LA ISLA INUNDADA
Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.
Álvaro Montenegro
Faustino y sus amigos, jugadores de futbol, intentan salvar a la población de Copalchí, una isla en medio de una catástrofe que ocasionará los días más largos de la isla. Los jóvenes asumen el reto sin el consentimiento de los adultos. Las pericas, seres mágicos, son las encargadas de traer el atardecer a la isla. Pero ese día, el solsticio de invierno, deciden simplemente desaparecer. ¿Qué pasará si no regresan las pericas?
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La isla inundada D.R. © De esta edición: 2015, Editorial Santillana, S.A. 26 avenida 2–20 zona 14 Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. La isla inundada fue escrito por Álvaro Montenegro e ilustrado por Herber Crispin. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Las características gráficas de la colección son obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fueron realizadas por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Herber Crispin. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre. Diagramación: Sonia Pérez Aguirre. Primera edición: agosto de 2015 ISBN: 978-9929-679-22-1 Impreso en Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.
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Las pericas
Me llamo Faustino y mi sueño es convertirme en el mejor futbolista. Comparto el mismo sueño con todos mis amigos. Es lo que hacemos en la isla Copalchí: jugar futbol. Y por eso tengo muchos balones en casa, en las repisas del sótano. Están ordenados según los años de los Mundiales, desde el
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grandioso Uruguay 1930. El futbol es todo lo que realmente me importa. Es una forma de vida. Pero antes de jugar me fascina ir a meterme al mar en la playa La Concha, en esa parte curva de nuestra isla donde se forma una bahía. Me acostumbré también a usar los balones para mantenerme a flote sobre el agua salada. Usualmente me voy detrás de la reventazón del mar esquivando ola tras ola. Es como driblarse a un defensa en un partido. Hay que tener cautela, esperar a que se forme la ola como una cueva acuática y sumergirse debajo, de clavado, sin saber exactamente dónde se sacará la cabeza, para luego salir del agua y avanzar. Poco a poco me adelanto debajo de cada ola hasta que ya no quede una que atravesar. Y allí es donde se forma una piscina infinita y donde me coloco la pelota debajo de la nuca o la aprieto entre las dos piernas y me quedo por horas viendo el cielo sin nubes.
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Acostado boca arriba, flotando, inflo la panza y pienso en muchas cosas. Las ideas vienen como serpientes, y una de ellas es todo lo que he venido escuchando sobre las pericas. Que está disminuyendo su cantidad, dijo mi padre la otra mañana mientras desayunábamos. Y recuerdo un sueño que tuve hace poco. Me había tocado ir a traer una pelota al fondo de un precipicio y me encontré allá abajo un océano de cadáveres de pericas. Fue una cosa tremenda. No sé por qué a veces tengo este tipo de pesadillas. A mí me gustan las pericas. Pero es tanto lo que la gente habla de esto que sería imposible no enterarse de ello. Sin embargo, cuando estoy así, boca arriba, calmado, flotando en el mar, trato de pensar en muchas cosas, también positivas, como el viaje que acabo de hacer hasta esta paz y en cómo sorteé los alborotos marítimos. Cuando se forma una ola y viene hacia mí, tengo dos opciones: me sumerjo o me doy la vuelta para
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que me reviente en la espalda. La decisión debe ser rápida, como cuando un delantero se queda solo frente al arquero. Si me escabullo de frente, pasaré debajo de la ola, pero siempre está la posibilidad de que una corriente submarina me cambie la ruta hacia un punto ignorado. Sin embargo, la idea de darme la vuelta también tiene su lado arriesgado: me puede arrastrar de regreso, e incluso rasparme el cuerpo si la ola me hunde y llego a rozar la arena del fondo. Y allí es donde está la lucha. Sinceramente, prefiero sumergirme porque es como si esquivara a un gigante sin pelear contra él. Es algo así como pasarle la pelota a al-
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guien entre las piernas. Cuando veo que viene una ola decente, nado hacia la orilla y dejo que me lleve como si yo fuera en una tabla de surf. Claro que trago un poco de agua salada y cierro los ojos para que la misma fuerza de la ola me lleve de regreso a la arena. Ya en la playa veo perfectamente, desde este lado de La Concha, la isla
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Capiuza, pequeña y verde en medio del océano. El perímetro de esa isla equivale a una cuarta parte del de la nuestra. Es decir, 30 kilómetros (km) de largo. Es decir, 120 000 pelotas de futbol, ya que esa es la medida que usamos los jugadores de fut. Una pelota mide 25 centímetros (cm) de diámetro y se adecuó a ser la medida oficial entre los amigos. Mi cuarto, por ejemplo, mide 12 pelotas de futbol. Y por eso la isla de enfrente medirá unas 120 000 pelotas, extensión cuyo 70 por ciento (%), según las estadísticas de mi hermana, está cubierto por bosques. No he ido, no he tenido un motivo para ir, pero mi padre me cuenta que me nombró Faustino en honor a un jugador que él admiraba desde hacía mucho tiempo, cuando trabajaba pescando en la isla Capiuza. Y desde su barca escuchaba la radio mientras Faustino aniquilaba las porterías. Uno de esos días se enteró de que mi madre estaba embarazada y sin chistar me puso el nombre del golea-
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dor. Eso me hace pensar en mi destino, que estoy marcado por las estrellas para ser un gran jugador. Mi padre me ha contado que la isla es hermosísima porque es prácticamente salvaje y porque, como no había mayor movimiento de lanchas hace 15 años, allí se pescaban los peces más grandes de todo el archipiélago que se forma con estos pequeños islotes rodeados de agua turquesa. Me encantan las olas a esta hora de la tarde, después del almuerzo, y más porque sé que ya va a ser el momento de jugar futbol con mis amigos. Vengo aquí a tomar fuerzas para los partidos porque sentir el masaje brusco del mar y su agua salada me inspira, me hace sentir esa profundidad del mundo. Esa es mi costumbre. Me salgo del mar y me quedo sin camisa un tiempo, secándome, recostado sobre la arena. Por pocos el sol va evaporando de mi piel las gotas que se forman y las convierte en nubes, que luego caen como lluvia y les dan vida a
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todos. Mi hermana Talí me ha contado que la evaporación sucede alrededor de los 30 grados centígrados (°C). Me voy rumbo a la cancha con el torso desnudo esperando secarme y me anudo la playera en la cintura. Hoy es un día especial: el primero de vacaciones. Ayer fue el último día hábil del año. Yo, que soy de Copalchí y nunca he salido de acá, tengo ese presentimiento marítimo que me dice en el fondo que algo va a ocurrir hoy. Se siente la energía, como cuando hay luna llena por las noches y nacen los niños. Además, mañana es el solsticio de verano. Para nosotros, que estamos en el hemisferio norte, este es el día más largo del año. El planeta está en una posición tal que los rayos solares alumbran el hemisferio norte de la Tierra por más tiempo y se observan unos atardeceres sorprendentes. Siempre pasan cosas extrañas en estas fechas. Una vez, hace varios años, se pudo ver un eclipse lunar durante el
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cual disfrutamos todas las fases de la Luna. Se vio cómo la luz solar iba desapareciendo de la superficie de la Luna, que es en verdad el espejo más grande que podemos ver, y la iba vistiendo y desvistiendo, desde su escondite nocturno, pasando por la sonrisa de uña, hasta llegar a la espectral redondez blanca y erguida. En otra ocasión, la Luna se puso colorada como una toronja. Hace ya algunos días que la cantidad de pericas —que se van al amanecer y regresan al atardecer— en la isla ha venido reduciéndose. Las pericas son parte de nuestro patrimonio, nuestra ave nacional. Se van por las mañanas y vuelven por las tardes todos los días. Pero hace unos meses se dijo en las noticias que ahora son unas pocas en comparación con las que venían antes. Aún tengo el recuerdo de mi niñez, de cuando vivíamos en un barrio lleno de árboles, de pino, y se oían las carcajadas de las aves al llegar por las tardes. Pero ahora esos bosques no
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son más que una selva de condominios y fábricas de concreto y asfalto. La bulla de las máquinas ahuyentó a las aves del lugar. Hasta nosotros nos fuimos de ese barrio porque una gran fábrica adquirió todas las tierras para erigir una gran edificación. Algo debe de estar pasando con estas aves. De cualquier manera, yo estoy preparado para lo que sea Soy un jugador de futbol, así que no puedo darme el lujo de conocer el miedo. Me encanta ir caminando por las avenidas con la pelota en los pies, y me la voy pasando de uno al otro. Y cuando llego a una calle con el semáforo en rojo para los peatones, mi meta es patear la bola hacia arriba, suavecito y alternando las piernas para que no se caiga, haciendo tecniquitas. En las aceras me gusta pegarle a la pelota al mismo tiempo con el talón de un pie y con la parte de adelante del otro para levantarla por detrás de mi cuerpo, de modo que caiga adelante y pueda seguir llevándola. Se
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forma un círculo perfecto, de 360 grados (°). No soy zurdo, pero trato de llevar el balón con la izquierda, ya que es la mejor habilidad que puede tener un jugador: poder patearlo con las dos piernas. Los zurdos, además, constituyen entre el 12 y el 15 % de la población, y por eso son cotizados en los equipos de futbol: porque manejan extremadamente bien las bandas izquierdas y desde estas pueden lanzar centros al área, lo cual nos cuesta mucho a los diestros. Atravieso la ciudad. Los edificios de este lado son los más grandes y modernos. Son rectangulares. Juego a ir calculándoles las áreas con la mente. En la parte de abajo, los antiguos arquitectos de la isla colocaban unas placas en las cuales dejaban sus firmas con orgullo, como cuando un pintor firma sus cuadros. Las familias más acomodadas se peleaban por construir el edificio más alto, razón por la cual se esmeraban en dejar constancia de la altura de las torres en la placa. Este es el más
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alto. Dice 116 metros. Está la firma de don Pietro del Bosco, uno de los militares y constructores más importantes de la isla. Esto me lo contó mi abuelo Marcial, quien ya murió, pero quien fue también un gran pescador. Ahora mi padre se dedica a la venta del pescado. Ya casi no pesca, sino más bien les compra a los pescadores. Compra unas 300 libras diarias de distintas clases de pescados, que se venden en varios puntos de la isla. La eficiencia del producto es de alrededor del 60 %, lo que significa que un 40 % se pierde porque se trata de espinas y vísceras. De ese modo, a ese 60 % debe agregársele el precio de esa pérdida. Si se compra la libra de pescado crudo a dos pericas (ese es el nombre de la moneda de la isla; su símbolo es una pe mayúscula, es decir, P), serían P 600 las que se gastarían. Pero de eso se perdería el 40 %, de manera que quedarían, digamos, unas
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P 360 en pescado para vender. Sin embargo, para obtener ganancia hay que revender la libra a P 2.50, para que se sumen P 900 de las ventas y así se logre una ganancia de P 300 al día. Pues mi papá anda en ese negocio, que heredó del abuelo, quien a su vez acostumbraba contarme las historias de los primeros pobladores de esta isla. Hago el ejercicio, que aprendí de mi hermana genio, con un edificio en particular: el Del Bosco, que mide 116 metros (m) de alto por 32 de ancho. Multiplico 116 por 2, lo cual me da como resultado 232. Luego multiplico 32, que es el ancho, por 2, y obtengo 64 de resultado. Sumo estos dos productos y obtengo el perímetro de la fachada del edificio: 296 m. Sin embargo, para saber cuánto espacio hay en ese perímetro (es decir, el área), se debe obtener el producto de 116 por 32, que es igual a 3 712 metros cuadrados (m2) de espacio interno. Esto lo multiplico por 16 pelotas que caben
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en un metro cuadrado. ¡Serían 50 752 pelotas las que cabrían en el área de la fachada de aquel edificio! Suficientes para la vida entera. Me río. Claro que estos cálculos los hago con lápiz y papel, que siempre ando cargando cuando voy a jugar después de la escuela. Hoy, que estoy de vacaciones, solo he visto mis apuntes. Estoy en la parte antigua, donde se encuentran el museo y el glorioso estadio de futbol. Me gustaría calcular también las áreas de estos edificios, pero no he visto placas en ellos. Algún día, algún día. Arriba de esta calle hay una pantalla grande por medio de la cual se publicitan las empresas y se transmiten noticias. Se ve el reporte del clima, según el cual estamos a 28 °C. Y el reloj marca las dos y cinco de la tarde. También informa que el viento sopla a 15 kilómetros por hora (km/h) y que, al parecer, no hay signos de tormenta. Todo indica que será un día genial para jugar.
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Bueno, las noticias también hablan de las pericas. Dicen que se están acabando, que están en peligro de extinción. La perica, como ya dije, es nuestra ave nacional. Por eso muchos lugares se llaman club Pericas o calle de la Perica y, como ya dije también, la moneda nacional es la perica. Un jugo natural, por ejemplo, vale una perica, esto es, P 1.00. La cancha donde jugamos también tiene ese nombre. Está ubicada cerca de aquí, donde antes hubo un grandísimo bosque, según me contaba mi abuelo. Es un sector de clase media, lleno de casas. Hay varios campos de tierra en los que la gente debe pedir la cancha parándose en el centro, de modo que los demás entiendan que habrá partido y empiecen a acercarse para reunir los 14 jugadores. Los demás, se sabe, ya no pueden entrar porque habrá gente de más y a nadie le gusta jugar amontonado. Tenemos calculado que el campo mide 100 m de largo por 20 de ancho (es decir, 400 pelotas de largo por
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80 de ancho), lo que significa que hay un área de 2 000 m, que a cada jugador de los 12 (porque dos son porteros) le toca cubrir alrededor de 167 m (664 pelotas) y que si hubiera más jugadores uno estaría allí como sardina en lata. Desde aquí se mira pequeña la cancha. Está al final de la calle, donde hay una glorieta que usan los autos para dar la vuelta. No hay grama, como no hay en ningún campo de la isla. Mis amigos me están esperando. Reconozco a varios a lo lejos. Con algunos somos más cercanos y nos gusta jugar juntos en el mismo equipo, si bien no siempre lo conseguimos. Es la suerte del día la que decide. Y hoy es un día especial. Todos sabemos que el partido de hoy no es cualquier partido, pues es el último del año y el equipo que lo gane se lleva el trofeo que logramos comprar con las pericas que fue abonando cada jugador mes a mes. Cada uno de los 14 dio una perica al mes durante un año entero, de modo que
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sumamos P 164. El trofeo costรณ P 150, por lo que el resto, P 14, quedaron para los refrescos.
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Los truenos
El nombre de nuestra moneda recuerda que somos un país de aves. A estas les encanta nuestra isla, ya que su clima es perfecto para ellas. Viven en los pinos, que han abundado en este ambiente tropical. Casi nunca ocurren desastres climáticos, aunque mejor ni hablo de eso porque, con lo de las pericas que se ha venido diciendo, la gente asegura que ya va siendo hora de que alguno suceda. «Mejor juguemos de una vez», grita Talí, mi hermana menor. Ella fue quien hizo las cuentas y consiguió una rebaja del 10 % para el trofeo, pues el señor que los fabrica quería vendérnoslo a P 166
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luego de enterarse de cuánto habíamos obtenido entre todos. Pero al final, gracias a Talí, nos lo dejó en P 150. Mi hermana logró una rebaja de P 16. El trofeo que se disputa hoy es importante, y se sabe que el capitán del equipo ganador —que espero ser yo— se lo llevará a su casa. Espero levantar el trofeo y besarlo. Sería mi primer trofeo. En vez de una copa normal, mis amigos le pidieron al
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vendedor que les fabricara una con —¡con qué más va a ser!— una perica en uniforme de futbol. Mis amigos están peloteando. Formaron un círculo y se pasan la bola entre todos. Sammy está a raya, como se le llama a este juego en el que alguien se coloca en el centro del círculo y tiene que adueñarse de la pelota mientras los demás se la pasan entre sí. Sammy es un tipo alto, blanco, con cara de
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asustado. A él le gusta pegarle a la bola cuando está muy cerca de la esquina, pero yo calculo un ángulo muy cerrado, de 10 o 15 °. A menos que la cambie hacia el otro poste con un chanfle casi imposible, el tiro es muy complicado. Sin embargo, debo aceptar que Sammy ha metido goles que yo creía que nadie podía anotar. Quien tiene ahora la pelota es Jesse. Se lo reconoce por el pelo estilo afro que luce. Se me figura un Bob Marley futbolista. Posiblemente es el mejor del equipo. ¡Cómo toca la bola! Ya hizo ese pase de jalarla con la suela de un pie sobre la punta del otro para levantarla. Ahorita le dibujó un sombrerito a Sammy (que es bastante alto) y este sigue a raya, corriendo, como hacen los perros, detrás de los autos sin alcanzarlos nunca. El que recibió el balón es Memo, un tipo pesado y malencarado, pero de buen porte. Es un poco gordo, pero juega excelentemente bien como
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defensa. Cuando corre contra alguien, usualmente el adversario le gana en velocidad, pero, como Memo está acostumbrado a meter el cuerpo, es así como logra arrebatarles la pelota a los delanteros. Recuerdo una vez que alguien del otro equipo adelantó la bola y estaba dejando atrás a Memo, pero este sacó toda su energía, dio un par de pasos firmes y sin incurrir en falta le metió el cuerpo como si fuera un tanque. El pobre tipo salió volando y rodó fuera de la cancha. Se raspó desde la cabeza hasta la pierna derecha (pues de ese lado había caído al suelo). Porque en donde jugamos hay piedras pequeñitas que no se notan a la vista pero que cómo se sienten cuando uno cae sobre ellas. En estos partidos no hay reglas. Aquí, en la isla Copalchí, en las canchas de tierra se juega como se pueda y casi no se marcan las faltas, a menos que sea algo demasiado obvio y violento. También es
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difícil que el balón salga del campo, pues no están marcadas las canchas. A la par de él está Marie con el pelo recogido en una cola. Es la que mejor toca el balón de todos. Bueno, mi hermana Talí es buena, pero a veces se pone a pensar en sus cálculos y fórmulas matemáticas, recibe la bola y ni cuenta se da por andar en la luna. Pero Marie siempre sonríe. Aunque vayamos perdiendo 10 a 0, siempre tiene una broma que decir, o bien te pega en el hombro con el puño cerrado (que según ella es suave, pero duele) y te dice: «La próxima vez vamos a ganar». No le tiene miedo a nada. En el partido anterior, ella jugó de portera. Le pegaron un pelotazo en la entrepierna. Marie hizo una mueca de dolor y se abrazó a sí misma fuertemente para soportarlo, pero después empezó a reírse y dijo que qué bueno que era mujer y no hombre, porque entonces estaría tirada en el suelo
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del dolor. Todos nos carcajeamos. Creo que quienes jugamos futbol, hombres y mujeres por igual, hemos recibido un pelotazo allí más de alguna vez. No exagero cuando digo que el dolor no lo deja a uno ni respirar. Marie corre bastante. No conoce el miedo y, como viene de un lugar remoto, habla con un acento extraño. Nadie le ha preguntado sobre su lugar de origen, pero ella ha dado a entender que en el lugar de donde viene cae nieve y las temperaturas alcanzan los diez grados centígrados bajo cero (-10 °C), razón por la cual usan esquíes y trineos. Aquí, en cambio, solo vemos nieve en los picos más lejanos, en Los Truenos de la isla de Copalchí. Los Truenos son las montañas más altas de la isla. Se llaman así porque una leyenda cuenta que hubo una vez un abuelo y una abuela que al morir lanzaron diez rayos con sus respectivos truenos, cinco cada uno. Donde cayeron los rayos dejaron plan-
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tada la semilla de lo que después sería la civilización copalchiana. El abuelo tiró un rayo de cada dedo de su mano derecha. La abuela hizo lo mismo, pero con la mano izquierda. Según la historia, los dedos mismos se convirtieron en rayos y luego en montañas. Y así surgieron los antiguos bosques, cuyo fin era proteger a las poblaciones de las tormentas del mar. En esta parte, que fue muy montañosa, boscosa y virgen, moraban las aves. Lo que hay ahora son casas y fábricas. Mi abuelo Marcial me cuenta que esos lugares eran antes bosques de pino. Por eso este olorcito. Justo a esta hora de la tarde se libera y esparce una loción sabrosa que se mezcla con el viento, que no es demasiado fuerte, pero no pasa inadvertida. Por eso la economía ha vivido de la tala de esos árboles, para producir los mejores barcos de todos los mares. De hecho, en épocas anteriores, el 90 % del producto interno bru-
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to de Copalchí provenía de las barcas de pino que fabricábamos. Esto significa que casi todo lo que se producía a lo largo y ancho de la isla provenía de Los Truenos. Lo bueno de esto era que obligaba a la gente a resembrar y mantener los bosques, pues, siendo los árboles productos renovables, con los debidos cuidados no se terminan nunca. Pero el bosque ha sido diezmado de a poco. En algún momento se instaló una fábrica de papel que aprovechaba la mitad de los recursos de los árboles. El problema fue que muy pocos de los que talaban volvían a sembrar. Entonces, el bosque fue decreciendo en tamaño. Pero aún quedan algunos árboles dispersos por Los Truenos. Y las pericas, las famosas pericas, cada día más ausentes, viven allí, en los pinos. Estos pájaros atraviesan la isla, que mide 120 km de largo (480 000 pelotas), todos los días. Y tardan en hacerlo una media hora. O sea, vuelan a la impresionante
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velocidad de 240 km/h. Suelen hacerlo en el tiempo que dura el atardecer. Al fin llego al círculo. Recibo el balón y les digo a mis amigos que empecemos. «Juguemos», grito. Todos se acomodan las medias y dan saltitos. Solo falta Fabián, que tiene buen toque y normalmente es uno de los que todo mundo elige. Intentamos que los equipos queden lo más equilibrados posible porque, si en el equipo se cuenta con un jugador muy bueno y con otro que no lo es tanto, uno termina aburriéndose y no tiene chiste. Ya vino Fabián. Este tipo es un trozo. Juega descalzo. Está acostumbrado a los partidos de la playa, donde nadie se cansa jamás. Allí juegan por horas, creo que por días enteros. Entonces, para cubrirlo y quitarle la bola hay que observarlo con cuidado. Si le pisas el pie, ni siente. «Siempre he andado descalzo —nos cuenta—, desde niño». No tiene el pie formado a la horma del zapato, sino que el dedo gordo está más
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salido. El pie se le ve mĂĄs amplio, como si se ramificara. Lo cierto es que con ese dedo gordo deja ir esos riflazos que les doblan las manos a los porteros. Es una persona seria pero noble. Si bota a alguien por un encontronazo, lo levanta, para la bola y dice que hay que jugar limpio, que ningĂşn partido vale una pelea o una amistad.
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El juego
Entonces nos toca elegir a Fabián y a mí. La técnica es la misma de todas las veces: piedra, papel o tijera. Es un juego conocido en esta isla. Consiste en agitar las manos empuñadas en el aire tres veces mientras se repite: «Piedra, papel o tijera». La piedra se enseña con el puño cerrado; el papel, con la mano extendida; y la tijera, con el índice y el medio abiertos y los demás dedos cerrados. La piedra rompe la tijera. La tijera corta el papel. El papel envuelve la piedra. «Piedra, papel o tijera. Uno, dos y tres. ¡Ya!», gritamos.
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Los dos sacamos piedra, por lo que tenemos que repetirla. «Piedra, papel o tijera. Uno, dos y tres. ¡Ya!». Fabián saca el puño y yo el índice y el medio, de modo que su piedra rompe mis tijeras. Le toca empezar y escoge a Jesse. Yo elijo a Memo. Fabián jala a Sammy. Yo llamo a Marie. Él pide a Chávez. Mi hermana Talí va en mi equipo. Mi prima Ferní va en el otro. Leonel también. En eso se me acerca Marie y me sugiere que elija a un pequeño cuyo nombre desconozco, que pocas veces ha venido a jugar con nosotros. Me comenta que se llama Bronco, que es un as en la portería y que incluso trae puestos sus guantes de arquero. Confío en Marie y lo escojo. Sé que ella no bromearía con estas cosas. Además, me lo dijo con seriedad y al oído. Sé que ella quiere ganar, aunque igualmente sonreirá si perdemos. Fish también viene a mi equipo. Ya estamos los siete. Esta cancha es para siete.
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No jugamos ni cinco eso que se llama papi futbol o futsal, tampoco futbol once. Siete es el número perfecto. Además de que creemos que es el número de la suerte, con siete jugadores todos pueden atacar y defender durante el partido y se pueden jugar las posiciones correctamente. Pero tampoco es una cancha tan grande, donde a un defensa le costaría mucho meterse en el área rival por lo lejano de la portería del otro equipo. Los 166 m que cada uno debe cubrir son los adecuados. Aceptémoslo. A todos nos gusta meter goles, aunque a veces más vale sacrificarse por el equipo en la defensa. Leonel, el más viejo del grupo, quien juega de defensa central y presume de que ya le sale barba, repite durante los partidos, regañando a quien no quiere bajar a cubrir: «Acuérdense de que las delanteras ganan partidos, pero las defensas ganan campeonatos». Hoy Leonel es mi rival. Se queda hasta atrás y manda a los demás a meter
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goles aleteando con las dos manos. «Suban, suban», les grita. La bola ya está en medio del círculo de la media cancha. Arranca el partido. Fish se la pasa a Marie. Marie me la pasa a mí. Yo se la entrego al arquero, cuyo nombre no se me queda. «¿Cómo te llamas?», le pregunto a gritos luego de que la despeja. «Bronco», me responde. Yo estoy jugando de defensa. Me atrae la delantera, pero creo que hoy mi labor está en ganar este juego. No me importa ser el goleador. Queremos el campeonato. Ya viene Sammy por la esquina. Me hace un par de bicicletas veloces con las piernas. Sé que es más rápido que yo y por eso lo espero, lo espero, lo espero. Pum. Le meto la pierna y saco la bola del juego. «Me la ganaste», dice Sammy. La bola se acerca de nuevo. Chávez la levanta en una parábola de unos cinco metros y yo corro para cabecearla. La despejo fuera de nuestra
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cancha. «Corre», le digo a Marie, quien logra arrebatarle la pelota a Sammy cuando este la detuvo de forma muy confiada. Marie la encamina rápidamente hacia la esquina del otro lado del campo. La veo desde aquí muy pequeña porque está bastante lejos, pero sé que esta es una oportunidad verdadera. ¡Es que qué tipa para pegarle al balón! ¡Uh! La recortó. Jesse, el gran Jesse, pasa de largo. «Pégale, pégale», le grito. No me contesta. No sé si me escucha. Marie le pega a la pelota. El arquero de ellos, José, se tira hacia su derecha, pero la bola va demasiado esquinada, toca el poste y se desplaza a ras del suelo hacia el otro poste, donde también topa. Pero ahora el balón, solito, sin mucha fuerza, entra. La red acoge la bola como su hija. Yo celebro: «Excelente, Marie. Excelente. Ahora, a defender ese gol con otro gol. Vamos». Estoy sudando después de más de dos horas de juego. Ya perdimos la cuenta de los goles. Ha
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sido un excelente partido porque los dos equipos estan jugando a muerte. La camisa se me pega a la espalda y siento por ratos el frío de la brisa de la playa, que se cuela hasta acá. Pero en general hace calor. Aquí siempre hace calor, y eso es lo agradable de esta isla. Esta hora es la que más me agrada porque el sol empieza a descender. Estamos tan cansados que las corridas se hacen por inercia. Por honor. Más de alguien está raspado, pero a ninguno le importa. Allí vienen otra vez. Sammy ya anotó como cuatro goles, pero esta no me la hace. ¡No! Se la pasa a Chávez. Yo les grito a Marie y Fish que bajen, pero ellos se quedan arriba. Están cansados. Nos meten otro gol y nos van ganando por uno. Como ya falta poco para que oscurezca, la gente empieza a relajarse: a pasar la bola, a perder el tiempo. Es casi seguro que, cuando alguien se dirige solo a la portería contraria, termina metiendo gol. Los defensas estamos agotados. Pocos corren
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todavía como al principio. Allí viene Sammy otra vez y le pega de zurda como misil, pero Bronco, el pequeño arquero, se cuelga del balón, que iba casi al ángulo de la portería. ¡Quien se mira al Bronco! ¡Cómo pudo parar esa pelota! Y Sammy, que no sabe lo que es cansarse. Aún perdemos por un gol, pero yo tengo esperanza. Y ahora este Bronco loco se lleva la bola para adelante. Se fue con los guantes puestos. Ya va por la media cancha y se los lleva a todos en zigzag. Va encendido. Pasa al portero. No puede ser. ¡No puede ser! Ya la noche cae. Ya va a terminar este partido, y Bronco, el pequeño Bronco que Marie me recomendó escoger, anota el empate. ¡Estamos vivos! Bien. Vamos por el título. Los del otro equipo hacen el saque de media cancha y tratan de tirar desde allí, pero se les ve que las piernas ya no les dan. Yo también estoy muerto. La bola se fue arriba, detrás de la portería, y, según veo, se fue lejísi-
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mos. Me voy a traerla porque atrás hay un barranco y no se mira la pelota. Es la pelota que yo traje del Mundial Francia 1998. Voy a buscarla porque, al parecer, Bronco quedó muerto después de esa corrida de toda la cancha que acaba de hacer.
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El barranco Esta parte de la isla tiene bastantes matas que crecen como esponjas con espinas. Y hay basura y botes tirados de la gente que ha construido por acá. Ya está oscureciendo. No encuentro la pelota. Hay ciertos matorrales que yo sé que son verdes, pero que a esta hora se ven más oscuros. Las sombras se van apoderando del día y apenas un rayito de anaranjado queda al fondo del horizonte, en medio de Los Truenos. Busco y busco la pelota. Nada. Incluso me hinco para tratar de palparla. Les grito a los demás. Nadie me escucha. Veo que mi prima Ferní se acerca y baja conmigo. Le digo que seguramente
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se fue hasta abajo y caminamos en silencio. Se escucha ese chillido de los insectos de cuando está por entrar la noche. No hay tantos árboles en este sector y se sabe que en el fondo del barranco corre un río que cada vez es más pequeño. Entonces esquivamos las ramas con espinas. No hay camino. Lo vamos haciendo empujando las ramas hacia los lados. En eso, Ferní me dice que siente un olor repugnante. Nos acercamos al río tan pronto como llegamos al fondo. La cancha no se ve desde aquí. Yo también respiro ese olor. Pero me da curiosidad y bajamos al nivel del río. Escuchamos ahora el agua. Es en verdad un riachuelo que en medio tiene como islotes de arena. Salto a uno de estos. Ferní me sigue. «¡Mira allá!», me dice, y señala en medio de la tiniebla. Vemos unos volcanes que crecen a la orilla del río. Unos montículos negros, apestosos, que dan asco, con picos, con alas, con plumas, con tripas, pero todo ello unido en una sola masa. Mi
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prima hace como que va a vomitar y agacha la cabeza de frente al suelo. Yo quiero salir de allí. Es una visión horrible. ¡Justo lo que soñé! Son miles de pericas muertas. «Vámonos», le digo. Saltamos de regreso y le doy la mano a Ferní para que me siga. Caminamos con prisa hacia arriba, pese a que me duelen las pantorrillas por el partido, pero esa energía que lo atrapa a uno cuando se huye de algo espantoso me asiste. Ferní tiene la cara blanquísima. La noche está empezando. Empiezan a venir las pericas que todavía vuelan. Ahora entiendo eso de que ya no son tantas pericas. El sonido de las aves se escucha como risas de niños multiplicándose por los cielos. Pero se perciben pocas. Se ve que son pocas. Ya sabemos que el momento del día en que las pericas regresan es cuando al atardecer le faltan pocos segundos para terminarse. Tenemos la costumbre de ver desde la cancha, unos acostados en el piso,
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otros sentados con los ojos en el cielo, la multitud de aves que pasan volando como una sola mancha inmensa. Todo el pueblo, toda la isla calla durante esos minutos en que los pájaros chinchinean sus cantos. Yo los veo desde la quebrada del barranco, detrás de la portería, pero me apresuro a salir de regreso y noto a todos los jugadores boca arriba en el campo. La masa está terminando de pasar y se va directo a Los Truenos, donde aún queda una parte del bosque. Marie, incluso, ya se quitó los zapatos. Pienso en contarles nuestra visión asquerosa, pero algo me detiene. Estoy aún impactado y de alguna forma no quiero aguarles el partido a mis amigos. También pienso que perdí otra pelota y en lo que mi abuelo me decía: que, en su juventud, este barranco, que es la cuenca del río, estaba lleno de pinos, los hogares de las pericas, y que ahora no hay más que arbustos y construcciones.
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Camino arrastrando las piernas a colocarme a la par de Bronco, quien está sentado con las manos sobre las piernas dobladas. Me dice que le parece que son pocas las pericas esta vez y que escuchó decir a su padre que en los tiempos de él, cuando era joven, este momento duraba casi una hora y era lo que marcaba el fin de la jornada laboral o estudiantil y el inicio de la noche. Ya terminaron de pasar, y las aves solo se ven lejanamente mientras el cielo está morado. Yo solo pienso en las pericas muertas y en todo ese desastre, que no quiero mencionar porque me da náusea. Mi prima solo me mira y tampoco dice nada. Le digo que mejor no digamos nada, que después platicaremos y que se esté tranquila porque, si no, vamos a asustarlos a todos. «Bueno», me contesta ella y se sienta. Ella no sabe que yo había soñado toda esta escena. Y, la verdad, tengo mucho miedo,
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pero no quiero que los demás lo vean. Es más, quiero irme lo más rápido posible. Acordamos con los muchachos que mañana se jugará la revancha, pues quedamos empatados. Yo ofrezco llevarme el trofeo, pero la gente no quiere. Jugamos piedra, papel o tijera con Fabián para resolver quién se lleva el trofeo hasta mañana. Me gana. ¡Otra vez! Dos veces en el mismo día. Hoy es un día de pésima suerte. Sacamos lo que ahorramos durante la semana más las P 14.00 que nos sobraron del trofeo. Yo junté P 4.00 divididas así: cuatro monedas de 25 centavos, tres de 50 centavos, nueve de 10 y doce de 5. Marie sacó unas monedas de su país, que tienen un oso polar como dibujo. Le preguntamos por qué y nos dice que en su país de origen los osos polares se pasean por todas partes, como aquí los colibríes y las pericas, y que representan el frío que caracteriza al lugar. También cuenta que allá los niños apren-
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den a patinar antes que a caminar, ya que hay hielo por doquier. Yo no le creo, pero ella asegura que les colocan los patines y que con una silla los impulsan para que muevan los pies y, conforme lo intentan, los deslicen sobre la tierra helada. El problema que tenemos con Marie es que no sabemos a cuántas pericas equivalen los tres osos polares que trajo. Entonces vamos con el tendero Adán, que ya había cerrado, pero, como nos conoce porque jugamos allí todas las semanas, nos hace el favor de atendernos, pues sabe que uno de los refrescos que él prepara con sus manos nos alivia el cansancio y el calor que sentimos después de un juego reñido. Pero Fabián dice que falta el partido de vuelta para definir quién se quedará con el trofeo. A estas alturas, más que el trofeo, es el deseo de ganar el partido. Resulta que un oso polar equivale a cinco pericas. Esto, según explica Adán, ocurre porque
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la moneda del país de Marie tiene más valor, ya que esa nación tiene más producción interna que nuestra isla. Además, aquel país vende más productos a todos los demás, lo que le permite contar con más divisas —moneda extranjera— y hace que su moneda sea cotizada, esto es, que personas de otros países quieran usarla en transacciones internacionales. Entonces nos da los jugos. Adán es un tipo que sabe de economía. Vende esos jugos en otros países y dice que los osos polares le pueden servir para pagar por los productos que solo se consiguen fuera de la isla y que manda traer por vía marítima. Fabián se lleva el trofeo. Lo veo despedirse y espero que mañana venga con nosotros. Acordamos que serán los mismos equipos y que nos reuniremos a las dos de la tarde en punto en la cancha principal de la playa. Nos vamos todos a nuestras casas. Mañana será un día muy largo, sobre todo por el
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solsticio. Las pericas ya duermen en los árboles de pino, mientras otras descansan en paz al fondo del barranco, donde yacen muertas y desplumadas y desde donde me ven en mis sueños. Camino a mi casa con mi hermana Talí, a quien le gusta el futbol, pero sobre todo la ciencia. Siempre hace cálculos y me habla en un idioma que muchas veces no entiendo. Ferní también viene con nosotros. Y mientras caminamos y bebemos los jugos, yo les cuento el sueño que tuve. Mi hermana se impacta, duda que yo haya inventado esa imagen y se pregunta qué estará pasando para que haya tantas pericas muertas. Me pide que la lleve al lugar. Le advierto que la escena es horrible. Mi prima también dice que es algo sumamente desagradable, que no quiere regresar allí nunca y que lo primero que quiere hacer es llegar a su casa para bañarse y lavarse la nariz, porque tiene estancado el olor en las fosas nasales. Mi hermana me dice que algo
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raro está ocurriendo y que algo más raro aun va a ocurrir. «Mejor me voy a dormir», le digo, y ya no quiero pensar en eso, sino en ganar la final.
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El solsticio A eso de las cinco y media de la mañana, cuando amanece, escucho a las pericas marcharse. Pero no salgo de la cama porque es domingo —en primer lugar— y porque ayer fue mi primer día de vacaciones. Hoy es el día del solsticio. Además, me duele un poco el muslo derecho. Siempre, después de un partido, le surgen a uno dolorcitos en algunos puntos del cuerpo. No obstante, es un dolor sabroso, muscular, de cansancio placentero. Un par de horas después de las pericas mañaneras me despierto completamente. Hoy será el gran día. El partido pendiente. Lo siento mucho por mi pelota que per-
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dí ayer, pero qué bueno que para mi cumpleaños varias personas me regalaron balones, así que tengo en mi cuarto muchos, además de los que tengo refundidos en la bodega del sótano, donde están
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los que colecciono desde hace un par de años, que suman unos 40. Con mi hermana atesoramos esa colección de balones porque tenemos el sueño de que tal vez un día armemos un equipo, entrenemos a niños y le demos a cada uno un balón para multiplicar el futbol en la isla. Pero por ahora no los uso. Solo los cuelgo en la pared, detrás de mi cama. Son mis protectores porque, como todo mundo sabe, el futbol es mi vida. Voy a llevarme tres pelotas para que vayamos calentando con Marie y Talí, pues ayer acordamos que pasaríamos buscándola a su casa. Antes me pongo mis zapatos preferidos. Son los que usa un jugador famoso de Copalchí a quien le dicen Hoja Seca. Le dicen así porque en los tiros libres logra darle a la pelota una curvatura tal que los narradores de futbol ven una forma «como de hoja seca» cuando rueda por las barreras del otro equipo y luego regresa para anotar unos goles impresionan-
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tes. Los acabo de comprar, pues subí de número. Ahora calzo 7. Mis antiguos zapatos eran talla 6, pero, además de que estaban rotos, ya no me quedaban. Casi dos veces al año me tienen que comprar nuevos zapatos de futbol porque se hacen pedazos y dejan de quedarme. Alguna vez me puse a investigar por qué los zapatos tienen diferente medida. Por ejemplo, soy 7 en determinada marca de zapatos, pero 37 en otra. Resulta que no hay un sistema estándar de medidas y unos países usan uno y otros otro. Se trata de la misma lógica por la cual en algunos países se miden las distancias en kilómetros y en otros en millas. Son dos sistemas distintos. El internacional, el de los kilómetros, también abarca metros, centímetros y milímetros. Y el denominado inglés, el de las millas, también emplea medidas en yardas, pies y pulgadas.
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Pero ahora, como ambos son mundialmente conocidos y usados, se han desarrollado fórmulas para hacer conversiones de uno a otro. Por ejemplo, 2.54 cm equivalen a 1 pulgada (in). De ese modo, para hacer la conversión se realiza una regla de tres, algo parecido a calcular un porcentaje para saber qué parte de un conjunto representa la misma parte de otro conjunto. Digamos que quiero saber cuántas pulgadas son 10 cm. Hago la regla de tres. Ya sé que 1 in equivale a 2.5 cm. Por lo tanto, multiplico 10 cm por 1 in y divido entre 2.5 cm, que es lo mismo que una pulgada. La respuesta es 4 in. Esa es la regla de tres. Significa que, con tres partes conocidas de una ecuación, se multiplican en diagonal y se divide el producto por el número restante para obtener el resultado que se desea conocer. Así se puede obtener cualquier conversión. También funciona con el cambio entre monedas. Una regla de tres fue lo que hizo Adán, el tendero, cuando re-
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cibió los osos polares y los convirtió en pericas para vendernos nuestros refrescos. Marie vive cerca de nuestra casa. Después de desayunar un vaso con una sustancia hecha de eucalipto, que es muy fortificante, nos vamos con mi hermana Talí. Caminamos unas ocho cuadras. Cada cuadra mide 100 m. Entonces, lógicamente, Marie vive a 800 m de nosotros, casi a 1 km. Lo que me gusta hacer es caminar haciendo tecniquitas, que consisten en pegarle suave y despacio a la pelota, de manera que se impulse hacia arriba y no toque el suelo. La idea es que el balón se mantenga en el aire lo más que se pueda. Así, mientras avanzamos hacia la casa de Marie, voy contando las que hago en cada cuadra. En la de mi casa hago 72. En la siguiente se me cae mucho el balón porque me pongo a soñar con que hoy meto un gol al último minuto, razón por la cual pierdo la concentración y se me va la
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bola. En total, solo pude hacer 15 sin que se me cayera la pelota. En la tercera, 42. En la cuarta, 92. Me fue muy bien en esta. Casi nunca sobrepaso las 100 tecniquitas, pero sí lo he logrado en más de una ocasión. El truco está en no pensar en el futuro, en solo enfocarte en que el próximo golpe hay que hacerlo despacio para que al otro pie le caiga la bola de una manera cómoda. En la quinta hice 34. En la sexta, 18. En la séptima, 46. En la octava ya no hice más porque preferí llevar la bola en el suelo. Mi hermana también hacía tecniquitas y me contó que en total, contando todas las cuadras, hizo 340. Yo me pongo a sumar los subtotales de cada cuadra y descubro que hice 319. Me ganó Talí, quien se desempeña tremendamente bien como defensa. Marie ya nos está esperando en la calle. Bebe una bebida hidratante de naranja. «Vamos», le digo. Y le doy la pelota que traigo en mi mochila. Algo que había olvidado y que
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Marie me recuerda es que el partido de hoy no será en la cancha de siempre, sino en una de la playa. «¿Vamos a jugar descalzos?», le pregunto. «Claro que sí», me responde. Entonces me aprieta la panza porque yo nunca he jugado allí. Y lo que me disuade de jugar allí es que toda la gente se sitúa alrededor de la cancha y lleva sus porras. Es que allí es la liga mayor, por decirlo así. Llegan mayores que han jugado toda su vida y no es fácil conseguir espacio, pues todas las canchas se mantienen ocupadas. Marie, sin embargo, me dice que Fabián, que sí juega allí regularmente, nos apartó una. «¿Y cómo es que yo no sabía nada de esto?», le pregunto. «Es que lo hablamos mientras tú buscabas la pelota allá abajo en el barranco», me dice. Entonces pienso en las pericas muertas. «Cierto», le digo, consternado con la imagen del barranco y sus sombras. Pero no estoy del todo convencido: se me hace que Fabián quiere jugar allí porque se va a sentir como local. Nuestro
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equipo no está acostumbrado a la arena, menos sin zapatos. Pero ni modo. El partido está pactado. Marie está feliz y emocionada de jugar en la playa. Muestra esa alegría que tienen los niños al pisar la arena con los pies desnudos. Y es que ella no es de aquí. Por eso le gusta mucho asolearse. Cuando vamos caminando por una calle de la ciudad, siempre se va donde hay sol, nunca a la sombra. «Me fascina el sol», repite ella. A nosotros, que nacimos en la isla, y sobre todo a alguien como yo, que nunca ha salido de este país, no nos parecen nada novedosos la arena, sus espinas, sus caracoles y la manera en que cada grano se calienta como una hornilla y lo obliga a uno a correr hacia las partes donde no pega el sol. Me gusta la playa, pero, como dije, es más una conexión entre ella y yo. Entre la mar y yo. Pero hoy la viviré de otra manera. Marie me da un poco de bloqueador solar. Yo me echo un poco en las manos y me lo unto en la frente. Le
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pido a ella que me unte un poco en la espalda mientras yo me ocupo de embarrármelo en la nariz y los pómulos. El sol está picante. Jugaremos hasta que atardezca. Y ya sabemos que hoy, por el solsticio, será el día más largo del año. Marie viene preparada, con la cara blanca, blanquísima, de tanto protector solar. Mi hermana y yo caminamos tocando el balón a lo ancho de la calle. Me agradan las calles sin vehículos. En estas épocas de vacaciones no hay muchos y todo mundo parece andar más relajado. Los árboles en las aceras refrescan la tarde. Y sacan ese olor. Olor de pino. Amargo olor delicioso que a mí me recuerda al futbol, pues desde niño las tardes han sido eso: jugar con la pelota.
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La playa
Llegamos. Aquí se termina la calle y se amplía la totalidad de la arena a mis dos lados. El sonido del mar se percibe como cuando uno agarra un caracol grandote y se lo pone en la oreja. ¿Será que al caracol no se le olvida que nació en el mar?, me pregunto. Ya están los muchachos y están tocando la bola. Fabián se lanza una chilena. Las chilenas son movimientos que consisten en tirarse al suelo hacia atrás y en pegarle al balón con la pierna en el aire en dirección de la cabeza. Es un giro de 90 ° el que se hace con el cuerpo, porque este queda recto. La espalda termina en posición horizontal al tocar el
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suelo. Hay que saber caer, ya que uno se puede dar un buen golpe. De los 360 ° que tiene un círculo, uno terminan girando un cuarto de ellos (esto es, los 90 ° que ya dijimos). Lo duro de las chilenas es la caída, aunque aquí, en la arena, la espalda siente caer en una cama inmensa. Aun así, no cualquiera se lanza una chilena. Y eso quiere decir que la gente viene a jugar con todas sus armas. Ya vinieron todos. Dejan sus mochilas en las bancas que hay fuera de la cancha, que está delineada con cal. El mar refresca la tarde con la brisa. Empezamos. Cuesta que la bola se mueva en la arena porque al caer ya no rueda, sino que se estanca como si cayera en un pantano o estuviera pinchada. Además, como estamos jugando sin zapatos, los pies se van poniendo rojos, sobre todo en la parte del empeine, en los cartílagos que le siguen al dedo gordo, pues esa es la parte del pie con lo que más le pega uno a la pelota. Fabián ya metió un montón
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de goles y vamos parejos. Un gol arriba ellos, un gol arriba nosotros. Por ratos empatamos. Como cosa normal, ya perdimos la cuenta de los goles y solo se grita la diferencia en el marcador. Lo bonito de jugar es que podemos hacer jugadas como lanzarnos a la arena, a las cuales les decimos palomitas, que consisten en tirarse saltando para pegarle a la pelota con la cabeza y meter gol. Puedo decir que estamos exhaustos. Chávez, cada vez que puede, camina al mar, grita «solo voy a meter los pies» y se queda un rato refrescándose con las olas, que nunca paran. Yo creo que hemos jugado mucho. Y aunque jugar en la arena es difícil y uno siente que no avanza, las piernas ya no me duelen. Y ya me quité la camisa, pues estaba empapada de sudor. Y eso que es de esas que tienen pequeños hoyos para que el aire las atraviese. Pero yo tengo la cabeza también empapada de sudor. Yo soy de los que más corren cuando siente que los demás
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empiezan a desfallecer. Siento que se deben aprovechar esos momentos de cansancio para definir los partidos. Ya varios integrantes de los dos equipos se quitaron la camisa porque ya comienza a afectar el trajín del juego. Muchos comienzan a patear la bola torpemente, a propósito, para ganar tiempo y respirar con la espalda curveada, con la vista puesta en la arena. Algunos se quedan con la espalda en el suelo. En los tiros de esquina, la pelota apenas llega a la portería. Otros jugadores ya abandonaron el juego y dijeron que nos vemos mañana. Pero yo no quiero rendirme porque estoy en las grandes ligas y es mi oportunidad de hacerme notar, de ser un grande. Pero las piernas me tiemblan. Marie está colorada. Sus mejillas parecen melocotones y, como cosa extraña, ya no ríe. Mi hermana, con su tono serio, me sugiere que mandemos de una patada la pelota al mar y que terminemos con el partido. Ella culpa al solsticio. Está muy feliz de saber que
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la ciencia ha predicho esto. «No era buen día para jugar», me dice. Entonces alguno de los grandes, Leonel debe de haber sido, dice que el que meta el último gol gana, pero alguien más reclama. Yo no digo nada porque no quiero parecer cansado. No obstante, estoy demasiado de acuerdo. Ya a estas alturas nadie juega mayor cosa. Casi todos caminan y tiran unos larguísimos pelotazos sin dirección. Cuando el balón se va lejos y alguien camina despacio para ir a traerlo, los demás nos acostamos en la arena a ver el cielo, que sigue en ese punto azul, queriendo convertirse en morado. Pero no viene la noche. Un jugador patea sin que el portero haga un pequeño esfuerzo en estirar la pierna para evitar que entre la bola. Yo me acuesto sobre la playa y veo el mar. Las olas vienen y van tranquilas. Siento la sal en los labios, y el Sol sigue en ese mismo punto, estático, decadente, rojizo, pero sin avanzar.
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En ese momento, los demás se sientan en la playa en espera de que el cielo se ponga rosado y caiga la noche. Es entonces cuando las parejas se abrazan y se besan. Pero parece como si el tiempo estuviera en una pausa. Las olas siguen, y la brisa también, y el mar está vivo, rugiendo, y la gente se va y se aleja. Algo raro se siente. Yo tengo un mal presagio en la panza, que me truena. Recuerdo las pericas muertas. Pienso en el solsticio y en lo que sentí ayer cuando estuve metido en el mar recordando mi sueño. Al final todos están cansados. La gente que miraba el juego ya se marchó. Nos quedamos mi hermana, Marie y yo a la orilla del mar. Algunos ni se despidieron y solo se salieron del partido. Nadie supo el resultado final. A nadie le importaba. Solo queríamos descansar. Otros jugadores se alejan cojeando, y otros, más intrépidos, nadan detrás de la reventazón del mar.
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El anuncio En una de esas, mi hermana pide que nos vayamos. Acompañamos a Marie a su casa. De regreso en la nuestra, aún de día, mis padres hablan mientras ven las noticias en la televisión. En la pantalla se ve una mujer joven que proporciona información sobre el clima y entrevista al meteorólogo más reconocido de la isla, quien no entiende por qué a estas alturas (son las 8:32 p. m.) de la noche el sol no ha caído y las pericas no han regresado. En ese momento empieza la convulsión. Nadie se explica por qué aún es de día. Todo el mundo nota que el tiempo pasa y pasa y que el cielo se mantiene exactamente en el
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mismo tono de color. No es un ambiente caluroso. Por el contrario, se siente fresco. Parecen esas horas de la tarde antes de que caiga la noche. Pero lo más raro de todo es que las pericas no aparecen. Vemos en la televisión, mientras cenamos, que los miembros del cuerpo de socorristas inician una expedición hacia las montañas de Los Truenos para averiguar si las pericas están allí. Después, el presidente se dirige a la población en cadena nacional. Hace un llamado a que la gente se mantenga en sus casas y no se exalte. No hay por qué sentir pánico, asegura. Solo dijo la palabra pánico y mi mamá gritó. Creo que las palabras del presidente no tranquilizan a nadie. Por lo menos no en mi casa. Mi papá, debido a su sentido de la responsabilidad, quiere hacer algo, pero no sabe qué. Salimos a la calle y los vecinos se han amontonado en una esquina para platicar. Hay un ingeniero que hace cálculos geotérmicos. Calcula la altura del Sol. La gente
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habla del solsticio. Todos recuerdan los eclipses de Luna. Piensan que es el fin del mundo. Otro, que es aficionado a los telescopios, saca el suyo, pero, pese a que le coloca el papelito plateado que usan los cascos de los astronautas, no ve nada revelador. Explica que es sumamente peligroso ver directamente al Sol sin este tipo de papel especial, que cuesta algo así como 150 osos polares. Entonces pienso en Marie y en su país lejano. Tal vez ella sabe algo de esto. Le pido a mi hermana que me acompañe a casa de Marie. Pero mi hermana sale con que también quiere ir a visitar el barranco de las pericas muertas. Mi madre se preocupa por la hora, pues son ya las once de la noche. Jamás nos permite estar en la calle a estas horas. Pero yo bromeo y le digo que ahora no hay pena porque es de día, como si fueran las cinco. Mamá no puede rebatirme. Además, creo que está muy nerviosa y tenernos cerca la pone más alterada. «Váyanse, pues, pero regresen
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rápido», nos dice. «Igual, estamos de vacaciones», le contesto. «Con cuidado siempre», recomienda. Y mi hermana, más pequeña pero más curiosa que yo, me pregunta cosas que yo no sé contestarle. Yo repito que seguro ya viene el fin del mundo y que nosotros tendremos que salvarlo. Y ella me cree y nos llevamos la pelota pateando rumbo a la casa de Marie. Llegamos. Como ella vive en un tercer nivel, yo tomo una piedra pequeña y se la lanzo a la ventana. Mi hermana hace lo mismo. Sale Marie. «¡Hola, chicos!», nos dice desde arriba y luego baja a abrirnos la puerta. Marie también está impresionada, aunque no tanto como nosotros. Empieza a contarnos que en su país, que también es una isla, hay temporadas en las cuales sencillamente no anochece. Solo se queda el cielo de un color azul oscuro, pero la oscuridad completa no llega. Marie explica que eso sucede en algunas épocas nada más mientras que en otras ocurre todo lo contrario: pasan los
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días sin que se vean los rayos del Sol. Entonces, mi hermana, como es discreta pero atenta, dice: «Eso pasa porque el lugar donde tú naciste está muy cerca de uno de los polos del planeta. Por eso los rayos del Sol alumbran más directamente y por más tiempo o simplemente no llegan». «Pero acá no podría pasar eso, ya que estamos en una isla que queda prácticamente a la mitad del planeta. Queda un poco al sur, aunque siempre en el hemisferio norte. Por eso es que el solsticio de invierno es el día más largo. En el sur, este mismo solsticio provoca la noche más larga del año», termina de decir Talí con un tono de maestra escolar. La molesto y le digo que se tranquilice, que las clases ya terminaron. «Esto es muy raro», termina diciendo mi hermana mientras se acomoda los lentes sin hacer caso de mi broma. Talí es alguien a quien yo considero una científica en miniatura. Marie tampoco sabe qué está pasando. Empezamos
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a imaginar posibles escenarios. Yo creo que es el fin del mundo y lo confirmo con mi sueño y con la escena que vi con mi prima Ferní, que quién sabe dónde esté ahora. Estoy convencido de ello. Pero Marie me dice que yo tengo un pensamiento muy «conspirador» y cree que siempre estoy viendo portentos donde no los hay. Les propongo a las dos que regresemos a nuestra cuadra para que veamos lo que la gente está hablando y que a lo mejor viendo en el telescopio encontramos alguna solución. Caminamos de regreso jugando con la pelota. Les digo que lo bueno de todo esto es que podemos jugar futbol a cualquier hora y que ahora no pueden prohibirnos que salgamos. Al llegar, uno de nuestros vecinos, que se llama Franco, tiene el ojo pegado al telescopio. Me acerco y le toco el brazo. El señor me conoce. Le pregunto si nos permite el aparato un ratito, pues creemos que podemos ayudar en algo. El hombre
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me mira incrédulo y me dice que está bien. «Es algo serio. No vayan a quitarle la lámina gris si quieren ver directamente al Sol, porque esta los protege y sin ella pueden quedarse ciegos», nos advierte. Marie patea la pelota y se va siguiéndola hacia la esquina de la cuadra. Entonces le digo a mi hermana que aproveche ella para ver por el telescopio mientras yo me voy detrás de Marie. Mi hermana coloca su ojo en el lente. Yo le tengo fe a ella, pues siempre es la que resuelve los problemas. Cuando regreso de traer la pelota, mi hermana sigue absorta. Le digo que ya me toca, que me deje ver, que yo también quiero. Ella no contesta. Entonces trato de moverla a la fuerza, pero ella me dice que me espere. «Mira esto», me dice. Pero lo dice con una cara que parece de fantasma. Nunca la había visto de esa manera. Se me quita la sonrisa con la que la estaba molestando. Si algo tengo es que soy curioso. Me acerco al lente, que parece un ojo infinito. Cierro el ojo
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izquierdo y solo miro por el derecho. Veo toda la escena rodeada por un círculo negro. «Tienes que enfocar», me dice mi hermana. Muevo los anillos alrededor del lente. «Apunta hacia allá», me instruye mientras posiciona el aparato en la dirección en que quiere que vea. Comienzo a ver unas montañas que supongo que son Los Truenos. Se ven verdes. Pero todo se mira borroso. La imagen se va clarificando y en las puntas se nota la nieve de la que tanto nos han hablado los abuelos. Bajo el telescopio despacio y diviso un torrente, una ola tremenda de agua que va bajando. «Acércalo, acércalo», grita mi hermana. Veo que la nieve se está haciendo más pequeña a cada segundo porque se está derritiendo. Es un espectáculo extraño. El agua cae formando una catarata inmensa. «Es increíble que desde aquí logremos ver esto», exclama Talí. «¿Qué cosa?», le pregunto. «¿Te das cuenta de lo que está pasando?»,
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me pregunta con los ojos abiertos. «Pues sí, que se están derritiendo los glaciares de Los Truenos», le contesto. En eso Marie se asoma con la pelota en los pies. Le digo que mire por el telescopio. Dice algunas palabras en su idioma que no se entienden. «¿Y dónde van a vivir ahora los osos polares?», pregunta. «¡Exacto!», dice mi hermana. «Toda esa agua va a venir hasta acá tarde o temprano», agrega en tono aleccionador. «Tenías razón —me dice—. Esto va a ser el fin del mundo».
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Las pelotas
Yo no sé ni qué pensar. Recuerdo las pericas muertas. La gente no sabe aún nada de esto. Y como los terrenos cercanos a Los Truenos aún están despoblados, seguro que la gente no ha visto nada. Los noticieros están en silencio. Creo que debemos idear un plan para salvar a todos. Esa es una de las cosas que me pasan: que mis mayores temores se convierten en realidad. «¡Las pelotas!», me dice mi hermana. «¡Es cierto! ¡Flotan!», dice Marie. Tenemos una colección inmensa de ellas. Decidimos no contarles nada a los adultos, que siguen haciendo miles de cálculos sobre las po-
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sibilidades en el futuro inmediato. «La gente no lo sabe y no tiene por qué saberlo», me dice mi hermana, en quien confío más que en mí mismo. Marie nos propone, en principio, juntar todas las pelotas que tenemos para utilizarlas como salvavidas. Sabemos que, pese a que contamos con una colección interesante, son pocas para la cantidad de gente que vive en la isla. «Vivirán en Copalchí unas 800 personas», calcula mi hermana. «Nuestra colección, que abarca todas las copas mundiales, no pasa de 40», calculo. Y debo decir que estoy un poco renuente a deshacerme de la colección. Sé que contra Marie y Talí nada podré hacer porque son unas mujeres muy decididas, pero mi colección es sagrada. Me ha costado tanto tiempo construirla. Sin embargo, en estos tiempos difíciles más vale dejar a un lado mis ambiciones y poner todo mi patrimonio y mi voluntad al servicio de un bien mayor. La gente nos necesita. Y si nosotros tres, los que sabemos lo que va a
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suceder, no hacemos nada, el mundo pagará. Creo que empiezo a comprender qué me hizo guardar todas esas pelotas. A lo mejor sabía que vendría este día. Bueno, creo que ya tomé la decisión que necesitaba. Ya lo medité lo suficiente y las voy a donar a la causa. La gente, me digo, merece una segunda oportunidad y nosotros vamos a luchar. Marie, quien es experta en hacer planes, empieza a idear uno. Además de futbol, juega ajedrez de manera impecable. Yo, que no soy buen jugador de ajedrez, pero tampoco tan malo, perdí ante ella de forma apabullante; y desde ese día siento por ella no solo respeto, sino también admiración por su capacidad de idear e implementar estrategias. Al fin, luego de verla trazar dibujos y símbolos en el papel que arrancó de una hoja de un cuaderno, nos cuenta la idea: «Vamos a utilizar las pelotas como salvavidas sobre unas planchas de madera. Así, las personas van a viajar de 10 en 10 —las que
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calculó Marie que caben en una lancha improvisada hecha de madera y pelotas de futbol— hacia la isla Capiuza, la más cercana». Por supuesto que se darán situaciones tristes, ya que habrá muchos objetos queridos por cada familia que no podrán ser trasladados. Será un ejercicio de renovación, de crecer de nuevo, en esa nueva isla. De lo contrario, moriremos todos. «No alcanzaremos la meta hasta que todos hayamos llegado», dice Marie en tono serio, aunque sin perder la sonrisa inocente. Nos dirigimos corriendo a mi casa. Mi hermana Talí, Marie y yo hemos formado un tridente. Mi hermana es la autora intelectual. Marie es la estratega y yo soy el que sabe dónde conseguir los materiales. Abro la puerta de mi casa con la llave y vamos directo a la bodega, que queda en la parte de atrás de la casa, debajo de las escaleras. Es un sótano húmedo y oscuro que parece una cueva. Sin encender la luz, mi hermana me dice que
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este ambiente le recuerda las cuevas debajo de Los Truenos, donde caen de los cielos rocosos unas largas estalactitas y emergen del suelo las estalagmitas, que hacen que se vean unas sombras alargadas. Le pregunto qué es eso. «¿Estalagqué?». Y ella, con sus conocimientos de geología, me responde que las estalactitas son esos picos que cuelgan de los techos de las grutas y que las estalagmitas son similares, pero se erigen desde el piso. Recuerdo esos grandes monumentos con forma de picos que he visto cuando hemos viajado a las cuevas. También recuerdo que llevábamos unas velas cuando nos metimos allí y que las sombras sobredimensionadas tenían formas de lobos y monstruos. Y entonces empiezo a hacer una bulla tenebrosa: «¡Juaaaa, ja, ja, ja, ja!». Trato de asustar a Marie, que camina detrás de mí, pero en ese preciso instante retengo mi risa maliciosa cuando escucho el interruptor, noto que se enciende la luz y
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veo que las supuestas estalagmitas y estalactitas son unos remos que cuelgan del techo y que se encuentran también en el suelo de la bodega. Mi hermana y Marie se ríen de mi intento de broma. La científica de mi hermana tiene una respuesta para todo. A veces me cae mal, pero he aprendido a escucharla. He aprendido a aprender de ella. Me dice: «¿Sabés que la luz no viaja inmediatamente, como uno cree?». No sé la respuesta y no le respondo. Me dice que viaja aproximadamente a 300 000 kilómetros por segundo (km/s) y que nosotros creemos que eso es instantáneo, pero resulta que hay un período muy pequeño entre el momento en que la luz cae en el objeto y el momento en que nuestro ojo logra percibir ese objeto a raíz de que la luz le da forma y color. Me da un ejemplo: si vemos directamente un planeta que está a más de 300 000 km de distancia de nosotros, es muy probable que, como el planeta está a una distancia mayor que la
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que la luz es capaz de recorrer en un segundo, veamos una figura que ya no está allí en ese momento. La imagen del planeta que nos llega ya pertenece al pasado. «Así es como sería posible viajar en el tiempo», responde la científica. «Algo así es la teoría general de la relatividad de Albert Einstein. Lo malo es que Einstein decía que a esa velocidad las partículas se desintegrarían», termina de decir. Ella se pone seria después de que cuenta cosas así. Me ha contado que le brinda tranquilidad saber que los humanos somos tan pequeños. «Insignificantes» es la palabra que usa. Yo, la verdad, me quedo asombrado por esos comentarios, pero agradezco tenerla de hermana porque me enseña. Aunque eso no se lo digo porque podría volverse una presumida. Además, yo soy el hermano mayor. Tomo los remos que mi padre usa para pescar y salir los domingos al mar. Nos pueden servir para nuestro plan. Los descuelgo y los saco de la
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bodega. Aquí está la mayor parte de las pelotas. Las vamos sacando de sus cajas. Nos cuesta un poco porque algunas ya están viejas y enmohecidas. Este ambiente es realmente oscuro. Huele a cueva. A olvido. Pienso en todas esas pelotas que nunca
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veía. Algunas con telarañas. Lo que me daba gusto y placer era saber que las tenía, aunque fuera en un lugar refundido, pero que allí estaban. Al final contamos 49 pelotas. Buen número. Marie recuerda que en su país, como buena parte del tiempo cae nieve, le amarraban pelotas y objetos de hule al cuerpo para que pudiera moverse por la superficie de las aguas congeladas. Mi hermana clarifica la idea. «Vamos a amarrar las pelotas —asegura— para salvar la isla». Yo sé que es posible, pero no fácil. Lo único que se me ocurre por el momento es buscar a un vecino mío que fabrica lanchas y proponerle que nos ayude, pero que mantengamos esto en reserva. Porque los adultos son muy exagerados. Si les decimos lo que va a pasar y que la ciudad se va a inundar, se ponen como maniáticos, empiezan a comprar mucha gasolina y vacían los supermercados para abastecerse de comida. Y en lo último que piensan es en salvar la isla, mucho menos en
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salvar a la gente y todavía menos en salvar a las pericas, que quién sabe dónde andan. Pobres pericas. Algo deben de haber sabido sobre esto. Después de juntar las pelotas afuera de mi casa, vamos donde el vecino. En eso regresa mi madre a hacer unos panes para toda la gente que está en la calle, pues ya les dio hambre y parece como si fuera una gran fiesta de barrio. Nos pregunta adónde llevamos tantas pelotas. Rápido invento que decidimos sacar la colección y que vamos a usar todas las pelotas porque, como tenemos toda la noche para jugar, queremos hacer algo único. A mi madre parece no importarle tanto y me dice que está bien, que tengamos cuidado. Creo que ella está más preocupada por lo que está pasando que porque en realidad saquemos las pelotas. Se me hace que lo que quiere es que dejemos de andar molestándolos y estorbando en las conversaciones de adultos, que buscan la solución a los conflictos climáticos de la
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isla. Mi madre se mete en la cocina. Entonces pasa mi papá apurado. Ni siquiera me mira. Mi hermana sube con Marie a mi cuarto a traer el resto de las pelotas, que cuelgan en la pared, detrás de mi cama. Yo consigo algunas cajas de cartón y unas carretas para guardar las pelotas. En total juntamos 56, contando las que tenía en mi cuarto. Son todos los Mundiales. Desde Uruguay 1930 hasta Brasil 2014. Les propongo que las dejemos todas en la parte de atrás de la casa, en el jardín. Vamos donde el vecino, que es el papá de Fabián, el tipo rudo que no usa zapatos.
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Las balsas
En principio habíamos acordado no hablarle a ningún adulto del plan porque podríamos desatar una ola de neurosis, pero creo que en estos hombres sí que podemos confiar, ya que son personas en mayor contacto con la naturaleza, lo que nos da la pauta de que nos comprenderán mejor. Siempre andan descalzos, escuchan canciones tribales y nunca usan pantalones largos, solo pantalonetas. Tampoco es que anden desnudos. Por eso es que Fabián se crio jugando descalzo. Y por eso tiene mucha fuerza y mucha seguridad en sí mismo. Sí, es una especie de Tarzán.
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Entramos en su propiedad. Salen dos perros grandes y negros con la lengua de fuera a saludarnos con unos bramidos toscos. Pero Marie es amable con todos los seres, así que los calma. Ellos mueven la cola. Uno de los perros se da la vuelta y Marie le rasca la panza. Sale Fabián y nos saluda seco pero amable. «Está difícil la cosa, ¿verdad, chicos?», nos dice. «Claro que sí», le dice mi hermana, quien luego se apresura a explicarle la situación. Mi hermana tiene un tono de voz tan directo que la gente rápidamente le cree y nadie cuestiona sus motivaciones. Marie sigue jugando con los perros, y yo, a la par de mi hermana, veo cómo los ojos de Fabián crecen de manera desorbitada mientras escucha. Le cuento que las pericas se están muriendo y le relato mi visión en el fondo del barranco. «Necesitamos tu ayuda», le digo a Fabián, quien de inmediato responde que claro que sí, que solo va a despertar a su padre, que ya se durmió. Hasta ese momento vengo
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a percatarme de que son ya las dos de la mañana. Regresa Fabián con su padre. Mi hermana les habla y les dice que ya calculó el tramo que hay entre las islas Copalchí y Capiuza, que son 254 m y que, ya que se cuenta con 56 pelotas, podríamos fabricar 7 balsas con 8 pelotas cada una para transportar a la gente. «Mientras más pronto empecemos, mejor», advierte Talí componiéndose los anteojos. Sé que está nerviosa porque siempre que está inquieta se toca los lentes. Pero no quiero que la gente la descubra. Está convencida de que esta noticia, si llega a saberla toda la isla, será una locura. El papá de Fabián, a quien apodan Güisisil, tiene una barba cana como algodón. Parece uno de esos filósofos griegos que estudiamos en las cartillas de historia en la escuela. Anda sin camisa y con unas chancletas ensartadas entre el dedo gordo y el de junto. Trae consigo 12 tiras amarradas de lazo que cortó de los árboles y que nos servirán para
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amarrar las pelotas. También saca toda la madera que tiene en su casa. Él sabe que la madera flota y que las pelotas le proporcionarán estabilidad a las balsas. Nos dividimos en grupos. Mi hermana, Fabián y Güisisil se quedarán construyendo las balsas mientras Marie y yo nos vamos a hablar con la gente para ofrecer nuestros aventurados viajes a la isla Capiuza. Al regresar a mi casa, mis padres y sus amigos se han recostado en unas sillas de playa y absortos observan el cielo. Lo único que repiten es cuán hermoso es aquel atardecer interminable. Tartamudean. El dueño del telescopio está roncando recostado contra un árbol y con una gorra cubriéndole la cara. Le hablo a mi padre. «¡Tenemos un plan!», le digo en un tono un tanto artificial, como la voz de un personaje de caricatura. Mi padre me responde: «¿Ahora qué estás tramando?». «Como me has hablado tanto de la isla Capiuza, ideamos unas bar-
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cas con las pelotas para viajar hacia allá. ¡Vamos! ¡Levántense!», digo. Mi padre no me responde, sino que me mira con la cara con la que un padre ve a un hijo cada vez que este le pide que vayan a jugar. Recuerdo que a lo que más le gustaba jugar a mi padre era al doctor, ya que así él solamente se recostaba en la cama y esperaba a que nosotros, mi hermana y yo, lo revisáramos. En lo que sucedía la cirugía y todo, él se dormía. Nos decía que de ese modo cumplía a cabalidad su rol de paciente. «Vamos, papá. Si quieres, jugamos al doctor en la lancha», bromeo. Mi papá se ríe. «Bueno. Es cierto que esa isla es muy hermosa», confirma con la mano en el suelo a la vez que se levanta de la silla de playa. Despierta a mi madre. La silla de ella se arrastra un poco, y ese ruido despierta al dueño del telescopio, dormido debajo del árbol, quien se remueve la gorra y pregunta adónde vamos. Mi padre le dice que a Capiuza, y al tipo parece iluminársele
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la cara. Se pone de pie dificultosamente y les habla a los demás, que están en una especie de meditación ausente con los ojos abiertos, ya que todos ven el Sol estático y el mar salvaje, selvático, mientras maúllan adormecidos. Les enseñamos la primera balsa y notamos que les gusta. «¡Ah, México 70!», dice el tipo de la gorra cuando ve la pelota con el Charro, la mascota de ese Mundial. El señor recuerda a Pelé, a Tostão, a Lobo Zagallo. «¡Qué equipo!», termina de decir. A mí me da cierta nostalgia deshacerme de todos mis balones. Siento que eran algo que me iba a dar, no sé, algún tipo de seguridad económica en el futuro. Pero bueno. La decisión está tomada y creo que ya no debo pensar en eso. Marie les dice que el cielo está precioso y que Capiuza es el mejor lugar para observarlo. «Gracias, gracias —dice mi madre—. Es que para los extranjeros este lugar es un paraíso y para nosotros también».
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En la orilla de La Concha está Güisisil, quien ya tiene armada la otra balsa. Güisisil ya sabe del movimiento e invita a mis padres y a los demás a que sean los primeros en gozar del viaje. «Es todo un transatlántico», les exagero. Todos ríen. Se suben ocho personas. Me meto en la balsa junto con Fabián y su padre. Marie también se sube ya cuando la balsa está zarpando. Y zarpamos. Marie, Güisisil, Fabián y yo llevamos los remos, dos de cada lado. Güisisil lleva la batuta. Dice que vamos hacia las 11 en punto. Ya nos ha explicado que en el mar uno se orienta como un reloj para tener una ruta fija y no perder el camino. Como es un trabajo en equipo, no solo debemos remar al mismo tiempo, sino que más o menos con la misma fuerza. Si los de un lado reman más duro que los del otro, la balsa se menea poco a poco hacia un lado y se pierde el rumbo. «Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos…», repite Güisisil, incan-
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sable y recio. Las olas empiezan a sentirse cada vez más picadas. Mi hermana tenía la tarea de jalarse a los demás jugadores de futbol: Sammy, Jesse, nuestra prima Ferní, que vive también cerca de nuestra casa, y todo el grupo con los que tenemos años de jugar. Resulta que hay un cambio de planes porque el tiempo que nos queda es en verdad poco. Mi hermana, curiosa incurable, hace los cálculos por medio de la matemática. Logra determinar que, según la distancia de Los Truenos hasta La Concha (100 km), el tiempo en que el agua se derretirá a tal punto que llegue a inundarlos es de unas 20 horas. Tenemos 8 balsas en las que caben 10 personas, por lo que cada balsa debe hacer 10 viajes. Esto significa que debemos hacer cada viaje de ida y vuelta en un máximo de una hora. Teniendo en cuenta que la isla está a 10 km de distancia, debemos mantener una velocidad de 10 km/h para no
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atrasarnos. SerĂĄ agotador. Hoy sĂ no vamos a dormir, obviamente.
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La isla Pienso en cómo Talí estará contactando a los amigos y me la imagino con sus gafas, desdoblando un plano sobre el capó de un carro viejo y convenciendo con evidencias y números a los demás para animarse a la aventura de su vida. Mientras tanto, comienzo a sentir ardor debajo de mis hombros, pero no por el sol —que no hay demasiado, pues ya se sabe que estamos en la tarde crepuscular estancada—. Lo que siento arder es el tríceps del puro cansancio de no dejar ni un segundo el remo, que sigue salpicando refrescantes y minúsculas gotas de agua salada en mis brazos. Como cosa rara, de pronto
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me abstraigo de todo alrededor y vivo un momento en que solo somos el mar y yo, en que la demás gente y sus «¡qué bonita esa isla!» solo se escuchan como si vinieran de debajo del agua. Mi padre ronca. Mi madre detiene la espalda de mi padre entre sus piernas. Todos ven el agua. Vamos bien con el tiempo. Fabián lleva la cuenta. Tiene un enorme reloj de muñeca que utiliza para nadar y pescar y que aguanta la presión del mar. Ya vamos arribando a la playa. Hay viento. El bote no se dirige adonde queremos, pero llevamos aviada, por lo que empujamos los remos lo más al fondo posible para ver si podemos tocar la tierra, de modo que esta detenga la balsa y haga una pared en el agua que aminore el impulso que llevamos. La arena es rubia, oscuramente rubia, como el azúcar morena. Los adultos se bajan. Trajeron unas pequeñas maletas con productos de limpieza. El señor de la gorra olvidó el telescopio y lo hace
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ver. Lo reclama casi culpándonos a nosotros. Los demás no lo escuchan. Parecen aún embelesados con la noche clara. Ya estando todos en Capiuza, se sientan en la playa y observan la isla Copalchí derrumbarse. Lo chistoso es que no lo saben, creen que todo estará bien, pero en su corazón sospechan lo que sucede. Muy en el fondo, todos los habitantes de Copalchí sabemos que el fin se acerca, pero nadie quiere admitirlo. Nuestros padres avanzan y ven que no hay campamento ni hamacas ni una sola cabaña. Mucho menos un baño. Mi madre se extraña. Camina en busca de alguna construcción que nunca encontrará. Estoy indeciso entre contarles o no, ya acá en Capiuza, de los acontecimientos devastadores que se están suscitando, pero algo me detiene. Veo Copalchí en el horizonte y pienso en Talí, en Ferní, en todos. No podemos desperdiciar el tiempo. «¡Vamos por los demás!», grito. «¡Acomódense!».
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De regreso parece eterno el camino. Mi lado conspirativo me dice que no lo lograremos, que el tiempo es muy corto y las balsas escasas. Cuando vamos en camino, vemos pasar otra balsa y distingo la pelota de México 86, con Maradona empuñando la mano y celebrando la aclamada mano de Dios, cuando le metió un gol a Inglaterra con el puño, pasando la pelota por encima del portero, para hacer que Argentina clasificara y se acercara a la copa, que al fin se llevó. Va manejando Talí, quien solo me saluda con un grito secreto que tenemos entre los dos. Veo que lleva el telescopio del tipo de la gorra y va viendo Los Truenos. Algo me tranquiliza. Sé que ella no daría un paso en falso y que si está emprendiendo estos viajes es porque sabe que hay posibilidades de éxito. Al llegar de regreso nos espera una nueva tripulación. Repetimos la operación. Una y otra vez.
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Sabemos que tenemos que realizar 100 viajes entre todos. Llevamos 45. Veo entonces que Jesse y Ferní ya llevan otra balsa. La gente va encantada. Nadie parece darse cuenta de la tragedia que deja a sus espaldas. Nos falta poco. En un viaje me bajo y voy a buscar más gente, pues, según nuestros cálculos, hacen falta unas 40 personas. Pero no aparecen. Paso por la parte del estadio y por los museos. Todavía están encendidas las pantallas. En ellas se ve a un socorrista que está diciendo que la inundación es inevitable y que debemos evacuar. Esto se puso serio. En eso, una mujer, rolliza y con colochos, va corriendo con su chihuahua abrazado. Lleva un bolso enorme, rosado y brillante. Me empuja y caigo al suelo. Mi dedo se ensarta en la tierra y lo siento húmedo. Sé por este indicio que el agua se aproxima.
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La inundación
Entonces empiezo a gritar diciendo que tenemos balsas, que tenemos que irnos a Capiuza porque todo se va a inundar y que es nuestra última oportunidad. Hay una casa con la puerta abierta. Veo dentro de ella unas gradas que llegan a un sótano que ya se está llenando de agua. Sobre esta flota un florero de vidrio sin flores. Un señor canoso, con los pies dentro del agua, está sentado en una silla mecedora que no se mece. Mira fielmente un mapa en la pared en el cual está trazada la isla de Copalchí. Están las coordenadas, Los Truenos, la brújula, las demás islas. Se ve que es un mapa antiguo por el
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sepia del papel y por el enmarcado apolillado, de una madera que se adivina de hace mucho tiempo. —Señor, señor —le digo—. Vamos. Hay una balsa esperándolo. —¡Yo no me voy a ningún lugar! —responde—. Mis ancestros fundaron este lugar y construyeron el edificio más alto. Y yo, como buen mari-
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nero, sé mi tarea: debo morir con mi isla. Las ratas son las primeras en abandonar los barcos cuando se está hundiendo. —Pero, señor… —¡Nada! Déjame aquí. Yo moriré con honor en la tierra que mis abuelos defendieron. —Don… ¿Cuál es su nombre?».
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—Mártir. Almirante Mártir del Bosco, heredero de don Pietro del Bosco. —Don Mártir, creo que usted podría ser el fundador de su propia isla. Viera que Capiuza está llena de árboles… Las arrugas en la cara de don Mártir son inamovibles. Siento en mis piernas que el agua sube lenta pero decididamente. Yo tengo húmedos los tobillos y pronto deberé nadar para salir de aquí. La hora ha llegado y la nieve en las cumbres de Los Truenos se ha derretido casi totalmente. —Venga, don Mártir. Necesitamos que usted sea el presidente de la nueva isla. —¿Cómo así? —pregunta con interés. —Allá necesitamos un líder que conozca la historia de nuestros antepasados y que nos guíe. ¿Sería usted tan amable de ser ese guía? Cierra los ojos como aceptando su destino y zafa las manos de la silla de madera. Tiene los
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brazos trabados a la silla de un modo tal que para destrabarlos hace mucha fuerza, de manera que le saltan las venas de los antebrazos y resalta en uno de ellos un tatuaje de ancla. Este se ve despintado, casi celeste, en el fornido brazo. Hay suficientes indicios de que ha sido y es un hombre fuerte. Sin quitar el ceño bravucón, se apoya en mi hombro y salimos entre nadando y empujándonos con las lámparas de piso, con los muebles, con lo que sea que esté medianamente debajo del agua. Pero aún caminamos. El agua nos llega a la cintura. Al llegar al puerto, de donde salen los barcos, el muelle está apenas encima del mar. Don Mártir anduvo todo el camino con su mano recostada en mi hombro. Lo ayudo a sentarse en el muelle y esperamos la lancha, que ya viene cerca. Ferní la conduce. Marie viene detrás. Las caras de ellas no están tan alegres a medida que se acercan. El día parece gris. Es como si una sombra hubiera caído
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sobre toda la realidad y ya no sabemos si es de día o de noche, si vamos a salvarnos o no, si algo destruirá las dos islas. Como siempre pasan cosas por mi mente, se me ocurre que todo el archipiélago será devastado. Las esperanzas caminan lejos de mí a pesar de que ya no hay más gente en Copalchí. Es triste ver la decadencia de la ciudad, parcialmente inundada. Las casas, las iglesias, las ventas de comida, la tienda de don Adán, los campos de futbol, mi propia casa, el estadio, los museos, las casas de los dirigentes políticos, todo realmente en decadencia. Los Truenos, más verdes que nunca, se notan también diezmados, como anunciando que un día el agua se los tragará. Por fin llega la lancha y nos subimos. Durante el trayecto, Marie me habla de lo genial que la vamos a pasar en Capiuza. Recuerdo que mi papá me contaba que allí pescaban los mejores peces, pero no quiero voltear a ver. Me duele de verdad
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dejar mi isla, aunque todos los que conozco ya están del otro lado. Me parece que la operación fue exitosa y que logramos salvar a la gente, pero aún hay incertidumbre sobre el futuro. Vamos a un lugar desconocido para la mayoría.
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El atardecer
Llegamos y soltamos el ancla. La gente ya está encendiendo las fogatas. Están alrededor de una hoguera. El ambiente parece cada vez un poco más gris, un poco más abandonado al olvido. Marie y Ferní colocan la última balsa sobre unas piedras para que la corriente no se la lleve. Y entonces empezamos a escuchar las carcajadas, esas carcajadas milenarias que ya todos conocemos y que son nuestro paisaje. Volvemos a ver al cielo y distinguimos figuras. Estas intercambian posiciones y forman un rombo, luego un rectángulo, después un triángulo, pero se mueven. Siempre va una de líder, pero
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inexorablemente se asoman, pareciera que en cámara lenta. De repente, las pericas pasan encima de nosotros, pero suben un poco hacia un lado, bajan en una curva como si vinieran en un tobogán y aletean muy cerca de nuestras cabezas. Se escuchan las carcajadas de miles de seres arriba de nosotros, como si nos saludaran. Nos están saludando. La gente está encantada con esta nube de aves que ahora se ha desordenado como un remolino y se disgrega en todas las direcciones. Y siguen las carcajadas. Y la brisa también se viene en estampida y nos refresca la cara debajo de un cielo gris y atormentado. Pareciera que una buena lluvia nos espera. Entonces se van las pericas y las perdemos a la vista. Dos o tres minutos después, esa raya anaranjada que se había quedado estancada en el horizonte desde hacía muchas horas se deshace paulatinamente hasta que lo negro vence por fin al día
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y las estrellas empiezan a notarse. La gente ríe. La gente celebra. Corta un árbol y le echa más fuego a la fogata. Las llamas crecen y forman volutas, como grandes aros de cebolla vivos, incinerados, con un azul índigo en medio mostrando la grandeza del señor fuego. Todos los habitantes se van formando con las manos agarradas alrededor de la fogata. Poco a poco, sin que nadie lo haya planeado, se crea un inmenso círculo de 800 personas. Están los jugadores de futbol, don Mártir, mis padres, el señor del telescopio, mi hermana, mi prima, los desconocidos a los que nunca les he hablado, la señora del tiempo, los políticos, los socorristas. Y entonces toma la palabra don Mártir en medio del crujido del fuego, mientras la Luna aparece paulatinamente y alumbra en todo su esplendor. Don Mártir quiere hablar. Suelta las manos de las personas a sus costados y da dos pasos al frente. Los demás continuamos sin soltarnos, en una ca-
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dena de unidad energética y absoluta. Se sienten en las manos unos rayos muy intensos que nos transferimos unos a otros. Don Mártir dice: «Está claro que no hemos pensado en muchas cosas. Está claro que hemos devorado a la tierra y nos hemos devorado a nosotros mismos. A nuestra ave nacional le hemos dado su valor únicamente en los billetes. Al decir perica uno piensa en dinero, no en el animal, no en la vida. Esta noche es una noche de reflexión y meditación. Les juro que nunca había estado tan conmovido. Podemos decir que terminamos con la isla porque no supimos darles a las pericas el hogar que merecían, el único que les funciona, los árboles de pino. Puedo decir que soy de los que más edad tienen en la isla, y algo les aseguro: nunca la isla tuvo tan pocos árboles. Nunca pensamos que un día nos harían falta, que las pericas, nuestras queridas pericas, nos abandonarían para habitar otra isla y sobrevivir».
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Don Damián cae hincado y atrinchera entre sus manos una cara que se le llena de lágrimas jadeantes. Todos los demás lo miramos sin soltar palabra. Me imagino que será uno de esos momentos que marcarán una nueva ruta. Poco a poco la gente empieza a hincarse y besar la tierra. Yo también la beso y observo cómo algunos se recuestan en el suelo. Otros lo hacen sobre los vientres de sus novios o amigos. Lo cierto es que poco a poco vamos cayendo todos en un sueño que ansiábamos desde que salimos de Copalchí y nos dejamos llevar por el sopor del cansancio y la rendición. A la mañana siguiente, cuando despierto, ya hay gente sembrando cultivos y construyendo chozas con palos de madera. Mi padre ha ido a pescar una enorme trucha. Me la enseña. Me dice que esta isla le recuerda los tiempos del gran Faustino, delantero colombiano. Me dice que no había nadie que metiera goles como él, que tiraba chilenas y que
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celebraba los goles haciendo saltos en pirueta, sin manos, y cayendo sobre sus pies. Y mi papá da unos saltitos mientras me habla, como si estuviera entrenando box. Mi madre me muestra unas flores que está dispuesta a sembrar en el huerto de don Mártir. «¿Cuál huerto?», le pregunto. Me lleva de la mano a un lugar que parece un oasis, debajo de unos árboles, donde don Mártir se encuentra de rodillas y saca basuritas de unas cajas de madera en las que había recolectado miles de semillas. Me saluda y me dice que decidió que su legado no es ser presidente, que para eso hay gente más capaz, que a lo mejor en esta isla no se necesita un presidente y que lo que realmente le quería dejar a la juventud, a nosotros los de 13 y 14 años, era un buen vivero para que los árboles de pino, que les fascinan a las pericas, nunca se acaben. «Decidí —continuó diciendo— dedicarme a recolectar semillas y hacer esos sembradíos de allá. Te enseño. Por acá. Cuidado. Quiero traer a
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todos los niños de las escuelas. Quiero que vengan a sembrar al menos un árbol cada uno, que le pongan nombre y que lo vean crecer. Porque de aquí vendrá su bienestar». Abrazo a don Mártir, quien luego me ve partir hacia la interminable arena que se besa con el mar. Al fondo veo Copalchí anegada por las aguas. Solo los edificios más altos alcanzaron a salir de la inundación: el Del Bosco, el museo, la punta del estadio y el marcador que anunciaba la hora y la temperatura del día ya fundido. Me provoca nostalgia no haber calculado el área de los últimos dos edificios. La Concha tampoco existe ya. Será un recuerdo que les contaremos a nuestros hijos y nietos. Por supuesto, Los Truenos también están, pero se ven con cierta forma graciosa, como si fueran aves de perfil. Parecen pericas. Me da risa cómo al final el plan de mi hermana y Marie sí resultó. Claro que perdí mis balones, pues muchos se pincharon o ter-
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minaron reventados luego de tanto trajín, pero aquí estamos todos. Y la verdad, seguimos de vacaciones. Me siento en la playa. Meto los pies entre la arena. Oigo a la mar rugir de una forma tal que siento que me llama. Las olas me conocen y yo a ellas. Me quito la camisa y me la amarro a la cintura. Me recuesto. El cielo tiene una sola nube que justo me protege del sol. En eso me cae una pelota en la cabeza. Me destantea. Me marea un poco. Varios de mis amigos juegan futbol. Jesse, que parece un cantante de reggae, me grita: «Faustino, ven a jugar. Recuerda que tenemos una final pendiente». «Es que tú eres muy enojado», le digo molestándolo. «Ven», repite a la vez que me llama con la mano. Detrás de él están mi hermana, Marie, Ferní, Bronco con sus guantes, Sammy con su tremen-
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da altura, la piel blanca como papel y una gorra para atrás, Memo con su porte de lanchero molesto y Fabián, como siempre, sin zapatos. Noto que nadie tiene zapatos. Me levanto, voy a traer al balón y veo la cara de Maradona en la pelota del Mundial de 1986, cuando le metió el gol de la mano de Dios a Inglaterra. También fue en ese partido en el que clavó ese golazo después de driblarse a medio equipo. Fue una cosa increíble, pues los argentinos tenían también, fuera de la cancha, una batalla militar contra Inglaterra por las islas Malvinas. Son las cosas del futbol que la gente no entiende. Cómo nos salva la vida. Maradona y tantas caras de los Mundiales nos tienen aquí. Creo que mi vocación a lo mejor no es realmente ser el mejor jugador de la isla. Para eso están Jesse o el defensa Memo. Les digo a mis amigos que vayan a buscar otra de las tantas bolas que hay regadas por allí.
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«En un rato llego a jugar», les grito, solo que antes me meto en el mar, junto a la cara de Maradona, que me ayuda a flotar, porque siento que me extrañan las olas y yo las extraño a ellas. Fin
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ร ndice Las pericas
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Los Truenos
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El juego
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El barranco
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El solsticio
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La playa
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El anuncio
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Las pelotas
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Las balsas
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La isla
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La inundaciรณn
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El atardecer
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En este libro podrás aprender sobre:
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Conversiones
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Geometría
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Sistemas de medición
•
Cambio climático
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Teoría de conjuntos
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LA ISLA INUNDADA
Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.
Álvaro Montenegro
Faustino y sus amigos, jugadores de futbol, intentan salvar a la población de Copalchí, una isla en medio de una catástrofe que ocasionará los días más largos de la isla. Los jóvenes asumen el reto sin el consentimiento de los adultos. Las pericas, seres mágicos, son las encargadas de traer el atardecer a la isla. Pero ese día, el solsticio de invierno, deciden simplemente desaparecer. ¿Qué pasará si no regresan las pericas?
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Álvaro Montenegro Ilustraciones de Herber Crispin
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