Adelanto El aroma de la disidencia

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Colección del Bicentenario

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SANDRO

BOSSIO SUÁREZ EL AROMA DE LA DISIDENCIA


Colección del Bicentenario

Dirección general: Marco Carrascal Herrera Dirección editorial: José Castro Lovera Dirección de proyecto: Juan Manuel Chávez El aroma de la disidencia © Sandro Bossio Suárez © De esta edición: Editorial Arcángel San Miguel S. A. C. RUC: 20523712285 Av. Héroes del Alto Cenepa 803, Lima 7 Telf.: 507 4044 planlector@arsam.pe publicaciones@arsam.pe Primera edición, noviembre de 2016 Tiraje: 1 000 ejemplares Edición: Rosalí León-Ciliotta Ilustración de cubierta: Jorge Noriega Rojas Ilustraciones de interiores: Gabriela Macchi Varela Diagramación: María Torres Fanola Impresión: Luis Guillermo Izaguirre Candamo RUC: 10062759556 Av. Argentina 144, int. 22, Lima Noviembre de 2016 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2016-16338 www.arsam.pe Impreso en Perú / Printed in Peru Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares del copyright.


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En cuanto llegó a Huancayo, el visitador había rentado una vieja casona en el centro del pueblo, cerca de la cenicienta plaza donde, en una época anterior, se levantaba un monolito aborigen sobre el que descendían los halcones, y que fue demolido con polvo negro por un dominico sin alma. Dominaba gran parte del pueblo desde esa casa solariega, que hizo limpiar y enlucir con los sirvientes que contrató, además de engalanar con campánulas y cantutas trepadoras. Desde el principio le llamó la atención esa calle magnífica, anchurosa, por cuyo centro corría una sangradera que colectaba las aguas negras del poblado. Era una calle hermosa, demasiado señorial para un pueblo tan lúgubre y pesaroso; una calle por donde —decían— transitaba en épocas doradas el cortejo real del propio emperador incásico. De allí su nombre: Calle Real. Las casas de los principales estaban en esa zona, todas amplias, con 5


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tejado sevillano y patios y traspatios, mientras que en la franja meridional se acumulaban las viviendas de los indios ricos, de los caporales, de los plateros y pulperos, de los maestros algebristas, esos que sabían componer los huesos quebrados y devolver a los caminos a los lisiados de todo linaje. Más al sur, cruzando el río, se dispersaban las viviendas de los indios montunos, aquellos que los primeros conquistadores habían arrastrado por la fuerza desde sus lejanas tierras para facilitar su adoctrinamiento y el cobro de los tributos. A la hora de la siesta, en las calles no se veía más que perros y aldeanos. Así lo advertiría Leonce Angrand, el pintor trotamundos que llegaría al pueblo dos décadas después, y así lo decían también los misioneros vagantes que hollaron esos caminos desde el inicio del vasallaje. Y es que el pasatiempo preferido de los criollos era dormir la siesta. Don Artemio de Aspadante, asentado en el pueblo tras la fachada de un inofensivo negociante de moliendas, empezó a trabajar de inmediato. En el primer trimestre había descubierto las pillerías del juez de residencias, así como las del oficial 6


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real, a quienes, sin miramientos, propuso expulsar. Su vida profesional cobró notoriedad desde el principio, pero no así su vida marital: Benilda, pese a los muchos cuidados que él le prodigaba, se descubrió estéril. Hicieron todo lo que estuvo a su alcance: visitaron brujos y comadronas, tocólogos y herbolarios, alópatas, ensalmadores, pero ninguno pudo contra la incapacidad de la llorosa Benilda. Un día, sin embargo, apareció en el pueblo el doctor Críspulo Monsante, quien retornaba de andar por el mundo dando a conocer sus estudios para curar el mal de madre con las propiedades del moroporán. Apenas vio a Benilda, puso la trompetilla acústica en su bajo vientre, le auscultó las pupilas y las plantas de los pies, y llegó a una conclusión terminante: —La hermosa dama no es infecunda —dijo y, al ver los ojos de espanto del visitador, sonrió de inmediato—: y usted tampoco. Lo que pasa es que la señora ha nacido en la orilla de los mares, ¿verdad? Benilda, natural de los Castellones, asintió. El médico les explicó que se trataba de un síndrome común entre las mujeres ibéricas de tierras 7


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bajas que, al escalar semejantes cordilleras, sufrían de una esterilidad temporal. El visitador, entrado en años y temeroso de quedarse sin descendencia, estuvo dispuesto incluso a abandonar su carrera diplomática y regresar con su mujer a las Españas con tal de verla dichosa al lado de una familia numerosa. Ella fue la que se opuso con gravedad: —Prefiero no tener hijos si a causa de ellos pierde usted su nombradía. Llegaron a un acuerdo. Esa misma semana bajaron al litoral, donde pasaron tiempo juntos, con la esperanza de concebir. Situaciones oficiales, sin embargo, hicieron que don Artemio de Aspadante regresara a la sierra, dejando a Benilda al cuidado de unas silenciosas monjas capuchinas. Ella, sin embargo, incapaz de vivir lejos del marido, decidió meses después darle el alcance haciendo nuevamente, y sola, el terrible camino hacia las cumbres. Así fue como una noche de abril, cuando las últimas lluvias infiltraban las praderas de Huancayo, Benilda arribó en una empolvada diligencia de los correos. Se dirigió a la residencia familiar y encontró a su marido 8


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recostado en el diván, con los ojos abiertos, pensando sin pausas en ella. No corrió a abrazarlo, no se precipitó en afectos atolondrados, sino que caminó con lentitud mientras le alcanzaba el envoltorio que sostenía en los brazos: le contó que el visitador la había dejado fecundada y, en su larga ausencia, ella había logrado sobrellevar un embarazo completamente normal. Por eso, en cuanto nació la niña, Benilda había decidido darle la noticia en persona. Es más, en el largo camino había tenido la oportunidad de pensar mucho en un nombre para la criatura, de modo que le pidió al marido que le permitiera llamarla Rósula, que significaba igual de bella que un rosal, y que la bautizaran de inmediato para evitar el mal de ojo. El visitador estaba deslumbrado. Después, todo fue felicidad, porque incluso en las cordilleras Benilda fue capaz de seguir engendrando. Se hicieron de la casona solariega y tuvieron tres hijos más, a quienes amaron sin distingo. El visitador, una vez que adquirió un latifundio y renunció a su cargo público, porque ya todos conocían su labor que se suponía secreta, no es9


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catimó esfuerzos para reunir a su descendencia al calor del hogar. A la única que nunca pudo congregar del todo fue a Rósula. Se conformaba con verla de lejos, con contemplar su torpe silueta, con escuchar el lamento inagotable de su rabel. Su vida se había visto ensombrecida por esa incapacidad de darle felicidad a su propia hija. Para no dejarse abrumar estaban, felizmente, las muestras de afecto de la población, estaban sus otros hijos, sus libros y, claro, sus deliciosos caldos de culitos de perdiz. Pocas veces abandonaba su elegante diván de dos cuerpos. Tenía un pasatiempo selecto: en sus horas muertas podía pasarse tardes enteras, sumergido en una concentración minuciosa, edificando fortalezas con palillos de dientes. Con ellos, su hermosa biblioteca había ganado esplendor, convirtiéndose en una nutrida galería de miniaturas a escala que lo hacían sentirse orgulloso de su propia obra.

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