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UNA VEZ NOS VI REÍR

Anaclara Muro

Cuando una vive tantos años en la misma ciudad, es difícil mantener espacios libres de significado. Es decir, una pasa momentos especiales en cualquier lugar, y ese lugar que antes solo era una referencia, un lugar divertido o agradable, se carga de significado. Como las magdalenas de Proust, los espacios se van convirtiendo en detonadores. Una tarde cualquiera, te sientas en una mesa frente a la ventana de un café; a través de los barrotes observas el museo, te detienes en Francisco Cervantes ignorando a la gente que pasa, ves la carta para buscar una bebida que te quite el calor y, de repente, como si te atravesara una ráfaga de viento, recuerdas la risa de otra persona, el aire frío del que estaban escapando cuando se metieron ahí buscando una mesita, las manos heladas aferradas a estar juntas para generar, aunque sea, un poco de calor, la ilusión de la primera cita.

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Una tarde cualquiera, te sientas en una mesa frente a la ventana de un café; a través de los barrotes observas el museo […] y, de repente, como si te atravesara una ráfaga de viento, recuerdas la risa de otra persona.

Es muy raro cómo los recuerdos no siempre (o casi nunca) están completos, a veces son solo momentos, sensaciones o imágenes. El olor de una persona, la punzada de estar triste, cómo se va iluminando una habitación mientras amanece. A veces es posible reconstruir toda la historia o fragmentos; te acuerdas de las costumbres, de los lugares que frecuentaban, dónde se besaron por primera vez, donde discutieron, cómo se originó el rompimiento.

Tengo ciertos recuerdos que me asaltan siempre en ciertos lugares. Un pasillo larguísimo con ventanas de un lado y una pared tan alta que hay que voltear hacia arriba para ver el borde que contrasta con el cielo. La adrenalina de ir en bici por un lugar desconocido detrás de la persona que te genera una ilusión particular, alguien que logra que te asombres por todos los murales que hay en ese barrio que está tan cerca del centro y al que nunca habías ido, la certeza de no querer llegar nunca. Un parque donde nos sentamos a platicar, donde nos vemos a los ojos y hablamos de nuestras vidas, de los miedos y los deseos; un camino que nos va marcando un perrito, seguro de nuestra presencia detrás, seguro de que no se quedará solo. Un beso en el alféizar de la ventana de un edificio colonial la noche más cursi del año, la misma que comparte festejo con el aniversario del museo más popular de Querétaro, la certeza de que era un amor imposible, lo cual no fue un motivo para no dejarnos llevar en ese momento.

Claro que los recuerdos no son confiables. Y, sin embargo, aferrarnos a ellos es una estrategia de supervivencia que puede traicionarnos, que nos hace sentir cosas que ya no queremos sentir, que nos obliga a sonreír en momentos inadecuados con personas inadecuadas, que nos saca una lágrima que no le quieres explicar a nadie. Los lugares van acumulando historias y regresar se puede volver difícil, como si fuera una traición.

Es muy raro cómo los recuerdos no siempre (o casi nunca) están completos, a veces son solo momentos, sensaciones o imágenes. El olor de una persona, la punzada de estar triste, cómo se va iluminando una habitación mientras amanece.

La complicidad de una pareja no tiene testigos. Nadie más puede explicar qué pasó, por qué se querían, por qué se dejaron de querer, cuáles son esos gestos compartidos que se quedaron suspendidos en el tiempo, unidos por los caprichos de la memoria a un olor, una canción, una calle, la luz a cierta hora del día.

Por fortuna hay lugares que se quedan intactos, porque no vuelves, porque cierran, porque se cambian de lugar. Los recuerdos entonces se quedan atrapados en ruinas, como si nunca hubieran existido. Uno de esos lugares fue El Rincón de los Sentidos, un lugar que estuvo abierto más de veinte años, una casa colonial restaurada para ser un café, acondicionada para acompañar a todos esos adolescentes que a comienzos de la década de 2000 buscamos un lugar alternativo, un lugar con cierta atmósfera romántica y misteriosa. La casa estaba construida alrededor de un patio con una fuente de cantera en medio; alrededor estaban las habitaciones acondicionadas con mesitas y sillones, con decoración new age, telas de colores, cojines en el piso, elefantes garigoleados y lámparas orientales. Mi primera cita romántica sucedió ahí, en ese café. Yo apenas tenía una idea de cómo debía comportarme; gracias a las películas románticas, tenía la esperanza de que todo se resolviera como por arte de magia, que hubiera música, lluvia, una mirada que sustituyera cualquier explicación, un momento de lucidez que nos hiciera sentir una conexión fuera de este mundo. Pero en la vida real todo era distinto, la torpeza no era encantadora, hubo muchos silencios incómodos y nada mágico llegó nunca a salvarme. No regresé mucho a ese lugar. Tal vez me avergonzaba esa versión tan ingenua de mí misma. En el fondo me alivia que ya no exista, ahora puedo contarme la historia que yo quiera sin que ningún recuerdo incómodo me asalte por sorpresa.

Tal vez tendríamos que partir de que todos los recuerdos son inventados y todos son completamente ciertos. La verdad y la ficción nunca han estado peleadas. Somos la historia que nos contamos, somos ese mapa de lugares en donde descubrimos múltiples y diversas versiones de lo que fuimos porque somos todas esas historias de amor que duran para siempre cuando nos las encontramos por casualidad.

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