"De cómo me fui a todas partes" de Anne Thomae

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Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.

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A. Thomae

de cómo me fuí a todas partes

La historia del español se parece mucho a un ser vivo que nos cuenta los secretos de su origen. Descubre cómo han influido los pueblos que vivían en el siglo sexto antes de Cristo en tu habla cotidiana, y efectúa un recorrido a lo largo del tiempo y de las culturas, pasando por batallas, conquistas y relaciones comerciales hasta llegar a lo que hoy llamamos idioma español. Verás que estudiar la historia del español no solo te puede ayudar a entender mejor la bella lengua que hablamos, sino a aprender indirectamente sobre otros temas.

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De cómo me fui a todas partes D.R. © De esta edición: 2015, Editorial Santillana, S.A. 26 avenida 2–20 zona 14 Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. De cómo me fui a todas partes fue escrito por Anne Thomae Elías e ilustrado por Mynor Álvarez. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Las características gráficas de la colección son obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fueron realizadas por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Mynor Álvarez. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre. Diagramación: Sonia Pérez Aguirre. Primera edición: agosto de 2015 ISBN: 978-9929-712-99-7 Impreso en Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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Introducción

Los albores Hace muchos, muchísimos soles, cuando infinidad de las cosas que hoy conocemos no existían y la gente utilizaba más la mano que los artefactos; cuando las guerras se peleaban cuerpo a cuerpo y se ganaban con sudor y angustias; cuando la palabra comodidad no figuraba en el vocabulario de las personas; cuando el mundo parecía moverse pausado, calmo, sin alborotarse por la obstinada prisa de los cambios; en una época remota de la cual pocos registros tenemos y de la cual todo lo que conocemos es producto de conjeturas, por marcas plasmadas en los muros de la historia o por vestigios enterrados en

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las arenas de los siglos; en aquella época se sitúa el origen de esta historia. Sin embargo, antes de aquellos años remotos había ya un mundo formado y lleno de vida, uno habitado por una enorme cantidad de especies de animales y plantas. Esto fue mucho antes de que el hombre y la mujer aparecieran en la historia del planeta. Pero no hace falta que retrocedamos tanto en el tiempo. No interesa viajar al nacimiento del mundo de la humanidad, mucho menos al inicio de la vida en la Tierra. Eso es demasiado extenso para contarlo aquí. La historia que voy a contarles, mi historia, no es más que un suspiro de dos milenios en una larga jornada de miles de millones de años. Para que no haya dudas sobre cuándo y dónde —lugar y tiempo: nociones esenciales para el entendimiento— se desarrolla esta narración, debemos situarnos en la Península Ibérica, territorio

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en el suroccidente de Europa que hoy ocupan España y Portugal, pero en una época antiquísima, 2 200 años atrás. Viajaremos, pues, a un pasado distante, concretamente al siglo III antes de Cristo (a. C.). Pero no se asusten. En comparación con la edad del planeta, 2 200 años son casi nada. Les doy mi palabra.

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Capítulo I

Un claro atardecer Nuestra historia comienza a la hora del atardecer, ese momento en que el Sol desciende por el oeste, los cielos se tiñen de rojo y las nubes se vuelven de colores. Pero el atardecer del que hablo no es uno común y corriente. La tarde a la que me refiero es aquella cuando el mayor imperio del mundo antiguo estaba por iniciar la conquista de los pueblos próximos al Mare Nostrum, ese mar que hoy conocemos con el nombre de Mediterráneo. Los dominios de este imperio se extendían sin que nadie pudiera evitarlo. Con los años, su territorio iba creciendo y el número de súbditos au-

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mentando. Todos querían integrarse al gigante, al poderoso Imperio romano, y quienes no querían eran obligados. Morir u obedecer eran las opciones, o, más bien, las condiciones. En todas las guerras hay vencedores y vencidos, y el ejército romano fue el indiscutible vencedor durante cientos de años en aquellas regiones del mundo antiguo —pero ya me estoy adelantando en la historia; sigamos en aquel atardecer de hace 2 200 años—. Fue en un atardecer como aquel cuando los soldados escipiones —llamados así en honor de su líder y comandante, Publio Escipión— descendieron de sus barcos y pusieron pie en las costas de la Península Ibérica. Lo que hoy se conoce como España cayó bajo asedio. Los pueblos que la habitaban fueron invadidos por cientos de hombres que descendían de barcos y se aventuraban a ocupar territorios que no les pertenecían. Los soldados, portadores de es-

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padas brillantes que blandían a diestra y siniestra, se disponían a la ocupación de un nuevo territorio. Los escipiones eran hombres temerarios. No le temían a nada, ni a las más arriesgadas misiones. Por el contrario, todos les temían. Temían su fuerza y su brazo, su impulso y su osadía, su valor y su carácter. Las primeras tierras de la actual España a las que arribaron fueron las llamadas Emporion —después conocidas como Ampurias y luego como Empúries, su nombre en catalán—. Allí descendieron para luego expandirse a territorios más lejanos. La lucha por conquistar la península no fue fácil. En realidad fue una larga y tediosa pelea que duró más de 200 años durante los cuales los pueblos nativos sufrieron cuantiosas pérdidas. Y hablo de pueblos, porque no fue una guerra entre dos ejércitos. No. Fue algo más, algo devastador, algo que cambió el rumbo de la historia.

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Porque no hay que olvidar que aquellas tierras, antes de los bravos escipiones romanos, ya estaban pobladas. Eran habitadas por agricultores que las cultivaban y que así sostenían a sus familias. No eran personas con grandes pretensiones: sobrevivir y estar en paz eran sus únicas aspiraciones. En la Península Ibérica coexistían tres pueblos principales: los celtas en el norte y en la costa atlántica; los íberos en el sur, al lado del mar Mediterráneo; y los vascos, que ocupaban un estrecho territorio en el norte. En aquella época no existían los países ni las fronteras, y los que podrían llamarse mapas, que en realidad no eran más que algunas ingenuas mediciones topográficas, eran escasos, casi inexistentes. No había mapamundis, los que ilustran el globo terráqueo. O los había, pero no tan precisos como los de ahora, más bien eran garabatos con los que se intentaba imaginar cómo podría ser el

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mundo, que por supuesto eran incorrectos. Lo cierto es que aún no se tenía idea de dónde comenzaba y dónde acababa la Tierra. Pero aquello no impedía que unos cuantos hombres aventajados se preguntaran qué podía haber al otro lado del océano, para lo cual hacían conjeturas sobre la disposición de los territorios. Conjeturas y suposiciones. Y más conjeturas y suposiciones. Esas eran las únicas herramientas para cognocer —conocer— el mundo y su realidad. Por estas razones, con los rudimentarios conocimientos geográficos y los primitivos instrumentos de navegación y cartografía con que se contaba entonces, era muy difícil demarcar los territorios. El poder de cada pueblo se medía por su tamaño —en personas y en bienes— y no por su extensión territorial. El peligro de cualquier invasión extranjera era inminente en todo momento. Los hombres y las mujeres debían estar alertas. No debían abandonar

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nunca sus tierras, pues de regreso podían encontrar sus casas usurpadas, su ganado perdido o sus bienes robados. Así transcurría la vida en aquel entonces, bajo la ley de «quien se va pierde su lugar», que la inteligencia popular ha reformulado de infinitas formas: «el que se va a Sevilla pierde su silla», «el que se levanta para bailar pierde su lugar», «el que se va al convento pierde su asiento» y muchas más. No hay que menospreciar la conciencia popular. Está llena de sabiduría y de experiencias. Porque, como dice otro de esos dichos, «más sabe el Diablo por viejo que por diablo». Pero es hora de volver al hilo de esta narración. Decía que en un claro atardecer como aquel de hace dos milenios y dos centurias, antes de que Roma invadiera la península, los vascos, los celtas y los íberos llevaban ya más de 400 años de convivir en aquel territorio cercado por el mar casi por

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completo. Sí, casi una isla, de no ser por la estrecha franja de tierra que la une al resto del continente. Por esto es que los romanos, que hablaban latín, llamaban penínsulas a territorios como aquel, pues eran ‘casi islas’ —de pæne, ‘casi’, e insula, ‘isla’—.

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Capítulo II

Antes de Roma Cada pueblo era diferente y tenía su propio idioma. Las personas no se comprendían. Si coincidían, no podían conversar. Cada pueblo tenía maneras diversas de expresarse. Por eso los cautelosos celtas, recelosos de sus dominios, construyeron pueblos fortificados y demarcaron sus territorios con verracos de piedra. Tales verracos son unas esculturas zoomorfas que recuerdan a los jabalíes y a otros animales, de los cuales se valía aquel pueblo para cuidar ganado o amedrentar enemigos. Si el visitante o invasor llegaba a estas tierras y miraba las inmutables estatuas, sabía que aquel

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no era un suelo sin dueño. Divisarlas era reconocer que se estaba pisando territorio celta. Plantadas en las praderas, estáticas, estas figuras les advertían a los extraños que no eran bienvenidos. Por estas y muchas medidas ingeniosas más, los celtas llegaron a dominar un extenso territorio. Quizá fue por su sentido práctico de la vida, sin mucho arte, sin mucha fantasía, que adquirieron conciencia de lo material y dominaron su entorno. Llegaron a controlar la mayoría de las vías de paso y los campos de cultivo y pastoreo. Refugio, comida y protección eran las prioridades de este pueblo antiguo. Producían ellos mismos lo que necesitaban. Nunca aceptaron ninguna forma de intercambio o de comercio. Tenían un sistema independiente y con eso les bastaba. A una prudente distancia se encontraban los territorios de los íberos. A diferencia de los celtas, los íberos carecían de un instinto previsor tan fuerte y de un sentido de autonomía económica. Para subsistir

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debían mantener comercio con otros pueblos. Por eso tenían varios puertos estratégicos a lo largo de la costa, para que los pueblos que provenían del otro lado del Mediterráneo llegaran a ellos. La península, por su posición geográfica, se mostraba a los ojos de los mercantes como una ruta necesaria de comercio. Los primeros en llegar fueron los aventureros griegos, quienes viajaban por mar desde tierras helénicas, y los fenicios, que zarpaban de las costas del antiguo cercano Oriente en el siglo VI a. C. Pero un siglo más tarde llegó una colonia fenicia. Se trataba del pueblo de Cartago. Los cartagineses, que muchos años después darían a los romanos una feroz pelea, navegaban desde su tierra, la actual Túnez, en África. Todos estos pueblos eran las principales fuentes de recursos de los íberos. Pero, como dice aquel antiguo refrán: «Al villano dadle el dedo y se tomará la mano». Todos estos comerciantes fundaron sus propias colonias en

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territorio íbero. Los griegos alzaron dos de sus dominios al norte de la costa, la antigua Ampurias y Rode. Al sur, los fenicios establecieron Gadir (que con los siglos terminó llamándose Cádiz), Malaka y Abdera. Los cartagineses fundaron la distinguida Ibiza y Cartago Nova. El constante contacto entre estos pueblos devino en simbiosis. Muchas culturas se fusionaron. Lo primero que los íberos adoptaron de sus nuevos vecinos fue el alfabeto fenicio. Después hubo que tomar una decisión para hacer más eficaces los intercambios. Fue así como se acuñaron las primeras monedas. Los íberos eran muy diferentes de los celtas. Y si acaso quieren objetarme que todos somos diferentes unos de otros, sepan que no hago esta observación por simpleza. Lo digo para remarcar que estos dos pueblos eran curiosamente singulares, a pesar de que coexistían como vecinos. Si tuviéramos que ponerlos en una línea recta, yo situaría cada uno en cada extremo, lo más

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alejados posible uno de otro. Los íberos eran seres abiertos a socializar. De ahí que el comercio fuera una actividad básica para ellos. Además, eran un pueblo muy religioso. Rendían culto a varios dioses, pero entre todos ellos destacaba la diosa madre, la Dama de Baza, de la que se especula que pudo haber sido una especie de divinidad de la muerte o una representación de la aristocracia de la época. Los íberos estaban en contacto con su lado creativo. Desarrollaron no solo el arte de la escritura, sino también el de la escultura y el de la cerámica. Se conservan ejemplos de su grafía, pero interpretarla es, por desgracia, un trabajo imposible. Los años que nos separan imposibilitan la lectura de sus textos. Lo que sí se puede apreciar son sus producciones artísticas en piedra, sus esculturas detallistas. Ellos delineaban figuras al detalle y con sumo cuidado y buscaban con maestría alcanzar el esplendor.

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Si se preguntan qué fue del pueblo vasco, la verdad es que de ellos no sé mucho más que ustedes. De los vascos, el único de aquellos tres pueblos que sobrevive hasta nuestros días y que habita lo que hoy se conoce como el País Vasco, en el norte de España, no se sabe mucho. Más bien casi nada. Su historia ha permanecido oculta incluso para los actuales pobladores de la región. Su identidad desfallece entre las sombras del pasado y el presente. Lo único evidente es que el pueblo vasco es el más antiguo de la Península Ibérica y, sobre todo y lo más importante, que hasta la fecha sigue ocupando su legendario territorio. En este hecho tan extraño, tan insólito, radica su importancia. ¿Por qué este pueblo es el único que no fue absorbido por las culturas invasoras? Una cuestión todavía sin respuesta, como muchas otras.

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Capítulo III

Tierra de conejos Sucedió una tarde parecida a aquel claro atardecer cuando los escipiones descendieron de sus barcos. Reunidos en la costa, los habitantes de la península observaron, con las manos en las cejas para cubrirse los ojos de la penetrante luz del sol, una ancha y gruesa embarcación que con una dignidad nunca antes vista surcaba las olas. El oleaje del mar parecía hacerle reverencia a la nave al rozar su exterior y saludarla con un contacto ligero, de clara subordinación. Ya en varias ocasiones habían arribado a la península barcos exploradores cartagineses, pero nunca uno tan grande

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y con tantos hombres en su interior. Entonces, el fragor del mar se apagó por unos segundos para que la costa entera resonara con el grito de un hombre que asombrado exclamaba: «¡I-sch phanimm!». Y luego un coro de marineros vociferó al unísono: «¡I-sch phanimm! ¡I-sch phanimm! ¡I-sch phanimm!».

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El barco se llenó de gritos que con alegría repetían una y otra y otra vez: «¡I-sch phanimm! ¡I-sch phanimm! ¡I-sch phanimm!». Claro, la alegría tenía una razón. Por fin, después de tantos infortunios y de tantas navegaciones frustradas, habían llegado a la tierra que ellos habían bautizado así. Supieron que esta vez no se habían equivocado de costa cuando el primero de los tripulantes, a diferencia de los muchos que con indiferencia mordisqueaban el pasto a su alrededor, eligió un conejo a unos pasos de la orilla. Sujetándolo con ambas manos lo alzó al cielo y exclamó: «¡I-sch phanimm!». Habían llegado a la Península Ibérica, que ellos llamaban tierra de conejos, I-sch phanimm, por la descomunal población de estos animales esparcidos por las costas. Después, este nombre sería adoptado por los escipiones cuando descendieron de sus naves en aquel claro atardecer. Y los romanos, que hablaban latín, tradujeron la frase tierra de conejos a su propio

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idioma. ¿Cómo hicieron esto?, se preguntarán. La asimilación de palabras extranjeras se efectuó mediante un proceso que tanto eruditos como la gente del pueblo llamaban latinización, esto es, convertir al latín palabras de otros idiomas. Fue así como la palabra I-sch phanimm se latinizó para transformarse en Hispania. Quizá hayan escuchado esta palabra. Quizá les resulte tan extraña a sus oídos como la anterior. No obstante, deben saber que el nombre Hispania, muchos siglos después, se convertiría en España, palabra que nombra una de las naciones que hoy ocupan la Península Ibérica. Sin embargo, puede que alguno de ustedes se pregunte cómo llamaban los pueblos oriundos, los celtas, los íberos y los vascos, a las tierras que habitaban. Si aquellos antiquísimos pueblos le tenían un nombre a la región que actualmente ocupan España y Portugal, ello es un misterio. No solo para mí, sino para todos los que alguna vez se hicieron la

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pregunta. No se sabe. Pero este misterio no es una sorpresa. Los vencedores siempre han asumido el derecho de nombrar a los vencidos como les dé la gana, sin preguntas, sin consideraciones. Es por esto que al llegar los romanos a colonizar aquellas tierras las bautizaron con el nombre de Hispania. Como dije antes, la batalla que los escipiones tuvieron que librar en la península no fue una empresa sencilla. Dos prolongados siglos duró tan ardua conquista. Fue un plan militar que incluyó muchas estrategias y tácticas, unas más eficaces que otras. Fue una sucesión de innumerables batallas que culminaron con la victoria oficial de Roma. Bien se debe decir, empero, que en una guerra nunca hay ganadores, solo aquellos que pierden más y aquellos que pierden menos. En esta época, los conflictos no eran inusuales y mucho menos fugaces. Regularmente duraban

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décadas. Las guerras no eran como las de ahora. No había una tecnología tan desarrollada que facilitara las luchas entre los rivales. En esa época no se saldaban los riñas con drones, robots o cualquier otra especie de maquinaria militar ultrarreciente. Ninguno de estos trastos metálicos existía entonces. No. Las guerras se peleaban cara a cara, se combatían con sudor y pena: desenfundando espadas, blandiéndolas con puño férreo y chocando sus filos en el aire. Los campos de batalla eran una profusión de gritos aturdidos y soldados yacentes. Delirios rojos de atemorizados caballos corriendo sin jinete. Progresión de ojos cerrados y ojos tristes. En tierra quedaban los caídos, y un tufo a muerte se apoderaba de los sentidos. Así eran las guerras en aquel entonces. Los brazos más resistentes, los músculos más fuertes y el ingenio más efectivo para planear emboscadas y estrategias de combate eran la diferencia entre ser vencedor o vencido, conquistador o conquistado.

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Capítulo IV

Lucha tras lucha La guerra entre los romanos y los pueblos asentados en Hispania comenzó en el 218 a. C. y concluyó en el 19 de la misma era. Aquel claro atardecer cuando los escipiones asaltaron la Península Ibérica fue repitiéndose día tras día, lucha tras lucha, en numerosas contiendas, duras y aguerridas. Los cartagineses, que se creían dueños del lugar, opusieron feroz resistencia a los romanos. Su defensa fue perseverante, incluso obstinada y obsesiva. Sin embargo, en la época del emperador Cayo Julio César Augusto, mejor conocido simplemente como Augusto, la península entera se encontró un día bajo el dominio del Imperio ro-

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mano. Publio Escipión, jefe de los soldados escipiones a quien ya habíamos mencionado, se abrió paso por Hispania conquistando ciudades una tras otra. Después de Emporion llegó a Cartago Nova. Luego luchó por conquistar Gadir. Y así, tras prolongadas lides, logró finalmente que Roma se constituyera en la dueña y señora de aquel vasto territorio. La llegada de Roma a la península fue una circunstancia inusitada para los pobladores nativos. El hecho de que el Imperio llegara ex profeso a conquistar y dominar fue un suceso que cambió para siempre la vida de los peninsulares. Como ya expliqué antes, dicho territorio era una amalgama de diversas culturas: tantas influencias diferentes convergían allí, desde helénicas hasta fenicias, pasando por celtas e ibéricas. Y ahora llegaban los romanos con el fin explícito de dominar. Estar en guerra durante años, al contrario de lo que se acostumbra en la actualidad, no les

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robaba el sueño a los romanos. En aquella época ser soldado era una manera de enriquecerse o al menos subsistir de forma digna. La milicia quería seguir siendo milicia. Los soldados querían seguir luchando. En aquellos territorios tan remotos, tan distantes de la capital romana, los soldados tenían autoridad y respeto, se enaltecían, alcanzaban lo que en Roma jamás habrían alcanzado. Por otra parte, los soldados recibían todo lo que un hombre necesita para vivir y cubrir sus necesidades básicas: agua, comida, algo en que reposar la cabeza y un lugar que parecía o era lo más cercano a un hogar. Sin embargo, de vez en cuando algunas emociones adversas embargaban los corazones de aquellos guerreros. La nostalgia y la debilidad de ánimo los invadían. Entonces ansiaban regresar. Pero estas turbaciones desaparecían tan pronto como llegaban: eran como la oscuridad, que no dura todo el día. La

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imperiosa gana de volver se desvanecía ante la promesa del botín y el amor a la patria. Porque aquellos hombres, además, sabían muy bien que la vida en la metrópoli no era mejor que la vida en el campo de batalla. De regreso en Roma, la lucha era otra: buscar que comer, conseguir trabajo y hacerse de una vivienda digna. No pasó mucho tiempo antes de que aparecieran en la península aquellos que solemos llamar colonizadores o colonos, aquellos que llegan a territorios distantes en busca de oportunidades. Algunos de estos anhelan ascender de clase, multiplicar sus ganancias, poseer más tierras… Otros solo buscan una vida nueva, diferente a la que han vivido: comenzar de cero, sin prejuicios, sin tantas estructuras de control sobre sus cabezas. Así fue como llegaron a Hispania comerciantes, artesanos, letrados e incluso personas de los peldaños más bajos de la escala social.

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La lengua que por primera vez en la historia unificó a los pueblos de la península fue la de los conquistadores. Prevaleció sobre todas las demás. Así fue como el latín se hizo oficial. Pero esto no sucedió de forma violenta o impuesta. Con el curso natural del tiempo fue suficiente. Los pobladores nativos se adecuaron a convivir con aquellos extraños hombres y aquellas extrañas mujeres que andaban por sus tierras como Pedro por su casa, como sintiéndose dueños del lugar, y las dinámicas de la

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comunicación fueron imponiéndose. Los habitantes de Hispania ya estaban siendo colonizados y aprendiendo de sus colonizadores. Los que otrora fueran advenedizos intrusos ahora eran vecinos residentes. Muchos se dieron cuenta de que hablando latín podían obtener una mejor vida, mejores oportunidades y peldaños más elevados en la escala social. La nueva lengua les permitía una comunicación más eficiente, les ofrecía palabras para designar nuevos objetos. Expresar las emociones era una faena más fácil ahora, pues el nuevo idioma abría las puertas a más cosas que decir, a nuevas realidades que comunicar. Las lenguas prerromanas —llamadas así porque se encontraban en el lugar antes que el romano o latín— fueron desvaneciéndose lentamente a medida que los habitantes dejaron de hablarlas. Hubo un único pueblo que no quiso perder su identidad. Y aunque sus integrantes aprendieron a hablar la lengua dominante, nunca permitieron

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que la propia se olvidara o que sus costumbres se desvanecieran. Me refiero, ya lo saben, a los vascos, que aceptaron hablar dos idiomas y fueron así dos a la vez: conquistados por el latín y conquistadores de sus propios orígenes, de sus propias raíces. Algunos dirán que la cultura romana absorbió a los celtas y a los íberos, pero cabe mencionar que no los absorbió como lo haría un agujero negro: sin dejar rastros. Estos pueblos dejaron su huella indeleble en la historia de aquella tierra. Si bien sus lenguas murieron y su recuerdo vive envuelto en las sombras del enigma, se conocen restos no solo físicos, sino también idiomáticos de aquellos pueblos antiguos. Aunque estos vestigios no son términos definidos, palabras propiamente dichas, tuvieron un impacto contundente en la lengua de los habitantes de la Hispania conquistada por Roma. Su forma de sobrevivir es a través de sonidos, ásperos y roncos.

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Los íberos aportaron ciertos sufijos al latín. Los sufijos son terminaciones que se añaden a una palabra completa o a su raíz para alterar —no en esencia, sino en matiz— su significado. Suele decirse que los íberos tenían un lenguaje que sonaba fuerte, con palabras de gran dureza fónica, que se oían como ronquidos al acentuar la letra erre o como crujidos al involucrar el sonido de la ka. Se les atribuye a los íberos el préstamo de terminaciones como -arro, -erro y -urro, o como -asco, -isca, -ueco y -ieco, que hoy pronunciamos en palabras como cacharro, peñasco y ventisca.

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Capítulo V

Caída en dos actos Los romanos ocuparon Hispania hasta el siglo V después de Cristo (d. C.). Fueron más de 500 años de dominación. Después de tanto tiempo, las cosas cambian. Evolucionan, como se dice en la actualidad. Desde sus orígenes, la humanidad ha estado dividida en clases sociales: hay quienes gozan de privilegios desde que nacen, mientras que otros deben luchar en la vida con ciertas limitaciones. La riqueza nunca se ha distribuido en el mundo de manera equitativa. Hay quienes tienen más y quienes tienen menos. Por ello es ingenuo pensar que todos los habitantes de Hispania sabían escribir. Es más,

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en aquel mundo antiguo había muy pocos letrados. A pesar de que todos hablaban y entendían el latín, casi nadie sabía escribir. Solamente los eruditos de la época gozaban de este privilegio. Todo lo que hasta la fecha conocemos del latín es gracias a estos eruditos, a quienes les debemos obras históricas o dramas que inmortalizaron la grafía del alfabeto latino. Lo escrito en tales textos es lo que se conoce como latín culto, el latín de los señores, el único del que conservamos registros. Sin embargo, también existió lo que se conoce como latín vulgar. Este era el que hablaban las mayorías. Por lo tanto, no es sorpresa que de pueblo en pueblo hubiera variantes. Con el tiempo y las distancias, el habla de cada ciudad fue adquiriendo rasgos específicos, a tal punto que muy pronto los habitantes de una no se entendían con los de otra. Fue así como el latín comenzó a fragmentarse en dialectos, en variantes de una misma lengua. Por-

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que eso es un dialecto, no otra cosa. Quiero aprovechar, por cierto, para comentar algo que merece aclaración. Espero, lectores míos, que no se molesten con esta breve interrupción, pero lo que diré es importante. Noto que hay confusión respecto a las diferencias entre idioma y lengua, de tal manera que se menosprecia la segunda en favor del primero. Pero he de decir que no hay diferencia entre uno y otra. Tanto idioma como lengua, si bien son dos palabras distintas, se refieren a lo mismo. Son sinónimos. Significan lo mismo. Luego de haber puntualizado esto, prosigo con mi relato. Con la ocupación de la península entera por parte del Imperio, la historia de Occidente cambió para siempre. Roma llegó a dominar un gigantesco territorio que incluía regiones de tres continentes: el norte de África, el oeste de Asia y el sur y el oeste de Europa. Era extenso, enorme. Tan grande que parecía que una sola cabeza y un senado no bastaban

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para dominarlo todo. Y no bastaron. Los mensajes llegaban tarde. Era imposible que el emperador se enterara a tiempo de lo que acontecía a lo largo y ancho del Imperio. Se estaba gestando, pues, el desastre. Roma poseía más de lo que podía controlar. Y los pésimos servicios de comunicación no ayudaban a mejorar las cosas. Por supuesto que en aquella época no existía el mundo virtual de hoy, en el cual todo mensaje se envía en cuestión de segundos. Tampoco existían redes radiofónicas, mucho menos vehículos que recorrieran las distancias a una velocidad mayor a los 70 kilómetros por hora que podía desarrollar el caballo más veloz. No. El mundo se movía más lento en aquel entonces. Y con el envío y la recepción de mensajes no era diferente el panorama. Por eso la caída de Roma llegó inevitablemente. No llegó de súbito ni por sorpresa, sino que fue un desastre progresivo. Muy pronto el emperador Teodosio I debió oficia-

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lizar la separación del Imperio y distribuir el poder entre sus dos hijos: Arcadio en el este y Honorio en el oeste —la región de Hispania, por supuesto, quedó bajo el dominio del Imperio de Occidente—. Pero el Imperio occidental finalmente se derrumbó en el año 476 d. C. Rómulo Augusto, quien había tomado posesión antes de los 15 años, fue su último emperador. Se acabaron los césares y los augustos. Ya no hubo Imperio que gobernar. Lo que antes fuera

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un Imperio extenso y poderoso quedó fraccionado en pequeñas naciones, y las diferentes culturas otrora bajo el yugo romano tenían otras ambiciones. El Imperio de Oriente perduró por más tiempo. Sin embargo, la caída de este no tardó en suceder. El más grande Imperio del mundo antiguo se derrumbó completamente en el siglo V d. C., lo que marcó el comienzo de lo que se conoce como la Edad Media, pero también el inicio de una nueva historia de invasiones. Y es que la carrera por conquistar a los demás parece no detenerse nunca.

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Capítulo VI

Bárbaros a los cuatro vientos Los romanos llamaban bárbaros a todos los pueblos extranjeros, a todos aquellos que no se habían sometido al Imperio y que no hablaban el latín. Tomaron esta palabra de los griegos, que llamaban así a los foráneos porque, como no entendían los idiomas de estos, únicamente los oían decir «bar, bar, bar». Fue así como nació la palabra bárbaro, como una forma de burla y una muestra de intolerancia contra quienes hablan lenguas diferentes. Aun hoy en día la palabra connota grosería y se utiliza para denominar a quien se comporta con crueldad, tosquedad o incultura. Los romanos, pues, usaron la palabra de

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una manera despectiva para referirse a los pueblos que se atrevieron a invadir sus territorios. Supongo que siempre ha sido así. Cuando las espadas fallan, los brazos desmayan y las fuerzas no son suficientes, las palabras se convierten en armas para herir al oponente. Lo cierto es que por aquel entonces Hispania cayó en las manos de estos pueblos, los bárbaros. Y los pueblos germánicos que llegaron a Hispania eran unos de ellos. En realidad, estas personas mal llamadas bárbaras no eran crueles ni malignas, mucho menos incultas. Simplemente eran seres humanos con virtudes y defectos, deseos y necesidades, como cualesquier otros. Migraron desde muy lejos en busca de nuevas tierras donde asentarse y fundar pueblos. Estos bárbaros —visigodos es su nombre correcto, pues con esta palabra se hace referencia a sus orígenes geográficos y étnicos— descendían de los godos occidentales, pueblos

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originarios del norte de lo que hoy se conoce como Alemania y de territorios aledaños —de ahí el nombre de germánicos— que ocuparon la península y le dieron un nuevo giro a la historia de Hispania. Los visigodos se asentaron desde sus inicios en el norte de Europa. Sin embargo, poco a poco su población fue aumentando y con ella sus necesidades. Por eso algunos de ellos tuvieron que salir a explorar el continente en busca de otras tierras donde asentarse. Para ello se desplazaron al sur. Así fue como se encontraron con un Imperio decadente y, por ende, con una conveniente oportunidad de obtener tierras que no fue desaprovechada. Pero antes de los visigodos hubo otros pueblos bárbaros que intentaron asentarse en la península: por un lado, los suevos, que provenían del norte, y los vándalos, que llegaron de Europa central; por otro, los alanos, un pueblo que no era germánico, sino de lengua y orígenes iranios.

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Es por estas razones —los asentamientos de pueblos germánicos y no germánicos en la península— que los romanos llevaron a cabo una especie de negociación, que por ser solo un intercambio parco de palabras y por no haber vestigios escritos no transcribimos aquí. Baste con decir que a los visigodos se les hizo una oferta irresistible. Los visigodos no tardaron en poner en orden a estos pueblos invasores, los bárbaros conocidos como alanos, vándalos y suevos. A estos últimos los arrinconaron en una angosta franja del territorio peninsular. A los alanos los exterminaron casi por completo. Y a los vándalos los obligaron a marcharse, a huir a otros lugares. Roma les había ofrecido a los visigodos tierra y refugio a cambio de que expulsaran a los intrusos. Pero el acuerdo no se mantuvo por mucho tiempo, no al menos con sus estatutos originales. Los visigodos no solo saquearon a los demás pueblos germánicos, sino que se

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asentaron en esos territorios sin honrar su convenio con los romanos. Ya en el año 507 d. C. los visigodos habían establecido un Estado en Toledo. Se puede decir que para esta fecha los romanos estaban derrotados y que su soberanía sobre aquellos territorios ya no existía. Los esplendorosos años dorados de Roma se acabaron, entonces, en aquel momento de la historia cuando la capital fue saqueada y sus colonias invadidas. Por cierto, quiero intervenir este relato una vez más para aclarar algo. Ya que he dicho de dónde provenían los visigodos y el origen de su nombre, se debe puntualizar en otro aspecto. Quizá habrán escuchado por ahí la palabra gótico y seguramente al oírla o leerla se imaginan a personas que se visten de negro, se delinean los ojos y, como si no llevaran ya suficiente negro en sus atuendos, se los revisten con una capa oscura. Bueno, para que no quepan dudas, no me refiero a estas personas cuando digo

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gótico, pues esta es una acepción que vino mucho tiempo después. En la antigüedad, la palabra hacía referencia a un tipo de arte. Por eso hay catedrales y construcciones de las cuales se dice que pertenecen al estilo gótico. Se las llama así en honor a este pueblo, los godos. Es una forma de nombrar un arte diferente al que se conocía antes, el de origen y estilo greco —griego— y romano. Sin embargo, si bien el nombre proviene del pueblo godo, tal estilo de arte no se desarrolló sino hasta en el siglo XII, cuando este pueblo germánico ya había perdido su soberanía sobre los territorios peninsulares mucho tiempo atrás. El arte gótico se desarrolló en muchos lugares de Europa, no solo en España. Tanto que hasta se hace referencia a Francia como su lugar de origen. Así como todo tiene un principio, de ese modo el final, por lejano que esté, siempre llegará. Quizá esta sea la única certeza que hay en la vida: todo lo que empieza termina, todo lo que nace mue-

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re. Pero antes de contarles el fin del reinado visigodo, tres siglos después de la llegada de este pueblo a la península, les narraré la historia de la Hispania posromana, lo que ocurrió con este territorio peninsular después de la caída del Imperio.

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Capítulo VII

Saltos de fe El rey godo Leovigildo, de quien se hablan tantas maravillas, quiso ubicar la sede de su reino en el centro de Hispania. Consideró que esto le garantizaría un mejor control de todos los territorios bajo su mando. Fue así como asentó su trono en Toledo. Por otra parte, Leovigildo permitió que en la Península Ibérica los ya asentados visigodos y los pobladores de aquel territorio —los hispanorromanos— consolidaran sus relaciones por medio del matrimonio. Con los descendientes de estas uniones se consumó el intercambio cultural y se fusionaron los dos linajes. Y es que no hay como el

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mestizaje para unificar pueblos diferentes entre sí. Leovigildo fue sensato en este aspecto, mucho más que sus predecesores, y tanta sabiduría le valió para lograr lo que nunca antes se había logrado: unificar un pueblo con inquebrantables lazos de sangre. De esta manera, los hijos mestizos, herederos de los visigodos y de los hispanorromanos a la vez, fueron denominados hispanogodos. Este hecho tan conciliador como extraordinario facilitó las relaciones entrambos y amenizó la vida cotidiana de aquella gente —porque en este punto se debe recalcar, ya que hablamos de tanto tiempo después de la muerte y la resurrección de Cristo, que el cristianismo ya se había expandido por toda Europa—. Los hispanorromanos, pobladores de la península, se habían convertido al cristianismo desde el momento en que el Imperio romano había adoptado dicha religión, primero con la conversión del emperador Constantino I y luego con la oficiali-

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zación de esta en el siglo IV por parte del emperador Teodosio el Grande. Pero es aquí donde debe hacerse un contrapunto entre las distintas cosmovisiones de los pobladores de la península, pues son estas las que marcan el contexto en el cual se desarrolla una cultura. Resulta que los nuevos moradores de Hispania, los visigodos, no practicaban la religión católica. Sí eran cristianos, pues creían en la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo, pero fundaban sus creencias en el arrianismo, la teología de Arrio, sacerdote de la antigua Alejandría egipcia. Los arrianos consideraban que Dios, el Padre, siempre había existido, pero que Jesús, el Hijo, era fruto del primero y por lo tanto creado por Dios. Es decir, postulaban que antes del inicio de los tiempos la primera creación de Dios había sido su Hijo. De ese modo, por haber sido creado, Jesús no era igual a Dios. Este planteamiento creó grandes polémicas que involucraron la realización de dos

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concilios, el de Nicea y el de Constantinopla. Muy pronto, el arrianismo fue considerado una herejía y sus seguidores sancionados con quizá el peor castigo para los cristianos: la excomunión. Esta es comparable con la muerte, pero una de orden espiritual, y no material. Pese a lo anterior, el arrianismo también se extendió por Europa y el pueblo visigodo lo abrazó. Por esto resulta asombroso y memorable que Leovigildo permitiera el matrimonio entre católicos hispanorromanos y arrianos visigodos. Sin embargo, la situación cambió con el tiempo. Como ustedes sabrán, queridos lectores, España se ha caracterizado durante siglos por el catolicismo devoto que profesan sus habitantes. Entonces, ¿cómo ocurrió esto en un país donde los visigodos eran seguidores del arrianismo? También esto cambió en la época del rey Leovigildo. Pero este hecho extraordinario no fue planeado ni ejecutado por él. Fue obra del destino, el azar o como quieran lla-

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marlo. Desgraciadamente para el rey, en su afán de promover las relaciones interétnicas, y con ellas la unidad de Hispania, casó a su hijo, el príncipe Hermenegildo, con una princesa franca. Este hecho, tan insignificante para los ojos ingenuos, fue el inicio del gran cambio en las creencias religiosas de la gente de aquellos parajes. La princesa convirtió al príncipe Hermenegildo al catolicismo, lo cual desconcertó profundamente al rey godo. La princesa, que se llamaba Ingunda, un nombre tan noble como ella, fue la causa de una confusión que perduraría hasta mucho tiempo después del anuncio de la conversión de Hermenegildo. Que el amor todo lo cambia, dicen. Y qué cierto resulta en este caso. Se inició así un nuevo conflicto. La dicotomía entre la fuerza de la razón y la razón de la fuerza, la misma que mueve al ser humano tanto a reflexionar como a tomar las armas, inclinó su

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balanza hacia el lado bélico y dispuso que por más de tres años se enfrentaran padre e hijo. «Solo hago lo debido», pensaba cada cual, pues tanto uno como otro luchaban por un ideal, por su fe, que cada uno consideraba verdadera. Los lazos de sangre menguan, se reducen a nada, cuando el llamado de la fe se impone. O al menos esto era lo que aquellos dos nobles creían. Lo cierto es que, sin más ni más, el conflicto se desató. Pero el príncipe Hermenegildo estaba en clara desventaja, debido a que el número de su fuerza —que en lenguaje moderno llamaríamos número de efectivos— no bastaba para enfrentar a los ejércitos de su padre. No obstante, las esperanzas no estaban perdidas: el príncipe contaba con la ayuda del pueblo bizantino. Pero esto fue así únicamente en el principio. Cuando Hermenegildo más requirió de los servicios de los bizantinos, estos lo traicionaron y dieron su apoyo al rey de Hispania. Leovi-

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gildo había logrado comprarlos con oro. Valiéndose de la estrategia más vieja y certera de todas sobornó al gobernador bizantino. Todo lo que el príncipe había logrado en largas y numerosas contiendas se desmoronó en poco tiempo. Leovigildo finalmente recobró los territorios perdidos. Y Hermenegildo, para quien ya no había posibilidad de una salida digna, se vio obligado a huir por su vida, razón por lo cual se mudaba de un castillo a otro en el penoso afán de ocultarse de la ira de su padre. Pero no pudo huir por mucho tiempo. Su último refugio fue el castillo de Osset, que cayó tras un prolongado asedio. Hermenegildo fue ejecutado. Muchos pensaron que sus ideales también habían muerto con él, pero no fue así. Sería el hermano de Hermenegildo, el príncipe Recaredo, quien se encargaría de continuar lo que aquel había iniciado. Recaredo, además, lo consiguió sin utilizar la fuerza, sin derramar una

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gota de sangre. Se valió para ello de un arma enigmática, una que muy pocos conocen y que aun muy pocos de estos pocos manejan con habilidad. Sucede, lectores míos, que el poder de la palabra solo es reconocido por un verdadero sabio, cuya lucidez le permite ponderar y aprovechar el poder de esta arma. La palabra es punzante, pero no rasga la piel ni desgarra la carne. Tiene un filo tal que no derrama sangre, pero que llega con más fuerza al cora-

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zón y a la mente. Sin embargo, se debe saber usarla. Y es justamente en la maestría de este arte donde radica el éxito de Recaredo. Sin que nadie pudiera advertirlo, mucho menos impedirlo, Recaredo cambió el rumbo de las cosas. Y para ello se valió primero del silencio. Su padre ya había muerto cuando él se hizo bautizar en secreto al catolicismo. Desde aquel momento procuró convencer a los obispos arrianos de que aceptaran la divinidad de Jesús. Promovió concilios para que prelados católicos y arrianos se reunieran y resolvieran sus diferencias teológicas. Hispania finalmente se convirtió al catolicismo.

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Capítulo VIII

Moros a la vista No obstante el éxito de Recaredo y sus actos de conciliación, el tiempo —que nunca se detiene— parecía correr en cuenta regresiva hacia el inexorable fin del reinado visigodo. Miles de kilómetros de distancia al sudeste, fuera del continente europeo, surgiría un hombre que les daría un giro a los destinos de tantos pueblos en tres continentes. Un día impreciso del siglo quinto, en una ciudad de Arabia llamada La Meca, nació un hombre a quien millones de personas denominarían profeta y a quien ustedes probablemente ya conocen. Su nombre es Mahoma.

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Este hombre, que algunos llaman iluminado, predicó haber sido tocado por la verdad. Inició un nuevo credo, con una nueva forma de ver la vida y la muerte, que muy pronto comenzó a expandirse. No tardaron mucho en llegar a la península seguidores de esta fe. Si bien Mahoma falleció a los 62 años de edad, su ideología sobrevoló pueblos enteros y no hubo fronteras ni murallas que la detuvieran. El avance del islam no pudo ser contenido ni siquiera por el mar. Los seguidores de Mahoma, también llamados mahometanos o musulmanes, llegaron en el año 711 a la península y permanecieron allí durante 800 años. No fue un trabajo arduo para aquellos hombres llegar a los territorios de Hispania, menos aún asentarse en ellos. Las ambiciones de poder habían fragmentado el reino visigodo. Por eso no fue tan difícil para los mahometanos, quienes buscaban expandir su fe por todo el orbe, derrotar al ejército his-

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panogodo. Lucha tras lucha, victoria tras victoria, los musulmanes finalmente ocuparon, en el transcurso del siglo IX, casi todo el territorio peninsular, excepto un territorio en el norte. Dicho territorio servía de refugio a los nobles que se habían negado rotundamente a ser conquistados y a compartir sus tierras con aquellos a quienes consideraban herejes, alejados de la verdad. Por eso huyeron a las montañas del norte, donde buscaron refugio en los Cantábricos y en los Pirineos. Y todo parecía perdido. Los bríos de un poderoso reino parecían agotados, doblegados ante la fuerza de aquellos extraños migrantes que habían arribado dispuestos a apropiarse de la península, poblarla y expandir por ella sus costumbres, extravagantes a los ojos de los visigodos. «Qué personas tan diferentes a nosotros», pensaban los peninsulares. Pero este no fue el fin. Los mahometanos no siguieron avanzando. Más bien no pudieron. En el

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norte peninsular, los refugiados resistieron con todas sus fuerzas e incluso prosperaron. Erigieron dos reinos: el de Asturias y el de Navarra, que con el tiempo reconquistarían toda la península. Pero este sería un largo proceso de batallas que acabaría 800 años después, en el siglo XV.

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Cuando hablo de musulmanes o de mahometanos, ya ustedes han de saber que me refiero a una religión, a la fe de los seguidores de Mahoma. No quiere decir que todos provinieran de un mismo pueblo o de una misma etnia. Muchos credos no se limitan a los pueblos que los originaron. En Hispania se llamó moros a los extranjeros que llegaban a la península desde el norte de África, pero no tardó en generalizarse el nombre a todos los mahometanos. En consecuencia, se confundió la religión con la etnia. Así como los romanos habían llamado bárbaros a los visigodos por no hablar latín, así ahora estos denominaban moros a todos aquellos que rindieran culto a Alá y siguieran las enseñanzas de Mahoma. No es ninguna sorpresa que entre los pobladores de África del Norte y los hispanogodos hubiera diferencias físicas, aquellas que solo el ojo superficial distingue y de las cuales se sirve para catalogar a las personas. Fue por estos

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rasgos de piel, tan obvios para los sentidos, mas no para el espíritu, que los peninsulares definieron a los moros. Aquella nueva realidad debía ser descrita con una palabra nueva, tan inventada como todo en el léxico, que está en constante formación. Ameritaba una palabra que describiera lo que los ojos veían. Y así nació el término moreno, de moro y el sufijo –eno (que señala origen o procedencia), que se adjudicó a todos los individuos que tuvieran un tono de piel más oscuro que el de los habitantes de Hispania, como el de los habitantes de África.

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Capítulo IX

De glosas a juglares Debo interrumpir de nuevo mi relato para hacer hincapié en otro hecho importante. Los idiomas evolucionan, cambian en el transcurso de los años y los siglos. Y el latín no fue la excepción. Pero el idioma de los romanos, al hacerlo, dio origen a muchas lenguas. Todas estas se conocen con el nombre de romances. Se las llama así porque se originaron en el habla de los romanos. Y dentro de ellas figuro yo, el idioma español. Soy una lengua romance y se dice por ello que mi estrato (mi base) es el latín. Otras lenguas romances son el portugués, el francés, el catalán, el italiano e incluso el

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rumano1, entre otras. A lo mejor alguna vez han escuchado diálogos de algunos de estos idiomas. Y si no, cuando lo hagan, se darán cuenta de que hay palabras muy similares a las mías, palabras que ustedes pueden entender —a diferencia de idiomas de otros orígenes, como el chino, el alemán o el ruso— . Es más, probablemente hasta entenderían unas cuantas frases. Esto no es casualidad. Lo que sucede es que las lenguas romances comparten un mismo origen. Y es por esta razón que ustedes, mis hablantes, pueden entender dichas lenguas mejor que otras, dependiendo de la cercanía idiomática, es decir, la distancia entre una cultura y otra —y no me refiero a

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Es el idioma oficial de una nación de Europa del Este llamada Rumanía o Rumania. ¿Ya habían oído hablar de este país? Quizá no, pero seguramente han oído hablar de Transilvania, el hogar del conde Drácula, según la novela de Bram Stoker. Y aunque este famoso vampiro es ficticio, Transilvania es una región real de Rumanía. Allí, de hecho, vivió en el siglo XV un hombre de carne y hueso, Vlad Tepes, también conocido como Vlad el Empalador, en quien está inspirado el personaje de Stoker.

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una distancia territorial, sino a la poca o mucha afinidad entre dos o más comunidades de hablantes—. Como idioma, no aparecí de un día para otro. Cada lengua tiene su propia historia y ninguna es exactamente igual. Quizá dos o más lenguas comparten una misma historia al principio, pero siempre hay un momento en el cual dichas historias se separan. En mi caso particular, mis primeras manifestaciones fueron las glosas silenses y emilianenses. ¿Qué son las glosas?, se preguntarán. Antaño no había imprentas, de modo que los libros eran copiados a mano. De esto se encargaban los monjes, quienes a menudo hacían anotaciones al margen para comentar o aclarar pasajes oscuros del texto. Dichas anotaciones recibían el nombre de glosas —si buscan un equivalente, queridos lectores, vendrían a ser algo muy parecido a las notas al pie de página, como la que acá, un poco antes, han leído—. Las silenses fueron escritas por religiosos del monasterio

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de Santo Domingo de Silos; y las emilianenses, por religiosos del monasterio de San Millán (o Emiliano) de la Cogolla. Todas ellas datan de finales del siglo X y principios del XI. Dichas glosas prefiguran el idioma en que hoy me he convertido, pero no me reconocerían en muchas de ellas si las leyeran. Parecen escritas en un híbrido entre latín y español. En aquella época España no era el país que es hoy. Se asentaban allí diferentes reinos. Por ende, no es extraño que en ese territorio se hablaran diferentes lenguas o que hubiera diferentes formas de hablar una misma lengua. Nadie conoce a cabalidad las diferentes formas idiomáticas que convivían en España en aquel entonces. Aunque todas ellas se conocen como romances hispánicos, se han clasificado concretamente en navarro-aragonés, castellano y vascuence medieval. El castellano —otro de mis nombres— se hablaba en el reino de Castilla; el navarro-arago-

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nés, en los territorios del valle del Ebro; y el vascuence, en el norte de la península, donde subsiste hasta nuestros días. De regreso a las glosas, decía que estas se escribían para aclarar los pasajes escritos originalmente en latín. He de decir que en aquella época el latín era una lengua que el vulgo —otra palabra para referirse al pueblo— ya no hablaba ni entendía. Los únicos que podían descifrar los antiguos textos en latín eran los eruditos. Aun así, para ellos había palabras oscuras, esas que habían caído en desuso y cuyo significado, por tanto, ya no se comprendía a cabalidad. Era aquí donde el trabajo de los monjes cobraba sentido —pues en aquel entonces ser monje era sinónimo de erudición—. Las glosas transformaban las palabras enigmáticas de una lengua extraña en vocablos accesibles para los lectores. Algunos monjes dedicados al oficio de copista residían, como ya he dicho, en el monasterio de San Millán de la

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Cogolla, en La Rioja. Millán es sinónimo de Emiliano. Por eso se conocen con el nombre de glosas emilianenses las anotaciones hechas por los monjes de este lugar. El monasterio pertenecía en aquel tiempo al reino de Navarra. Del mismo modo, las glosas silenses deben su nombre a otro monasterio, Santo Domingo de Silos, llamado así por encontrarse en Silos, en el reino medieval de León. Durante esta misma época, siglo XI, los moros asentados en Hispania cultivaron un arte en especial: la música, que siempre será una rica fuente de cultura y expresión. Se ha dicho que la poesía está unida a la música, lo cual resulta cierto en la mayoría de los casos. Parece existir una especie de afinidad entre el verso y el sonido, que lleva entonces a crear melodía de la palabra. Bueno, quizá la poesía es música y viceversa. Toda esta reflexión viene a que ahora me referiré a la escritura de versos dentro de la canción

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arábiga, sobre todo en figuras como las jarchas. Se llamaban así los últimos cuatro versos de una composición lírica denominada moaxaja —que ha de pronunciarse moashaja—. ¿Por qué hablo acá de las jarchas? He aquí su importancia: algunas de ellas fueron escritas en lengua romance. Pero la lengua romance que hablaban los moros no era como las de los demás pueblos de Hispania. No era como el navarro-aragonés o el vascuence medieval. Esta fusionaba términos arábigos con los vestigios de las diversas formas de latín habladas por los hispanos, lo que dio a la lengua romance de los moros sus aspectos particulares. Por eso fue llamada mozárabe. Las jarchas, pues, fueron los primeros versos escritos en lengua mozárabe en la Hispania posromana. Se trata de composiciones musicalizadas sobre temas sentimentales en las que usualmente una mujer llora sus penas de amor. Son consideradas las primeras manifestaciones literarias en romance hispánico y,

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como tales, marcaron el inicio de la poesía en lengua romance. Tiempo después, en el siglo XII, se escribiría la que según los estudiosos habría sido la primera pieza dramática en castellano. Fue descubierta en una biblioteca de Toledo por el ojo escudriñador de un religioso que respondía al nombre de Felipe Fernández Vallejo. Lo que se conserva de esta obra, que no fue hallada en las mejores condiciones, son 147 versos. Pero esas pocas líneas alcanzan para saber de qué va la obra, que posteriormente fue llamada Auto de los Reyes Magos, un nombre que recoge toda su esencia. Por cierto, la palabra auto no se refiere aquí a un vehículo automotor de dos o más ruedas. No. La palabra auto en este contexto se deriva de acto, que a su vez se relaciona con lo que se representa en un escenario teatral. La pieza, por ende, se refiere a una pequeña obra de teatro sobre dichos personajes

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bíblicos. Es por esto que el Auto de los Reyes Magos es un título preciso para la obra, si bien para mi gusto resulta poco revelador. Si conocen los nombres Gaspar, Melchor y Baltasar y los ofrecimientos de cada uno de estos al niño Jesús —oro, incienso y mirra—, saben entonces de qué hablo: de aquella tríada de reyes, magos, estrelleros o como prefieran llamarlos que agasajaron al Niño Dios una vez nacido. Pero aquellos regalos de los Reyes Magos tenían un significado simbólico: con ellos se pretendía revelar la naturaleza de aquel a quien veían como el Salvador de la humanidad. La elección era entre el oro si fuese rey, la mirra si fuese mortal o el incienso si fuese Dios. A continuación les ofrezco unos cuantos versos del auto, del 65 al 73, escena segunda. Noten las similitudes y las diferencias entre aquel romance y la lengua actual.

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MELCHIOR. ¿Cúmo podremos provar si es home mortal, o si es rey de tierra o si celestrial? BALTHASAR. ¿Queredes biene saber cúmo lo sabremos? Oro, mirra i acenso a él ofreceremos; si fuere rey de tierra, el oro querá; si fure omne mortal, la mira tomará; si rey celestrial, estos dos dexará, tomará el encenso que l’ pertenecerá.

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CASPAR Y MELCHIOR. Andemos y así lo fagamos.

La literatura en un primitivo castellano —se podría decir— estaba naciendo. Las personas buscaban expresarse, volcar sus emociones en la poesía, profesar su fe en obras dramáticas, pero aún faltaba algo. Las glosas eran meros comentarios aclaratorios, no expresión artística. Por eso no tardó en surgir lo que más tarde sería denominado mester de juglaría. Debemos saber que en aquella época los héroes y las batallas épicas eran de suma importancia. Los hombres debían ser virtuosos, valientes ante las dificultades y serviciales ante su señor. De ahí que surgieran los juglares, hombres que cantaban batallas, luchas pasadas, las andanzas de héroes y caballeros de bizarras espadas que enaltecían a sus pueblos. Los juglares cantaban por las plazas y los castillos. Así entretenían a nobles y niños, a jóvenes y

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ancianos, a todos aquellos que estuvieran dispuestos a remunerarlos con algunas monedas. Declamaban las proezas ajenas con notable ingenio. Con habilidad y desenvoltura elevaban la voz o la entristecían según los requerimientos del relato. Los juglares de aquel entonces tenían ese talento que solo dan la experiencia y la costumbre. La juglaría se convirtió así en un mester, es decir, en un oficio. Para el pueblo, prestar oídos a las canciones de tales maestros del entretenimiento era liberador, por no decir divertido y hasta hilarante. Debemos recordar que en aquella época no existían los televisores ni los videojuegos, ni siquiera un libro que abrir para amenizar las horas ociosas. Es más, la gente no sabía leer ni escribir. No es extraño, por ende, que el oficio de juglar contara con demanda. Ser juglar, además, era una forma grata de ganarse la vida. Si bien no era equiparable a una moderna estrella de rock, el juglar viajaba constantemente de

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un país a otro, de una plaza a otra, para ganarse el pan de todos los días. El Cantar de mio Cid fue uno de los primeros poemas épicos declamados por juglares. Al principio estos solo lo memorizaban en sus cabezas y lo recitaban frente al público. Nadie lo había escrito en papel todavía. Nadie se había ocupado de dejar de este y otros poemas un rastro que trascendiera la oralidad, ya que dicha tradición, si bien contribuye a mantener viva una cultura, no resiste el paso del tiempo como la palabra escrita. Porque esta es la cualidad magnífica de las historias asentadas en papel: sobreviven más allá de las culturas que las producen. Nadie conoce hoy en día la identidad del hombre que en buena hora plasmó en papel las aventuras del Cid, pero su legado pervive hasta nuestros días. Tampoco se sabe la fecha exacta en que esto ocurrió, pero sobre esto contamos con más pistas,

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aunque no así de su autor. Se cree que fue escrita a finales del siglo XII o principios del XIII. La obra está basada en la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, a quien apodaban el Campeador por ser un experto en batallas. El hombre fue real. Respiró el aire de este mundo. Sin embargo, el Cantar de mio Cid resulta una alabanza a un hombre tan virtuoso que parece inhumano, la idealización de una persona que se antoja más fantástica que verosímil. Con frecuencia la expresión artística exagera la realidad, pero en esto no hay más que hacer. Así están escritos los 3 735 versos que se conservan a la fecha de este poema, para nuestra fortuna casi completo.

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Capítulo X

Todo se mueve En esta época, los moros —los practicantes del islam— eran vistos como invasores, como personas ajenas que habían llegado a imponer sus costumbres entre los peninsulares. En una época así, cuando se buscaba reconquistar la península expulsando a judíos y musulmanes, las batallas contra los moros eran frecuentes. Los habitantes de Hispania querían retomar su territorio y que este fuera, sin importar el costo, completamente cristiano. Fue así como Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, vino a darle un vuelco a la vida en la península y a escribir con tinta indeleble su nombre en la historia de España, que

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para entonces no era un país, sino un conjunto de reinos colindantes. Entre todos estos se distinguió el de Castilla gracias a las acciones de aquel sabio monarca, sobre quien hablo a continuación. Alfonso X el Sabio gobernó en el siglo XIII. Castilla creció enormemente en territorios y riquezas durante los 32 años de su regencia. Reconquistó los reinos de Murcia y Sevilla, retomó lugares an-

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tes perdidos, como Jerez, Nebrija, Niebla y Cádiz, y para extender su reino decidió unirse en matrimonio con la hija del rey de Aragón, la princesa Violante. Pero el Sabio logró lo que ninguno de sus antecesores había podido. Todos sus años de régimen fueron un intento por unir los territorios aledaños en un solo reino, Castilla: gran ambición que, por supuesto, no llegó a consolidar. Pero no por ello sus esfuerzos fueron en vano, pues logró expandirme a mí, el castellano, a muchas regiones. Castilla no siempre fue un reino. De hecho, durante el siglo IX formó parte, como una especie de condado, del reino de León. Castilla era una pequeña porción de este. No ocupaba ni la mitad, ni siquiera una tercera parte, de aquel. Sin embargo, ya el nombre León daba indicios del poderoso imperio que se ocultaba en sus entrañas. Castilla. Se la llamó así por los numerosos castillos que se asentaban en sus territorios, los cua-

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les, como héroes de piedra, proferían a los cuatro vientos la futura majestuosidad de aquel diminuto pero poderoso reino. Se preguntarán entonces cómo fue que un pequeño condado se convirtió en el reino más importante de la península. Yo les respondo que, desde siempre, toda historia de grandeza ha comenzado en la pequeñez. Al principio no se es nada. Se nace desnudo y desposeído, pero con el tiempo se llega a ser lo que se anhela siempre que se procure llevar cada esfuerzo a buen término. Fue esto precisamente lo que sucedió en aquella época. En el siglo XI, el reino de León se dividió en tres partes cuando el rey lo repartió entre sus hijos. Sancho II, su primogénito, se quedó con ese terruño llamado Castilla. Sin embargo, la sed de poder que inundó el corazón de este monarca no fue poca. Sirviéndose de alianzas y traiciones por aquí y por allá, se enfrentó a sus dos hermanos e hizo crecer su territorio. Pero de estas

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ventajas no hay que fiarse por mucho tiempo, que la fortuna, como favorece, puede pedir de vuelta. Por eso la fatalidad acabó por llegar y Sancho fue asesinado. Sin embargo, Sancho logró unir en un solo reino lo que su padre había partido en tres. Alfonso VI, su hermano, se hizo con el trono y con el territorio conquistado por aquel. Sí, con la fusión de León, Galicia y Castilla. De esta manera se inició la historia del reino que lo abarcaría todo y, pese a las dificultades y las intrigas, amén de numerosas traiciones, logró constituirse en uno muy poderoso. La historia de cómo logré abarcar casi todos los territorios de la península terminó su larga y penosa gestación. Con el devenir de los años me convertiría no solo en la lengua oficial de Castilla, sino de toda España.

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Capítulo XI

Un claro amanecer La historia del ser humano ha sido así: tiempos de guerra interrumpidos por una aparente calma. La historia de siempre: vencedores y vencidos, convenios y traiciones. Una eterna espiral sin principio ni fin. Una serie de eventos imprevistos. Por eso nadie lo preveía. No obstante, el momento en que partiría del muelle con una tripulación ávida de aventuras y sus aparejos era inminente. Confundido con las velas que el viento azota, con las espadas de los comandantes, con los grilletes y las paredes de madera, con las balas y la pólvora, me hice a la mar y escapé de la península al encuentro de nuevos mundos.

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Fue en un claro amanecer —mil setecientos años después de aquel claro atardecer en las costas de Hispania— cuando las tres embarcaciones, las tres carabelas, la Niña, la Pinta y la Santa María, se despidieron de la orilla y, dejando tras de sí un rastro de anhelos y expectativas, avanzaron hacia el oeste en busca de un nuevo día. Fue el inicio de una nueva etapa en mi vida. Nadie lo sabía. Nadie lo había previsto. Pero ese día el porvenir ya estaba escrito. Buscaban el oriente en el poniente, las Indias en aguas atlánticas, cuando entre los navegantes españoles y su destino se interpuso un error que haría que aquellos soltaran anclas en otro continente, no uno nuevo ni desolado, sino uno extenso y lleno de misterio tropical, una verde belleza nunca antes vista por aquellos que venían de ultramar. La ruta de la expedición estaba dicha y la suerte de un continente echada. Más tarde el nuevo

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continente sería llamado América, pero aquella ingente masa de tierra que se interponía entre España y las verdaderas Indias era en sí un Nuevo Mundo. Cada flor y cada planta despedían aquí ese olor a extravagante que tanto gusta a los ambiciosos, a los que buscan enriquecerse con la fertilidad de nuevas tierras. Fue en un claro amanecer cuando me introduje por primera vez en aquel territorio. Pero no lo hice de la misma manera como había llegado. No fui sigiloso ni prudente esta vez. Rompiendo viento y mar, quebrando el curso de la historia de esta nueva tierra y la mía misma, me introduje al ancho grito de «¡Tierra a la vista!».

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Epílogo

De España al mundo Esta es la historia de cómo vine a América. Y aunque según los planos y las lucubraciones del almirante Colón llegaríamos a otro lugar, este inesperado sitio de un excelso verde no fue nada desalentador. Tantas mentes, tantas imaginaciones en las cuales introducirme sigiloso, como siempre he sido. Solo las mentes más agudas se han dado cuenta de mi poder para cambiar el rumbo de los pensamientos y de la historia. Mi fuerza ha sido menospreciada durante siglos, pero sigo aquí, lozano, robusto, como el primer día. Desde mi nacimiento oficial en Castilla en 1492 con la publicación de la Gramática castellana, de

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mi bien amado amigo Antonio de Nebrija —que en paz descanse—, hasta ahora llevo más de 500 años de vida. Esta es la historia de cómo yo, el idioma español, me gesté, nací y sigo vivo en boca de millones de personas. «¡Ave, Imperator!», clamaban los que estaban por morir. «¡Larga vida al césar!». Pero el césar es un hombre común y su vida corta. Yo, mientras tanto, me he vuelto imperecedero. Me han inmortalizado en libros y en frases que solo yo puedo descifrar y dar a conocer. La luz de la razón se mueve entre mis formas, mis sonidos y mis letras. Soy el camino a la comunicación, a los pensamientos propios y ajenos. Sin mí, muchos no se entenderían. Emitirían ruidos tercos y absurdos. Soy yo quien da sentido a los sonidos que articulan sus bocas. Cuando piensan, leen, hablan y escriben, es a mí a quien recurren. Es a mí a quien buscan sin

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notarlo, sin ser conscientes de ello. Bajo mi ala se mueven siempre, tanto en los días ordinarios como en los extraordinarios. Por ello afirmo que soy el diálogo entre dos y aun entre uno, pues me necesitan no solo para hablar con los demás, sino también al monologar, al dirigirse la palabra a ustedes mismos. Si piensan que soy soberbio, que todo lo anterior es una exageración o fantasías sin sustento, deben saber que no soy yo quien se glorifica a sí mismo. Fueron los seres humanos quienes acentuaron mi importancia en sus vidas. Fueron ellos quienes edificaron academias especializadas en mi estudio y se han desvelado interminables noches interpretando mis sentidos, forjando mi gramática e inspeccionando los más oscuros rincones de mi historia. Se han pasado siglos curioseando mis diferentes formas. Y mientras ellos sigan haciendo esto, regulándome para hacerme descifrable en cualquier parte

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del mundo, yo seguiré vivo. Porque he vivido más de lo que cualquier persona puede soñar, mucho más que aquellos patriarcas del Antiguo Testamento. Ni siquiera Matusalén fue tan longevo como yo si tenemos en cuenta mis tiernos orígenes, los cuales he relatado aquí. Y si viviera, sus carnes raídas y sus barbas blancas darían evidencia de sus muchos años. En cambio yo, con el tiempo, me siento más fuerte, más grande, como si nunca dejara de crecer. Solo hasta el día en que ya nadie se digne pronunciarme, decir las palabras que yo les pongo en los labios; hasta el día en que ya nadie piense en mí y la última hoja de papel con mi palabra escrita sea quemada, desaparecida o destruida; solo hasta ese día —que espero que nunca llegue— me desvaneceré como algo que fue y que ya nadie recuerda y viviré para siempre en el cajón del olvido. Cierro esta historia con las palabras de aquel sapientísimo historiador romano, Plinio el

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Joven, que después citó aquel insigne hombre de letras, aquel que me enalteció en uno solo de sus libros, aquel a quien hice llamar el Manco de Lepanto —Miguel de Cervantes era su nombre cristiano—, quien en boca de un personaje de su egregia El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha dijo: «No hay libro por malo que sea que no deje algo bueno». Fin

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Índice Los albores

7

Un claro atardecer

11

Antes de Roma

19

Tierra de conejos

27

Lucha tras lucha

33

Caída en dos actos

41

Bárbaros a los cuatro vientos

47

Saltos de fe

55

Moros a la vista

65

De glosas a juglares

71

Todo se mueve

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Un claro amanecer

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De España al mundo

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En este libro podrás aprender sobre:

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Historia de Europa del siglo I a.C al XV d. C

Origen y evolución del idioma español

Convivencia e intercambios culturales

Geografía

Préstamos lingüísticos

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Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.

9 789929 712997

A. Thomae

de cómo me fuí a todas partes

La historia del español se parece mucho a un ser vivo que nos cuenta los secretos de su origen. Descubre cómo han influido los pueblos que vivían en el siglo sexto antes de Cristo en tu habla cotidiana, y efectúa un recorrido a lo largo del tiempo y de las culturas, pasando por batallas, conquistas y relaciones comerciales hasta llegar a lo que hoy llamamos idioma español. Verás que estudiar la historia del español no solo te puede ayudar a entender mejor la bella lengua que hablamos, sino a aprender indirectamente sobre otros temas.

A. Thomae Ilustraciones de Mynor Álvarez

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