Ania y las zapatillas mágicas

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Ania zapatillas mágicas y las

Ilustrado por Mikeconcejas

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Limpieza del trastero

¡RING! ¡RANG! ¡RING! ¡RANG!

El despertador del viejo móvil de mi padre no dejaba de sonar. No hay peor cosa que oír esa horrible melodía que tiene puesta en la alarma.

Por si ese dichoso despertador no fuera suficiente, era una mañana lluviosa y fría de comienzos de invierno.

—¡ARGGGGG! ¡Así no hay manera de empezar el día con una actitud positiva!

—¡Aaaaaaniaaaaaaa! ¡A desayunar! —se oyó gritar a mi padre desde la cocina.

Menos mal que en el pueblecito solo hay una niña que se llama Ania, que soy yo, que, si no, con esos gritos a estas horas de la mañana irían todas a desayunar a mi casa pensando que las llaman a ellas.

—¡Ya voy, papi! —contesté desde la cama.

Me costó horrores levantarme de la cama cuando se apagó ese demoniaco despertador. Se estaba tan a gustito remoloneando… ¡Joooooo!

—¡Aaaaniaaaaaaa! ¡Me está creciendo la barba de esperarte! —se oyó de nuevo gritar a mi padre.

—¡Voy, papi! ¡Estoy en camino! —respondí una vez más desde la cama.

Por las mañanas, el pequeño pasillo que hay desde mi cuarto a la cocina parece interminable. Normalmente, lo suelo recorrer con los ojos todavía cerrados.

Mi desayuno por la mañana es un zumo de naranja natural y una taza grande de leche templada acompañada de mis galletas favoritas con forma de dinosaurios. Siempre me gusta abrir el paquete de las galletas y ver qué figuritas me salen.

Hoy no sé por qué demonios nos hemos levantado tan temprano.

—Papá. Hoy es sábado y los yayos están todavía en la cama. ¿Por qué ha sonado el despertador si no hay clase? —pregunté con un ojo abierto y otro cerrado.

Mi apertura total de ojos va con calma y no creáis que es tan sencillo.

—Pueeeees… —se quedó un rato mi padre pensando—. Me he quedado en blanco, Ania. Recuerdo que ayer hablamos de que íbamos a hacer algo y se me ha ido el santo al cielo.

—¡Papá! No me fastidies que me has levantado para nada. Eso no se hace, ¿sabes? —le respondí.

—¡Sí, sí! ¡Ahora me acuerdo! —dijo mi padre con una sonrisita que ya me la conozco y que siempre pone cuando su respuesta no me hace ninguna gracia—. Quedamos en que hoy me ibas a ayudar a ordenar el trastero y así yo te ayudaría a ordenar esa cuadra que tienes por cuarto, corazón.

—Pero, papi. ¿Para hacer eso es necesario levantarse temprano? —le respondí.

—Ania, cielo. Si queremos hacer todo y luego tener una comidita especial como te prometí, tenemos que levantarnos pronto para tener tiempo.

—Oye, papi, y si se levantan los yayitos ahora y nos ayudan, podríamos terminar mucho antes, ¿verdad? Se me ocurre, sin más.

—No, Ania. Deja a los yayitos que descansen, que ellos tienen que hacer sus cosas. Porque querrás que vengan los yayitos con nosotros a comer, ¿no? Y ahora, a desayunar, que si no, nos va a dar la hora del almuerzo y estaremos todavía sin terminar de desayunar.

—Claro, claro, papi —dije con una carita resignada porque me iba a tocar trabajar más—. ¡Qué morro tienen los yayitos que pueden estar un rato más en la cama! Daría mis galletas de dinosaurio por poder hacer lo mismo.

Quince minutos más tarde, ya conseguí abrir el ojo que me faltaba y terminar de desayunar. Me quedaba lavarme los dientes, la cara y vestirme para el apasionante mundo de ordenar trasteros. ¡Chupi, qué diver!

Justo cuando terminé de vestirme, se asomaron los yayitos por mi cuarto para darme los buenos días.

—¡Qué morro tenéis que papá no os ha despertado tan pronto como a mí! —les dije sin dejarlos casi hablar.

—Ania, mi vida. Hoy tenéis mucha tarea para hacer y os va a llevar mucho tiempo. Luego querrás ir a comer esa comida especial, ¿verdad? —dijo mi abuela.

—Sí, claro —respondí.

—Pues por eso papá te ha levantado pronto, corazón. Para que os dé tiempo de hacer todo y podáis ir a disfrutar la sorpresita —contestó mi abuela.

—¿Vosotros también estaréis? Porfi, porfi —pregunté a mi abuela con carita de angelito.

—Claro, Ania. ¡No nos la perderíamos por nada del mundo! —respondió mi yayito—. En cuanto terminemos unos recados que tenemos que hacer, llamaré a papá para ver cómo vais y nos juntamos.

—¡Bien! ¡Los yayitos van a venir! ¡Los yayitos van a venir! —grité cantando y bailando.

—¡Papi! ¡Los yayitos vendrán con nosotros! —le dije a mi padre, que se había acercado al oírlos levantarse.

—Eso me ha parecido escuchar, Ania. Venga, ¿estás lista? Tenemos que empezar ya —dijo mi padre.

—¡Claro, papi! Yo ya estoy en modo pro.

—¿En modo pro? —preguntó mi padre.

—Ay, papito —dije con un leve suspiro—. En modo profesional. Es que no estás en la onda, papi.

—Anda, tira para el trastero que te voy a dar yo modo pro — respondió levantando la mirada al cielo y moviendo la cabeza de izquierda a derecha.

Mientras mi padre sacaba alguna caja del trastero, me dediqué a explorar.

En una esquina descubrí una caja polvorienta escondida. Estaba llena de recuerdos y objetos

antiguos y, en medio de todo, encontré un par de zapatillas que brillaban con un resplandor mágico. Eran de color plateado, con detalles de encaje y lazos que parecían estar hechos de estrellas.

Las saqué de la caja con asombro, sintiendo una sensación de emoción y misterio que recorría toda mi piel.

—¡Papá, abuelos, venid rápido! —exclamé, llamando a toda la familia para que vieran lo que había encontrado.

Todos se reunieron a mi alrededor mientras sostenía las zapatillas en mis manos, admirando su belleza.

Mi abuelo, un hombre sabio y de mirada profunda, miró las zapatillas con una sonrisa enigmática.

—Esas son las Zapatillas de las Estrellas —dijo suavemente—. Se dice que tienen el poder de llevarte a lugares mágicos y lejanos.

Mi abuela asintió.

—Tienen una larga historia en nuestra familia —agregó mi abuelo—. Parece que ha llegado el momento de que sean tuyas, Ania.

Mi padre me miró con ternura.

—Pero recuerda, Ania. Con el poder viene la responsabilidad. Utiliza las zapatillas con sabiduría y cuidado.

Emocionada y agradecida por el regalo que había recibido, me fundí en un gran abrazo con todos. Esa misma noche, en mi habitación, sostuve las zapatillas en mis manos y sentí la magia que desprendían. Era como un fuerte escalofrío que recorría todo mi cuerpo desde la punta del pelo más largo de mi cabeza hasta la uña de mi dedo gordo del pie derecho.

Me las puse con cuidado y, en el momento en que toqué el suelo, sentí como si estuviera levitando.

Sentía emociones encontradas. Alucinando con lo que estaba pasando y aterrorizada por mantenerme flotando en el aire para no caerme.

No tenía ni la menor idea de cómo andar con esas zapatillas y mucho menos cómo narices se bajaba de allí.

Aventuras heladas en la Antártida

M e llevó un buen tiempo saber cómo tocar suelo con mis nuevas «zapatillas mágicas».

Aunque todavía no lo tenía dominado del todo, pude darme cuenta, no sé cómo, de que me ayudaban a conseguir los deseos que tenía en mi cabeza de hacer algo. No entendía cómo, sin decirlo en voz alta, mis zapatillas adivinaban lo que yo deseaba. Era todo muy extraño, pero la verdad es que funcionaba. Sólo tenía que desear con todas mis fuerzas que las zapatillas tocaran el suelo y ¡HECHO! Supuse que para cualquier cosa sería así.

¡De repente empezaron a brillar intensamente! —¡Oh, oh, oh! —dije, presintiendo que algo iba a pasar.

¡Prepárate para un viaje increíble, lleno de magia, aventura y valiosas lecciones!

Ania, una niña curiosa y valiente de diez años, descubre unas zapatillas plateadas en el polvoriento trastero de su casa. Pero estas no son unas zapatillas cualquiera: tienen el poder de transportarla a lugares asombrosos: las selvas ancestrales del imperio inca, los misterios de París...

Ania vivirá aventuras únicas, se enfrentará a retos inesperados y aprenderá que el verdadero poder reside en el corazón, la amistad y la responsabilidad.

Ania y las zapatillas mágicas es una historia que combina aventuras, humor y valores esenciales en un viaje inolvidable para jóvenes lectores.

¿Estás listo/a para descubrir hasta dónde te pueden llevar estas zapatillas?

Si no lo leo no lo creo

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