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–No hinches –rezonga Facundo–. Bastante tengo con la mía; hace poco me atomizó con tres maneras divertidas de limpiar el cuarto. ¿Oíste? Tres, andá llevando. Y ella, claro, no ayudaba en ninguna, flor de viva. Así que por hoy paso de cualquier contacto con madres. Mejor aprovechemos que estamos acá arriba para mirar el paisaje, así (Facundo lleva el dedo índice a sus labios cerrados, igual que la enfermera de la foto que vio en el hospital.)
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El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo. Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz: —¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal! Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...
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Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como pu単aladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.
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Esa mañana parece que la cabeza le va a estallar. Tiene demasiadas cosas para resolver. Perdió las figuritas de Santiago y tiene miedo de perder a Santiago si le cuenta. Además debe acomodar las revistas antes de que su mamá vuelva a meterse en su cuarto y lo rezongue otra vez. Pero ya probó mentalmen� te siete formas distintas de clasificarlas y ninguna le convence. Intenta pensar otra vez. Son muchas, demasiadas...¿pero cuántas? ¿ciento setenta y tres, doscientas cincuenta y cuatro? ¿más o menos de mil? Las cuenta, las mide en su cabeza. Debe encontrar la fórmula perfecta: las imagina en pilas altas, las acuesta, las vuelve a parar, las subdivide por temas, por colores, por el cariño o no cariño que le tiene a cada una. Es inútil, no hay manera de acomodarlas y sabe que su mamá no le va a creer cuando él le asegure que estuvo toda la mañana trabajando en eso. Agustín transpira solo de pensarlo. Y por supuesto, corre. Corre más que nunca.
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Lo Ăşnico que se le ve es la enorme cara, redonda y luminosa como un sol. El resto de su cuerpo lo cubre una gran capa blanca, que lleva siempre, en invierno o verano. Cuando hay viento, se le levanta un poco y se le mueve para todas partes. Es mĂĄs bueno que el pan.
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