EDITORIAL
«El cielo está en rebajas», exclama el incrédulo cuando contempla el teatro Vaticano. La santidad se vende por sus calles sin escrúpulos, sin respeto al concepto, sin respeto a Dios. Hay dos grupos de personas en la plaza de San Pedro: de una parte los peregrinos, devotos del romano pontífice, que aunque nunca serán más que pueblo llano, números en las estadísticas de la cristiandad, se empecinan en su extravío, o tal vez crean honestamente; de otra parte están los seguidores directos del vencedor en las oposiciones a santo, los afiliados a su partido que celebran con júbilo cristiano el triunfo final. Es el fruto de un esforzado trabajo, de una poderosa campaña de imagen bien presupuestada que ha servido para construir el mito, a fuerza de exagerar virtudes, de minimizar defectos, de ocultar errores. Los santos de hoy en día ya no aparecen sobre retablos góticos, sino en gigantescas pantallas de vídeo. Hoy, ya no es imprescindible que posean una vida irreprochable, sino que pueden permitirse el lujo de suscitar sospechas de filonazismo, racismo, idolatría del trabajo... Hoy, ya no hablan de tolerancia, sino de santa intransigencia, ya no hablan de libertad, sino de santa coacción. (Estamos en el mundo). Hoy, ya no es imprescindible el consenso de la cristiandad, sino que es suficiente con el apoyo de un sector minoritario de la iglesia, especialmente si es el más rico y, por extensión, el más poderoso. Un santo contemporáneo, si se llama Escrivá de Balaguer, puede apresurar los procesos normales de canonización, si con esto consiguen sus seguidores elevar a los altares a su «siervo Josemaría», aprovechando la coyuntura reaccionaria que caracteriza a la cúpula católica actual. Sí, definitivamente, el cielo de los santos está en rebajas y cada vez es más fácil ocupar un lugar privilegiado. Procesos como éste acercan la cúpula celeste a la vaticana y alejan el verdadero cielo de un gran número de personas, cada vez más defraudadas, cada vez más descreídas, cada vez más encerradas en sí mismas. No, no se pueden hacer rebajas en el cielo, a no ser que queramos cerrarlo definitivamente a aquellos a los que no les acaba de convencer esa religión adulterada, sometida a intereses humanos, demasiado humanos... No muy lejos de esa plaza, en un barrio cercano, un hombre joven estaba diciendo: «Si permaneciéreis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos». Unos niños le escuchaban.
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