Guardián invisible

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CLUB DE LECTURA AS MIL E UNHA HISTORIAS IES PLURILINÜE SAN ROSENDO DE MONDOÑEDO

Partiendo de la lectura de El guardián invisible, donde la Naturaleza y las leyendas forman parte del desarrollo de la trama, hemos recogido y versionado leyendas que nos han contado o forman parte de nuestro entorno.


Eran las doce Eran las doce. Las almas se levantaron, encendieron sus luces y comenzaron a caminar, cubiertas por sus túnicas blancas. Los animales huyeron del lugar, espantados por la presencia de los espíritus que avanzaban murmurando plegarias. Eran las doce. Un hombre se levantó y se dirigió a la iglesia del pueblo. Allí recibió una cruz de hueso y un cubo con agua bendita y empezó el camino dirigiendo a las almas. Su figura era escuálida y estaba pálido. Ningún médico había sabido remediar su enfermedad y, poco a poco, la vida lo abandonaba. Eran las doce. Un viajero avanzaba por los caminos, deseando llegar a una aldea en la que alojarse. Estaba cansado, tenía hambre y el camino era difícil. Además, las campanas habían empezado a sonar, los perros ladraban a pesar de ser ya muy tarde y se intuía una presencia inquietante en el ambiente. La Santa Compaña se desvió del camino para acercarse a una casa donde vivía un hombre poco querido en el pueblo. Se entretuvieron intentando molestarle. Llamaron a la puerta, pero nadie abrió, por lo que volvieron de nuevo al camino. Avistaron a un caminante que llegaba a la encrucijada y fueron a por él. El viajero estaba cada vez más cerca del pueblo. Pero cuando llegó al cruce de caminos vio claro que nunca llegaría a la aldea. Hacia él avanzaba la siniestra fila de ánimas. Se quedó paralizado, intentando buscar una salida. Mientras, la procesión continuaba su camino, implacable. Estaban casi a su lado. En el último segundo, se lanzó a uno de los lados del camino y allí se quedó, hecho un ovillo. Cuando creyó que el peligro había pasado, se levantó con cuidado, aliviado por haberse salvado de la muerte, o de algo peor. Pero la Santa Compaña no se había ido. Una mano lo agarró del brazo y lo atrajo hacia la cola. Intentó soltarse, pero sólo consiguió que el fantasma apretara más fuerte. Angustiado, contempló cómo el humano que presidía la procesión se acercaba a él y extendía el brazo para pasarle la cruz. Y, esta vez sí, sus manos la aceptaron, igual que harían cada noche a partir de aquel momento. Mientras se dirigía resignado a su puesto al frente de la procesión, vio la delgada silueta del hombre al que había sustituido caminar de vuelta al pueblo, ya liberado de su carga. La carga que ahora le correspondía a él soportar hasta que encontrase a otro a quien pasársela. Carmen Pavón Souto, 2ºA


Existe la leyenda de que cuando fue la Guerra Civil, Mondoñedo servía de hospital para la tropa del bando franquista, y en medio de todos los caídos, murió un musulmán que se había alistado voluntariamente. Sus compañeros le tenían especial afecto, y un día fueron todos al Monte de Cora y lo enterraron allí. Se dice que sus asesinos lo habían matado de forma astuta, con un juego que en realidad era una trampa directa a la muerte. También se rumorea que su espíritu vaga por las montañas y que engaña a todos los viajeros perdidos que llegan allí diciéndoles que si encuentran las palabras que hacen andar a sus bueyes de oro, él se los regalará. Al final, todos se desesperaban tanto intentando encontrar esas palabras que se volvían locos y se quedaban en la montaña hasta que morían de hambre o sed por no pensar en otra cosa que los bueyes. La leyenda fue tan creída y comentada que Álvaro Cunqueiro la escribió para el discurso de ingreso en la Academia Gallega de la Lengua en 1964, con el título “Tesoros nuevos y viejos”, que decía: “…salía tocando el cuerno un moro vestido de amarillo, que dicen que guardaba dos bueyes de oro, los cuales serían para quien supiera las palabras que los hagan andar. Son nueve y en verso…”

Aurora Rodríguez García, 1ºBAC


AQUELLA TARDE DE FINALES DE JUNIO Cuando para tranquilizarte bastaba con quedarte callada y ver como todo se silenciaba a tu alrededor, cuando los pájaros que habitaban los bosques aún cantaban por gusto y no para contentar a los campistas más curiosos, cuando el frío invernal solo era combatible con el calor del fuego de la cocina de leña y cuando el aroma a pan recién hecho era un perfume más que añadir a tus ropas cada domingo. Era por aquel entonces cuando yo vivía en la casa del pueblo con mi abuela. Rosa, así se llamaba ella. Siempre había tenido especial preocupación por su imagen, algo relativamente extraño para una persona cuya vida transcurría sin rozar la línea de la belleza. Su rostro se veía ya deteriorado, sin dejar claro si la causa era el paso de los años o las heridas que estos fueron dejando en ella. Sin embargo, tiempo atrás, mi abuela había estado sin problemas a la altura de la elegancia que llevaba implícita en cada una de las cuatro letras de su nombre. Sus cabellos, que ahora alcanzaban ya el tono grisáceo de la niebla matutina de diciembre, algún día había dejado caer sobre su pecho, divertidas, unas cuantas ondas de color castaño claro; y sus ojos, que conservaban a duras penas ese brillo cristalino a través del que se podían observar fácilmente sus sentimientos, tiempo atrás bien podían haber pertenecido a alguna figura divina. Yo siempre fui partidaria de creer que preocuparse por su estética era la única forma que mi abuela conocía de ocultar lo que le podía suceder, aunque luego, con mirarla fijamente a los ojos podías saberlo sin dificultad alguna. Cada mañana, antes de bajar a la cocina a encender el fuego o a comenzar a preparar el chocolate que me obligó a tomar cada mañana que pasé en el pueblo, mi abuela se sentaba en una butaca verde de terciopelo milimétricamente colocada frente a un gran espejo que se había hecho sitio en una esquina de la habitación que algún día había pertenecido a mi madre, pero que por aquel tiempo había sido ocupada por algún que otro recuerdo que se intercalaba con el sonido de varios llantos contenidos. Allí permanecía fría, casi tan inmóvil como una estatua de piedra, mirando con cierto embeleso una imagen suya, de mi madre. Entonces rompía a llorar. Lo hacía en silencio, para que yo no la viera ni sintiera. Lo que mi abuela no sabía era que ya comenzaban alcanzar un número considerable las veces que yo me había quedado observándola desde la puerta, maldiciendo no poder acercarme y abrazarla. Sabía lo mucho que la incomodaba que la viesen llorar y que solo conseguiría aumentar su sentimiento de culpabilidad por hacerlo delante de mí. Nunca habíamos llegado a hablar sobre lo que había pasado esa tarde de junio, la tarde en la que las dos habíamos perdido lo que más queríamos. Pensaba a menudo en todo aquello, en todo aquello que sentí, todo aquello que viví y todo aquello que fui obligada a superar a la fuerza. Era 24 de junio y mi abuela siempre había sido muy maniática con todas las leyendas que rodeaban el día de San Juan, teniendo especial obsesión con guardar un ramito de hinojo en casa para así espantar a las “meigas”. Para que el remedio funcionase, el hinojo debía ser recogido la víspera de San Juan y sobre él debía caer el rocío de esa noche. Siempre había sido ella la que se encargaba de salir a recogerlo, sin embargo aquel año fue incapaz. Se había pasado buena parte del invierno con gripe y que la llegada de la primavera la pillara con las defensas bajas solo había facilitado que las fiebres continuaran. Descrita por muchos como una experta en el arte del tremendismo, mi abuela no dejaba de decir entre lamentos que su último deseo era que mi madre y yo estuviésemos a salvo. Lo que se traducía en una visita obligada al bosque en busca de unas cuantas ramas de hinojo. Debido a que mi abuela no podía quedarse sola, mi madre me ordenó


permanecer a su lado mientras ella salía a buscar la hierba. Yo la quería mucho, siempre habíamos mantenido una relación muy especial, que se había visto reforzada especialmente cuando nos fuimos a vivir con ella al pueblo. Mientras que a muchas niñas de mi edad les gustaba pasar las tardes jugando a la cuerda o a la mariola en la plaza, yo prefería sentarme en la hamaca de mimbre que tenía en su cuarto, mirarla y dejar que el tiempo transcurriera mientras me contaba historias sobre su juventud. Ella sabía que yo era feliz así, por lo que aun a pesar de que la gripe la desganaba, mi abuela hizo un esfuerzo por entretenerme del mismo modo ese día. Sin embargo, su voz se quebraba cada vez que pronunciaba unas pocas palabras y eso solo le sucedía cuando estaba preocupada por algo. Saber que algo incomodaba a mi abuela, unido al hecho de que mi madre llevaba ya al menos dos horas fuera de casa, hacía que yo comenzara también a reflexionar sobre lo que podía estar pasando. Mi imaginación había sido alabada por muchos y criticada por otros, estaba harta de escuchar como decían que mi capacidad para crear historias de la nada era admirable o lo infantil que era por hacerlo. No obstante, era algo natural, que me salía solo. Por eso, en seguida comencé a fantasear sobre un blanquecino caballo mágico que había recogido a mi madre mientras caminaba por el bosque y la había llevado a visitar un mundo magnífico o con un pequeño duende que, saliendo de detrás de una roca cercana a la fuente, la había entretenido durante tanto tiempo contándole como era su día a día. Yo era una niña de ocho años, por lo que resultaba difícil que pudiera llegar a imaginarme alguna historia en la que algo malo le sucediese a mi madre. Con el murmullo de las historias de mi abuela que dejaban un poso sonoro en el ambiente capaz de tranquilizar al ser más nervioso que pudiese existir sobre la faz de la tierra y creando historias en mi cabeza protagonizadas por personajes fantásticos, me dormí recostada sobre el cojín rojo de seda que cubría uno de los brazos de la hamaca. No sé cuánto tiempo pasé durmiendo, pues lo siguiente que recuerdo es la imagen de mi abuela de pie frente a mí con los ojos llorosos, sujetando un pañuelo de tela empapado en lágrimas. Estaba vestida de negro y su gripe había sido cubierta por una película de tristeza y amargura. Solo me dijo: “Vístete, bonita, que tenemos que salir”. Al principio no le encontré sentido, ya estaba vestida, pero me percaté de lo que estaba pasando, mi mundo se venía abajo y mi abuela y yo no podíamos derrumbarnos junto a él. Mi madre había muerto. Aquel fue el peor año de mi vida sin lugar a dudas. Nunca volvimos a mencionar lo sucedido. Solo me ayudó ver a mi abuela camuflando su fragilidad ante mis ojos, forzada a cuidar de mí como una madre. Sabía que eso no le importaba, sabía que ese no era el motivo de sus llantos cada mañana frente al espejo. Lo único que sucedía era que había perdido a una hija y eso es lo último que una madre podría querer vivir.

Fátima Reino, 1ºBAC


“A Cova do Rei Cintolo” Supongo que todos los que leáis este relato conocéis Mondoñedo; pues bien, aquí es donde se lleva a cabo la historia que voy a contar. Yo, sinceramente, nunca he creído en las brujas, “meigas” como aquí las llamamos, leyendas o cuentos. Siempre me he limitado a escuchar historias. Las procedentes de mi abuela en esas noches de invierno al lado de la cocina de leña eran las mejores, aunque también destacaría las que cuentan mis amigas para intentar asustarnos. Yo nunca me he decidido a contar ninguna, lo mío no es la Literatura. Esta vez, y como es el cumpleaños de Noelia, haré una excepción: Es invierno y, cómo no, en Galicia llueve. El despertador suena y por una vez ella no lo maldice, sabe que hoy no será un mal día a pesar de abrir las contraventanas de su dormitorio y ver que ni siquiera es capaz de ver el garaje con tanta niebla. Va a coger la ropa y no, su chaqueta nueva no está en el armario así que tendrá que llevar la de siempre. Recuerda por un momento que no está porque aún se la dio ayer a su madre para lavarla a pesar de que ya se la había pedido hace como cuatro o cinco días. Como dice su madre, siempre deja todo para el final. Hace mal día, no tiene su chaqueta y aún encima se han terminado los cereales para desayunar. Vale, quizá no vaya a ser tan buen día como pensaba. La única razón por la que lo iba a ser era porque ese día, a la salida del colegio, se quedaría en Mondoñedo con sus amigas y celebrarían el cumpleaños de Noelia juntas. En fin, llegan las nueve y Diego, su vecino, llama a la puerta y se van a la parada del autobús. Empiezan a hablar de que anoche la abuela de Diego le dijo que antiguamente en Mondoñedo estaba el castillo más grande de los alrededores y en él vivía un rey. - Creo que se llamaba Cintolo- dice Diego. - Sí, puede ser, como el de las Cuevas del rei Cintolo, yo quiero ir a visitarlas. ¿Qué pasó con el rey? - Nada, solo me dijo eso y lo peor de todo es que yo le dije que en Mondoñedo no había podido haber un castillo tan grande y ella dice que sí lo hubo, como si realmente fuera cierto. Yo ya no sé qué creer, a lo mejor sí lo hubo. - Sí…puede que hubiera un rey pero lo del castillo ya no sé. Llegan al instituto y a primera hora clase de Gallego. ¿Sabéis cual era la tarea para ese día? Buscar una leyenda relacionada con Mondoñedo ya que Galicia es “o berce dos mitos”. Una de ellas decía que antiguamente Mondoñedo se llamaba Bría, otra que era el más próspero de los lugares de Galicia, a partir de ahí ya se había evadido y estaba pensando en lo que le había contado su vecino. Se fue pasando la mañana, por fin llega el recreo y se va con sus amigas a buscar el bocadillo, son de costumbres fijas y siempre lo comen al lado de la librería. Ese día aparecía en la revista “Hola” un artículo con una foto del rey D. Juan Carlos y su hija, la infanta Elena. Se pusieron a comentar de que el rey decía, que no tenía prisa en que su hija se volviera a casar porque en realidad los pretendientes lo que querían era el dinero. No se podía creer que en el recreo del colegio se pusieran a hablar de eso, pero en realidad tampoco tenía ningún tema más importante que no fuera pensar en exámenes o la fiesta de la tarde. Entraron en clase de nuevo hasta las tres de la tarde, cuando se fueron juntas y, oficialmente, empezó el cumpleaños. Como siempre se pasaban a coger provisiones en el supermercado para toda la tarde e iban a casa de la tía de una de sus amigas y comenzaban a contar historias. Esta vez parecía que iban a ser historias de miedo. Empezó Aurora, apagó las luces y todas se juntaron enfrente, apoyadas a la pared.


- Pues resulta que había una vez aquí un conde llamado Hollvrudet, que estaba muy enamorado de una princesa llamada Xila. Ahí ya empezó a tener miedo, al oír el nombre, pero no dijo nada porque ya conocía las historias de Aurora, lo hacía para asustar. La última vez a una niña se le cayó una mano y misteriosamente esa mano se seguía moviendo sola y Aurora les agarró los pies y todas comenzaran a gritar. Por lo tanto, se tranquilizó y siguió escuchando. - Resulta que Xila nunca tuvo mucha prisa por formar una familia, sabía que los pretendientes querían el dinero de su padre… Se estaba acordando del recreo, del rey J. Carlos y la infanta Helena. Ya estaba asustada. ... pero con Hollvrudet todo les iba bien y era la primera vez que el pueblo parecía estar de acuerdo con la pareja. Incluso ya se pensaba en boda, hasta que un día a las puertas del castillo del rey Cintolo, el padre de Xila… Ahí ya cogió la mano de Cristina, que tenía al lado, porque se acordó de lo que le había dicho Diego. Aurora continuó… …se presentó el rey Tuba de Oretón con su numeroso ejército. Tuba envió una carta a Cintolo diciéndole que se oponía a la boda porque quería casarse con su hija y que solicitaba un encuentro personal con el rey; si no se le consentía, él mismo entraría y raptaría a su hija. En el castillo todo el mundo estaba asustado hasta que el conde Hollvrudet, locamente enamorado de Xila, dijo que él se enfrentaría cuerpo a cuerpo con el rey de Oretón. Sabía sinceramente que tenía posibilidades de ganar, ya que era fuerte y hábil con las armas. Sin embargo, Tuba era gordo y no parecía tener esa habilidad, pero sin lugar a dudas Tuba aceptó la apuesta. El rey de Oretón sabía que no iban a ser las armas lo que le diera la victoria, sino otra arma mucho más poderosa como lo es un conjuro. Porque en realidad, Tuba era brujo y estaba rodeado de otros de igual condición. Así que cuando se acercaba la hora, todos se prepararon y mencionaron el conjuro. ¡Un gran trueno hizo retumbar todo Bría! ¡AHHHHH!, gritó Cristina, porque le tenía la mano tan fuertemente agarrada que cuando Aurora dijo Bría le clavó las uñas. Perdón, le dijo, mientras que pensaba en la clase de Gallego de la primera hora. El castillo se vino abajo y con él todo el personal que había dentro, pero Hollvrudet consiguió salir ileso y le clavó la espada en el corazón al rey de Oretón. Se dio la vuelta para volver al castillo, pero comprobó que todo había caído, incluida su amada que estaba en el castillo, en un enorme hoyo, construyendo una cueva. Se metió dentro, pero tan solo pudo ver pasadizos, pilares y riachuelos…ningún rasto de Xila, Cintolo o los sirvientes. Bueno creo que no se me da bien contar historias, seguro que todos estáis diciendo que no os ha dado miedo. Bueno yo lo he intentado. ¡Huy, se me olvidaba! Mi nombre es Xila y ya es hora de que vuelva a la cueva, pronto me llamará el brujo, él es el encargado de mantenerme aquí prisionera. Aunque con los años ya nos hemos hecho amigos. Me ha contado que hace mucho tiempo trabajó para un brujo muy poderoso llamado Tula y se hacía pasar por rey de Oretón. Ahora, bueno…, ya hace unos años, me deja salir unos minutos a las doce de la noche. Normalmente recorro Mondoñedo en busca de mi amado. El se llama Hollvrudet, pero hoy he decidido hacer una cosa distinta, mañana volveré a buscarlo. María Taboada Pena 1º BAC


Cova do rei Cintolo Mi madre siempre dijo que las leyendas tienen una base real, pues bien, al menos en esta ocasión, estaba en lo cierto. Yo llevaba toda la vida viviendo en un pueblo del norte de Lugo, Mondoñedo, y todos los ciudadanos estaban al corriente de la leyenda de la Cova del rei Cintolo, pero siempre se vendió como un cuento chino para atraer turistas y vender entradas a las Covas, algo que contar a los nuevos habitantes del pueblo. Como todo buen mindoniense, en cuanto se me presentó la oportunidad, relaté esta leyenda con la mayor verosimilitud posible a una nueva compañera de clase, Mónica. Se lo creyó a pies juntillas. Traté de explicarle que no era cierta pero se empeñó en ir allí. Esa misma tarde había perdido a un familiar cercano y supongo que querría tener una pequeña esperanza de que los muertos pueden volver a la vida. Aquella misma tarde la acompañé a la entrada de las Covas, pero cuando llegamos yo le dije que la esperaba allí. No era día de visitas, por lo que no había nadie en la puerta; una pequeña valla se interponía entre Mónica y su destino, y no dudó en saltarla. Esperé allí una hora. Dos horas. Tres horas. Cuando anocheció llamé a la policía. Estaba realmente preocupada por Mónica; al fin y al cabo... ¿no era culpa mía que hubiera entrado en las Covas? Una patrulla, junto con un guía que se prestó a colaborar, revisaron todas las Covas, sin hallar rastro alguno de Mónica. El guía insistió en que todo seguía como antes, excepto quizás, una planta con una extraña forma de cara en su tallo... Mónica, con una expresión de terror en el rostro, me miraba desde el enclenque tronco de la maltrecha planta. Desde aquel día Mónica vuelve todas las noches a recordarme que no me culpará de su muerte, que algún día irá a salvarla algún valiente caballero... Noelia Cartoy Pacín 1ºBAC


LA ROCA HABLADORA El domingo pasado fui con mis padres a ver a mi abuelo. Todos los domingos vamos a verlo para ayudarle con las tareas domésticas y con el cuidado de los animales. Después de comer, estuve viendo la televisión y hablando con alguna amiga por teléfono, tarea que no pude terminar porque el perro de mi abuelo, Llanco, estaba muy nervioso y deseoso de ir a dar un paseo. Aunque la idea no me apasionaba, ya que no me gusta mucho pasear por Zoñán, cogí la correa y se la abroché para ir a caminar. Estuvimos andando un buen rato en dirección a la aldea más próxima, llamada Estelo. En un punto del camino, un lugar que se llama O Morollo, escuché la voz que decía: “Ábrete roca y come a esa niña”. Llanco no paraba de ladrar y gruñir. Me asusté y empecé a correr monte abajo seguida del perro. Cuando llegué a un campo cerca de casa, me senté a descansar, ya que el corazón se me salía por la boca. Empecé a recordar una leyenda que mi abuelo me contaba desde pequeña. Esta narraba que en O Morollo había una roca que hablaba y podía comer a niños y jóvenes. Cuando andaban por allí los niños dando de comer al ganado tenían que tener mucho cuidado con la roca porque, si hablaba y le escuchaban decir: -Ábrete roca y come a este niño-, la roca se abría y lo engullía para siempre. Nunca más volví de paseo por aquel lugar y siempre que el abuelo cuenta la leyenda se me ponen los pelos de punta y el corazón me va a mil por hora.

Trabajo realizado por Alba Rivas Cabanas


Una historia del bosque de Silva Hace mucho tiempo se decía que en el bosque de Silva vivía una bruja. La gente que iba allí todos los días decía que a veces encontraba ropa tirada, comida y hasta un zapato. Se decía que la bruja era muy poderosa y que con solo mirarla podías morir, pero si ibas con buenas intenciones ella te ayudaría. Hombres y mujeres acudían allí en busca de ayuda y muchos de ellos salían con lo que le pedían o con la esperanza de saber que algún día conseguirían su propósito, pero había otros que no volvían. Así le había pasado al marido de una mujer que vivía en una aldea cercana. Esta, al ver que no regresaba, salió en su busca, entró en el bosque y encontró a la bruja. Le preguntó dónde estaba su marido y la bruja, al ver sus buenas intenciones le dijo: “Tu marido está sentado detrás de mí”. La mujer fue a mirar y lo vio, pero estaba muerto. Le pidió ayuda a la bruja y, cuando esta non se la dio, se le tiró encima y comenzó a arañarla. Del golpe recibido, la bruja se quedó inconsciente, pero cuando la mujer salía del bosque oyó: “Todas las noches cuando estés a punto de dormirte, recordarás lo que me has hecho”. Y todas las noches decía la mujer que sentía como si la estuvieran arañando y todas las mañanas se levantaba con moratones en los brazos. Desde entonces la bruja dejó de ayudar a la gente y por eso nadie entraba en el bosque de día ni de noche, por el miedo a acabar muerto como tantos otros. Esa era la historia que todos los niños sabían, la que sus padres y abuelos les habían contado. Nada de ir al bosque -decían sus madres- ni se os ocurra pasar la linde. Pero Pedro no podía con la curiosidad, soñaba por las noches que encontraba a la bruja y que esta le concedía un deseo, comía pensando qué comería la bruja, jugaba pensando cómo se entretendría la bruja… y así todos los días. Quería entrar en el bosque, pero no quería ir solo, así que convenció a su amigo Marcos de lo divertido que sería comer la merienda allí y después volver y contar al día siguiente en la escuela lo que habían hecho. Marcos, que siempre quería destacar, no se pudo negar y así fue como al día siguiente los dos amigos cogieron la merienda y fueron en dirección al bosque, no sin antes recibir la habitual advertencia de sus madres, que les dijeron: - Nada de ir al bosque, ya lo sabéis, y no os alejéis estos días del pueblo que han desaparecido dos comerciantes viniendo hacia aquí y a saber quién se los ha llevado. - Pero… si seguro que no les ha pasado nada. - Pues sí que les ha pasado algo, sí. Llevan seis días desaparecidos y no quiero que andéis por ahí pensando que es una broma. Tened mucho cuidado y jugad en la plaza que es mejor. Pero ellos no querían renunciar a ir al bosque, Pedro porque quería ver a la bruja y Marcos… no podía perder la ocasión de ser el primero en hacerlo. Sin embargo, no eran los primeros en intentarlo, no, muchos valientes e incrédulos antes que ellos habían intentado entrar, pero siempre había alguien que los veía y les decía: “Venga salid de ahí y volved a casa. Que no os vuelva a ver por aquí”. No obstante, tras la desaparición de esos comerciantes la gente se acercaba menos al bosque y nadie los vio entrar. Después


de andar unos metros se sentaron y se pusieron a comer; después de acabar jugaron y jugaron… Pedro quería adentrarse más y Marcos pensó, cuanto más mejor, así que siguieron y tras media hora o así vieron un pequeño claro en el que había una casa. Era una casa pequeña y muy bonita, la puerta estaba abierta y entraron, dentro había dos hombres sentados en un banco que miraban cara al techo sin moverse. Marcos se acercó y le tocó a uno el hombro. Al momento este cayó como si estuviera muerto; al ver aquello Marcos se marchó corriendo, pero Pedro estaba totalmente hipnotizado por la puerta que tenía delante, era muy extraña, ¡no tenía cerradura! Por ella salió una mujer; era muy muy vieja y lo miraba atentamente. Le preguntó algo, pero él no entendía lo que decía así que le dio la mano y le sonrió. La bruja hizo lo mismo y, moviendo la mano, hizo que los comerciantes se despertaran y se marcharan. Pedro le preguntó por qué los secuestrara y la bruja sólo le dijo: “Yo protejo mi bosque”.

Pedro no volvió a entrar en el bosque, pues comprendió que allí no se le perdía nada y Marcos… no durmió en un mes debido al miedo que le habían causado aquellos hombres. Sara Muíña, 3ºB


UNA CASA DE ÁRBOL Esta es la historia de Issabella, una joven que se quedó sin padre en un asalto y, posteriormente vagó sin rumbo hasta llegar a San Martín. Todos en el pueblo se preguntaban quién sería la joven bella, Ajena a todo lo que se rumoreaba de ella, decidió instalarse a la sombra de un roble. Los jóvenes más curiosos del pueblo iban allí con la excusa de llevarle comida o ropa limpia. Pero en realidad, corrían a ver a Issabella para cortejarla, aunque ella no les hacía mucho caso. Un día de agosto a pleno sol Issabella salió a dar una vuelta por el lugar. Llegando a los límites del pueblo, la joven vio a unos hombres segando e l trigo y se acordó de su padre. Él antes había trabajado para un señor rico y le pagaba por cuidarle las tierras y mantenerlas siempre productivas. Issabella comenzó a llorar amargamente hasta que un grupo de jóvenes agricultores la vio y se acercó a sabe qué eral o que le pasaba. - ¿Por qué llora una dama tan bella como tú= -dijo el que parecía el cabecilla. Issabella se enjugó las lágrimas y se lo quedó mirando. Era un hombre apuesto, musculoso y de ojos azules como el cielo. - No, por nada. Además, si te lo contara seguro que te reirías de mí. - Prueba a ver. Por cierto, me llamo Fermín. A Issabella le dio vergüenza e intentó irse, pero entonces apareció a caballo Remo, el hijo del señor de esas tierras. - ¿Quién es esta joven? –inquirió, visiblemente emocionado. El chico que le había hablado antes salió en su defensa. - Es mi prometida, señor. Remo hizo un gesto de desagrado y se fue. - ¿Por qué has dicho tal cosa? –quiso saber Issabella cuando él la acompañó a su casa. - Para librarte de su yugo. Se ve a leguas que le interesas como mujer y las criadas de palacio dicen que es engreído, rencoroso y las trata como un simple objeto sexual. Issabella se lo quedó mirando y se rio. Nadie había hecho nunca nada así por ella y descubrió que le gustaba la sensación. Un día, mientras intentaba llegar a una rama baja del árbol, resbaló y casi se da de bruces contra el tronco. Pero en lugar de eso cayó hacia delante cen un suelo acolchado de tierra. Descubrió que era el interior del roble y eso le daba un cobijo para las duras noches del invierno ya próximo. Fueron pasando los meses y cada vez se veían más Issabella y Fermín. Se habían hecho buenos amigos, pero en el corazón del muchacho se estaba fraguando algo más que un simple cariño fraternal. Por otro lado, Remo no desistió en su empeño con la muchacha e hizo averiguaciones. En una ocasión, estando Fermín e Issabella de paseo, Remo se presentó ante ellos exigiendo a la joven como mujer. - Por mucho que su padre sea mi señor, no voy a permitir que venga a llevársela por la fuerza. - ¿Y qué vas a hacer? Ya he descubierto que ella no es tu prometida y que está sola. Lo mejor que puede pasarle es tener un esposo que le de riquezas y no un patán que la haga trabajar el resto de su vida.


Fermín no pudo aguantar sus insultos y se enzarzaron en una pelea. Issabella, al verlos, como no sabía qué hacer, les puso un ultimátum. - Me casaré con aquel que consiga abrazar mi casa. Mañana a las tres de la tarde, vendréis allí, cada uno con cinco hombres e intentaréis abrazar el roble. El que lo consiga tendrá el privilegio de poder casarse conmigo. Fermín, al escuchar eso, se encaró con Issabella: - ¿Te lo vas a jugar todo a una sola carta? Ella no le contestó al momento. Esperó a que estuvieran a solas para explicárselo todo. Tranquilo, Fermín. Ya verás como vas a ser tú quien gane. ¿Y si no es así? Ganarás, te lo aseguro. Tengo un as bajo la manga. Al día siguiente, a la hora acordad, estaban allí los tres con los diez hombres que les ayudarían. Los de Remo eran sirvientes de palacio y los de Fermín, jóvenes agricultores y amigos de toda la vida. Muy bien –dijo Issabella-. Ahora que estáis todos, voy a explicarme. Los que quieran casarse conmigo dirán lo que tiene para ofrecerme y después intentarán abrazar el árbol. Si las manos de todos no se agarran, lo intentará el otro. ¿De acuerdo? Primero empezará Remo. Yo te colmaré de joyas y oro, te haré la mujer más rica de la comarca; tendrás un castillo y una veintena de criados y sirvientas a tu disposición. Y si quieres más tierras, conquistaré todos los territorios de los alrededores. Serás mi reina. Acto seguido, sus hombres y él intentaron abrazar el árbol. Se estiraron todo lo que pudieron, pero ni siguiera consiguieron rozar los dedos de sus compañeros. Fermín, es tu turno –dijo Issabella. Yo no tengo mucho que ofrecerte, ya lo sabes. Pero te haré mi esposa, construiré una casa para los dos, te colmaré de tantos hijos como tú quieras y, sobre todo, m e tendrás a mí a tu entera disposición. Les hizo señas a sus compañeros y se dispusieron a abrazar el árbol. Increíblemente se pudieron agarrar de las manos. Después de que Remo se fuera gritando y maldiciendo a sus sirvientes, ella le explicó a Fermín lo que acababa de ocurrir. Ven, ya verás. Juntos atravesaron la corteza del árbol y vieron en su interior una cama estrecha en una esquina y un armario pequeño a su lado. Al otro lado, una olla a la lumbre y unas sillas alrededor de una mesa. Estas fueron las cosas materiales que me prometiste. Por eso el árbol era más estrecho cuando tú quisiste aferrarlo. No estaba tan atestado como cuando Remo hizo sus promesas. Este árbol existe en realidad. Sé dónde está y, cuando era pequeña, pasé muy buenos ratos a su sombra con mis primos. Pero por más que he intentado introducirme en él, lo único que he conseguido es darme de bruces contra su tronco unas cuantas veces. Irene Cela Rego, 3ºA


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