Obra finalista del Premio Jordi Sierra i Fabra
Inmaculada Toscano Zayas
PRIMERA PARTE Invierno de 1917
Capítulo 1
Cada vez que trato de rescatar memorias de mis primeros años
en Petrogrado tan solo me encuentro con retazos solitarios. Imágenes dispares que me resultan de lo más complicado unir. Exceptuando ese invierno. Fue como todos. Una estación extremadamente fría, llena de nieve, con sus días grises en los que el cielo, el horizonte y las orillas del río Nevá quedaban cubiertos por las brumas. Pero a pesar de mi corta edad en aquel tiempo, no olvidaré jamás que al tono plomizo que impregnaba nuestra ciudad a diario se le añadió otro color predominante: Rojo. Estaba presente en todo: las vestimentas, los balcones y las fachadas de los edificios… hasta en la manera de actuar de la
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gente. Todos parecían dominados por una ira contenida que no terminaba de llegar a su punto álgido. Era febrero de 1917. La mañana en la que todo cambió me encontraba estudiando francés en compañía de madame Gautier, mi profesora nativa. Era una mujer de unos cuarenta años, cuya exigencia durante las clases se veía suavizada por un carácter dulce y dispuesto a prestar ayuda. Su marido había muerto en el frente a comienzos de la Gran Guerra y mi padre se hizo cargo de ella, contratándola para que nos educara a mi hermano y a mí. Las lecciones eran diarias, como era normal en la formación de las personas de familias aristócratas, a las que se exigía un dominio de este idioma tan impecable como el del ruso. Las dos nos poníamos siempre en un saloncito situado en el primer piso de nuestro palacete. Esa mañana, yo copiaba en un cuaderno algo que ella recitaba con voz suave. Recuerdo que no prestaba mucha atención. Mientras mi mano volaba de manera inconsciente sobre la hoja de papel, mi vista estaba fija en la ventana que daba a la calle. Estaba desierta. Mi padre entró sin llamar, como solía. Madame Gautier calló y se incorporó de su asiento. En actitud de sumisión bajó la cabeza, apresurándose a abandonar la estancia. Él procedió a sentarse donde antes descansaba mi maestra. No se demoró. Parecía incómodo: —Olga, quiero que te vayas a tu habitación. Coge tu baúl y selecciona tu equipaje, ahora subirán a ayudarte. Nos vamos para siempre.
Antítesis
Es obvio decir que aquello me pilló por sorpresa: tan de improviso y, sobre todo, el «para siempre» añadido al final. No acertaba a imaginar sobre qué iba todo aquello. Me quedé bloqueada, y solo acudió a mi mente una pregunta, que se la formulé mientras se disponía a irse: —¿Y mi recital de ballet? Volvió su rostro hacia mí y respondió, como si lo hubiese olvidado: —Ah, sí. París tiene muchas y buenas escuelas. Creí ver miedo en sus ojos, y un temblor agitando sus labios cuarteados por el frío. Aun así, no pude evitar enfadarme. Las clases de ballet eran mi predilección, y me aplicaba en ellas con una intensidad que no había llegado a alcanzar en ningún otro ámbito. Había logrado, tras mucho esfuerzo, que mi profesora me diese el papel de bailarina solista, y ahora no iba a poder asistir al recital. Por si fuera poco, tendría que abandonar las clases. Me enfurecía la idea, tanto que me dirigí a un sillón que había en una esquina, agarré uno de sus cojines y, tras clavarle las uñas todo lo que pude, lo estrellé contra el suelo. Durante el resto de la jornada, mi hermano mayor, Nikolai, y yo, seleccionábamos lo que íbamos a empaquetar. En uno de mis recorridos por la casa buscando algo que no recuerdo, pasé por la puerta entreabierta de uno de los salones, que parecía ocupado por alguien. Con la indiscreción propia de los niños, me asomé y sorprendí a mis padres y a madame Gautier conversando en voz baja. Al percatarse de una presencia intrusa, todos se volvieron
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hacia mí. Retrocedí, esperando una riña por mi intromisión. En lugar de eso, fui obsequiada con una mirada de lástima por parte de madame Gautier. Mi madre salió, fue hacia mí y me abrazó mientras susurraba: —Pobrecita, pobrecita mi niña… Al día siguiente abandonamos el palacio, yo con la misma sensación que si se tratase de un sueño. O una broma pesada que no tardaría en terminar. Tras colocar nuestro escaso equipaje, nos montamos en el coche de caballos y partimos hacia la estación. Al apearnos, eché un vistazo alrededor y me sorprendió lo vacío e inhóspito del lugar. A medida que avanzaba la guerra, la cantidad de trenes activos había ido disminuyendo. En ese momento, tras más de dos años desde que nuestro país entró en el conflicto, no quedaba casi ninguno. Por mi parte, aún continuaba enfadada. No había hablado durante todo el camino ni tenía pensamiento de hacerlo ahora. ¿Quién podía culparme? El esfuerzo invertido durante casi toda mi corta vida en el ballet para conseguir destacar por fin daba sus frutos. Y ahora, justo en ese momento, nos íbamos. ¿Por qué? ¿Qué era lo que estaba pasando? Hubo un instante en el que, a la zaga de una respuesta, recordé el rojo que estaba cada vez más presente en todos lados y el enojo latente en la gente durante esos días. Me pregunté si tendrían algo que ver, si habría alguna explicación que enlazase aquellos detalles con la razón de nuestra inesperada partida.
Antítesis
Esas cuestiones continuaron bombardeándome, negándose a desaparecer. Por cada tren nuevo que tomábamos en un viaje que se prolongó días y días, las dudas aumentaban de tamaño. Pero no me molesté en preguntar por las respuestas. El orgullo y el resentimiento infantil me lo impedían. Al fin y al cabo, todavía no les había perdonado. Lo del recital me había dolido, mucho. Estaba convencida de que ellos no lo entendían. Continué en silencio durante el resto del viaje. Comía lo justo, aunque tampoco es que los alimentos abundasen, aún para los pasajeros de primera clase. Allí todo era distinto a Petrogrado. Mis padres también estaban extraños, cada vez más distantes. Quedó demostrado una tarde, en la que ellos se encerraron en su compartimento durante un largo rato. Mientras, Nikolai y yo, sin nada mejor que hacer, recorríamos los pasillos del tren de arriba abajo. El tiempo corría. La aguja larga del reloj de la pared también. Pero la puerta detrás de la cual se habían ocultado permanecía cerrada. Aunque se escuchaban sus dos voces. Lo que al principio debieron de ser unos murmullos inaudibles habían subido de volumen lo suficiente para que se pudiera apreciar un tono de disputa. Decidí ignorarlos. Por su culpa, recordé de nuevo, lo tendría muy difícil para volver a ser solista en un recital. Me daba igual lo que hicieran o dejaran de hacer. Nikolai se había detenido a mi lado, frente a la puerta del compartimento. Parecía enfermo.
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Vi cómo exhalaba un suspiro casi ahogado, apoyaba su temblorosa espalda en la pared que tenía detrás y caía al suelo poco a poco. Echándose a llorar. Una nueva reflexión rompió mi vanidad infantil: yo no era la única que estaba triste. Debía de ayudarlo. Me puse en cuclillas junto a él, mientras me anunciaba: —Me encuentro mal, no puedo más. Y me ha dicho madre que tendré que esperar unos días hasta que me vea un médico. No podía hacer nada por él, pero me di cuenta de que lo estaba pasando peor que yo. Mientras lo contemplaba, busqué a tientas su mano y se la cogí con fuerza. Él levantó la mía y se la apoyó en la mejilla, que yo noté ardiendo. Una vez allí, derramó algunas lágrimas que humedecieron mis dedos temblorosos.
Olga es apenas una niña cuando estalla la Revolución rusa en 1917. Al formar parte de una familia aristocrática, se ve obligada a huir de su San Petersburgo natal hasta París, acompañada por sus padres y su hermano. Una vez allí, su vida resulta muy distinta, pero ella encuentra una vía de escape: sus clases de ballet. Los años pasan y su talento en esta disciplina crece cada vez más. Sus padres deciden que lo mejor que puede hacer para que sus dotes no se pierdan es seguir con la danza clásica en una escuela rusa. Olga vuelve a su país con una identidad falsa para continuar su formación. Establecida de nuevo en Rusia, tratará de abrirse camino para llegar
106353 788419 9
ISBN 978-84-19106-35-3
a ser una gran bailarina.
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