Nuestras historias de detectives

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Nuestras historias de detectives

多Te atreves a leerlas?


Yo, adicta a la investigación Hoy, por fin, se dio por concluida la investigación que llevaba un tiempo estancada

en

algún

rincón

del

mobiliario

interno

de

mi

cabeza.

Recostada con desgana sobre la barra de un bar semidesierto de la parte baja de la ciudad en los que no suele ser habitual ver una dama, la tercera copa de martini parecía empujarme como de costumbre a ese tumulto de pensamientos que me hostigaban todas y cada una de las veces que resolvía un caso, ya fuese haber dado con el patrón del asesino en serie más temido de todo el país, aclarado las sospechas de infidelidad de un marido colérico o incluso ejercer de portadora de aquella noticia que ninguna madre quiere tener que conocer. Un cóctel de sentimientos semejaba embestirme de una manera irrefrenable, causando que la satisfacción de haber triunfado otra vez más en la resolución de algún misterio, comenzase a difuminarse entremezclada con brotes de odio, culpabilidad o incluso pasión, hasta conseguir ocultarse en su práctica totalidad volviéndose imperceptible ante los ojos de los demás y los míos propios. Hace ya más de un año que dejé de trabajar con la policía y empecé a hacerlo por mi cuenta. Harta de infravaloraciones y desprecios por parte de todo el cuerpo, engañados por mi condición de mujer, viéndome como alguien incapaz de triunfar en el campo de la indagación, pero guardando en el fondo su más profundo temor, que no era otro que el provocado por ser conscientes de que podía llegar a convertirme en un adversario inesperado dentro de la jerarquía de la comisaría. Sin embargo, las risas y comentarios que rebotaban en mi espalda cada vez que tenían la ocasión, acabaron siendo los causantes de que echara por la borda hasta la última gota de aquella fortaleza y frialdad que había llegado a considerar en momentos anteriores de mi vida dos de mis mayores cualidades. Esto me hizo hasta reflexionar sobre la clase de mujer en la que me incluiría la sociedad. Realmente continúo ignorándolo, pero afán por saber y capacidad deductiva no creo que me falten, tal y como muchos de mis antiguos compañeros de la policía habían insinuado en numerosas ocasiones anteriores.


El dueño del bar me observa desde el otro lado de la barra, mostrando en su rostro rasgos de impaciencia y conservando cierta esperanza de que decidiera abandonar su establecimiento de un momento a otro. Nunca me había gustado incomodar a la gente, excepto en un interrogatorio, por lo que me dispuse a pagar las copas que fuera consumiendo durante las interminables y amargas horas que había pasado allí inmóvil y que habían alcanzado ya un número lo suficientemente elevado como para hacer que mi cabeza pesara más de lo normal. Fuera la temperatura apenas llegaba a alcanzar los 6º, por lo que me abroché la cazadora de cuero con la que tantas hazañas había compartido y coloqué sobre el cuello mi bufanda de cuadros verdes. El frío se interponía con los pensamientos que llevaban toda la noche retumbando en mi cabeza, haciendo que recordara con mayor detalle todo el desarrollo del caso, del último que había resuelto formando parte de la policía. Cuando llegamos a la escena del crimen, el público que había asistido aquella noche al teatro del número 41 de la calle Marqués de Robles, estaba aún petrificado. Había pasado realmente muy poco tiempo desde que recibimos en comisaría la llamada del director del teatro, de voz entrecortada y respiración dificultosa, hasta que llegamos al espectacular edificio que presidía Salamanca desde las alturas. Todo había acontecido a velocidad de cañón, el tiempo empleado en el más mínimo pestañeo del espectador número 432 situado en la fila cuarta del lateral izquierdo había sido suficiente para que el telón se abriera, dejando descubierto ante los ojos atónitos de los allí presentes un panorama digno de la más típica serie policíaca americana.


En la parte central del escenario, pendiendo con la mayor elegancia que podía darse en un hecho de tal índole, permanecía sostenido por una estrecha cuerda enrollada el cuerpo de la actriz principal del musical. Ataviada con el atuendo que repetía cada noche de sábado desde hacía ya casi dos años para salir a actuar. El largo vestido de delicadísima seda azul que cubría su piel, cuyo color era digno de la fría nieve de enero, era lo único que se movía en todo el vasto salón. Durante unos segundos, nadie se atrevió a decir nada, paralizados entre la ignorancia de lo que estaba pasando ante ellos y el temor que les provocaba la situación en la que se acababan de ver inmersos de improviso. Sin embargo, este silencio desconcertante en cierto modo no se mantuvo mu-

cho más y enseguida se desató el pánico de una punta a otra de la sala. Los llantos de los más débiles se unían a los gritos de los más histéricos, formando una especie de bomba sonora capaz de bloquear a aquellos que habían sabido mantener la compostura hasta ese instante. Y allí, frente a ellos, observándolos con frialdad e indiferencia, un hombre que pareció surgir de la nada dio un fuerte golpe al pavimento del entablado que hizo que volviera el mutismo a la estancia y se pronunció con una ironía agonizante: “Espero que hayan disfrutado del espectáculo”. Tras una reverencia, un disparo a quemarropa realizado con un revólver plateado del calibre 38 se cobraba la segunda vida en lo que iba de noche. Sí, sin duda fue la frase pronunciada por ese cabrón la que hizo que no me alejase totalmente de la escena criminal, con el afán de ayudar a acabar con


individuos como él. Dicho desde un punto de vista en cierto modo insensible, es el causante de que a día de hoy continúe siguiendo la pista de los casos que unos pocos me confían cuando ya no albergan esperanzas. Y es la satisfacción que me suscita saber que ellos creen en mí, lo que realmente hace que mi relación de cordialidad con lo que hago aumente cada día. Había llegado ya al antiguo edificio de las afueras que se había convertido en mi hogar, con el encanto que guardaba en sus paredes de tonos blanquecinos y el aroma a familiaridad que escondía el infinito pasamanos de madera de castaño. Abrí la pesada y metálica puerta de mi apartamento y una sensación de sosiego me recorrió. Me había quitado los zapatos en el camino a causa del cansancio y la pereza me impedía ponerme el pijama, por lo que me limité a dejarme caer sobre el colchón. Otro día más me iba a la cama sola, pero no me importaba, de alguna manera, eso me hacía sentir bien. Fátima Reino , 1ºBAC


22 de marzo A veces las historias comienzan cuando menos te lo esperas, un choque en la calle, una coincidencia en el supermercado…, nunca sabes cuándo empezará la tuya. En cierto modo, es mejor así, aunque siempre te quedarás con la duda de qué hubiera pasado de haber sabido lo que iba a suceder. Para un detective no es diferente, pero a veces debe saber lo que sucederá. John Martin vivía en un aburrido barrio, en una aburrida casa con su aburrida tía, Elisabeth Martin. Trabajaba en una pequeña empresa de decoración de jardines en la que él era el encargado de las estatuas y fuentes, muchas de las cuales eran fabricadas por él mismo. Tenía pocos amigos, ya que vivir con tu tía y encima trabajar hasta tarde los fines de semana no ayuda a conocer gente. Su tía tenía 60 años y él, 30 por lo que las conversaciones entre ellos no eran de lo más interesantes. Su tía quería que formase una familia, pero John se preguntaba cómo iba a encontrar novia si no tenía muchos amigos. Para su tía, que se había casado tres veces, el matrimonio era una forma de vida, todo lo que tenía era gracias a su habilidad pescando marido, pero la suerte le era esquiva pues los tres murieron a los pocos años de convertirla en su esposa. John no tenía otra familia, sus padres se habían ahogado al hundirse el barco en el que viajaban. Cuento todo esto no con intención de aburrir, sino con la de dar a conocer la vida de John, uno de los protagonistas de nuestra historia. Como todos los días el inspector Sánchez se levantó, tomó su café y se fue a la comisaría. Era un hombre bajo, de rostro calmado e ideas ingeniosas que lo habían llevado a su actual posición. Su trabajo quedó apartado cuando tuvo a su hija Carmen, así que para poder mantener una buena vida se mudó con ella a la ciudad de Rocamar, donde la crió y donde él sigue viviendo tras su muerte. Hoy, a sus 50 años, el inspector atiende los casos de asesinato de su comisaría y así fue como conoció a John Martin. Los gritos de la mujer eran insoportables, ninguna persona era capaz de mirarla a la cara y decirle lo que tanto sus oídos temían oír, su hijo y heredero había muerto. En su cara se reflejaba la desolación propia de una madre que sin saberlo había ayudado a que tal acción se llevara a cabo. No quería oír nada pero sí decir algo y así lo hizo. “Vosotros, culpables, criminales de la peor calaña. Ojalá os…” -¡Corten! ¿Pero no sabe el papel? ¿QUÉ CLASE DE ACTRIZ ES?-gritó con furia el director. La grabación de esa película le estaba causando demasiados problemas a su entender y ya no estaba tan seguro de si merecía la pena tener que aguantar a toda esa panda de idiotas para poder llevarse el premio a la mejor película biográfica. Meses atrás cuando aquella viejecita se presentó en su despacho queriendo darle su diario en el que guardaba las confesiones de una… Bueno, no es necesario revelar su nombre, tan sólo aclarar que aquel diario valía millones y que aquella mujer hubiera decidido dárselo a él le pareció un honor. Ahora ya no estaba tan seguro. Hoy vendría a ver el rodaje y todo debía ser perfecto para agradecerle la oportunidad que le había dado, pero la


actriz principal no se sabía el papel y eso era sólo el principio. Al pasar por delante de los vestuarios recordó que debía devolverle el diario a su propietaria cuando se reunieran, así que fue a buscarlo. A la hora de comer la señora Martin llegó al estudio acompañada de su sobrino y lo primero que dijo fue: -Jovencito, devuélvame primero mi diario-pidió al director. -Aquí tiene-le dijo él-. Ahora permítame que le presente a la señorita Stevens, una actriz de origen anglicano como usted pidió. -Encantada de conocerla señora Martin-le dijo la joven. John, que nada sabía de lo que el diario contenía, se preguntaba cómo su tía nunca le había hablado de él. Tras las obligadas presentaciones el director les mostró el estudio y una copia del guión de la que sería la película, según sus palabras, más comercial del año. En la comisaría mientras tanto estaban jugando a las cartas, aún nada perturbaba su paz. John era muy curioso por lo que durante todo el viaje de vuelta no paró de preguntarle a su tía por qué ese diario era tan importante y por qué nunca le había hablado de su existencia, por qué no le decía lo que cuenta. A todo eso lo que su tía le contestó fue que lo mejor que podía hacer era olvidarse del asunto hasta que, llegado el momento, ella misma se lo contara todo. John, sabiendo que sería inútil discutir, decidió esperar unos días y después volver a intentarlo. Cenaron en casa como de costumbre y se acostaron temprano después de jugar una partida de ajedrez. A mitad de la noche se oyó un grito por toda la casa, John salió de su habitación llamando a su tía, la encontró en su cuarto con sangre en la boca, se estaba muriendo. Corrió a pedir auxilio y cuando volvió su tía ya estaba muerta. Ese fue el día en que John perdió su sonrisa. El inspector Sánchez acudió al escenario del crimen para empezar a trabajar. Tras reunir las pruebas, interroga a todos los sospechosos y comienza a investigar. Después de días y semanas, decide que el principal beneficiado del crimen es su sobrino y que las pruebas apuntan a que él es el culpable. John, desesperado, no puede hacer nada, las pruebas indican que fue él, que nadie entró en la casa esa noche y hay huellas suyas en el cuerpo de su tía; sólo puede resignarse y aceptar que pasará el resto de su vida en la cárcel. Meses después, una mañana el inspector recibe la visita de un tal Stephen Malloy, un célebre detective que le dice que le gustaría que se reabriera el caso del asesinato de Elisabeth Martin. El inspector le contesta de malas maneras que el culpable había sido apresado y que no había nada más por investigar. El joven, viendo que no conseguirá nada de ese hombre, decide empezar por su cuenta y el primer paso que da es hablar con John Martin, el sobrino de la víctima. Cuando llega a la cárcel percibe que muchas miradas se posan en él, pero intenta evitar darse por aludido, probablemente muchos de los que trabajan allí conocen su reputación y saben que no se rendirá hasta hacer justicia, actitud que no siempre es bien vista. Se ríe para sus adentros, le encanta su trabajo. -Buenos días señor Martin-le dice al acusado. -Buenos días. Es usted el señor Malloy ¿verdad?-pregunta John. -Así es y me gustaría hablar con usted porque, como ya sabrá por la carta que le he enviado, soy detective y creo firmemente que usted no tiene nada que ver con el asesinato


de su tía-explica Malloy. -Verá, no es que no quiera su ayuda, pero me pregunto cómo puede estar tan seguro y cómo diablos se ha enterado.-inquiere John. -Lo entiendo. Vi su caso en los periódicos y supongo que me interesó, en parte por la implicación del inspector Sánchez y porque no creo que lo haya hecho por la simple razón de que quería a su tía-reconoce Malloy-. Ahora, si quiere que le ayude, cuénteme todo lo que estuvieron haciendo las últimas semanas, cómo era su tía y, sobre todo, qué amigos y conocidos no eran de su agrado. John le comenta todo lo que sabe, los tres matrimonios de su tía, que no tiene más familia y que su círculo de amigos se reducía a su grupo de costura. Por último, le habla de la película y del diario, de los que no había oído hablar hasta el día de la muerte de su tía. Malloy le promete volver pronto y con novedades sobre el caso. Este investiga todo lo que puede sobre Elisabeth, pero se encuentra con problemas para averiguar hechos de su pasado, la primera vez que aparece en los informes es cuando acoge a su sobrino John por la muerte de los padres de este. Así que decide empezar a averiguar cosas sobre la película, cuya grabación en este tiempo ha sido cancelada. Para ello va a hablar con el director al que encuentra en su despacho, pero este no quiere saber nada de él. Ante el reto que se le presenta, Malloy decide investigar a los padres de John, pues puede que sean su única posibilidad de descubrir qué diablos contenía ese diario y quién y por qué mató a la señora Martin. Según algunos documentos que John le ha dejado se entera de que sus padres eran Mathew y Sarah Martin, la célebre pareja de arqueólogo e historiadora que investigaba por todo el mundo. Indaga un poco más y descubre que se ahogaron en un trayecto por el lago Chad en África, pero lo que no tiene sentido es que, según esos mismos documentos, Sarah Martin no tenía una hermana. Ajeno a lo que puede ocurrir, se va a la cama sin saber que la sombra de la ventana es un hombre, un hombre que no piensa dejar que llegue al fondo de ese misterio. En la otra punta de la ciudad el comisario se ve asaltado por viejos recuerdos, algunos que pensaba estaban olvidados y otros que vienen a su mente todas las noches. Piensa en su hija Carmen, en cómo pagó con su vida su incompetencia e insolencia por desafiar a quien no debía. Y piensa que volverá a pasar, pues el joven que esa mañana ha venido a verle no parará hasta que lo paren. John, acostado en su celda, revive momentos de su infancia cuando vivía con sus padres y, de pronto, recuerda algo que su madre le dijo: "Algún día, John, cuando seas mayor, iremos a ver a mi amiga Elisabeth y ella te contará todo lo que quieres saber sobre ese diario. Ahora déjalo en su sitio". Malloy ha pasado dos semanas en Rocamar, en este tiempo ha descubierto que los padres de John investigaban dónde podía estar el último diamante de la corona del último rey de Francia, que por sus escritos habían encontrado, pero cuando ese barco se hundió


el secreto desapareció con ellos. Hoy ha estado siguiendo al director de la película y ha visto que leía un libro con atención, el diario. Al caer la noche Malloy decide entrar en su despacho y robarlo, y para su suerte, lo consigue. El diario cuenta la vida de la que en su día fue sirvienta de los descendientes de la monarquía francesa, aquellos que se escondieron en esta villa y, cuando iban a ser atrapados, enterraron su diamante en algún lugar para que no cayera en malas manos. Ahora sólo le queda averiguar por qué la película se ha suspendido y eso lo encuentra en el periódico. El gobierno francés la ha censurado por adolecer, en su opinión, de poca veracidad; pero descubre algo más. La noche que Elisabeth fue asesinada, el director de la película había estado en su calle; sin embargo,… ¿por qué no lo detuvo la policía?, se pregunta él. Obviamente, porque el inspector Sánchez, guiado por sus amenazas decidió que no era lo mejor para él y culpar a un inocente, en vez de enfrentarse al que en su día, por descubrir que era el asesino de Mathew y Sarah Martin, mató a su hija, le pareció lo mejor que podía hacer. Al enterarse de todo esto lo único que John hace es… echarse a llorar, por sus padres, por su tía y por la pobre Carmen. Malloy sabe por su amplia experiencia que para poder hacer justicia debe ser el inspector quien diga la verdad, así que al final del día pasa por su casa donde, tras horas de discusión, el inspector promete destapar toda la verdad. AL CABO DE UNOS MESES… John nunca ha sido muy bueno cocinando, así que después de salir de la cárcel aquel 22 de marzo y conocer a Laura se apuntó a clases para poder cocinar para ella, no obstante, hoy cocina para alguien especial. El detective Malloy es un hombre singular, nunca sabe uno dónde podrá encontrarlo, pero le debe mucho. La única persona que fue capaz de mirar más allá de las pruebas fue él y también el único que puede considerar un verdadero amigo. Ayer lo vio en el pueblo y lo invitó a comer en agradecimiento a todo lo que había hecho por él. Después de comer y, tras charlar un rato, Malloy le dice que debe irse, que está trabajando con otro caso y John le pregunta: -¿Volverás algún día? -Siempre que la injusticia se cebe con un inocente-recita Malloy. John se queda pensando en cómo una persona puede desconcertar tanto y sin querer recuerda a su tía diciéndole: "John, querido, las mejores personas son las que desaparecen en los mejores momentos". Y se pregunta qué fue en realidad lo que hizo que ese viejo inspector callara y que un simple director de cine matara a su tía; pero bueno, hay cosas, se dice, que es mejor no saber. Sara Muíña Ramil, 3ºB


Martha Holmes Lisa y Rodrigo Morgan eran agentes inmobiliarios, se habían conocido en el trabajo, no tenían enemigos, pero sí buenas amistades... Vivían desahogadamente en una pequeña casa al norte de Londres, donde querían criar a su tan esperada hija Martha, pero no lo consiguieron. Martha tuvo una infancia feliz, sin ninguna preocupación ni responsabilidad. Corría el año 1947, un buen año, pero a Martha se le había hecho corto. Su madre había dejado de trabajar para cuidarla, sin embargo, como ahora ya era mayor, había vuelto a su vieja empresa. Ahí había empezado todo. Aproximadamente un mes después de que Lisa Morgan aceptara su antiguo puesto, las cosas se torcieron de forma más que inesperada para toda la familia. Martha estaba preocupada. Muy preocupada. Sus padres trabajaban todo el día, cosa a la que ella ya estaba acostumbrada, pero cuando llegaban a casa, se encerraban en el salón y discutían toda la noche. Prácticamente dejaron de hablarle a la pequeña, pero la cosa no acabó ahí. Los viejos amigos de Lisa y Rodrigo fueron sustituidos por gente mal encarada, de aspecto peligroso, con tatuajes aterradores en los brazos y cicatrices en la cara. Esos "amigos" casi podría decirse que vivían allí. Los padres de Martha cada vez llegaban más temprano del trabajo para encerrarse a discutir con esa gente... Hasta que ambos perdieron su empleo. Cuando Martha cumplió los 11 años se escapó a casa de sus abuelos y no volvió a ver a sus padres. Ellos nunca la buscaron o intentaron contactar con ella de ningún modo. Años después se enteraría de que sus padres habían muerto en un nuevo trabajo que sus amigos les habían conseguido: el de asesinos a sueldo. A partir de ese momento, Martha, que acababa de cumplir la mayoría de edad, abandonó definitivamente su apellido. Había decidido convertirse en detective privado y su nuevo apellido se convirtió en el apellido del protagonista de su novela favorita: Holmes. Martha resolvió cientos de casos de grandes robos y hurtos menores, se había convertido en un fenómeno nacional, la estrella de los periódicos, algunos incluso decían que quizás Sherlock Holmes hubiese sido real y hubiera tenido descendientes. Martha había colaborado con la policía, pero sobre todo había llevado casos con su compañero y mejor amigo, James Smith. Tendría Martha 30 años cuando nuestra historia comienza. Como ya he dicho, habían resuelto muchos casos de robo, pero nunca un asesinato. Un día de Julio de 1972 llamó a la oficina una señora desesperada pidiendo audiencia con los detectives. Ese mismo mediodía se produjo la entrevista: - Buenos días, yo soy Martha y este es James. ¿en qué podemos ayudarla? Parece alterada... -El temblor del labio de la señora alertó a Martha de que estaba a punto de llorar. Estaba distraída, asustada y ojerosa por la falta de sueño. Su pelo entrecano revelaba que ya no era una mujer joven, aunque su tez pálida y sin arrugas dijera todo lo contrario, quizás unos 40 años, pero de duro trabajo. - Me llamo Sarah y necesito de su ayuda -comenzó diciendo débilmente-. Verá, mi marido ha muerto. La policía dice que ha sido un suicidio, pero yo no creo que sea


posible..., es decir, Mario tenía muchos enemigos... -Hablaba más consigo misma que para sus acompañantes. James se puso rígido de pronto, tiró el historial de otro caso que tenía en las manos y se marchó de la habitación apresuradamente. - ¿Qué haces? - gritó Martha entre enfadada y curiosa, pero no obtuvo respuesta inmediata. - Él trabajaba de agente inmobiliario -eso captó otra vez la atención de Martha- y tenía muchos enemigos dentro de su empresa, siempre les ganaba las ventas a sus oponentes -continuó Sarah melancólica, esbozó una sonrisa ausente y se le empañaron los ojos de lágrimas. De repente James irrumpió en la habitación de nuevo con el periódico del día anterior entre sus manos. - Este es el hombre que salió ayer en todos los periódicos de Inglaterra; el artículo dice que se tiró a las vías del tren, pero que su mujer afirma que fue empujado... -Martha le dio un codazo para que parara de hablar. - Está bien Sarah, -le interrumpió- haremos todo lo posible por descubrir qué le ha pasado a su marido. Sarah aún tardó unos segundos en reaccionar, salió por la puerta sin despedirse con la misma sonrisa ausente que llevaba desde hacía varios minutos, una sonrisa que Martha consideró de tristeza, pero James de locura. Se sacudió esa idea de la mente y se levantó a cerrar la puerta que la señora había dejado abierta. El cerebro de Martha funcionaba a toda velocidad, era el primer caso de asesinato del que se encargaba y estaba emocionada. - Bien -dijo, y James dio un respingo hacia atrás-. Tú puedes ir al cuartel de la policía para pedirle el expediente del caso, yo iré a la empresa a que me den un listado de sus compañeros de trabajo e intentaré hablar con ellos. A Martha le sorprendió con cuanta amabilidad la trataron en la empresa, no solo le dieron la ficha, sino que le ofrecieron una sala en que poder interrogar a los empleados. Todos declararon llevarse muy bien con Mario Stevens, hasta que Martha interrogó al cotilla de turno: - Oh! Yo me llevaba de maravilla con Mario -exclamó despreocupadamente, ni un ápice de tristeza se veía en su rostro-, pero le puedo asegurar quien no: John Morgan. Martha le dio las gracias, se había asustado al oír su antiguo apellido, pero pronto comprendió que era fruto de la casualidad. Saltó un número impresionante de nombres hasta que llegó al que estaba buscando, llamó a John pero ese día no había ido a trabajar. Eso le resultó sospechoso. Muy sospechoso. Preguntó por él en el despacho de su jefe, donde le dijeron que el día anterior tampoco había acudido, le dieron su ficha, dio las gracias a todos los que con ella habían colaborado y volvió a su piso. Allí la esperaba James sentado frente al viejo escritorio con un montón de papeles, aunque no demasiados tratándose de un posible asesinato. - No hay nada que nos pueda servir - dijo James evidentemente disgustado-. Sus cuentas bancarias, dirección, familia y poco más. Han dado por sentado que había sido un suicidio y no han comprobado la coartada de nadie. A Martha no le sorprendía, había llevado numerosos casos con la policía y eran un desastre, no trataban de averiguar la verdad, sino de sacarse de en medio el caso cuanto antes para poder volver a jugar a las cartas. - Según esto -continuó James-, murió anteayer entre las diez y las diez y cuarto de la noche. El asesino tendría que haber llegado a la apartada vía en la que ocurrió, por lo


que la coartada que quisieran presentar debería abarcar entre las nueve y media y las once. ¿Tú tienes algo? - Un posible sospechoso. -Martha le lanzó la carpeta a la mesa, satisfecha con su trabajo. - ¿Pero tú has leído esto? -preguntó James horrorizado. Martha negó con la cabeza sorprendida-. ¡Según esto sus padres son Lisa y Rodrigo Morgan! Martha se quedó paralizada. No sabía qué pensar... ¿Era posible que hubiera tenido un hermano tanto tiempo y ella ni siquiera se lo imaginara? De todos modos tenía que ir a hablar con él. ¿Habría seguido John los pasos de sus padres? La ficha incluía una foto. Era un hombre joven, de 20 años, rubio (como Martha), de facciones marcadas como las de ella. Tenía el cabello largo por los hombros, la mirada fría, una sonrisa forzada y, lo más importante, una cicatriz profunda surcaba su cara desde justo debajo del ojo derecho hasta el mentón. Fueron en su busca con la policía detrás de ellos. Todo esto le parecía a Martha un mal sueño. ¿Cómo iba a encontrar y perder a un hermano en el mismo día? No estaba en su casa, llevaba los últimos días viviendo en un garaje cerca de la casa que tenían sus padres. Martha se preguntó cómo había sido la vida de su hermano, sus padres habían muerto cuando él era un niño pequeño, había vivido en la calle años hasta encontrar trabajo... Cuando vio llegar a la policía no se resistió, evidentemente no era la primera vez que le arrestaban. No se molestó en negar el asesinato de Mario Stevens. Se había encontrado allí con él para hablar sobre su posición en la empresa, pero la cosa se torció y justo cuando pasaba el tren John le dio un fuerte empujón. Encerraron a Sarah Stevens porque, como James sospechaba, la muerte de su marido la había trastornado totalmente. John murió en la cárcel unos años después por una rara enfermedad a la que no encontraron cura. Sin embargo, nunca llegó a saber que la causante de su encierro había sido su propia hermana, una hermana que no sabía que existía. Martha y James siguieron resolviendo crímenes juntos muchos años más, se enamoraron y criaron unos hijos hermosos, unos niños que tuvieron una infancia feliz, sin ninguna preocupación ni responsabilidad, en una casa al norte de Londres. Noelia Cartoy Pacín, 1ºBAC


Un nuevo caso El inspector Garmendia estaba agotado, pero satisfecho con la resolución del caso. Un impecable cadáver lo observaba desde la fotografía. La víctima, Carla Rubio, era una mujer de increíble belleza. Llevaba un elegante vestido rojo y un collar de perlas rodeaba su cuello. Las uñas y los labios estaban pintados de rojo, y calzaba zapatos de tacón también rojos. La melena rubia y rizada estaba desordenada sobre la mesa, alrededor de la cabeza de la mujer, cuya mirada vidriosa estaba clavada en el techo. No había señales de violencia y en uno de los armarios de su casa habían encontrado un frasco con veneno. La autopsia había revelado que la muerte se había producido por envenenamiento con el mismo producto que habían encontrado en su casa. Todo encajaba. Tenía que ser un suicidio. Y, sin embargo, había detalles que hacían pensar lo contrario. La víctima tenía una cita programada para la misma noche de su muerte y había mantenido conversaciones con amigos y con su familia en las que no parecía estar deprimida, sino todo lo contrario. Parecía feliz y nada hacía pensar que estuviera planeando un suicidio. Lo primero había sido interrogar al hombre con el que había quedado, Fernando Mate. No habían sacado nada en claro del interrogatorio. Se habían conocido poco tiempo atrás y era su segunda cita. Después habían interrogado a la familia y a los amigos. Así habían descubierto que la víctima se veía con varios hombres a la vez, aunque no pudieron averiguar sus nombres, ya que nadie los conocía. Pero la pista principal vino después: Carla tenía una hermana gemela que había sido asesinada. El crimen se había cometido dos años antes. La joven había sido hallada muerta de un disparo en la cabeza. El cuerpo se encontraba en su habitación. No se había averiguado quién había sido el culpable. En las semanas anteriores a su muerte, Carla había comenzado a hacer preguntas sobre el caso, lo que llevó al inspector a suponer que la víctima había averiguado algo sobre el asesinato de su hermana. Se hizo un registro del piso del hombre con el que había quedado Carla. Allí se encontró una carpeta con apuntes de la víctima sobre el caso de su hermana. En la carpeta se hallaron pistas que la policía no tenía y que apuntaban directamente a Fernando como asesino de su gemela. Después de eso, Fernando se convirtió en el principal sospechoso de ambos asesinatos. Fue detenido y, al principio, afirmó que era inocente, pero finalmente se desmoronó y confesó. Había matado a Ángela, la hermana de Carla, por celos, ya que ella nunca se había fijado en él. Cuando, dos años más tarde, vio a Carla, idéntica a su víctima, intentó seducirla también a ella. Durante su primera cita, encontró en casa de Carla la carpeta con las pistas sobre el asesinato de su hermana y decidió que era peligroso que alguien supiera tanto. Así que, en su segunda cita, lo amañó todo para que pareciera un suicidio. Puso veneno en la bebida de Carla y lo que sobró lo metió en un frasquito que dejó en casa de su víctima. Luego, cuando ella ya estaba muerta, la subió a su habitación y la dejó allí. El juez dictó cuarenta y seis años de prisión para Fernando. Sí, definitivamente era una buena resolución para el caso. Carmen Pavón Souto, 2ºA


Estaba claro como el agua. Sus compañeros le habían dado el caso porque ellos estaban demasiado ocupados con sus pajaritas de papel como para intentar resolver un importante asesinato o, por lo menos, ofrecerse a acompañarla por ser su primer día allí. La inspectora Lauren Bennett, de origen japonés pero afincada en el Reino Unido, concretamente en el sur de Gales, posee una gran casa que recuerda a la majestuosidad de las estructuras nobles japonesas tanto en el interior como en el exterior. Tiene 27 años, es bajita y delgada, por lo que sus compañeros la llaman twig, que en español significa “ramita”, es dueña de dos caniches cascarrabias pero leales, una gran fan de los animes japoneses y del té a las 5:00. Es simpática, muy sociable y una gran seguidora de las hazañas del magnífico Sherlock Holmes. Llegó a su casa a cambiarse rápidamente, ya que debía encontrarse con la policía en la zona del crimen en menos de una hora. Armada con su bolso de piel de Valentino, llegó en 10 minutos. Esa habilidad suya de conducir como una temeraria la heredó de su madre y quizás esa fuera la razón por la cual su padre nunca las acompaña en coche. Cuando se presentó en el lugar y vio el cadáver, se fijó en que éste no tenía la pierna derecha. Le preguntó a la policía si sabía el porqué de la pierna amputada y le contestó que se trataba de un jugador paralímpico argentino que había ganado en varias ocasiones la medalla de oro en natación. En los días siguientes, Lauren se refugió en su casa con pruebas y fotos del escenario del crimen. En principio, el hecho de encontrarse cerca de la piscina donde entrenaba y el material recogido le ayudaron a concluir que venía de entrenar, porque además se iba a celebrar un campeonato. Contactó con su entrenador y compañeros de entrenamiento y no encontró nada; entonces se le ocurrió interrogar a sus rivales para obtener alguna información. Como era de esperar, ellos tampoco tenían ninguna información clave para resolver el enigma. El día siguiente, se enteró de que su testamento dejara una gran parte de su fortuna al entrenador. Los días pasaban y Lauren se desesperaba más y más. Todos los datos y pruebas que había recogido no tenían una relación aparente, eran sólo argumentos sueltos. Cuando, de repente, se dio cuenta de que no había indagado en el misterio de su pierna amputada; entonces llamó a sus compañeros para averiguar la causa. Le explicaron que tenía una rara enfermedad degenerativa y que el día anterior los médicos le habían dado unas pocas semanas de


vida. Lauren se fijó en que todo tenía sentido ahora y fue a hablar con el entrenador; él acabó confesando que al enterarse el atleta de que no le quedaba ni un mes de vida, le pidió ayuda para que lo matase de un balazo para no sufrir y, a cambio, le prometió una gran parte de su dinero. Además, el atleta quería morir asesinado para que lo recordasen como un héroe en su deporte y diesen más fondos de inversión al club de natación que le ayudó a vivir de un modo normal. Cuando la policía se llevó al entrenador para interrogarlo y que lo contase todo, Lauren se dio cuenta de que nada es lo que parece y, aunque no estuviese bien proceder de esa manera, reconoció que la maldad a veces puede ser usada para fines buenos. Cogió su bolso y se marchó en su coche, aunque esta vez sin provocar un accidente.

Aurora Rodríguez, 1ºBAC


Muerte en la catedral de Mondoñedo A las ocho de la mañana del día de Reyes apareció un cuerpo en la plaza de la catedral de Mondoñedo. La víctima era una joven de veinte años. Hacía poco tiempo que residía en el pueblo y no se sabía mucho de ella. Como todos los días a las 7 de la mañana, la panadera hacía su reparto y en una parte de su trayecto se encontró el cadáver de la chica en medio de la plaza. La detective Fernández fue la designada para el caso; llegó al lugar y examinó el cuerpo, que presentaba signos de violencia: arañazos en el cuerpo, la ropa toda rota y un fuerte golpe en la cabeza que se suponía causa de la muerte. Después de entrevistar a la panadera, la inspectora trató de informarse sobre la vida de la víctima, Caterina López Gonzaga: hacía una semana que residía en una casa vieja del centro del pueblo, en la calle Leiras Pulpeiro. Los vecinos le dijeron a la detective que era una chica educada, tímida y poco habladora. La foránea comentó a los que le habían preguntando sobre su venida que estaba en Mondoñedo para encontrar sus orígenes. La inspectora paseó por las estrechas y silenciosas calles para encontrar alguna pista, alguna referencia o alguna idea que le ayudase a resolver el caso. Francisca Fernández, había ingresado en el cuerpo de policía a los 25 años y ahora, con 40, le sobraba experiencia. Había llevado casos similares a este aunque no tan misteriosos. Estaba acostumbrada a trabajar en la ciudad, en Madrid, y consideraba que los pueblos pequeños tenían más misterios, más mitos… Tras un largo paseo, llegó a la casa donde vivía la joven asesinada. Entró buscando alguna pista que le diera las claves del asesinato, pero lo único que encontró fue mucho dinero en efectivo y joyas. Una de las vecinas, La señora Flora, le dio mucha información sobre la familia de la italiana. Le relató detalladamente que sus abuelos habían vivido toda la vida en Mondoñedo y se mantenían con una pequeña panadería. Un fatídico día recibieron la noticia de que su hijo había muerto. La señora Flora le confió un secreto, lo habían matado. También le contó que los abuelos de la joven pronto se murieron y que nunca más nadie había vuelto a pisar aquella casa, hasta hace unos días, aquella extraña y misteriosa chica. Después de saber esto, se puso en contacto con la policía italiana y descubrió que la familia italiana de Caterina andaba en asuntos turbios relacionados con la mafia.


Pidió a la guardia civil que localizasen a todas las personas de nacionalidad italiana que estaban hospedadas en la zona. Solo había una, se llamaba Angelo y se hacía pasar por un peregrino que hacía el Camino de Santiago desde Roncesvalles. Su coartada no fue creíble, ya que no se había hospedado en ningún albergue ni hotel en los últimos días. Le atosigó con preguntas ayudada por el sargento. Finalmente declaró que él era el autor del crimen y que la había matado por orden de la mafia italiana. Caterina era novia de unos de los miembros del clan, al que dejó y estaba amenazada. Se escapó cogiendo dinero, joyas y buscando un lugar tranquilo en el pueblo de sus abuelos para esconderse, pero tuvo un triste final. Alba Rivas Cabanas, 1ºBAC


Su último vino Se encuentra el cadáver de Antonio, inmediatamente llaman a la policía y estos a un detective que empieza a investigar. Esa noche en la casa había cuatro personas: Antonio, María, su esposa; Juanjo, un amigo de Antonio; y Andrés, el camarero. Los tres individuos coincidían en que estaban cenando, Antonio se encontró mal y se fue a su habitación. Luego Teodoro fue a llamar al médico y cuando entraron encontraron el cadáver. Versión de Juanjo. Esa noche Antonio me había invitado a cenar como cada viernes para jugar al tute y hablar de asuntos políticos. Sobre las ocho nos sentamos a la mesa, acompañados por su esposa María; fue una conversación animada. Luego llegó el camarero y nos ofreció una copa de vino, los tres la aceptamos pero no jugamos la partida, Antonio dijo que había bebido demasiado y que se iba a su cama. Yo pienso que en el vino había veneno y que el camarero es el culpable. Versión de María. Los cuatro comenzamos a cenar a eso de las ocho. Cuando terminamos, Andrés, el camarero, nos ofreció una copa de vino. Mi marido no quería, pues ya había bebido demasiado. Juanjo le dijo que esa sería la última y que hoy le perdonaría la tirada de cartas. Al final la bebió y se retiró a la habitación. Yo pienso que Andrés envenenó su copa. Al parecer ambos individuos culpaban al camarero del crimen, así que escuché su versión: Andrés: A las ocho recibí al señorito Juanjo y lo acompañé hasta la mesa. Serví la cena y, cuando me disponía a recoger, la señora María me dijo al oído que sirviera el vino. Fui a la cocina a llevar los platos y me dispuse a ir a la bodega. Casualmente allí estaba el señorito Juanjo y me dijo que él se ocuparía de escoger el reserva de esa noche. Le esperé, pero me dijo que subiera a la cocina, que ya lo servía él. Así que cuando entré en el comedor para servir me di cuenta de que el único que no tenía vino en la copa era el señor Antonio, así que se lo serví. Más tarde me llamaron para que lo acompañara a su cuarto pues se encontraba mal, llamé al médico y me lo encontré. Ya sé que piensa usted que yo soy el culpable, pero yo no lo he hecho, se lo juro, nunca lo hubiera hecho. - ¿Por qué no? – Eso no se lo puedo contar. Teníamos a dos personas que culpaban al camarero, así que estas dos podían ser cómplices. Según el camarero ellos fueron los que querían envenenar a Antonio, ella pidió el vino y Juanjo pudo echar el veneno en la copa. Parecía que el caso estaba resuelto, pero… ¿cómo demostrarlo?, ¿qué le impedía a Andrés matar a su amo? Pasó el tiempo y me enteré de que María y Juanjo tenían una relación secreta y que Andrés en realidad era hijo de Antonio, pero nunca se dijo nada. Así que, otro caso resuelto.

María Taboada Pena, 1ºBAC


Dios está con nosotros Nunca me ha gustado eso de hacer informes o escribir historias absurdas sobe algún caso real en el que mitad de las cosas son inventadas o idealizadas solo para que parezca más interesante. Por eso, no voy a decir mi nombre y todos los que aparezcan en esta historia serán inventados. ¿Por qué? Simplemente porque no quiero convertirme escribiendo justamente en todo lo que he odiado desde que entré en esta profesión, la de inspector de homicidios. Me había levantado la mañana de un viernes después de mi mujer cuando mi compañero me llamó porque habían encontrado el cuerpo de una chica de entre quince y diecisiete años a las afueras de la ciudad, tirada en un barranco. Cuando llegué allí, pensé que sería un caso como otro cualquiera, pero me equivoqué. La chica presentaba indicios de violencia: tenía cardenales en brazos y pernas, y un montón en la mejilla, la ropa estaba toda rasgada y tirada encima de ella, intentando inútilmente tapar el cuerpo al que habían pertenecido. Pero eso no fue lo que más me llamó la atención. A la chica le habían hecho una marca en el cuello, una cruz. Llevábamos meses con esa investigación. Las muestras de semen que habíamos encontrado en la chica pertenecían a su novio, con el que había mantenido relaciones unas horas antes de que se produjera el asesinato. Al ser mayor de edad, estuvo algún tiempo en la cárcel, pero acabó saliendo por falta de pruebas. Sabíamos que no había sido una violación, puesto que no había muestras de relaciones no consentidas, pero a mí me suponía todo un reto la marca del cuello. ¿Qué quería decir con eso el asesino? Para averiguarlo, tuve que hacer indagaciones por la ciudad. Fui a casa de sus padres y les pregunté por el origen de la joven. Me empezaron a contar una historia muy triste sobre que ellos no habían podido ser padres nunca y habían decidido adoptar. Les pedí datos acerca de la agencia de adopciones donde habían recogido a la niña y me fui directamente allí. Una mujer atractiva que no debía sobrepasar los treinta y cinco años me recibió y se mostró muy abatida al saber del triste final que Susana había encontrado. Cuando le pregunte por sus orígenes, se mostró muy reticente. Le mostré la foto que yo mismo le había hecho al cuello de Susana y entonces ella se derrumbó y se echó a llorar desconsoladamente. No paraba de repetir que sabía que eso pasaría, que debía haber tomado más precauciones. Me contó que en realidad Susana había sido producto de la unión entre una muchacha de dieciséis años y el nuevo sacerdote del pueblo en el que vivía. Era un joven que apenas tenía veinticinco años. Cuando ella se enteró


que estaba embarazada, se lo dijo al cura. Este, sorprendido, consideró que era mejor dar la cara para que el niño que esperaba pudiera tener un padre, pero ella se puso a la defensiva diciéndole que, en cuanto naciera, lo daría en adopción y nadie sabría jamás que ambos habían mantenido una relación. Él se había sentido muy dolido, aunque lo entendió. Y así fue como Susana fue a parar a manos de sus padres adoptivos sin saber nunca que sus verdaderos padres estaban bastante más lejos y en otra situación más precaria. En cuanto a lo de la cruz, llegué a mis propias conclusiones. Empecé a investigar sobre distintos tipos de sectas religiosas de la ciudad. Había una que creía ciegamente en que los “emisarios del Señor” debían mantenerse vírgenes hasta la muerte. Los hijos que habían tenido eran descendientes de Satanás, puesto que había sido él el que había suscitado el deseo sexual en los puros, por lo tanto, los hijos del mal debían morir antes de que se hicieran adultos y pudieran reproducirse. En la página web de la secta hablaban de esa gente como si fueran leprosos. Dos días después me presenté allí con dos patrullas y apresamos a sus cabecillas. Descubrimos, con horror, que tenían fotos de todas las salvajadas que habían cometido “en nombre del Señor”. Al parecer, sacaban fotos de sus “buenas obras” para enseñar a los principiantes las formas más habituales de “exterminar” a los siervos de Satán. Por todos los crímenes que habían cometido, todos los miembros de la secta que habían participado en alguno de ellos han sido encarcelados de por vida. Irene Cela Rego, 3ºA


¿os gustan nuestras historias ?

Están inspiradas en las novelas policiacas que hemos leído, El guardián invisible y El

asesinato de Roger Ackroyd. Tú también puedes crear tu personaje y lanzarlo a investigar


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