Llmwinter2017

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Vol. 36 No.4

WINTER / INVIERNO, 2017

Gloria Lorenzo


Queridos amigos: lindenlanemag@aol.com http://www.lacasaazul.org www.lacasaazulcubana.blogspot.com

Lourdes Gómez Franca

Founded in March 1982 by Heberto Padilla & Belkis Cuza Malé Publisher and Editor: Belkis Cuza Malé Assistant Editor: René Dayre Abella Copyright © 2017 LINDEN LANE MAGAZINE Una subscripción a LINDEN LANE MAGAZINE en los Estados Unidos: $70.00 para individuos, y $90.00 para instituciones. ISSN 0736 - 1084 It is a publication by Linden Lane Magazine & Press P.O. BOX 101582 FORT WORTH, TEXAS 76185-1582 2

Este número de invierno de Linden Lane Magazine se honra con la presencia de un gran escritor cubano: José Lorenzo Fuentes. A José Lorenzo me une una amistad de más de 50 años que, como él mismo ha recordado aquí, se generó también a través de un anciano inolvidable, de quien tanto él como yo recibimos sabiduría y bendiciones. José López del Río fue alguien muy especial y carismático para nosotros, y aquí tengo que incluir a Heberto Padilla, a quien también lo unió una gran amistad. Pero con los años, y “los vientos de enero” (para parodiar uno de los títulos de José Lorenzo) nuestras vidas fueron sacudidas de modo inesperado, aunque al final resultamos en un mismo sitio: el exilio. A José Lorenzo también me une la amistad y el recuerdo de la dulce Lida, su compañaera entrañable, que ya no está entre nosotros. Y ahora ha sido el momento oportuno de traerles aquí un resumen, aunque no sea lo suficiente para darles a conocer la obra de José Lorenzo Fuentes. Pero intenta ser un merecido homenaje al autor de Después de la gaviota. Su hija Gloria Lorenzo, pintora y escultora, ilustra mayormente este número, junto a tres pinturas de Lourdes Gómez Franca, fallecida en noviembre, y los cubanos Leopoldo Romañach y Leandro Sotoñ Colaboran los poetas Orlando Rossardi y Pablo Medina, ambos han publicado nuevos libros y les ofrecemos una muestra de sus más recientes obras. Del narrador y poeta Benigno S. Nieto incluimos un capítulo de La amante americana y otros amores contrariados, que acaba de ver la luz en Linden Lane Press. Tres noveletas que sorprenden por la intensidad de sus historias y del crudo lenguaje. Reinaldo García Ramos colabora con un breve texto de su nuevo libro La medida inexacta, donde devela los entresijos de la censura castrista durante los años que trabajó en el Instituto Cubano del Libro. Un testimonio de necesaria lectura. Siendo como es hijo del gran poeta cubano Emilio Ballagas, Manuel no sólo ha heredado su talento, sino su rigor, y este relato es sin duda muestra de la madurez que ha alcanzado su prosa. Juan Cueto-Roig, con un nuevo y fascinante libro de la saga de sus Verycuetos (éste es el tercero) nos deleita con su recopilación de anécdotas en torno a la idiosincracia cubana y sus entretelas. Daniel Fernández, un escritor que puede hablarnos con propiedad de plantas y jardines, lo mismo que de´ópera y´música clásica, tiene la virtud de seducir al lector con su dinamismo y sensibilidad, porque Daniel es luz y alegría. Jorge Ferrer, que ha ido forjando con el paso de los años su prestigio como ensayista y traductor, lleva un interesante blog (El tono de la voz) donde acaba de publicar este texto sobre Adiós mi Habana, que merece ser leído. Ana Veltfort ha recreado con imágenes una época de la revolución castrista, con el sabor de los “muñequitos”. Y Lilliam Moro nos habla brevemente de Una medida inexacta, en esta nota con la que recientemente hizo la presentación en Miami del libro de Reinaldo García Ramos. . Les deseo una feliz Navidad y que el año próximo reine el amor y la paz entre todos. Gracias y bendiciones, Belkis Cuza Malé Directora


José Lorenzo Fuentes VOLAR A la salida del pueblo está la casa donde vive el único herrero disponible en kilómetros a la redonda. Si usted se acerca al lugar con el ánimo de fisgonear puede darse cuenta que la parte delantera de la casa, que años atrás sirvió de portal, la ocupa, ahora, la fragua, y si aún le queda curiosidad para seguir mirando se percatará muy pronto que al final de un largo pasillo casi en penumbras, contigua al traspatio, hay una habitación con una mesa de luz y una cama que el herrero utiliza sólo para dormir, pues es de sobra conocido que Vulcano, así se llama este hombre, no tiene mujer. Por supuesto que Vulcano no siempre estuvo carcomido por esa carencia. Cierta tarde, en el camino que serpeaba frente a su casa, por donde pasaban apresurados peregrinos, se detuvo una mancha de colores inusuales que fluctuaban dentro de la imagen de una mujer. Haciendo visera con las manos, ya que los últimos rayos del sol caían oblicuamente sobre él, Vulcano se quedó mirándola durante largo rato, hasta que vencido por la conmiseración y acaso también por otras razones menos piadosas que le ardían a lo largo del cuerpo, decidió invitarla a pasar. Según supo después la mujer se llamaba Lilith y por su relato se enteró

que había sido repudiada por Adán en el otro confín del Paraíso. Como siempre ocurre, la balanza se inclinó a favor de la mujer y sin necesidad de ver con sus propios ojos lo acontecido, Vulcano consideró que sin duda Lilith había sido golpeada por Adán antes de abandonarla, y sintió lástima de aquella mujer llorosa y desprotegida que para aliviarse de tantas fatigas sólo solicitaba de él que la dejara ocupar un espacio en la cama a su lado. No había pasado siquiera una semana cuando a Vulcano y a Lilith ya les resultaba imposible evitar que los restos del calor exhalado por la fragua durante el día treparan hasta la cama en horas de la noche, impidiéndoles dormir a satisfacción, si el sueño era entonces en realidad lo más apetecido. Porque desde el mediodía en que la vio sacarse la ropa para ir al baño, Vulcano lo único que deseaba con todos sus ímpetus desordenados era hundirse en el cuerpo de Lilith mientras que Lilith guardaba en su delirio otro instante perturbador: aquella madrugada en la que vio a Vulcano haciendo sus ejercicios matinales, desnudo en el traspatio, con los brazos extendidos apuntando hacia los puntos cardinales que estaban respectivamente a su derecha y a su izquierda, y formando con las piernas muy abiertas, como el hombre de Vitruvio, un triángulo equilátero cuyos vértices Gloria Lorenzoo

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inferiores lo ocupaban las plantas de sus pies y el vértice superior el lugar exacto desde donde cuelga el péndulo genital que, aun sin alcanzar toda su posible desmesura, se convirtió desde entonces para Lilith en lacerante tentación. Desde hace seis meses ya Vulcano tiene mujer, la siente noche a noche entre sus brazos arrebujada de placer, considera haber comprobado que sus ruidos de gozo intenso a Lilith no le salen del cálculo sino del corazón, y además trabaja con más entusiasmo que nunca antes en la forja, porque ha derrotado una persistente soledad que venía enturbiándole poco a poco las antiguas ganas de vivir. Lilith, por su parte, cuando es invadida por Vulcano recuerda a menudo las frenéticas caricias que le prodigaba Adán, lo mismo a cielo abierto, bajo las estrellas, que de día a la sombra cómplice de un sicomoro, y no las rechaza como exige el respeto debido al herrero, y también la gratitud, sino que las añade a las que le deposita Vulcano en la piel, y así son dos los hombres al servicio de aquel antojo que le da vueltas en la cabeza con la idea imperiosa de decírselo cualquiera de esas noches a Vulcano, mientras entrelazan los cuerpos, para averiguar si el secreto compartido puede proporcionarle a él tanto placer como a ella. Todas las horas del día las gastaba Vulcano trabajando en la fragua, acosado por lengüetadas de fuego, con un mandil de cuero que le llegaba a las rodillas para protegerse de las llamas y del chisporroteo que emanaba del hierro al rojo vivo cuando él le propinaba golpes de martillo. En cambio, las noches eran para Lilith. Después de llegar hasta la cama, envuelto en la penumbra de la habitación, Vulcano la buscaba a tientas, la encontraba, entraba en ella, salía, cuando la tenía encerrada en un abrazo, dentro de sí, cuando se estacionaba encima de ella, nunca se sintió rondado por la idea de calcular

el número de veces que debían hacer el amor desde el comienzo de la noche que anunciaban los grillos frotando sus alas bajo la luna hasta el instante en que, de pronto, sin previo aviso, irrumpía en las persianas la luz dorada del amanecer. Con una sola cópula hubiera bastado para demostrar la calidad de nuestro amor, decía Vulcano, creyendo que la halagaba. Pero diez veces es mejor que dos o tres, refutaba Lilith, la noche alcanza para todo, Vulcano, alcanza hasta para acordarnos de las personas con las cuales en algún momento pasado hicimos el amor. Fue entonces cuando, alternando la confesión con algunas caricias en el cuello y en el pecho del hombre tumbado a su lado, Lilith consiguió acceder a sus ansias más vehementes, tantas veces reprimidas, y al fin, se lo dijo preguntando: ¿Sabes que Adán era insaciable? Sin esperar respuesta, sin asomarse al efecto que sus palabras podían haber causado, refirió Lilith, alborozada, que mientras ella culebreaba bocabajo en un jergón de hierba húmeda y paja recogida en los alrededores, Adán se posesionaba de su espalda, y así, en reversa, como un garañón adherido a las ancas de una yegua, la poseía sin fatiga durante horas, cállate Lilith, no vuelvas a decírmelo. Después de habérselo confesado se arrepintió, ya era demasiado tarde, el daño estaba hecho. Vulcano abandonó la cama sin decir otra palabra, entretanto ella, sin acudir a la ropa porque era incapaz de un solo movimiento, lo presintió bufando de rabia entre los helechos y los limoneros del traspatio, yendo de un lado a otro con las manos anudadas a la espalda, y siguió inmóvil pensando que era una idea descabellada saltar del lecho para salir en su busca, para caerle atrás y suplicarle, porque después de lo dicho no tenía ningún sentido arrodillarse a sus pies y pedirle perdón. Antes de Gloria Lorenzoo

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exponerse a la humillación de ser repudiada por segunda vez, al cabo de muchas conjeturas, Lilith se puso de pie, se vistió como pudo en la oscuridad, llegó hasta la cocina, rebuscó en la alacena y depositó un pedazo de queso en el morral donde también llevaba la única otra muda de ropa para echar sobre el cuerpo durante su próxima y obligada caminata. Pensó que el queso iba a servirle para aliviar el hambre en algún cruce de caminos donde, aleccionada por la fatiga, decidiera detenerse a descansar. Se escurrió por la puerta que no miraba al traspatio, donde todavía daban vueltas de noria las rabietas de Vulcano, sino por la que permanecía entreabierta noche y día, previendo que algún peregrino descarriado experimentara la necesidad de pedirle al dueño de la casa algún favor. Nadie creyó en esa cándida versión de su partida. Lilith no es una mujer como cualquiera otra, es el mismo diablo, dijo santiguándose uno de los convecinos, es una bruja capaz de volar con el auxilio de una escoba, una bruja como las que el Santo Oficio lanzó a las llamas en otro momento de la historia, decían los lugareños que aseguraban haberla visto volar de madrugada por encima de los techos de sus casas, y después la vieron volar a campo traviesa, proyectando la vertiginosa sombra de su vuelo en las tierras sin roturar, en las guardarrayas y los cañaverales, en las aguas como espejos de las lagunas insomnes, sombras fugares que nadie pudo atrapar para confirmarlo pese a los esfuerzos que hacían, aquí la tengo en la palma de mi mano, yo la atrapé, es la sombra que Lilith proyectaba durante su vuelo, pero aunque la sombra ya no la tengo aquí, en el hueco de mi mano, porque en un descuido la perdí, seguían diciendo que sin la menor duda, sí señor, la vieron volar más allá de la cordillera, siempre rumbo al mar, rumbo a la playa El Ancón, rumbo al valle de Viñales, cada vez más lejos, a horcajadas en la escoba, lo juro, palabra de hombre, todos lo creían menos Vulcano, no es una bruja, es sólo una pobre mujer alucinada, pues Vulcano sabía por experiencia propia que a

ninguna persona por muchos artilugios que hiciera le salen alas como a las palomas y a los gavilanes, es imposible, no se hable más de eso. Claro que lo sabía por experiencia, porque de muchacho le entraron ganas de volar y no pudo. Ahora, a tantos años de distancia, lo recuerda y sonríe mientras arrecian los golpes de martillo y la fragua le incendia el cuerpo de rojo. Tenía entonces alrededor de catorce o quince años, ya le apuntaba el bigote, ya tenía desordenados ímpetus de hombre, deseaba trasponer los linderos de la finca, dar algunas vueltas por el pueblo cercano, ver las farolas del alumbrado público de las que tanto le hablaban, son unas bolas transparentes, le decían, que de noche se encienden como ojos de cocuyos pero así de grandes, quería ver muchachas, enamorarlas, ni más ni menos lo mismo que les ocurría a los de su propia edad, pero Hildebrando, su padre, que con razón tenía fama de autoritario, no se lo permitía, los tontos no deben salir a la calle decía, y argumentaba la negativa refiriendo que a Vulcano cuando le preguntaban su nombre respondía me llamo Vulcano pero cuando le preguntaban cualquier otra cosa también respondía me llamo Vulcano, dando la impresión de haberse grabado a fuego esas únicas tres palabras en la memoria, de modo que creyéndolo un chiflado que andaba por las nubes a trompicones, Hildebrando decidió establecerle límites geográficos a los movimientos del hijo, podía recorrer todo el traspatio, trepar a las matas de mango y avanzar por la galería de platanales acopiando caracoles y poniéndole trampas a las codornices, también lanzarle piedras y sonidos guturales a las auras tiñosas que enlutaban las alambradas y los aleros de la casa. Por supuesto, en sentido contrario, igualmente podía atravesar el portal y el jardín delantero, tupido de gladiolos y azucenas, pero sin dar un paso más en dirección a la verja que daba acceso al mundo de los adultos y de los peregrinos que seguían pasando con sus bártulos en la cabeza hacia ningún lugar. Fue entonces cuando Vulcano pensó que podía iniciar la fuga, volando. Nunca olvidaría doña

Amparo, la madre, la tarde en que Vulcano traspuso mediante un salto la verja asegurada con cadena y candado. Alcanzó a verlo desde el portal mientras Vulcano ganaba altura y se mantenía en suprema ingravidez con su camisa blanca inflada por el viento. Siguió mirándolo, alegre de saberlo libre, cuando al fin posó sus pies en un suelo de gravas y empezó a trotar cuesta arriba, y trató nuevamente de verlo cuando las lágrimas que le anegaban los ojos impidieron mirarlo un rato más. Sácate esas ideas de la cabeza, mujer, Vulcano no voló, mascullaba el padre, se escurrió aprovechando un agujero en el cercado. Sin mujer, para Vulcano la vida carecía de incentivos. No sólo le faltaban ilusiones, también las noches se le poblaron de pesadillas que no estaban hechas de recuerdos sino de sensaciones y paisajes que eran fuente de anticipación, que tal vez él había vivido sin más explicación en un lejano futuro apenas recordado. En una de esas pesadillas incomprensibles él no era Vulcano sino Adán y para más confusión Lilith se llamaba Floriana. En la cocina estaba Floriana, desnuda, fregando los platos del almuerzo, con el vientre salpicado de espumas de jabón, mientras Adán, que ahora era saxofonista en un cabaret de Nueva York, acercaba sus labios al cañuto del instrumento para complacerla. Tal como venía ocurriendo desde meses atrás, Floriana, de espaldas a él, dueña de un código ancestral que Adán sin grandes esfuerzos descifraba, sacudía las nalgas para indicarle la canción que deseaba escuchar. Guiado por el deseo de verla feliz soplé en el saxofón, decía Adán, seguro de haber acertado pero sin dejar de mirarla, buscando otra vez en el activo movimiento de sus caderas una señal de aprobación. Las pesadillas a veces se desordenan y no saben qué rumbo tomar y a menudo aciertan, decía Floriana, pues en todos los reiterados sueños de su adolescencia la nieve caía hasta formar montañas de detergente, y ahora, por lo visto, no vivía en el trópico, fatigada por el sudor, abanicándose furiosamente con una penca de palmera, sino en Manhattan, entre proxenetas y turistas y ancianos

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fosforescentes que le codiciaban las nalgas de canela en una estación del suburbano. Eso demostraba, decía complacida por el lento fluir de sus palabras, que no había padecido pesadillas sino tenido sueños premonitorios, unos sueños como enormes globos color rosa que se despanzurraban con violencia luminosa cuando en horas de la madrugada iban a dar contra la punta de un alfiler. Pero de regreso a la vigilia, con las pesadillas amontonadas en un rincón polvoriento de la memoria, boca arriba en la cama, Vulcano seguía considerándose el más infeliz de todos los hombres que habitaban el Edén. Al menos así había estado sucediendo sólo hasta el momento en que apareció en el camino frente a su casa, como Lilith años atrás, aquel potro silueteado por las luces anaranjadas del atardecer. Vulcano lo aceptó sin un solo reparo, cortaba hierba y rastreaba tiernos bejucos de río para alimentarlo, le peinaba las crines, lo enjaezaba no para cabalgarlo sino para embellecerlo, se daba cuenta que vencía el desánimo a medida que lo oía relinchar, cada vez era más feliz dejándolo correr cuanto le viniera en ganas, hasta que aconsejado por la extenuación el potro regresaba con espumarajos en los belfos y sudor en los ijares. Pero el mar no estaba lejos, tampoco las rocas que establecían frontera entre las tierras labrantías y el mar, el cielo allá era más azul y más diáfano, parecía acabado de pintar, estaba cruzado de gaviotas, chillaban los pájaros mientras Pegaso, pues ése era el nombre del caballo, como hipnotizado por una repentina sed de aventuras, acercaba sus patas a las rocas y empezaba a trajinar sus bríos sobre ellas, qué dolor debió haber sentido cuando tan pronto le dio por regresar, venía con los cascos manando sangre, qué te pasó le preguntaba Vulcano, las rocas de seguro te han hecho daño. Dios no alcanzó a completar su labor cuando te imaginó en el quinto día de la creación reflexionaba Vulcano, pero de algún modo hay que resolverlo, y enseguida conjeturó que aquel revestimiento córneo insuficiente, del que aún fluía sangre, era necesario recubrirlo con un material duro, resistente, que no pudiera ser penetrado por el dolor, como el hierro por ejemplo pensó Vulcano, porque para algo era herrero, para idear que no sería tarea difícil sujetar con tenazas un trozo de hierro al rojo vivo y golpear hasta que adquiriera la forma de los cascos de Pegaso que él fácilmente recordaba, sin necesidad de ponerse de nuevo a mirarlos. Protegido por su mandil de cuero, sin darse tregua, en pocas horas forjó las herraduras. Ya lo ves, Pegaso, ahora no tendré que atarte con soga a un horcón del portal para evitar que salgas de nuevo a correr sobre las rocas y comiences a sangrar. Lo que nunca calculó Vulcano fue que Dios sabe lo que hace, no comete errores, no deja ninguna labor a medio camino de su satisfacción. Pegaso era un caballo que no necesitaba herraduras. Hasta entonces Vulcano no había advertido que su caballo tenía unas esplendidas alas que mantenía ocultas, adheridas a los costillares. Lo supo el día en que las desplegó delante de sus ojos asombrados y tomó rumbo al mar, volando, mientras las gaviotas chillaban a su alrededor como indicándole la ruta a seguir. Era un caballo diferente, que había nacido para volar, decían los lugareños. Y sin otras consideraciones se daban a comparar: como

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también Lilith, si aún estaba viva, era una mujer diferente a las demás. Oyéndolos, pero no para aceptarles la opinión sino para contradecirlos, a Vulcano lo asaltó la idea de comprar otro caballo. Clausuró la fragua, sepultó las tenazas y el martillo en las honduras del traspatio, convencido de que todos los caballos eran iguales, a todos les nacen alas cuando lo desean y sobre todo cuando más lo necesitan, todos pueden volar, así que no iba a tener que forjar herraduras para su nuevo Pegaso, que buena plata le costó, después de mucho regatear, casi el doble de lo que años atrás hubiera tenido que pagar por el antiguo Pegaso, llegado hasta su casa sin mediación de dinero, por suerte regalo de Dios. A la salida del pueblo vive un hombre que, en una remota oportunidad, fue el único herrero disponible en kilómetros a la redonda. Si usted se acerca a su casa con ánimo de fisgonear, advertirá que al final de un largo pasillo casi en penumbras hay una habitación con una mesa de luz y una cama que el antiguo herrero utiliza sólo para dormir, pues es de sobra conocido que Vulcano, así se llama este hombre, sigue sin tener mujer. Pero tampoco parece necesitarla. Hace tiempo que dedica todos sus empeños a olvidar los pormenores del cuerpo de Lilith y, en años, tampoco ha tenido el pálpito aritmético de que ella pudiera regresar, de modo que todas sus expectativas más que en los cascos están depositadas en las alas del animal. Si usted no ha agotado su curiosidad puede seguir mirando la parte delantera de la casa que, ahora, en el mismo lugar que antes ocupaba la fragua, el esfuerzo del dueño ha levantado un amplio portal con horcones de júcaro que sostienen un techo de láminas de zinc. A uno de esos horcones está atado el nuevo Pegaso, que a menudo corcovea y relincha para demostrar su inconformidad. Sentado en un taburete, con un sombrero de paja resguardándolo del sol, Vulcano no le quita de encima los ojos a su caballo. Lamenta tenerlo sometido día y noche a la férrea disciplina de la soga y el horcón para que no se les dañen los cascos si pretende iniciar una desatinada aventura hasta las rocas y el mar, pero contra la opinión de los lugareños, que se burlan de él, Vulcano aguarda por el instante mágico en que a su caballo le broten dos espléndidas alas bruñidas de metal, y una madrugada cualquiera, para pasmo de los descreídos, salga volando por encima de los tejados del vecindario. Como antes lo hizo el primer Pegaso. Y también Lilith.


CARPENTIER ENTRE NOSOTROS José Lorenzo Fuentes

Ampliamente considerado, junto con José Lezama Lima, no solo como una figura cimera de la novelística çubana sino como uno de los principales escritores de la lengua española, Alejo Carpentier, barroco como Lezama Lima y como él impresionante por la vastedad de su cultura, anda en su obra por caminos muy distintos a los transitados por el autor de Paradiso. Lezama nos ofrece con su producción literaria nada menos que el reino de la imagen, el ascenso a una realidad agazapada en la metáfora como los sueños y los mitos, es decir: la imagen como un absoluto, como la “última de las historias posibles” que dijera el propio Lezama. Y mientras el lector enfrentado a Lezama Lima se ve obligado a crearse todo un conocimiento intuido a fin de internarse con ojos de lince en el laberinto de la quimera y la imaginación, en cambio las novelas de Alejo Carpentier –devoto del reino de este mundo- nos entregan un paisaje abigarrado y sensual como la vegetación del trópico, coronado d volcanes, estremecido por las catástrofes naturales y las luchas políticas, donde las criaturas de su imaginación, desasidas del papel protagónico que convencionalmente esperamos de ellas, se integran en un amplio movimiento de masas, en turbulentos grupos de hombres y mujeres que, a sabiendas o ignorándolo, están en esos instantes haciendo la historia de nuestro continente. Para intentar una interpretación de la vastísima producción carpenteriana, debemos, en primer lugar, apoyarnos en el báculo de sus propias palabras. En su labor ensayística, tan caudalosa como su narrativa, está contenida la mejor explicación de su quehacer literario. Oigámoslo repetir hasta la saciedad que la función cabal de la novelística consiste en violar constantemente el principio ingenuo de ser relato destinado a causar “placer estético a los lectores” para hacerse un instrumento de indagación, de conocimiento de hombres y épocas. Oigámosle decir que la novela debe llegar “más allá de la narración”, del relato, abarcando aquello que Jean Paul Sastre llama “los contextos”. Repitamos con él –porque nos ha entregado una verdad irrefutable- que el método naturalista-nativista, tipicistavernacular, propio de la novela latinoamericana durante tantos años de tanteos previsibles, nos ha dado una novelística regional y pintoresca que muy pocas veces ha llegado a lo hondo, a lo trascendental, obviamente incapacitada para alcanzar la apetecible universalidad. Oigámosle, en suma, emprender con énfasis, “con entusiasmo de inventor”, su defensa del barroco como una necesidad expresiva del escritor que escoge como escenario el Mar Caribe o las selvas sudamericanas. En fin, oigámosle decir con su voz inconfundible, arrastrando las erres: “Nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrarlo todo –todo lo que nos define, envuelve y

circunda- para situarlo en lo universal. Termináronse los tiempos de las novelas con glosarios adicionales para explicar lo que son curiaras, polleras, arepas o cachazas. Termináronse los tiempos de novelas con llamadas al pie de página para explicarnos que el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o de agosto”. He aquí la clave fundamental: el barroco. Es necesario detenerse en este concepto para entender cabalmente a Carpentier y percatarnos de su eminente, renovadora y eficaz contribución a la literatura latinoamericana. Aunque el barroquismo ha sido siempre la más dominante expresión artística del alma americana, convencionalmente sus orígenes han ido a buscarse en Europa: en las fuentes de Bernini, en los palacios d Austria, en las iglesias de Nápoles: la apoteosis del enrevesamiento, de la superposición y de la simultaneidad. Desde el punto de vista literario surge en España, ya se sabe, a causa de la represión espiritual provocada por la Contrarreforma, que obliga a la literatura -como señala Francesco de Sanctis- a convertirse en ‘espectáculo vocalizado, absoluto ocio interno”, o lo que es lo mismo: a regodearse en un laboreo críptico como un modo de ocultar lo que se quiere decir, que es también el único modo de sortear los peligros que entrañaban el paternalismo oficial y la intolerancia religiosa. Pero el barroco en Carpentier nada tiene que ver -salvo en Dedicatoria de Carpentier a José Lorenzo Fuentes

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indispensables procedimientos estilísticos- con el barroco español del siglo XVII, y surge, como todo el barroco americano, no por necesidad de ocultar sino, al contrario, por la necesidad de nombrar cosas que nunca han visto los lectores de otras latitudes, como el ejemplo de la ceiba que nos propone Carpentier. Esa dificultad del novelista latinoamericano, obligado a hablar de un mundo prácticamente desconocido, lo resuelve nuestro autor –según sus propias palabras- “mediante una polarización certera de varios adjetivos, o, para eludir el adjetivo en sí, por la adjetivación de ciertos sustantivos que actúan, en este caso, por proceso metafórico”. De modo que si se anda con suerte –como ha agregado el propio Carpentier– se logra el propósito y “el objeto vive, se contempla, se deja sopesar. Pero la prosa que le da vida y consistencia, peso y medida, es una prosa barroca, forzosamente barroca, como toda prosa que ciñe el detalle, lo menudea, lo colorea, lo destaca, para darle relieve y definirlo”. Todo el hechizo de la obra carpenteriana, todas las herramientas de que dispone, están puestas al servicio de ese propósito. Su producción literaria, desde Ecue-YambaO hasta Concierto barroco está encaminada a develar nuestro auténtico ser, a indagar en nuestras raíces, en nuestras fuerzas autóctonas, que son las mismas de nuestra exhuberante naturaleza, las mismas fuerzas bramadoras o silenciosas que encierran el Cotopaxi o el Irazú; a desentrañar, en fin, los misterios de un continente que –según sus propias palabras- no ha agotado su caudal de mitologías y cuya historia toda es una crónica de lo realmaravilloso. Muy tempranamente, durante su estancia en París en los años 30, del brazo de Robert Desnos y André Breton, inmerso todavía en la experiencia surrealista, Carpentier intuyó que en América estaba aposentado el horizonte esencial de su futuro quehacer literario. “Sentí ardientemente –declararía después- el deseo de expresar el mundo americano. Aún no sabía cómo. Me alentaba lo difícil de la tarea por el desconocimiento de las esencias americanas. Me dediqué durante largos años a leer todo lo que podía sobre América, desde las cartas de Cristóbal Colón, pasando por el Inca Garcilazo, hasta los autores del siglo dieciocho. Por espacio de casi ocho años creo que no

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hice otra cosa que leer textos americanos. América se me presentaba como una enorme nebulosa, que yo trataba de entender porque tenía la oscura intuición de que mi obra se iba a desarrollar aquí, que iba a ser profundamente americana. Creo que al cabo de los años me hice una idea de lo que era este continente”. ¿Y qué era América para Alejo Carpentier? En primer lugar el único territorio donde el tiempo y las épocas se confunden y un hombre del siglo veinte coexiste con otro del Cuaternario, o con otro que vive en poblados que se asemejan a los de la Edad Media. Y, en segundo lugar, el único continente de lo posible, donde todo puede suceder, y que su mundo físico puede ser alterado de pronto por huracanes, ciclones, maremotos e inundaciones, por frecuentes estremecimientos telúricos que transforman apocalípticamente su fisonomía en cuestión de segundos, después de sembrar el pánico y la muerte. Pero también su mundo moral ha estado presidido por el signo de la inestabilidad a causa de las catástrofes políticas provocadas por las satrapías, cuyas consecuencias a veces han sido más graves que las que pueden provocar los huracanes, y cuya periodicidad ha sobrepasado con mucho a la de los ciclones. Carpentier lo anotó: “Hay países nuestros cuya historia Lourdes Gómez Franca


totaliza más de ciento cincuenta asonadas militares en el transcurso de un siglo”. Esta visión de América es la que le entrega sus grandes temas: el sincretismo religioso en Ecue-Yamba0, su primera novela, donde la magia africana trasplantada a Cuba seduce a Carpentier apenas escucha un toque de tambores en Regla o en Guanabacoa; en la sublevación de los negros esclavos en Haití, con Ti Noel, Mackandal y Henry Cristophe como personajes centrales, en El reino de este mundo; la influencia de la Revolución Francesa en tierras de América, que él refleja en El siglo de las luces; el relato de un hombre de nuestra época que inicia un viaje regresivo a través del Tiempo en Los pasos perdidos; el hallazgo de una ópera de Vivaldi, en una obra que tiene como personaje a Montezuma, inspira su Concierto barroco; las luchas políticas, desde la guerra civil española hasta casi nuestros días, motivan La consagración de la primavera; y el dictador latinoamericano, con algo de Tirano ilustrado y mucho de rastacuero, que es el tema de El recurso del método, su novela más influida por la picaresca española porque –como se adelantó a reconocerlo el propio Carpentier- sin duda su Primer Magistrado es el mismo personaje de El Lazarillo de Tormes o de El Buscón, solo que al ser trasladado a un continente inmenso, con montañas inmensas, con selvas inabarcables, el pícaro cobra entre nosotros nuevas apetencias y en lugar de ser un simple personaje de sainete -aunque lo sigue siendo- se transforma sucesivamente en político marrullero, en general después de un cuartelazo y finalmente en dictador, ese ser barroco por excelencia, siempre anacrónico, siempre dominado, como buen bufón, por la pasión de lo estrafalario, a quien le gusta andar adornado como un chivo de feria, verbigracia: Henry Christophe, el sátrapa haitiano, tocado con un bicornio napoleónico, enfundado en una casaca con puños de encajes, que entronizó en su país una monarquía calcada de las europeas, con cocheros de librea y lacayos de pelucas blancas.

La obra de un escritor –no es novedoso afirmarlo- se mide, sobre todo, por su capacidad para resistir el paso de los años. Esa prueba ya la henos realizado con la obra de Alejo Carpentier. En l982 se celebró en La Habana un ciclo de conferencias para conmemorar el vigésimo aniversario de la publicación de El siglo de las luces. Pero la sorpresa no fue descubrir lo que ya habíamos descubierto: que la extraordinaria novela seguía viva y fresca después de dos décadas de haber sido devorada por el apasionado entusiasmo de sus primeros lectores. Los especialistas de numerosos países que participaron en el evento se reunieron en una casa de la calle Empedrado, entre Cuba y Aguiar, en La Habana Vieja, destinada para albergar el Centro de Promoción Cultural que lleva el nombre del eximio escritor. Y esa casa señorial, de portones y enrejados, con balcones, belvederes y galerías de persianas, era nada menos que la misma casa que sirvió de escenario a los primeros capítulos de la novela, cuando tres de los personajes de mayor peso, Esteban, Sofía y Carlos, que llevaban hasta ese momento una vida rutinaria, desatendidos del mundo, son convocados a la aventura y a la acción una mañana en que suena la aldaba de la puerta principal y hace su aparición un personaje que enseguida demostró “su dominante afán de imponer pareceres y convicciones”: Víctor Hugues . .. ¿Estar allí para conmemorar el vigésimo aniversario de El siglo de las luces, en la misma casa de columnas señeras y de jardín con arlequines enmascarados, donde comienza a desarrollarse la obra, no era como entrar en el reino de lo real-maravilloso, terreno donde Carpentier se movió siempre con tanta soltura? Antes de referirme a la obra de Carpentier que más ha atraído mi atención cada vez que traro de entrar en el análisis de los recursos y procedimientos utili-

zados por él en su faena literaria, caigo en la cuenta de que tan apasionante resulta el proceso de creación de El siglo de las luces, como el desarrollo de las múltiples peripecias de la propia novela. En l955, a consecuencia de un accidente de aviación, Carpentier se vio detenido durante varios días en la Isla de la Guadalupe. Su inveterada curiosidad de novelista, su condición de hombre hambriento de paisajes y costumbres, lo llevó a recorrer la isla en toda su extensión –“de arriba a abajo” ha dicho él–, de costa a costa, desde las arenas de una playa sembrada de caracoles y maderos náufragos hasta otra playa en el extremo opuesto, donde su mirada pudo haber sido atraída por un súbito aleteo de gaviotas. Durante aquellos días de mucho husmear, inquirir, observar, de volver a preguntar lo ya preguntado, descubrió Carpentier que la Guadalupe había sido el camino de penetración de las ideas de la Revolución Francesa en América Latina y que, desde mucho antes de que los historiadores latinoamericanos hablaran de una influencia de la Revolución en el continente, en aquel pedacito de tierra antillana habían existido imprentas y centros de propaganda destinados –como ha señalado Carpentier– a “enviar literatura revolucionara a la Tierra Firme”. Durante su breve recorrido por la isla, Alejo Carpentier descubrió también al extraordinario Victor Huges, llamado a convertirse muy pronto en el personaje central de su próxima novela: un hombre sin años –así lo describiría más tarde–, de cutis muy curtido por el sol, de ojos muy oscuros y labios plebeyos y sensuales. De quien se sabía perfectamente que era hijo de un panadero marsellés, que como piloto de naves comerciales anduvo por todas las Antillas, que durante un tiempo se estableció como comerciante en Haití, y por supuesto que, como discípulo de Robespierre, llegó a ser uno de los personajes más singulares de la Revolución cuando el Directorio lo designó Comisario de una escuadra despachada con prontitud hacia las Antillas francesas a fin de impedir la ocupación de la Isla de la Guadalupe por los ingleses, que ya se habían apoderado de las islas de Tobago, Santa Lucía y la Martinica. Demasiado vivo estaba en la Guadalupe el recuerdo de Víctor Hugues para que Carpentier, al salir de la isla hacia

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París, no llevara consigo la preocupación lógica de que el personaje hubiese sido tratado a fondo por otro autor. Tras múltiples pesquisas meticulosas cayó en la cuenta de que su temor era infundado, pues salvo Pierre Vitoux –que le había dedicado un estudio hasta entonces inédito– muy poco historiadores se habían ocupado de Víctor Hughes siquiera accidentalmente, debido sin duda a que la acción del intrépido personaje se desarrolló a millares de kilómetros de París, en instantes en que los acontecimientos de Europa impedían desviar la mirada –como ha advertido el propio Carpentier– hacia el remoto ámbito del Caribe. Ahora, a varias décadas de su hazaña literaria, nos imaginamos a Carpentier, ya obsedido por la trama de la novela, empezando a escribir El siglo de las luces, después de proveerse de nuevos y abundantes elementos, de saber que Víctor Hughes había residido algún tiempo en La Habana en 1792, de enterarse que tras la caída de Robespierre el fanático jacobino se había convertido en un hombre amargado, sin fe, de saber que fue amigo de Fouché, en cuya compañía se le vio a menudo en París, de hurgar – Gloria Lorenzoo

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hasta clarificarla– en la oscura trayectoria final de su personaje, de quien se decía lo mismo que había muerto en Burdeos o en Guyanas. Sentado a la mesa donde debía ir llenando las páginas en blanco, Carpentier, como era su costumbre, trazó el plan general de la obra, capítulo por capítulo: toda una señalización para facilitar la marcha, que comprendía planos de las casas, dibujos de los lugares donde se desarrollaría la acción, fotografías de los personajes… Y con la morosidad voluptuosa conque va describiendo la magia de la naturaleza americana, con esa prosa de largos períodos, tan musical que parece escrita para ser leída en alta voz, continuó urdiendo detalles, aderezando la acción, entremezclando los personajes siempre a partir de datos incontrovertibles, de pacientes reconstrucciones en las que se ponía a prueba su insaciable apego a la realidad. Aunque a finales de 1958 ya tenía prácticamente terminada la novela, no fue hasta junio de 1962 que vio la luz la edición francesa, y en septiembre del propio año, en México, salió la primera edición española de su obra, casi simultáneamente con las versiones inglesa, italiana,


holandesa, sueca, checa, alemana, portuguesa y polaca. En 1963, un jurado de nueve críticos franceses, representantes de los más importantes periódicos, eligió a El siglo de las luces como uno de los diez mejores libros del año…Y ahora, varias décadas después de aparecida la novela, Víctor Hughes, Esteban y Sofía, como ocurre con los personajes de todos los libros excepcionales, están más vivos que nunca. Nos acompañan con sus tristezas y alegrías, erguidos hasta la eternidad dentro de ese ropaje de palabras con el que el novelista los vistió: un lenguaje rico en imagen y color, barroco,: “ante todo barroco” –como recalcaba Carpentier–, el único que consideraba válido para expresar el mundo maravilloso de América. En la dedicatoria que me hiciera de un ejemplar de la primera edición cubana de El siglo de las luces –que conservo con amor– Alejo Carpentier escribió: ”Para José Lorenzo Fuentes, este intento de música del Caribe, en las huellas de un personaje que me resultó más real de lo que yo creía”. Si ahora traigo a colación esas palabras es solo para subrayar que aquel novelista que no comenzaba su labor

antes de tener resuelto en la mente o en apuntes el menor detalle de la trama, al extremo de dar a sus personajes fecha onomástica y estado civil, en ese libro extraordinario descubrió con asombro que había sido asaltado en plena faena por lo que García Márquez ha llamado los misterios del oficio más solitario del mundo. Relata Carpentier que cierto día, en París, recibió una llamada telefónica de un señor llamado De San Quintín, que decía ser tataranieto de Víctor Hughes. Carpentier le dio cita para el día siguiente. Durante el encuentro, De San Quintín le expresó su profundo agradecimiento por haber hecho en la novela un retrato “tan fiel” de su antepasado. Aquel señor le mostró, además, varios documentos familiares reveladores de que una serie de hechos de El siglo de las luces –que Carpentier creyó haber imaginado- eran inequívocamente reales, entre ellos que Víctor Hughes había sido agente de la masonería en La Habana –circunstancia que no constaba en ningún libro de historia- y que la mujer que más lo amó fue una bella cubana llamada Sofía, personaje que hasta ese momento el eminente novelista consideraba de su absoluta invención.

Belkis, Heberto, y Linden Lane Magazine José Lorenzo Fuentes ¿Qué ejercicio de la memoria me veo obligado a practicar ahora, quiero decir: debo recorrer en reversa el tiempo necesario para instalarme de nuevo en el momento exacto en el que vio la luz por primera vez Linden Lane Magazine, o debo retroceder aún más en el tiemopo hasta situarme en ese otro instante especial, teñido por la magia habanera, durante el que conocí a Belkis Cuza Malé y a Heberto Padilla? Por esa época, a Heberto yo lo veía con mucha frecuencia en el portal de la casa de Pablo Armando Fernández, convocados por las tazas de café que nos ofrecía Maruja, su mujer, mientras mis encuentros con Belkis tenían lugar en los salones de la Unión de Escritores, donde ella trabajaba Belkis Cuza Malé y José Lorenzo Fuentes, Miami, 2010 como redactora de La Gaceta de Cuba. Mi amistad con Belkis Cuza Malé no puede relatarse sin mencionar el interés común por el misticismo y la parasicología, que desde aquellos tiempos nos llevaba a intercambiar opiniones sobre los libros de Yogananda y Krishnamurti, o a evocar los textos de Milarepa, el poeta tibetano. Heberto, en cambio, evadía el tema interpolando en la plática la mención de algún poeta inglés, que él pensaba traducir. Sin embargo, un día Lida y yo llevamos a Belkis y a Heberto a conocer a José López del Río, un hombre de extraordinarios poderes mediumnímicos, quien murió a los cien años de edad, como un santo, sin sufrir un solo dolor. Fascinado con López del Río, años después, como un tributo al gran clarividente, Heberto escribió el poema “Mi amigo Joseíto”. ¿Y de Linden Lane Magazine puedo decir algo que los escritores cubanos, y de otras latitudes, no sepan? No hay un solo libro importante de la literatura cubana que no haya sido reseñado en sus páginas durante estos muchos años. No existe un solo escritor en ciernes, cuyo talento no haya encontrado refugio generoso en LLM. Debo decirlo sin más preámbulos: pocos escritores se han afanado tanto por destacar los méritos de sus demás compañeros, sin pensar en el suyo propio, como Belkis Cuza Malé. 111


José Lorenzo Fuentes: EL AUTOR Y SU OBRA

“Después de la gaviota, lo recuerdo bien a pesar de sus 33 años. Pienso que es uno de los mejores cuentos cubanos”. ANTONIO BENÍTEZ ROJO (Carta con fecha 2 de agosto de 2001) “José Lorenzo Fuentes es el más grande cuentista cubano vivo.” FÉLIX LUIS VIERA

Uno de los importantes narradores cubanos de todos los tiempos. ARMANDO AÑEL A José Lorenzo lo conozco desde el año 1966. Pero la verdad, nunca pensé que este magnífico escritor y periodista cubano, apacible y con una serenidad única, fuera un Aries. BELKIS CUZA MALÉ

“…un grande escritor de nuestro tiempo.” GABRIEL GARCIA MÁRQUEZ “José Lorenzo Fuentes es un novelista considerable…Obtuvo en Cuba un importante premio literario que yo no pude alcanzar.” GUILLERMO CABRERA INFANTE “JLF es, ahí está su obra para demostrarlo, un clásico vivo de las letras cubanas. Ha llegado a ese Olimpo de los nombres eternos inscritos en la historia de la literatura en Cuba.” AMIR VALLE “Ahora la novela se vuelve americana porque todo concurre a dos líneas cruzadas en un esclarecimiento universal. Y en esa línea está trabajada y lograda la novela Viento de Enero de José Lorenzo Fuentes.” JOSE LEZAMA LIMA “José Lorenzo Fuentes ocupa un lugar de excepción en la literatura cubana. Siento por su obra una gran admiración.” HEBERTO PADILLA “José Lorenzo Fuentes, uno de los pocos —quizás el único— de los íconos de la literatura cubana, proveniente de un pasado casi olvidado por muchos, casi desaparecido de nuestra isla, y que en un futuro mejor para Cuba tendremos que rescatar y colocar en el lugar que se merece.” DAÍNA CHAVIANO 12

“Después de la gaviota es un texto caprichoso que poco antes del final remata abruptamente al lector. Ya sin color resulta una pieza irreprochable, buena para iniciar al neófito en los secretos de la cuentística del absurdo… Jorge Edwards ha dicho que este libro se impone por su fantasía auténtica y manejo del lenguaje. Cabría añadir que por algunas cosas más (y no menos importantes). REVISTA ENCUENTRO DE LA CULTURA CUBANA, MADRID A José Lorenzo Fuentes (sin él saberlo, ni pretenderlo) debo parte de aquel impulso inicial por la escritura cuando empezaba a conocer la técnica, la parte artesanal de esta profesión (en la que todo está dicho y todo está por aprender); Alfredo Galiano me dio un librito pequeño y me dijo: si quieres saber de puntos de vista, lee esto. Lo cierto es que aprendí mucho más: supe a qué aspirar. Después de la gaviota, veinte años de salir a la luz (creo que fue en 1968) seguía siendo un magisterio de escritura y riqueza creativa; casi cuarenta años después continúa siéndolo. JORGE FÉLIX RODRÍGUEZ Yo no sé si en los años ochenta en algún otro lugar se vivía más bonito que en La Habana. En esos años conocí a Lorenzo. En seguida Osvaldo y yo lo invitamos a nuestra casa. Fueron muchas las dichas que nos dio Lorenzo con sus visitas, con su gran lucidez intelectual, su paz, sus libros. Y desde entonces se convirtió en mi Maestro ELENA TAMARGO José Lorenzo Fuentes no es solo un prolífico escritor de ficciones sino un estudioso de las ciencias orientales. En Meditación, su obra cumbre, condensa décadas de estudio y práctica, y traduce milenios de técnicas de sanación. ALEX RAMÍREZ


José Lorenzo Fuentes, una de las principales figuras de la llamada generación cubana de los 50, nació en Santa Clara, Cuba. Se graduó en la Escuela de Periodismo de Las Villas, donde más tarde se desempeñó como profesor de Histotoria del Arte. Estudió una Maestría en Hipnología Multidimensional y Biolística

Curativa. Posteriormente recibió un curso de Medicina Tibetana y Autocuración Tántrica, certificado por el Lama Gangchen Rimpoche, de Sri Lanka. Su libro Meditación fue publicado en español y en inglés en Estados Unidos, y posteriormente en Rusia, República Checa, Portugal, Grecia e India. Como periodista colaboró con varios medios de comunicación, entre los que destacan los periódicos El Nuevo Día, de Puerto Rico y El Mundo, Bohemia y Carteles, de Cuba. Fue, asimismo, subdirector de la revista Cuba. Es autor de varios libros con premios nacionales e internacionales. En Cuba obtuvo el Premio Internacional ‘’Hernández Catá”, y el Premio Nacional de Novela, y en México el Premio Literario “Plural” en el género cuento. Ha publicado: El lindero, cuento (1953); Maguaraya arriba, cuento (1963); El sol, ese

enemigo, novela (1963); El vendedor de días, cuento (1967); Después de la gaviota, cuento (1968); Viento de enero, Premio Nacional de Novela (1967); Mesa de tres patas, cuento (1980); La piedra de María Ramos, novela (1986); Brígida pudo soñar, novela (1987); Los ojos del papel, novela (1990); El hombre verde y otros relatos, novela y cuento (2005), Meditación (2001), Hierba nocturna, cuento (2007), Cinco grandes, entrevistas (2009) y Las vidas de Arelys, novela (2011).y Mis mejores cuentos, editorial Verbum, 20l6, Cleopatra virtual (2017).

José Lorenzo Fuentes y su hija Gloriaa

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O rlando Rossardi Para Mauricio cumplido su calendario Yo no soy yo soy este que va a mi lado sin yo verlo; que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido. El que calla, sereno, cuando hablo, el que perdona, dulce, cuando odio, el que pasea por donde no estoy, el que quedará en pie cuando yo muera Juan Ramón Jiménez. Y que hago aquí de esta manera de estar puesto en este asunto que ahora me ha caído entre las manos. Qué hago de este lado sin saber qué es lo que veo al frente y miro de este modo en que flotan los asuntos más livianos, los hechos fortuitos, los silencios y las rutas que no cesan delante de mis ojos como chorros de luz que riegan otros ojos, los que miran el desfile de las cosas que ya fueron y vuelven a fundirse en la mirada: el espacio que se acerca, la fragancia del recuerdo que se esparce por la idea, los sentidos que juegan a no ser (jamás lo que ya han sido; el parto del no ser vuelto hacia lo (eterno con su adiós de bienvenida. La ruta al frente. Los caminos recorridos, los enanos, los pendientes y aquellos que (empinan por llegar a su destino, por cumplir el siempre que queda por delante en sus meridianos más presentes. Yo, ¿qué hago?. Qué pienso si no pienso, que digo si digo, qué barrunto por la senda si no barrunto nada. Cómo ando este camino sin las piernas que me tocan, cómo toco sin poder tocar tu cara, sin poder abrir la boca. Yo, qué digo sin decir palabra. Ella, la palabra echada un (día, la acabada y suelta al mundo que ha quedado entre las (otras, por sueños ya soñados y libros ya leídos sacados del vacío o de la nada. Esa, la palabra exacta y terminada, dicha toda ella de un buen golpe, la que siente y aun respira por ese yo que fui y que ha quedado en pie por algún lado. Coral Gables, 19 de mayo, 2015 (Leído ante el féretro de Mauricio Fernández)

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Gloria Lorenzo

Ése A Orlando Jiménez Leal, viejo amigo. “La poesía, connubio del Enigma y de la Nada” Gastón Baquero Ése que aún no sabe quién será mañana, se pasea con su sombra entre las cosas, se levanta e intenta decir esto o aquello a ver si se le escucha y le acata el tiempo. Ese hombre que se alegra en los recuerdos cuando no es ya otra cosa que un retrato, ese que llora en las esquinas porque no sabe si andará muy solo por el cielo o por la nada; o si alguien hablará de ese poema, del verso aquel que urdió su idea a ras de una palabra y escaló hasta verse metido por los libros. Ése que quizás seré será como aquel otro que echa por la borda el alma en la memoria. Ese que no soy pero quien seré mañana, irá regado con su nombre entre las letras, con sus puntos, sus acentos y sus comas, por la estrofa acariciante de una página vacía.


La radio Con RM en la memoria

Hombre viejo Es que me voy haciendo cada vez más lento. Corcoveo en las esquinas, cabalgo más que andar y me sostengo del aire que se escapa por los dedos y tumbo y me retumbo, y muevo sin quererlo pierna con pierna, manos con su cuerpo a rastras como barco a la deriva entre las olas, como idea que no llega a punto cierto o voz sin su destino. Es que miro sin mirar apenas lo lejos de lo cerca, cruzo sin cuidado los caminos que no existen y me siento a recordar lo que ya nadie recuerda. Es que devoro las caras que no me dicen nada y escapan de mi vista las sonrisas que me miran y los ojos que saludan con su risa mi alegría.

Es que voy de vuelta por la ruta de escapada o a pie, parado, sin mover un dedo, a tiempo, serio, cuando todo —sin saberlo— ya ha pasado.

Se escucha por las voces la voz tuya. Como si saliera de aquel templo de columnas enfiladas, todo alerta, mi voz, mi aliento en tu voz suelta, en el grave desaliento de un perfil perdido, en el ya no definir tu voz de la voz mía: todas a una vez volviendo al canto.

La casa Quedó atrás rendida en el recuerdo, cerrada a cal y canto, alta por los ojos, compuesta y siempre nueva para el baile, eterna quinceañera, florida en la mirada puesta a abrir ventanas y abrir puertas, servida, con la mesa también puesta, la radio sonando en la distancia, soñando entre la cama y los balcones, y por dentro —como afuera— un piano y un librero que no paran de cantar.

Orlando Rossardi

TRAS LOS ROSTROS Presentado en la Feria Internacional del Libro de Miami, en noviembre de 2017

Cuaderno conmovedor basado en el proyecto del escritor y pintor Juan Abreu que llevó a cabo pinturas de cientos de fusilados bajo el régimen castrista en Cuba. Orlando Rossardi otorga voz, palabras para esos rostros que bien pudieron haberse dicho un día.

Editorial Aduana Vieja https://aduanavieja.com 15


Orlando Rossardi (Orlando Rodríguez Sardiñas) nació en Regla (1938), frente a La Habana y lleva su

El zaguán Por el zaguán pasan los pasos, pasa el viento que se anida en las ventanas, pasa el tosco y oficiante ser tú mismo y pasan —como pasa todo—, las arcas fulminantes del recuerdo, ese niño que ya fui y el que soy ahora, la vez en que cruzaste ante mis ojos, las tercas y pendientes ilusiones, la risa de esa sombra llevada de la mano que ríe por la historia que es hoy día, y se me esconde entre las cosas por no ser lo que pudiera ser mañana.

nombre poético desde que su padre se lo sugirió. Estudia, como muchos, en la universidad y sale de Cuba impulsado por el grave acontecimiento de 1959. En España, donde va a pasar, a saltos, mucho tiempo de su vida, estudia y publica su primer libro El diámetro y lo estero, bajo el ala de Concha Lagos, en la editorial Ágora, en 1964. Allí, entre amistades como la de Gastón Baquero, que le prologa su tercer libro Los espacios llenos (Verbum, 1991), Pío Serrano, que además del poemario citado saca su quinto libro Los pies en la tierra (Verbum, 2006), Felipe Lázaro de la editorial Betania que publica su Memoria de mí (1996), y los poetas amigos españoles Francisco Brines, Félix Grande y Manuel Mantero que le acompaña en recitales por Andalucía, pasa mucho de sus mejores períodos de su vida, contando aquí también con el nacimiento del tercero de sus cuatro hijos que nace en Madrid. Por otro lado, el resto de su obra poética, hasta completar una docena de libros de poesía, ve la luz en Valencia, bajo el cuidado de Fabio Murrieta, en la editorial Aduana Vieja. Tres libros, en particular, reúnen sus obras poéticas completas: Casi la voz (2009), Totalidad (2012) y Palabra afuera (2015). Su trabajo lleva por título Tras los rostros (Aduana Vieja, 2017) También ha publicado ensayo, cuentos y teatro. Ha sido profesor universitario en los Estados Unidos y en España. Es miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y Correspondiente de la Academia Panameña y de la Real Academia Española.

Orlando Rossardi

Palabra afuera Poemas seleccionados por su autor, entre muchos otros, por ocupar un espacio favorito del poeta y por haber sido escogidos también por algunos críticos y lectores de la obra de Rossardi para divulgación en revistas y publicaciones varias. Editorial Aduana Vieja https://aduanavieja.com 166


Pablo Medina A NANCY EN LA CALLE 14 Antes del polvo estás tú, antes de la noche ardiente de los insectos y la media mentira de la bella durmiente, antes de lo eterno y lo minúsculo, antes de la nave de los locos y la ciudad de las columnas y los jardines de la reina, en el lecho de las liebres y el torso del cocuyo y la persistencia de las claraboyas, en los márgenes de la playa abandonada, sirena tricolor, tímpano silente, jarrón tornasolado, terrón de cielo, antes y después de las cosas, con tus ojos que dicen que sí, que no, monolítica, eficaz, sagaz, estás.

DEFENSA DE LA MELANCOLÍA Al menos una vez por semana deambulo por la ciudad de los ladrillos hacia el norte donde se amontonan los rubíes, al este, donde se esconden los maleantes en espera de las palomas y los gatos, hacia las viviendas de los carniceros y sus navajas afiladas por los insomnios, por el río de velas negras y el mar hecho trizas por los dientes de perro. Ella me espera en una cama estrecha al final del camino, contemplando la lluvia que encharca las calles agrietadas y la débil luz del atardecer Gloria Lorenzo

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LA LLUVIA EN BOSTON Todo el día cae lluvia, lluvia que trae ocio, ocio que abre el camino de un pueblo a otro, de una nostalgia querida a otra que desconozco. Todo el día se oyen truenos, el cielo se desespera, la soledad atraca. Los charcos se hacen lagos, los lagos mar. Pasa la señora con paraguas, pasan los perros con sus amos, pasa el hambre, la sed, el miedo. Yo ardo, alumbro por dentro los pasos perdidos al bosque eterno.

PAISAJE Lluvia, río sin gente, un viaje por un bosque donde crujen los árboles desnudos. La luz pasa por la niebla y se difunde. Todo es centro, todo es margen de una marea cuyo nombre es tierra.

Pablo Medina. Nacido en La Habana (1948), educado en Nueva York y Washington, DC. Es nieto del famoso musicólogo y locutor radial del mismo nombre, quien le inculcó su amor a la literatura. Ha publicado varios poemarios, novelas y traducciones al inglés. Los poemas que aquí aparecen son de su libro Soledades (Betania, 2017). Actualmente reside en Boston, Massachusetts.

Ilustran este número Gloria Lorenzo nació en Cuba, y se graduó Gloria Lorenzo

en la Academia de Arte de San Alejandro, de La Habana. Su obra ha sido exhibida en museos y galerías y participado en exhibiciones internacionales, como el Museo de Arte en Notre Dame, y en la FIAL (Feria Internacional de Arte Latnoamericano), entre otras. Gloria es hija de José Lorenzo Fuentes. Reside en Miami.

Lourdes Gómez Franca, artista cubana, nacida en 1933, y fallcida recientemente en Miami, donde vivía desde los años 60. Publicó varios libros de poemas, entre ellos El niño de guano, con dibujos de Pablo Cano. Ilustran también este número, Leandro Soto, cubano, residente en Arizona y Leopoldo Romañach (1862.1951), renombrado pintor cubano. 18


Benigno S. Nieto La amante americana Elizabeth se había desvanecido en la inmensidad de aquel país y, aunque él supiese su dirección en New England, no habría podido ir tan lejos. Al cabo, en New York lo usual era que la gente llegaba y se iba. Tres meses después, a fines de noviembre, ella reapareció tan inesperadamente, tal cual hizo en los últimos días de agosto. Con otra llamada al teléfono colgado en la pared del pasillo. Por supuesto, una llamada transferida desde la carpeta. Él no podía creerlo. –¿Eres tú realmente, no serás un fantasma? –Sí, soy el fantasma de Elizabeth Burton. –¿Y qué quiere el fantasma de Elizabeth? –Hablar contigo– le contestó ella. –¿Vas a venir a Altora?– le preguntó, esperanzado. –No, yo te espero aquí– dijo tajante. Y ella le dio una dirección en la Quinta Ave., unas cuadras más al norte de la 59 St., en esa zona de edificios elegantes cuyas fachadas miran hacia el Central Park. Al oír

la voz de Elizabeth, y al evocar su último encuentro, se emocionó. Pensó que él sí estaba enamorado de Liz. ¿Por qué no admitirlo? Fue un sábado, a finales del otoño, y él se vistió con cuello y corbata, luego el sombrero y el spring coat nuevo que se había comprado recientemente, porque el fiel y gastado abrigo de lana argentino del Salvation Army lo había guardado para los días gélidos del invierno neoyorquino, cuando los vientos árticos soplaban sobre la ciudad, las orejas y la nariz se congelaban y él no se las tocaba para no hacerse daño. Se miró en el espejo y se ladeó el sombrero a lo Bogart, y recordó la ocasión en el restaurante chino, que Liz le dijo: –Marc, con ese sombrero te pareces a Humphrey Bogart, pero muy jovencito. –Gracias– sonrió entonces, y como un homenaje a Casablanca, añadió: –Si el destino nos separa, siempre tendremos a New York. ¿Lo recordaría Elizabeth? Antes de salir ordenó su habitación. Sobre los libros Gloria Lorenzo

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en el escritorio puso Dr. Zhivago, la novela de Pasternak, y “Breakfast at Tiffany’s”, la de Capote, recién editados en aquel otoño. Compró una botella de vino tinto, y alineó las cuartillas escritas al lado de la vieja Underwood, todo ordenado por si ella venía. Elizabeth había dicho a las 5.30 p.m., y esa hora a fines de noviembre era ya de noche. Aquellos edificios frente al Central Park tenían las ventanas iluminadas y rezumaban un aire elegante. Eso no lo intimidó. Ya había tenido una amiga en una de esas residencias del East Side sólo para mujeres, promovidas y tuteladas por la YWCA (pero esa es otra historia). Subió los cinco escalones, entró directamente a la carpeta y preguntó por Elizabeth Burton. La dama de la carpeta no pudo identificar su acento extranjero y lo miró con severidad. Luego de aprobar su aspecto, hizo una llamada por teléfono. Luego se volvió y cortésmente lo invitó a que tomara asiento, por favor, “la señorita Elizabeth Burton bajará en cinco minutos”. “¿Señorita?”, repitió, y sonrió escéptico, recordando las palabras de Tony: “El día que encuentres una virgen en New York, llévala a la Estatua de la Libertad, y verás cómo ésta baja el brazo con la antorcha y le quema el culo por bobalicona”. Se sentó en los mullidos sillones de cuero del hall, en aquella atmósfera de dignidad y de orden anglosajón, con esa luz discreta de las lámparas de pie y de pared, filtrada por las pantallas, una luz lateral que dignificaba la escena y embellecía los rostros, no como esa otra luz brutal de las lámparas de techos que afean y dramatizan los rasgos. Mientras esperaba, admiraba la discreta elegancia de aquella residencia con la sana envidia de quienes han vivido en la pobreza. Se entretuvo mirando a las mujeres, en su mayoría jóvenes, que salían del ascensor bien vestidas y maquilladas. Una lo miró un instante con curiosidad y pasó de largo contoneando su cuerpo sobre sus tacones. “¿Qué hacía Elizabeth en un sitio tan elegante?”, se preguntó, recordando sus jeans gastados, su chaqueta vieja y sus cabellos rojizos despeinados. Sin embargo, la muchacha que salió del ascensor y lo buscó con la mirada, nada tenía que ver con la Liz que él conocía. Por poco no la reconoce. Con un traje sastre, tacones bajitos y los cabellos rubios rojizos peinados con una raya perfecta al medio, tenía el aspecto horrendo de una provinciana vestida para el culto dominical. En efecto, parecía el fantasma de Elizabeth. En sus labios finos, esta noche apretados con amarga determinación, no había ni rastro de su sonrisita sarcástica, sino una severa frialdad. Una metamorfosis triste en sólo tres meses. Cuando Elizabeth le dio la mano, él se la retuvo eróticamente por unos segundos, pero ella se soltó con brusquedad. Se sorprendió: “¿para qué me llamó, si aún está resentida conmigo?”. Trató de ablandar esa coraza, hablándole con dulzura. –Estás linda. Ese vestido te queda bien– mintió. ¿Vives ahora aquí, Liz? –No. Vine este fin de semana a resolver mis asuntos

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pendientes– dijo, con sus ojos azules miopes ocultos detrás de la gafas. –Y pensé que debía hablar contigo, Marc, que tal vez tú querías “saber”. –¿Nos sentamos aquí, o salimos?– le preguntó. Con un gesto, ella señaló hacia la puerta de salida, y la siguió desconcertado. “¿Saber qué?”, pensó. Salieron juntos esa noche de otoño a la Quinta Ave, y cruzaron la calle, caminando sin rumbo por la acera a lo largo del Central Park, ella encerrada en sus pensamientos y él haciendo planes. –¡Te invito a cenar a la Bilbaína!–, le propuso en un arranque de inspiración. –¿Te acuerdas el invierno pasado, allá en la 14 Street, cuánto te gustaron los carteles de toros, el vino tinto, el entremés, la cena toda? Fue un noche inolvidable, Liz. Ella, al fin, torció sus finos labios. Lo recordaba. La noche que hicieron el amor por primera vez la había invitado a cenar en aquel restaurante de la 14 Street, con el decorado y la típica cocina española, un salón clásico muy acogedor, al que se subía por una escalera cuyas paredes estaban tapizadas por carteles de corridas de toros. Jamás volvió a invitarla, a pesar de que ella se lo pidió en tres ocasiones. Detrás de sus gafas, los pálidos ojos azules lo miraron al fin sarcásticos. –¿Por qué esta noche, Marc, si nunca me volviste a invitar, por más que te lo pedí? –Para celebrar que me llamaste, que estamos juntos otra vez–, le sonrió seductor. Ella se negó con un gesto melancólico. –Prefiero caminar. Avanzaron por la acera paralela al Central Park en dirección a la 59 Street, unas cuadras más abajo. De los frondosos árboles caían melancólicas las últimas hojas del otoño. Ella caminaba ensimismada, en una actitud hostil y distante. Sin amedrentarse por su actitud, él siguió maquinando cómo llevarla a su habitación en Altora Realty. Desvió la conversación hacia un territorio común y querido, la literatura. Entonces le habló de la novela de Boris Pasternak, un escándalo político y literario del año. –Dr. Zhivago, la novela de Pasternak, es excelente, estoy seguro que te gustará. En realidad la compré en inglés pensando en ti– se detuvo como inspirado, y la agarró del brazo. –¿Por qué no vienes conmigo? Quiero regalarte esa obra maestra. Además, tengo la novelita de Capote, un melodrama sutil. ¿Eh? ¡Vamos, sí! Ella lo miró de frente. Él no pudo ver el azul de sus ojos porque en la oscuridad sus espejuelos reflejaron como un espejo los destellos de los faros de los autos. Ella torció los labios con desdén. –No, gracias, Marc– dijo con firmeza, y se soltó de su mano educadamente. Él insistió. Sin siquiera discutirlo, ella se dirigió a un banco y se sentó, envuelta en una cápsula de rechazo. Confuso, la siguió y se sentó al lado de esa americana que había sido doscientas veces suya y que esa noche parecía negada, incluso a que la tocara.


¿Cómo penetrar esa coraza de rencores? Después de una pausa melancólica, rodeados por el olor a las hojarascas del otoño, ella comenzó a hablar con las manos sobre el regazo de su abrigo y la mirada perdida en el pasado. Un largo monólogo didáctico, un sermón melancólico y sufriente, confuso pero firme. Por la forma en que se estrujaba las manos, Marcos tuvo la impresión de que Elizabeth hacía un enorme esfuerzo por controlar sus sentimientos. “Calculé mal el embarazo”, dijo. “Tenía más de tres meses cuando me hice el aborto”. Hizo una pausa: “De un varón. Un hijo tuyo y mío”. –Nunca más me hago un aborto– continuó, con la voz quebrada; no se lo decía a él, era un juramento que se hacía a sí misma. –… ¡Yo lo vi, con mis propios ojos! ¿Qué vio? ¿El feto? ¿Sería posible que quisiera verlo, y que se lo mostraran?, pensó él, horrorizado. No tuvo valor para mirarla. Ella suspiró estresada, después, poco a poco su voz recobró el aplomo discursivo. Ella había quedado bien físicamente, y trató de reanudar su vida. Quería olvidar. “Olvidarlo todo, olvidarte a ti”, dijo. Hizo otra pausa, y sus huesudas manos dejaron de torturarse, inmóviles y pálidas ahora sobre su abrigo. Entonces, le ofrecieron trabajo en un camping por todo el verano. Ella lo aceptó y se marchó de New York, prácticamente huyendo de la tentación de Marcos. “Pero pensaba en ti, y me moría de las ganas de verte. Cuando nos separamos, me dolió tanto que yo creí que iba a morir. Por eso volví a New York, y te llamé aquel domingo a fines de agosto”, se volteó para mirarlo a través de sus gafas. “Yo sé que no te importa, y a lo mejor no me crees, pero yo estaba profundamente enamorada de ti.” “Tenía ansiedad de verte y abrazarte”. Pero mientras más ansiaba estar con él, más se despreciaba a sí misma: “Hacerse un aborto es un crimen, más cuando la criatura es fruto del amor”. Soñaba con el bebé abortado todas las noches. Y en sus pesadillas escuchaba el llanto de un niño, y volvía a transitar, como si reviviera toda la escena, por el procedimiento atroz de aquel aborto. Ella aspiró hondo, como buscando alivio a su estresado corazón. –El placer no valía el dolor, ni la vergüenza. Por eso regresé y te he llamado. Necesitaba hablar contigo y que lo supieras… Ahora no sé por qué quería contártelo, si, después de todo,

a ti nunca te importó. –A mí sí me importó, Liz –protestó él. Estuvo a punto de recordarle que ella fue quien decidió hacerse el aborto, pero le pareció una infamia, y se calló. Ella continuó como si no lo hubiese oído. Ahora tenía trabajo estable en otro camping (ella no aclaró dónde, aunque él supuso que en alguna escuela de equitación, en uno de esos pueblos aburridos y severos de New England). En aquel pueblo ella tenía nuevas amistades. “Personas muy diferentes”, dijo, “a las que había tratado en New York”. No mencionó nombres, pero ésa, o esas personas (¿un pastor de iglesia, unos amigos o unas amigas?), la habían estado aconsejando, y ella había visto con claridad que debía cambiar radicalmente su estilo de vida. Se detuvo un minuto, evocando sus fornicaciones y su aborto. Y, como si no soportara ese recuerdo doloroso, lo rechazó lejos de sí, con un gesto de su brazo, como asqueada de su pasado. –¡No quiero más de eso…! ¡Nunca más! Marcos no se esperaba esto. No suponía tanto dolor. Gloria Lorenzo

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Detrás de esa voz arrepentida, él adivinó consejeros persuasivos. Algún hipócrita había tocado la fibra moral puritana en el corazón de Liz. Para ella debió ser una catarsis volver a su fe, a las estrictas creencias de sus antepasados protestantes, aquellos Pilgrim Fathers de quienes ella siempre se había enorgullecido. La imaginó con el himnario en las manos, unida al coro, cantando con sus roñosos corazones de puritanos henchidos de fervor. El momento era tan tenso que no él se atrevió a ridiculizar con un sarcasmo esa visión. Comprendió que el aborto la había destrozado, y no sabía cómo consolarla. Estaban sentados en aquel banco, en esa noche fría de otoño, con los abrigos puestos y él con su sombrero a lo Bogart, los dos mirando el pasar incesante de los autos con sus faros prendidos, sin verlos y sin mirarse a la cara. Entonces vio otra vez el brazo de Elizabeth haciendo aquel gesto violento de rechazo, apartando con rabia el cuerpo de Marcos, la memoria de sus amores, de sus fornicaciones, de sus charlas literarias, de todas las diversiones alocadas que terminaron en aquel aborto traumático. De todo eso. –¡No quiero eso…, nunca más! Él sentado al lado de ella en aquel banco bajo los árboles de los que caían las hojas del otoño, en la Quinta Avenida junto al Central Park; sentados juntos, pero separados por un dolor opresivo. De repente su mente se iluminó con una visión distinta. Comprendió con súbita lucidez que él la había dejado sola en el momento más difícil de su vida, sola frente a la decisión terrible de tener un hijo o de abortarlo. Se había comportado como un cobarde. Al fin, su percepción le permitió ver sus actos con una nueva claridad crítica. Se sintió devastado por el dolor ocasionado por su moral machista a esa americana que él amaba. Por su frivolidad insensible ante un hecho para ella trágico. Por su ínfula intelectual irresponsable de burlarse de “la alienación sentimental”, como si algo tan sutil y delicado como el amor se pudiese razonar. Un idiota arrogante. Y trató de consolarla: –No te tortures más, por favor. No fue culpa tuya, ni mía, sólo un error de nuestra juventud; en todo caso fue mi culpa–, le susurró con timidez, sin estar persuadido que le sirviera de consuelo. Ella, ensimismada en su tragedia, no lo escuchó. Tenía los labios apretados, la vista extraviada, como si no soportara mirarlo a él, el agente malvado de todo ese sufrimiento. Sabía que si la tocaba, ella lo rechazaría asqueada. Encerrados en ese silencio opresivo que al fin él rompió en voz alta. –I love you, Liz– le dijo. Más que una declaración de amor, fue una protesta honesta. Porque él sí la amaba, y lo que ocurrió entre ellos no fue sucio ni feo, sólo un hombre y una mujer unidos por la necesidad de amor que todos sentimos. Era la primera vez que le decía “I love you” a ella, o a alguna otra mujer en New York. Pero ese “I love you” Elizabeth no lo escuchó. Tenía sus oídos bloqueados por el dolor. El tiempo del perdón y el

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arrepentimiento había pasado. La americanita llena de ilusiones que soñaba con recorrer la India en bicicleta había muerto. Ahora ella vivía traumatizada por el hijo que pudo haber tenido y había matado. Sólo el tiempo, o tal vez la poesía, podría mitigar su dolor. Su noción del bien y del mal provenían de creencias religiosas fundidas en lo más hondo de su ser, con la convicción moral de que no somos inocentes de nuestros actos, y su alma de oveja descarriada, renegaba de su vida pecaminosa en New York. ¿Qué podía hacer o cambiar él? ¡Nada! El remordimiento nunca lo abandonó, lo mortificaría de tiempo en tiempo, cada vez que el recuerdo de Elizabeth lo visitaba en sus viajes por el mundo… Es mejor no recordar, a no poder olvidar el dolor ocasionado a una mujer amada.

Benigno S. Nieto, poeta, narrador y ensayista cubano, nacido en 1934, ganador del Premio de Poesía Linden Lane Magazine en 1985. Colaborador de “Lunes de Revolución”, que dirigía Guillermo Cabrera Infante, ha publicado recientemente Crónica contra el olvido, Mahoma, el desafío permante (también con edición en inglés) y La amante americana y otros amores contrariados (de la cual tomamos este capítulo). Vivió muchos años en Venezuela, antes de trasladarse a Miami, donde reside.

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Reinaldo García Ramos UN EDITOR BIEN VIGILADO Eran los primeros años de la década del 70; se habían esfumado los sueños del gobierno de que la Isla alcanzara una zafra de 10 millones de toneladas de azúcar y en todo el país se respiraba un ambiente de frustración y estancamiento. Las instancias de control ideológico y vigilancia cotidiana implantadas por el régimen se estaban fortaleciendo cada vez más y todo lo que tuviera que ver con la cultura era observado con lupa y desconfianza por los representantes del gobierno. En cambio, a mí y a muchos otros jóvenes de mi generación y de mi formación nos parecía indudable que el acceso del gran público a las ideas y la información en lecturas de máxima calidad, y el disfrute

y el enriquecimiento espiritual aportado por las obras maestras de la literatura, podría funcionar como un mágico catalizador y contribuir a estremecer a la población y llevarla a romper la postración cotidiana, que era política, económica y social pero también cultural. Pocos meses después de haber entrado a trabajar en la Editorial Arte y Literatura, mis ilusiones chocaron brutalmente con la realidad. Me di cuenta enseguida de que, a la hora de decidir qué se publicaba y qué no, qué libro se editaba primero y cuál después, no se tomaban en cuenta ni los juicios de la historia de la literatura, ni los de la crítica contemporánea, ni las prioridades de una mínima cultura básica, ni los posibles gustos de un público lector, sino que todo respondía a motivaciones impuestas por el panorama político del momento, tanto interno como externo. Lo primero que se me encargó en mi nuevo empleo fue leer una larga Leopoldo Romañach

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Leandro Soto serie de obras sobre las teorías del teatro político, desde Piscator hasta experiencias más recientes, y escribir resúmenes de su contenido. ¿Razón? Muy simple: poco tiempo antes, los dirigentes del Consejo Nacional de Cultura habían dejado sin trabajo a casi todas las figuras relevantes del teatro cubano, con el pretexto de que no respondían a los “parámetros” del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, celebrado en La Habana del 23 al 30 de abril de 1971, y la propaganda del poder tenía que ejecutar alguna maniobra interpretativa a nivel estético que le diera a aquella purga artística una apariencia de praxis razonada. Mis informes de lectura iban a jugar un papel en las elucubraciones de los funcionarios culturales del régimen, cuyo interés por el teatro era meramente oficial y nunca los llevaría a leerse ninguna obra de crítica o análisis sobre el tema. Yo había estado ansiando cumplir 27 años de edad para marcharme del país definitivamente y había tenido que renunciar a esos planes, pues el gobierno había cerrado bruscamente todas las salidas unos meses antes de la fecha en que yo alcancé esa edad; ahora, ante mis nuevas tareas, mi frustración se duplicó, pues me vi de repente escribiendo tediosas sinopsis sobre aquellos libros, para que encumbrados burócratas las leyeran e intentaran dar una articulación teórica a sus medidas represivas. No resultó fácil soportarlo, pero sin quererlo yo empezaba a ser una tuerca más en aquella maquinaria. Y esto es algo quizás difícil de comprender para muchos extranjeros, e incluso para los propios cubanos que han vivido largo tiempo en el exterior: hoy existen en Cuba miles y miles de personas que en su fuero interno no aceptan el régimen castrista y lo repudian, pero por pura falta de esperanzas se ven obligadas a vegetar en puestos de trabajo

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que les imponen el papel de colaboradores tácitos y resignados. Conozco a incontables personas que permanecen en Cuba en contra de su voluntad, y a muchas otras que han tenido la suerte de salir y que ocuparon incluso posiciones bastante altas en el aparato cultural. Quien era uno de mis jefes en la Editorial, por ejemplo, está ahora viviendo en Miami. Quien era Director de la Editorial de la Casa de las Américas está también ahora en Estados Unidos. Quien era nada menos que Asesor Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura, como todos sabemos, se “quedó” en el aeropuerto de Madrid en septiembre pasado y pidió asilo político en España. La monstruosidad de régimenes como el instaurado en Cuba radica en que las personas se ven obligadas a llevar una existencia cada vez más irreal, cada vez más alejada de los verdaderos intereses de cada cual, y por lo mismo cada vez más insoportable. A los pocos meses de estar trabajando en la Editorial, en una reunión de todos los empleados celebrada a mediados de 1972, la Dirección de la misma nos entregó, con marcado carácter solemne y protocolar, un documento mimeografiado de unas quince páginas. Con gran pompa, y como para asegurarse de que todos estuviéramos bien enterados de lo que allí se decía, le dieron lectura línea por línea. El título era, nada menos: “Normas de contenido para el control ideológico de los libros publicados por la Editorial Arte y Literatura”. Con un tono más que autoritario, se nos hacía saber que a partir de aquel momento cualquier empleado de nuestro centro de trabajo era considerado responsable de inspeccionar ideológicamente el contenido de las páginas que les fueran asignadas para revisar, como parte de cualquier manuscrito destinado a ser impreso con nuestro sello editorial. Hasta las mecanógrafas o los encargados del diseño de las cubiertas de los libros, si notaban algo pecaminoso en alguna cuartilla que leyeran por casualidad, recibían en aquel documento la orden de comunicarlo a sus superiores sin pérdida de tiempo. Esta apoteosis de paranoia colectiva sucedía, recordémoslo, en la atmósfera aterrorizada que entre todos los intelectuales cubanos habían creado el lamentable “caso Padilla” y las brutales palabras de Fidel Castro en su discurso de clausura del mencionado Congreso de Educación y Cultura: “…De algunos libros no se debe publicar ni un párrafo, ni una palabra, ni una letra.” El documento que nos habían entregado en la Editorial no era más dictamen del mandamás.

Reinaldo García Ramos nació en Cuba en 1940 y radica en Estados Unidos desde 1980. Hasta 2001 vivió en Nueva York, donde fue traductor de español en las Naciones Unidas. Integró el Consejo de Dirección de la revista Mariel en 1983 y 1985. Ha publicado, entre otros, los poemarios El buen peligro (Madrid, 1987), Caverna fiel (Madrid, 1993) y El ánimo animal (Coral Gables, 2008). Recibió en 2006 el Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza en Murcia, España. Su novela testimonial Cuerpos al borde de una isla; mi salida de Cuba por Mariel (2010) ha tenido tres reediciones. En Nuevo México salió recientemente Espacio circular, que contiene una extensa entrevista y un conjunto de poemas nuevos.


CARAVAGGIO: JUEGO DE MANOS por Matías Montes Huidobro

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Manuel Ballagas Consuelo de moribundo

La Habana, Convento de San Francisco de Asís, febrero de 1954 Fray Íñigo Ibaceta no esperaba visita tan temprano, y menos acabado de oficiar la misa de seis. Apenas se había llevado a los labios la taza de café con leche, su primer alimento del día, cuando vio al hombre calvo de gafas montadas al aire asomar a la puerta de su despacho. -¡Doctor Almegal! -dijo, saliendo a su encuentroDichosos los ojos. Basilio Almegal abrazó al fraile, dándole fuertes palmadas en la espalda, como si no le hubiese visto en años. No bien se separaron, Ibaceta reparó en el afligido semblante de su amigo. Había adelgazado; demasiado y muy pronto, pensó. No era la primera vez que Ibaceta veía a Almegal alicaído. Este acudía a él de cuando en cuando, a compartir algún agobio espiritual, propio de alguien de su sensibilidad e inteligencia; pero esta vez su expresión delataba un pesar más hondo. Sin saber claramente por qué, al fraile se le ocurrió que su amigo poeta venía a despedirse. ¿Pero adónde iba? Hacía un tiempo, el mismísimo Agustín de Foxá, marqués de Armendáriz y emisario del generalísimo Francisco Franco y Bahamonde, le había hecho la propuesta de impartir cursos de literatura iberoamericana en Salamanca. Almegal no había hablado más del asunto, sobre el cual abrigaba tantas dudas éticas. ¿Habría aceptado al fin la cátedra? El fraile iba a invitar al visitante a sentarse a conversar cuando se percató de que no estaban solos. Cerca, un par de ojillos se alzaban para mirarle con curiosidad desde el umbral de la oficina. La cara de Ibaceta se iluminó de pronto. -¡Toma! ¿A quién tenemos aquí? -dijo, acercándose a saludar al niño de unos cuatro o cinco años y revuelto pelo negro- ¿Miguelito? -Manolito -le corrigió Almegal. -Verdad, qué estirón ha dado -dijo Ibaceta, recordando la última vez que había visto al pequeño, en brazos de su madre, en uno de los tantos eventos literarios que se daban en el Lyceum. Se le ocurrió de pronto preguntar por ella, pero antes que pudiera decir palabra, Almegal le había interrumpido para dirigirse al niño. -Espérame allá -le dijo, indicándole con un gesto adonde debía irse- Ve y habla con el santo, anda. El fraile y Almegal contemplaron al pequeño darse una vuelta, atravesar despacio, con cómico andar, el pasillo de la clausura y desaparecer luego por la pesada puerta que daba al templo, donde a esa hora fray Serafín estaría celebrando misa. Al fraile le sorprendió que su amigo hubiera pedido a

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su hijo que se marchara. Nunca lo hacía. Normalmente, mientras ambos conversaban de cosas de Dios y la literatura, el chico permanecía distrayéndose tranquilamente en cualquier rincón del despacho -un espacio que en un tiempo fue almacén- repleto de libros y montones de viejos ejemplares de la revista que Ibaceta publicaba hacía años. Al niño le encantaba mirar las figuritas, aunque se echaba de ver que ya leía algo. Nunca molestaba. Pero aquella mañana Almegal se proponía darle a Ibaceta una mala noticia, en lugar de los poemas que le había prometido para el Semanario Católico un mes antes. Quería también que, de momento, la novedad quedara sólo entre el fraile y él. Nadie más. -Acomódese, doctor -dijo Ibaceta- ¿Le encargo un café? -No se moleste, ya desayuné -respondió Almegal. Fue a tomar asiento en su sillón favorito, uno viejo y medio desfondado que el fraile conservaba entre otras antiguallas, cuando su cuerpo y sus facciones se contrajeron dolorosamente. Fue un repentino escalofrío. Tuvo que apoyarse, temblando, en el espaldar del mueble. Ibaceta se apuró a sujetarle de un brazo. -¿Le ocurre algo? -preguntó, escudriñando el pálido rostro de su amigo. -Sí -contestó Almegal, antes de hundirse con trabajo en el sillón-. Me estoy muriendo. -Por Dios, doctor, no hable así -repuso Ibaceta. -¿Qué puedo decirle? -Eso nadie lo sabe -dijo el fraile. -Yo, sí -dijo Almegal. Metió una mano en un bolsillo de su blanquísima guayabera de mangas largas y sacó un papel que le entregó al fraile. Ibaceta fue a buscar los espejuelos que había dejado sobre su mesa de trabajo, cerca de donde se empezaba a enfriar la taza de café con leche. Pero antes que pudiera empezar a leer la hoja mecanografiada un remoto aullido de sirenas le paralizó. Almegal y el fraile cruzaron miradas. Desde por la noche habían estado escuchando el gañir de los autospatrulla. Paraba un rato, para luego hacerse más continuo. Corrían rumores de un asalto a un destacamento de la policía, de una cacería humana en varias partes de la ciudad, como represalia. Algunos empezaban a llamarle a eso “revolución”. El ulular se oyó entonces más fuerte, como si la persecución alcanzara la vecindad. Rebotó en las tapias de los edificios cercanos, se abrió paso por la plazoleta que bordeaba el convento y las calles aledañas, y enseguida quebró el silencio del templo, donde Manolito permanecía en la penumbra, arrodillado cerca del altar mayor. Pero el chico no atendía en ese instante preciso a los alaridos de las patrullas. Le embriagaban, eso sí, los vapores


de la cera y el incienso viejos, le fascinaba la faz severa de fray Serafín al alzar la hostia consagrada en medio del trinar de las campanillas que Centeno, el sacristán, hacía repicar. Ningún ruido, por fuerte que fuera, hubiese podido arrancar a Manolito del peculiar ensueño, que en su mente se confundía con el dulce abrazo de Dios. Sólo las imágenes del retablo que sobresalía justo al centro del altar mayor conseguían arrebatarle a veces de aquella especie de éxtasis. El cuadro que presentaban era tremebundo: Mientras Jesús, desde la cruz, tendía un brazo a San Francisco, el santo se daba a aplastar, sin mirarlo siquiera, un globo terráqueo que yacía a sus pies, en un gesto con que no sólo parecía rechazar las pompas y vanidades de este valle de lágrimas, sino pisotear, de paso, a sus infelices habitantes. La idea de que alguien fuera a apachurrar de tal forma a la humanidad entera provocaba en Manolito una instantánea sensación de pavor, semejante a la que experimentaba al contemplar el anuncio publicitario en que una lata enorme de pintura cernía su oscuro contenido sobre el planeta. “Cubren el mundo”, decía el lema que se veía por muchas partes. El chico hubiera salido huyendo de buena gana cuando veía estas cosas, pero nunca se le ocurría dónde refugiarse. No había, al parecer, forma de escapar al terror que le embargaba, ni sitio para eludir la implacable amenaza. Se había sentido igual la tarde que sus padres le llevaron al cine

Alameda, a ver “El día que paralizaron la Tierra”: indefenso y asustado. A Almegal aquellos miedos infantiles no dejaban de causarle gracia, y de vez en cuando, si avistaba en algún lugar el anuncio de las pinturas Glidden, le llamaba la atención a su hijito, que enseguida se tapaba los ojos, para sentirse a salvo de la hecatombe. Esa mañana, empero, Manolito había conseguido abstraerse, embelesado por el ritual eucarístico. El ruido de las sirenas había comenzado a disiparse para cuando fray Serafín pronunció el ite missa est. Bien la cacería se había desplazado a otra parte, bien los sabuesos de la policía habían dado con su presa cerca de allí. Los revoltosos se escondían en cualquier parte y en cualquier parte les daban muerte también. Pasaba cada vez más a menudo, a juzgar por las fotos de cadáveres ensangrentados que publicaba la revista Bohemia. Después de leer la escueta carta, con membrete de un conocido especialista, Ibaceta comprendió por qué Almegal había enviado poco antes a su hijo a rezar al templo. -¿Está seguro? -preguntó. -Desgraciadamente -contestó Almegal. -No sería la primera vez que una de estas lumbreras médicas se equivoca. -Ojalá, pero no. Cada día estoy peor. Mis arterias no dan más. He pedido licencia en el Instituto.

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-Qué pena -dijo Ibaceta. El pronóstico no podía ser más contundente: “Al paciente le queda un año y medio de vida, a lo sumo”. Y aunque la intención había sido sólo precaver a la esposa del enfermo, la misiva del médico había llegado por casualidad a manos de Almegal. Ibaceta, sin embargo, no creía en el azar, al que llamaba la providencia de los imbéciles. Dobló la carta cuidadosamente y se la devolvió a su amigo. -A Dios todos volvemos un día -sentenció. -Entonces sabe a lo que vine -dijo Almegal. Era el tema recurrente de sus pláticas; se infiltraba a menudo en otros asuntos, desde los más sublimes hasta los estrictamente banales. No era algo nuevo; pero el súbito presagio del fin le imprimía un giro de urgencia. Aun las almas de los poetas podían perderse. Ibaceta no se cansaba de recordárselo a su amigo: vivía en pecado mortal, debía ponerse a bien con Dios. Pero por más que quería, el fraile no hubiese podido absolver a Almegal de su culpa. Desde que había contraído matrimonio civil siete años antes con Tonita Velarde, una catedrática de inglés, su amigo se hallaba apartado de los sacramentos, en una unión que la Iglesia no podía reconocer, con un hijo de por medio. Y extra ecclesiam nulla salus, ya se sabe. Ibaceta trató de elegir bien sus palabras. -Sin propósito de enmienda no puede haber perdón dijo. -Voy a morir -repuso Almegal. -Mis manos siguen atadas, doctor -dijo el fraile. Almegal guardó silencio. Miró en derredor, como si buscara algo. Al cabo, no lo encontró y volvió a hablar, en tono grave, pero con la misma voz pausada con que a veces

caravaggio

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recitaba sus poemas. -Tonita y yo acordamos algo -dijo- Vine a hablarle de eso. Ibaceta ladeó la cabeza con curiosidad. -Es buena católica, no quiere que me pierda. -Alabado sea Dios -dijo el fraile. Era un asunto espinoso. La esposa de su amigo era mujer muy piadosa, más que otras que confesaban y comulgaban casi a diario; pero era divorciada de un matrimonio que la Iglesia había rechazado anular años antes. Ante Dios, seguía casada con un bodeguero del vecindario de Santos Súarez, de apellido Gómez, y sólo mantenía una relación adúltera con el poeta Basilio Almegal. -Vamos a poner distancia entre nosotros, la necesaria, hasta que llegue la hora -continuó Almegal- ¿Bastará eso? -Es buen principio, sí -dijo el fraile. -Menos mal. -Aun así ... Ibaceta se encogió de hombros. Sin duda las nuevas circunstancias merecían considerarse. El fraile, empero, tendría que pedir consejo, mover sus influencias y ponerse, sobre todo, en manos del Altísimo, si quería obtener la dispensa para dar la absolución a su amigo. No iba a resultar fácil convencer al guardián de la gracia, el cardenal Manuel Arteaga y Betancourt. Ni siquiera in articulo mortis. Mientras meditaba qué decir, Ibaceta trató de esquivar la mirada de Almegal. Qué difícil es consolar a un moribundo, pensó. No quería dar falsas esperanzas a su amigo, pero tampoco hacer más honda su aflicción. No hallaba palabras. -Ojalá todo dependiera de mí -dijo al fin.


Almegal cruzó las manos en su regazo. Volvió a mirar en torno, como si tratara de dar con algo específico entre los muebles, los libros y los montones de revistas viejas. Sus ojos se regodearon en las cajas de vino para la santa misa que se almacenaban al fondo de la oficina. Al poeta se le ocurrió rezar entonces; era lo que hacía a menudo calladamente, cuando le poseía la angustia. Pero el silencio lúgubre que envolvía a ambos hombres se hizo añicos de pronto con aquel grito estentóreo: -¡Padre! Ibaceta se volvió, sobresaltado, hacia la puerta de entrada. -¡Padre! El pequeño molote irrumpió enseguida en el despacho dando tropezones y voces, con el sacristán trotando a la cabeza. Más que preceder al grupo, el anciano enjuto y arrugado parecía empeñado en cerrarle el paso, inútilmente. -¿Pero qué diablos pasa? -preguntó el fraile. -¡Son unos animales! -chilló Centeno. Ibaceta encaró a los intrusos. Eran dos muchachos y una chica, los tres de veintitantos años. Uno rubianco se apoyaba, tambaleándose, en la muchacha y su compañero. Sangraba de una pierna; los goterones rojos se iban acumulando a sus pies. El oscuro mango de una pistola asomaba por la cintura del otro, un mulato de baja estatura y ojos rasgados. La chica pálida, de pelo negro desordenado, apenas podía sostener al herido y contener los sollozos. El fraile se acercó y sonrió al herido, como si le conociera. -Centeno, llama al doctor Tuñón -dijo. Y como éste no se moviera, añadió: Pronto. El sacristán salió corriendo. Almegal se había puesto de pie para entonces. -Va siendo hora de irme ... -dijo, mirando de reojo a los recién llegados. No quería saber de aquel barullo. La política se le antojaba punto menos que gansteril. Diez años antes, en un arranque de idealismo, se había afiliado al Partido Auténtico y votado por Ramón Grau Sanmartín; pero tras muchas decepciones su fe en los hombres se extinguió. Sólo en Dios creía ahora. Y en sus versos. Corrían rumores, eso sí, de que fray Ibaceta albergaba simpatías por los revoltosos, como en su juventud había simpatizado con los “rojos” en España; pero Almegal nunca imaginó que el fraile llegara al extremo de ampararles en aquel remanso. De pronto, sintió muchas ganas de marcharse, se asfixiaba. Tenía esa sed. El fraile se volvió hacia él con los brazos abiertos, en un gesto que transpiraba disculpa, pero también afecto. El delicado imprevisto, con sus inevitables secuelas, le obligaba a despedirse precipitadamente de Almegal, sin darle demasiadas explicaciones, y no sabía cómo hacerlo sin parecer indolente. -Hablaré con Su Eminencia -dijo por fin, estrechando su mano. Almegal abandonó el despacho, cabizbajo. No contempló el verdor hermoso del patio interior del convento

y sus enredaderas, como siempre hacía, de pasada. El aullido distante de los autos-patrulla había empezado a escucharse de nuevo y enseguida pensó en su hijo. Manolito era muy tranquilo; pero podía sucumbir al aburrimiento y hacer algo travieso. El poeta penetró en la oscuridad del templo. Sus ojos no divisaron de inmediato al chico, ni en los bancos y reclinatorios cercanos al altar mayor ni alrededor de los altares más pequeños dispuestos en las naves laterales. Alarmado, se le ocurrió que el niño podía haber salido por la puerta principal de la iglesia, atraído por el runrún callejero. Si algo le ocurría a Manolito, Tonita no se lo iba a perdonar. La distancia hasta la puerta se le antojó entonces enorme. Almegal lo pensó antes de echar a andar. Temía a los escalofríos. El médico le había explicado que eran como un estertor de sus quebradizas arterias. Mal síntoma. Por eso andaba ahora con aquel papelito encima. Se llevó una mano al bolsillo donde estaba, y se sintió más tranquilo. Poco más de cuarenta años era su edad. Pero cualquiera que hubiera observado a Almegal de lejos en ese momento habría imaginado que era más viejo, a juzgar por su encorvada silueta y la pereza con que se desplazaba. Parecía desorientado, como si se hallara en un sitio desconocido, y no en el convento que visitaba frecuentemente. A esa misma distancia, cualquiera que le siguiera con la mirada no habría podido entender por qué Almegal quedó paralizado después, camino de la puerta de entrada, como un muñeco al que se le acabara la cuerda. No le habría escuchado tampoco murmurar entre dientes: “Señor, ayúdame, no dejes que me lleve”. La sombra había rozado inopinadamente al poeta, envolviéndole en un remolino oscuro. Después siguió su camino, Dios sabe adónde. Hacía meses que aquella bruma rara le perseguía con la persistencia de un sabueso, pero

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todavía no se acostumbraba. Llegaba y se iba, sin aviso ni adiós. Sólo él parecía notar su presencia. A nadie más mareaba. “¿Quién eres?”, preguntó Almegal al vacío. Nadie contestó. Se humedeció entonces los labios, presa de aquella sed abrasadora, y tomó asiento, como pudo, en un banco que halló cerca. La cabeza empezó a darle vueltas, y como siempre que cerraba los ojos, vio iluminarse su memoria. Se encontró lejos, en Camagüey, abriéndose paso en botas altas y pantalón corto entre el gentío pueblerino de la calle República, deteniéndose sólo para ver pasar un ruidoso fotingo o pegar el hocico en una vidriera. Recordó aquel día: su padre le acompañaba al dentista. Tendió entonces una mano para llamar la atención del chicuelo que una vez fue. Se le ocurrió que podía tocar su frente y quizás hablarle; pero una voz familiar le arrebató de aquel ensueño: -Papá ... Almegal abrió los ojos y tropezó con los de Manolito. Le miraban fijamente. Eran muy oscuros, curiosos y resplandecientes. -¡Niño! ¿Dónde estabas, por Dios? El chico se volvió y apuntó al otro lado de la iglesia, al altar mayor y el retablo de San Francisco de Asís que tanto miedo le daba. -¿Hablaste con el santo? -preguntó su padre. Manolito asintió, callado. -¿Te dijo algo? El chico bajó la mirada y se rascó la cabeza. A veces le

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parecía que el santo hablaba con él, pero esta vez no le había dicho nada. Almegal sintió de pronto unas ganas enormes de abrazar a su hijo. Iba a hacerlo justo cuando, de lejos, vio entrar a la iglesia a un señor rechoncho y de enorme bigote, cargando un maletín de cuero negro. Le reconoció enseguida. El doctor Tuñón hizo una rápida genuflexión al cruzar el pasillo central. Se movía con prisa, mirando a un lado y otro, rumbo al portón de la clausura. Pasó cerca y Almegal miró hacia otra parte, para no saludarle. Volvió a sentir la boca seca. -Vamos, niño -dijo, tomando a Manolito de una mano. Tenía que encontrar una bodega, y pronto. Aquella sed le abrumaba. ¿Pediría ron o sólo un brandi? Camino de la salida, Almegal se detuvo un momento a recobrar el aliento y conjurar el mareo. Volvió a palpar el bolsillo donde guardaba aquel papelito con instrucciones precisas y un teléfono donde llamar. Estaba allí, a mano de quien buscara. Tonita le había pedido que lo llevara consigo cada vez que saliera. Por si acaso.

Manuel Ballagas nació en La Habana. Publicó su primer relato a los 15 años, en la revista Casa de Las Américas. Reside desde 1980 en Estados Unidos, donde ha ejercido el periodismo en medios como The Wall Street Journal, The Miami Herald y The Tampa Tribune. Es autor de dos novelas, un libro de relatos y un libro de memorias. Es hijo del poeta cubano Emilio Ballagas. “Consuelo de moribundo” es un fragmento de una novela en que trabaja.


LINDEN LANE PRESS

Publicando autores cubanos desde 1984

Linden Lane Press P.O Box 101582 FORT WORTH, TX 7 6185-1582


Juan Cueto-Roig Son cosas de mi país

Oye cubano no te asustes cuando veas / al alacrán tumbando caña, / son cosas de mi país, hermano. Conga carnavalesca Esta crónica es un compendio de narraciones hechas a lo largo de los años por nuestra empleada doméstica, una señora que vino de Cuba en 2009. Por discreción y respeto la llamaré «Y», letra tan común en los nombres de su generación, y la haré oriunda de Taguayabón.

«Y» Y SU ABUELO METEORÓLOGO Aunque en Cuba las cuatro estaciones climáticas no eran muy definidas, los guajiros, para un mejor rendimiento de sus cosechas, sí las tenían bien demarcadas. El abuelo de «Y», en su finquita de Taguayabón, contaba con un método infalible para identificar qué meses serían propicios para la siembra y en cuáles llovería con mayor intensidad. A comienzos del año, el abuelo dibujaba en un cartón doce cuadrados consecutivos y escribía en ellos el nombre de Lourdes Gómez Franca

los meses. Después, vertía sobre los nombres un puñado de sal. Al cabo de varios días inspeccionaba el cartón; los meses en los que la sal se hubiese licuado serían los más lluviosos del año. «Y» no usó la palabra infalible, pero sí aseguró que el salífero augurio nunca fallaba.

HURTO Y SACRIFICIO Y EL ABUELO DE«Y» En 1954 Cuba contaba con una vaca por persona, y era el tercer país de Iberoamérica (solo superado por Argentina y Uruguay) que más carne de res per cápita consumía (40 kg al año). Durante el régimen castrista la carne de res no aparece en la canasta alimentaria básica y ni siquiera es mencionada en la libreta de racionamiento. Su consumo está penado severamente por la ley. En otras palabras: el cubano bajo el castrismo no puede comer carne de res legalmente. Hurto y sacrificio. Lo que parece el título de una novela rusa es una cláusula del código penal cubano que se refiere a la matanza de cualquier animal vacuno o caballar. El castigo, democrático y proletario, es el mismo, sin atenuantes ni justificaciones que valgan, aunque el matarife sea el propio dueño del animal. Desconozco qué argumento legal se invocará para acusar al culpable de hurtar lo que le pertenece. Pero sí sé que matar una vaca conlleva la condena de mil quinientos pesos de multa y ocho años de privación de libertad. A los que poseen reses se les exige mantener un estricto censo y contabilidad del ganado, datos que se verifican mediante una inspección in situ, de periodicidad establecida. Inmediatamente después de cada parto vacuno, el dueño de la parida debe personarse en la oficina pecuaria correspondiente y reportar el sexo, el peso y otras características del recién nacido. Asimismo, las muertes deben notificarse para procurar la inmediata presencia de un veterinario, el cual determinará si el corpore insepulto expiró a consecuencia de muerte natural o traumática. Pero como a veces el infortunado animal es encontrado exangüe y maltrecho junto a una vía férrea, es muy difícil para las autoridades determinar si la muerte fue provocada o casual. Demás está decir que las proximidades ferroviarias suelen ser el lugar preferido y, por ende, el más frecuentado para el suicidio. Otro subterfugio para violar la ley es el disimulo u ocultación de la preñez de la vaca, que se efectúa con el mismo celo y precaución con que se encubría en el siglo pasado el mal paso de una mujer soltera. De ese modo, se podrá disponer de una cabeza de ganado clandestina y no contabilizada cuando ocurra el parto. Los abortos, por alguna razón desconocida, no son tan rigurosamente comprobados.

AQUÍ ES DONDE IRRUMPE EN ESCENA EL ABUELO DE «Y»

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Gracias a ese fallo en el sistema, el abuelo de «Y», después de notificar a las autoridades pertinentes un falso aborto, escondía el no malogrado ternerito y lo criaba en el monte, y meses más tarde sacrificaba al añojo para beneficio de familiares o, para en caso de ser delatado, sobornar, con unas libras de carne a inspectores, burócratas pecuarios y presidentas de comités de vigilancia.

OJOS DE PESCADO El papá de «Y» curaba los ojos de pescado con un rezao. Ella fue testigo de una de esas milagrosas sanaciones, cierto día en que una amiga y su hija la visitaron en Taguayabón. La niña tenía en la rodilla izquierda una flor de ojos de pescado. Ningún medicamento había podido erradicarlos y la flor seguía creciendo. El padre de «Y» le pidió permiso a la madre y llevó la niña a una habitación donde le hizo la cura. Veintiún días después, la rodilla izquierda estaba tan sana como la derecha. —Pero eso no es nada, continuó «Y», mi abuelo tenía el don de curar huesos. Hasta los ortopédicos le referían pacientes.. No cabe duda, la familia de «Y» es excepcional.

CULEBRILLA Si bien el padre y el abuelo de «Y» tenían facultades curativas, éstas se limitaban a sus respectivas especialidades. El padre curaba ojos de pescado; el abuelo, dolencias ortopédicas. Pero ambos fueron incapaces no ya de sanar, sino ni siquiera de mitigar las molestias y el dolor de la culebrilla que padeció «Y» a los pocos meses de dar a luz a su primer

hijo; padecimiento que le duró 42 días exactos. Durante los primeros 21, «Y» fue tratada por un médico de Taguayabón que le recetó vitaminas y ungüentos, sin que tales remedios le proporcionaran el menor alivio. Alguien le recomendó entonces una curandera en Quemado de Güines que era experta en quemaduras (nunca hubo mejor coincidencia de ubicación y oficio), en urticarias y en todo tipo de ulceraciones de la piel. El nuevo tratamiento consistió en un rezao y en la aplicación de rosas blancas y rojas en la parte del cuerpo donde se había manifestado la culebrilla; 21 días después y a 42 del comienzo de la dolencia, la culebrilla desapareció. De esa experiencia, «Y» sacó dos conclusiones que han sido su credo y convicción para toda la vida. De los primeros 21 días de tratamiento por un profesional de la medicina: una desconfianza absoluta en la ciencia médica. De los siguientes 21 días: una fe inquebrantable en yerbas y curanderos.

DESAPARECEN LOS BLÚMERES EN TAGUAYABÓN En 1994, durante varias semanas, hubo una misteriosa desaparición de blúmeres en Taguayabón, acontecimiento que aún relatan sus habitantes y que es ya parte del folclor (y del imaginario, dirán los que tanto abusan últimamente de la palabrita) de ese peculiar poblado en la hoy provincia de Villa Clara. Blúmer que quedaba tendido en los cordeles durante la noche, al amanecer había desaparecido como por arte de magia. Primero se pensó que el robo se perpetraba contra aquellas personas que tenían familiares en el extranjero y que ostentosamente exhibían esa prenda íntima en las tendederas de sus patios, para afrenta y envidia de los que no contaban

Quedan algunos ejemplares de estos libros de JUAN CUETO-ROIG Constantino E. Cavafis. Veintiún Poemas. Taducidos al español En época de lilas. Poemas de E. E. Cummings traducidos al español Ex-Cuetos. Cuentos Palabras en fila, en clase y en recreo. Poemas Veintiún cuentos concisos (Primer premio Florida Book Award, 2009) Verycuetos I. Crónicas

Pueden ser ordenados al teléfono (305) 279-2911. El precio de cada libro (incluido el franqueo) es $20.00 33


con divisas o parientes exiliados que se los proveyeran. Pero pronto se comprobó que el ladrón no discriminaba a sus víctimas y lo mismo robaba el blúmer raído de una pobre mujer sin FE (familiares en el extranjero), que blúmeres de marca enviados desde Miami. Ante esa onerosa situación, las autoridades locales convocaron una reunión de todas las organizaciones revolucionarias, y en asamblea general ordenaron a los comités de defensa de la revolución incrementar las guardias nocturnas con el propósito de identificar y castigar al ladrón. Al fin, una noche de luna, se descubrió al culpable: un hombre de mediana edad, en cuya casa, allanada por la fuerza pública, se descubrió una enorme cantidad de blúmeres debajo del colchón de su cama. Como el individuo vivía solo, era soltero y no se le conocía novia ni amante, y como tampoco había puesto a la venta lo robado, se le condenó a tres años de privación de libertad, por hurto, fetichismo y aberración sexual. Volvieron entonces a tremolar orondos y sin temor los blúmeres en las tendederas de Taguayabón.

EPÍLOGO EL NIETECITO DE «Y» Ayer el nietecito de «Y», recién llegado de Cuba, vino a pasarse unas horas con su abuela y con nosotros. El niño es extremadamente inteligente y simpático. Tiene cuatro años y ya lo matricularon en una escuelita particular. Para demostrar sus progresos, nos contó en inglés hasta diez. Después, recitó de memoria un poema que había aprendido a los tres años en su Taguayabón natal, en un engendro del sistema escolar castrista llamado Vías no formales, donde comienzan a adoctrinar a los niños de 1 a 5 años de edad. Dos gotitas de agua clara cayeron sobre mis pies

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son las montañas que lloran porque mataron al Che Pensé enmendarle el texto al poemita, con algo así como lo que escribo a continuación: Ni lágrimas de montaña ni gotitas de agua clara cayeron sobre tus pies fue sangre de los cubanos fusilados por el Che Pero me pareció inapropiado imponerle imágenes tan macabras, las cuales, a sus cuatro años, sería incapaz de comprender. Luego le mostré al niño una postal donde aparecen la bandera cubana y unas vistas de la Isla para que las identificara. —Esa es la bandera de Fidel, me dijo. No debe extrañarnos su respuesta. Para personas criadas y adoctrinadas de esa manera desde que nacen, Fidel Castro es un ser omnipresente y también omnipotente y proveedor. Más de una vez he oído decir: «El apartamento me lo dio Fidel» «Cuando Fidel dio las ollas arroceras» «Fidel ordenó que asfaltaran la carretera» «Ahora Fidel deja vender las casas a los que se van». Por otra parte, cuando algo fracasa, el comentario de muchos es: «Si Fidel lo supiera, eso no pasaría». Hasta de las funestas UMAP, algunos dicen: «Fidel lo ignoraba». Lo bueno, aunque sean migajas, lo proporciona Fidel. Lo malo, desde lo intrascendente hasta lo atroz, Fidel lo ignora.

Juan Cueto-Roig nació en Caibarién, Cuba. Se exilió en 1966 y reside en Miami. Ha publicado más de una docena de libros de poesía, traducciones, narrativa, crónicas. “Son cosas de mi país” aparece en su libro Verycuetos III, publicado en 2017 por Editorial Silueta (Miami).


Daniel Fernández

El jardín y el patio después del ciclón Quizá muchos se aprendieron la lección de la manera más dura por no podar sus árboles a tiempo. Una pena perder un árbol por falta de cuidado. Los árboles deben podarse profesionalmente todos los años, si son muy grandes, o cada dos, si no son muy coposos; no solo para mantenerlos a una altura segura con respecto a su casa y los ciclones, sino por la eventualidad de los frentes fríos. Sí, la temperatura es más baja a medida que se asciende, y un árbol tropical muy alto puede sufrir duramente una ola de frío. También hay que “aclarar” las copas de los árboles, de manera que el viento pase sin hacer muchos estragos. Mucho cuidado con las enredaderas, que lucen muy bellas, pero densifican las copas y agregan un peso que puede desplomar árboles enteros o quebrar las ramas que las soportan. ¿Pero qué hacer una vez que pasó el ciclón? Primero debe inspeccionar cuidadosamente y levantar toda planta que se haya caído y sea salvable y ver cuántas epifitas, como orquídeas, bromelias y anturios han salido volando de su lugar. Los cestos colgantes también pueden haber sufrido, si usted no los puso a buen recaudo antes del huracán. Una de las cosas más importantes que debe hacer es regar, pues a veces los ciclones, como el Irma, traen poca agua, y el viento fuerte se lleva las hojas y deja árboles y plantas como quemados. El regar es fundamental. El tomar estas medidas a tiempo puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte de muchas de sus plantas. Durante un tiempo, aproximadamente 15 días, debe dejar sus plantas tranquilas, después de realizadas las reparaciones de emergencia, como cortar alguna rama a medio quebrarse o cambiar las macetas que se hayan roto o volver las plantas a sus tiestos. Después del traumatismo ciclónico, el mundo vegetal también necesita salir del shock, y el abonar o fertilizar sus plantas no solo es inútil, sino que puede ser contraproducente. Pero no todo es negativo en un ciclón. Se debe ver el desastre causado en jardines y patios como una invitación a remodelar. Así pasa en la selva, en la naturaleza: el incendio

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le da la oportunidad a nuevos árboles; la muerte de uno de los miembros del bosque da espacio y luz a jóvenes miembros que irán apareciendo. En el patio, ahora ese espacio con más sol puede inspirarle la creación de un jardín acuático, un cantero de flores, o plantas para mariposas. Vida y muerte cumplen su ciclo. Y a propósito de mariposas, poco después de Irma, en la primera mañana de reposo, los desastres del patio fueron visitados por mariposas, lagartijas, colibríes, azulejos y aves de varios tipos… y de noche, la oscuridad por la falta de fluido eléctrico se ornaba con inesperados cocuyos. ¿De dónde venían tantos animalitos? ¿Cómo sobrevivieron las ventoleras implacables? La vida renace en el caos, y esas visitaciones eran como para decirnos que, aun en medio de los ciclones más tremendos, hay una mano invisible que se ocupa de que persistan hasta las más delicadas mariposas. ,

Daniel Fernández estudió en la Universidad de La Habana Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana. En 1978 fue condenado por su novela inédita La vida secreta de Truca Pérez y su versión fílmica, El Golpe, realizada con el director de cine Tomas Piard y la participación del crítico Alejandro Ríos. En 1979 se le concede el indulto a su sanción de cuatro años con la condición de exiliarse en Estados Unidos. Ha publicado varios libros con Editorial América, entre ellos una biografía de José Gregorio Hernández y un Diccionario de Arte y Literatura. Sus novelas Alquimia Magna, y Sakuntala la Mala contra La Tétrica Mofeta han sido muy bien recibidas por la crítica. Novelas Sencillas (2010) recoge tres novelas que publicara por entregas en El Nuevo Herald. Sus cuentos, críticas y ensayos han aparecido en revistas como Linden Lane Magazine, Mariel, Noticias de Arte, Guángara, Conexos y otras. Ha recibido premios y distinciones por su labor periodística, y en 2011, el Premio Baco “por su colaboración al desarrollo de las Artes Escénicas en Miami”. Escribe regularmente en el Nuevo Herald, y prepara actualmente Viñetas tranquilas y la trilogía La edad de la idiotez. 35


Jorge Ferrer La Revolución cubana, ¡al fin ilustrada! En la época feliz de la blogósfera cubana —su Quinquenio dorado— la ilustradora norteamericana Anna Veltfort llevaba un blog llamado El Archivo de Connie. A él iba subiendo documentos de la primera década de historia de la Revolución cubana, notables fragmentos, su rastro impreso. A lo largo de los años Connie fue desplegando una galería que cubría y exponía, sobre todo, la dimensión cultural de la Revolución y los dispositivos de represión en el mundo de la cultura y la libertad individual que bien conocía por haber vivido en La Habana a lo largo de la década de los sesenta: la incipiente disidencia estudiantil en la Escuela de Letras, los primeros pasos del ICAIC, la lucha feroz contra los homosexuales, la aparición de las Unidades militares de ayuda a la producción —los campos de trabajo y reeducación conocidos por el acrónimo UMAP—, el Salón de Mayo organizado por Carlos Franqui, odiosas viñetas de la revista Mella, materiales (programas de mano, folletos, impresos) recolectados durante su activo merodeo por la vida teatral y musical habanera, piezas salidas de publicaciones como El caimán barbudo o Pensamiento crítico, retazos de polémicas culturales de aquellos años o sus exposiciones completas. En definitiva, lo que Connie subía a su blog en ordenados pedeéfes era el rastro documental y gráfico del terreno culturalmente fértil de los primeros años de la Revolución, donde, en medio de la efervescencia que vivía el país, ya se iba anunciando, cada vez con mayor insolencia, que a la ciénaga poblada de entusiastas ranas que croaban al sol seguiría muy pronto una espantosa aridez, cuyas bolas de paja más engordadas fueron precisamente las UMAP, el Caso Padilla, el Congreso de Educación y Cultura de 1971 y, por fin, lo que después llamaríamos Quinquenio gris. El Archivo de Connie se convirtió muy pronto, con su catálogo creciente, en un imán que atraía a gente interesada en la historia cultural de la Revolución y no era infrecuente ver allí comentando y agradeciendo uno u otro hallazgo a muchos autores que luego publicarían ensayos de enorme interés sobre ese período o lo habían hecho ya.

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Entretanto, no había que ser especialmente perspicaz y ni siquiera proclive a las historias de espías para darse cuenta de que tal tesón recopilatorio, tal minucioso orden en la exposición, tal exhaustividad, tal afán por convocar a emparejar sus documentos con otros que los complementaran, eran los de alguien que, como ahora se ha hecho manifiesto de la manera más espectacular, tramaba algo. Concretamente, Anna Veltfort tramaba contarnos y, nunca mejor dicho, con todo lujo de detalles, sus años cubanos, parte de los cuales pasó en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Lo ha hecho en la novela gráfica Adiós mi Habana. Las memorias de una gringa y su tiempo en los años revolucionarios de la década de los 60 (Verbum, Madrid, 2017), un deslumbrante comic autobiográfico. Anna Veltfort, «Connie», llegó en barco a La Habana en 1962. Su padrastro, un ingeniero comunista norteamericano, fue contratado como tantos otros especialistas —la mayoría de países del bloque sometido al Kremlin, pero muchos también llegados de todas partes— para trabajar en el nuevo país socialista, el primero en el


hemisferio occidental. Connie se sumergió gozosa en un país fascinante. Y en este libro recoge su experiencia de formación personal e intelectual en medio de una revolución, su propia vida encajada en una ciudad que fue una de las capitales del mundo a lo largo de un buen puñado de años: la ciudad de la Crisis de los Misiles y la Tricontinental, la ciudad por la que se pasearon, con diversa suerte, Allen Ginsberg y Jean-Paul Sartre, donde Kalatozov y Urusevsky rodaron la película “Soy Cuba” (¡y el de «Connie» estuvo a punto de ser uno de los cuerpos rutilantes que nadan en la piscina de la primera, bestial, secuencia!) y Fidel Castro reunía al Volk entero para leer la carta con que se despidió Ernesto Guevara, aka Che, esa superstición de la utopía. Tal es la materia de esta crónica ilustrada con una inteligencia artística y una belleza gráfica extraordinarias. Esto era lo que tramaba «Connie»: contar su Bildung recortada sobre el paisaje de la Revolución: ¡y recortada por ella! Recrear La Habana y Cuba medio siglo después aunando el rigor documental, la descarnada exposición de sí misma en su relación con su familia y su homosexualidad, dibujar Cuba en su doble dimensión física y moral con un aire que remite a la célebre Maus de Art Spiegelman. Saldar cuentas con la Revolución y con su propia vida. A la vez, viñeta a viñeta, los avatares de una vida personal y el archivo que sustenta los discursos de la época. La historia personal que Connie cuenta con trazo vivo y el día a día de la Revolución que la va a arrinconar hasta enviarla de vuelta a su mundo, cambiándole la vida. Nadie había escrito la historia de la primera década de la Revolución cubana así, con ese afán de exposición didáctica de un archivo y en formato de comic. ¡Ni con esos trazos! Hay magníficos testimonios de esos años —Jorge Edwards, Heberto Padilla, Martha Frayde, Huber Matos, las memorias de las mujeres que padecieron el presidio político recogidas por Mignon Medrano en Todo lo dieron por Cuba, textos del poeta José Mario sobre el malogrado grupo El Puente, Guillermo Cabrera Infante contando su regreso a Cuba desde Bruselas en el póstumo Mapa dibujado por un espía, Reinaldo Arenas hablando de sí mismo y de todos los demás, por poner unos cuantos. Pero el camino que sigue Anna Veltfort es distinto. A ella la manda el género. Y, sobre todo, manda la ocasión. A medio siglo, y más, de los hechos narrados, la puesta de su historia entre las tapas de un libro, viñeta a viñeta, esa vida dibujada sobre la armazón del archivo, es una verdadera conmoción. ¡Y con qué bendita oportunidad nos llega! Ya se nos estaba olvidando la Revolución cubana y Anna Veltfort nos la ha devuelto ahora para recordarnos en su realidad desnuda que sus años buenos fueron, por el afán con que en ellos se incubó el mal y la desidia con que el país asistió a ello, en verdad, sus años peores. Corran a leer ese libro antes de que olvidemos también que ya la olvidamos. Adiós mi Habana, de Anna Velfort, está a la venta en Amazon.es y otras librerías.

Jorge Ferrer, escritor y traductor cubano, escribe escribe desde Barcelona, España, y lleva un importante blog: eltonodelavoz.com.critor y traductor.

“Los años que viví en Cuba los he relatado en este libro que he escrito e ilustrado, un comic autobiográfico, en formato de una novela gráfica. Pío Serrano, funda-dor de la Editorial Verbum, amigo y compañero de aula en la Universidad de la Habana, ha tenido la gentileza de publicarlo ahora. Ha sido mi propósito retratar, desde mi óptica y experiencia personal, la vivencia de aquellos años de los 60 del pasado siglo en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, una realidad borrada y olvidada para muchos”. Ana Veltfort

“Esta historia comienza y termina con un barco. El primero lleva a Cuba, en 1962, a una adolescente llamada Anna Cornelia Veltfort, cuyo padrastro, un estadounidense prosoviético, ha decidido trabajar para la Revolución. En el segundo, 10 años más tarde, la joven abandona la isla con el corazón roto. Entre medias, Connie se ha sumergido en la vida habanera y en la educación comunista, y ha descubierto su homosexualidad en una época de feroz represión. Este cómic autobiográfico (Editorial Verbum) es un precioso recuento de los años sesenta en Cuba, en el que la autora reproduce valiosos documentos de su archivo personal. En este extracto, Veltfort evoca un asalto sufrido por ella y una amiga en el Malecón, que las abocaría a un juicio humillante en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana.” El País Semanal, Madrid, España. Sept 2017

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Nota de Libro Reinaldo García Ramos. Una medida inexacta. Madrid: Editorial Verbum, 2017. A Reinaldo García Ramos me une no solo una amistad prolongada, la poesía y la responsabilidad intelectual, sino también la complicidad de haber compartido la década de los años sesenta en Cuba, y concretamente en La Habana, donde vivimos el descubrimiento de la creación literaria y el fervor ingenuo por la libertad en esos años en los que nuestra vehemencia como recién estrenados escritores convivió con el miedo y el caos en general, etapa en la que se instauró la persecución generalizada como modus operandi de la Revolución castrista. La historia de nuestra generación está incrustada en esa época donde todo fue posible e imposible a la vez. La amistad y la creación literaria iban de la mano. Algunos amigos de entonces ya han desaparecido, otros se han envilecido, a algunos les han perdonado la vida con precarias parcelas de expresión siempre y cuando anden de puntillas, y los demás habitamos cualquier rincón geográfico. Los pocos de este último grupo tenemos la responsabilidad de testimoniar el crimen de lesa humanidad y de lesa cultura que se ha cometido contra un país, contra su legado histórico y su integridad antropológica. No se trata solo de un período oscuro sino de casi seis décadas, el mismo tiempo histórico de nuestra vida republicana, suficiente para construir una nación o para destruirla. Por lo tanto, es un espacio de tiempo que constituye una medida inexacta, precisamente el título de este libro de Reinaldo. El caos vivencial solo puede describirse indagando en la semántica de la perversión. Este libro de Reinaldo recoge 15 ensayos y comentarios con dos temáticas principales: las que tienen que ver con su experiencia directa y hasta 38

generacional, como “Otro paseo por El Puente con nuevos transeúntes” sobre el grupo literario de Ediciones El Puente, y “Los tiempos de Mariel”, en el que recuerda el surgimiento de esa publicación en Nueva York en 1983. También se ocupa de determinadas obras de los escritores del exilio Carlos Victoria, Jesús Barquet, Miguel Correa Mujica y Vicente Echerri, así como un generoso artículo sobre Reinaldo Arenas como personalidad y ser humano. Se incluyen, asimismo, sus experiencias individuales en la Isla en el ámbito laboral en “Un editor bien vigilado” y el impacto al descubrir la libertad personal, cultural y social en Nueva York, incluyendo el aprender a practicar la tolerancia ante quienes defendían el infierno castrista que dejó atrás. La segunda temática de este libro se ocupa de importantes obras y personajes de nuestro pasado, como en el artículo “Los niños de Martí en la


epopeya delirante”, sobre La Edad de Oro, y otro que nos ofrece una visión humana de Máximo Gómez y Orestes Ferrara en “Una guerra y un general en el recuerdo”, o sobre nuestro “raro” José Manuel Poveda. Quiero resaltar, sobre todo, el artículo “Dos españoles heroicos” que considero de suma importancia porque trata de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, que llegaron a Cuba en un momento clave para la expresión de la nacionalidad cubana lo mismo en la literatura que en las artes plásticas. Este matrimonio español, que permaneció en Cuba desde 1939 a 1943, en su modesta imprenta La Verónica, establecida en La Habana gracias al generoso aporte económico de la mecenas María Luisa Gómez Mena, publicó importantes y cuidadas ediciones no solo de autores europeos sino, por ejemplo, la primera traducción al español de los Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera, obra que había sido publicada en francés por Gallimard. Fue la época de las revistas

literarias, antecesoras de Orígenes, de José Lezama Lima, y la expresión pictórica de los importantes artistas de la época como Wifredo Lam, Carlos Enríquez, Víctor Manuel, Amelia Peláez y otros y que culminó con la exposición colectiva “Pintura cubana moderna” en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1944. Así, pues, Una medida inexacta, de Reinaldo García Ramos, es un conjunto de artículos importantes, obra que me parece necesaria por imperativo categórico, porque se ocupa de la recuperación de un pasado escamoteado, tergiversado y hasta ignorado completamente. No podemos confiar en que la historia ponga las cosas en su sitio, porque suele ser un proceso lento y hasta contaminado. No hay que darle tiempo al tiempo, como dice el refrán, sino tener la iniciativa de rescatar el tiempo porque es rescatarnos a nosotros mismos.

LILLIAM MORO

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It is not the critic who counts; not the man who points out how the strong man stumbles, or where the doer of deeds could have done them better. The credit belongs to the man who is actually in the arena, whose face is married by dust and sweat and blood; who does strives valiantly; who errs, who comes short again and again, because there is not effort without error and shortcoming; but who does actually strive to do the deeds; who knows great enthusiasms, the great devotions; who spends himself in a worthy cause; who at the best knows in the end the triumph of high achievement, and who at the worst, if he fails, at least fails while daring greatly, so that his place shall never be with those cold and timid souls who neither know victory not defeat.

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