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Pascual Riesco Chueca
LA CAMISA DE FUERZA DE LA FEALDAD URBANA:
UNA HERENCIA PARA LAS GENERACIONES VENIDERAS
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PASCUAL RIESCO CHUECA
Universidad de Sevilla
Un fantasma colosal y lancinante, un algo que, por sencillez, cabría denominar fealdad, sobrevuela las ciudades y campos de nuestro entorno. Así lo encuadra Muñoz Molina: «en todos estos años, sin que nos diéramos mucha cuenta, nos ha ido rodeando e invadiendo un océano de fealdad, un océano que ocupa desde los paisajes que parecían más deshabitados o remotos hasta el corazón de las ciudades. Es una fealdad pública y también privada; una fealdad a escalas inmensas y en tamaños reducidos y no por eso menos viles; se la ve caminando por las calles y cuando se viaja en coche o en tren por esos alrededores cancerosos que nunca terminan y que incluyen siempre centros comerciales, polígonos cimarrones en mitad de páramos, barriadas compactas con torres de muchos pisos que nunca llegarán a ser habitados o urbanizaciones de adosados que se pierden en la lejanía, franquicias de comida basura, prostíbulos con letreros de neón que parpadean débilmente en los mismos secanos y bajo el mismo sol arcaico que tanto emocionaba a los estetas de la generación del 98».
Fealdad, ramplonería, miseria visual, sin duda, que cualquiera ha sentido al viajar, o al levantar la vista en un paseo por su ciudad. Pero al punto sale al paso una nutrida lluvia de objeciones; y es forzoso poner oído a sus advertencias. Algo chirría cuando nos entregamos sin más a los ceñudos placeres de la reprobación. El espíritu de la época nos
advierte: el término feo es hoy casi un tabú, y se puede acusar de elitista a quien lo emplea: ¿con qué derecho juzgar los resultados de un unísono esfuerzo por salir del paso, un universal afán de servirse del mundo, común a remotos ganaderos y campesinos, o a modestos residentes de barriada? Si el paisaje está degradado es tal vez porque se ha vuelto democrático. Todos tenemos derecho a echar mano de él, con el desahogo de la mano infantil que agarra la teta materna. El labrador que levanta una nave de chapa en medio de un prado armonioso; el ganadero que acumula plásticos y neumáticos a cielo abierto por si le sirven para su vaquería; el promotor que retaja una loma para instalar una hilera de casas que, de otro modo, no cabrían en el atiborrado parcelario; el restaurador que engalana con neones, banderolas y avances textiles su bar para que prospere: todos tienen en común la carrera de obstáculos del fisco, los plazos y las premuras del corto plazo vital. ¿Pierde por lo tanto su razón quien hace melindres ante las necesarias fealdades, el esteta que desde la torre de marfil de sus paseos ociosos olvida la perentoriedad del garbanzo y los apremios de la agencia tributaria? Y en cuestión edificatoria, las presiones de la realidad tampoco aflojan. Las ciudades, cuyo caserío llegó casi intacto a los años cincuenta, eran un compendio de urgencias. La explosión demográfica orquestada por autoridades belicistas, que querían carne de cañón; corrales de vecinos en ruinas, que la administración municipal no había sabido administrar; la incesante arribada de refugiados rurales que habían de hacinarse donde podían; la falta de un ensanche ordenado para acoger los crecimientos. Si por entonces empiezan a crecer en vertical los arrabales, superando la capacidad de carga de las calles; si, a la vez, brotan los primeros polígonos y barriadas de bloques, ¿cómo parar mientes en cuestiones de belleza o fealdad ante la acuciante prioridad: salir de los cuchitriles y acceder a la vivienda? Que la progresión de los polígonos respondía a una lógica poderosa, lo demuestra su ubicuidad: el modelo cundió
en dictaduras y democracias, de este y aquel lado del telón de acero, en el franquismo y en la transición.
Tampoco el Movimiento Moderno dejó bien parado el concepto de fealdad. El objeto del arte pareció haber dejado de ser la belleza, para mudarse a otras latitudes: ahora se había de ensalzar lo interesante, lo que escandaliza y conmociona, lo que rompe automatismos. El artista moderno se mostraba como profeta fulminador, con su látigo, sus manifiestos y dogmas coléricos. Lo bello fue asimilado a la glucosa; la decoración, a los insalubres pastelones de bodas; era imperativo ponerse a dieta de tanto empalago como había cocinado el arte decimonónico. Sverre Fehn, arquitecto noruego, premio Pritker en 1997, declaró: «You have to smash the dreams of your client». Es misión del arquitecto, con arreglo a este dictum, hacer añicos los ingenuos sueños del cliente. Deduzcamos que una mirada más alta, en la que no hay lugar para el placer fácil, debe desengañarnos de nuestras viejas aficiones, para instalarnos ante arcanos silencios visuales, que esconden nuevas verdades. Unas verdades que contemplamos como quien se asoma, deslumbrado y desorientado, al polo norte. Intentemos entonces mantener la compostura del sujeto crítico y soberano: musitaciones reticentes, ojos semicerrados, boca fruncida y apretada, mentón adelantado, lentos cabezazos valorativos. Así hemos visto, en efecto, expresar su aprobación a algún arquitecto entendido ante una obra severamente difícil, ante una plaza dura como un tanatorio, o un proyecto hosco y comprometido, de virtudes inescrutables para el vulgo.
Incluso sin el patronazgo de arquitectos y creadores, desde la mera calle, alguien argüirá: el gusto es libre; la ciudad y la sociedad son ámbitos de pluralismo; la diversidad de formas debe acogerse sin enjuiciarlas, pues en el ramillete de tendencias y experimentos florece el espectáculo de la ciudad. Lo bello y lo feo, combinados o invertidos por la rueda de las subjetividades, componen un todo inacabado, perpetuamente en proyecto, el tejido urbano. Si hay belleza, está en los dinámicos cambios, en la irreverencia de las transiciones.1 Desde otro punto de vista, en tanto que ariete de transformación y alumbramiento, lo feo puede ser valorado como categoría provocadora, invitación a pensar en alternativas.2 El elemento disonante pone voz a los conflictos; es denuncia performativa; un descampado con escombros dentro de la ciudad abre un desgarrón en el texto dominante del urbanismo oficial: allí tal vez se alumbran potenciales liberadores. El londinense Eugene Quinn organiza rutas por Viena y Múnich centradas en mostrar fragmentos disonantes de ambas ciudades, reputadas por su elegante diseño urbano. Entre sus eslóganes: «la belleza puede ser aburrida. Pero la fealdad nunca lo es». Añade: «¡la fealdad, arma contra la gentrificación!».3 Es decir, hay oportunidades de resistencia y de crítica en los nodos donde se rompe esta armonía hegemónica, edulcorada, que parece presidir las ciudades monumentales. ¿Por qué insistir, a pesar de todo ello, en servirse de la categoría de lo feo y en aplicarla, con insistente deliberación, a los productos del urbanismo contemporáneo? La razón principal es la aparente irreversibilidad de los efectos. Pensemos por ejemplo en el Aljarafe sevillano: lo que fue una constelación de pueblos compactos, blancos cuajarones de caserío engastados en un verde tapiz de olivares, ha pasado en medio siglo a ser un inacabable amasijo de urbanizaciones, que desborda límites municipales con codiciosa monotonía. Serpentinas de adosados, en bolsas incomunicadas pero totalizadoras del espacio; taludes hormigonados, calles sin salida, barullo general; ausencia de ejes estructurantes; invisibilidad de los hitos históricos. El problema no es el presente, sino la herencia que queda. ¿Cómo reparar los efectos de cinco décadas de lucro constructor y otras tantas de desidia política? ¿Cómo esponjar el mazacote o inscribir en él algún trazo redentor, alguna esquirla testimonial de inspiración creativa? O traigamos a colación la gran Triana, sucursal in péctore de la ciudad de la gracia, con sus aspiraciones a universalidad y encanto. No se trata aquí de las pérdidas patrimoniales, la desaparición de las tabernas o el destripamiento de la
arquitectura popular. Dirijamos la atención tan solo al resultado formal, volumétrico, tras medio siglo de transformación y nueva edificación, un proceso más apreciable lejos de la fachada oficial del barrio, que aún conserva su hermoso borde del río y sus calles Pureza y Castilla. En el resto: colmatación del parcelario; promociones que se retuercen y estrujan, sobre parcelas irregulares, separadas por rejas y desmontes; calles donde subsiste la trama antigua del barrio, colapsadas bajo el peso de altos y mercenarios bloques de viviendas; escuetas aceras de pavimento barato, sin árboles; apenas ninguna plaza; franquicias y bares anodinos en su arteria peatonal; callejones atiborrados de coches estacionados en doble y triple fila. De nuevo: ¿cómo reparar el desaguisado? ¿Serán las generaciones venideras rehenes de esta mediocridad?
Volvamos a la argumentación de Quinn. Un cuajarón de disharmonía, un núcleo intenso de conflicto visual puede tener alguna significación estética, pues en él se concentran líneas de fuerza que obligan a repensar nuestra experiencia. Pero sobre lo feo-interesante se extiende en las ciudades la marea de lo feo-anodino. Lo desoladoramente ramplón, la ausencia de talento, la tosca imitación de modelos mal entendidos, la prolífica banalidad, el abarrotado desorden sin gracia, el ruido visual. Aun así, será posible recolectar algunos placeres estéticos dispersos incluso en barrios hacinados y mediocres, donde se amontonan bloques venales sobre calles estrechas; siempre habrá callejones diuréticos,4 hilarantes rincones kitsch, conmovedoras autoconstrucciones, volumetrías fotográficamente aprovechables. Pero esta labor de libar néctares estéticos de la miseria de la ciudad fallida no deja de tener algo neroniano. Sugieren los cronistas —Suetonio, Dion Casio, incluso Tácito— que Nerón contempló el incendio de Roma desde su palacio; inspirado por la riqueza formal del espectáculo, empuñó la lira y entonó cánticos. Cuando nos hacemos turistas somos nuevos nerones: encontramos satisfacción estética en escenas que tal vez (nunca lo sabremos) son fuente de infelicidad en los residentes habituales de los lugares.
No condenemos del todo la estética neroniana, tan disculpablemente humana, pero guardemos ciertas precauciones ante ella. Es necesario pararse a distinguir lo interesante de lo benéfico. Porque la larga, lenta fealdad de algunas ciudades o de algunos ámbitos donde transcurre la vida puede tener efectos letales. El adolescente sensible que no encuentra dónde mirar querrá replegarse más hacia sus videojuegos y pantallas; los interiores, que no abren a ninguna armonía, cerrarán persianas y cortinas para convertirse en cavernas televisivas. La exposición prolongada a lo feo nos deforma. Lo vio Van de Velde al evocar sus años de colegio: «sobre nuestra edad de jóvenes pesa la infinita fealdad de las aulas escolares, una fealdad que —al igual que la sífilis— roe el corazón, el cerebro, la carne».5
Vemos al mismo tiempo que muchas recetas de vida parecen superar esta instalación en lo disharmónico; la atención se posa en otra parte, filtrando y dejando fuera lo disonante. Jane Jacobs reivindicó las riquezas de la vida social como coreografías creadoras que difuminaban con su aureola los lados menos halagüeños del paisaje físico. Merced a las alas de la inspiración sobrevolamos lo inerte y lo feo. Ya señalaba Certeau que las vueltas y rodeos de los paseantes en la ciudad hacen algo asimilable a los giros o tropos estilísticos.6 La bulliciosa vitalidad de la práctica social saca al paisaje de su torpor, en una especie de reactuado Cantando bajo la lluvia. Algo similar se celebra en el poema «Coreografía urbana», de Rosa Alice Branco: «Gene Kelly pasó por aquí un día de lluvia. / Bailó con las viejecillas con muletas, saltándose / semáforos en rojo, girando como peonza fuera de los pasos de cebra».7 Y Wilde, siempre amigo de invertir relaciones causales, reflexiona sobre la parduzca niebla londinense, trocada por los pintores impresionistas en un sugerente efecto estético, lleno de calidades formales: donde los cultivados capturan un efecto, los incultos pillan un resfriado.8
El paisaje en la ciudad es altamente inmaterial, al estar impregnado de asociaciones simbólicas. Incluso cuando han desaparecido sus bases físicas (por efecto de demoliciones, vaciado de edificios, nueva creación), la ciudad persiste en la memoria, como activo archivo de símbolos; físicamente, ya no es la ciudad que fue: el paisaje ha zozobrado, sus fundamentos formales se han borrado, pero pervive como ensoñación compartida en la imaginación colectiva. El caso de las calles de Triana, más un recuerdo que una realidad, parece demostrarlo; o el de la feliz raya del camino del Rocío, evocada en mil canciones, aunque ahora no pase de ser una pista entre alambradas.
Por añadidura, la hipertrofia de lo social hace casi invisible el paisaje factual, un fenómeno que se acentúa en las culturas mediterráneas. Vemos caras, cuerpos, miradas, conversaciones: lo que está detrás apenas se percibe. En la ciudad, el ejercicio paisajístico tiende relaciones que dilatan calles y plazas, que enlazan aceras y calzadas. La curiosidad del transeúnte difumina y complica los límites de la propiedad inmobiliaria, porque lo privado —por ejemplo, un jardín tras su vallado— ofrece réditos al disfrute común, y lo público es disfrutado también por vía privada —así en los enamorados que anidan sobre un banco del parque—. Los cruces de miradas convierten a la ciudad en un panóptico ajerárquico, un hipertexto en el que incesantes pies de página visible remiten a otras páginas invisibles. Desde las terrazas de bar se pesca con la mirada en el río de los transeúntes. En la esfera pública de unas calles bien resueltas, se hace verdad la sentencia alemana «Stadtluft macht frei»: el aire de la ciudad libera. El libre escrutinio de todos hacia todos es compatible, paradójicamente, con la espontánea privacidad de las vidas urbanas. Los hilos tendidos y devueltos por las miradas tejen un macizo haz de relaciones. Rebelde realidad desmaterializada que esquiva toda tentativa de cierre, recordándonos el soberbio himno de Caetano Veloso a São Paulo, donde se describe en largos versos la experiencia del recién llegado a la metrópolis: «quien viene desde otro sueño feliz de ciudad aprende pronto a llamarte realidad, porque eres lo contrario de lo contrario de lo contrario de lo contrario».9
Ello, simultáneamente, nos salva y nos condena. El genio social permite volar sobre las mezquindades formales del diseño urbano; pero, embelesados por los encantos de la rica interacción humana, extraviados en
el «incalculable laberinto» que tejen nuestros pasos,10 dejamos que el paisaje de la ciudad se degrade más y más, hasta que nos golpea con su fuerza de realidad al caer sobre él, en algún momento que nos sorprenda sin alas.
Un rasgo destacado del paisaje urbano es su capacidad de pronunciarse como oráculo contra el exceso humano, enviando imágenes opresivas de hacinamiento y esterilidad. Las barriadas amontonadas toman aspecto de campos de refugiados. Las plazas duras se convierten en parábola de un mundo en que no quedan resquicios para lo que no sea artificial. Así, en la infancia, en aquellos corralones de instituto con suelo de tierra y muretes con rejas, el patio del recreo era el lugar del pisoteo y el arrasamiento: su suelo, un mosaico de colillas, chicles, salivajos,
cáscaras, envoltorios y huellas de zapatos. Los niños que corrían alegres disputándose la pelota eran inmunes a esta visión cercana y terrible; pero un momento de desaliento podía colocar a cualquiera ante el opresivo zócalo, compactado por ciegos pisotones y diminutos detritus. Allí parecía escrito en trazos de miniatura el futuro sin salida de las vidas de barrio. Así el toro cuando, estoqueado, agacha la cabeza, y borrándose de su vista el cielo airoso y el vuelo del capote, sus ojos ya solo abarcan el crudo albero sin horizonte.
EXPANSIONES Y DENSIFICACIONES DE LA CIUDAD: UNA PESADA HERENCIA
Durante el medio siglo que comienza hacia 1960, el crecimiento de la ciudad ha seguido vías plurales. Un esquema muy somero, pensando en la ciudad de Sevilla, pero aplicable a otras, permite distinguir varios modelos de crecimiento, que, por fácil referencia, etiquetamos con un término en cursivas. Densificación: El centro urbano, los arrabales y ensanches se han densificado, construyendo en altura sin alterar el callejero, y colmatando antiguos huecos de cuarteles y conventos, suelo paleoindustrial (talleres, alfares, almacenes), colonias de villas y hotelitos. Polígonos: En grandes parcelas vacantes o sobre suelo agrícola se han construido polígonos y promociones de bloques, según la receta del Movimiento Moderno, sin formar calles. Posteriormente, otros nuevos crecimientos han recuperado la organización en calles y manzanas. Unifamiliares: En la corona periurbana, la densificación y los polígonos han cundido en los cascos urbanos de los antiguos pueblos y en su entorno; pero todo el espacio intermedio, antes rural, se ha llenado de urbanizaciones formando bolsas de chalés y adosados. Nuevos emblemas: Una categoría adicional emerge en años recientes. Las ciudades aspiran a crear su marca mediante operaciones arriesgadas y rompedoras. Se orientan a los clientes más que a los ciudadanos. El influjo del Guggenheim en Bilbao arrastra a los imitadores. Grandes proyectos aparatosos aspiran a sacar la ciudad de su órbita tradicional, embriagándola con contemporaneidades efervescentes e inmediatas.
Densificación: Caracteriza a estos desarrollos una radical disconformidad entre parcelario y edificación. Heredan una organización de calles y parcelas heredadas de antiguos arrabales, callejones entre huertas o factorías. Lo que inicialmente fueron casas de una o dos plantas, con huerto y corral, es ahora retahíla de edificios de cinco y más plantas, apretadamente dispuestos; el llenado completo crea múltiples patinillos invivibles. Posiblemente estas áreas plantean las máximas dificultades hacia el futuro. Sobre los alfares de Triana y el eje industrial de Miraflores, sobre las casas de arrabal, huertas y corrales de La Calzada surgieron edificios en apretada sucesión, muy por encima de lo que las estrechas calles pueden aguantar. Aceras mezquinas, construcciones altas y de baja calidad formal, congestión, puntos muertos, accesos a garajes que desfiguran las fachadas, escaso arbolado: el resultado es cacofónico y opresivo.
Se echan de menos los gestos de cortesía urbanística, como abrir plazoletas, solemnizar los remates de edificios, realzar las esquinas de cruce o achaflanarlas. En ensanches decimonónicos, y aun posteriores, fue habitual aprovechar la potencia expresiva de
un esquinazo en altura para introducir algún elemento torreado, o balcones en proa, o alguna pieza compositiva que hiciera pivote.
Otras veces, el encuentro entre dos ejes se hacía mediante chaflán, en redondo o en poligonal. Pero en estos barrios, el llenado es inmisericorde y hasta la menor esquina se edifica en altura. La esclerosis de estas calles que no respiran se hace palpable.
El caso es que la evolución que ha producido estos resultados no suele responder a magnas operaciones del gran capital, sino a la suma de pequeñas codicias familiares — comprensibles por otra parte—, agravadas por la venal indiferencia de sucesivos gobiernos municipales; nacen pues de la colusión entre clase media y ayuntamiento. Sucesivamente, los solares que antes albergaban espacios inciertos, esponjadores de la ciudad — corralones de talleres, cines de verano—, fueron declarados urbanizables, incluso en barrios tan densos como Triana. Un ejemplo es el viejo cine Avenida, al aire libre, en Pagés del Corro. Cuando el ayuntamiento puso en el plan que su solar admitía edificación en altura y a lo grande, ¿quién iba a resistir la tentación? El resultado: en 1998 cerró sus puertas este espacio tan benéfico, tan original, donde se remansaba la vida nocturna de los veranos trianeros en la lentitud de películas en sesión doble, entre jazmines recién regados, carreras de chiquillos, chasquido de pipas, tomates en ensalada y contrabando de fiambreras. Aquello era un vivo ámbito de socialización, inmensamente popular, cargado de encuentros entre generaciones y clases sociales, que había brotado solo, sin necesidad de dictámenes expertos ni debates cejijuntos de urbanistas. ¿Hay culpa más grave, para una corporación municipal, que abatir en pleno vuelo un vórtice urbano tan victorioso?
Tampoco parece que el tiempo vaya a dotar de carácter a estas calles ciegas, a estas arquitecturas insulsas, a estos fondos de saco mortecinos. Nada comparable a la bulliciosa vida de un zoco, ni, por supuesto, a la elegancia sosegada del bulevar. Paradójicamente, estos barrios densificados en altura sobre callejero tradicional combinan hacinamiento y escasa vitalidad. Los modos residenciales contemporáneos, individualistas y aferrados a tecnologías de evasión, alejan la hipótesis de un florecimiento callejero. Aunque la densidad de población es alta e invitaría a ello, el escaso atractivo del paisaje urbano no llama a la instalación del comercio, ni a la creación de terrazas de bar activas y armoniosas. No se adivinan modos de intervención que puedan reparar estos conjuntos.
Polígonos: Son hijos de la reflexión moderna sobre la nueva ciudad. La teoría, impulsada por Le Corbusier y la Bauhaus, sigue teniendo el atractivo de las recetas sencillas. Un jardín continuo sobre el que flotan altos bloques, o en el que serpentean pastillas (barras) de viviendas; orientaciones optimizadas, ventilación y luz solar. Las calles se disuelven, disociándose sus funciones: por un lado, pasarelas peatonales, a veces elevadas, o senderos sobre el jardínbasamento; por el otro, ejes para el tráfico rodado, que puede ir en túnel o en trinchera; el comercio deja de organizarse a lo largo de las inexistentes calles, para situarse en módulos especializados. Los edificios se disponen con espontaneidad, como fichas de dominó, con ritmos mondrianescos. ¿Cómo sustraerse a la potente capacidad persuasiva de estas propuestas? Desde entonces, se acumulan historias de éxito y fracaso de las correspondientes fórmulas, denominadas Grands ensembles en Francia, Siedlungen en Alemania, polígonos en España. Actualmente no tiene vigencia el programa, al menos como fórmula consistente. La calle ha vuelto, con grandes aceras y claros planos de fachada; también la manzana amplia, de patiojardín compartido. Pero queda, en herencia de aquel bienintencionado esfuerzo, una suma de barrios que concentran aciertos y disfunciones. Por supuesto, las promociones y polígonos que crecieron en nuestras latitudes son versiones pobres y agobiadas del modelo máximo. Las áreas libres, míseramente ajardinadas, no dan respiración a los bloques; las calidades son bajas; los encuentros entre fases y parcelaciones independientes carecen de lógica urbana, abundando muros de contención, calles sin salida, vallados y terraplenes.
Uno de los conflictos principales es el desencuentro entre suelo y vuelo. Los edificios pisan mal, generando espacios de negligencia. Cabe mencionar dos tipos principales de distalidad. Ciertos bloques aseguraban la ventilación directa de las habitaciones mediante la planta en H (dos alas con dos viviendas cada una; las alas se unen a través del núcleo de escaleras); en X (variante de la anterior, con las alas formando aspas); o ameboide (tres o más alas curvas). Es el caso del conjunto La Estrella en Manuel Siurot,11 el edificio Las Equis en los Remedios12 y muchos otros bloques de estos años. Pues bien, los encuentros más angostos entre alas producen inglés y recovecos difíciles de incorporar a la ciudad.13 Ni siquiera como espacios privados encuentran uso, por su carácter lóbrego y encajonado, acumulador de goteos de aire acondicionado, así como de restos de papeles y desperdicios que revolotean por la ciudad y sedimentan en estas trampas naturales, sin viento ni luz. En muchos sitios, estas anfractuosidades inútiles se están cercando con enrejados, produciendo el paradójico resultado, rayano en la instalación o la performance, de sembrar la calle con grandes jaulones vacíos, rejas que delimitan la nada urbana.
Por otra parte, muchos edificios de polígono descansan sobre zancos o pilotis. Se trata de una herencia corbusieriana, fiel a la noción de un suelo urbano continuo, ajardinado, no interrumpido por los bloques de pisos. Una breve primavera utópica acompañó en Sevilla a estas manifestaciones arquitectónicas. Viniendo de casa a mi instituto en Nervión, el Martínez, los variados recorridos que yo hacía a pie tenían en común atravesar el bosque de pilotis de los conjuntos de bloques aledaños al instituto. Formaban habitual tertulia bajo los edificios, en distintos sitios propicios, variados grupos de hipis, sentados en el suelo, rascando guitarras y moviendo melenas al compás, con entretenidos atuendos y no menos entretenidas minifaldas. Un flower power de polígono, disfrutador del sol y la pereza, asentado entre los postes; y no faltaban las pandillas de raboneros, las parejitas incipientes, o los inquietantes vagabundos, alguno de los cuales leía a Marcial Lafuente. Pero estos usos creativos de los zancos no sobrevivieron a la transición; con unanimidad, todos fueron cerrándose con rejas. Así vegetan ahora como espacio muerto, a veces usado para aparcar motocicletas, otras como desguace de dudosos equipamientos de la comunidad. Estos jaulones de pilotis, absolutamente ubicuos en la ciudad, son la sarcástica inversión del sueño corbusieriano. Donde se pensaba exaltar un espacio público continuo y desplegado, se multiplican ahora barreras e incongruencias; los recorridos se complican con rodeos; lo inmediato se vuelve inaccesible; los pies de bloque son distales, sin uso comercial ni vecinal. ¿Cuál fue la razón del repliegue? El miedo a la delincuencia, el fantasma del exhibicionista emboscado entre pilotes, las litronas amontonadas que iban quedando atrás cuando aumentó la capacidad de gasto de las pandillas (antes daba solo para pipas). Y no acabó aquí la irrupción de lo distal en el seno mismo de la ciudad. Las promociones de vivienda se atrincheran, enrejando accesos, bocas de garaje, parterres, medianeras. En el centro, los adarves son sustraídos al uso de la ciudadanía merced a una paulatina privatización, que parece ser aplaudida por el consistorio. Y hasta la planta segunda de los bloques trepan las rejas de ventanas y balcones; incluso los aparatos de aire acondicionado se protejen con enrejado: tan acrobático llega a ser el atracador local.
La aspiración a un jardín continuo, bajo los bloques, ha tenido alguna fortuna, aunque muy lejos de los ensueños del movimiento. Le Corbusier no previó quién había de mantener este tapiz verde; en todo caso, en Sevilla, dada la jibarización general del suelo libre en las promociones, siempre ha sido escurrido e intersticial. Todo ha dependido de las asociaciones y comunidades de vecinos. En algunos casos puede el paseante topar con gratos vergeles, inesperadamente encajados entre edificios; otras veces, un escuálido arbolado sobrevive malsano en los huecos que deja el hormigón.
Unifamiliares: Llaman los franceses, con frígido culteranismo, lotissements pavillonnaires a estos desarrollos que han anegado el cordón periurbano. Son lotes de viviendas adosadas o semiadosadas, que crecen como serpentinas, enroscándose para crear embolsamientos, a veces herméticos; les sigue, sin transición, otra promoción, y así hasta colmatar enormes extensiones en el ruedo de las ciudades. El Aljarafe es el mejor ejemplo cercano. Como es sabido, no se ha respetado una norma importante en el urbanismo de otros países: preservar la discontinuidad entre tejidos urbanos de poblaciones cercanas.14 En la cara que mira a Sevilla, el Aljarafe es una amalgama de urbanizaciones, cristalizadas al antojo de los promotores, sin ejes estructurantes. Se pasa de un término municipal a otro sin advertirlo. Los antiguos pueblos han disuelto su tejido en esta ingente marea; han renunciado a su silueta o a su capacidad simbólica.
Los resultados del conjunto varían según los casos. En urbanizaciones acomodadas, la amplitud de los espacios da lugar a rincones ajardinados placenteros, de uso privado. La diversidad de arquitecturas permite disfrutar de obras notables, cuando no son invisibles desde la calle. Pero en la mayor parte de las urbanizaciones, se suceden monótonas ristras de casas, penosamente anónimas. En las fachadas quedan embutidas bocas de garaje, rampas y rejas, un pie forzado que raramente mejora el ritmo de las casas. Algunas promociones han intentado organizar con elegancia la reiteración volumétrica del modelo, pero son las menos. Predomina la pomposidad abarrotada; como en los dibujos infantiles, los elementos de expresión —ojos y boca— llenan hasta rebosar el rostro: en estos frentes de casa, cónclaves de balaustradas, tejadillos y molduras ofuscan la mirada; todo el programa se agolpa ingenuamente en las fachadas, erizadas por añadidura de marcas de propiedad y prohibiciones de acceso y estacionamiento.
Los valores colectivos generados son escasos. Incluso en urbanizaciones de alto nivel de renta, las aceras tienden a ser estrechas y poco disfrutables; los altos setos hacen túnel y no permiten columbrar amenidades. El comercio se concentra en espacios especializados, sobre planchas de suelo artificial, sin pretender aportar nada que no sea el mínimo internacional de estos lugares. El laberinto de calles y fondos de saco carece de orquestación. La orografía original no es celebrada ni aprovechada; las orugas de casas en procesión parecen trepar ciegamente, subiendo y bajando lomas sin mirarlas; hay paredones, muros de contención y taludes innecesarios, producto de las prisas por poner en el mercado una parcela. Los escasos restos patrimoniales —ermitas, almazaras, haciendas—, no logran alzar su voz en medio de la general cacofonía. Todo el sistema es intensamente dependiente del automóvil, sin el cual estos barrios de adosados colapsarían. La SE-40 agravará el problema, alentando nuevas y alejadísimas urbanizaciones desconectadas del conjunto aljarafeño, creando espacios estrangulados, desfigurando nuevos ruedos urbanos, y disparando el uso del coche.
Nuevos emblemas: La construcción en Bilbao del centro Guggenheim y su éxito como revitalizador de la ciudad avivaron una peligrosa tendencia urbanística, ya perceptible antes. Los políticos, que tienden a imitarse unos a otros, probablemente porque leen poco, vieron en la receta una fórmula infalible para sus ciudades. En todo caso, el camino venía abonado por la moda internacional de arquitecturas de espectáculo, grandes edificios pregonados como icónicos antes de demostrar que lo son. En Sevilla se sucedieron dispendiosos gigantes, cuyo precursor es la inútil mole del estadio olímpico: la torre Pelli, las Setas de la Encarnación.
Ante la irrupción de estos supuestos heraldos del porvenir, gran parte del debate se formula en términos futurísticos. Quienes defienden la nueva obra arguyen que hay que tener la valentía de los rompedores; que los choques visuales son estimulantes; que la arquitectura siempre se ha implantado por derribo de lo anterior. Los que se oponen
quedan tácitamente tildados de carcamales retardatarios, de rancios defensores de la ciudad encorsetada y meliflua, de pazguatos sin visión. Y es difícil que el intercambio de ideas se enriquezca cuando la pugna se traba en estos términos.
Claro que los defensores de estos aldabonazos de sensación suelen citar siempre casos de éxito —Guggenheim, torre Eiffel—, que inicialmente toparon con la desconfianza de los guardianes del decoro urbano. Pero olvidan rastrear en su memoria las mucho más frecuentes historias de fracaso. La torre de los Remedios, en la República Argentina (1954-1976), destinada a situar la ciudad en la plena modernidad, ¿qué dinámicas beneficiosas creó? En el paisaje de este lado del río, nadie se molesta en alzar la mirada para contemplarla: es un anodino corpachón molesto, que crea a sus espaldas una invivible calleja siempre en sombras.15
Las ciudades históricas, que tienen un nombre en el mundo, poseen un potente carácter, sedimentado por los siglos. Esta signatura las hace singulares e irrepetibles. Como argumenta Settis,16 preservar la personalidad urbana es parte crucial de su buena administración. Y las obras gigantescas del mercado mundial, al introducir acentos de estrepitosa distracción, pueden hacer descarrilar el engranaje de sutiles distinciones que componen el carácter. ¿Acaso es Sevilla reputada como centro financiero internacional? ¿La ciudad de la finura, la proveedora de mitos para la ópera, resulta ser también un embrión de la City de Londres? Al menos eso parece deducirse de la unánime voluntad política, de izquierda a derecha, que aplaudió romper la hucha de un monte de piedad para erigir, con los ahorros de todos, la torre Pelli.
O pensemos en las Setas. Ciertamente no fructificó aquí una atenta lectura del tejido urbano sevillano, como la que llevó a Aldo Rossi a intervenir en el Corral del Conde. El proyecto de la Encarnación, creado por Jürgen Mayer H., que declaraba no conocer la ciudad, era una instalación coetánea y hermana espiritual de la moda de los coches tuneados y los videojuegos. Su construcción, saludada por cierto éxito social, crea diplopia en los visitantes a la ciudad: ¿sigue siendo Sevilla la vieja y sabia metrópolis del sur, o aspira más bien a convertirse en una filial de Disneyland? ______________
1. Morshäuser, Bodo (1998) Liebeserklärung an eine hässliche Stadt: Berliner Gefühle. Fráncfort: Suhrkampf. 2. Van acker, Wouter; Mical, Thomas (eds.) (2020) Architecture and Ugliness: Anti-Aesthetics and the Ugly in Postmodern Architecture. Londres: Bloomsbury Visual Arts. 3. haydn, Hermann (2017) «Ugly Munich: Wo die Stadt hässlich ist» [entrevista a Eugene Quinn]. Eigensinn Magazin, 24.10.2017. 4. La imagen es de Pasolini, que evoca en Roma un «vicoletto diuretico», callejuela convertida en urinario por la juventud: Pasolini, Pier Paolo (1991) Passeggiate romane. Le Livre de Poche, p. 66. 5. «Sur notre âge d’homme jeune pèse l’infinie laideur des salles d’école, une laideur rongeant, comme le vice, le cœur, le cerveau, la chair» : Van de Velde, Henri (1916-1917) Les formules de la beauté architectonique moderne. Weimar: Cranach Presse; p. 5. 6. de certeau, M. (1980) L’invention du quotidien. I. Arts de faire. París: UGE; p. 151. 7. «Gene Kelly passou por aqui num dia de chuva. / Dançou com as velhinhas de muletas atravessando / no vermelho para peões, rodopiando fora das passadeiras»: Branco, Rosa Alice (2006) Deletrear el día. Monte Ávila Editores Latinoamérica; p. 236. 8. «Where the cultured catch an effect, the uncultured catch cold»: Wilde, Oscar (1905) «The decay of lying». En Intentions. Essays. Nueva York: Brentano’s; p. 41. 9. «quem vem de outro sonho feliz de cidade / aprende depressa a chamar-te de realidade / porque és o avesso do avesso do avesso do avesso»: Veloso, Caetano (1978) «Sampa». 10. «Aquí el incierto ayer y el hoy distinto / Me han deparado los comunes casos / De toda suerte humana; aquí mis pasos / Tejen su incalculable laberinto»: Borges, Jorge Luis (2002) «Buenos Aires». En Obras Completas II. Buenos Aires: Emecé; p. 325. 11. Rodrigo y Felipe Medina Benjumea, 1955-1960. 12. Ricardo Espiau Suárez de la Viesca, 1960. 13. A veces se ha evitado este efecto colocando el bloque sobre un pedestal de formas regulares, que regulariza las fachadas hacia la calle. Otras veces, diseñando los encuentros entre alas de manera que los ángulos sean muy abiertos. 14. El urbanismo en lengua alemana da importancia al borde urbano (Stadtrand) como hecho paisajístico, y promueve la definición de cesuras, para asegurar que cada población sea perceptible como unidad separada: laMPugnani, V.; noell, M.; BarMan-kräMer, G.; Brandl, A.; unruh, P. (eds.) (2007) Handbuch zum Stadtrand. Gestaltungsstrategien für den suburbanen Raum. Basilea: Birkhäuser. 15. Lo mismo puede decirse de la torreta de Écija, el rascacielos de once plantas que superó en altura a las célebres torres históricas de la ciudad. O del estadio de Vitrolles, de Ricciotti (1994). 16. settis, Salvatore (2020) Si Venecia muere. Madrid: Turner; p. 11.