Colección del Bicentenario
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EL BARCO DE SAN MARTÍN
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Dirección general: Marco Carrascal Herrera Dirección editorial: José Castro Lovera Dirección de proyecto: Juan Manuel Chávez El barco de San Martín © Juan Manuel Chávez © De esta edición: Editorial Arcángel San Miguel S. A. C. RUC: 20523712285 Av. Héroes del Alto Cenepa 803, Lima 7 Telf.: 507 4044 planlector@arsam.pe publicaciones@arsam.pe Primera edición, septiembre de 2016 Tiraje: 1 000 ejemplares Edición: Rosalí León-Ciliotta Ilustraciones de cubierta e interiores: Jorge Noriega Rojas Diagramación: María Torres Fanola Impresión: Luis Guillermo Izaguirre Candamo RUC: 10062759556 Av. Argentina 144, int. 22, Lima Septiembre de 2016 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2016-12832 www.arsam.pe Impreso en Perú / Printed in Peru Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares del copyright.
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Por la ventana de su habitación se colaba el viento frío que dominaba el Canal de la Mancha, en el noroeste de Europa. Desde lejos le llegaba la fragancia del mar, y eso lo reconfortaba a pesar de la ventisca que calaba en sus huesos. Experimentaba con el cuerpo las repercusiones del mar, siempre infinito; a diferencia de su nueva vida en una casa de alquiler. Después del estallido de la revolución de febrero en París, decidieron trasladarse a Boulogne-sur-Mer. Aunque viajaron sobre terreno llano, contemplando los bosques y acomodados en el primer vagón que tiraba una locomotora de vapor, el trayecto de la capital al puerto fue agotador, a escala de sus célebres pasos a través de los Andes, porque decidió cargar con el mobiliario además de movilizar a toda su familia. Cuánto le había insistido su hija Mercedes,
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amorosa pero firme, para que abandonara el escritorio y los sillones de Grand Bourg en la misma casa que habían vendido. Le insistió y le rogó, pues una cosa era marchar en grupo y otra, intentar mudar en partes un hogar. No le hizo caso. Mercedes sabía bien que se negó a escucharla porque temía lo que teme cualquier viejo: morirse sin nada. Y es que, eso era su padre, un viejo que acababa de sobrevivir, con el intestino a medias, a las toxinas de una infección de cólera y que caminaba cogido de las paredes, mirando con las manos lo que quedaba de su mundo. No. Era más que un viejo de vejez envejecida, pues su padre era el anciano tenaz que en plena revolución de 1848 tomó la decisión de resguardar a su familia y marchar hacia el norte para evitarles la sangre y la muerte de París. Así había sido desde pequeño y así seguía siendo don José, tantas décadas después: un individuo que sabía tomar una decisión y, sobre todo, se cuidaba de tomarla a tiempo y llevarla a cabo hasta el final. Quizá nunca dejaría de ser el santo héroe que tantos querían.
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—En América te quieren y te recuerdan, papá —le dijo Mercedes, mientras se disponía a leer los nombres de los remitentes de las cartas que le había entregado esa mañana monsieur Gerard. Monsieur Gerard era un abogado de puerto, despabilado y servicial, que se ocupaba de la biblioteca de la ciudad. No tenía hijos, pero tampoco era un solitario. Vivía con el recuerdo de una esposa joven que, al correr de los años, se hacía más hermosa en su memoria. Hay muertes que además de trágicas, son absurdas. Esa pérdida era otro de los aspectos en común con don José, si bien uno del cual no hablaban. Ellos fueron construyendo un vínculo que era más optimista: la fe que ambos le tenían a la libertad. Cuando se conocieron en persona, monsieur Gerard le confesó, con mucha pompa y sin ninguna vergüenza: «En mi despacho tengo muchos libros sobre la dignidad humana y la autonomía; sin embargo, es filosofía, palabras entre palabras. Con su excelencia aquí, por fin habita en mi casa la independencia». Monsieur Gerard valoraba la libertad tanto como despreciaba a los españoles, y don José 7
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los había vencido sin emprender carnicerías humanas. Tenerlo de inquilino en su vivienda representaba un giro para su existencia de tradiciones regionales, costumbres asentadas y litigios rutinarios, ya que hospedaba al protagonista de la gesta emancipadora más célebre del siglo. Cuando fueron acordando el precio del alquiler a través de un par de cartas, don José pensó que el monto que le solicitaban era muy bajo, y monsieur Gerard asumió que era excesivo; fue un desacuerdo de cortesías en que el abogado hubiese preferido favorecerlo todavía más, ya que en última instancia habría alojado al generalísimo por lo mínimo, lo que cubriera los gastos tributarios, solo por formar parte del último tiempo de su vida. ¿Y cuánto dura ese periodo en un hombre de setenta años de edad, como tenía don José? A monsieur Gerard le ilusionaba que, por lo menos, fuera suficiente como para entablar una amistad de conversaciones extensas y algunas confidencias. Boulogne-sur-Mer era diferente de París, donde nadie se conoce del todo y cada uno vive sumergido en sus quehaceres y preo8
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cupaciones. Le gustaba repetir que no tan bella como la capital, pero quizá mejor. Boulogne-sur-Mer, con sus treinta mil habitantes, seguía siendo un lugar para saludar a cualquiera en la calle y detenerse a debatir los aspectos públicos en los alrededores de la basílica. No había mayores ajetreos, salvo los que se imponían por su propio oficio los pescadores, antes del amanecer. Incluso, ahora que la ciudad vivía del turismo, gracias a que en sus costas se inauguraban los baños de mar, los vecinos y conocidos nunca dejaron de tratarse como si fueran parientes, apoyándose e impulsando de manera colaborativa sus negocios. Por ello, varios de los hoteles que se habían levantado en los últimos años eran similares entre sí, tanto en la infraestructura exterior y las comodidades que ofrecían, como en el trato cordial y parsimonioso que se prodigaba al visitante. De buen grado, unos hacían la competencia a otros, pero resistiéndose a competir. Don José, sin suponerlo, trasladó su vida y familia a una región donde los extranjeros eran acogidos con predilección y esmero; y para máxima satisfacción, se instaló en 9
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la casa de un bibliotecario que lo valoraba desde mucho antes de conocerlo. «... si algún día se viera atacada la libertad de los peruanos, disputaré la gloria de acompañarlos como un ciudadano», había declarado José de San Martín décadas atrás, en 1822, al Congreso de la República, cuando se disponía a dejar el país y buscaba reencontrarse con su familia para iniciar su exilio. Ese anuncio fue lo que más conmovió a monsieur Gerard de cuanto leyó en un libro de edición bilingüe, publicado años después en los talleres de Mignet. No recordaba el título de la obra, pero sí el valor insubordinado de su contenido, ya que recogía manifiestos y discursos de los libertadores del Nuevo Mundo. El estilo sencillo de José de San Martín, su forma directa y cercana de expresarse, la inclinación a pensar en los demás y el equilibrio de humildad con presunción que lograban traducir sus palabras, produjeron en el joven Alfred Gerard empatía y una platónica complicidad cuando leyó los documentos del generalísimo. Que luchara por la libertad de tres naciones contra el poder de una monarquía, confirmaba que 10
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la emancipación era un ideal más noble que la dominación de un pueblo sobre otro, y tendría que ser un valor universal. Siendo francés, esta perspectiva era sediciosa, pues él había servido a una corona y fue súbdito de sus afanes expansionistas; no obstante, por ser francés se sentía ante todo, un ciudadano, y veía con mejores ojos un mundo sin colonias. Y a ello seguía encaminándose América; ese territorio lejano y fantástico, arrasado y fértil, profundo y milenario, con el cual volvía a soñar a raíz del personaje que ahora se hospedaba en su casa. Don José encarnaba la liberación de América, y desde ahí, al otro lado del anchuroso y jadeante Atlántico, llegaron los cuatro sobres membretados que esa mañana dejó en las manos de Mercedes.
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