Selección una historia montevideana

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UNA HISTORIA MONTEVIDEANA

A mi casa en Feliciano Rodríguez llegaba a veces de madrugada. El ómnibus me dejaba en Rivera y 4 de Julio. Los 141 salían cada hora en punto desde la Plaza Independencia, frente al café Antequera, donde paraban toda la noche los conductores y los guardas que descansaban entre viaje y viaje. Muchas veces hacía ese recorrido en compañía de Guadalupe, el astrónomo de la barra que vivía también en Feliciano Rodríguez, pero a unas tres cuadras de mi casa. Él es un hombre joven de cara redonda y cabello oscuro y lacio. Aunque se afeita todos los días se ve que los pelos de su barba son duros. Usa lentes gruesos de aspecto antiguo. Estudia en la Facultad de Humanidades y trabaja en el iava, en el observatorio. A veces nos lleva a recorrer el universo. Las dobles estrellas, los anillos de Saturno. Y luego la nebulosa de Andrómeda, otro universo. “¡Cuidado! Ese es otro universo” –nos decía–.“No es la Vía Láctea”. Con él caminábamos de noche, volviendo a casa por la mitad de la calle 14 de Julio adoquinada, ondulada como una colina menor, un barrio empedrado que olía a jazmín del país. No encontrábamos un auto ni un alma. Guadalupe salía tarde del trabajo e iba al Sorocabana. Allí llegaba después de usar su telescopio, extasiado de seguirle el paso a tanta estrella. Y se quedaba quieto en la mesa de café, donde era bienvenido. Hablaba poco. Cuando no nos encontraba salía a buscarnos. Era capaz de recorrer veinte cafés y boliches hasta descubrirnos en el más inesperado. Lo recibíamos como si viniese de cumplir una extensa carrera. Lo aclamábamos. Por mi parte, después de dos o tres semanas sin ir, sobre todo los sábados, extrañaba “Las telitas” de la calle Washington y Pérez Castellanos.

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GUALBERTO TRELLES MERINO

Hablaba poco. Cuando no nos encontraba salía a buscarnos. Era capaz de recorrer veinte cafés y boliches hasta descubrirnos en el más inesperado. Lo recibíamos como si viniese de cumplir una extensa carrera. Lo aclamábamos. Por mi parte, después de dos o tres semanas sin ir, sobre todo los sábados, extrañaba “Las telitas” de la calle Washington y Pérez Castellanos. Recuerdo con ternura los estantes saturados de botellas y cajones de “Las telitas”, los buenos tintos acumulados contra las paredes, entreverados con los blancos de la cosecha de 1947 y con el vino verde de este año de 1950. Todos ellos rodeados de los cajones, las frutas y las verduras cuya venta se ofrecía durante el día a los vecinos. Proclamo la universalidad de aquel viejo almacén, al que nosotros sólo podíamos penetrar de noche, poblado de telitas de araña laberínticas, al que el Profesor Caputti gustaba llamar “Confitería”. Él atendía el teléfono ruidoso, el que a veces sonaba interminablemente entre las bananas. Y levantaba el tubo con elegancia mientras se acodaba en un cajón de verdura. Se escuchaba entonces su voz fuerte y atenorada: “¡Confitería Las Telitas!”. Era en la noche, muy entrada la noche de un sábado de verano. Este almacén era casa encantada. Los cajones de naranjas y manzanas se vaciaban y se convertían en taburetes. Los cajones de verduras giraban y giraban hasta devenir mesas. Las mujeres que durante el día acudían a elegir y comprar las verduras y frutas apiladas, porfiando con el almacenero por los precios, se transformaban de noche en princesas que discutían sobre las relaciones entre Sartre y Simone de Beauvoir. Veo en medio de “Las telitas” la sonrisa algo pícara y siempre bien informada de Mauricio, nuestro amigo, emergiendo de su rostro redondo tan inteligente. La sonrisa del más famoso de los Müller, el del Barrio Sur, quien era crítico de “Marcha” y acostumbraba cecear. Era un taumaturgo distinguido. De la misma noche, aunque un poco más tarde, recuerdo a Gurvich con su sonrisa tímida, un trozo de pan con salchichón en su mano derecha y un pedazo de parmesano duro en la izquierda, proponiendo, luego de llevar el exquisito queso a su boca y tomar en su mano un vaso de vino dorado, un brindis de todos por Julio Herrera y

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Reissig, quien en tiempos no tan remotos había sido vecino de barrio de Las Telitas, cualesquiera fueran entonces sus ocupantes. En aquellas visitas a “la confitería” solíamos formar dos o tres peñas en el interior del boliche. Todos éramos amigos, o conocidos de más de un lugar, pero nuestra extracción común era el Sorocabana, templo de la razón adonde ni siquiera se vendía cerveza. Una vez llegados al almacén buscábamos la forma de hacernos con un cajón y de hallar algo de espacio. A veces, en medio de la escasa iluminación, asomaban algunos zapallos desordenados por entre los cajones destinados a ser nuestros asientos. A veces, después de recorrido el empedrado que nos llevaba hasta “Las telitas”, y una vez adentro, la presencia cordial y algo borracha de los contertulios nos trasladaba al pasado canyengue de la zona. En nosotros se despertaba el viejo bajo, transcurrido aquí sobre estas mismas piedras que pisamos. Pero muy pronto todo se esfumaba, todo pasaba a ser sólo pasado. Entonces éramos capaces de pasar la noche de claro en claro charlando, tomando, cantando. Había llegado la hora de desplegar nuestra felicidad y nuestro ingenio mientras la fiesta se iba diluyendo, progresivamente, en el sueño incipiente de la madrugada. Rara vez había discusiones bruscas entre nosotros, o escándalos de bebedores. Tal es así que los adversarios, cuando los había, no se quedaban adentro del boliche, sino que salían a través de la puerta entrecerrada hacia la noche. Y ya estaba. Alguna vez los contendientes regresaban luego del combate, tal vez con algún moretón. Pero generalmente terminaban reconciliados por la intervención de amigos comunes. Y si la pelea duraba más de unos minutos llegaban los milicos de la Primera, que siempre estaban cerca. En esas ocasiones, aunque poco frecuentes, podían llevarse a algún perturbador del orden a la Seccional. Pero la policía, como norma, se abstenía de ingresar al boliche, lugar de asilo como los consagrados en los templos medievales, cuya inmunidad era especialmente protegida por el derecho canónico. Recuerdo una vez en que hubo una pelea por Martha Fierro, que un tiempo después se fue a vivir a Europa porque se casó con un italiano que se había enamorado de ella en el Sorocabana. Era una muchacha alta. Ella misma decía que no podía usar tacos altos porque los hombres parecían enanos a su lado. Ese día dos muchachos de la barra salieron del boliche

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a enfrentarse a puñetazos porque pretendían, ambos, que Martha los amara. La disputa no fue muy lejos porque ella también salió a la calle y asumió el papel protagónico. Le parecía un acto de barbarie que los otros se pelearan, y les gritaba que no fueran machistas, que a ella no le gustaba ninguno de los dos. Mientras tanto les daba carterazos a ambos, con una cartera grande, pesada y elegante que usaba. Recuerdo que Martha tenía un rostro de “madonna”. Esa noche los milicos se llevaron a todos los que estaban afuera, incluyéndola. Los que permanecimos adentro durante la trifulca nos retiramos en silencio cuando todo terminó, y fuimos a la Comisaría a ver si podíamos sacar a los presos. ¿Qué hilo invisible podía unir a estos muchachos del 50 con el antiguo bajo, las arbitrarias luchas entre cuchilleros como consecuencia de una mirada injusta o de una burla impertinente? Porque, de alguna forma, todos sentíamos que estábamos conectados con un pasado que nos excedía. Aparte de esto “Las Telitas” del 50 era un lugar tranquilo en el que hablábamos y bromeábamos toda la santa noche. Y cantábamos las canciones de la guerra civil española que todos conocíamos; y también algunas despedidas de murgas, y luego algunos tangos; y el Bebe Martínez recitaba su Oda a Napoleón, un poema en joda que había compuesto para ser declamado en fiestas pitucas; y Martín Lasarte cantaba para sí las “Danzas Rumanas” de Béla Bartók, que nadie le entendía porque cuando estaba tomado las cantaba con ritmo milonguero, y emitía unos sonidos que autorizaban la falsedad de suponer que las danzas tenían letra. En medio de todo esto hablábamos de Dios sin estar seguros, aunque críticamente.

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