Los sueĂąos de una cisne en el pantano
©Los sueños de una cisne en el pantano de Leonarda Zavaleta Pérez ©Edición de la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra, Ediciones Omecihuatl y Astrolabio Editorial Coordinación editorial: Elena de Hoyos Diseño editorial y cuidado de la edición: Marina Ruiz Rodríguez Coordinación metodológica: Rosalva Aída Hernández Imagen de portada: Sandra del Pilar, Retrato de Leo en el proyecto Mujeres Castigadas. Fotografía de la imagen de portada: Thomas Oyen Diseño de portada y formación tipográfica: Irene Heras Corrección ortográfica: Amelia Rivaud Morayta
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el permiso expreso y por escrito de las editoras. ISBN: 978-607-7964-25-4 hermanasenlasombra@gmail.com Cuernavaca, Morelos, julio de 2016 Hecho en México
Los sueĂąos de una cisne en el pantano
Leo Zavaleta
En la vida de los seres humanos hay obstรกculos y cosas terribles que nos toca vivir, pero la actitud frente a ellas es lo que permite que surja una cisne en el pantano. Valoremos lo bueno que la vida nos ofrece. Galia Tonella
Contenido Mi infancia: si hubiera podido eternizar los años
11
Hay cosas que una niña no podrá olvidar jamás
15
La princesa se convirtió en la cenicienta de su propia madre
17
El burro y la iguana
20
Más historias de burros y gallinas
23
Viví entre pesadillas
25
Desde que llegué a vivir a tu lado he sido grande
30
Era tan grande mi coraje que no sentía las heridas de los pies
38
Es tu oportunidad para casarte de blanco, ya todos sabemos que no eres señorita
45
Las mujeres no tienen derecho a enamorarse, eso es para los hombres
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La tuvieron toda la noche y entre todos la violaron
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Le dije que aceptaba, no me quedaba de otra
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El perro y la chiva
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Tenía que tener valor si quería que terminara la violencia
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Aquel niño al que yo le cuidaba los chivos
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Nos abrazamos llorando, nuestra dicha era completa
77
Delante de mis hijos actuábamos como si nada pasara
85
Terminaba mi plegaria y corría a empinarme el líquido hasta el fondo
87
No los conozco, no sé a qué se dedican
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No te preocupes si no tienes ropa, ve a Liverpool de Galerías
98
Bajo el guamúchil me siento a esperar a que el pajarito me cague
106
Los mitos de la cárcel fueron desapareciendo
113
El después, no es nunca un regreso
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Mi infancia: si hubiera podido eternizar los años Nací en un lugar montañoso, casi selvático, en el que abunda una gran variedad de árboles frutales de mango, guamúchil, naranja, guanábana: Hacienda Vieja, municipio de Tlacotepec, una comunidad indígena tlapaneca en el estado de Guerrero. Un lugar rico en vegetación, podría decirse que no morirías de hambre con tantos frutos. Y qué decir de la pesca en la época de secas, es decir en cuaresma: camarón, trucha, bagre, mojarra, pez plata. Me encantaba atrapar los peces, lo hacía con mucha facilidad ya que el río tenía poca agua y era muy limpia. Por temporadas, en la época de lluvias, se ensuciaba y los hombres sólo podían pescar con anzuelo. Otra manera de comer pescado, era cuando el río crecía demasiado y se cambiaba de lugar dejando charcos con muchos peces; me encantaba meterme y sacarlos. Mis primos y yo llenábamos cubetas de pescados, estábamos todo el día limpiándolos, para después ponerlos a secar y así teníamos comida para varios días. El río de Hacienda Vieja es hermoso, quisiera que a través de mis palabras ustedes pudieran verlo. Un lugar lleno de bendiciones y belleza que sería testigo mudo de mi historia. Cuando había escasez vivíamos como todo ser del campo: con Dios en la boca pidiendo que lloviera, pero no mucho, para poder disfrutar de la madre naturaleza, 11
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ya que cuando el río crecía demasiado, quedábamos incomunicados. Los meses de julio, agosto y septiembre, era cuando más sufríamos, porque no había fruta o donde poder conseguir algo para comer. Las cuadrillas más cercanas estaban del otro lado del río. Era imposible cruzarlo, ni siquiera los hombres. Mi abuela se iba atravesando cerros para conseguir algo de comer. Salía de la casa a las cinco de la mañana y regresaba a las cuatro de la tarde. Mi madre nos daba de desayunar un pedazo de calabaza tierna con un poco de leche, para aguantar hasta que llegara la abuela. De lo que traía nos daban poquito, había que dejar algo para el siguiente día, sólo nos daban una tortilla a cada quien. Vengo de una familia numerosa. Mi padre fue campesino, mi madre se dedicaba a la alfarería y al hogar. Mi mamá, Roberta, era la “otra” como dicen ahora, la amante. Mi padre Oscar era casado y tenía tres hijos con su esposa Margarita. De la parte materna soy la sexta hija y de la paterna, la cuarta. Nací fuera del matrimonio. Parecía que tendría una vida normal como la clase humilde, pero no fue así. Mi madre nunca formó una pareja estable, le gustaba estar con diferentes hombres, por esa razón mi padre decidió llevarme con él al lado de su esposa, que lo perdonó y me aceptó como a una verdadera hija. A la edad de un añito, me fui a vivir con mi madrastra. Ella no tenía hijas mujeres, sólo hombres. Desde ese día fue para mí como una verdadera madre, a la que con cariño le decía mamá Mago, porque no podía pronunciar su nombre. Era muy feliz. Mi madrastra me quería mucho, ella sería la única figura materna que tendría por el resto de mi vida, todavía la recuerdo como si 12
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fuera ayer. Cuando se refería a mí, decía: “Mi princesita hermosa, yo te voy a dar todo el amor que tu madre te ha negado”. Por más que intento, no la recuerdo enojada o molesta conmigo, siempre dulce, buena. Aquí la madrastra del cuento fue mi madre. Esta felicidad al lado de mi padre me duró muy poco. Si hubiera podido eternizar los años, lo habría hecho, desearía tal vez, que el tiempo pasara muy lento, casi sin moverse. Si eso fuera posible aun estaríamos juntos. Pero la fatalidad del destino nos separó. Mi padre y su esposa se iban a Tlacotepec donde había tiendas de abarrote y podían surtirse de artículos de primera necesidad. Eran tres días de camino en bestias (mulas, caballos o burros) y como mi mamá Mago cada año se embarazaba, siempre estaba criando, por lo que de pasada me dejaba con mi madre Roberta, para que me cuidara en lo que regresaban, era imposible viajar con chiquillos. Roberta vendía alcohol, en su casa siempre había hombres borrachos, ahora entiendo por qué mi padre la amenazaba con una escopeta que traía colgada. “Si algo malo le pasa a la niña, te mato” le decía. Quiero pensar que eso fue lo que hizo que mi madre me rechazara. A mis escasos siete años, decidió la vida o Dios, separarme de mi padre; se fue a una fiesta de la cual ya no regresó, un arma homicida lo esperaba de regreso a casa, como decimos, “lo venadearon”. Por la madrugada fueron unos hombres avisarle a Mago que mi papá quería vernos, cuando llegamos al lugar, lo miré tirado en el suelo. Me dijeron que pasara a verlo; estaba acostado en un petate, presentí al instante que algo malo 13
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sucedía, mi abuela ya estaba con él y me acercó para que me diera su bendición. Todavía lo pude ver con vida, su cara era apacible, no había señas de dolor, no se quejaba, era increíble. Me dijo que me quería mucho y me recomendó con su esposa para que no me dejara ir con mi madre, la hizo jurar que así lo haría. Ella sólo lloraba, asintiendo con la cabeza. Yo no comprendía, pensaba que mi padre estaba cansado y que sólo quería seguir durmiendo. Al día siguiente, ya en el panteón, miré que un tipo le echaba la tierra encima. Yo le decía: —¿Qué haces? No se la eches, él está dormido. Mi hermano mayor me jaló del brazo, con tan sólo diez años, parecía ya tener idea de lo que pasaba, me sostuvo con cariño y me retiró de ahí llorando. Me dijo: —Nos quedamos solos, nuestro padre no está dormido, ha muerto, no lo veremos jamás. No comprendía bien la muerte, no ver a mi padre y estar sola me daba mucho miedo. Fue entonces cuando empecé a llorar. ¿Qué pasaría?, si él era lo que más amaba, y él a mí. ¿Qué sería de nosotros?, una de mis tías me abrazó para consolarme. Me dijo: —Ya no llores, todo va a estar bien. Los primeros días no lo extrañaba porque iban muchos niños a los rezos y jugaban conmigo. Al término del novenario me di cuenta de la ausencia de mi padre, todas las tardes me salía al patio a esperarlo como lo hacía antes cuando él llegaba del trabajo, pero esta vez sin ningún resultado. Cuando llegaban mis tíos y mi abuelo del trabajo, con la mirada buscaba a mi padre sin encontrarlo. Mi abuelo me cargaba y me decía: —Véngase, mi flaca, vamos a cenar, al rato llega papá. 14
Hay cosas que una niña no podrá olvidar jamás Hoy trato de recordar a mi padre. Físicamente no lo recuerdo muy bien, sólo algunos detalles. Uno de ellos era su pelo chino. Tez morena clara, ojos verdes de mirada apacible. Hay cosas que una niña no podrá olvidar jamás. Por ejemplo, cuando íbamos al río a lavar ropa con mi mamá Mago. Mientras ella lavaba, mi papá y yo pescábamos para la comida. Cómo se reían de mí cuando yo salía del agua corriendo, dando tremendos gritos dejaba escapar al pez. Mi papá y yo atrapábamos los peces metiendo la mano en las piedra por que ahí se escondían, por eso cuando sentía que el pez se movía, me asustaba y salía corriendo del agua. Bajo un árbol me ponía a hacer ollitas de arena. Cuando sentía que me quemaba el sol, mi papá me llevaba a lo más hondo del río, así me enseñó a nadar. La caricia del agua fresca sobre mi cuerpo semidesnudo y los brazos de papá, me hacían sentir segura. Ya de regreso a la casa pasábamos por la huerta, había una gran variedad de frutas, parecían de ensueño: mango, naranja, mamey, limón, sandía, melón, jitomate, picante y mucha caña. Para hacer el piloncillo, mis abuelos, tenían un molino donde molían la caña, ¡cuántos frutos, qué tiempo aquel! Esos árboles parecían una pintura pero hoy sé que eran reales, cargados de frutos invitando siempre a saborearlos. Cuando a mí se me antojaba comer un mango, mi papi usaba sus fuertes brazos para cargarme hasta alcanzarlo, así su princesa podía cortarlo. Mientras 15
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yo saboreaba mi fruta, él miraba a su niña como si fuera la única y para mí era como tocar el cielo, mi padre era mi héroe. Me hubiera quedado para siempre en los brazos paternos si no fuera porque Mago gritó: —Ya dejen de cortar fruta, se nos hace tarde. Por el camino, mi papá seguía soñando con que su princesa estudiara y fuera la mejor rezandera, porque en el pueblo es un privilegio serlo. Eso nunca pudo ser. En las tardes en que él llegaba del trabajo, yo salía corriendo para abrazarlo, entonces inclinaba su barba para hacerme cosquillas con ella y a mí me encantaba. Sus sueños y los míos fueron interrumpidos bruscamente, sigo maldiciendo hasta hoy esa fiesta de la cual no regresó; se arregló y se despidió de su esposa, dándome un beso en la frente dijo: —Regreso pronto. Qué ironía, ese sería el último adiós. Mi abuelita me abrazó mientras decía que ya no lo esperara, él estaba con Dios. Señalando al cielo me dijo: —¿Ves ese lucero, el más hermoso? —Sí —respondí. —Pues ese es tu papá quien desde ahí te cuida. Tú no te preocupes, siempre serás la princesa, irás a la escuela y un día serás la mejor rezandera, yo haré realidad los sueños de tu padre. Pero no pudo ser posible. Recuerdo que cuando murió una hermana de mi papá, fueron por el rezandero a un lugar llamado La Laguna, eran cinco horas de camino, por eso se quedó hasta que terminara el novenario, era imposible ir y venir todos los días. Tener un rezandero en la cuadrilla era una verdadera suerte porque la mayoría de la gente no sabía leer. 16
La princesa se convirtió en la cenicienta de su propia madre Días después de la muerte de mi padre apareció mi verdadera madre, ya la conocía de las ocasiones en que mi papá me dejaba encargada con ella. No la quería, pues era muy seca conmigo, además, había algo que no me gustaba, por eso cuando la vi mi corazón dio un vuelco, como si presintiera todo el daño que se me avecinaba con ella. Así que corrí para agarrarme de las faldas de Mago, ella le suplicaba que no me llevara a su lado, argumentando que si no tenía para darles de comer a sus otros hijos, cómo agregar otra boca más. Mi mamá replicó: “Para eso es mi hija, yo hago con ella lo que quiera, tú no te metas” y de un jalón me separó de las faldas de Mago. Mi abuelita María también intervino, llorando le suplicaba que me dejara con ella pero todo fue inútil, en ese instante, a la princesa se le hizo añicos su castillo, dejando atrás sus sueños y esperanza. Cuando llegué a mi nuevo hogar, mis hermanas se miraron como diciendo: “Otra boca más, menos va a alcanzar la poca comida”. La cena no se hizo esperar, un suculento jarrito de té con tres galletas mexicanas. Cambié mí catre de madera tejido con lazo, al que encima le tendíamos un petate hecho de palma y lo cubríamos con un cobertor. En nada se parecía a los cartones en los que ahora me 17
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tendía en el piso, mi cobija por un capote (algo similar a un petate) con lo que no pasaba frío, sólo si sacaba los pies. Esa noche no dormí, extrañaba mi casita de adobe, con esos corredores llenos de macetas con muchas flores, lo comparaba con ese chiquero y sobre todo con un ambiente de dolor y tristeza. Los gritos de mi mamá me volvieron a la realidad, ya había amanecido. Era hora de ir por el agua al pozo para cocinar, ése día solamente me tocó regar plantas y llenar las tinajas. Al segundo día la princesa se convirtió en la cenicienta de su propia madre, aquí la madre era la madrastra. No me fue difícil aprender a cocinar, ya que sólo era poner los frijoles o hacer una salsa cuando bien nos iba. Únicamente hacía las tortillas; eso sí me costó trabajo aprender, porque eran a mano, cada tortilla era un recuerdo vivo de mi padre muerto, no lo quería comprender pero esa era mi realidad. Mi mamá era muy estricta, no le gustaban las cosas mal hechas, cada vez que una tortilla salía rota o con chipote, con la misma me quemaba las manos hasta que me saliera bien. No teníamos molino para moler el nixtamal, lo molía en metate. Me costó trabajo aprender, no me aguantaba el metlapil (la mano del metate). Primero martajaba el nixtamal, es como hacer salsa en el molcajete para poder hacer la masa. Tampoco teníamos tortillera para hacer las tortillas. Cuando le decía: —Mamá, compra una tortillera o molino, todavía estoy chica. —¡No me des lata que no eres vieja, los molinos son para huevonas! —ella me contestaba bien enojada. Era muy cruel y dura, pareciera que no tenía corazón ni sentimientos. Comprender a mi madre fue 18
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imposible. Hasta la fecha la justifico pensando que nadie puede dar lo que no tiene. Cuando me encargaba otra comida, corría con las vecinas para que me enseñaran pues tenía miedo a los castigos. Ella se quejaba de no tener tiempo para enseñarme. Desde muy temprano se levantaba a hacer sus ollas, que más tarde yo salía a cambiar por alimentos para medio comer. En ese tiempo casi no se usaba el dinero, todo se hacía a través del cambio, a eso se le llama trueque. Tenía a mi hermano mayor, pero no vivía con nosotras. Así que yo tenía que ayudar a mi madre en todo, por ser la más grande.
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El burro y la iguana De vez en cuando nos visitaba mi hermano mayor, pero no se quedaba mucho tiempo con nosotros, desde el día en que mi madre le azotó cuatro varas con espinas en la espalda, debido a un antojo de mi hermanita. En el patio de la casa había un árbol de bonetes,1 le dijo la niña: —Manito, córtame un bonete. Él subió a cortar la fruta que ya estaba madura. Antes de que la cortara, cayó en la cara de la niña que estaba bajo el árbol. Al escuchar los chillidos salió mi madre, traía una vara con gancho para tirar a mi hermano. Pero él se subió hasta la punta para que no lo alcanzara. Ella me dio la vara y dijo: —Cuida que no escape. Voy por otra más larga. —Baja rápido, huye antes de que la ogra regrese — le dije a mi hermano en cuanto se fue. No quería que le pegara. Cuando regresó, mi hermano ya no estaba. Se puso furiosa conmigo. En seguida le dijo a su cuñado: —Pégatele, que no escape. Mi tío corría muy fuerte, de volada le dio alcance. Mi mamá lo amarró de las manos y los pies. Le acabó en la espalda cuatro varas de garabato con espinas. Son muy parecidas a la bugambilia, las espinas un poco más largas. Ya se imaginarán como quedó la espalda de mi hermano. Yo estaba atrás de la casa escondida. Tenía 1. El bonete, también conocido como cuaguayote (Pileus Mexicanus) es un fruto silvestre comestible que se da mucho en el estado de Guerrero.
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miedo de que me pegara. Sentía tanta rabia e impotencia. Ni como ayudarlo, decía entre mí: “Vieja malvada por qué no se muere”. Estaba enferma. Disfrutaba vernos ensangrentados. Por la noche, mi hermano tomó la poca ropa que tenía y se fue de la casa. Además, mi hermano era muy celoso. En el rancho no hay hotel, la mujer que anda de loca, lo hace atrás de los matorrales, como los perros. Nos daba pena tener una madre así. Al despedirse de mí, me dijo: —Si quieres, vámonos los dos. Hay que dejar a la vieja sola. A ver quién le ayuda con sus hijos. Tuve miedo. Una mujer corre muchos peligros. Él era hombre, él sí se podía ir, a diferencia de mí. Esa desventaja de género, me perseguiría toda la vida. Sin embargo, a veces nos visitaba. Era entonces cuando hacíamos travesuras. Pero inocentes, no con malas intenciones. Aquí les contaré uno de los recuerdos que tengo de mi hermano mayor. Mi abuelita contaba que cuando una iguana te mordía, no te soltaba, hasta destrozarte la parte donde te mordía, a menos que rebuznara un burro, cosa misteriosa, porque la iguana solamente obedecía dicho rebuznido. Sin querer, mi hermano y yo pudimos comprobar que la anécdota de la abuela era verdad. En una ocasión, él llegó con una iguana, supuestamente muerta, para cocinar. Teníamos mucha hambre, pero yo la miré muy pinta y le dije: —Oye, Tomás, mi mamá nos ha dicho que cuando las iguanas están muy pintas no las podemos comer. —Sí —replicó él— pero también nos ha dicho que si no tienen la lengua horquetuda sí se pueden comer. —¿Cómo podemos saber si la tiene o no horquetuda? 21
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—Ay, muy fácil, métele el dedo mientras yo le abro el hocico. —¿Y si me muerde? —contesté. —No, porque ya está muerta. Yo muy obediente le metí el dedo. ¡Ay nanita! Cual va siendo mi sorpresa, el dichoso animal no estaba muerto y me mordió el dedo. Comencé a gritar y a correr desesperadamente. —¡Ay, ay mi dedo! —Párate, párate para que te la quite —mi hermano también gritaba. Yo seguía corriendo con la iguana pegada al dedo, hasta que él se acordó de la anécdota de la abuela y comenzó a rebuznar como burro. Al instante, me soltó el animal, que por poco y me destroza el dedo. En seguida me curó enredándome un trapito para que mi mamá no se diera cuenta. Después que se me pasó el susto y el dolor, nos atacamos de la risa porque le hizo igualito al burro. Ya ni nos la comimos, mejor se la dimos a los perros. Pero sólo era en los días de visita, desgraciadamente él no estaba mucho tiempo con nosotros. Los juegos terminaban y volvía a mi realidad. Era la única que ayudaba a mi madre en todo.
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Más historias de burros y gallinas De las pocas veces que yo recuerdo haberme escapado de los golpes de mi madre, fue el día que me mandó con la vecina a conseguir un burro. Íbamos de madrugada, mi abuela, mi hermana y yo al cerro a vender los comales y las ollas. Mi abuela dijo: —Ve con la vecina, que te preste su burrito y te lo traes ahorita. Así lo hice. Temerosa de que se ahorcara como el otro burro, le dejé floja la soga. Cuando le iba a dar la pastura, vaya susto que me llevé, el burro se había escapado. Queriendo o no, se lo dije a mi madre, a lo cual me contestó: —No sé cómo le hagas, pero me lo traes ahora mismo, si no quieres que te bañe en sangre. Yo muy asustada le dije a mi hermana: —Acompáñame, es de noche, tengo miedo. Nos llevamos una jícara con sal. —Tú les das la sal, mientras yo checo si es burro — Le dije a mi hermana. Había muchos en la playa, pero ¿cómo saber si era hembra o macho? Yo los miraba todos iguales, de ahí el dicho que dice: “De noche todos los burros son pardos”. Mi hermana les daba la sal, yo les alzaba la cola y metía la mano. Por fin encontramos uno con huevos. Regresamos con el burro. Le dijimos a mi madre que lo fuimos a traer a su casa. 23
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Tuve que mentir para que no me pegara. Salimos de madrugada, no se dio cuenta de que no era el mismo. Regresamos por la noche, en ese mismo instante lo fuimos a entregar. Le quitamos la montura antes de llegar con la vecina. Regresamos a la casa como si nada. Otro de los recuerdos que tengo de niña es el día que mi madre me encargó que le llevara la comida. Me dijo: —Matas una gallina para que nos lleves de comer, porque tengo peones. Yo nunca había matado una gallina, sólo miraba que le estiraban el pescuezo y la metían al agua caliente para quitarle las plumas. Así que puse el agua a hervir, atrapé a la gallina, le apreté el pescuezo hasta que se puso morada, la dejé en la mesa y fui por el agua. Cuando regresé, vaya susto que me llevé: el animal andaba corriendo todo atarantado. Sentía que ya se me hacía tarde. Volví a atrapar la gallina y le corté la cabeza con el machete, pero se me olvidó colgarla para que se desangrara y la carne quedó morada, con lo exigente que era mi madre ya se imaginarán cómo me fue.
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Viví entre pesadillas Aún no pasaba un año de estar viviendo junto a mi nueva familia, cuando tuve una pesadilla, soñé que alguien me metía un palo en medio de las piernas. Desperté gritando: ¡Mamá, mamá! Alcancé a mirar como una sombra corría hacia donde dormía mi madre, que momentos más tarde llegó preguntando: —¿Por qué gritas? Le conté lo que había soñado, me revisó mis genitales para cerciorarse de lo que había pasado. —Cállate, no pasó nada vuelve a dormir, sólo fue una pesadilla —me encargó que no se lo contara a nadie. No pude guardar el secreto a consecuencia de que no podía caminar bien. —¿Por qué no puedes caminar? —me preguntó mi abuelita. Le conté lo de mi sueño en el cual yo creía que me habían metido un palo en mis genitales. Con ayuda de mi tía Rafaela, revisaron mis calzoncitos manchados de sangre. —Sólo fue un sueño, bórralo de tu mente —me dijo mi abuelita mientras subía mis calzones. Mi abuelita y mi mamá cocinaban juntas, sólo por las noches dormíamos en chozas separadas tejidas con carrizo. Por eso fue que pude ver la silueta cuando corría hacia donde dormía mi madre. Miré a mi abuelita poniendo a remojar un pedazo de cuerda, le dijo a mi tía que fuera por mi mamá, estaba lavando la ropa en el río. 25
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Cuando regresaron juntas, vi cómo le pegaba a mí mamá. En ese momento no supe por qué, pero estoy segura que mi abuela sí sabía lo que me habían hecho. Sin duda ese hecho marcaría mi vida de una forma singular. Así viví entre pesadillas, no reconociendo mi realidad. Poco a poco fui borrando lo del sueño, no así mi inconsciente. A partir de ese momento, comencé a tenerles mucho miedo a los hombres y la imagen de mi padre como bueno y fuerte se fue perdiendo en este horizonte que nada me ofrecía, sólo pesadillas. Mi miedo constante a los golpes y a los gritos de mi madre, iban formando en mí un carácter retraído y miedoso. Tanto me acostumbré a esa vida de maltrato, que son pocas las ocasiones en que recuerdo que alguien me defendiera de algo. Cuidaba los chivos a la orilla del río, cuando un niño malora me jaló muy fuerte de los cabellos porque no quise jugar con él, otro niño de nombre José Manuel me defendió. Y tengo que admitir que sentí muy bonito que me defendieran, cuando le dijo: —¿Por qué le pegas?, la estás lastimando, si no quiere jugar contigo no la puedes obligar, es una mujer, debes tratarla bien. Así que José Manuel fue un refugio en esa niñez tan dura, cuando él me veía golpeada por mi madre, cortaba yerba del golpe,2 que servía para sanar las heridas y me las ponía en los golpes, decía que con eso sanaría pronto. Fueron sus buenas intenciones las que me ayudaron a tener un poco de confianza. Sería porque él también era huérfano. Su madre lo entregó con los abuelos para que lo educaran. Lo paraban a las tres de la mañana a darle de 2. Término local con el que se conoce al árnica.
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comer a los bueyes. Más tarde lo mandaban por la leña. Luego a pastar los chivos. Además todos le pegaban, no lo bajaban de “huevos de burro” porque era moreno. Cuando se quejaba con su madre, ella le contestaba: —Es por tu bien, hijo, alguien tiene que educarte, yo soy mujer, no te puedo enseñar a trabajar en el campo, no te quejes, aquí nos dan techo y comida. —Pero, mamá, yo quiero estudiar, ir a la escuela como lo hace mi tío —replicaba. —Ya te dije que no se puede, la escuela es para los niños que tienen padre y tú, tuviste la mala suerte de ser huérfano. Ya no des lata, si no quieres que te dé tus cuerazos. Así que aprendió a leer y a escribir a escondidas de sus parientes. Mis primas y yo le cuidábamos los chivos, mientras él iba por su tarea. Para nosotras era como el hermano que no teníamos. En algunas ocasiones mi madre me prestaba con doña Eulalia para que le ayudara con su quehacer. La señora no tenía molino. Por eso me iba a moler el nixtamal con doña Martina, madre de José Manuel. Él me ayudaba a moler. También me estaba enseñando a leer, pero cuando mi madre se dio cuenta, me dio tremenda cueriza. Decía que las mujeres no teníamos porqué perder el tiempo jugando a la escuelita: —Lo único que tienes que aprender es a hacer tortillas y a cocinar. Ser una buena esposa, saber cómo tratar a tu marido, darle gusto en todo para que no te cambie por otra. Era una señora ignorante y cerrada, no había manera de hacerla cambiar de opinión. La odiaba, era tan cruel, nadie le importaba. 27
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Mi madre cultivaba hortalizas, cilantro, lechuga, rábanos, que me mandaba a cambiar por otras cosas más útiles. Cuando salía con mi hermana para hacer el trueque y miraba hombres a lo lejos, corría a esconderme entre los matorrales. —¿Por qué lo hacemos? Si no nos están haciendo nada —ella preguntaba. —¡Cállate! Tú no sabes lo que puede pasar con esos tipos. Tampoco entendía por qué ya no dejaban a mi abuelito abrazarme. La crisis aumentaba y las bocas también. Cada vez que mi madre se iba a Cuernavaca, dizque a trabajar, regresaba con un nuevo hermanito. No entiendo, si éramos tan pobres, ¿por qué llenarse de hijos? Fueron épocas muy difíciles, mis primas y yo íbamos a las casas a pedir tortillas duras. Nos las daban con lama, así las poníamos a dorar, para medio comer. En otras ocasiones, cocíamos un huevo para cuatro niñas. La comida consistía en hacerlo pedazos dentro de un plato con agua, sal y limón. A eso le llamaban caldo de huevo. Recuerdo con tristeza que era tanta nuestra hambre, que mi hermanita se comía las lagartijas casi vivas. Las metía tantito en la ceniza caliente y así se las comía. Mis primas y yo nos divertíamos mucho al ver como peleaba su alimento contra una mascotita que teníamos. No teníamos juguetes. La economía no daba para eso. Cualquier cosa era buena para jugar. Un día atrapamos una viborita muy pequeña, la bautizamos con el nombre de “Chabela”; le hicimos una cajita de madera con hoyos, la alimentamos con mosquitos. Con el tiempo, la mascota se convirtió en una hermosa culebra 28
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rallada con la panza roja, de un metro de largo. Le gustaba cazar ratones y lagartijas. Mis primas y yo jugábamos a las apuestas, a ver quién atrapaba primero su alimento: si mi hermana o la culebra. Las dos se subían a los árboles de copal, lugar favorito para esos animalitos. Cuando los chivos ya no tenían que comer, nos cambiábamos de jato, donde hubiera pastura nueva para los animales. En el camino, mi abuelita se dio cuenta de que mi prima Altagracia llevaba cargando una caja, que no era precisamente de ropa. La obligó a destaparla. Se dio cuenta de que traíamos la culebra. La mató. —Como vuelvan atrapar otra —nos dijo— verán que cueriza les voy a dar, bribonas, qué tal si atrapan una venenosa, tengan cuidado con esos animales. No son para jugar. Los únicos momentos en que yo disfrutaba mi niñez, eran cuando mi madre salía a trabajar lejos y nos dejaba con mi abuela.
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Desde que llegué a vivir a tu lado he sido grande A mis escasos nueve años comencé a trabajar en el campo, iba atrás de la yunta destapando la milpa que el arado dejaba enterrada y acomodando las guías de calabaza; pero para poder ganarme cuatro pesos, debía hacer lo mismo que un adulto. Si no, eran cuerizas que me daba mi madre. No me pagaban con dinero, todavía tenía que pasar con el patrón para desgranar el maíz, llevármelo a mi casa, poner el nixtamal para que tuvieran que comer mis hermanos al otro día. No usaba zapatos, por la noche mis hermanos me ayudaban a sacarme las espinas que se me enterraban durante el trabajo. No iba a la escuela, entre carencias y limitaciones ni pensarlo. Tampoco tenía tiempo para jugar, ni siquiera un juguete, eso era lo de menos, lo que realmente me dolía, era la diferencia que mi madre hacía entre mis hermanas y yo. Se burlaban de mí diciendo que yo no tenía ni padre, ni perro que me ladrara. —Tú no eres nuestra hermana. Eres una recogida. ¿Por qué no te largas con tu otra mamá? —Sí tengo papá —les contestaba— está en el cielo, es muy hermoso. Desde arriba me cuida. Cuando le daba la queja a mi madre de las cosas que me decían sus hijas, me contestaba: —No me molestes. Si estás peleando con tus hermanas, te voy a dar tu madriza. 30
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Me quedaba callada para no provocar su ira. Me daba miedo verla enojada. Recuerdo bien aquel día que me dijo: —Ponte la lumbre. Vamos a hacer atole de calabaza. Eran las seis de la mañana. La noche anterior había caído agua, la leña estaba mojada. No quiso arder, lo estuve intentado hasta que se terminaron los cerillos. No era posible conseguir lumbre. Las casas estaban del otro lado del río. Yo no podía cruzarlo. Mi mamá estaba de mal humor, toda la noche estuvo peleando con su amante, el padre de sus hijas. La vi salir con el machete. Pensé que era para partir la calabaza, cuando vi que se dirigía hacia mí, dije: “Patitas, para que las quiero”. De pronto sentí un golpe arribita del codo y lo caliente de la sangre correr por mi brazo. No me detuve hasta estar segura de que ya no había peligro. Me fui lo más lejos que pude. Corté unas hojas que sirven para heridas, me las puse para detener la sangre que no dejaba de salir. No supe cuántas horas estuve escondida, pero ya era muy tarde. El sol ya se estaba ocultando cuando salí de mi madriguera. Con cuidadito me fui acercando a la casa, quería saber si mi abuelita ya había regresado. La sed y el cansancio me vencieron, tenía mucho sueño. No sé si era por la sangre que había perdido, o por la temperatura, se había infectado la herida. Me quedé dormida a la orilla del camino. De pronto sentí cómo alguien me jalaba de los pelos. Era mi madre. A rastras me llevó a donde tenía asoleando unas varas con espinas. Me pegó hasta que se cansó. Ni cuenta se dio de que mi brazo estaba bien hinchado. Tenía fiebre. Por suerte, enseguida llegó mi abuela. Me dio de comer, puso a hervir agua con sal para curarme. 31
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—Te va doler un poco —me dijo— pero con esto vas a poder dormir y sanarás pronto. Me dio jugo de capitaneja con limón para la temperatura.3 Como no había medicamentos, nos curaban con yerbas. En seguida le dieron su merecido a mi madre. Mi abuelita le preguntó: —Y ahora ¿por qué le pegaste?, ¿qué te hizo? —Por correlona —ella argumentó— si no corriera, no le pegaría. Pensé: “Con que esas tenemos, haberlo sabido antes”. Lo de correlona era puro pretexto, lo pude comprobar días después. Ella hacía las cunas de vara tejidas con palma para mecer a sus hijos. Estaba yo meciendo al niño cuando se reventó la cuerda que sostenía la cuna. Esta vez no corrí, me acordé de lo que le dijo a mi abuela. Cargué al niño para consolarlo. Cuando la vi salir con el cable en la mano, le aventé el chamaco en los pies, me fui corriendo al río, donde estaba mi abuelita lavando la ropa, le conté lo que había pasado. Esa ocasión, mi mamá se quedó con las ganas de pegarme. Cuando regresamos, estaba furiosa, me quería tragar con los ojos, porque el chamaco se partió la cabeza cuando lo tiré. Sólo me dijo: —Vas a ver, condenada, me la vas a pagar. Eran pocas las veces que me le escapaba, delante de la abuela no podía pegarme. Esa diferencia que siempre hizo entre mis hermanas y yo fue lo que marcó mi vida. A mis hermanas les compraba manta para hacerles su ropa, en cambio a mí me la hacía de sus vestidos viejos. 3. La capitaneja (Verbesina crocata) es un arbusto de 1.5 a 4m de altura. Las hojas tienen forma de lanza y algunos picos de color oscuro o verde claro. Las flores están en cabezuelas y son de color amarillo o naranja. Se utiliza en la medicina tradicional como desinflamatorio.
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—Tú eres huérfana, no tienes quien me dé dinero para ti, ¿yo de dónde quieres que te la compre? Siempre tenía un pretexto para justificarse, cuando no era mi orfandad, era porque ya estaba grande.Por ejemplo, cierto día les compró una muñeca a mis hermanas, yo se las pedí prestada un ratito. —Tú ya no estás en edad de jugar. Sin insistir más busqué unos trapos viejos y me hice una hermosa muñeca, como cabello le puse unos pelos de elote. Así eran mis muñecas, aunque por eso me ganara unas golpizas. Le fueron con el chisme a mi mamá, salió al instante, me la quitó dándome unas cachetadas y la rompió diciéndome: —¿No te da vergüenza? Ya estás grande para jugar con muñecas, ellas porque están chiquitas. No aguanté más tanta injusticia y comencé a gritarle: —Dime, ¿cuándo fui niña para ti? Desde que llegué a vivir a tu lado he sido grande a los ojos de todos ustedes y apenas tengo diez años, todavía soy una niña. Bueno al menos eso creía, debo confesar que estaba confundida, no sabía si en verdad era una niña o yo misma me engañaba. Dándome una cubeta con ropa sucia me dijo: —¡Lárgate a lavarla al río! Para eso deberías de servir, no para rezongona. Así lo hice. Llorando buscaba explicaciones para poder entender un poco su actitud. Cuando llegué al río, estuve pensando como quitarme la vida, estaba harta de sufrir, ya no quería vivir. De pronto, mis ojos se quedaron fijos en esa planta que crecía en la orilla del río, era una planta de lampas, de hojas verdes y anchas, su flor era parecida a la de los alcatraces, en su centro tenía 33
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una especie de mazorca con granitos color naranja, muy apetitosa. Mi abuelita nos decía que era muy venenosa, que nunca la fuéramos a comer. —No más sufrimientos, ahí está la solución —me dije y camnié hacia la planta mientras pensaba en que mi padre y yo pronto estaríamos juntos. La corté sin más, comencé a comerla sin importarme su sabor amargo y baboso, cerré los ojos porque sentía que así llegaba más pronto con mi papá. —¿Qué haces, chamaca taruga? De pronto escuché la voz de mi abuelita, no la vi, andaba juntando leña a la orilla del río. —Quiero morirme —le contesté— mi mamá no me quiere, me pegó y rompió la muñeca que me hice, no me la compró ella, ya no aguanto más su rechazo. No dije más, el veneno comenzó a hacer efecto. Mi abuelita les gritó a mis primas que fueran por don José Valles, quien vendía todo tipo de medicamentos. Me hicieron un lavado de estómago, en seguida me inyectaron, me quedé dormida. Cuando desperté, mi mamá estaba furiosa conmigo, porque mi abuelita le había pegado. Mi abuelita sí me quería, la única vez que yo recuerdo que me pegó, fue en aquella ocasión que me mandó amarrar el burro que teníamos para traer la leña y el agua del pozo. No supe hacer el nudo y se ahorcó. Me pegó con una vara en mis manos hasta que aprendiera a hacer el nudo, nunca más lo hizo. Muy preocupada por mí, me regañó feo. —Chamaca tonta, por poco y te mueres, ¿Qué no sabes que las que se quitan la vida se van al infierno? No alcanzan el perdón de Dios. 34
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Eso me dio miedo, le prometí no volver a hacerlo. Mi abuelita era una mujer indígena tlapaneca, hablaba el me’phaa y no sabía leer ni escribir, pero era muy inteligente y creativa. Sabía hacer el jabón de cacahuananche,4 hilos para coser, hacía el aceite de higuerillo. Como no había luz eléctrica, se alumbraban con ocote o candiles. Mi abuelita usaba latas de chile o de jugo para los candiles. Antes las latas no se abrían tan fácil como ahora. Para no echarlas a perder, usábamos una piedra para raspar la lata alrededor, hasta que botaba la tapa. Le hacía un hoyo al centro de la tapa, para meter el pabilo. Ese lo sacaba de un pedazo de manta nueva. Jalaba los hilos, los enrollaba como lazo, llenaba el bote de aceite, le ponía la tapa ya con el pabilo y listos para el uso. También teníamos enjambres. Ella misma hacía los cajones para sus colmenas, los preparaba con tequesquite, así solitas las abejas se mudaban al otro cajón cuando ya no cabían. Recuerdo que también les ponía un traste con miel, mientras se adaptaban a su nuevo hogar. En un año se reproducían hasta diez colmenas. En octubre era cuando sacaba la miel, necesitaba la cera para las velas de las ocasiones especiales. Nosotros le ayudábamos a lavar la cera porque nos gustaba chupar la miel. Mis primas y yo íbamos a las barrancas a juntar cacahuananche para hacer el jabón. Usaba ceniza, le hacía hoyos a una cubeta de la mina, la llenaba de ceniza, le ponía un poco de agua y la colgaba de una cuerda. Después ponía un traste abajo de 4. El cacahuananche (gliricidia sepium) es un árbol de tamaño medio perteneciente a las leguminosas. Es considerado como el segundo árbol leguminoso de usos curativos múltiples más importante.
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la cubeta, para que juntara la lejía como le decía ella. Al otro día tenía lista una artesa de madera y una olla de barro, la llenaba de agua, mezclaba la sosa con el cacahuananche, y ya molido con la lejía lo vaciaba al agua hirviendo, con el fuego prendido. Ya no sé qué más le ponía, no quería que estuviéramos junto a ella, cuando cocinaba con fuego, decía que era peligroso. Sólo veíamos como sacaba los jabones de los moldes y eso porque éramos bien chismosas. Nos íbamos atrás de la casa para espiarla, por los hoyitos del chinancle. En lo único que podíamos ayudar era a limpiar el algodón, pelar el cacahuanche, lavar la cera. No conocía el dinero, todo lo hacía a través del cambio, cambiaba sus cosas por otras más útiles, por lo regular siempre era por comida. Ella hablaba tlapaneco o me’phaa, pero yo nunca lo aprendí; también tenía a su cargo a tres nietas que habían quedado huérfanas: Carolina, Victoria y Altagracia. La última está en la cárcel, pero esa es otra historia que contaré después. Entre todas juntábamos almendras para el jabón y el aceite, cortábamos el algodón y lo limpiábamos. En la época de lluvias me daban a cuidar las vacas y los chivos, me gustaba mucho salir al campo, porque mientras pastoreábamos los animales juntábamos tejocote, nanche, hongos de cazahuate para hacer caldo; también le ayudábamos a hacer el queso, la nata, el requesón. Era lo que más me gustaba de mi niñez, porque no recuerdo haber disfrutado mi infancia. Lo único que no me gustaba, era cuando mi abuelita salía a cambiar o vender las cosas que hacía. Nos dejaba con las ganas de probar lo que hacía. 36
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—Lo tengo que cambiar por maíz o tortillas — decía— Ni modo que les dé puro queso y nata. Cuando salía, nos dejaba al cuidado de mi tía, su esposo y cuñados nos hacían travesuras pesadas. Nos amarraban con una cuerda y nos hacían muchas cosquillas en los pies y costillas, así amarradas como estábamos, nos daban de cocos hasta hacernos chipotes en la cabeza. Nos subían al columpio, nos daban de vueltas y nos soltaban, les daba mucha risa ver cómo nos caíamos de lo mareadas que quedábamos. Nos amenazaban que si le decíamos algo a mi abuelita, nos iría peor. Por miedo, nos callábamos. Sin embargo, esa felicidad no me duró mucho, el destino me tenía otra sorpresa. Un día, al regresar mi madre de uno de sus tantos viajes, decidió separarse de mi abuelita.
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Era tan grande mi coraje que no sentía las heridas de los pies Nos fuimos a vivir con mi mamá a un lugar llamado Las Ventanas. Para ese tiempo yo ya contaba con once años. Allá vivía una de sus hermanas y la invitó a trabajar, porque había más fuentes de trabajo. Además estaríamos mejor, se sembraba la papa, el durazno, manzana y otras cosas más. Era un lugar muy frío con los mínimos servicios. En Hacienda Vieja íbamos por agua al pozo, hacíamos del baño de aguilita, parecía que realmente todo había mejorado. Ya comíamos mejor, mi mamá se compró una choza y hasta tiendita teníamos. Después se juntó con el padre de mi último hermano. Todo parecía tranquilo. Un día que tuvo que salir a otra cuadrilla (colonia), me dejó con mi hermanito y al cuidado de la tienda. Luego, llegó un fulano de aproximadamente veinte años, no desconfié porque él era pariente del esposo de mi tía. Comenzó a hacerme muchas preguntas, que cuantos años tenía yo, que por qué nos habíamos venido de Hacienda Vieja. Tantas preguntas hizo, que desconfié de él y le dije que se fuera. Sin hacerme caso, siguió tomando su refresco, se fue cuando miró a lo lejos que ya venía mi mamá. 38
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Ella me había encargado ir por agua al pozo, para poner el nixtamal. Como no pude cumplir con el encargo, agarró una vara para pegarme. Salí despavorida a cumplir con el encargo. No vi al tipo que estaba escondido entre los matorrales y sin darme tiempo de nada, me tomó de la cintura, me tapó la boca y echó a correr conmigo. Cuando al fin reaccioné, ya estaba lejos, lo único que podía ver eran barrancos, montes y más montes, donde jamás había caminado. Me tuvo toda la tarde. —¿Por qué me trajo? Si yo sólo soy una niña. —¡Cállate no hagas preguntas! —me contestaba mientras seguía observándome con ojos lujuriosos. Esperó a hacerse de noche para poder volver a la cuadrilla donde vivía su hermana. Para mi mala suerte la casa estaba sola, ahí pasamos la noche. Cuando por fin me hizo suya, se dio cuenta de que ya no era virgen, furioso comenzó a hacerme preguntas. —¿A quién le entregaste tu virginidad? Yo no sabía de qué me estaba hablando, hasta que por mi mente comenzaron a pasar las imágenes de aquel sueño, poco a poco fui recordando todo lo que me hicieron de niña. No fue una pesadilla, como me habían hecho creer. Mi padrastro me había violado, era obvio que mi madre se dio cuenta y se lo calló. No sabía a quién odiar más de los tres. En ese momento todo el miedo que un día le tuve a mi madre se convirtió en odio. El tipo seguía con las preguntas, yo no le contesté, pues no había nada que contestarle, ya que él también había abusado de mí. Temblaba de miedo y rabia, no podía entender la crueldad de mi madre. ¿Por qué me 39
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había engañado, haciéndome creer en una pesadilla?, aun sabiendo que pasaría mala vida el día que me casara. Los hombres no perdonan una mentira, si ya no eres virgen, te pasean por todo el pueblo montada en el burro más viejo cargando ollas rotas, en señal de que ya no eres señorita. Si fuiste pedida, te regresan con tus padres y ya nadie se casa contigo, sino que te agarran de “chacha” (sirvienta) de sus demás mujeres. Genaro volvió a abusar de mí, apreté mis dientes para no soltar el llanto. Ya como a las dos de la mañana, ensilló un caballo que tenía amarrado en el poste de su casa y monté en él. Salimos para la comunidad de Toro Muerto sin cruzar palabra. Después de haber pasado por los pueblitos más cercanos, me bajó de la bestia para montarse él. Sabía que ya no podía regresarme, no conocía el camino. Cuando miró que ya comenzaba a sangrar de los pies, me montó de nuevo en la bestia, pues en la arrastriza, perdí mis primeras chanclas que me había comprado. Era tan grande mi coraje, que no sentía las heridas de los pies. Llegamos a Toro Muerto como a las ocho de la noche, su primera recomendación fue: —Sí te preguntan mis primas si vienes conmigo a la buena, tú les dices que sí, cuidadito con pasarte de lista porque jamás volverás a ver a tu familia Yo seguía callada, sólo abrí la boca para decir sí o no. Por fin llegamos con la prima que inmediatamente nos dio de cenar. Yo no tenía hambre, estaba muy lastimada y cansada, tenía temperatura por lo que sólo quería dormir. Su parienta no hizo ninguna pregunta, pero sospechaba algo, porque ni siquiera tenía senos, a mis once años aún no me había desarrollado, porque era niña. 40
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Al tercer día se fue por su madre que vivía en El Paraíso, para que fuera hablar con la mía. En cuanto se fue, tomé una cubeta para ir por agua al pozo, pues estaba muy cerca de la casa. Nunca pensé que mi madre me fuera a buscar. Mientras llenaba la cubeta, me quedé pensando cómo podría escapar, ya que ni conocía el camino de regreso, además no conocía a nadie, llegué a pensar que jamás volvería a ver a mi familia. Mis pensamientos fueron interrumpidos por la voz de mi madre. No sé cómo dio conmigo, pero ya estaba atrás de mí. En ese momento, sentí como si me vaciaran una cubeta con agua helada, mi miedo hacia ella se convirtió en odio, dándome la fuerza para gritarle: —¿Por qué me engañaste? Tú sabías muy bien que no fue un sueño cuando tu amante me violó. —¡Te has vuelto loca! ¿De qué me hablas? —ella contestó muy enojada. —No te hagas la inocente, acuérdate, lo de tu famosa pesadilla. —No sé nada —me dijo— yo sólo vine a saber si estabas bien, no a oír tus reclamos. —Ay, ahora hazte la loca que no te acuerdas —le pregunté— ¿A qué viniste? Si nunca me has querido, ¿Con quién viniste y para qué? —la interrogaba mientras ella pretendía no oír. —Con tu tío Epifanio —contestó ya como a las quinientas. Entonces entendí que mi tío Pifas, como yo lo conocía de cariño, la había obligado a venir. Por ella misma hubiera sido incapaz. Así que sabiendo eso, le dije: —Quiero regresar a la casa. —Conmigo no te quiero, porque ahora vas ser hasta 41
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de los perros —ella contestó— ya nadie te va a querer, no vales nada. Quieras o no te quedas con ese hombre. —Serás tú la ofrecida —le grité— ,nadie me puede obligar, además me lleva con muchos años, me da asco, quiero regresar con mi tío. —No seas tonta, aprovecha que te trajo a la fuerza, así no te hará reproches. —Pues te equivocas —le volví a gritar— ya lo está haciendo y todo por tu culpa, por no haberme dicho la verdad, preferiste engañarme. Pero no te preocupes, nunca regresaré contigo para que me viole tu nuevo amante. Sin escuchar más, salí corriendo a buscar al tío Pifas, le rogué que me dejara quedarme en su casa. Lloraba como desesperada, lo agarraba de la pierna, le suplicaba. Además quería que me prestara cincuenta pesos, para comprarme ropa y zapatos. Le expliqué que no quería nada del tipo y cuanto me repugnaba ese hombre. Mi tío aceptó inmediatamente, ya que mi hermano estaba viviendo en su casa. Le estaré eternamente agradecida. A pesar de que era mi tío político, siempre fue un buen hombre y un gran apoyo para mí. Con el dinero que me prestó, me compré lo necesario. Regresé con las primas del tipo, me cambié y sin decir nada salí de esa casa. Debo confesar que tenía miedo de que no me dejaran ir. Mi madre estaba furiosa, no me habló en todo el camino, yo presentía que de no ser por mi tío, ella no hubiera ido por mí. Con su silencio lo decía todo. Cuando llegamos con mi hermano, le dije todo lo que mi madre había hecho conmigo. Se enojó tanto, que le fue a quitar a las niñas más pequeñas. A los dos 42
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días, Genaro regresó por mí, iba acompañado de sus dos hermanos, quería sacarme a la fuerza. Mi tío y mi hermano me defendieron, diciéndole: —Esa no es la forma de conquistar a una mujer, si quieres algo con ella será hasta mañana y no la tocas. En este momento se salen de mi casa, aquí yo mando. Yo estaba muy asustada por lo que le dije: —Lárgate, después hablamos —eso lo tranquilizó un poco. Se dio la media vuelta para retirarse, no sin antes decirme: —Tú ya eres mía y de nadie más. En cuanto se fueron, mis familiares me regresaron con mi abuelita, otra vez a Hacienda Vieja, pero como ella ya había quedado viuda y con tres nietas a su cargo, tuvo miedo de que Genaro fuera por mí y no pudiera defenderme. Así que decidió llevarme con unos parientes de mi madre que vivían en San Miguel. La esposa de mi tío sólo tenía dos hijos y eran varones. Mi tía estaba encantada conmigo, salíamos juntas para todos lados. Mi abuelita subía con frecuencia a verme, como vivía junto al río donde abundaba gran variedad de fruta, me llevaba. Ahí estuve dos años con mis parientes, extrañaba mucho a mis hermanos, pero mi vida era más tranquila, al menos eso pensaba. A mis trece años ya tenía cuerpo de mujer. Los hombres comenzaban a fijarse en mí, hasta casados le pedían permiso a mi tío para cortejarme. Él tuvo miedo de que uno de tantos quisiera tomarme a la fuerza, pues esas eran las costumbres, así que prefirió regresarme con mi familia, pensando en sus hijos, no quería meterse en problemas. 43
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Hubo cosas buenas dentro del infierno con mi madre. Recuerdo entre las travesuras que hacíamos mi hermano y yo, por ejemplo, mi cambio de look. Yo tenía mi pelo muy chino y largo, se me dificultaba peinarme sola. Un día se me ocurrió córtame el cabello. A causa de nuestras travesuras continuas, no nos permitían el uso de tijeras. Entonces, a mi hermano se le ocurrió que, prendiéndole fuego a mi cabeza, se podría cortar. Sin pensarlo, tomó lumbre de la hoguera de la cocina y la colocó en mi pelo. Inmediatamente comenzó a arder de forma descontrolada, quemándome un poco la espalda. Al escuchar mis gritos, mi madre salió corriendo del taller de alfarería y me cubrió con una toalla mojada. Así logró controlar el fuego. Por esa ocasión no nos pegó, porque mi hermano se la quitó diciendo que la idea había sido mía, como castigo rapó mi cabeza. —Esto es para que se te quite lo traviesa. Desde ese día ya no me sacaban a ningún lado. Cuando tenían visitas, yo me escondía. Me daba pena que miraran mi cabeza pelona, parecía zopilote. La voz de mi tío interrumpió mis recuerdos preguntándome: —¿Quieres regresar con tu familia? Tus hermanos ya están de nuevo con tu abuelita, la que no regresó fue tu mamá.
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Es tu oportunidad para casarte de blanco, ya todos sabemos que no eres señorita Yo estaba encantada de estar con los míos, estar de nuevo en mi Hacienda Vieja, volver a nadar en el río, treparme a los árboles para cortar su fruta. También me dio gusto no encontrarme con mi madre. Aunque sólo fue por unos meses, todo volvía a la normalidad. No imaginaba que pronto el destino me volvería a separar de mi familia y esta vez para siempre. Al cabo de un mes, nos avisaron que fuéramos por mi mamá, porque el marido la golpeaba y estaba embarazada. Mi hermano fue por ella, quería a la familia completa. Ya todos juntos, se iban a trabajar al campo. Mientras yo, como toda una señora, me quedaba hacer la comida y a cuidar de los niños más pequeños. Un día llegó Pedro, que era vecino nuestro y muy amigo de mi hermano. Venía con dos de sus primos. Pedro se acercó a mí para pedirme un vaso con agua. Mientras se la daba, comenzó hablarme de amores. Mi respuesta fue negativa, argumentando que era muy chica para casarme. —Tengo apenas trece años, por el momento no me interesa tener novio. —Yo lo hago porque estoy enamorado de ti —él replicó— ten por seguro de que nadie más lo hará. 45
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—No me puedes obligar a casarme —le contesté. —Si no aceptas ser mi novia, te voy a llevar a la fuerza en estos momentos para que veas que estoy hablando en serio. Ante las amenazas de Pedro tuve que decir: —Está bien, con una condición, dame chance seis meses para pensarlo, mientras tanto no te me acerques, ni se lo cuentes a nadie. —Tómate todo el tiempo que quieras —me contestó— pero no se te ocurra jugarme chueco, porque te doy pueblo. Dar pueblo significa que te violan entre varios hombres, te dejan desnuda y amarrada a la mitad del camino para que todo el pueblo te vea y así exhibirte con sus amigos. Era una barbaridad, hoy lo sé, pero esas eran las “malas costumbres”. Todo ese tiempo estuve pensando como escapar del compromiso, no estaba dispuesta a casarme con él, era muy malo, les pegaba a las mujeres. Y qué decir de su madre, era igual de mala con las nueras.
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Las mujeres no tienen derecho a enamorarse, eso es para los hombres Por ese tiempo nos visitaba mucho un señor llamado Juan Hurtado, tenía cincuenta años de edad, era comerciante de ganado y vendía chácharas, entre ellas ropa. Se hospedaba en mi casa, porque se llevaba muy bien con mi mamá. En algunas ocasiones le daba regalitos para mí, yo no se los aceptaba, había algo que no me gustaba de ese viejo, su mirada lujuriosa. Sucedió que mi hermano se robó a una muchacha de la misma cuadrilla, o sea colonia. Sus hermanos estaban furiosos porque la chica era menor de edad. Mi mamá tenía miedo de que esos tipos tomaran represalias con nosotras y estaba muy segura de que sí lo harían. Por eso le dijo a mi hermano: —Ya sé lo que vamos hacer, te vas para Morelos y te llevas a tus hermanas, no sea que tus cuñados tomen venganza con ellas. Mañana muy de madrugada, va a pasar don Juan Hurtado por ustedes. Él los llevará hasta Tlacotepec, ahí toman el camión para Cuernavaca. Era la oportunidad que había estado esperando para no casarme con Pedro. Efectivamente, don Juan pasó por nosotros muy de madrugada. En esta ocasión no traía sus animales, pareciera que ya lo tenían todo planeado. Caminamos todo el día, llegamos a Tlacotepec como a las ocho de la noche. En casa de los padres de don Juan, que eran unos señores ya grandes, muy 47
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amablemente nos dieron hospedaje y una suculenta cena. No dormí por la emoción de pensar que pronto conocería la ciudad y sin tener que casarme. Al otro día, después de darnos un baño y desayunar algo, don Juan personalmente nos llevó a la terminal para tomar el camión con destino a Cuernavaca. Temblando de emoción y a punto de llorar, sin sospechar siquiera lo que me esperaba, subieron primero mis hermanos. Cuando tocó mi turno, don Juan me tomó del brazo y muy suavemente, me jaló diciendo que no le alcanzaba el dinero para mi pasaje y que yo me tenía que esperar. Ya no pude contener las lágrimas y gritaba. —Yo tengo que irme, que se quede mi hermana — no podía decirles lo de Pedro. —No te preocupes —me dijo don Juan— sólo es por unos días, en cuanto reúna el dinero, yo mismo te llevo a Cuernavaca. Mientras tanto, te quedas en mi casa, no tendrás que regresar con tu mamá. Bueno, eso me tranquilizó un poco, mis hermanos estaban desconcertados, tampoco les habían comunicado que no alcanzaba el dinero para todos. Me regresé con don Juan a casa de sus papás, seguía llorando. —Ahí se las dejo, yo regreso en unos días, denle un té para que se tranquilice — les dijo a sus padres. Pasaron las semanas y de don Juan ni sus luces, me extrañó que los viejitos no me dejaran hacer nada. —No hija, tú nomas vas a atender a Juan, nosotros tenemos quien nos ayude —me decían. Casi al mes apareció don Juan. “¡Vaya por fin!” pensé entre mí, lo primero que hice fue reprocharle su mentira. —Ya pasaron tres semanas ¿Cuándo piensa llevarme a Cuernavaca con mis hermanos? 48
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Sin contestar me tomó de la mano y me llevó a la sala, se sentó junto a mí. Yo tenía mucho miedo, don Juan estaba rarísimo. Era domingo, sus papás no estaban, se habían ido a misa, él comenzó a darme explicaciones. —¿Sabes porqué no había venido por ti? Estaba preparando el rancho donde vas a vivir conmigo. —Eso no fue lo que acordamos, está usted loco —le contesté sorprendida. En ese momento quise salir corriendo, pero don Juan me cerró la puerta. —No seas tonta, vas a vivir como reina, tendrás joyas, dinero y gente a tu servicio. Todos los lujos que nunca has tenido. —Viejo rabo verde —le contesté— ¿No se da cuenta de que puede ser mi abuelo? Jamás seré su mujer. —Pues te equivocas —me volvió a tomar de los brazos —porque desde hoy lo serás. Quiso darme un beso, yo metí mis manos para poder evitarlo. —Viejo asqueroso, le voy a decir a mi mamá. —Ay, chiquita, como se nota que no sabes nada. Fue tu madre la que te vendió conmigo, ¿De dónde crees que salió el dinero para el pasaje de tus hermanos? Así que es hora de cobrar la deuda. Tu madre no vendrá por ti, ella sabe que estás conmigo y está feliz, porque hasta ella sale ganando —dijo sonriendo. Qué coraje, no lo podía creer, otra vez mi madre. —¿No se da cuenta de que tan sólo tengo trece años? ¿Por qué me ve cómo mercancía y no como hija? Además no lo amo. —Las mujeres no tienen derecho a enamorarse, eso es para los hombres. Poco a poco te enseñaré a respetar49
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me, toma este dinero para que te compres ropa y zapatos, regreso por ti en la noche para llevarte al rancho en donde viviremos juntos. Te espera una gran fiesta. Si ya tenía varias mujeres ¿por qué fijarse en mí? No lo quería admitir, estaba en sus manos, no podía hacer nada. Pero el hecho de pasar el resto de mi vida con ese viejo, me daba mucho miedo. Tenía que pensar en algo y pronto. Así que en cuanto se fue, junté mi ropa, aventé el dinero en el sillón sin contarlo y antes de que llegaran sus padres, salí corriendo, para pedir ayuda con la esposa de don Óscar, que vivía del otro lado de la calle. Don Óscar era hermano de don Juan, pero tenía que jugármela, no conocía a nadie más. Llegué llorando, les conté todo lo que pasaba. A ellos también les pareció asqueroso. La señora le rogó a su esposo para que me ayudara. Después de pensarlo un poco, don Óscar aceptó ayudarme, con la condición de que no me quedara en su casa. —Está bien, veré que podemos hacer por ti, pero no te puedes quedar aquí porque me buscarías problemas con mi hermano. Te llevaré con la maestra Irma, anda buscando quien le cuide a su hijo. Por esa noche me escondieron en el gallinero, ahí dormí sin importarme el mal olor y los piojos de las gallinas. Estaba muerta de miedo porque don Juan me buscaba hasta debajo de las camas, andaba furioso. Me sacaron con mucho cuidado para que don Juan no me viera. No fue hasta el otro día por la noche, que me llevaron con la maestra Irma, ella vivía en las afueras del pueblo, le hablaron de mi problema y decidió ayudarme. Además era muy amiga de la mamá de mi papá, mi abuelita Lucía. 50
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—Te voy ayudar —me dijo— pero no le abras la puerta a nadie, porque si alguien te ve en mi casa, me vas a meter en un serio problema. Con que cuides bien a mi bebé de un año de edad, me echas a la bolsa. Yo le prometí que así lo haría. —También voy a hacer la comida y la limpieza, ya lo sé hacer, sólo le voy a pedir un favor, en cuanto vea a mi abuelita Lucía, dígale que venga por mí, ella viene todos los domingos a la plaza a vender sus legumbres. Quiero regresar con ella a Hacienda Vieja —le pedí. Así lo hizo. Cuando llegamos con mi madre, yo le reclamé: —¿Por qué me vendiste? ¿No te cansas de hacerme daño? Te aprovechas de que ya no vive mi padre. —Estás loca, yo no sabía que estabas en Tlacotepec —como siempre, se hizo la enojada. No me pude ir con mi abuelita porque tuve miedo, ella vivía sola, además tenía que enfrentar mi realidad. Al otro día fui a traer agua al pozo, con el propósito de hablar con Pedro. Tenía la esperanza de que recapacitara y se diera cuenta de que no podía obligarme a casarme con él, ya que el compromiso fue hecho bajo amenazas. Pero no fue como me lo imaginaba. Pedro se puso furioso, me dijo: —¿Cómo te atreves a decirme que no quieres nada conmigo, cuando ya tengo todo listo para la boda? Yo no voy a ser la burla de mis amigos. A propósito, ¿dónde te habías metido? ¿Acaso pensabas escaparte de mí? Te lo advertí que no jugaras conmigo porque te daría pueblo. Ahora vas a ser mía, a la buena o a la mala. Yo estaba decidida a jugarme el todo por el todo, no sé de dónde saqué valor para decirle: 51
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—Jamás me casaré contigo y hazle como quieras, sabes perfectamente que el compromiso lo hiciste tú, yo nunca te di motivos. Qué pena que no sepas conquistar a una mujer. Eso lo puso más furioso. Tomé mi cubeta con agua y al retirarme, Pedro me tomó de la cintura tirándome el agua encima y les hizo una seña a sus hermanos que estaban a poca distancia, para que le ayudaran conmigo. En esos momentos, también llegaba mi prima Carlota que ya estaba casada. Me ayudó a zafarme, antes de que llegaran sus ayudantes, se le fue encima a Pedro mordiéndolo y golpeándolo. Al ver eso, me eché a correr sin poder disfrutar de la golpiza que le metían a mi agresor, me parecía eterno el camino. Al llegar con mi mamá toda mojada y asustada, me preguntó: —¿Ahora que te pasó, porqué vienes toda mojada? Cuando le conté lo de Pedro, en lugar de protegerme, me golpeó argumentando: —¿Cómo te atreves a comprometerte con ese tipo? ¿No te das cuenta que es muy peligroso? Ya sabes que en el pueblo todos le tienen miedo, ahora ve como le haces, yo no me voy a meter en problemas por ti ¿Cómo piensas resolverlo? Creo que mi mamá era la que no entendía que era una niña y que sólo por instinto, defendía lo que yo creía que era la dignidad de una mujer. —¿Por qué no te quedaste con don Juan? —me champaba— Si te hubieras quedado con él, nada de esto pasaría ¿Qué daría yo porque alguien como don Juan se hubiera fijado en mí? Con mucho dinero y que me sacara de pobre. 52
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—¿No que no sabías nada? —Le grité— ¿Verdad que tú me vendiste? ¿Por qué me has hecho tanto daño? Parecía que a ella eso no le importara, al contrario, se enardecía más. —¡Pendeja! —me gritaba— ya hubiera yo querido la suerte tuya, no estaría pasando por todo esto. Yo no soportaba sus insultos y le decía: —Pues tú quédate con mi suerte, yo no quiero a un viejo hediendo a vacas, un hombre miserable, sin valores. —Yo no tengo la culpa de ser hija de una cualquiera, —le gritaba— si tuviera un padre esto no estaría pasando. En ese momento sentí una vez más ese odio por mi madre, que era capaz de todo, menos de quererme. Desde ese día, me encerré en la casa, no salía. Llegué a hacer un hoyo en la pared, para salirme corriendo si veía a Pedro. No podía dormir ni descansar, pensando que de un momento a otro llegaría a sacarme. Así que por las noches, me disfrazaba de hombre y me salía lo más lejos que podía, a tratar de dormir un poco en el campo. Todos mis miedos a la oscuridad, fantasmas y bichos, eran nada comparados con el miedo que le tenía a Pedro. Era un infierno, vivía constantemente en la zozobra. Los insultos de mi madre no se hacían esperar. —Ya no me sirves para nada, pareces perra agusanada ¿Qué voy hacer contigo? —me decía. Y eso era cada día. Pero era más miedo el que me daba Pedro, que buscaba hombres amigos de él, que me sacaran de mi casa para “darme pueblo”. Tal vez hasta matarme. Era obvio que ya no quería casarse conmigo, pero yo no quería que me “dieran pueblo” como a mi prima Victoria. 53
La tuvieron toda la noche y entre todos la violaron Esto fue lo que pasó en Las Ventanas, Guerrero, un 24 de diciembre. Cuando sucedió esta desgracia mi prima era una mujer muy bonita, ya tenía 16 años. Estaba comprometida con José, pensaban casarse en unos meses, se veían muy enamorados. Ya estaban viviendo juntos con el permiso de mi abuela. Él era músico y cuando salía a tocar tardaba hasta 10 o 15 días en regresar. Ese día se despidió de mi prima, le dijo que lo sentía mucho, pero que no podía estar con nosotros en la nochebuena, nos dio a todos el abrazo de Navidad. José salió a tocar a un lugar llamado Linda Vista. En cuanto él se fue, llegó una comadre de Victoria a rogarle que le fuera a ayudar a hacer la cena de Navidad. Ella no quería, pero mi tío le dijo que si quería ir, él iría por ella antes de que anocheciera. —Está bien —dijo ella— voy a ir un rato a ayudarle, luego que vayan por mí. Estaba como a 15 minutos de ahí, por eso se le hizo fácil. Jamás imaginó que esos chacales ya lo tenían todo planeado. Uno de ellos le había andado hablando, pero ella no lo quiso, él juró que le daría pueblo y así lo hizo. La comadre era el gancho, con ella le tendieron una trampa que no imaginaba. Cuando mi tío y mi hermano fueron por ella, ya la habían sacado de donde estaba haciendo la cena con 54
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la comadre. Eran diez tipos, todos armados, ya nada se pudo hacer. La tuvieron toda la noche y entre todos la violaron. La soltaron como a las 5 de la mañana, desnuda como Dios la trajo al mundo, mordida y golpeadísima. Pareciera que la habían agarrado las bestias más salvajes. Su futuro marido regresó a los 15 días, cuando se enteró, no dijo nada, se quedó callado, pero en su rostro se notaba rabia y dolor, después de un rato, le preguntó quienes fueron. Ella le dijo: —Fueron Francisco y Filemón, los dos hermanos. —Mañana salimos de aquí, para otro lugar —él le dijo— yo no voy a ser la burla de todos. Nos extrañó que no la dejara llevarse nada con ella, nadie imaginó lo que pensaba hacerle a la pobre de Victoria. Le hizo lo mismo, la violó y le pegó. Le quemó su ropa y la dejó en el camino, amarrada con las piernas abiertas, desnuda. Con un mensaje diciendo: “El que se atreva a soltarla, se muere”. Ignoro qué pasaría por la mente de José, lo cierto es que la rabia y el coraje lo cegaron. Trato de darme una explicación lógica a su conducta, pero creo que lo que realmente pasó, fue que enloqueció de dolor, tal vez pensó que ella los provocó. Enseguida buscó a los hermanos Barragán y los mató cuando iban saliendo a sus labores del campo. Él salió huyendo y jamás supimos cuál fue su paradero. Una vez más, la tradición de las “malas costumbres” lastimó a un ser humano, sin la más mínima consideración, una conducta peor que de animales. A mi prima la soltó un señor llamado Jorge, que no tuvo miedo del mensaje. Creo que le tuvo más miedo a 55
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Dios, que lo hizo actuar con misericordia hacia la pobre Victoria. Ella también salió huyendo para Morelos, jamás regresó a Guerrero. Meses más tarde dio a luz a unas gemelas, a las cuales sacó adelante trabajando en el mercado y logró darles estudios. Una es contadora y la otra nació enfermita, no se desarrolló bien, quedó bajita de estatura y un poco retraída, pero acabó la prepa. Jamás se volvió a casar, odia a los hombres. Una mujer que pudo llevar una vida buena, no fue marcada por su destino, fue marcada por la ignorancia y la crueldad de los hombres. ¿Por qué meter a Dios en esto? Si Él no les dice que actúen como chacales. Siempre viví con el temor de que me hicieran lo mismo que a mi prima. Le perdí el miedo a las fieras e incluso a los muertos, mi temor era más bien hacia los vivos. Por eso prefería dormir en el campo, exponerme a mil cosas antes que ser encontrada por Pedro. También llegué a dormir en los árboles donde guardaban la hoja para los animales.
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Le dije que aceptaba, no me quedaba de otra Cuando mi vecina Gabriela me habló de un tal Roberto que era su tío y se ofreció a ayudarme, mi miedo no me permitió ver la maldad de ese tipo. En ese momento se decidía mi futuro, me iba con él o Pedro se salía con la suya. Le dije que aceptaba, no me quedaba de otra. Cabe mencionar que él tenía 28 años y yo sólo 13. Sin duda, en ese momento creí que era lo mejor. Le pedí que esa noche fuera por mí y así lo hizo, nos fuimos caminando como 5 horas, casi sin cruzar palabra, para llegar a su cuadrilla llamada Las Pilas. Sólo en dos ocasiones preguntó si estaba cansada o tenía sed, no hubo diálogo de nada, él era seco y mi miedo no me permitía hablar. Sus hermanos me recibieron cordialmente y pensé que había sido una buena elección. Por un momento respiré tranquila, eran huérfanos y aunque yo no lo amaba, ellos estaban contentos conmigo. Después de una semana, Roberto me dijo que si me quería casar con él, su hermano respondería y también su padre. Luego iríamos a hablar con mi madre, yo no quise hablar con ella, no quería volver a verla. —No me quiero casar, es muy pronto, tampoco quiero ver a mi madre —les dije— Dejen las cosa como están. 57
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Me hicieron una casita de palma, me dieron algunos trastes, esa fue toda la ayuda que recibiría de mi familia política. A los dos meses resulté embarazada, cuando le comenté a Roberto, me dijo que le daba igual. Tenía miedo y sentía que ese hijo me ataba a vivir con él para siempre. No trabajaba, era muy irresponsable y ni qué hablar de cómo le gustaba beber. Ese bebé me ataría por el resto de mi vida a aquel hombre, yo sólo quería jugar con una muñeca, cosa que realmente nunca tuve, sólo llegué a verlas en las demás niñas, qué tristeza ¿Cómo hacerlo? Mi cuñado Sebastián pagó la partera. Roberto no tenía dinero, cada vez bebía más y más. Para colmo de mi desgracia, parí a una niña. Cuando me lo dijeron, grande fue mi tristeza. Una mujer que tendría el mismo destino que yo, ¿Cómo sería yo mejor madre, si no sabía? Lo único que me quedaba claro es que sin duda, sería mejor madre que la mía. Pobre hija mía. Cuando ya Mariana tenía 4 meses, mis labores en el campo no se podían detener, tenía que sacar la yerba de la milpa. Roberto no se iba ni a parar, dejaba a mi niña con una vecina, no me la podía llevar conmigo. Un día me fueron a avisar que a mi bebé le había picado un alacrán. Me fui corriendo, todavía la alcancé con vida, como a mi padre. Ya no se pudo hacer nada, el Centro de Salud estaba a dos días de camino. Mariana murió en mis brazos, yo sentía morirme, mi bebé era mi única compañía. Roberto no le dio importancia. —Una boca menos que mantener —dijo. En ese momento pensé en regresar con mi madre, tal vez era un poco mejor dejar atrás mi rencor por ella. Para mi mala fortuna, me di cuenta de que estaba 58
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embarazada de nuevo. Maldición o bendición ¿Qué sería de mí? ¿Qué me depararía el destino? Además, la tía de Roberto me contó que mi hermana había regresado de Cuernavaca y que Pedro se había vengado de mí, dándole pueblo. Ella tan sólo tenía doce años de edad. Me dijo que mi mamá se había ido para Morelos vendiendo todo, hasta las tierras que eran para sembrar. Una vez más mi madre me fallaba, aún a distancia me hacía daño. No me quedaba otra que seguir con Roberto, cada día era peor, me golpeaba por cualquier cosa, algunas veces me iba con las vecinas a ayudarles a lavar su ropa a cambio de comida o ropita. Cuando nació Marina, mi segunda bebé, parí sola, no tuve para pagar la partera, mi cuñada me ayudó a cortar el ombligo. Durante dos días una vecina me estuvo llevando atole de masa y té de hojas de naranjo en lugar de chocolate. Roberto estaba furioso, decía que no servía ni para criar, que puras viejas le daba. No tuve cuarentena como todas las demás mujeres, a los ocho días me salí al campo a buscar orejitas de cazahuate, muy parecidas a las setas para a hacerme caldo y tener que darle de comer a mi bebé. Para mi mala suerte, a los tres meses de haber parido a Marina, ya estaba de nuevo embarazada de mi tercera bebé. Como no había manera de controlarse, me embarazaba muy seguido. Mis hijos nacían antes del año, era imposible separarme de ese tipo y menos decirle que no quería sexo. Posiblemente me hubiera matado a palos y ¿con quién dejaría a mi bebé? Sucedió que un día, Roberto con su hermano Sebastián, en el juego de baraja, mataron a unos tipos 59
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de la misma cuadrilla. Tuvimos que salir huyendo a Cuernavaca, Morelos. Qué ironía del destino, en algún otro tiempo hubiera sido alegría para mí conocer la ciudad. Ahora estaba totalmente confundida porque no sabía cómo iba a desenvolverme en una ciudad tan grande, con dos bebés y viviendo con un monstruo. Llegamos a la colonia Teopanzolco. Mis cuñados se fueron a otra colonia, porque ya no hubo cuarto para ellos. A las dos semanas encontré empleo muy cerquita de donde rentaba. Doña Carmelita me aceptó con mi bebé, afortunadamente no se me notaba el embarazo. Ella era muy buena, me daba regalos, ropita y me alimentaba bien. No duró mucho mi buena suerte. Al empezar a verse mi embarazo, me dijo que ya no podía seguir trabajando con ella. Sin embargo con su buen corazón, me recomendó con sus amigas, de lavada y planchada. Tenía más tiempo para dedicárselo a mi hija. A los cinco meses de embarazo, las golpizas de Roberto no se hicieron esperar. El trato era terrible, me exigía carne, si sólo le daba frijoles, me golpeaba. Si llegaba borracho, me sentaba a su lado y prendía un cigarro, yo quería correr a traerle un cenicero, pero él me decía: “No te muevas, aquí tengo el mío” y lo apagaba en mi cuerpo. Disfrutaba hacerme daño. Su crueldad no tenía límite, tal vez por vergüenza no quiero recordar todo lo que me hacía. El esfuerzo del trabajo y las golpizas provocaron que a los siete meses “se me viniera” el bebé. Ya estaba muerta. Tanto era mi dolor que ni siquiera nombre le puse. Había momentos en que pensaba que esa niña estaba mejor, al menos no sufriría lo que yo. 60
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Traté de seguir mi vida entre maltratos y sufrimientos. Él no trabajaba, seguía perdiéndose en el alcohol. Yo hacía mi mandado en el mercado López Mateos. No compraba nada, iba a buscar en el desperdicio lo que todavía estaba bueno. Había veces que hasta pollo tiraban, patas, alas. Ese día, mi hija tenía caldito. En realidad era mi único sustento. Roberto llevaba a sus amigos a jugar baraja al cuarto. Claro, como no tenía dinero, me apostaba a mí. Así que yo tenía que ser la paga de esos malditos, sin moral ni escrúpulos, iguales a él. Y si no aceptaba, me golpeaba hasta sangrarme. Se iba y no regresaba por varios días, apenas el suficiente tiempo para reponerme de la golpiza. Me decía que si lo acusaba con la policía o con las vecinas, mataría a mi hermano, al cabo no sería el primero, él ya sabía dónde rentaba. Para él era muy fácil hacerle daño. Vivía en el terror constante. Sin duda pienso que ni siquiera el infierno es así. Por eso le pedía todos los días a Dios que se muriera, que ya nunca regresara. En algunas ocasiones estuve tentada hacerlo yo misma, pero me detenía por temor a dejar sola a mi bebé si yo iba a la cárcel. Además, sus hermanos matarían al mío. No me quedaba otra que cargar con mi cruz, como decía mi madre. Un día estaba escogiendo mi mandado del desperdicio, cuando sentí una mano en mi hombro, era mi prima Gloria con la cual había crecido y compartido muchas aventuras, como cuando a mi perra Pantera la mató un vecino por guzga, dejando huérfano a su cría.
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El perro y la chiva Dio la coincidencia que a una chiva del corral se le murió su chivito, el perrito lloraba por su madre y la chiva por su crío. Se nos ocurrió a mis primos y a mí, unir al perrito con la chiva para que lo amamantara. Bueno, de inicio lo rechazó, pero como éramos muy listos, lo cubrimos con el cuerito del chivo y le pusimos la sangre que manaba de la chiva. Fue así como aceptó cuidarlo. Lo bautizamos como “Guardián”. Conforme iba creciendo dejó la cajita donde dormía junto a su mamá adoptiva. Al pasar de los meses, Guardián comenzó a unirse a su manada, ya no era necesaria la campana guía que se pone a los chivos, porque donde Guardián ladraba, ahí se reunían las chivas. Si no se apuraban a llegar, iba por ellas a mordidas, haciendo que lo obedeciera todo el rebaño. Estábamos muy agradecidos con Guardián. Desde su llegada, nos golpeaban menos. Cuando la abuelita nos quería pegar, Guardián de un salto mordía las nachas de mi abuela. Claro está que incluso si peleábamos entre nosotras, nos mordía para separarnos. Los vecinos le tenían miedo, ya sabían que si estaban los chivos, Guardián también. Por lo tanto se acercaban cautelosos a la casa. Además, había tiempo para jugar a los muertitos. Guardián nos hacía el favor de pastorear a los chivos mientras nosotros jugábamos. Guardián arreaba a los chivos cada tarde hasta la casa sin nuestra ayuda. En esa ocasión hizo lo mismo, 62
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llegando antes que nosotros. Por esa razón a la abuelita le extrañó no vernos completos, como yo era la mayor (tenía 10 años), era la jefa. Cansadas de mis abusos de autoridad, mis primas y mis hermanos decidieron echarme montón, dijeron que en esa ocasión yo sería el muerto. Para escabullirme el privilegio, me jugué un volado, el cual perdí, o sea que me enterraron hasta el cuello en la arena a la orilla del río. Comenzaron los rezos y me cubrieron de flores; cuando vieron que a lo lejos venía mi abuelita, no por precaución sino por miedo, echaron a correr despavoridos, cada quien por su lado, olvidándose del sepelio. Mi cabeza estaba cubierta de flores y me callé, por eso la abuelita pasó sin verme. Era imposible que yo me desenterrara, ya que mis manos estaban inmóviles por la misma arena que me cubría hasta el cuello. Mi abuelita correteaba a mis primas y al llegar a casa, acordándose de Guardián, lo amarró adentro del corral de los chivos. Dio a mis primos una buena dosis de cuerazos, preguntándoles a dónde estaba yo. No le querían decir que me habían dejado enterrada, porque teníamos prohibido jugar a los muertitos, ya que mi tía Adelina era rezandera y para los adultos eso era cosa seria. Pero a nosotros nos daba risa y queríamos imitarla siempre. Martina, la más pequeña, temerosa de la segunda cueriza soltó la sopa. Ya caía la tarde cuando mi abuelita fue por mí. Yo estaba ronca de tanto gritar, tenía mucho miedo de que los buitres me sacaran los ojos viva. Después de sacarme, mi abuela me dio una buena regañada. A mí no me pegaba, decía que ya tenía suficiente con las cuerizas de mi madre, pero sí quedé advertida: 63
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—Para la otra no te escapas, bribona, ¿te quedó claro, clarísimo? Dejen de jugar los muertos y de imitar a la tía Adelina. Dos meses más tarde, el entierro fue de verdad, las lágrimas y las flores también, unos coyotes hambrientos mataron a Guardián. Querían comerse a las chivas, pero él dio su vida por ellas, matando a dos de los coyotes, uno de ellos le trozó la yugular. Todavía alcanzó a llegar vivo a casa, no se pudo hacer nada por él, había perdido mucha sangre y murió en nuestros brazos.
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Tenía que tener valor si quería que terminara la violencia Nos abrazamos las dos primas llorando, pues ya tenía rato que no nos mirábamos. Gloria me preguntó: —¿Cómo has estado? Se nota que no te ha ido muy bien, mira nada más como traes de moretones. —Roberto es un desgraciado alcohólico —llorando le contesté— le gusta jugar a las cartas y cuando pierde me apuesta con sus amigos. —Si quieres vamos con mi tía, yo sé dónde vive — me dijo tratando de darme ánimos. Nunca pensé que mi madre seguiría odiándome, cuando llegamos a su casa ni siquiera me dejó entrar. Luego comenzó a agredirme con insultos: —¿Para qué me buscas? Si tú ya estás muerta para mí, desde el día en que Pedro le dio pueblo a tu hermana por tu culpa. —Pero, mamá, si no me ayudas Roberto me va a matar un día de estos —le supliqué. —Ese es tu problema —contestó— tendrás que cargar con tu cruz. Y ni se te ocurra buscar a tu hermano, si lo metes en problemas te las verás conmigo. —Ni modo —me dijo Gloria—ya nada puedo hacer. Ella tampoco podía ayudarme, estaba casada y tenía tres chamacos. Me regresé a mi cuarto más triste que nunca, no podía creer la dureza de mi madre. Pareciera que mi destino era acabar mis días con ese patán. Dicen que Dios 65
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es sabio y yo lo creo, porque a pesar de que yo no quería tener hijos, me mandó puras niñas. Fue mi hija la que me dio la fuerza y el valor para poder alejarme de él. Un día pasó un carrito de paletas y mi niña, de tan sólo dos años de edad, quería una. Yo no tuve dinero para cómprasela y comenzó a llorar. Roberto le pegó en su boquita. Cuando vi que mi bebé sangraba, me le fui encima a su agresor, no supe cómo, pero de pronto ya estaba encima dándole con todo. —A ella no la tocas —le dije. Lo tiré al suelo, tomé a la niña y salí corriendo. El tal Roberto se paró y me alcanzó en la puerta, dándome una patada en la cara que por poco pierdo el ojo. Me dio una tremenda golpiza. Enseguida salió huyendo como siempre, sólo que esta vez ya no lo esperaría jamás. Era obvio que ya la iba agarrar con la niña. En cuanto se largó, tomé a mi niña y mi ropa y salí a pedir ayuda con una vecina, ella me dijo: —Mira nada más como vienes mujer, tenemos que ir con la policía para levantar un acta, si no lo haces, ese desgraciado te va a matar. En una fracción de segundo, mi vida pasaba como una película por mi mente. ¿Me mata a mí o mata a mi familia? ¿Qué hago? En ese momento no pensé en nadie más que en mi hija y decidí hacer la denuncia. Mi vecina me acompañó a la Procu (Procuraduría), ya ahí todavía pensaba si estaría bien. En ese momento perdí el miedo, estaba dispuesta a todo con tal de que mi hija viviera de una manera diferente. Yo tenía que tener valor si quería que terminara la violencia, así que me escondí en casa de la vecina mientras localizaba a mi hermano, ella misma me llevó. 66
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Me fui a vivir con él a su casa, le conté lo que había pasado, me miraba fijamente como si su impotencia quisiera traspasar mi estupidez. Me abrazó, me reconfortó dándome una palmada, me dijo que todo estaría bien. Yo le creí, me sentí mucho más tranquila. Él me consiguió trabajo con una amiga que tenía un restaurante muy cerca de donde él vivía en Tlahuapa. Roberto cometió el error de ir por mí a mi trabajo para sacarme a la fuerza, pero para su mala suerte, en esos momentos llegó mi hermano con sus amigos y le dieron tan tremenda golpiza, que no le quedaron ganas de volver a molestarme. Se desapareció con todo y sus amenazas. Me di cuenta que habían sido puras habladas, no tenía valor, no tenía ni escrúpulos, su fanfarronería terminó con una golpiza. Me pregunté por qué no lo había hecho antes, tantas veces que sufrí su terror. Ahora todo había terminado. Mi hermano habló con mi madre para reclamarle la forma en que me había tratado. Porqué si ya sabía de mi caso, no hizo nada al respecto y permitió que ese tipo me hiciera tanto daño. En mi interior, hubiera querido escuchar de mi madre que no lo sabía y creer que de alguna forma me amaba, pero una vez más, ella fallaba. En realidad lo que yo quería era reponerme y tratar de ser feliz con mi bebé, ya no quería saber nada de mi madre, ni de Roberto que tanto daño me habían hecho. Lo único que quería era trabajar para darle todo a mi hija. Las cosas marchaban de maravilla, Bertha la dueña del restaurante, era muy buena conmigo. Aparte de mi sueldo, ganaba buenas propinas, andábamos mejor vestidas, la suerte empezaba a ser mejor conmigo y con mi hija. 67
Aquel niño al que yo le cuidaba los chivos Un día volví a encontrar a aquel niño al que yo le cuidaba los chivos, mientras él, a escondidas de sus tíos, iba por su tarea con el maestro. Nos dio mucho gusto vernos, ese día me invitó a cenar, claro, con el permiso de mi hermano. Hablamos sin parar de aquellos tiempos cuando compartíamos nuestras penurias y sueños no realizados. Habíamos crecido juntos porque de niños fuimos vecinos, él había sido el que me defendió de aquel niño que me jaló el pelo, el que me ponía yerbas en mis heridas para que sanaran. Su vida era muy parecida a la mía. Era huérfano de padre, su madre, ya lo dije antes, como si no lo fuera, dejó que el niño fuera educado por sus tíos, que no lo querían por ser bastardo. José Manuel y yo seguimos saliendo, después de algunos meses me confesó que estaba enamorado de mí y quería tener una relación seria conmigo. Al principio me saqué mucho de onda y más cuando me confesó que siempre había estado enamorado de mí. No sabía qué contestarle, porque no había aprendido a amar, sólo a mal defenderme del maltrato. Pero sí lo quería mucho como amigo, pues él siempre me trató con respeto y cariño. Aunque tampoco tenía nada que ofrecerme, había algo en él que me inspiraba confianza, por otro lado, esa propuesta era mi tabla de salvación, estando con él, Roberto ya no se atrevería a molestarme. 68
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—Voy a pensarlo —le dije. Al poco tiempo acepté la propuesta. En realidad no había nada que pensar. Entre los dos se lo dijimos a mi hermano, le dio mucho gusto pues José Manuel le caía muy bien, además lo conocía desde niño. Nos abrazó diciéndonos que fuéramos muy felices y que contáramos con todo su apoyo. No fue así con la familia de José Manuel, para ellos no era bien visto que un muchacho se casara con una mujer divorciada o viuda y menos con hijos. Se escandalizaron, más cuando supieron que yo era un año mayor que él, yo tenía 17 y él 16. Lo corrieron de su casa quitándole sus pocas pertenencias. Él trabajaba en la colonia Tabachines como chalán de los albañiles. Rentó un cuartito en la colonia Acapantzingo, donde me llevó a vivir con él. No teníamos nada de trastes ni donde dormir. En los primeros días nos tendíamos en cartones y de almohada unos tabiques, pero yo era feliz. José Manuel era muy trabajador, consiguió que le dieran el turno de velador. Por el día trabajaba con los albañiles y por la noche cuidaba la obra, así podía ganar un poco más, sólo que tenía menos tiempo para mí, algo había que sacrificar. A las dos semanas me compró mi cama y mi estufa, por lo menos ya tenía donde cocinar, Le dije que yo quería trabajar. No estaba a acostumbrada a que me mantuvieran, quería tener mi propio dinero. —Puedes ir a vender tus servilletas para que no te aburras —me contestó– si no te dejo trabajar, es porque ya lo has hecho bastante, no porque sea yo celoso, pero si eso es lo que quieres, adelante. 69
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Fue música para mis oídos, todos los días, después de terminar con el poco quehacer de mi casa, comencé a salir a vender mis servilletas. Poco después me embaracé de mi hija Claudia, mi esposo estaba feliz, yo en cambio me sentía triste, no quería traer más hijos al mundo si no tenía nada que ofrecerles. Y peor si eran niñas, me habían hecho creer que las mujeres no servíamos para nada y por eso teníamos que ser maltratadas por los hombres. José Manuel me decía: —No pienses así, las niñas son lo más hermoso de la creación. Además, ellas ya no van a sufrir como tú, yo les voy a dar estudios para que se puedan defender de cualquier patán, les enseñaré que la vida es bonita. A mí no me parecía lo mismo. Con el embarazo, mi esposo era más cariñoso, siempre le hablaba a mi panza. Para mi punto de vista, eso no era normal, entre más crecía mi embarazo, más contento se ponía y a todos lados quería que lo acompañara. Me preguntaba a mí misma: “¿No le dará vergüenza salir conmigo toda panzona? Cuando tocaba el tema de que las mujeres no debíamos nacer, terminaba consolándome: —No siempre será así, yo voy a querer mucho a mis niñas y con paciencia te ayudaré a olvidar todo lo malo que te sucedió en tu niñez, poco a poco irás aprendiendo a perdonar a las personas que te dañaron, también me iré ganando día con día tu cariño. Curiosamente yo extrañaba los golpes y los insultos, hacía muchas cosas para hacer enojar a mi esposo sin conseguirlo, incluso llegué a insultarlo, le dije: —Eres un idiota, tienes atole en las venas en lugar de sangre o de plano no me quieres, le aventé la sartén para ver si lograba hacerlo enojar. 70
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Tomó a la niña y se salió diciendo: —Para pelear se necesitan dos, conmigo no cuentes, me voy con la niña. Tú quédate a terminar tu berrinche. Más tarde llegaba sonriente, cargado de bolsas con la despensa y rosas para mí. Me quedaba trabada de coraje, ¿Cómo pelear? ¿Qué reclamarle? ¿Cómo defenderme de tanto amor? Él me abrazaba diciendo: —Amor, ¿cómo te voy a regañar, si no me das motivos? Siempre tienes todo en orden, además cocinas muy rico, no me cansaré de repetir que me conquistaste primero por el estómago. Además, los problemas no se gritan, se arreglan con palabras, no me obligues a darte un golpe, después se hace costumbre. Ya has sufrido bastante, yo sólo quiero hacerte feliz. El embarazo no me detenía para seguir saliendo a la calle a vender mis servilletas. Así fue como conocí a la señora Araceli, que me ofreció trabajo de lavarle y plancharle su ropa. Un día no tuvo tiempo de hacer su comida y yo me ofrecí a cocinarle, le gustó mucho y me recomendó con sus amigas. Les dijo que yo planchaba muy bonito y cocinaba rico. A pesar de que no tuve estudios, nunca necesité de una carta de recomendación para conseguir trabajo, yo misma me recomendaba con mi puntualidad y dedicación. Mi esposo estaba orgulloso de mí, decía: —¿Cómo es posible que puedas tener la casa limpia y trabajar con la niña sin desatenderme? Qué estúpido fue el tal Roberto, no supo valorarte, en cambio yo me rayé contigo, eres una mujer muy valiosa y bonita. Yo me chiveaba, nunca antes había escuchado esas palabras. Me hacía sentir importante, siempre fui el 71
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patito feo de mi familia, la insignificante, la que no valía nada. Le contesté: —No te burles de mí, lo dices porque me quieres, el espejo me dice otra cosa. —Ay, amor, eso fue lo que te hicieron creer porque te tienen envidia, si eres la más hermosa y la más trabajadora de tus hermanas. El trabajo para mí fue de lo más normal desde chica, no recuerdo que edad tenía, pero el costal de mazorca que me cargaba era más grande que yo. Un día la señora Araceli me preguntó: —¿En que trabaja tu marido? —Es chalán de los albañiles por el día y en las noches es velador, pero no tenemos seguro social —yo le contesté. —Mi esposo anda buscando a una persona de confianza para trabajar sólo de noche, nadie quiere ese puesto —me dijo— es en el almacén de Comisión Federal de Electricidad, con seguro social y prestaciones de ley. Eso está mejor, así tendrá más tiempo para estar contigo. Me dije: “Es muy buena idea”. Cuando llegó mi esposo, le conté lo del empleo: —Es en la Comisión Federal de Electricidad, prometen darte prestaciones de ley, seguro social, así no gastaremos ahora que dé a luz a nuestra bebé. Él, acostumbrado a hacer mi voluntad, ni preguntó por su salario. Me di cuenta de que se puso contento de saber que estaríamos más tiempo juntos. Mientras le hacía de cenar, pensaba: “Con el sueldo de él y el mío, pronto tendremos un terrenito”. En mi casita, no nos visitaba nadie, la única visita era la de mi hermano. Un día se me ocurrió visitar a 72
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mis tías y primas que vivían en los patios de la estación del ferrocarril. Todos me dieron con la puerta en las narices, tenían muy mala impresión de mi esposo y sólo se burlaron de mí, pensaron que les iba a pedir algo, ni siquiera me invitaron a pasar a su casa. Si yo sólo quería su cariño y compartir con ellos mi felicidad. Cuando llegó mi esposo, me encontró llorando, le conté lo que me habían hecho mis parientes: —¿Pero para qué fuiste a verlos? Tu única familia somos tu hermano, nuestras hijas y yo. No los necesitamos. Agradecí a Dios por haberme librado de Roberto, más aún, que haya puesto en mi camino a un buen hombre, que me enseñara otra forma de vida que yo no sabía que existía. Gracias a él podía disfrutar de una vida mejor. Además, un buen padre para mi hija y la nuestra que acababa de nacer. Poco a poco me convertía en una mujer con valores y aprendí a tomar mis propias decisiones. Estaba a acostumbrada a ser tratada como objeto, nunca preguntaban sobre mis sentimientos, ni siquiera sabían si las esposas debíamos disfrutar la relación sexual o ser acariciadas, nada más el hombre tenía derecho. Tampoco conocía de un beso, aunque sea en la frente. Cuando mi esposo me dio el primer beso, no sabía si llorar, reírme o avergonzarme, porque eso sólo lo hacían las mujeres de la calle, una esposa nada más tenía que acostarse hacia atrás, cerrar los ojos sin quitarse la ropa. Qué problemas tuvo mi marido cuando intentó quitármela, comenzaron los insultos y gritos: —No me faltes al respeto, soy tu esposa. Él reía sin parar. Más coraje sentí, pues seguía sin comprender que eso era exactamente lo que sucede 73
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entre esposos. Pasó tiempo para entenderlo. Puse todo de mi parte por aprender paso a paso y abandonar a esa mujer frígida que pensé ser antes. Ahora descubría todo a lo que yo tenía derecho a saber sin tabús. Gracias a la paciencia de mi esposo, dejé atrás los pleitos para dejarme querer. Nuestra hija ya tenía año y medio, teníamos que registrarla, no sabía que los hijos se registraban. El idiota de Roberto nunca lo hizo, recuerdo como una tarde llegó mi esposo con una rosa blanca. Me sorprendió, porque siempre eran rojas. —Quítale los pétalos —me dijo mientras observaba. Cuando llegué al centro descubrí un anillo de compromiso. —¿Qué es esto? —le dije. Me lo puso en el dedo mientras decía: —¿Te quieres casar conmigo? Me quedé con la boca abierta, ni yo me lo creía ¿Cómo era posible que siendo una mujer violada con una hija, hubiera alguien capaz de hacer mi sueño realidad? Cuando ya lo tenía por perdido desde que me quitaron por la fuerza mi virginidad y con ello mi sueño de casarme. Entendí que sí crecen flores en el pantano. No sabía cómo reaccionar de la alegría, ni lo pensé dos veces, lo abracé gritando un sí. Fueron unos instantes, mas en mi mente pasaron tantas cosas. Me di cuenta de cuánto lo amaba y que lo que yo quería era vivir el resto de mi vida con él. Le dije: —Oye, ¿pero para cuándo es la boda? —Para dentro de ¿un mes? —me contestó. —Un mes es muy pronto —repliqué— tenemos que ahorrar, ya ves que ninguno de los dos tiene familia 74
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para pedirles ayuda, ¿te has vuelto loco? —él simplemente sonrió y me dijo: —Sí, estoy loco, pero por ti. No te preocupes por nada, ya tengo todo listo, nada más me faltaba la novia. —Bueno, ¿por qué no nos casamos por el civil? Hay una campaña de registros gratis, ese dinero lo podemos ocupar en otra cosa. Me hizo caso. El gobernador de ese entonces nos regaló la fiesta con sonido, pastel y toda la cosa, fue una fiesta en grande. Sólo que teníamos permiso para llevar cuatro invitados nada más, ya que éramos aproximadamente 400 parejas que nos casábamos. En mi caso nada más fue mi hermano y mi suegra, que ya había aceptado nuestra relación con el nacimiento de mi bebé. Cambió su actitud conmigo, estaba feliz con su nieta, no quería que la niña fuera una bastarda igual que su hijo. Ella y yo nos enfrentamos, pero después de conocer mi pasado, cambió de opinión y a pesar de que mi esposo fue su único hijo, no tuvo empacho en aceptarme. Dios me negó la dicha de tener una madre que estuviera conmigo en esos momentos tan importantes de mi vida. En su lugar, me dio una buena suegra, que me quiso como a una hija hasta el día de su muerte. Fue una excelente abuela para mis hijas. Después de la boda por el civil, se quedó en mi casa para ayudarme con los preparativos de la boda religiosa, yo estaba muy contenta. Mi esposo y yo habíamos discutido sobre el color del vestido, yo no me consideraba digna de un vestido blanco. Me sentía sucia, sin valor, quería uno azul. Aunque él quería el blanco me quedé con el azul. Mi esposo me daba gusto en todo lo que podía, me abrazó muy fuerte. 75
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—Amor, la pureza de la mujer no es la virginidad sino la que se lleva en el alma, y tú, mi reina, fuiste pura para mí. Estaba muy sorprendida, mi esposo era un hombre que no solamente me amaba, sino que también me valoraba. Estaba lleno de sorpresas, una vez más me daba una lección de vida. Estaba acostumbrada siempre a los insultos: “No vales nada, ni para los perros”. Le pido a Dios que me ayude a olvidar el pasado. Cuando me probé el vestido, mi suegra usó las mismas palabras de mi padre muerto, parecía una princesa. Creo que aquella tarde de mi infancia en el río y ese momento, fueron los más felices de mi vida. Llegué al altar casi como en un sueño, la mujer fea y maltratada quedaba en el pasado. La pesadilla había terminado por fin, el patito feo se transforma en un hermoso cisne, logrando así todos sus anhelos. Me sentía bella, segura y, sobre todo, amada. No paraba de agradecerle a Dios hasta por el día que se me ocurrió acomedirme a cuidarle los chivos a mi José Manuel, hoy mi esposo, quien lograba despertarme entre los muertos. Mi pantano se secaba y en su lugar crecían rosas.
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Nos abrazamos llorando, nuestra dicha era completa Pasaron siete años de constante felicidad, mi hija Marina ya estaba en segundo de secundaria, Claudia en la primaria, mi esposo seguía trabajando en Comisión Federal de Electricidad. En el día me ayudaba con las niñas, yo les hacía la comida y molía la masa en el molino. Mi esposo las peinaba y hacía las tortillas, porque no les gustaban las tortillas de máquina, además estaba muy lejos la tortillería. Después de dejarlas en la escuela era cuando podía dormir un rato. Yo pasaba en la tarde por ellas después de salir de mi trabajo. Vivíamos una vida un poco complicada, porque no teníamos tiempo para nosotros. El único día que estábamos juntos era cuando mi esposo descansaba. Aprovechábamos para salir a pasear con las niñas y hacer la despensa. Lo bueno de ese sacrificio, fue que pronto nos hicimos de un terrenito, todo marchaba de maravilla, pero nos hacía falta algo: un niño. Ya Claudia tenía siete años, yo no quería tener otro hijo, seguramente sería otra niña. Le propuse a mi esposo adoptar uno, se puso un poco triste, porque él quería uno propio, finalmente aceptó. Fuimos al dif para pedir informes, como requisito nos pidieron 5 millones de pesos, lo que ahora son 5 mil pesos y mínimo un terreno para construir. Mientras la señorita leía los requisitos, yo sentía una gran satisfacción, ya que los cumplíamos 77
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todos. Recorría mi vida, pensando cuantas cosas he logrado de esa manera. Ya reunidos todos los requisitos y a punto de entregarnos al niño, me di cuenta de que estaba embarazada. Por supuesto que ya no continuamos con la adopción. Dios me escuchó mandándome a mi hijo José Manuel, un varón ¡Vaya! Claro que le pondría como su papá. Por fin me llegó el niño que tanto había deseado, mi esposo y yo estábamos felices. Cuando me subieron a piso en el hospital, él ya nos esperaba en el cuarto con un ramo de rosas. No hubo palabras, esperó a que la enfermera se fuera y nos abrazamos llorando, nuestra dicha era completa. Lo que habíamos ahorrado para la adopción se ocupó para la casa. Siete años después ya casi la teníamos terminada. Mi hija mayor Marina, ya no quiso seguir estudiando, nada más terminó la prepa, se enamoró de un muchacho un poco mayor que ella. No hubo manera de convencerla para que continuara sus estudios, Felipe sería su marido. Se casaron por todas las de la ley. Por un lado, era una satisfacción para mí que ella hubiera elegido su pareja; haberle dado una vida estable me enorgullecía mucho. Era algo más que mi marido había logrado. Él había registrado a esa niña como de él; nunca hizo diferencias, al contrario, fue un padre para ella y tal vez, ¿por qué no decirlo?, un padre para mí y un amado esposo. Al casarse Marina, la familia disminuyó, Claudia estaba en la secundaria, José Manuel en la primaria, ya habían pasado quince años de constante felicidad. Para ese entonces, mi esposo ya no trabajaba en Comisión Federal, al morir su jefe cambiaron todo el personal 78
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por policías. Con el dinero de la liquidación terminamos la casa, mi esposo era albañil y yo su chalana, así que la mano de obra no nos costó, solamente gastamos en el puro material. Después, mi marido encontró trabajo en la colonia Burgos, que es un fraccionamiento de clase media, buenas casas. Cuando se terminó la obra, el patrón quiso que mi esposo siguiera trabajando con él de planta, como jardinero de la casa. Éramos un matrimonio con dos hijos. El patrón estaba tan contento con el desempeño de mi marido, que nos hizo una casita donde vivíamos los cuatro. Nuestra felicidad fue interrumpida bruscamente al hacerme cargo de mis sobrinos, ni siquiera sabía el revés que el destino me preparaba. Fue un 22 de diciembre cuando tuve una visita sorpresa, me fueron a decir que a mi hermano lo habían matado cuando regresaba de sus labores del campo. Lo venadearon, igual que a mi padre. Volví por instantes a vivir su muerte. Mi hermano era lo que más amaba, ya que él fue como mi segundo padre, el que me salvó de las garras de Roberto, también un gran amigo para mi esposo, se querían como hermanos. Fue una gran pérdida. Siempre fuimos muy unidos, él tenía cuatro años apenas de haberse regresado para Guerrero. Aun así éramos muy unidos, nos visitábamos dos o tres veces por año, siempre estuvimos juntos en las buenas y en las malas. Dejaba siete de familia, cuatro sin registrar. Estaba tan llena de dolor que empecé a beber. Claro, sólo lo hacía en los fines de semana, según yo, sólo con mi esposo y sin que mis hijos se enteraran. Mi esposo me acompañaba tratando de entenderme, de vez en cuando me decía que ya no tomara. 79
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—Te haces daño y no consigues nada. Al año de la muerte de mi hermano, regresé a Guerrero para llevarle flores a su tumba. Me encontré con que los niños sufrían mucho porque la madre no los cuidaba: tenían muchos piojos, no los bañaba, ni les daba de comer, los niños andaban en las casas, pidiendo comida. La madre se la pasaba durmiendo, ni ella se bañaba. De lo que les daban a sus hijos comía ella. El comisario de esa cuadrilla o el poblado al que pertenecían, me dijo que a los niños los iba a recoger el dif, si los familiares no se hacían cargo de ellos. Lo comenté con mi mamá y mis hermanas para ver quién se hacía cargo, pero ninguna quiso echarse el paquete. Una de mis hermanas, Carmela, tenía nueve de familia. Victoria, sólo una, pero se estaba divorciando, tampoco quiso la responsabilidad. Dicen que al nopal se le arriman sólo cuando tiene tunas. Como yo era la que menos hijos tenía y estaba mejor económicamente, ya no era la mugrosita muerta de hambre que le daban con la puerta en la nariz y mi esposo tenía seguro social, todos dijeron que yo era la única que podía registrarlos. ¿Qué remedio? Hablé con mis hijos y mi esposo para pedirles su opinión, ya que era una decisión bastante difícil. Mandaron a traer a mi cuñada para que dijera porque motivo no los registraba ella misma, ya que era la indicada, a lo cual contestó que no podía porque nunca fue casada con mi hermano y que tampoco ella era registrada. Además no tenía el acta de defunción de mi hermano, era muy difícil para ella. Después de averiguar cuál era mi situación económica y hablar con mis hijos para saber si estaban 80
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de acuerdo, me dieron a los niños. Olga de diez años, Marco Antonio de ocho, Alfredo de cinco y Jesús de tan sólo un año y medio. Las bocas aumentaban y con ello los gastos. Ya de regreso a la casa, con tantos niños, no era posible continuar en la quinta. Me conseguí trabajo en Sumiya, un fraccionamiento de gente rica, donde me pagaban mil quinientos pesos por tres días, haciendo toda la limpieza de la casa, la alberca y el jardín. Los patrones casi no venían. Los martes y jueves trabajaba de lavadas y planchadas en Cuernavaca, sábados y domingo en la quinta donde trabajaba mi esposo, por las noches llegaba a lavar uniformes y a revisar tareas. Para mí todo era un caos, porque no sabía leer ni escribir, ni cómo ayudarlos. Recuerdo con tristeza cómo les revisaba sus cuadernos a mis hijos. Cuando lo hacía, ponía una cara de asombro y hasta los regañaba, diciéndoles: —Tienes que echarle más ganas para que este siete se convirtiera en diez —me decían: —¿Siete? Pero si es ocho ¡Ay, tía, ya no ve bien! —yo reía, me daba mucha pena que supieran que no sabía leer. Cuando mi esposo quería hablar conmigo le decía: —Estoy muy cansada, mejor te preparo una cuba o una michelada que me salen bien ricas. Él nada más movía su cabeza, se guardaba todo, nunca le di importancia, estaba tan segura de su cariño que metía mis manos al fuego por él, lo creía incapaz de engañarme. Un día llegó mi mamá llorando a mi casa muy arrepentida y pidiéndole perdón a mi esposo, suplicando que le diéramos alojamiento pues se había quedado muy sola. 81
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Mi hermana Victoria, la más chica, se volvió loca a raíz de que murió su única hija. No resistió, prefirió ausentarse bloqueando por completo su razonamiento, no sabía cómo expresarle su amor. Su hija no aguantó el divorcio de sus padres y decidió suicidarse. Mi hermana trabajaba todo el día. Una vez más, la ignorancia de cómo manejar las cosas cobraba una vida inocente. Ella quería ser como mi madre, fría, seca, pero la vida se encargó de cobrarle la factura. Mi otra hermana, la que tenía nueve hijos, se marchó a Tijuana. Mi hermano más pequeño estaba en Estados Unidos. Entonces mi madre, no queriendo estar sola, decidió pedir perdón. No creí en su falso arrepentimiento, pero guardé silencio. ¿Para qué abrir mis viejas heridas si ya estaban cicatrizadas? Al menos eso pensaba yo. Como teníamos un espacio atrás de la casa, se me ocurrió hacerle un techo en ese lugar, no queriendo enfrentarla con mi esposo. Como dicen: “Juntos pero no revueltos”. Poco a poco me fui perdiendo más y más en el alcohol, olvidándome por completo de mi marido. Con la llegada de mis sobrinos y mi madre, sólo nos veíamos los fines de semana. Cuando no venía el patrón, eran borracheras seguras aprovechando que los hijos no nos miraban. Mi mamá no perdía el tiempo para ponerme en contra de mi marido, me decía: —Eres una tonta ¿Por qué crees que no te dice nada cuando tomas? Ni te regaña, es porque los días que no vas a verlo de seguro mete viejas a la quinta y tú muy confiada, pero allá tú. Yo creía mucho en él, sólo cuando bebía me entraba la duda. Un día se me ocurrió compensar a mi esposo. Después de darles de cenar a mis hijos, los dejé 82
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con mi madre, tomé un taxi, quería darle una sorpresa. Cuando llegué a la quinta no lo encontré. Llamé a su celular, lo traía apagado. Mientras lo esperaba, preparaba bebidas alcohólicas, según yo, para disipar mis culpas. Así que esa noche decidí reconquistarlo muy romántica y esperarlo hasta que llegara. Fueron pasando las horas, comencé a desesperarme. Cuando me di cuenta ya me había terminado media botella de tequila, ya casi de madrugada apareció mi marido muy acompañado de una amiguita. Cuánta razón tenía mi madre, no podía creer lo que mis ojos miraban. Por un instante pensé que se me habían pasado las cubas y que sólo estaba alucinando. ¿Cómo alcancé a la vieja? No lo sé. De pronto ya estaba encima de ella. En la sorpresa quiso correr, pero nuevamente le jalé las greñas dándole con todo. Mi esposo en lugar de separarnos, también asustado quería salir corriendo. Para su mala suerte, por los nervios y tratando de abrir el portón se le cayeron las llaves hacia fuera. No le quedó más remedio que tratar de separarnos, nos fuimos rodando por las escaleras, la tipa logró zafarse de mí. Todavía quise jalarla de la falda y sólo me dejó los calzones en la mano. Yo estaba loca de rabia. Acto seguido le tocó a él, estaba tan iracunda que no sentía los golpes cuando rodamos por el suelo. Terminé amarrándolo con una cuerda que estaba en el jardín para evitar que siguiera a la tipa y poder darle una buena golpiza. Ahí lo dejé amarrado toda la noche, ya no me regresé a mi casa, no quería que mis hijos se dieran cuenta. Al otro día me fui a trabajar dejándolo atado de pies y manos. ¿Cómo se soltó? No lo sé. 83
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Ya en mi trabajo sentía mucho dolor, mi patrona me llevó al seguro donde me sacaron una radiografía, los médicos dijeron que tenía dos costillas rotas, mi patrona me preguntó: —¿Qué fue lo que pasó? Yo les dije haberme rodado por las escaleras para no perjudicar a mi esposo, por mis hijos. A ellos les dije lo mismo, me caí de las escaleras. Me dieron de incapacidad un mes. Durante ese tiempo estuve ingiriendo alcohol, no comía, sólo les hacía de comer a mis hijos. Ellos llegando de la escuela cenaban y se encerraban cada uno en su cuarto a hacer sus tareas, ni cuenta se daban que yo me ponía hasta las chanclas. Mi mamá no perdía la oportunidad para echarme en cara: —¿Ya ves?, te lo dije, déjalo y quítale la casa, no seas tonta, acúsalo de adulterio. Claudia terminó su carrera de contador público, el patrón de mi esposo fue su padrino de anillo de graduación. José Manuel, siguiendo los pasos de su hermana, estaba ya en la universidad.
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Delante de mis hijos actuábamos como si nada pasara Las cosas entre mi esposo y yo empeoraban. Dos de mis hijos adoptados, a duras penas terminaron la primaria y se casaron, eran muy rebeldes, no les gustaba recibir órdenes de nadie, constantemente me mandaban a traer de la escuela para darme quejas de ellos. Los más pequeños, me pidieron permiso para ir a visitar a una hermana que se había quedado en Guerrero y ya no regresaron. Delante de mis hijos actuábamos como si nada pasara, los lunes eran los días de descanso de mi esposo, no lo dejaba entrar a mi cuarto, me encerraba con llave, le sacaba sus sábanas y lo dejaba en la sala. Cuando los hijos le preguntaban: —Oye, papá ¿por qué no te metes al cuarto con mi mamá? —Hace mucho calor, aquí duermo más a gusto — les contestaba. Mi marido hacía todo lo posible por reconquistarme. Me llevaba serenata, me invitaba a cenar o me daba rosas. Yo se las tiraba a la basura, no quería saber nada de él, estaba tan decepcionada. Hoy me doy cuenta que tal vez lo usé de pretexto para seguir bebiendo, mis hijos terminaron dándose cuenta, porque ya no salíamos ni dormíamos juntos. Hablaron con nosotros para 85
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preguntar qué estaba pasando. Para no manchar la imagen del padre sólo contestamos: —No pasa nada, sólo se terminó el amor, nada grave, cosa de matrimonios. Ellos propusieron que si ya no nos queríamos, optáramos por separarnos. Preferían vernos como amigos, a fingir delante de ellos lo que ya no sentíamos. Mi hijo se opuso rotundamente, pretextando que estaba en la universidad y no deseaba escuchar las burlas de sus compañeros por ser hijo de padres divorciados. Propuso seguir viviendo juntos, pero en habitaciones separadas. Yo acepté encantada la propuesta, pues ya estaba muy desgastada nuestra relación. Caí más en la depresión y mi refugio en el alcohol era del diario. Una grata mañana, al llegar a mi trabajo, fui recibida con la noticia de mi despido. No me fue tan mal, por el servicio prestado durante diez años, me dieron una buena liquidación. Recibí el cheque por cincuenta mil pesos y me fui a mi casa. Por culpa del vicio perdí el trabajo estable que tenía, a causa de tantos errores y de faltas repetitivas. No sabía qué hacer con ese dinero, como ya no tenía comunicación con mi esposo, le pedí a mi hermano su consejo. Él tenía una tiendita con permiso de vinos y licores, muy cerca de mi casa, estaba separado de su esposa y no tenía quién le ayudara con ella, así que me la ofreció a un muy buen precio, toda una ganga. También me vendió su carro en veinte mil pesos para que yo misma surtiera la mercancía de la central de abastos. No sabía manejar, pero tomé un curso de manejo y aprendí pronto. Saqué mi licencia y pronto estaba al frente de la tienda y del volante. 86
Terminaba mi plegaria y corría a empinarme el líquido hasta el fondo Ese fue mi gran error, porque en la tienda tenía mi elixir favorito, o sea alcohol, como decía mi madre, una de las pocas cosas buenas que le oí decir fue: —La zorra no debe comerciar con gallinas. Ya ni siquiera iba a la casa, ahí mismo tenía donde dormir y cocinar. Mis hijos, preocupados por mi forma de manejar decidieron quitarme las llaves del carro, porque confundía las banquetas con estacionamiento y los postes con semáforos, tenían miedo de que un día chocara por manejar ebria. Desde ese día iba y venía en mi “Dosh patas”. Hasta que un día le avisaron a mi hermano que fuera por mí al hospital porque me había atropellado un carro. Por suerte no fue nada grave, sólo golpes. Después de recuperarme, él mismo tomó la decisión de encerrarme en un anexo, una clínica para enfermos de alcoholismo, sin el permiso de mis hijos ni de mi esposo. Así fue como empezaron los enfrentamientos con mi familia, ya que estaba incomunicada de ellos. Es un lugar peor que la cárcel. Hoy, puedo comparar los dos mundos, estuve en doce pasos, los padrinos de ese lugar eran muy malos, había cuarenta hombres y diez mujeres. Ellos dormían en el segundo piso, nosotros en la planta baja. A las seis de la mañana nos bañábamos, 87
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a las siete era el desayuno, dos teleras con té de hojas de naranjo, no comíamos tortilla. Nos metíamos a la sala para compartir las experiencias, desde las ocho de la mañana hasta las doce del día. Nos formaban como íbamos llegando, los primeros al frente en la primera fila de la tribuna, el asiento: un bote de los chileros. No tenías que moverte para nada pues los padrinos te daban en la espalda con una tabla o te aventaban agua en la cara para que no te durmieras. Sólo te parabas para ir al baño o a compartir tu experiencia. A la una de la tarde nos bajaban a todos para comer, era la única comida que nos daban hasta llenarnos, no nos daban tortilla, puro pan y lentejas, arroz o frijoles, tampoco nos daban picante, sólo cuando nos cooperábamos para las tortillas y unos chiles. Como en mis viejos tiempos, un chilito tenía que alcanzar para cuatro personas, sólo nos daban chance una o dos veces por semana y eso porque hacíamos coperacha. Nos daban una hora para lavar nuestra ropa mientras otros hacían la limpieza del salón y acomodaban las sillas, otra vez desde las tres hasta las seis de la tarde. Era muy cansado. Después de cenar, cada quien en su celda. Si bien nos iba, cuando había veladas nos quedábamos hasta la dos de la mañana, las mujeres dormíamos en la oficina de los padrinos, no teníamos visita hasta haber cumplido el mes. Mi hermano me encerró por tres meses, me faltaba una semana para cumplir apenas un mes, yo tenía pensado rogarle que me sacara de ese lugar, ya que él había firmado para mi encierro. No aguantaba los castigos, pero cometí un error muy grande que me pudo haber costado mi traslado a otro lugar con normas más estrictas, encontré en la oficina 88
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del padrino una botellita con alcohol, que usaban para las personas que llegaban con delirios y me la tomé. No sabía que estaba estrictamente prohibido, pero mi hermano los amenazó con demandarlos, era su responsabilidad, argumentaba que para eso se les pagaba. Esa fue la razón por la cual ya no me dejaron salir. Como castigo me dieron tres meses más, sentía que moría, tampoco tenía contacto con nadie. Salí de la clínica muy resentida, odiaba a mi familia, pero les prometí que ya no iba a tomar para que me dejaran en paz. La tienda empezó a venirse abajo, como yo me la pasaba ebria, no me daba ni cuenta cuando llegaban los proveedores y no surtía los pedidos. Llegó el momento en que ya no me hacían efecto ni la cerveza ni las cubas. Opté por tomar aguardiente, el famoso Tonayán, puro alcohol. Así que cerraba la tienda y me ponía a tomar, ya no tenía a quien atender, me daba igual, ni comía. Mis hijos y mi esposo me encerraron en mi propia casa quitándome las llaves, según ellos para que ya no tomara. No entendían que mi enfermedad era más fuerte que yo, si dejaba de tomar de un solo golpe podría morir. Pensando en eso, le saqué copias a las llaves de la casa y de la tienda, las escondí en una planta para que no me las encontraran. Cuando mi madre y mi marido se iban a trabajar, yo me salía a la tienda a comprar mi Tonayán, cuando llegaban por la tarde no se explicaban porque estaba otra vez tomada, si me habían dejado con llave. Tenían miedo de que me atropellara un carro y por más que buscaban las llaves, no las encontraban. Como no comía, ni tomaba agua, orinaba y vomitaba 89
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sangre. Entonces era cuando me tenían que internar en la clínica para que me pusieran suero. Ya me había quedado sola con mi madre, mi hijo José Manuel, por culpa de mi abandono, no terminó su carrera de ingeniero en informática. Se juntó con su novia y se fue a vivir con ella. Seguramente le daba pena llevarla conmigo, lo que más me duele es no saber cuánto tiempo duré sumergida en el pantano. Tampoco estuve presente cuando tuvo su primer bebé. Cómo me arrepiento de haberle causado tanto daño a mi familia, no tenía conciencia de mi enfermedad. Por un rato lloraba arrepentida abrazada de un Cristo pidiéndole a Dios que me salvara, no quería morir en ese estado, tenía mucho miedo. Sin embargo, mis ojos estaban fijos en esa botella de Tonayán. Terminaba mi plegaria y corría a empinarme el líquido hasta el fondo. Mi mamá y mi marido se unieron al mismo dolor, entre los dos me cuidaban. Un día fuimos a una fiesta a la cual mi madre había sido invitada, mi esposo aceptó porque no teníamos nada que hacer. Mi mamá tenía la costumbre de prender veladoras en su casa. Cuando salimos, se le olvidó apagarla y como la fiesta se alargó y llegamos muy tarde, nos encontramos con que afuera estaban los bomberos apagando nuestras casas, que estaban juntas. Ella se quedó con la pura ropa que traía puesta. Se fue a vivir con su amiga Avelina que vivía por la colonia La Joya, quedándome sola. Mi problema con el alcohol era cada día más fuerte, olvidaba bañarme o comer, sólo vivía para tomar y como ya había acabado con todo, le di mi permiso de la tienda a mi vecina, a cambio de que ella me consiguiera el Tonayán a diario, a escondidas de mis hijos. 90
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Marina vivía como a cincuenta metros de mi casa, de vez en cuando se ocupaba de mí, me bañaba y hasta me daba de comer en la boca. A pesar de los problemas que le causaba con su esposo, quien le reprochaba que lo dejara sólo por mi culpa. Mi marido ya casi no iba a dormir, seguramente le daba asco o lástima, nunca se lo pregunté ni me importaba. El día 15 de septiembre llegó mi sobrino diciendo que había encontrado a su tío con otra mujer, tal vez no sentí miedo de perderlo por completo, sino que dejaba a mis hijos solos con mi enfermedad y ya no queriendo ser una carga para ellos, tomé la decisión de irme con mi madre. Le hablé a mi vecino de enfrente que tenía un taxi y le pedí que me llevará a la colonia La Joya a esperar el final de mi camino. Como orinaba y vomitaba sangre, a cada rato me internaban para ponerme suero, el doctor le dijo a mi madre que si no dejaba de beber, no viviría mucho tiempo. Eso ya lo sabía, pero por más esfuerzos que hacía para dejar el alcohol, no podía y para colmo me detectaron diabetes. Mi marido, a pesar de todo, no era tan malo, me seguía dando para mis medicamentos. Cada quincena iba por mi pensión.
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No los conozco, no sé a qué se dedican Fue un viernes 5 de diciembre de 2008, una fecha inolvidable para mí. Ese día mi mamá me acompañó con mi marido para que me diera mi pensión, como en otras ocasiones. Llegamos como a las seis de la mañana, mi esposo todavía estaba en la cama, mi mamá me dejó en la puerta, me dijo: —Paso al rato por ti. —¿Te sientes bien? —mi esposo me preguntó. —Creo que sí. —Hazte algo de desayunar porque quiero hablar contigo —abrió el refrigerador pero no había nada. —Tengo que ir a la tienda, dame dinero —dije. Así que fui a la tienda y luego preparé unos huevos con jamón. No empezábamos a hablar, cuando oí el sonido del timbre. —Ve a abrir —le dije. En ese momento oí un estruendo, rompían la puerta con un marro, vi que la casa estaba rodeada de encapuchados; pensé que ya estaba alucinando otra vez, pero ¿cómo era posible? Si no había tomado nada. Los golpes y los tehuacanazos me garantizaron que no era alucinación. Estaba sucediendo, no me explicaba nada, no podía hilar ninguna idea concreta, no sabía que estaba pasando. Entré como en una pesadilla, pero era una realidad, los golpes me llegaban por todos lados, recuerdo que gritaban: 92
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—Ya se los llevó la chingada malditos secuestradores —después de los tehuacanazos5 me decían: —¿Ya vas a cantar? ¿De dónde los conoces y a qué se dedican? —No los conozco, no sé a qué se dedican —les decía —déjenme ya por favor. Seguía pensando que eso no me estaba pasando. Mi esposo gritaba: —Ya no le peguen, ella no sabe nada. Me dejaban, pero sólo por un rato, no sé de dónde sacaron una botella de alcohol, cambiaron de táctica. Me tenían vendada de los ojos, sólo escuchaba lo que se decían entre ellos. A mí me decían: —Toma de esta bebida, a ver si con esto cantas. Y ya más tranquila volvían a interrogarme. —Ahora sí, jefecita, ya no le vamos a pegar ni a darle más Tehuacán, ya vimos que no le gusta. Decidieron darme alcohol, uno de ellos le dijo a su compañero, dale otro trago dicen que los niños y los borrachos dicen la verdad. ¿Qué les iba a decir si no sabía nada?, ni los conocía. Se volvieron a acercar a mí para decirme: —Tiene que cooperar con nosotros, si no quiere que le demos más Tehuacán. —Ya les dije una y mil veces que no los conozco. Yo seguía sin decir nada, oía los gritos de mi marido. Cuando lo torturaban, le ponían una bolsa de plástico para que se ahogara. Todo pasaba tan rápido y tan lento que no puedo siquiera explicarlo. A las dos 5. El “tehuacanazo” es un tipo de tortura en la que se usa agua mineral carbónica la que es agitada y metida por la nariz a la víctima. El agua mineral del manantial de Tehuacán, Puebla es sinónimo de agua mineral gaseosa en todo México.
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horas de estarnos golpeando sin parar, llegaron dos tipos que habían detenido horas antes que a nosotros, les preguntaban: —¿Los conoces infeliz? ¡Habla! Si no quieres que te hagamos pedazos a golpes. —No, no los conocemos. Pero nada importaba, ellos seguían golpeándonos. Así pasaron muchas horas. Hasta como a las 3 de la tarde nos sacaron de la casa para llevarnos a la siedo (Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada), yo oía las suplicas de mi marido diciendo que yo no tenía nada que ver, que me dejaran libre y me pareció que así lo harían, me quitaron las vendas y me dijeron: —No se mueva de aquí. A los pocos minutos regresaron y me subieron a un carro para llevarme, aparte de los demás, directamente a la Ciudad de México. Fue un viaje tortuoso, me llevaban agachada, no podía levantar la cabeza. Ya en la siedo, los interrogatorios eran interminables, siempre lo mismo, nunca un abogado presente. Eran como las ocho de la noche, nos bajaron a un pasillo en donde nos metieron en celdas separadas, a los hombres de un lado, a las mujeres en otro. Minutos más tarde me sacaron de mi celda para meterme a un cuarto donde estaba un hombre como de dos metros de estatura, parecía gorila, cerró la puerta y dijo: —Quítate la ropa —me miraba. Me miraba de arriba abajo. Yo temblaba de miedo, pensé que ese tipo me iba a violar. Me da una bocina donde se escucha la voz de una mujer que decía: 94
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—Tengo lo que tú necesitas, una botella con tequila del mejor, pero dime: ¿Cómo conociste a tu banda? ¿Cuántos secuestros más han hecho? —No sé nada, no los conozco —yo le decía, pues esa era la verdad. Como no me sacaba nada, se ponía furiosa y comenzaba a insultarme. Me dejaban descansar, minutos más tarde me volvían a sacar, esta vez con otros métodos, ahora el mismo gorila me quitaba la ropa, ¿Qué pasaría? Me temblaban las manos y cuerpo. ¿Qué hacer? Eran tantos mis nervios que no me acordaba ni de Dios. Otra vez sentí el miedo recorrer mi cuerpo, como cuando huía de Pedro a dormir en el campo, no sabía si me violaría o qué pasaría. Me volvían a pasar la bocina, ahora era la voz de un hombre que decía: —Ya tenemos a tus hijos. ¿Cómo ves? Me daban sus nombres, llegué a pensar que de verdad los tenían con ellos. A lo cual yo les contestaba: —¿Cuántas veces quieren que se los diga? Yo no los conozco, ni sé en que trabajan, por favor no maltraten a mis hijos. Tenía mucho miedo pero no podía decir cosas que no sabía, nunca en mi vida los había visto. —Si no cantas, los vamos a matar, maldita perra no te hagas pendeja, ya sabemos que tú eres la jefa. Por más que trataba de hilar cabos no lograba comprender qué pasaba. Quería despertar, pensaba que soñaba. Ya no supe más, entré en un coma diabético. Después de tres días, salí del coma, cuando desperté estaba en una cama de hospital, esposada de las manos y con una máscara en la cara, tenía sangre, suero y un 95
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tubo en la boca. Rodeada de afi’s,6 no sabía si estaba en el infierno o en la gloria. Se me salían las lágrimas, uno de ellos cuando me vio llorar me dijo: —Llore, madre, estoy seguro de que usted no tiene nada que ver en el secuestro. Me preguntó: —¿Lleva mucho tiempo tomando? No podía contestar. —Cuando yo le hable —me dijo— nada más mueva su dedo para decir sí o no. Estuvo a punto de morir, pero ya salió del coma. Tenemos prohibido hablar con los detenidos y pasarles información, lo hago porque también tengo familia, además yo sí creo en su inocencia. Su hermano y su hija Claudia están afuera muy preocupados, han estado preguntando por usted, pero no los dejan pasar, es mejor que no la vean en este estado. Saben que usted está bien, le voy a quitar las esposas para que pueda descansar un poco, tiene las manos moradas, no me vaya a echar de cabeza, ya lleva tres días así. Pero el trato sólo era en ese turno, en el segundo era diferente, no me quitaban las esposas y me decían que por el delito que estaba, mínimo me darían setenta años de cárcel, si bien me iba, porque ya estaban pidiendo la pena de muerte. No sabía de los demás, ni qué iba a ser de mí. Me dieron de alta hasta los ocho días. Del hospital me llevaron al arraigo domiciliario con los demás, pero tampoco los podía ver porque estábamos en diferentes pisos, sólo en las tardes y cinco minutos nada más. 6. Siglas que se refieren a la Agencia Federal de Investigación y en plural afi’s a sus integrantes.
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Mi esposo pidió permiso para hablar conmigo, estaba muy angustiado por mi salud y trataba de darme ánimos explicándome lo sucedido. Lo único que consiguió fue que le dijera hasta de lo que se iba a morir. Él no se cansaba de pedirme perdón: —Yo no sabía para qué rentaron la casa, nunca fue mi intención hacerles daño a ti ni a mis hijos. Son lo que más quiero en la vida. Los desayunos eran a la 7 de la mañana y en 5 minutos te daban de todo, era una tortura porque no te podías comer las cosas. También teníamos camas matrimoniales y agua caliente, no hacíamos talachas, nada que ver con la cárcel.
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No te preocupes si no tienes ropa, ve a Liverpool de Galerías Después de cuarenta días en el arraigo nos trasladaron a Morelos a la cárcel de Atlacholoaya. El 9 de enero de 2009, llegamos al primer control. Una custodia de nombre Alicia nos tomó los datos, peso y medidas. Enseguida llegaron cuatro custodias para llevarnos al área varonil. ¿Cómo olvidar esa fecha? Hacía mucho frío. Al llegar a este lugar, mis compañeras me dieron la bienvenida con sus bromitas pesadas. Pensé que todo había terminado para mí, yo venía de un arraigo en México, en la temible siedo. Eran las 4 de la mañana aproximadamente, después de varias horas de andar por el área varonil, posando para la “foto del recuerdo”, llegué al área de ingresos. La custodia me abrió la reja de la celda número 1, estaba muy oscuro, las compañeras se incorporaron para que yo pudiera pasar hasta el fondo, diciéndome: —Hola, bienvenida a tu nuevo hogar. Yo no les contesté porque lo hacían de forma burlona. Trataba de encontrar la cama o un lugar donde descansar, lo hacía a tientas porque no encendieron la luz, hacía mucho frío, ya lo he dicho, me sigue calando los huesos tan sólo recordarlo. Por fin logré dormir en un lugar muy pequeño, pues no cabía ni hecha bola. Me tendí en la mitad de mi cobija que traía de la siedo 98
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y la otra parte para echármela encima. Como no cabía saqué mi cabeza hacia fuera para poder estirarme, no me di cuenta de que estaba en el baño. Las compañeras se molestaron y comenzaron a darme de patadas, según ellas porque las estaba desvelando. Ya que se les había quitado el sueño, empezó el interrogatorio: —Oye, y aquí entre nos, ¿cuánto te pagaron por lo que hiciste? Ya estuvo que hoy esta vieja se va a mochar con las cocas, de seguro que trae una buena lana. Una de ellas, apodada la Chucky, me dijo que si yo quería pasarla bien en este lugar, tenía que pagar y como no traía dinero, me dijeron: —Bueno puedes ser mi chacha, lavando mi ropa y haciendo mis talachas, aparte tendrás protección, te cuidaré también de las custodias, ¿qué dices? —Si te niegas, tú y tu marido la van a pasar muy mal ¿Cómo ves?, tengo un primo en el área varonil y es muy sanguinario, imagínate todo lo que le puede hacer a tu marido. Me pareció buena idea. La ropa se lavaba en el lavabo, era muy incómodo pero no podíamos subir a dormitorio. A las que ya tienen más tiempo, les gusta jugar con los sentimientos de las recién llegadas. Debo aclarar que no todas, hay otras que te consuelan cuando te ven llorar y te invitan un taco si no tienes visita. Muerta de miedo, le dije: —Hago todo lo que quieras, pero por favor ayúdame diciéndole a la custodia que me deje acostarme por ratitos en la celda, me siento muy mal. Nos habían leído la cartilla, no las queremos adentro de la celda y menos acostadas, hasta que otra compañera les dijo: 99
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—Ya déjenla en paz, si la siguen molestando le voy a gritar a la custodia. Era sábado, no pudo pasar mi visita. En la mañana me metí a bañar y me di cuenta que no tenía ropa para cambiarme, una de las compañeras de la celda de a lado me dijo: —No te preocupes, si no tienes ropa, ve a Liverpool de Galerías (es un centro comercial muy elegante que hay en Cuernavaca). —¿Cómo va ser eso? —contesté sorprendida— ¿No ves que estoy presa? —Ella se rió. —Tú vas a ver, grítale a la custodia y ella te abrirá la puerta. Realmente me emocioné mucho, pensé que se trataba de una calle o una tienda de lujo tal vez instalada cerca del penal ¡Wow!, después de varias semanas podré al menos ver la calle, eso suena bien. Comencé a gritarle a la custodia desesperadamente, me extrañó que la custodia me hiciera caso, me abrió la reja que separaba a ingresos del resto del penal. No lo podía creer pero estaba sucediendo. Al llegar a la segunda rejilla que era la primera por donde había entrado, pensé: “Unos pasos y la calle”. La custodia molesta me dijo: —¿Qué esperas para agarrar lo que quieres? —Pues simple, que me abra la puerta para salir — En ese momento abrió una puerta que parecía un closet, donde estaba un montón de ropa sucia y amontonada y dijo: —Ahí está tu Liverpool de Garrerías —la ropa que había ahí estaba hecha garras, era una forma sarcástica de referirse a ese almacén de ropa, simulando su parecido con la plaza Galerías. 100
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—Esa es la única puerta que se te va a abrir y sólo toma dos cambios. No pueden tener mucha ropa, es para todas las de nuevo ingreso. Pensaba. ¿Hasta cuándo volvería a ver la calle, un carro? ¿Qué sería de mí? Tomé los cambios de ropa, con lágrimas en los ojos regresé a mi celda. —¿Cómo te fue en las compras? — me dijeron las compañeras atacadas de la risa. No contesté nada, vi lo ilusa que fui, pagué mi novatada, me metí al baño a llorar y a esperar sin duda, un mejor mañana. Cuatro días después, tremendo susto que nos dieron los sicarios. Eran las 2 de la mañana, escuchamos ruidos bajar por las escaleras y gritos de las compañeras: —¡Llegaron los sicarios! La custodia en turno también gritaba: —Prendan la luz, mujeres y salgan como estén. Nerviosa trataba de abrir las rejas, de pronto ya estaban ahí muchos encapuchados, con armas en las manos, gritando: —Todas a la pared y no se muevan. Un terrible escalofrío se apoderó de mí, las quijadas se me trabaron, los perros hacían su trabajo buscando hasta en los baños. La custodia me hizo volver a la realidad con un empujón a la pared. —¿No escuchaste? Seguro los afectados nos habían mandado matar. Por un momento pensé que eran los últimos minutos de mi vida. Algunas lloraban, otras temblaban de miedo, yo estaba paralizada, al parecer todas éramos nuevas. Dos de ellas que ya habían estado antes, se burlaban de nosotras: 101
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—Ay, chiquitas, esto no es nada, lo que les espera cuando lleguen a dormitorio, les sacan sus chivas a la cancha bajo el agua, si se ponen pendejas, les dan sus madrazos. “Dios mío, cuántas cosas me esperan en este lugar” pensé. Llegó el fin de semana y con ello la visita, antes de comer le pregunté a mi madre como iba mi caso: —¿Qué te ha dicho el abogado? —Ni modo, dice que por lo menos uno o dos años para resolver tu caso —contestó. —Uno o dos años, no puede ser. —No paraba de llorar— Haz lo que sea, vende mi casa, pero sácame, sácame de aquí, no aguanto más. Este lugar es horrible. Una compañera de dormitorio se acercó a mi mesa para animarme según ella. —Ya no llores, no todo lo que ves es malo. Vas a aprender cosas chidas en este lugar. Además no pagas renta, ni luz, tienes servicio a domicilio, custodiada las veinticuatro horas del día. ¿Qué más quieres? Cuando tengas quince o veinte años ya no te vas a querer ir. Eso si la libras. Por el delito que vienes, de aquí vas a salir con las patas por delante —se retiró con una sonrisa burlona. Me quedé más asustada que antes. La visita terminó. Regresé a mi celda a seguir llorando; una compañera apodada la Monstruo, me abrazó: —No llores todo va a estar bien. Yo era la única que le hablaba, las demás no la querían porque estaba quemada de la cara y era grandota, sabían que con ella no se podían meter. Ella evitó que la Chucky siguiera abusando de mí, yo era su única amiga. Le conté de mi trauma por las cosquillas. Parece que se 102
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le olvidó, un día que estábamos jugando, se atrevió a hacerme cosquillas y me enojé con ella. —Sabes perfectamente que odio las cosquillas, para evitar problemas mejor aquí la dejamos. —Pues como quieras —me contestó. Me empujó contra la pared y me dio una cachetada. No sabía que ella tomaba medicamento controlado, aquí lo toman las personas que son esquizofrénicas. Además, le daban ataques, tenía mucha fuerza. —No te dejes, acúsala con la custodia para que la castigue —me decían las compañeras. ¿Cómo hacerlo?, si ya de por sí la pasábamos mal ¿para qué provocar más castigos? Pero a la señora no le importó. Constantemente me molestaba tirándome los platos con comida. Donde quiera que me encontraba, me cerraba el paso, se convirtió en una pesadilla. Después de unos meses nos fueron a inscribir para asistir a la escuela. Nos dijo la directora que hasta que nos pasaran al coc (Centro de Observación y Clasificación). Ahí se analiza tu carácter, te clasifican y dependiendo de tu comportamiento, te acomodan en dormitorio. Es decir, en población con el resto de las internas. Si eres tranquila y realizas todas las actividades, te vas con las personas que no son conflictivas. Si no, te vas a vivir con las que son muy malas, para que te bajen de tu avión y aprendas a “aleonarte”.7 —¿Y hasta cuando nos van a pasar a coc?—pregunté. Tenía prisa por ir a la escuela. Apenas tenía un mes. —Cuando cumplas tres meses —me contestó la subdirectora. 7. “Aleonarte” es el término que se utiliza en el lenguaje carcelario “canero” para referirse a la adaptación a la vida en reclusión.
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Nunca había ido a la escuela, en verdad me emocioné y le rogué para que me dejara salir. Ella contestó: —No tengo permitido dejarlas salir antes de que cumplan los tres meses, pero voy a hacer una excepción contigo, confío en ti. Fue entonces que conocí a la maestra Gloria. Cuando entré al salón, estaba temblando de nervios porque nunca había estado en un pupitre. Sólo cuando iba a firmar las boletas de mis hijos y eso era en ocasiones, porque siempre lo hacía mi marido, pues a mis hijas les daba pena que yo firmara sus boletas, preferían que fuera su papá, decían que mi firma parecía torta. Y cómo no, si sólo ponía mi huella. La maestra me dio la bienvenida de una forma grata, jamás olvidaré que gracias a su paciencia y a la dedicación que tuvo conmigo aprendí a leer y a escribir pronto. Fue muy exigente y no me dejaba salir hasta que terminara mi lección; cuando miraba que me ponía nerviosa, se sentaba a mi lado y me explicaba con calma, diciendo: —No te preocupes, échale ganas, pronto lo harás mejor —también me decía— ve guardando tus cuadernos, así te vas a dar cuenta de cómo vas mejorando tu letra. Así que ya inscrita, recordé con tristeza y risa lo que les hacía a mis hijos. Les revisaba la tarea y checaba sus libros, ponía cara de interés y hasta los regañaba. Ellos nunca supieron que yo no sabía leer ni escribir. Me daba mucha pena y tristeza, pero no quería que ellos supieran que no sabía. Llegué a la secundaria y comencé la historia de mi vida. Tomé clases para usar la computadora. Aprendí 104
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que el lenguaje escrito es hermoso, que puedo expresar lo que siento, mas nunca podré olvidar la gratitud que siento hacia la maestra Gloria. El otro día le escribí: Muchas gracias por su dedicación, su paciencia y sobre todo su amor para enseñarme que tengo un valor y soy alguien. Nada es suficiente para agradecerle maestra Gloria, gracias a usted podré revisar la tarea a mis nietos, sin necesidad de mentirles.
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Bajo el guamúchil me siento a esperar a que el pajarito me cague En la escuela me sentaba con mi prima Altagracia, ella ya tenía más tiempo, venía por un delito menor y estaba a punto de cumplir su sentencia. Pronto me quedaría sola, ella me decía: —No tengas miedo, yo también llegué como tú y mírame, ahora ya estoy en la secundaria y hasta estoy escribiendo un libro, se llama Bajo la sombra del guamúchil. Tendré que hacer un espacio para describirles como en este centro de reclusión han llegado directores que no permiten que haya árboles, sin embargo todos habían respetado el señorío de un guamúchil que se encuentra en una de las vinculaciones, área donde llega la visita. Ese árbol ha sido testigo de cuántos encuentros, de cuántos llantos, de tantas alegrías, dígase que ha sido un cómplice en nuestras vidas. En lo personal yo siempre escojo esa vinculación, se me olvida mi encierro, incluso donde estoy. Se vuelve una fuga amorosa para todas nosotras. En este lugar de asfalto y cemento, surge como un ángel protector este guamúchil; así que me llamó la atención que Altagracia mi prima, escribiera sobre nuestro ángel, incluso hay una leyenda que dice que si estás bajo su sombra y te caga un pájaro, te vas libre. Muchas se sientan a esperar que las cague el pájaro, pero no sucede nada. 106
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No sé si sea cierto, pero debo de confesar que muchas veces me senté a esperar que el pajarito me cagara. —Si quieres vamos a mi taller y te presento a las demás compañeras escritoras —me dijo Altagracia un día. A mí me llamaron mucho la atención las historias de vida que ahí se escribían, al principio no entendí nada porque no había aprendido a leer ni a escribir, pero me animé a formar parte del libro. Una compañera que ya salió libre, Carlota Cadena, fue la que me hizo el favor de escribir la primera parte de mi historia. Después de unos meses, aprendí a leer y a escribir y terminé yo misma mi libro. Por eso digo que mi historia fue hecha a cuatro manos. Fue así como conocí a Aída Hernández, antropóloga y a Elena de Hoyos, poeta y socióloga. Meses después conocí a la también poeta, Marina Ruiz, la niña más dulce que he conocido, niña porque es la más joven de las tres. Por el gran cariño que les tengo, les digo mis tres mosqueteras, mis Chompis como decimos aquí en la cárcel, mis editoras, ¡mis amigas! Las que me llevan con ellas a pasear a otros lugares sin necesidad de romper candados, así es como lo siento. Los días viernes venía el sacerdote Tomás a oficiar misa, podía asistir ya que soy católica. Después de la misa un grupo de internas ensayaban la estudiantina, pedí permiso para integrarme; no deseaba regresar pronto a la celda y eso me ayudaba a olvidar un poco mi encierro y descansar un poco de la Monstruo. Después de la lista de las dos de la tarde, ya no me dejaban regresar a la escuela. Me quedaba en el área llamada ingresos. A pesar de todo el llanto y sufrimiento que ahí se 107
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respira, en ese lugar no hay consideraciones para nadie, enfermas o como estuviéramos de ánimos, teníamos que salir a hacer la talacha; así se le dice a los trabajos que realizamos para la institución. Algunas llegan muy golpeadas por las bestias que las detienen, llámese afi’s, ministeriales, soldados. No se podían ni bañar solas, les ayudamos a bañarse. A las custodias eso no les importa, así las mandan a la aduana, es el lugar donde se tira la basura. Ahí hay que barrer los gusanos y lavar los pesados bidones de la basura. Cuando alguna de nosotras quería ayudarlas, las custodias nos decían: —Si le ayudas, tú vas hacer el triple para que se te quite lo acomedida. Poco a poco me fui empapando de actividades, los días lunes por la tarde venían unas madrinas de los alcohólicos a darnos pláticas a las personas con problemas con el alcohol. La directora tenía conocimiento de mi enfermedad, ya que venía en el expediente, además las custodias le pasaban el reporte de que por las noches yo no podía dormir, despertaba gritando porque tenía pesadillas a causa de mi adicción al alcohol. Bañada en sudor y temblando por la desesperación, por Dios, quería un traguito de aguardiente para calmar mis nervios. Duré casi un año con los delirios y la ansiedad, por eso me dejaron ir a las pláticas de Alcohólicos Anónimos. Tres meses después me cambiaron a una celda de coc (Centro de Observación y Clasificación). Empecé mi tratamiento de Alanón, algo muy similar a Alcohólicos Anónimos. Los martes, nos daban cursos de repostería, los miércoles de bisutería, hacer aretes y pulseras. Y los jueves curso de Biblia con Orlando, un 108
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líder de la palabra de Dios, él nos hacía tener fe y confianza. Las que participamos en los talleres y vamos a la escuela, no tenemos tiempo ni de pensar en la cárcel. Es difícil adaptarse a ese lugar, menos cuando la familia ya no te visita, sobre todo si eres mujer. Somos las más abandonadas por los hijos, los padres o los maridos, que las engañan diciéndoles: —Échate tú la culpa para que te pueda sacar pronto. Las muy tarugas lo hacen y jamás vuelven a saber de ellos. Te vas llenando de odio y resentimiento, hasta caer en la depresión; pero de ti depende como lo quieras vivir. Cuando me dieron mi diploma de repostería, la directora me dio permiso para hacer pan y venderlo dentro del reclusorio. Orlando nos traía el material a todas las de ese taller, hacíamos galletas, pasteles, gelatinas. También trabajaba de lavadas y planchadas. Orlando me abrió una cuentita en una caja popular para mis ahorros. Mi familia ya no iba tan seguido, mi madre se enfermó de las rodillas, mis hijos se casaron y formaron su propia familia, ya no podían ir a vernos, iban muy de vez en cuando. De lo que trabajaba me compraba ropa, tarjetas telefónicas y mis cosas personales. Cooperaba para el taxi con las mujeres que tenían hijos, para que me hicieran mis compras de la calle: verdura, fruta, carne. También me dejaron tener una parrilla para cocinar. En los cambios no me fue tan mal, a los dos meses me cambiaron a dormitorio, segundo piso, celda diez. Mis compañeras eran Carla y Soledad, dos mujeres que se la pasaban en el área varonil por sus actividades. Así que me la pasaba todo el día sola o muy a gusto con ellas. Lo malo es que frente a mi celda cambiaron a Rutila, apodada la 109
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Monstruo, que no dejaba de fastidiarme. No me dejaba usar el comedor, cada que podía me cerraba el paso por las escaleras. Un día cansada de sus abusos, me quejé con mis compañeras, ellas ya tenían más tiempo en ese lugar y sabían cómo controlar la situación. Le dijeron: —El comedor es para todas, no te hagas pendeja, tú no nos vas a enseñar las reglas, eres nueva te falta mucho por “aleonar”. Si la sigues molestando, te vamos a dar tus costalazos. Yo no entendí que quería decir eso, me explicaron que se enredan unas vendas en los puños, para que no dejen huella al golpear, así no las pueden acusar. La Monstruo me dejó tranquila. Dicen que el amor mueve montañas y lo pude comprobar. Esa señora dura y fría no era tan mala como yo pensaba. Un día, al pasar frente a su celda, me di cuenta de que esa señora con cara de mala estaba llorando. Mis hijos me habían traído un ramo de rosas, me acerqué a su puerta para darle unas flores, diciendo: —No llore, tome estas flores para que se alegre el día —ella me miró con los ojos desorbitados por la sorpresa y dijo: —¿Usted dándome flores a mí que tanto daño le he hecho? ¿Por qué lo hace? ¿Se está burlando de mí? —No, ¿cómo cree? —contesté— Ya no quiero que sigamos peleando, quiero limar las asperezas. Si ya de por sí la pasamos mal ¿para qué hacernos más daño? Por un momento tuve miedo, pensé que me aventaría las flores en la cara. Muy merecido lo tenía por metiche. Pero no fue así, me abrazó llorando y dijo: —Uno de mis hijos está desaparecido, y yo aquí sin poder hacer nada. 110
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—No llore —le dije— todo va a estar bien. Venga, hay que hacer una oración, verá que pronto aparece. Volvimos a ser amigas. Estaba muy a gusto con mis compañeras, pero me enfermé de tos y mi familia me pasó un jarabe de ajo. A mis compañeras no les gustaba el ajo y pidieron mi cambio a otra celda. No duré mucho con la otra compañera, era ratera y sucia. No le gustaba hacer la limpieza; me robaba dinero, mis tarjetas del teléfono y todo lo que podía. No me gustan los problemas y pedí mi cambio. Me fui al área de ingresos a cuidar a Lulú, una interna enferma de parálisis. La bañaba, lavaba su ropa, le ayudaba con sus medicamentos. Nadie quería cuidarla porque era muy grosera; además les daba asco lavar su ropa con popó. Para mí todo era preferible a seguir aguantando pleitos. No podía quejarme, tenía privilegios. Tenía calentador para bañar a la señora, claro que lo usaba también para mí, hasta me pasaron un ventilador. La única condición que me pusieron, era que yo me hiciera cargo de sus gastos personales: crema, cloro y a veces hasta sus medicamentos. La noche que se enfermó del estómago y no podía hacer del baño, estaba llore y llore. Les grité a las custodias para que le dieran medicamento, pero no me escucharon. No sabía qué hacer. Se me ocurrió ponerle una tlacana de jabón, como lo hacía mi abuelita cuando éramos niñas. Una cocinera que sí escucho mis gritos, le llevó un jugo de naranja. La señora era negada, no se lo quiso tomar. No nos daban fruta, sólo a las que tenían dieta. No podíamos darnos el lujo de desperdiciar las cosas, así que me tomé el jugo. Cuando me di cuenta de que tenía aceite, ya me lo había terminado. Lulú no 111
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pudo dormir por estar estreñida y yo por la diarrea. Ya muy de madrugada pudo hacer del baño. Al otro día, a la señora de la cocina le daba mucha risa, me dijo: —Ya viste por jambada, no debiste tomártelo. —Ay, cómo iba yo a saber que tenía aceite —contesté. Lulú y yo nos llevamos muy bien, sólo cuando le daban sus ataques de ira me daba de patadas. Duré dos años con ella; cuando nos separaron fue porque me agarró del cuello para pegarme y patearme. Estaba enojada porque no la quise llevar a la oración. Las custodias la tenían castigada porque no se quiso tomar el medicamento. La directora dijo que ya era hora de que yo descansara y buscaron a otra persona que la cuidara. Ordenó mi cambio a dormitorio uno, para puras sentenciadas, pero tenía que ponerme el uniforme amarillo y yo todavía estaba en proceso. Por puro prejuicio no me quería poner el uniforme amarillo, pensé que me iban a sentenciar. Las custodias me dijeron: —O te pones el uniforme amarillo, o te regresamos a dormitorio dos. En el dos había muchos problemas, ahí estaban las machorras, tuve que ponerme el uniforme amarillo. Los primeros días como en todo, los mitos de la cárcel van cobrando vida, otros desaparecen, así fue caminando mi readaptación.
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Los mitos de la cárcel fueron desapareciendo Quiero que sepan que me quedé con lo mejor de la cárcel, ese lugar donde aprendí tantas cosas, a leer, a escribir, a soñar, a reencontrarme con mi marido, a ser una mejor mujer, madre y persona. Aquí traté de entender a mi madre a la que por años culpé de todo y para todo, creo que ya sané esa herida, por eso me atrevo a compartir con ustedes todo lo que soy y lo que escribí para ella inspirada en el poema de Ámbar Past “Cartas que mi madre nunca escribió”. Mi poema fue publicado en 2012, en el libro Mareas cautivas de la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra a la que sigo perteneciendo acá afuera. Madre soy tu hija Madre. Soy tu hija, aquella no deseada, la que fue tu vergüenza, quién te causó deshonra y te condenó a una vida de desamor, esa que llora clamando misericordia por ti. Sí, un día llegué a odiarte por las golpizas recibidas con cualquier pretexto y esa diferencia entre mis hermanas y yo, perdóname, nunca supe que me querías como a ti te enseñaron, sin un abrazo, sin un te quiero. He crecido, ya tengo hijos y nietos, sin embargo, mi anhelo sigue siendo escuchar de tus labios: hija soy tu madre, la que te causó tanto dolor, hay un corazón vacío y lo quiero llenar. Día con día le pido a Dios que me ames mamá, tengo sed de ti, quiero morir en paz, tal vez mañana sea demasiado tarde, te amo por darme la vida y por darme la oportunidad de vivir. 113
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Los mitos de la cárcel fueron desapareciendo, también el alcoholismo que fue mi derrota como ser humano. El 30 de octubre de 2012, después de cuatro años de cautiverio, de crecimiento, de desarrollo, salí absuelta de los cargos que se me imputaban. Sin embargo, no fui inocente al no haber sido fuerte frente a la muerte de mi hermano, frente a los embates de la vida. Fui culpable de no valorar a mi familia, de haberme creído víctima de todos y de todo. Hoy soy una mejor persona. No sólo salí absuelta de mis cargos, sino renovada y más fuerte. Por eso sé que frente a los obstáculos de la vida, siempre puede surgir una cisne en un pantano. Después de cuatro o más años de cautiverio, es muy difícil adaptarse a la sociedad, son muchos los obstáculos que tenemos que enfrentar, de eso estoy consciente. Lo que no puedo entender, es que sea con la propia familia con quién haya que enfrentarlos, es lo que más duele. El día de mi libertad, mis hijos y mi madre fueron por mí al cereso. Todos querían llevarme a sus casas con ellos. Mi madre les dijo: —Eso no puede ser, la necesito para ahora que me operen de la rodilla. Ella no puede estar con la nuera ni con los yernos, en cambio yo estoy sola. No pude negarme, ya que ella había conseguido el dinero para el abogado. Esa noche me llevaron a cenar a un lugar muy cerca de mi casa. No reconocía, estaba tan cambiado, todo era nuevo para mí. Al día siguiente, mi madre me hizo una comidita de bienvenida. Me permitieron invitar a algunas personas, por supuesto que a las primeras que invité fueron mis nuevas amistades, mis Chompis, mis editoras: Elenita de Hoyos, Marina Ruiz 114
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y Aída Hernández y una ex compañera de la cárcel, escritora también, Rosa Salazar. Les presenté a mi familia. Por la noche llegó mi hermano, me regaló cinco mil pesos para que me comprara ropa. No tenía qué ponerme, todas las cosas que había dejado se perdieron. Ha sido muy difícil mi vida fuera de la cárcel. En cuatro años cambiaron muchas cosas, tenía miedo de salir a la calle y ver la reacción de la gente. Mi hermano trabaja en la compra y venta de casas y me dio trabajo haciendo limpieza en las obras. Para mi mala suerte también trabajaba ahí mi hermana con sus hijas. Con ella nunca me he llevado. Acababa de regresar de Tijuana y por un momento, pensé que ya había olvidado sus rencores, pero me equivoqué. No tardó en echarme lodo con mi hermano para que me sacara del trabajo. Argumentando que se había terminado la obra, mi hermana y sus hijas se quedaron en la chamba, porque tenían más tiempo. Eso me dolió mucho, yo estaba desubicada y sin trabajo. Con pena y miedo fui con mis antiguas patronas a pedir chamba, todas me dijeron: —Ya tenemos quién nos planche. Me regresé muy triste. “¿Ahora qué voy hacer?”, me dije. Pasé al mercado de Zapata a comprar harina para hacer pan, oficio que aprendí en la cárcel. Al principio tuve miedo de salir a vender, pero tenía que enfrentar mi realidad. Poco a poco me fui haciendo de clientes, vendía hasta ocho kilos de harina al día. Cuando mi hija bautizó a su niño, yo le hice los recuerditos de reciclado, oficio que también aprendí en la cárcel. A una señora le gustaron mucho y me hizo un pedido de mil recuerdos, servilleteros, floreros y saleros. Por el día hacía el pan y 115
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por la noche, trabajaba en el pedido. A las 9 de la noche, mi madre me obligaba apagar la luz, según ella, porque le llegaba caro el recibo. Tuve que pagar para que me ayudaran, ya que me habían dado poco tiempo para la entrega. Yo hago el pan con leche, mantequilla y huevo. Mi hermana y mi cuñada son muy amigas, cuando se enteraron de que mis ventas eran buenas, les comentaron a unas vecinas que ya no me compraran pan, porque lo hacía con agua de la llave. Por ese comentario bajaron mucho las ventas y dejé de vender. Mi madre decidió dejar el trabajo de planchadas, les dijo a sus patronas: —Que se quede mi hija en mi lugar, la que no acepte que me liquide, ya son cuarenta años de servicio con ustedes. Todas dijeron que me quedara. Cuando se enteraron que seguía visitando a mi marido en la cárcel, algunas me dijeron: —Estamos enteradas de que sigues visitando a tu marido y la verdad ya no queremos que sigas trabajando para nosotras. Tarde o temprano se iban a enterar, preferí hablar con la verdad. Cuando salí de la cárcel me faltaba un año para terminar la secundaria. No podía dejar a medias lo que tanto me gustaba y constantemente pedía permiso para ir hacer examenes. Terminé la secundaria, aunque me costara la chamba. Sólo cinco de ellas no me despidieron, pero me daban trabajo por quincena. Ya no me convenía, mi hijo me consiguió trabajo de vigilante en donde él trabaja. Era de veinticuatro por veinticuatro horas. Me quedaba tiempo para ir a planchar con las pocas 116
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personas que me quedaban. A los cuatro meses tuve un accidente, me fracturé el pie, me encamaron por cinco meses. Otra vez perdí la chamba. Cuando ya pude caminar, mi hermano me dijo: —Quédate a cuidar a nuestra madre, yo te voy a dar lo de tu semana, también te voy a dejar un carrito, para que la lleves donde ella quiera, ya ves que no quedó bien, de la operación. Yo no la puedo cuidar aunque quiera, ella y mi esposa no se llevan. Tú ya no tienes hijos pequeños que cuidar, además con lo de tu pie, tampoco puedes estar todo el día planchando. Me quedé con mi madre, me pareció buena idea. A los ocho meses, fue mi hermana la loca a llorarle a mi madre para que la dejara quedarse con ella, porque se sentía muy sola. Le juró que ya no tomaba y que seguía en sus terapias con la sicóloga. Entre las dos convencieron a mi hermano para que le dejara la planta de arriba. Los engañó, pronto nos dimos cuenta de que seguía tomando. Un día se puso fuera de sí, le pegó a mi mamá. Como pude se la quité de encima, estaba como loca, juntó piedras para tirármelas. Me dijo: —Eres una estúpida, todavía la defiendes, después de cómo te trató, te voy a dar a ti por pendeja. Por eso te hace lo que quiere, porque se lo permites. Me encerré en mi cuarto, hablé por teléfono a mi hijo y a mi hermano, mientras ella rompía la puerta de madera. Se me fue encima, por suerte llegó pronto la ayuda. Se dio cuenta mi hermano de que estaba tomada, se enojó tanto que nos pidió la casa a las dos. —Me llevo a mi madre conmigo, ninguna de las dos tiene nada que hacer aquí —nos dijo. —Tú quédate con el carro —me dijo a mí— todo 117
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está bien, veré como te puedo acomodar otra vez en la vigilancia, tú tranquila. Ese mismo día desocupé la casa, junté las pocas cosas que tenía y me fui con mi hijo. Me sentí tan mal que estuve a punto de caer en el alcohol, estuve tomando tres días. Ya no quería saber nada de nadie, me sentía derrotada. Mis hijos hablaron conmigo muy preocupados: —Si no dejas de tomar, le vamos hablar a Elenita. Les prometí que ya no iba a tomar, tenía que demostrarme a mí misma que soy una guerrera y una guerrera no se rinde. Conseguí un préstamo en caja popular. Renté un local a bordo de carretera, me pareció un buen lugar para vender comida. Sábados y domingos vendía pollo con pozole, pancita, tortillas hechas a mano. No podía quejarme, vendía muy bien, porque también vendía cerveza. Pero luego se pusieron varios puestos de comida a un lado de mi local, las ventas bajaron tanto que ya no me quedaba ni para la renta. Para colmo, me notificaron que de nuevo tenía una orden de aprehensión. No lo podía creer, le hablé a mi abogado para que me explicara, ya que él me había dicho que mi caso ya estaba cerrado. Me dijo: —No sé qué fue lo que pasó, pero le voy a sacar un amparo, en lo que reviso su caso. El proceso va a durar ocho o nueve meses; mientras tanto, no salga a la calle, ni vaya de visita con su marido. Voy a necesitar 20 mil pesos para el amparo. ¿De dónde los iba yo a sacar? Me sentí peor que en la cárcel, sin dinero y sin trabajo. Recordé una de las tantas cosas que decía mi madre: “Me ha llovido sobre mojado”. 118
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Les prometí a mis hijos que no volvería a tomar, ni me verían derrotada. Lo importante no es caer, sino saber levantarse. Si una puerta se me cierra, otra se abre. Como ya lo dije antes, en la cárcel aprendí a tener carácter, a ser fuerte. Una cosa sí me queda claro, si la vida me derrumba, mi orgullo me levanta. Lista para enfrentarme a los obstáculos que se me presenten. Como me decían mis editoras, mira siempre hacia adelante, nunca para atrás. Vendí el carro y le pagué al abogado. Con lo que me sobró compré un terrenito a muy buen precio. Mi sobrina me consiguió un trabajo de planta para cuidar a una señora. Tengo techo, comida y muy buen sueldo. Sólo me falta que se resuelva mi caso, para poder salir a la calle. Lo que me está pasando, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Sólo le pido a Dios que pronto termine mi proceso y podamos estar juntos mi esposo y yo.
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El después, no es nunca un regreso El principal reto que enfrenté al salir de Atlacholoaya fue mi miedo. Estuve cuatro años presa, no quiero pensar cual será la experiencia de las personas que estuvieron ahí por más años. Al salir viví una etapa en la que no tenía el valor de ir siquiera a las tortillas. Tenía miedo a que me fueran a matar, miedo a la venganza, miedo a que me estuvieran cazando, miedo a que me volvieran a detener. A veces sólo un miedo irracional, un miedo a la vida… Salir de la cárcel no fue regresar a mi vida anterior, ni yo, ni mi mundo somos los mismos. Encontré mi colonia muy cambiada. Cuando me detuvieron, mi casa estaba casi en el monte, no había nada, unas diez casitas. Ahora que yo regreso es otro lugar, me costó reconocer mi propia casa. Pero no es sólo el paisaje el que ha cambiado, mis hijos han crecido, se han casado, formado sus propias familias y buscado sus caminos en la vida: Una vive en Tepoztlán, el otro en Temixco y otra en Tetecalita. La experiencia de la prisión nos tocó a todos, ellos se hicieron más humanos. Aprendieron más a volar. Porque yo era una mamá gallina “que no vas, que no sales, que haces”. Era sobreprotectora. —No nos quieras tanto, mamá, ten un voto de confianza — ellos me decían. Cuando salí mis hijos ya habían crecido, habían aprendido a enfrentar la vida solos y lo habían hecho muy bien. Tengo un montón de nietos, mis hijos se han con120
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vertido en padres y madres amorosos, y han roto con la historia de violencia que marcó mi vida y la de mi madre. Mi esposo continúa preso. Yo he logrado domar los demonios del alcoholismo, pero siguen ahí acechándome, esperando que me rinda en cualquier momento. He encontrado mi fuerza interior, soy otra mujer, una guerrera que ha sobrevivido muchas batallas. Como ex presidiaria me he encontrado con la discriminación y el rechazo de muchos. Mis antiguos patrones no quisieron recibirme de regreso y ha sido difícil encontrar un trabajo estable. Pero cada vez que me cierran una puerta pienso: “Ésto me hace más fuerte”. Porque lo importante no es caer o cuántas veces caes, sino cuantas veces sepas levantarte. Dejé mi antiguo empleo y me fui a pedir trabajo a otro lado, con miedo a ser rechazada. Para mí, el desempleo ha sido muy duro, porque soy una mujer muy activa. Venía de una cárcel en la que era todo el día trabajaba como una hormiguita y en la noche hacía mis actividades manuales, servilletas, tejidos, bordados. Me mantenía ocupada con cursos de bisutería, huarachería, lectura de Biblia, escritura e historias de vida, repostería, panadería, así eran mis días. Tengo una montaña de reconocimientos de todos los cursos tomados. Sin embargo, toda esta capacitación no sirve de nada si la sociedad no está dispuesta a aceptarte y darte un trabajo digno. La discriminación nunca deja de hacerte sentir mal, duele en el cuerpo. Hasta miembros de mi familia me han rechazado y eso es lo que más me ha dolido. Como decía una compañera en Atlacholoaya: “Nadie trabaja en la readaptación de los que están afuera”. 121
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Ellos no saben readaptarse a nosotras, están llenos de miedos y estereotipos sobre la gente en reclusión y no pueden vernos como lo que realmente somos: seres humanos que hemos sufrido y hemos sobrevivido al cautiverio. Ahora me dedico a cuidar a mi madre que no puede caminar y recibo apoyo de uno de mis hermanos por hacerme cargo de ella. Ha sido una gran prueba para mí. Toda la violencia que sufrí con ella: los golpes, los insultos, el desprecio, me habían marcado. Por muchos años viví odiándola por el daño que me había hecho. Pero ahora que la veo débil, vulnerable, dependiente de nosotros, algo se me mueve por dentro. Ella no lo sabe, pero no podrá volver a caminar y probablemente le quede poco tiempo de vida. Hicimos una junta con mis hermanas y mi hermano y ahí plantearon: —¿Quién se va a hacer cargo de mi mamá? Mis hermanas Celestina y María dijeron: —Nosotros no la perdonamos. No la vamos a perdonar, nos ha hecho mucho daño, no pensamos cuidarla, no se lo merece. Más a ti, Leo, no sabemos cómo puedes perdonarla. Pero yo acepté hacerme cargo de ella, yo ya no guardo odio en mi corazón. Una de las cosas que la cárcel me ha enseñado es a perdonar. Sólo perdonando puede una encontrar su paz interior. No puedo vivir con un resentimiento, con un odio metido en el cuerpo, porque me hago mucho daño. Ella es ahora una anciana de ochenta años, que no puede moverse y tiene mucho tiempo para pensar y recapacitar sobre su pasado. Finalmente nos ha pedido perdón, y creo que lo ha hecho de manera sincera. 122
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Estábamos las tres hermanas visitándola cuando nos abrazó llorando y dijo: —Por favor déjenme abrazarlas. Perdónenme, hijas, en especial tú, Leo, que a ti te hice más daño que a las otras. Ahora sí se los digo de corazón que me perdonen. Leo, tú eres la que más ha sufrido, por mi culpa tu hermana te odió mucho tiempo, porque yo le dije que tú fuiste la causante de que le “dieran pueblo”. Mis mentiras la envenenaron, cuando fui yo quien no quise apoyarlas ni protegerlas contra la violencia de los hombres de nuestra comunidad. Sí es cierto, yo tuve la culpa. Quiero morir en paz, saber que me perdonaron. Había esperado durante años esta disculpa. Ahora me siento muy liberada, feliz. Me siento como si hubiera vuelto a nacer. Como si apenas hubiera nacido. Mi corazón no me puede mentir, ahora sí la siento sincera, sé que está verdaderamente arrepentida. Sus palabras han sido sanadoras para mi cuerpo y mi alma. Aquí estoy como una mujer que ha vuelto a nacer y que se ha atrevido a contar su historia. Aprender a leer y escribir fue como quitarme una venda de los ojos. Fue otra forma de liberarme. Quiero que este libro sea una herencia para mis hijos, pero también una forma de compartir mi historia con otras mujeres, para que no repitan los errores de mi madre y mis propios errores. Quiero que mis hijas aprendan de mi experiencia, que las mujeres valemos por nosotras mismas, que no necesitamos un hombre para salir adelante, somos autosuficientes. Escribir para mí no fue sólo la posibilidad de contar mi historia, sino también de darme un tiempo para reflexionar, para recuperar mi valor. Antes, mi marido 123
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era mi Dios y por su infidelidad yo me hundí en el alcoholismo. Pero la escritura me ha enseñado a superar mis miedos, a brincar los obstáculos que Dios o el destino me ponen. Compartiendo mis experiencias en nuestros talleres de escritura, aprendí a no victimizarme, a salir adelante, a seguir hasta el final. Hay que seguir luchando, si no sale de esta manera, busco de otra. Me descubrí con la escritura, ahora soy otra. Y eso se lo debo a mis “chompis” de la Colectiva. Las amo, porque en la escuela yo hubiera podido aprender a leer y escribir, hasta ahí, no me hubiera atrevido jamás a escribir mi propio libro. El trabajo en la Colectiva me ha servido para expresar, para sacar mis sentimientos. Descubrir lo que valgo, lo que soy, lo que puedo hacer, lo que puedo seguir haciendo. Si una puerta se me cierra, tengo que buscar la manera de que se me abra otra. No quedarme estancada. A esta nueva Leo la descubrí a través de la escritura. Por eso amo a esas mujeres: a Elena, a Aída y a Marina, porque me quitaron ese miedo. Me dieron esa fortaleza y ese valor para descubrirme a mí misma, cuánto valgo y cuánto puedo hacer. Cuando estaba en la cárcel escribí algo que decía: “Yo estoy presa, pero ni cien candados me pueden detener. Yo estoy presa pero hasta en esa cárcel soy libre”. Porque estas mujeres salían y nos traían lo que la gente hablaba de nosotras, de cómo se sorprendían. Yo me sentía con ánimo de echarle más ganas. Por eso escribí que no podrían detenerme. Este libro es otra forma de liberarme, de compartir con ustedes la fuerza y el poder de la escritura.
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Como quitarse una venda de los ojos, Los sueños de una cisne en el pantano se terminó de imprimir en agosto de 2016, en Solar, Servicios Editoriales. Tipografias: Fira Sans OT y Borgia Pro. Interiores en papel bond ahuesado 90 g, portada en papel couché de 250 g. Tiraje de 300 ejemplares más sobrantes para reposición.