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Antología
Balcei 196 julio 2021
#alcorisasaleunida
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Entre 1877 y 1918, el Observatorio de Harvard contrató a 80 mujeres para hacer tediosos cálculos que ningún hombre quería hacer. Realizaron importantes hallazgos, a pesar de que no les permitían usar el telescopio.
Las contrataron para labores mecánicas repetitivas y cálculos que requerían paciencia infinita. Ellas no se limitaron a eso, sino que descubrieron estrellas e inventaron un sistema para clasificarlas. La astronomía debe mucho a un grupo de mujeres sabias cuya labor quedó en la sombra.
Sabemos que el universo se expande. Y que lo hace cada vez más rápido. Pero no sabemos exactamente cuál es esa velocidad, conocida como la ‘constante de Hubble’.
Los astrónomos llevan meses discutiendo si supera o no los 70 kilómetros por segundo y por megapársec (una distancia equivalente a unos tres millones de años luz). Resumiéndolo mucho, un objeto que esté a tres millones de años luz de la Tierra se alejaría de nosotros a 70 kilómetros por segundo. Pero hay discrepancias en las mediciones que se hacen en las regiones más tempranas y más tardías del universo.
La ciencia tiene una deuda con Henrietta Swann Leavitt. Quisieron darle el Premio Nobel, pero la carta en la que le anunciaban su candidatura se la enviaron cuando ya llevaba cuatro años muerta. Nadie en la Academia sueca se había enterado de que la mujer que había descubierto el método para medir las distancias cósmicas había fallecido de un cáncer en 1921, a los 53 años, tan silenciosamente como había vivido. Y este galardón no se concede a título póstumo.
Astrónomas.
SORDAS, SOLTERAS Y gENIALES
UNA COMPUTADORA HUMANA
Tampoco recibió ningún reconocimiento en vida. Su mentor, Edward Pickering, director del observatorio astronómico de Harvard, se llevaba las felicitaciones. Pero el gran beneficiado fue Edwin Hubble, que gracias a los hallazgos extrapolados por Leavitt a partir del brillo de ciertas estrellas pudo demostrar que el universo era mucho más grande de lo que nadie imaginaba. Al fin y al cabo, a Henrietta Leavitt sus colegas varones solo la consideraban una computadora humana.
Una de las ochenta, todas mujeres, que la Universidad de Harvard contrató entre 1877 y 1919 para examinar fotos y realizar cálculos tan tediosos que ningún hombre quería hacerlos, en una época en la que no existían ordenadores. Pero aquellas mujeres, armadas de lupa, papel y lápiz, no se limitaron a cumplir el expediente. Descubrieron miles de estrellas e inventaron una manera de clasificarlas. En definitiva, sacaron sus propias conclusiones cuando solo se esperaba de ellas una labor mecánica y repetitiva.
MUJERES PARA PONER ORDEN
A finales del siglo XIX, la Universidad de Harvard había encargado al astrónomo Edward Pickering la dirección de su observatorio. Pickering se propuso una empresa descomunal: la catalogación de todo el firmamento conocido. Para ello disponía de dos telescopios: uno en la propia Harvard, para el hemisferio norte; y otro en Arequipa (Perú), para el sur.
Pickering fue un impulsor de la astrofotografía, una disciplina en la que Harvard había descollado gracias a John Adams Whipple, un daguerrotipista que en 1852 realizó la primera fotografía de la Luna que se conserva —en 1839, Louis Daguerre hizo un daguerrotipo que se perdió—. También fotografió eclipses. Aunque son imágenes espectaculares, su utilidad científica es escasa.
Pickering desarrolló otro concepto con emulsiones más lentas que permitían largas exposiciones. Acoplando una cámara a cada telescopio y utilizando placas de vidrio de 25 por 20 centímetros se podían impresionar miles de estrellas en una sola toma. Pero había que dejarse las pestañas para catalogar el brillo y posición de aquel maremágnum de puntitos. Y tener una paciencia inmensa, pues muy pronto se fue acumulando una montaña de cristal. Tanto es así que Harvard está todavía escaneando aquel legado, unas 650.000 fotos. Había que ordenar aquello…
Pickering decidió contratar a mujeres. La primera fue una emigrante escocesa que trabajaba como criada y que demostró unas dotes excepcionales: descubrió diez novas, esto es, explosiones de estrellas moribundas. Luego a las hijas y hermanas de los astrónomos residentes. Y, finalmente, a alumnas de las primeras promociones de academias solo para mujeres, como Vassar o Radcliffe, de donde procedía Leavitt. Por aquel entonces, las mujeres no tenían derecho a voto, ni podían estudiar en una universidad ‘de hombres’. Y estaba mal visto que se pasaran la noche al raso, así que tenían prohibido el acceso al telescopio. En 1873, Edward Clarke —un profesor de Harvard— escribió: «El cuerpo de una mujer no es capaz de gestionar más que unas pocas funciones durante su desarrollo. Las chicas que gastan demasiada energía en cultivar sus mentes durante la pubertad acabarán con sus órganos reproductivos atrofiados o enfermos». Con indisimulado desdén, se conocía a aquellas mujeres como ‘el harén de Pickering’.
Henrietta Leavitt es el caso más notorio. Se incorporó al equipo de computadoras humanas en 1893. Se quedó sorda —al igual que Cannon, posiblemente como consecuencia de la escarlatina—, lo que acentuaba su timidez.
Nunca se casó —como Cannon—. Un día de 1904, Leavitt estaba catalogando una placa de la Pequeña Nube de Magallanes con el ‘matamoscas’, como llamaban al visor rectangular unido a un mango con el que se ayudaban. Le sorprendió la presencia de estrellas variables, cuya luminosidad cambia, y se centró en aquella región del cielo del hemisferio sur. En cuatro años descubrió 1777 estrellas variables. Y estableció con precisión la relación entre el brillo y el periodo de pulsación de 16, llamadas ‘cefeidas’.
Una cefeida es una estrella con un comportamiento muy predecible. Viene a ser como un faro que lanza destellos más o menos largos. El intervalo varía entre un día y varias semanas; y siempre se repite.
Las cefeidas no son muy comunes. Solo se han descrito unas 400 en la Vía Láctea, que tiene 200.000 millones de estrellas. Pero son muy útiles desde que Leavitt se percató de que su pulsación, es decir, la duración del destello, depende de su luminosidad intrínseca, que es la que veríamos si estuviera a nuestro lado; y no de la aparente, la que nos llega a la Tierra.
Desde entonces, basta con hallar una cefeida en cualquier esquina del universo, calcular su periodo y de ahí inferir su luminosidad real, compararla con su brillo aparente y, ¡eureka!, obtenemos la distancia. Las cefeidas que estudió Leavitt están a 199.000 años luz.
Hay que recordar que en aquella época el concepto de galaxia era desconocido. Se pensaba que no había nada fuera de la Vía Láctea. Pero gracias a Leavitt supimos que estábamos equivocados. A efectos siderales, la Vía Láctea no era mayor que un pueblo; y nuestro sistema solar, una callejuela. Fue una cura de humildad, pero también una revelación que desencadenó una serie de descubrimientos asombrosos.
En 1924, Hubble utilizó la ley del periodo-luminosidad de Leavitt para demostrar que había otras galaxias. Y así fuimos sabiendo que están en movimiento y que, si se mueven, es porque hubo un Big Bang que lo puso todo en marcha…