Antología San Valentín ARI

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Relatos de San Valentín ¿Os apetece ver lo que hay detrás de los cuentos? Eso que no se cuenta, pues se supone que estos son para niños…

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“Relatos de San Valentín”

© Varios autores: relatos propiedad de los autores Febrero 2016 ©Imagen de Pixabay ©Portada: Tamara Bueno Corrección y maquetación: Tamara Bueno


Amor Inmortal Roser A. Ochoa

Entró por la puerta después de su larga búsqueda, estaba agotado, se sentía exhausto y solo tenía ganas de llegar al que ahora era su nuevo hogar. Pero al abrir la puerta ya supo que algo iba mal, el olor, ese olor dulzón, ese nauseabundo olor a flores. Miró a derecha e izquierda alternativamente, rezando a quien tuviera que rezar para que solo se tratara de una broma de su subconsciente, pero... —Querido, cuánto tiempo. —¡No! No, no, no, no, nooooo... —exclamó casi preso del pánico—. ¿Qué haces tú aquí? —Solo estoy donde debo estar. —¡Por Dios!


—Sabes que Dios no tiene nada que ver en esto... —¿Por qué? —Porque te amo, y tenemos que estar juntos... —Lo siento —dijo él acercándose a ella—, pero yo ya no te quiero, hace tiempo que no siento nada por ti, yo solo... —¡Basta! —gritó enfurecida, y rápidamente cambió su semblante, pintando su rostro con la más profunda serenidad. —Pero es que... —Tssss —chistó—, ni una palabra más, querido. Él retrocedió inquieto cuando ella se acercó, toda una vida intentando dar esquinazo a esa mujer, un error de juventud que lo perseguía y atormentaba desde entonces, de poder volver atrás... oh, sí, si él pudiera retroceder en el tiempo, pero no puede, y desde entonces no puede más que huir... —Ni toda una eternidad es suficiente...


—¿Para amarme? —¡Para aprender a soportarte! Esto es inhumano, lo siento, Mina, Elisabetta o como narices se llame ahora tu reencarnación, lo siento, no puedo más... prefiero morir en fuego candente que volver a tener que soportarte a mi lado... —Pero... —¡No! —gritó ahora él fuera de sí, encaminando de nuevo sus pasos a la salida donde a esas horas, bien seguro luciría el sol. —¿Qué vas a hacer? —inquirió ella. —Lo que debería haber hecho hace siglos. ¡No te aguanto! Y dicho esto, se propuso él poner punto y final a esa tortura que duraba ya demasiado, abrió la puerta y dejó que el frío de la mañana impactara directamente en su rostro, dio un paso, ya no sentía miedo, ya no podía soportarlo más, y hasta la idea de morir quemado por los rayos del sol le parecía más soportable y llevadera que convivir con esa mujer. Dio otro paso,


esperando sentir entonces ese ligero quemazón que indicaría que su inmortalidad había llegado al final... —Está lloviendo, Vlad. Anda, cierra la puerta que se escapa el gato.


Blanca y Alice, rompiendo barreras Ester Fernández García

Llegó la noche, y ella estaba peinando su lindo cabello, pero por desgracia no tenía tiempo, en breve llegaría su maravilloso príncipe a rescatarla, o eso pensaba ella. Alice estaba recluida en un internado, su padre, el Rey, había sido exigente, no podría salir a no ser que él mismo la sacara, y allí estaba ella, peina que te peina el enorme cabello que tenía. Su amiga Bella le había indicado que si ponía un pañuelo en la ventana, algún príncipe de los que normalmente se acercaban al internado la rescataría y la llevaría con ella. Ambas vivían allí junto a más princesas. Alice, si sigues cepillándote el cabello, se te caerá le comentó su amiga Blanca. ¿No me digas que estás celosa? preguntó esta.


Ni lo sueñes dijo ella, girándose hacia sus libros. Ambas suspiraron, estaban aburridas de estar en aquel sitio, donde las convertirían en mujeres hechas y derechas para hacer lo que su deber las obligaría. Aunque lo que no sabían es que Blanca tenía un secreto, ella estaba enamorada de Alice, pero nunca se lo había dicho a nadie, ¿qué pensarían de ella? Pero el problema es que Alice sentía lo mismo que Blanca. Voy a dar una vuelta susurró Blanca sonriendo. No te retrases, en un rato cena. Tranquila, llegaré a tiempo. Blanca había ideado acercarse a la ventana y arriesgarse a besar a Alice. Deseaba hacerlo y lo haría. Así que ni lo pensó, se bajó corriendo, subió la enredadera y golpeó el ventanal donde Alice se asomó. Nada más hacerlo la agarró suavemente y besó sus labios, unos labios que sabían muy bien. Alice no rechazó el beso, al revés, introdujo su lengua y gimió de pasión, era todo lo que deseaba.


Cuando el beso acab贸 ambas se miraron, y a partir de ah铆 comenz贸 algo m谩s que una bella amistad.


Caperucita y el lobo no tan feroz Manoli Madroño

¿Qué pensaría su abuelita si caperucita no llegara nunca a su casita? Y si… ¿el lobo no fuera tan feroz? Pues os voy a contar la historia real de la gran conocida caperucita roja. Érase una vez una niña ya no tan pequeña y menos todavía tan rubia. Sus diecisiete años y su cuerpo delineado hacía babear a más de un joven y no tan joven masculino que anduviera por ese lugar. Su pelo azabache ondulado y hasta la cintura era la envidia de cualquier chica del lugar. Y sus ojos azules como el mar te hacían navegar hacia el mar. Sus pechos pronunciados hacían a cualquiera, fuera hombre o mujer, babear y sus encantos femeninos más bien coquetos engatusaban hasta al más anciano del lugar.


Como cada tarde antes del atardecer, salía con su cestita de mimbre camino hacia el chalet de su abuelita. Que se situaba a tres manzanas de su hogar. Mientras por el camino jugaba al juego de los Sims sin parar, sin darse cuenta su coletero al suelo se deslizó y tan dispuesta a cogerlo estaba que no se dio cuenta de quién estaba observándola a lo lejos. Sin darse cuenta sus braguitas enseñó y a lo lejos un gruñido se escuchó. Espantada la vuelta se dio, y sus preciosos ojos azules mar con una bestia topó. De la nada el lobo feroz salió, enseñado sus dientes afilados a la chica asustó. —No te asustes caperucita —le dijo con una aterciopelada voz. —¿Cómo no asustarme, lobo feroz? —dijo ella rezando para que la dejara marchar sin dolor. El lobo la acaparó contra el árbol que ella tenía detrás y le coqueteó. —Si te esperas aquí, verás algo de mí que te llame la atención.


Caperucita no entendía nada y ella calladita esperó para que el lobo no le hiciera algo peor. Pasaron minutos, quizás una hora y en el mismo lugar que estaban de destellos de luces se llenó, y del lobo un hermoso joven de pelo cobrizo y ojos verdosos apareció, de un cuerpo perfecto que la chica se percató, caída rendida ante él se mostró y babeando también, ¿por qué no? Y así fue como ocurrió, que ya Caperucita al lobo más no temió y ya lo demás podréis imaginar, dos adolescentes que yacerán en el lugar, mas esta es la historia tan real, tan poco conocida y es de imaginar.


Dereck y Thomas Andariel Morrigan

Thomas por fin había terminado su casita en el bosque, le ayudaron sus dos hermanos mayores: Christian y Michael. A los dos no les hizo gracia que su hermano pequeño se alejara de ellos, pero no les quedó más remedio. Dereck estaba escondido detrás de un gran árbol, desde que Thomas le dijo que iba a vivir al bosque esperaba su llegada, ahora estaba ansioso deseando a que se quedara solo. Llamó a la puerta. —¿Quién es? —preguntó la voz suave del chico. —El lobo —respondió este con una sonrisa. La puerta se abrió y Dereck entró, los labios de ambos se encontraron, sus cuerpos se fundieron en uno. Los gemidos llenaron la casa y parte del bosque. Palabras de amor fueron susurradas por ambos hasta la culminación, hasta el éxtasis.


窶認eliz San Valentテュn, mi cerdito. 窶認eliz dテュa, mi lobo feroz. Las risas de ambos retumbaron por la casa.


Esa blanca flor… Lorena Santos Hijosa

Blanca adoraba el snowboard y siempre que podía se iba a Baquiera Beret, Sierra Nevada o cualquier otro sitio a practicar, era algo que le encantaba y que gracias al trabajo que tenía podía permitirse. Pero este año iba a ser diferente, había tenido suerte y había conseguido un billete en el último momento para irse a Aspen, un sitio que se había cansado de ver en la tele y en las películas, donde se decía que era el mejor sitio para hacer snowboard. Estaba decidida a pasarlo genial ella sola, le bastaba su tabla, su ipod y mucha, mucha nieve. Tomó asiento en el avión. Mientras las azafatas le daban la bienvenida y le ofrecían algo de beber, algunos la miraban de reojo, pero ella ya estaba acostumbrada y no le daba importancia, a sus 28 años ya no le dolían los comentarios de la gente ya que había crecido con ellos.


Su madre había tenido una enfermedad rara cuando estaba embarazada y eso había afectado a su crecimiento, Blanca era una belleza de un metro cuarenta, eso era lo que se repetía y le decían sus amigos, y de hecho lo era. Pelirroja con los ojos verdes y unas adorables pecas en la cara, el sueño de todo príncipe. En cuanto llegó al hotel, se registró, fue a su habitación a dejar las maletas y cambiarse de ropa y salió corriendo hacia la pista, con tan mala suerte que se llevó por delante a otro huésped que no hizo sino proferir toda clase de improperios, ella siguió corriendo y le pidió perdón, pero no lo miro. Ya en la pista preguntó si había algún monitor, ya que quería información sobre los sitios donde podía practicar. Uno de los empleados le señaló a un tipo grandullón y desgarbado, y se acercó a él: —Perdone, ¿es usted el monitor? —indicó Blanca —Sí, ¿qué necesita? —dijo él sin volverse—. ¿Quiere dar alguna clase? —No, gracias. Solo información sobre las pistas.


En ese momento el monitor se volvi贸 y la mir贸 fijamente, era ella, la chica que lo hab铆a arrollado y a la que inconscientemente hab铆a estado buscando toda su vida.


Flecha a Cupido Leila Milà

Cup, Cupido para los amigos, miró una vez más la panorámica que tenía de la ciudad desde la azotea en la que estaba sentado, con los pies colgando y una mano contra la hinchada mejilla. Bajo sus pies quedaba la terraza de un bar, pero su humor no era el mejor. Revisó la lista que tenía a un lado, sosteniéndola para que la corriente no se la llevase, pese a como se zarandeaba, y volvió a guardarla tras tachar el último nombre. Todos creían que era un tipo feliz y más bien cabrón que disfrutaba de ver como sus flechas volvían locos a todos, pero no era así ni de lejos. Él no se reía con los estragos que causaba el amor, por suerte sus flechas eran siempre certeras y correspondidas, pero para él nunca llegaba ese momento en que el flechazo alcanzaría su coraza alejando ese pesar que lo acompañaba día tras


día. Solo e incomprendido. Encima la mayoría de esos desgraciados ignorantes pensaban que era una especie de niño rubio y regordete con las mejillas rosas que revoloteaba de acá para allá. Resopló frustrado y, recogiendo el arco, se levantó pasándose los dedos por su denso cabello oscuro. Se dejó caer envuelto en la invisibilidad y suspiró observando como todos los que lo rodeaban sonreían haciéndose carantoñas, intercambiando tarjetas, bombones y flores. El amor estaba en el aire, y solo faltaba que volaran corazoncitos explotando a su paso. Hizo rotar sus claros ojos del color de hielo y giró al percibir un suave aroma a cítricos. Se pasó la lengua por los labios sin darse ni cuenta y buscó de quién provenía ese delicioso perfume que, para qué negarlo, lo ponía cardíaco, y la encontró. Era una chica menuda, de suave piel pálida y cremosa, cabello rojo como el rubí y unos grandes ojos del color del cielo, enmarcando un dulce rostro ovalado que mostraba unos pequeños labios rojos fruncidos.


Esta estaba sola, miró a uno y otro lado y se dio cuenta de que era la única. Estaba enfrascada en un libro y no pudo más que sonreír sintiendo como algo tiraba de él y su pulso se aceleraba con un fogonazo de fuego. Distraído, jugueteó con el arco y sin querer, cuando uno de sus compañeros apareció sobresaltándolo al darle una palmadita en el hombro mofándose de su ensimismamiento, soltó la flecha que en este tenía inserida. Su rostro palideció y empezó a maldecir, la saeta cortó el aire, rebotó contra la puerta de la cafetería que se abrió y desvió el trayecto dándole de lleno. El impacto fue brutal e instantáneo, su corazón se aceleró más de lo que ya estaba y su cuerpo se hizo corpóreo. Ahora era él el que iba a correr detrás de su presa como un lobo hambriento y estaba segurísimo de que arriba debían estar descojonándose de lo lindo, salvo que olvidaban que ese era su día y que por fin… por fortuna o no, había llegado su turno.


La dueña de mi corazón Isabel María Sierra García

El teléfono suena. Debe de ser él, qué pesado es. Ya le he dicho que no quiero ser su novia, pero sigue insistiendo. «No lo cojo, que suene, a ver si se cansa de una vez.» Suena el pitido de un mensaje, lo miro, de nuevo Alex, lo leo: —Hola, Linda. Sé que tienes el teléfono en la mano, y me estás ignorando, pero no me importa. Algún día me dirás que sí. Eres la dueña de mi vida, aunque intentes ignorarlo y echarme de tu lado. Te amo. Me río tras leerlo, la de tonterías que ha escrito, pero ¿este tío que se cree? ¿Yo?, ¿su dueña? Ni en sueños. Si me da asco nada más pensar en él. No es feo, pero tiene algo que no me gusta nada. Será ese aire de grandeza que siempre lleva, como si todo lo que quiere tiene que ser suyo, pues yo no.


—Ni borracha —le contesto. Me levanto, tengo que vestirme para ir a trabajar. Cuando vuelve a sonar el móvil, ni caso le hago. Escucho ruido en casa, pero… si estoy sola, ¿quién será? Voy a la cocina que es de donde proviene el ruido. —¿Tú?, ¿qué haces en mi casa? —le digo a ese que me está agobiando siempre, Alex. Se acerca, me abraza y me besa. Ese olor me recuerda a algo bueno, pero no sé qué es. Lo empujo, apartándome de él. —Fuera de mi casa —le grito mientras voy abriendo la puerta de la calle. Alex se acerca a mí sonriendo, me toma de la mano y me lleva al sofá, nos sentamos. Encima de la mesa hay un álbum de fotos. Lo coge, lo abre y me lo da. Lo que veo son fotos de los dos juntos; abrazados, besándonos… No entiendo nada. ¿Qué es esto? ¿Por qué existen estas fotos? Lo miro, sonríe. —Linda, este es el siguiente paso que dijo el médico para empezar a descubrir tu vida después del accidente de coche, ¿recuerdas? —me dice


Alex, serio, volviendo a cogerme la mano. Siento algo raro con su contacto, un agradable calor, siento que estoy en el lugar correcto, me siento segura. —Recuerdo el accidente, pero no recuerdo cuando se hicieron estas fotos —digo. Sigo pasando las hojas del álbum, hay un motón de fotos: fiestas de cumpleaños, comidas con gentes, supongo que será familia, algunas individuales con personas que no sé quiénes son. Me muevo en el sillón, estoy nerviosa, pienso que si no lo recuerdo a él, no recordaré a mis padres, hermanos… si los tengo, que tampoco lo sé. Alex me quita el álbum de las manos. Me atrapa con las suyas mi cara, me fija la mirada y sonríe. —Linda, solo han pasado dos meses desde el accidente, estuviste muy grave, casi te perdemos. Hace apenas unas semanas te dieron el alta, nos recomendaron que te dejásemos tiempo, pero todos creemos, sobre todo el médico, que es el momento de ayudarte recordar —me cuenta Alex, pero sigo sin poder creer lo que me dice. Empiezo a llorar. Tengo miedo, me siento perdida y dudo de sus palabras, pero están esas fotos que lo demuestran.


Alex me besa de forma suave, pero con fuerza, despertando mil sensaciones que me hacen temblar, pero me siento protegida. Me abraza fuerte, siento una gran paz en sus brazos, pero lloro, y no puedo dejar de hacerlo, no recuerdo nada, pero sé que estoy en casa. Alex me mira y me habla. —Eres la dueña de mi corazón, no puedo estar sin ti, no me eches de tu lado, déjame ayudarte. Te amo, Linda.


La loba y el cazador May Dior

Siempre que los mayores han contado a sus hijos la historia de Caperucita roja no eran conscientes de que estaban relatándoles a sus pequeños una inmensa trola, ya que nada es lo que parece y echarle la culpa al inmenso y enorme lobo es lo que está bien visto. Pero nada es como se cuenta, y yo, una de las verdaderas protagonistas de este cuento que lleva siglos entre nosotros os voy a contar lo que realmente pasó. Para empezar, deciros que no era un lobo sino una loba, sí señoras y señores, era una loba y no era otra que esta que os escribe. Llevaba semanas sin comer y siempre me resistía a darle un buen bocado a esa niña que se dedicaba a fastidiarme la siesta con su canturreo horrible. ¡Por todos los dioses, que mal canta esa niña! Pero a lo que iba, llevaba mucho tiempo con hambre ya que estábamos pasando uno de los


peores inviernos vistos hasta el momento, así que ya hasta el moño de oírla y con un hambre que no me dejaba ver, me decidí a hacerlo, me daría una cena bien merecida. La seguí durante todo el camino, incluso tuve remordimientos y le aconsejé que tuviera cuidado, pero esa niña era una petulante, una niña de mamá que no me hizo ni caso. Incluso me tachó de loca, así que pensé: ¡Que le den a esa niña, será una buena cena, está entradita en carnes y con un poco de ajo estará de vicio! Lo que pasó es tal y como viene en el cuento, tuvimos la larga charla sobre mis dientes y mis orejas y al final, cuando ya estaba a punto de cenarme a esa niña repelente, entró el cazador. Nunca creí que un hombre pudiera ser tan guapo. No era el estereotipo de cazador con curva de la felicidad incluida. Nos miramos a los ojos y cuando pensé que mi vida había llegado a su fin, soltó su hacha. No estaba segura de lo que iba a hacer, pero yo me encontraba lejos de la puerta, la cual era mi única salida.


Cuál fue mi sorpresa cuando ese guapísimo y tremendamente buenorro cazador me agarró de la cintura y se adueñó de mi boca. ¡Qué beso, por todo lo que se menea!, Aún cuando lo recuerdo todo mi cuerpo se enciende y... Desde ese día he sido y soy la mujer lobo más feliz que nunca nadie haya conocido. Estoy con un hombre que lo da todo por mí, incluso he llegado a tener lo que se podría decir una amistad con la repelente de Caperucita, ya que tengo que admitir que si no fuera por ella, nunca hubiera encontrado el amor.


La primera vez de Pinocho JC Sanz

Los años habían pasado y Pinocho tenía que enfrentarse a sus últimos exámenes de la Universidad. A la mañana siguiente haría su último examen y de aprobarlo, sería abogado y conseguiría un trabajo honrado con el que jubilar a su padre que ya era muy mayor y estaba agotado. Debía hacer todo cuanto estuviera en sus manos para conseguirlo y devolverle un poco de tanto como le había dado su padre. Con la edad había aprendido que siendo un buen hombre se llegaba lejos, pero no era suficiente ante la sociedad tan egoísta y corrupta. En ocasiones había que hacer trampas para conseguir lo que con el sudor y el trabajo, no se conseguiría jamás. —No, Pinocho. ¡No deberías pensar así! —le dijo la hada madrina que había aparecido de repente en la oscura habitación.


—¡Hada madrina! Perdóname, pero ya sabes que me juego mucho ante este examen y las cosas no son fáciles en casa. Debo aprobar cueste lo que cueste. Mi padre tiene que estar orgulloso de mí. —Lo está, Pinocho. Créeme. —Sí, lo sé… Pero no es suficiente. Pero… tú podrías ayudarme. Siempre me has ayudado y yo… yo te lo agradecería del modo en el que tú quieras — le dice mientras suelta el lápiz en el escritorio y se acerca a ella lentamente. Pinocho veía que el hada madrina se ponía nerviosa ante cada paso que daba. Notaba que su respiración se aceleraba y aunque nunca la había visto sudar, la frente empezaba a perlarse con pequeñas gotitas de sudor. Él, en cambio, empezaba a sentir un cosquilleo en su entrepierna. Ella, suspicaz como siempre, lo miraba de reojo y notaba cómo su ropa interior empezaba a humedecerse por momentos. Su mente volaba hacia mundos inexplorados, hacia el cuerpo de Pinocho. Sus manos acariciaban cada poro de su piel. Sus labios se hacían uno y, de repente, la ropa de cada uno había desaparecido y ella estaba tumbada con las piernas abiertas y la cabeza de Pinocho entre sus muslos. Cada vez estaba más excitada y quería más, pero olvidaba que Pinocho era virgen y nunca había estado con una mujer, aunque por lo que


veía no lo estaba haciendo nada mal. Su cuerpo era cálido y suave, pero mantenía las vetas de la madera originaria. De un movimiento brusco, los calzoncillos volaron por la habitación cayendo en algún lugar del suelo. Nunca había imaginado que Pinocho tendría aquel falo, pero quería verlo disfrutar y mientras él le acariciaba con el dedo su pubis, ella se metía una y otra vez su palito en la boca. Él gruñía, por lo que estaba segura que le estaba gustando, pero ella quería más. Ella necesitaba más. Así que ella se sentó sobre Pinocho y se introdujo su miembro erecto dando un pequeño grito de placer, pero pese a estar disfrutando como nunca lo había imaginado, ella seguía queriendo más. —Miénteme, Pinocho, ¡Miénteme! —le ordenaba ella. —Pero si me dijiste que no volviera a mentir… —¡Da igual! Hazlo… dime mentiras y hazlo ya… Y Pinocho mentía y ella gritaba… En esta ocasión lo que crecía no era la nariz y ella se corría entre caricias, sudor y risas. Ella había desvirgado al joven Pinocho, él había acabado rendido ante ella y ahora de un simple


porrazo despertaba anonadada ante su mente retorcida. No podía creer que hubiera imaginado aquello… ¡Había sido tan real! Pinocho la miraba de forma extraña, sentado en la silla con el lápiz en la mano, pero podía ver que el Hada Madrina estaba tan caliente que su vestido había ido volviéndose cada vez más transparente y él, que no era de piedra, sonreía de forma pícara tocándose su falo… a veces los cuentos son solo eso, cuentos, pero que si lo deseamos realmente, pueden hacerse realidad…


Tras el telón Tamara Bueno

El «Sí, quiero» y los fuegos artificiales han sido lo sencillo. Ahora toca descubrir lo que la noche de bodas da de sí. Cenicienta entró a los aposentos del príncipe tras haber sido perfectamente preparada por su doncella. Sedas, perfumes e instrucciones, pero nada de eso le servía para sentirse tranquila, y menos cuando, al traspasar el umbral, ve al príncipe ante ella, de pie y llevando tan solo un calzón. —Mi hermosa mujer. Insegura y temerosa, es ella la que se tiene que dejar llevar, pues su falta de experiencia es inevitable. Los pasos del príncipe a su encuentro la hacen perder el ritmo de su


corazón, pero solo lo que dura el primer pensamiento, el de la primera vez, ya que al instante se infunde valor y a sus brazos de encomienda. —Mi príncipe —susurra. —Tuyo… Mía… Esta noche y para siempre. Sus palabras infunden valor en ella, despertando esa parte de sí misma que anhela su contacto, que ruega por lo que en secreto ha soñado y deseado. Su cuerpo. Grande, fuerte, viril. Dejando a un lado todo lo que hasta ahora le ha sido familiar, es ella la que toma el mando. Aparca el ser servil, el estar bajo las órdenes de otros, para ser lo que debió ser: ama de su mundo, y ahora de ese hombre que agarrado a su mano la sigue, hipnotizado, para verla llegar al lecho desprendiéndose de las telas que cubren su cuerpo. —Es cierto, esta noche eres mío, y de ahora en adelante, tras esas puertas que nuestra privacidad guardan, yo seré tu ama. Desnúdate, mi príncipe.


Hechizado al descubrir esa nueva faceta de su amada, es el heredero al trono el que, sumiso, atiende a cada mandato de ella. Su piel tostada se muestra a su esposa, la cual, ya sin temor y con el calor surcando su centro, deja a sus dedos perderse entre los rizos que ocultan su virginidad y extrayendo sus jugos, con ellos, alimenta al príncipe, que incapaz de apartar sus ojos de ella y con su ambrosía despertando todo su ser, la toma entre sus brazos y, depositándola sobre el lecho, atraviesa sus barreras de una sola estocada y marcando a esa mujer como suya. El grito de Cenicienta es silenciado por sus labios. —Hoy te haré mía —gruñe él sobre ellos—. Haré de ti mi esposa, mi mujer, pero prometo ser tu esclavo a partir de mañana. —Te tomo la palabra. No obstante, me muero por cabalgarte hoy. —Que así sea.


Un último beso Yolanda García

La había amado de forma desesperada aunque solo hubieran sido unas pocas semanas, pues solo ella había sido capaz de arañar en su oscuro corazón para poder encontrar esos sentimientos puros que hacía años habían habitado en él. Solo ella había sido capaz de enredar sus pálidas manos en su áspero pelaje para depositar en su nuca esas huérfanas caricias que tanto había anhelado, y sus cálidos labios de coral habían rozado los suyos llegando a sangrar cuando uno de sus afilados colmillos los habían rozado. La nieve del jardín aún conservaba esa mancha rojiza que había dejado esa gota de sangre que se precipitó de la comisura de su boca. Pero ella no tuvo miedo, tan solo sonrió. Se les estaba acabando el tiempo, de hecho ya se les había agotado, la rosa que conservaba bajo una cúpula de cristal desde que su antigua amante, despechada por su rechazo, había lanzado una maldición sobre él y sobre su,


en otra época más feliz, hermosa mansión, estaba próxima a dejar caer su último pétalo. Ese sería el momento en que todo terminaría, así lo había querido aquella bruja disfrazada de procaz ramera. Una última aterciopelada hoja de color carmesí… qué paradoja, el tiempo se había vuelto efímero desde que se había dejado vencer otra vez por el amor. Nunca volverás a amar, le había lanzado la maldición aquella fría mañana de invierno, como una nefasta premonición. Enlazar su inútil y estéril vida al hecho de no poder volver a amar, de lo contrario, su felicidad acabaría en el mismo instante que la carmesí rosa perdiera sus hojas. —Ha merecido la pena, Bella, no me arrepiento… Moriré feliz. —Pero, querido, no es justo… yo te amo y no quiero perderte, no tan pronto. —Las lágrimas rodaban desde sus ojos mientras el color abandonaba poco a poco sus mejillas. —No llores, mi amor, volvería a vivir eternamente estos últimos días, y moriría mil veces más renunciando a mil vidas tan solo por probar de nuevo tus labios y abrazar las sombras solo por un beso.


—Un último beso… —susurró ella mientras unía sus labios a los de la Bestia. Cuando se separaron las sombras habían tomado posesión de todo, de las inertes estatuas del jardín, de la fuente de piedra cuya agua había quedado congelada, de la enorme escalinata de mármol que conducía a la mansión cubierta por las zarzas y la hiedra… Las manos de ambos temblaron cuando las yemas de sus dedos perdieron el contacto, esperando el momento en que Vincent cayera sin vida sobre el frío hielo, pero contra todo pronóstico permanecía de pie, entre penumbras, la luna se hizo la dueña del cielo relegando la niebla a un dominio más oscuro y lejano y cuando los dos amantes se miraron a los ojos, ninguno de ellos pudo contener su emoción, ni sus galopantes corazones que parecían galopar al unísono en su pecho. Se besaron de nuevo, esta vez con una pasión salvaje y desbocada, sin miedo a que los labios de Bella volvieran a verter una gota de sangre. En el espejo del agua helada del estanque quedó


reflejada la silueta de ambos, mientras Vincent enredaba su mano en el suave pelaje de la nuca de su amada.


AUTORES Roser A. Ochoa Ester Fernández García Manilo Madroño Andariel Morrigan Lorena Santos Hijosa Laila Milà Isabel María Sierra García May Dior JC Sanz Tamara Bueno Yolanda García


Muchísimas gracias por haber compartido con nosotras y haberos animado a llevar a los lectores y lectoras este pedacito de fantasía en un día como el de hoy.

Feliz San Valentín


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