Pueblos (marzo-junio 2009)
Los colibrillos resultan curiosos, si bien no son excesivamente simpáticos. Tienen un canto particular, que se oye principalmente en los meses cálidos y a la luz de la luna o de los fuegos fatuos. Este canto se remonta a tiempos prehistóricos y, si bien es considerado poco evolucionado por muchos humanos, atrae poderosamente la atención de otros, que se acercan a escucharlo y hasta pagan por ello si llega el caso. Sin embargo, no es conveniente aproximarse a ellos por un primario impulso de confraternidad, pues suelen entenderlo de modo equivocado y pueden llegar a pinchar o gritar al que lo intenta. Es más, en ocasiones incluso se excitan entre ellos cuando van en bandada, y pueden atacar de modos diversos a los que tienen la desgracia de pasar cerca en ese momento. Los colibrillos se caracterizan principalmente por no atenerse a las pautas de conducta del resto de especies animales. Es cierto que tienen sus propias pautas, ciertamente caóticas, pero estas casi nunca coinciden con las del biotopo en que habitan. Es más, frecuentemente colisionan con ellas, a veces violentamente. Muchos, los que viven lejos de ellos o solo los conocen por ilustraciones o reportajes, ven con gran simpatía estas discrepancias y parece que les gustaría que fueran incluso más discrepantes; justifican su actitud diciendo que los demás animales les dan la espalda. Esta postura es incluso defendida por algunos de los que viven cerca de ellos. Sin embargo, la gran mayoría de los que viven cerca de ellos coinciden en afirmar que son una especie muy conflictiva. ¿A qué se debe esto? Principalmente, a sus actividades de ocio y tiempo libre. Es lugar común en el reino animal que, al igual que urracas y otros seres, los colibrillos han visitado -al menos, históricamente- con demasiada frecuencia los nidos y madrigueras de otros animales en busca de objetos que les divierten o que luego intercambian entre ellos. Sin embargo, la actualidad de este hábito está en entredicho, según afirman los científicos del Museo Nacional de Ciencias Naturales, y deberemos confirmarlo o desmentirlo en un futuro, esperamos que próximo. Ocupan colonias fabricadas por otros animales, que en un principio pueden parecer caóticas, pero al cabo de un tiempo se adaptan y son capaces de llevar una vida aparentemente normal. El cambio climático ha atraído a especies antes desconocidas, como mamuts transilvánicos, tupís de cola dorada, ñúes satinados y berberiches del atlas. Muchos de estos nuevos pobladores comparten hábitat con los colibrillos, que se han visto obligados a coexistir con estas nuevas especies, produciéndose un interesante intercambio de experiencias y resultando de todo ello un crisol multicolor en el que abundan comportamientos aún en fase de estudio, por lo que no me atrevo a decir si son buenos o malos. El único problema grave que plantean los colibrillos es el de su relación con otras especies animales, especialmente caninas y felinas. Atacan ferozmente a estos últimos, de modo que, hasta la fecha, no ha sido visto ningún pequeño minino en las proximidades de los elementos en cuestión. Con el paso de los siglos han debido desarrollar un gen que les avisa de su presencia en menos de diez millas a la redonda. En cuanto a los caninos, los utilizan con fines deportivos, sometiéndoles desde el destete a un proceso de alargamiento por medio de un viejo sistema de polipastos y sogas, que terminan por dar a los cuadrúpedos un aspecto extrañamente aerodinámico, de atleta de cuatro patas. Durante tres o cuatro meses, cuando los caninos han alcanzado el máximo de sus aptitudes físicas, son trasladados a circuitos de carreras donde compiten unos con otros. El esfuerzo continuado de las carreras y el proceso de alargamiento, que siguen aplicando durante su vida útil, terminan por doblegar a los pobres cuadrúpedos en unos pocos meses. Entran entonces en un estado de letargo –de escaqueo, diríamos, si no supiéramos que es involuntario– irreversible. En cuanto empiezan los síntomas de decaimiento, los colibrillos trasladan a los cuadrúpedos a circos de tercera y cuarta categoría, donde realizan sus últimas carreras y terminan de agotarse. Llegados a ese punto, los animales son ya perros normales, sin apenas cualidades deportivas. En ese
momento son cedidos a los colibrillos inmaduros, que tienen licencia para hacer de ellos lo que les venga en gana. Prefiero evitar los detalles repulsivos; baste decir que, a mi juicio, pocas películas de terror igualan los desmanes que he imaginado cometer a los pequeños colibrillos con sus «amigos por un día». La actitud que acabo de descubrir sería razón suficiente para concluir que los colibrillos son una especie dañina. Muchos lo piensan. Sin embargo, estudios recientes demuestran que su código genético es prácticamente idéntico al de los animales más evolucionados, con lo que solo podemos concluir que, por unos u otros motivos, la actitud de esta especie ante los demás animales, especialmente cuadrúpedos, no es más que una cristalización de lo peor de las demás especies. Es como si el diablo se hubiera recluido, en su caso, en esta faceta particular de sus vidas y costumbres. No incidiremos más en ello, conscientes de que pocos son los animales que pueden jactarse de un trato honesto y generoso con los demás. Si deseas saber más sobre los colibrillos, espera unos meses, pronto te daremos algunos vínculos para que completes tu información. De entrada, puedes visitar la siguiente imagen, quizá reveladora.
Los tupís, nos dicen una y otra vez, son gente de paz. Bueno, de paz relativa: empezaron peleándose entre ellos por falta de acuerdo con su enorme hacienda y, desde entonces, no ha dejado de haber fricciones por distintas percepciones en la delimitación de su territorio autóctono, lo cual ha dado lugar a no pocos disgustos y preocupaciones. Además, en algunas comarcas de su territorio habitan los temibles pumas maotselváticos, especie que, por sorprendente que parezca, aún no se ha extinguido. Cómo es esto posible, no se sabe bien. Algunos afirman que se debe a oscuros negocios e incluso a ciertas ONG que, con la excusa de salvar la selva, se dedican en realidad a alimentar a esta oscura especie. Así pues, van tirando más mal que bien. Aquí solo hablaré, y muy brevemente, de aquellos tupís que cohabitan con nosotros. De los que habitan en su territorio poco puedo hablar, si bien entiendo que no deben ser muy diferentes. Su aspecto, ciertamente, no parece entrañar peligro: son redondos o elipsoidales, de tacto blando y sin vello. Oscuros, si bien algunos utilizan tintes y pinturas especiales con el fin de adquirir un aspecto euroasiático. Practican deportes en equipos grandes, de quinientas o seiscientas personas, y suelen ir en manada, si bien en ocasiones se desgajan grupos más pequeños e incluso han sido vistos, en ocasiones, individuos sueltos vagar por la ciudad. Pero esto es muy extraño, y no pocos observadores aseguran que son patrañas de los periodistas, en su afán por dar noticias espectaculares. Son totalmente abstemios. Sin embargo, por exigencias profesionales o sociales o por cumplimentar su rito amatorio, se ven obligados a beber pequeñas cantidades de cerveza. Esto resulta muy perjudicial para su sentido del equilibrio: empiezan a dar vueltas sobre sí mismos con un brazo en alto, como si estuvieran montando un toro en un ruedo, y a ejecutar complicados pasos de muy difícil interpretación. A los pocos segundos, caen redondos al suelo haciendo un ruido seco, y han de ser recogidos por sus compañeros, amigos e incluso hijos. Algunos, sin embargo, aguantan pequeñas cantidades de alcohol en sus venas, pero estos resultan a la postre más perjudiciales, pues son los que se permiten jugar al Escape, su juego preferido. El juego consiste en lo siguiente: con la confianza adquirida al sentirse capaces de aguantar la bebida, persiguen a las hembras, que se ven obligadas a participar en este extraño juego en que risas y carcajadas se entremezclan caóticamente con sofocos y lloros. Se acercan a ellos, les tocan la punta de la nariz y salen corriendo. Esto excita enormemente a los machos, que van tras ellas, si bien en el camino pueden cambiar varias veces de dirección si huelen o atisban otras hembras cerca. El resultado es un juego altamente entrópico, que, para más señas, se desarrolla en locales cerrados con música a todo volumen. Las carreras sucesivas tienen un efecto exasperante en los corredores, que terminan por ponerse violentos y se atacan entre ellos o, preferentemente, atacan a las «alpacas», como llaman a las perseguidas. Muchas de ellas terminan con mordeduras e incluso con heridas, pero lo aceptan de buen grado y, salvo casos excepcionales, por nada del mundo dejarían de jugar al Escape. Al margen del juego descrito, hay que decir que se quieren enormemente, y en toda ocasión los machos se acercan con sumo placer a las hembras, normalmente muy receptivas. Fruto de estas querencias sin aparente fundamento son multitud de tupitines, pequeños mozalbetes totalmente esféricos, que suelen ir rodando por las calles, manteniendo el equilibrio con los brazos. Lo curioso de estas pelotitas recién venidas al mundo es que raramente van en compañía de machos adultos, y frecuentemente tampoco está su madre cerca, ni siquiera otras hembras adultas. En consecuencia, están expuestos a grandes riesgos, y no han sido pocos los tupitines que se han precipitado por zanjas, canalones o barrancas, y han terminado por caer en alcantarillas abiertas, en desagües o en algún río. Los ayuntamientos de diversas ciudades se han visto obligados a poner en funcionamiento un servicio de recogida de estos simpáticos mamíferos, por medio de redes especiales. Sin embargo, por lo general son devueltos a sus parientes más próximos transcurrida una breve estancia en los centros de acogida.
Los uzbekinos son abiertamente antipáticos. Escupen y no siempre guardan las mínimas reglas de higiene. Sin embargo, tienen una virtud inexcusable: no molestan. Todas sus actividades son llevadas en completo silencio, de modo que es imposible saber lo que piensan o dicen... porque en algún lugar deben decir algo. Pero eso es mantenido en completo secreto. Entre ellos y nosotros se alza una muralla de miles de kilómetros de longitud, alta, ancha y consistente, y la comunicación resulta a todas luces imposible. Solo algunas pequeñas fisuras cada trescientos o cuatrocientos kilómetros permiten establecer un mínimo contacto, siempre precario y breve, entre ellos y los demás. Aparte de la muralla principal, los uzbekinos construyen continuamente otras de menor tamaño, en cuyo interior viven aparentemente felices, casi siempre en familias de seis u ocho miembros, un veinte o treinta por ciento de los cuales son inevitablemente niños de menos de nueve años. Curiosamente, el acceso a estas «viviendas», como algunos irónicamente nos atrevemos a llamar, es libre. Es decir, son lugares públicos a los que ellos no impiden la entrada con ningún gesto (como he dicho, la comunicación verbal es inexistente). Estos recintos amurallados suelen estar construidos en las plantas bajas de edificios antiguos o muy antiguos. En el interior instalan tablas y estanterías de materiales sintéticos, largas y totalmente diáfanas, y sobre estas superficies disponen todo tipo de pequeñeces: plumas, monedas de dos reales, fajos de billetes falsos, trozos de plástico, muñecos de mil tamaños también de plástico, pedazos de tela estampados que vienen en rollos enormes, tornillería diversa, etc. Los habitantes de las calles próximas a estos antros se han acostumbrado desde hace unos años a visitarlos y adquieren por unos cuantos céntimos de euro enormes cantidades de ese extraño género, de modo que estos lugares se han hecho muy populares casi sin quererlo. Miembros de algunas ONG protestaron durante un tiempo en la puerta de estos recintos, con pancartas donde se leían extraños mensajes, como «¡0,001 entre 0 es infinito, cretinos!», pero, o no fueron entendidos o no fueron escuchados. Se dice que los recintos subterráneos descritos permanecen siempre abiertos, contraviniendo las normativas municipales. Según parece, si bien es verdad que, llegada la hora del cierre, los uzbekinos entornan la puerta de acceso (unos simples tablones en la mayoría de los casos) y apagan las luces, al cabo de un rato, cuando la mayor parte de la población está descansando en sus casas, ellos vuelven a abrir la puerta y mantienen el recinto abierto, si bien en penumbra. Y no son pocos los que entran a altas horas de la noche y de la madrugada en busca de cualquier pequeño cachivache que se les ha antojado imprescindible y cuya necesidad resulta apremiante, inaplazable: un bote de cola de carpintero, un poco de césped... Este es un punto que no he podido comprobar personalmente, pues por la noche me dedico a descansar en casa, y en las contadas ocasiones en que regreso tarde ni me he fijado en estos establecimientos ni me ha surgido ninguna urgencia que no pudiera atender a la mañana siguiente. Pero varias personas me lo han comentado y he de dar fe de sus palabras. Lo más extraño de todo esto es que, al tiempo que crecían y se multiplicaban los uzbekinos y sus recintos, comenzó a extenderse un extraño mal por los establecimientos de la zona: sus dimensiones iniciaron un imparable proceso de encogimiento, obligando a los tenderos a reducir el número y variedad de productos en venta. Al mismo tiempo, aunque no se sabía bien la causa, la atmósfera de los establecimientos regentados por nativos comenzó a enrarecerse notablemente. En tercer lugar, y para rematar la faena, sucedió algo aparentemente inexplicable: la mayor parte de esos locales autóctonos comenzaron a hundirse: primero un escalón, después dos y tres, y finalmente tramos enteros de escaleras, que dificultaban mucho el acceso. Aún no está claro lo que sucedió en esa fase de «acoso y derribo», como los dependientes y tenderos la denominaron. Tras larguísimas discusiones, los distintos gremios de comerciantes consiguieron ponerse de acuerdo en contratar un grupo de detectives que averiguara qué estaba sucediendo. Muchos sospechaban, no se sabía muy bien por qué, de los uzbekinos, si bien nunca se encontraron pruebas definitivas.
Tras meses de investigaciones, cuando cerca de la mitad de los tenderos se había visto obligada a cerrar, los detectives emitieron su dictamen: la realidad comercial, tal como se entendía tradicionalmente, se estaba encogiendo a escala local, si bien le habían salido una especie de «granos», «bultos» o «nichos comerciales» cuyas condiciones de habitabilidad resultaban por completo inaceptables a los comerciantes nativos, pero que parecían adecuarse estupendamente a la fisiología uzbekina. Así pues, parecía que ellos no tenían responsabilidad directa en los EEH (encogimientos, enrarecimientos y hundimientos). Hubo protestas por parte del sector duro de los nativos, que insinuó que grupos de uzbekinos habían sido descubiertos en las canalizaciones de aires acondicionados y en las tuberías subterráneas haciendo extrañas manipulaciones. Este sector acusaba a algunos uzbekinos de hundir a propósito sus negocios. Ante tales acusaciones hubo que hacer una segunda investigación, de la que resultaron casi las mismas conclusiones que en la primera. Si bien se encontraron ciertos indicios (máquinas taladradoras, bombas de vacío, tabiques falsos de un material que imitaba al pladur, etc.) en rincones escondidos de algunos almacenes de establecimientos uzbekinos, no pudo demostrarse que esos artilugios fueran usados para atentar contra los negocios originales. Desde entonces, los uzbekinos y sus tiendas han llegado a un clímax de adaptación al entorno. Para no despertar susceptibilidades entre los antiguos comerciantes, muchos de ellos prejubilados que pasan horas muertas rebuscando en las estanterías de sus antiguos competidores, no han ampliado los accesos a sus recintos, que siguen siendo estrechos y oscuros, como también lo son frecuentemente los corredores de su interior. La comunicación sigue siendo casi inexistente, si bien los nativos hemos aprendido algunas palabras y nos atrevemos a saludarles, preguntar «cuánto es», dar las gracias y despedirnos en su extraño idioma. Ellos parecen agradecerlo, aunque algunos vecinos me comentan que en realidad les hace gracia nuestro modo de hablar su idioma. Tengo la intención de aprender al menos los rudimentos de este lenguaje, creo que dentro de poco va a ser necesario y no quiero que me pille desprevenido. Aún no he conseguido hablar con ninguno de ellos, pues, aunque algunos insistimos en dirigirles algunas palabras, ellos nunca responden. Se limitan a mirarnos con una leve sonrisa esbozada en sus bocas. ¿Qué pensarán?
Hay algo en el momento en que se firma la inclusión en el cuerpo público que se me escapa. «¡Ah, ya estoy dentro!», deben pensar con suma placicez los poltroneros (y poltroneras) que son aceptados como miembros de la casta. Y, por muy buenas intenciones -teóricas, siempre teóricasde partida, ¡qué pronto, demonios, se van al carajo! Es un arte. Es un arte el modo en que esta buena gente se levanta, en bandadas de tres, cinco, siete, nueve…, y desfila ante el mostrador de rigor a las once u once y media de la mañana. Es final de mes y hay ciertos agobios: los autónomos, ya se sabe, dan la lata con sus plazos. Pero ellos, ¡no me toques mis derechos que te pego un cogotazo!, dignos como príncipes, van, muy erguidos, camino del bar: su pitillito, su café (¡qué manía con el café!), su tostada y la conversación de rigor. ¡Derechos adquiridos, sí señor! Ni siquiera ven el repartidor colombiano, Hugo, que acaba de pasar por la puerta del bar a 60 km/h. Por no ver, ni siquiera ven a Humberta, la cocinera boliviana que cobra 850 € en la cocina del bar donde desayunan. Mientras desayunan, bromean sobre el estúpido público que tienen que atender: «¡Fíjate en ese chaval que vino el lunes con cara de pavo y que…, ja, ja, ja!». A mí no me importaría que la Sra. Romero, la que me atendió ayer en la oficina de la Seguridad Social, despachándome con esa suficiencia que solo tiene su casta, actuara como actúa… si no fuera porque ¡joder, me enteré hace años de que ellos también tienen un sueldo! En un principio pensé que era una especie de deporte, algo que ciertas personas hacían por principios filosóficos bien definidos, un modo de respuesta frente al mundo exterior, casi siempre agresivo y amenazante. Pero no. Alguien me comentó que esta gente… ¡cobra un salario como yo y como los demás! El colmo, vamos. En fin, el pobre don Mariano José se pegó un tiro, no se sabe si por amor o por hastío. Yo no me voy a tomar la molestia de desesperar ante los Don y Doña Poltrónez que nos atenazan en cuanto nos despistamos un poco. Por tres motivos: 1. En el sector no público, las personas con espíritu Poltrónez están, o deben estar si no me fallan los cálculos, en franco retroceso. Vivimos en una época de fuerte competitividad, que no va a ceder en el futuro próximo, sino todo lo contrario. Países que se limitaban hasta ahora a resultar exóticos y que contemplábamos con ternura de David Niven, se están despertando y comienzan a plantar cara a nuestras economías. Ante tal panorama, caben dos opciones: espabilarse y hacerse más atractivos en el mercado o hacerse el harakiri. Y esto último es muy improbable. 2. La masa principal de poltroneros, la del sector público, quizá pueda continuar con sus hábitos durante algunos años. Al fin y al cabo, tienen sus gremios, sus instrumentos de presión para salvaguardar sus privilegios. Pero mucho me temo que tendrán que terminar espabilando también. De un modo u otro se mantendrán servicios que casi todos estamos de acuerdo en sufragar. Pero otros muchos quizá tengan que reestructurarse, redefinirse, redimensionarse, pues es muy dudoso que pueda mantenerse el actual grado de derroche e improductividad. 3. Cabe la posibilidad de que el Lobby Poltronista se amuralle y afiance en sus posiciones. Cabe la posibilidad de que dispongan de los medios, de la fuerza suficiente como para mantener su posición de desajuste palpable respecto al resto de la población. En ese caso solo me quedará el consuelo de pensar que, por lo general, su modo de instalación en el mundo resulta a la larga negativa, frecuentemente nefasta, no solo para la comunidad, sino para ellos mismos. Pero es un consuelo incierto…
El espíritu del rentismo está arraigado en las almas de muchos de nosotros como algo que hemos mamado desde muy chicos y que llega a parecernos natural, pero me temo que no lo es. El espíritu del rentismo está entroncado con el «mito de Eldorado», pero a estas alturas poco o nada queda de aventura amazónica. Es más, muchos de ellos tienen poco de aventureros, por no decir nada. Son más bien lo contrario. Se define como rentista aquella persona cuyo afán vital consiste en vivir única y exclusivamente de sus rentas, sean estas mayores o menores, de una naturaleza u otra. Actúan como rentistas todos aquellos que pretenden vivir de algo que han conseguido en un pasado más o menos lejano, sin mostrar ningún interés por volver a coger los aperos de labranza para trabajar la tierra que una vez les dio fruto. Esto es, dan por hecho que ya han conseguido lo que debían conseguir. Rentistas hay muchos y muy variados. Aquí van unos ejemplos:
Los poltroneros son rentistas por su propia naturaleza, y en particular los poltroneros públicos: una vez que toman posesión de su plaza, se sientan en su despacho con la misma placidez del colono rico que se sentaba en el porche de su casona, frente a su enorme hacienda, fumando su pipa con suma satisfacción.
Los jugadores de loterías son otro ejemplo, si bien en este caso se trata de aspirantes a rentistas: buscan ansiadamente su premio con el fin declarado de rascarse la barriga hasta el fin de sus días. Algunos incluso lo consiguen.
Muchos de los buscadores incansables de una existencia con «calidad de vida», lo cual incluye a muy variadas especies de rentismo, no siéndolo algunos que lo parecen, y a su vez siéndolo muchos que no lo parecen.
Los indianos constituyen otra clase de rentista, que se ha ido transformando con el paso de los años: hoy en día no llegan normalmente de Cuba o de Venezuela, sus orígenes no son tan exóticos, pero a fin de cuentas se trata de lo mismo: gente que, después de un periodo de trabajo, más o menos largo, más o menos duro, decide desconectarse por completo, pasar a la reserva, a la sombra voluntaria: «¡A partir de ahora, a vivir de mis rentas!»
La dueña de una floristería muy bien situada que lleva años viviendo en gran medida gracias a la estupenda ubicación de su negocio, pero que trata al cliente, especialmente al nuevo, con dejadez, desidia y hasta desdén, es otro ejemplo clásico de rentista.
También lo es el sujeto pasivo receptor de cualquier ayuda, PER o subvención que vive cómodamente e incluso hace chapucillas aquí y allá, según dice, «para compensar por lo poco que le dan y poder ir tirando».
Rentistas son también, por supuesto, los ejemplos clásicos: el señorito dueño de cortijos y olivares que sigue actuando como tal, la actriz o cantante que repite hasta la saciedad lo que un día la hizo famosa, el catedrático de universidad pública que tuvo alguna reseñaen una revista científica en los años setenta, el marido que olvida el cumpleaños de su mujer, etcétera.
El rentismo es una forma de instalación en el mundo característica de estas latitudes, me da la impresión de que el espíritu que lo inflama tiene mucha menos fuerza en los países norteños. El rentismo se opone al «espíritu Edison», esto es, al ser humano que trabaja con vocación y optimismo, que busca con dedicación esos momentos sublimes a que todos tenemos derecho como seres humanos, que materializa el don de la creación que nos ha sido dado como homo sapiens. El rentista, al ver estas obras salidas del cacumen y del trabajo de un congénere, quizá solo vea billetes y fincas de retiro. Grave error. Para Edison el dinero no es un fin, es un medio. Su auténtico fin era su obra. Yo le aplaudo, aunque no creo que me oiga. Por aquí hay pocos.
(Nota, para quien pueda interesar: muchos aspirantes a rentistas, como buscadores insaciables de Eldorado que son, dedican grandes esfuerzos y trabajos por ascender su Orinoco particular. Algunos llegan a trabajar duro para conseguirlo. Persiguen su espectro y hasta pueden enfermar en el empeño. ¿No sería mejor que se dedicaran a una tarea menos quimérica, más real, más humana en suma?)