arquitectura. Las obras se inauguraron el año 2010 con el Centro Cultural Gabriela Mistral, GAM.
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El Museo de Artes Visuales nació de la mano de la Fundación Cultural Mulato Gil de Castro, creada en 1991 por Manuel Santa Cruz y Hugo Yaconi. El MAVI se inauguró el 2001, con una colección de 650 obras representativas de la actividad plástica chilena desde la década de 1960 en adelante.
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Desde el aĂąo 2000 se han instalado en este sector tiendas de diseĂąo independiente, que han adquirido cada vez mĂĄs originalidad y prestancia. Ubicadas en antiguas casonas o en modernos bodegones, estas propuestas han comenzado a ser un referente dentro del barrio.
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Entre el río y la Cañada: Un eje de la cultura El triángulo comprendido entre el cauce del río Mapocho y la Alameda, antiguamente llamada la Cañada, constituye un polo cultural, tal vez el más importante de Chile. En este reducido espacio se ha desarrollado con el paso de los años un eje, una línea que ofrece espacio para las más diversas expresiones y que tiene la gracia de que ha evolucionado y lo sigue haciendo. Salas de cine, galerías de arte, universidades, centros culturales, salas de teatro. Todos lugares definidos por una mirada propositiva e innovadora. Son lugares que invitan a participar no sólo como público sino también como protagonistas. El Cine Arte Alameda, el GAM, la Universidad Católica y su Centro de Extensión, el MAVI, el Teatro de la Comedia –ex ICTUS–, entre otros. Este panorama se complementa con el Museo Nacional de Bellas Artes y al Museo de Arte Contemporáneo, dos iconos que terminan de conformar un eje como no hay otro en el país. Una línea que se puede extender hasta la Estación Mapocho y aún más hasta Matucana y la Quinta Normal. En la cartografía nacional se puede ver que no existe nada igual en términos de concentración de oferta cultural. Diferentes razones se pueden esgrimir para intentar explicar esta concentración, pero no se puede negar que históricamente este proceso se inició con la construcción del Museo y la Escuela de Bellas Artes. Haciendo un poco de historia, vemos que la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX representó para Santiago una transformación urbana, de la mano de una sensación de riqueza inédita. La ciudad creció y se modernizó, surgieron nuevos y elegantes barrios acompañados de importantes parques. Estos y otros espacios de sociabilidad, como el Teatro Municipal, dieron a los santiaguinos la idea de que el París americano que soñó Vicuña Mackenna era una realidad alcanzable. El Estado y los particulares asumieron una tarea conjunta para dotar a la capital de una nueva infraestructura, en la que la cultura tendría un sitio primordial. Esto se reflejó en las energías que se movieron para finalmente
Conversación con Milan Ivelic
construir este edificio e instalarlo en el naciente parque. El desarrollo de las artes plásticas en Chile se remonta a 1849 con la formación de la Academia de Pintura. Pasaron casi treinta años hasta que, en 1876, se creó la Galería Histórica de Pintura y Escultura y, en 1880, el Presidente Aníbal Pinto inauguró el Museo Nacional de Pinturas, con cien obras que se mostraban al público en dos salones del Congreso sólo los domingos a partir de las cuatro de la tarde. Después de siete años se dieron cuenta que esta actividad no era compatible con la de senadores y diputados. Entonces la trasladaron a la Quinta Normal, al Partenón construido por Pedro Lira. Exponían los artistas que presentaban sus obras durante los salones oficiales, pero era para un grupo muy reducido de amigos y conocidos. El Intendente Enrique Cousiño con ayuda de Alberto Mackenna, consiguió en 1904 parte de los terrenos que se recuperaron tras la canalización del Mapocho. Un año más tarde se aprobó el proyecto de Emilio Jécquier, con un presupuesto de $495.310 más una remuneración mensual de $600 para el arquitecto. El proyecto final costó más de 2 millones de pesos de la época. Apenas se iniciaron las obras, en la revista Zig-Zag del 30 de julio de ese año se comentaba que “el señor Jécquier, antiguo alumno de la Escuela de Bellas Artes de París, nos ha traído una nota de ese refinamiento, de esa exquisita elegancia, de esa tradición clásica, pasada a través del gusto moderno, que está haciendo de París la ciudad más artística del mundo”. Luego de un tiempo, cuando comenzaba a verse emerger la obra gruesa, en esta misma revista Richon Brunet escribía “a medida que se levantaba y que su imponente silueta se dibujaba sobre el fondo de la cordillera, los más recalcitrantes tuvieron que rendirse y convencerse de la importancia de la obra y el progreso que ella representaba para la cultura del país”. Cuando se instaló el Museo este lugar no era nada, y su construcción marcó un hito simbólico, que determinó la situación urbana del entorno. Esto era un basural insa-
lubre alejado del centro y de la Alameda que a principios del siglo XX vivía su momento de gloria. Pero definitivamente el Museo ganó con instalarse en el naciente parque. Quienes tomaron la decisión mostraron visión de futuro, lograron proyectar que el Forestal sería uno de los parques urbanos más importantes de Santiago y que en su entorno se desarrollaría una actividad cultural llena de matices. Ahora, este proyecto de futuro fue producto de la motivación y los intereses de una clase dirigente aristócrata e ilustrada, fue el anhelo de un grupo, la clase alta chilena, que tenía el poder político y económico. No cuesta mucho imaginar la reacción de la gente del pueblo cuando, en 1910, vino a conocer el Museo. La estupefacción que les puede haber causado ver este espacio, pues ellos vivían en conventillos miserables. Probablemente la gente –con barro en los zapatos– no se atrevía a entrar, o quizás ni la dejaban. Las memorias de los primeros directores del Museo dan cuenta que durante mucho tiempo este fue casi un edificio fantasma. No entraba público. El edificio no estaba terminado por el apuro de las autoridades de realizar la inauguración para celebrar el Centenario. Pero tras la ceremonia oficial y pasadas las glorias de la primera exposición, costó años conseguir los fondos para terminar las obras. “Una visita sorpresiva del Presidente de la República, en diciembre de 1915, le permitió comprobar el mal estado del recinto y, debido a la pésima impresión que le produjo, informó ese mismo día al director Lynch que el Gobierno concedería fondos para su reparación. No obstante, los recursos prometidos que alcanzaban los $50.000 sólo fueron entregados años después, en 1922, al director Pedro Prado” (Calendario Colección Phillips, Historia del Museo Nacional de Bellas Artes, 1998). Los primeros tiempos fueron toda una proeza. No sólo había que traer al público si no que había que cautivarlo, encantarlo. Se trataba de un público que no tenía ni una relación con el mundo del arte, no había cultura de museos, simplemente porque no había museos. Más allá de
los curiosos de la clase alta, pocas eran las visitas durante los primeros años. Junto al Museo estaba la Escuela de Bellas Artes. Jóvenes artistas y sus profesores se instalaron el edificio que hoy utiliza el MAC. Estudiantes y maestros circularon por el barrio, pasearon por el parque, participaron de las exposiciones que se desarrollaron. La Escuela fue un centro de encuentro: ahí estaban los profesores y los talleres de los artistas. Probablemente el barrio circundante además se desarrolló para satisfacer tanto las necesidades del Museo como las de la Escuela. Los jóvenes artistas deambulaban por el barrio y se encontraban con los escritores y periodistas que venían de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Es una época donde además se recuerda con nostalgia las fiestas de la primavera con desfiles de carruajes adornados de flores por el Parque Forestal. Esta activa vida artística se vio profundamente afectada cuando un incendio destruyó, en 1967, parte del edificio de la Escuela de Bellas Artes y todo lo que contenía. Quienes tenían ahí sus talleres y su producción lo perdieron todo. Y todo el mundillo que conformaron se fue con ellos a una nueva ubicación. El museo y la escuela fueron, sin duda, los precursores del desarrollo cultural del Barrio Lastarria en las primeras décadas del siglo XX. En la mitad del siglo probablemente los escritores y el mundo más bohemio que se acercó al lugar por diferentes motivos, marcó su impronta. Y finalmente, tras la dictadura, los empresarios volvieron a apostar por él. El mejor ejemplo es el de Santa Cruz y Yaconi con el MAVI. En un lento y sostenido desarrollo se ha ido conformando este eje cultural, del cual el Museo es parte fundante. Este eje se puede ver como una vitrina del imaginario nacional. Desde esa perspectiva, el Museo da cuenta de cómo se construye ese imaginario desde la visualidad. Por eso es importante que no sea sólo un museo histórico si no que muestre también lo que se está haciendo en la actualidad. Entre el río y la Cañada
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En 1980, año del centenario de la fundación del Museo Nacional de Bellas Artes, se reinstaló la escultura de Rebeca Matte “Unidos en la Gloria y en la Muerte”, que por varios años se había mantenido en préstamo al Museo Aeronáutico. La escultura fue donada por Pedro Íñiguez, marido de la artista, un año después de su muerte.
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Importantes intelectuales, escritores y artistas eligieron este barrio para vivir. En la calle Rosal tuvo su residencia el destacado escritor Augusto D’Halmar,
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quien tuvo, entre otras cosas, el mérito de ser el primer galardonado con el Premio Nacional de Literatura, creado en 1942.
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FOTOGRAFÍAS Y PLANOS Archivo Fotográfico Museo Histórico Nacional Archivo Fotográfico Museo Nacional de Bellas Artes Archivo Fotográfico Archivo de Arquitectura Chilena, Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile Archivo Fotográfico Dirección de Obras de la Municipalidad de Santiago Colección Fotográfica Chilectra Sección Partes y Archivo General, Aguas Andinas S.A. Archivo Visual de Santiago Colección particular de Ignacio Corvalán Colección de Antonio Rodríguez-Cano
Acerca de los autores 209 PATRICIO GROSS Arquitecto de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Postgrados en Planificación Urbana en la Technische Hochshule de Karlsruhe, Alemania; en Vivienda de Interés Social en la Universidad Complutense de Madrid, y en Gestión Ambiental en el Desarrollo en el Centro Internacional de Formación de Ciencias Ambientales (CIFCA) con el auspicio del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Past president del Colegio de Arquitectos de Chile. Director del Centro de Estudios del Patrimonio CEPAT, Universidad Central.
MILAN IVELIC Magíster en Historia del Arte y Filosofía de la Universidad de Lovaina, Bélgica. Profesor de Historia y Geografía, de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Docente y crítico de Arte. Estuvo a cargo del Departamento de Estética de la Pontificia Universidad Católica (196769). Director del Museo Nacional de Bellas Artes, entre 1993 y 2011. Ha realizado una fecunda labor educadora, contribuyendo a la formación de artistas y a la difusión del arte nacional. Entre los años 1990 y 1992 fue Agregado Cultural de Chile ante Organismos Internacionales en Ginebra, Suiza. Es autor de importantes publicaciones de arte chileno, entre las más destacadas se encuentra Chile, arte actual, realizado junto a Gaspar Galaz.
CHRISTIAN MATZNER Arquitecto de la Universidad de Chile. Master en Restauración Arquitectónica, Universidad Politécnica de Madrid. Ha realizado diferentes cursos de especialización, como el Programa de Doctorado sobre Arquitectura de Gaudí, Universidad Politécnica de Cataluña, Barcelona, 1994-1995, donde presentó la Tesina: “Luciano Kulczewski, una interpretación chilena del Modernismo” y Urbanisme, Ciutat, Història, en el Centre de Cultura Contemporànea de Barcelona, UPC. Trabaja en el Consejo de Monumentos Nacionales y en forma particular desarrollando distintos proyectos de restauraciones de casas, obras nuevas, investigaciones en patrimonio y su proyecto principal: la capilla del arquitecto Antonio Gaudí en Rancagua, que le tocó desclasificar y reactivar en 1995, mientras estudiaba en Barcelona.
ROBERTO MERINO
Entre el río y la Cañada
Es uno de los cronistas urbanos más relevantes de la actualidad. Posee una destacada trayectoria en edición periodística. Ha trabajado en revistas como Paula y Fibra y ha publicado en revistas, catálogos y suplementos, artículos y ensayos sobre literatura y artes visuales. Ha impartido clases en diversas universidades y actualmente se desempeña como académico de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales. Autor de los poemarios Transmigración
(1987) y Melancolía artificial (1997). A ello se suma La antología literaria del humor chileno (2003), Luces de reconocimiento (2008) y los libros de crónicas Santiago de memoria (1997), Horas perdidas en las calles de Santiago (2000) y En busca del loro atrofiado (2005).
HANS MUHR Licenciado en Arquitectura de la Universidad Católica, tiene estudios autodidactas en Arquitectura del Paisaje y estudios en Gestión Inmobiliaria y Obras civiles en la misma Universidad. Director de Infraestructura y Desarrollo Físico, Pontificia Universidad Católica de Chile. Paisajista de profesión, ha participado en varios proyectos urbanos de desarrollo en el área, entre los que se destacan el Plan Maestro del Jardín Botánico de Santiago, Parque Juan Pablo II, y el proyecto Anillo Central Metropolitano de Santiago, además de concursos nacionales de arquitectura del paisaje, como el Parque Araucano y el Parque Bicentenario. Ha desarrollado además diversas actividades en torno a la docencia y difusión de la arquitectura del paisaje en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
CLAUDIO ROLLE Licenciado en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y Doctor en Historia de la Universidad degli Studi di Pisa (1993). Sus estudios han girado principalmente en torno a la historia de Europa y a la historia de la música popular. Forma parte del Programa de Estudios Histórico-Musicológicos de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre sus publicaciones destacan varios artículos en la Revista Historia Universal, así como los libros: Historia del siglo XX chileno (varios autores, 2001), Documentos del siglo XX chileno (varios autores, 2001) y fue coordinador del libro de ensayos 1973. La Vida cotidiana de un año crucial (2003). Su principal obra es Historia social de la música popular en Chile 1890-1950.
OLAYA SANFUENTES Licenciada en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Master of Arts en Historia del Arte de la Georgetown University. Doctor en Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Barcelona. Profesora del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y autora de Develando el Nuevo Mundo. Imágenes de un proceso, libro que surge de su tesis doctoral. También es coautora de varios libros de historia para niños publicados por la editorial Amanuta. Su trabajo académico se enfoca en temas de historia del arte, historia cultural y del patrimonio. En este último ámbito ha trabajado en la elaboración de guiones para muestras museográficas.
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Agradecimientos
Notas del editor POSIBLES OBRAS DE LUCIANO KULCZEWSKI NO CONFIRMADAS Según las investigaciones realizadas por Christian Matzner sólo hay cinco obras identificadas en el Barrio Lastarria que diseñó el arquitecto Kulczewski, pero existen otras dos a las que se le asignan su diseño, y que a la fecha no se ha podido comprobar su autoría. Edificio de Av. Alameda 295-297-299 esquina J. V. Lastarria: Según el Plan Regulador Comunal vigente de la Municipalidad de Santiago ese edificio está catalogado como ICH, Ficha N° 162, donde de señala que tuvo recepción final el año 1938 y que el arquitecto autor sería Luciano Kulczewski. Se realizaron las siguientes indagaciones para confirmarlo, sin obtener resultados: • Consulta en archivos del SII, en la que sólo se pudo confirmar el año de construcción: 1938. • Consulta en el Conservador de Bienes Raíces de Santiago sobre los títulos y las escrituras: 1948, 1946, 1942, 1941 y 1932. • Consulta en el Archivo Nacional sobre los títulos y las escrituras: 1929, 1928 y 1926. • Obtención del Reglamento de Copropiedad del edificio, en el que no se nombra al arquitecto; sólo dice: “… se construyó entre 1937 y 1939”. • También se averiguó en los archivos de Aguas Andinas y en los planos sanitarios de la época, en los que sólo se menciona al propietario: Augusto Knudsen Larraín, en 1930. • En los archivos de planos del Ministerio de Bienes Nacionales tampoco aparece nada. • No aparece en ninguno de los dos álbumes de fotos realizados por el propio arquitecto. En síntesis, no se pudo confirmar que Kulczewski hubiese diseñado ese edificio, lo que no implica que esté descartado en un 100 %, puesto que el edificio tiene muchos elementos de diseño que trabajó el arquitecto en sus obras. Edificio en Av. Alameda 291: Por otra parte, en el seminario de investigación sobre Kulczewski realizado por Enrique Burmeister, en 1969, aparece mencionado en un listado el “Edificio Ángel León” con la dirección Av. Alameda 291. Sin embargo, realizadas las indagaciones en los archivos de la Municipalidad de Santiago, se detectó que el diseño del edificio con esa dirección es del arquitecto Carlos Swinburn, fechado en 1936.
Queremos agradecer a las personas e instituciones que colaboraron en el desarrollo de este libro, quienes aportaron con sus conocimientos y facilitaron documentación. A los que contribuyeron con anécdotas y especialmente a quienes nos abrieron las puertas de sus casas para mostrarnos el barrio desde adentro. Todos y cada uno aportaron para hacer de esta publicación una sumatoria de miradas, percepciones, recuerdos y sensaciones. En especial agradecemos por su ayuda a la Oficina de Turismo y a la Dirección de Obras de la Municipalidad de Santiago. El Museo Nacional Benjamín Vicuña Mackenna y el Archivo de Arquitectura Chilena, de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile. El Colegio de Arquitectos, el Museo Histórico Nacional, la Biblioteca Nacional y el Archivo Nacional. La Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo de Chile. El Centro Cultural Gabriela Mistral GAM y el Museo de Artes Visuales MAVI. El edificio Telefónica, el Observatorio Lastarria y la Librería El Cid Campeador. Por último, aunque no por ello menos importante, le damos las gracias a Antonio Cussen, Álvaro Flaño, José Riesco y Mario Rojas Avilés, Patricio y Francisco Javier Chadwick, Pedro Mello y Gabriela Solari, María Victoria Gutiérrez, Itxiar Larrañaga, Ricardo Pereira y Enrique Lira, quienes generosamente nos guiaron por las calles del barrio.
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Ley de Donaciones Culturales
PATROCINADORES
Dirección y coordinación general Soledad Rodríguez-Cano ARC Editores Colaboradores Patricio Gross Milan Ivelic Christian Matzner Roberto Merino Hans Muhr Claudio Rolle Olaya Sanfuentes Investigación histórica Soledad Rodríguez-Cano Fotografía Marcos Mendizábal Diseño Ma. Ximena Ulibarri Producción Gráfica Rosa Ma. Espinoza Edición Cristóbal Joannon Impresión Ograma Impresores Ltda. Primera edición 2.000 ejemplares Registro de Propiedad Intelectual Inscripción N° 211.453 I.S.B.N. 978-956-345-791-9 Proyecto acogido a la Ley de Donaciones Culturales, con el patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile y el auspicio de Aguas Andinas S.A. Edición Limitada. Prohibida su venta.
Entre el río y la Cañada
Este libro formato 26 cms por 30 cms de alto y 216 páginas de extensión, fue impreso a cuatro colores con un juego de barnices mate y brillante. La tapa dura y sobrecubierta francesa van impresas a cinco cero color más laminado mate y folia por tiro. La encuadernación tiene lomo cuadrado costura hilo y hotmelt. Se ocupó papel Nettuno de 140 grs en las hojas de guarda y Lumisilk de 170 grs en las páginas interiores, la certificación PEFC indica su procedencia de bosques reforestados. El texto fue compuesto con la fuente Vendetta diseñada por John Downer en 1999 y corresponde a la version light y medium. Se trabajó con Indesign CS5. Las fotografías fueron tomadas por Marcos Mendizábal y el diseño gráfico es de Ximena Ulibarri. Con un tiraje de 2.000 ejemplares, el libro se terminó de imprimir el 14 de diciembre de 2011 en Santiago de Chile, por Ograma impresores.
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