El último adiós

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Viejo barrio que te vas te doy mi último adiós ya no te veré más. ‘Adiós mi barrio’ (1930) Letra: Víctor Soliño Música: Ramón Collazo

1 Era una mañana atípicamente fresca para ser un segundo sábado de enero. En alguna otra parte del edificio alguien escuchaba un partido de fútbol por radio. Un partido de la B, de seguro, puesto que no había otros encuentros en ese día o a esa hora. Yo, por mi parte, estaba ocupado en adivinar donde empezaba a despegarse la alfombra de mi oficina. Me había provisto de una lata de cemento, una fina tabla que alguna otra vez había usado para un fin parecido y tenía todas las ventanas abiertas, en un claro afán por no terminar drogado. La brisa movía indolente los papeles sueltos sobre mi escritorio y no tardó uno en deslizarse por encima de mi cabeza, encontrándome en cuatro patas a medio meter debajo de la silla de los clientes. Llamaron a la puerta en el mismo momento que la radio gritaba un gol del Tanque Sisley. –¿Qué pasó, Juda? El Cacho me miraba con esa sonrisita inmunda que tenía desde chico, con el aliciente de que ahora le falta-


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ba algún que otro diente más. Tenía las manos grasosas hundidas en los bolsillos del mono de mecánico y aceite hasta en el pelo. No hizo ningún otro gesto de saludo y yo me limité a mirarlo en el linde de la puerta. –¿Estás bien parado, eh? Y mirá que en el rioba decían que no ibas a llegar a ningún lado, que te morías de hambre en la esquina –me seguía sonriendo y yo ni siquiera atinaba a dejar la lata de cemento en alguna parte. –Es sábado –le informé. –Si, ya sé que es sábado. ¿Qué pasa? –No trabajo los fines de semana. –Epa epa ¿Qué pasó, Juda? ¿Así recibís a un amigo de la más tierna infancia? Negué con la cabeza mientras me volvía, lata en mano, hacia mi escritorio. Cacho lo interpretó como una invitación a entrar. Se quedó de pie en el centro de la oficina, mirando las fotos en las paredes, los libros en los anaqueles. Yo miraba aterrorizado la silla de los clientes, que era bastante buena y me había salido más de doscientos pesos en un remate, esperando que no quisiera sentarse. Con cuidado, dejé la lata en un borde del escritorio y me quedé parado yo también, detrás del mueble, acomodado en el alféizar de la ventana abierta. –Bien parado, sí señor –finalmente sacó una de las manos de su escondite y se puso un cigarrillo engrasado en la boca. Como no hizo ademán de prenderlo, me guardé el “acá no se puede fumar«. –¿Cómo te va? –me seguía midiendo y midiendo mi hábitat, como perro que marca su territorio. Yo me


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encogí de hombros, porfiado en no gastar más saliva que la necesaria. –“Félix Niemeyer, Investigaciones«. En el vidrio de la puerta, nada menos –lo decía como si fuera un gran mérito–. ¿Cómo es? ¿Sos detective como en las películas? –No se parece demasiado –respondí antes de darme cuenta. El me miró satisfecho por haberme hecho hablar–. Fraudes, estafas contables, cosas así… –Claro, vos habías estudiado economía ¿no? –miraba la silla con interés y yo asentí vigorosamente con la cabeza para distraerlo–. ¿Sos contador, también? –No, dejé. –¿Qué pasó, Juda? –insistía y ya se volvía una muletilla. Nadie me decía “Juda« desde los doce años. –Me aburrí. –Pasa. Se quedó en silencio y yo aproveché para mirar por la ventana. Por una vez, Uruguay se veía pacifica, barrial. Pasan pocos interdepartamentales un sábado de mañana. Y la maderería de al lado parecía estar cerrada, aunque tenía idea de que hoy atendían hasta la una. –Te fuiste pa´rriba che. Al centro. Volví a encogerme de hombros, sin mirarlo. Uruguay y Arenal Grande no me parecía “irme pa´rriba«. –No volviste al rioba. –¿Cómo no? –me volví. A mi pesar, el estigma de traidor implícito en todo el diálogo me molestaba bastante–. Voy los domingos a comer a lo de mis viejos. –Ah. Es que yo los domingos me quedo en casa, no salgo mucho.


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–¿Viste? –remarqué triunfante. –Pero a la esquina no viniste más. –¿Seguís parando en la esquina, Cacho? –Siempre –asintió orgulloso–. Bueno, siempre que el taller me deja. El laburo es el laburo ¿Viste? –Sí, vi. Hablando de eso ¿Por qué asunto venías? –Epa, epa… otra vez largándome los perros. ¿Podría haber pasado a saludar, no? –increíblemente, algo de la tristeza con que me miraba parecía sincera. Se veía dolido y todo. –¿Pasaste a saludar? –No –se rió y perdí todo asomo de fraternidad. La risa que se le escapaba por los vacíos entre los dientes me resultaba escalofriante. Me recordaba las palizas de mi niñez. Palizas y más–. Irma, de la panadería… ¿te acordás de Irma? Asentí con la cabeza sin decir nada porque ya lo veía distraerse de nuevo. –Bueno, Irma comentó que ahora eras detective… en el taller nos cagamos de risa –se cortó, preocupado por haberme ofendido, pero yo ya miraba por la ventana de nuevo–. Bueno, Irma nos dio la idea y la verdad, al principio no le dimos bola. Pero como la cosa se siguió repitiendo, Don Ramón… ¿te acordás de Don Ramón? –Sí, Cacho, me acuerdo de Don Ramón. No me mudé a la China, ni me fui del barrio hace treinta y cinco años, carajo. –Epa, pero qué carácter… bueno, Don Ramón me mandó a hablar contigo. A ver qué se podía hacer. –¿Con respecto a qué?


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–¿Eh? –Mi dios… ¿Por qué te mandó Don Ramón? –si el tipo había hecho un curso para exasperarme, lo debía haber salvado con honores–. ¿Qué cosa se sigue repitiendo? –Ah, sí. Los autos. –¿Qué pasa con los autos? –Alguien anda grafiteando los autos en todo Gutiérrez, en las dos cuadras de Gutiérrez. –¿Y? Serán los botijas del barrio, jodiendo como siempre. –Sí, eso dice el Omar –asentí rápido para evitarme el “¿te acordás del Omar?«–, pero la posta es que los cagamos a todos a patadas en el culo y todos dicen que no son. Y los autos siguen apareciendo rayados. –¿De noche los rayan? –Al principio solo de noche, pero después a cualquier hora. Empezaron a grafitear los que dejábamos en la puerta del taller, mientras laburábamos. Los metimos pa dentro, pero vos viste que el taller es chico y Don Ramón se calentó porque no podíamos ni movernos. –Ajá. ¿Y qué quieren que yo haga? –ya El Cacho estaba por volverme loco. –Don Ramón nos mandó al Omar y a mí que nos quedáramos de noche al alpiste, pa cazar al gracioso –siguió como si nada–. Pero nada. No pasaba un alma en la calle de noche. –¿Y rayaron los autos esa noche? –No. Pero al otro día de tarde, le dieron al Volskwagen de Julio… ¿Te acordás de Julio?


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–No… –por una vez, me había agarrado–. ¿El gordo que vivía por Democracia? –No, ese es Jorge –me miraba con desdén. Probablemente lo traía preparado desde antes de entrar a verme, al acecho de mi primer descuido–. Julio vive por Gutiérrez mismo, casi en la esquina. –Bueno, Cacho… sigo sin tener muy claro qué querés… –¡Pero Juda! –me miraba sorprendido–. ¿Qué podemos querer, mijo? ¡Que agarres al hijo de puta que anda grafiteando los autos! –Pero ¿y la cana? –Pffff… –esta vez su gesto de desdén hubiera competido, y ganado, en las olimpiadas del desprecio–. Los canas no hacen una mierda. Pensamos en pagar un dos veintidós… pero es más de lo mismo. –Cacho –traté de hacerme entender eligiendo bien mis palabras–. Yo investigo asuntos más notariales. Estafas, falsificaciones, fraudes. Ni siquiera hago divorcios, porque no me gusta seguir a la gente. Me miró y entreabrió la boca, otra vez con la sonrisita inmunda. –Yo dije que seguro no ibas a querer… o capaz que ni podés –me miraba muy sonriente, el cabrón. –Cacho, no me toqués las pelotas. No tenemos diez años para que me andés provocando. –Eso, sí señor. Seguro que ni siquiera sabrías qué hacer –se hamacaba en los talones. –Sí, sabría –se me escapó. –¡Perfecto! ¡Te pasás de tarde por el taller y arreglás todo con Don Ramón! –ahora asentía él con furia.


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–Pero… –amagué, aunque no se me ocurría qué decir. Vi en sus ojos que estaba perdido–. Paso el lunes. No trabajo los fines de semana. –¡Pero nos van a rayar todos los autos el fin de semana! –Bueno, voy mañana… hoy no puedo –respondí y era cierto. Tenía que liquidar un laburo en una constructora. Yo no trabajo los fines de semana, salvo que la paga lo valga. –Bueno, mañana –aceptó como si me estuviera haciendo el favor de la vida–. Mañana el taller está cerrado, pero Don Ramón vive arriba ¿Te acordás? –Si, Cacho, me acuerdo. Y me acuerdo de cómo llegar, antes de que preguntes. –Qué vivo –señaló un punto indefinido por la ventana abierta–. Te vas todo por Democracia derecho. Así cualquiera. Ya se iba sin decir ni mutis cuando lo paré. –Cacho –me miró de reojo y ahí noté que en algún momento el cigarrillo había desaparecido, solo Dios sabe donde–. Nada de Juda, ¿entendés? Félix Niemeyer, como dice en la puerta. ¿Está claro? Me midió. Calibró la respuesta. Y achicó. –Entonces nada de Cacho, carajo –estaba enojado en serio–. Carlos Cornopio, como me bautizaron. –¿Cornopio? –no pude evitar una sonrisa. –Carajo –dijo bajito y se fue a la carrera por las escaleras, como un niño chico. Largué la carcajada, a coro con el locutor de la radio que anunciaba la inminente victoria del Tanque Sisley sobre La Luz por ese gol de un rato antes.


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