Era invierno, casi Navidad, cuando mi familia adoptó a una pequeña bolita beige.
No sabía muy bien lo que era; me pasaba el tiempo observándolo:
Era pequeño y peludo como yo, aunque mis pelos eran más pequeños y de color blanco. También caminaba muy extraño; primero una pata trasera, luego la otra delantera..., y así todo el rato.
Yo me impulsaba dando saltos.
Crecía muy rápido, tanto, que ya era más grande que yo. Y cuando intentaba decirme algo, me miraba fijamente haciendo unos ruidos muy fuertes.
Alto, veloz, travieso y también muy dormilón. Tenía cuatro patas muy largas para protegerme, unas orejas de gran tamaño para cobijarme del frío, y un rabo bastante largo con el que jugar.
¡Lo sabía! ¡No era un conejo, era un perro! Pero todas nuestras diferencias encajaban.
Entre todos elegimos su nombre: Kronos.