Rinoceronte Como todo el mundo sabe, mi madre casó en segundas nupcias con un rinoceronte siberiano, mamífero que, según casi todas las fuentes consultadas, viste mucho. A los pocos años de matrimonio, mi madre adquirió de manos de su nuevo marido la mitad del museo de cera donde habitan, que pasó a ser propiedad en exclusiva de mi progenitora. Es bien sabido también que mi madre, llevando al extremo la máxima «antes muerta que dejada», se aplicó con tal afán y meticulosidad en su casa que resulta difícil ver los animales, bacterias y otros organismos vivos que habitan en todo hogar decente. Por poner un ejemplo, los ratones de la casa viven en un estado de terror casi permanente, y se han visto obligados a concebir un sistema de vigilancia para evitar ser descubiertos en sus correrías por el museo. Los productos de limpieza que aplica mi madre sobre las figuras y los muebles son tan potentes y efectivos que apenas sobrevive un 60 % de la colonia roedora original, que ascendía a unos tres mil. Hace una semana, hablando con ella, me comentó que estaba indignada, pues su marido había cogido peso últimamente y, según parece, había hundido algunas baldosas del suelo de su cuarto de baño, donde se sienta en una banqueta de tres patas. Hay que recordar que un rinoceronte de esa especie puede llegar a pesar 130 kg. En este caso son 95 los kilos que habían de soportar las patas de la silla, y es muy posible que fuera cierta la acusación. –¡Córtale una pierna!- le dije medio en broma, tratando de dar un tono jocoso al tema. –¡Qué buena idea!– replicó, con súbito brillo en los ojos, aunque solo me di cuenta más tarde. Y añadió: Sí, puedo cortarle una pata y el brazo contrario, así seguro que soluciono el problema de peso y él no perderá el equilibrio. Y ahí quedó la cosa. Pero hoy, para gran sorpresa mía, he visto a Enorgumeno, que así se llama el rinoceronte, y estaba... ¡cojo y manco a estilo alterno! –Mira lo que me ha hecho tu madre... ¿Qué te parece? –¿Y te apañas bien? –Psé, utilizo una muleta en casa. Ahora peso 80 kg y no hundo las baldosas. –Vaya, me alegro de que se haya solucionado ese problema. ¿Y para salir qué haces? –le he preguntado. –Tu madre me ha colocado unos pernos de titanio, y me enrosco la pata y el brazo, pero he de decirte que me da pereza. Así que salgo bastante menos. Veía a mi madre gesticulando a sus espaldas con gesto plácido y dando a entender algo así: «Ya era hora: el hombre honrado, ¡la pierna quebrada y en casa!». Ya lo decía Sancho.
Soledad en el cielo Mateo Rozzarin, romano de enjuta presencia y afilada nariz. Niño algo raro, a la sombra de su madre, con tendencia al ensimismamiento o, mejor dicho, al aislamiento voluntario. Mateo, chaval no de barrio, chaval peculiar, delgado, breve, con ciertas aficiones pero pocas sociales. Su amiga Soledad pinchándole a veces, inesperadamente, con cierta saña, ante lo cual no sabía reaccionar. Para todo hay que aprender, Mateo. El Señor Rozzarin, profesional soltero de sueldo ni alto ni bajo. Amores lejanos que dejan su huella, pero incapaz de asentarse en la vida con nadie. Amigos, unos cuantos. Amigas, igual. Mucha soledad. Amontonándose día tras día, apabullándole a veces, atenazándole a ratos. Pero supo salir de sus garras como se consigue escapar de un remolino de arena. Y la vida, o casi, pasó. El Señor Mateo, como así le llamaban en su última morada en vida. Cariño algo incierto por parte de las enfermeras, de las asistentas y de los auxiliares. E incluso un último amor, allá con 75 años. La soledad, para esas fechas, había formado una costra gruesa, dura, y casi no dolía. Era creyente, y su esperanza venía siendo la misma desde mucho tiempo atrás: allá en el cielo, si San Pedro le abría sus puertas, encontraría el amor en compañía, o la compañía de gente amorosa, o al menos la compañía de otros como él... ‡ † ‡ † ‡ † Don Mateo, como así se le conoce en el cielo, es un hombre de calmada presencia y relajada faz. Al fin y al cabo está en el cielo. Más, por un motivo que se desconoce, permanece solo, viendo a los demás habitantes del paraíso agruparse por afinidades diversas mientras él no muestra nunca excesivo interés por unirse a ningún grupo. Y así lleva siglos, y así quizá sea por toda la eternidad. Al menos en el cielo no hay lágrimas. Hubiera sido injusto perturbar con ellas a su plácida compañía; y cruel molestar a la gente que habita «ahí abajo». Eso está feo, lo aprendió en la Tierra.