Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.
Diana Benítez Paucar
El rescate de tepochtli
¿Te gustaría ser detective? Tras sufrir un accidente cuando intentaba dar con el ladrón de un monolito, Juanjo tiene un sueño revelador que pone en evidencia los errores que ha cometido al calcular distancias y pesos durante la investigación. Su sueño lo impulsa a repetir todo el proceso con más atención. ¿Cómo recuperará este objeto de gran valor cultural?
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El rescate de Tepochtli D.R. © De esta edición: 2015, Editorial Santillana, S.A. 26 avenida 2–20 zona 14 Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. El rescate de Tepochtli fue escrito por Diana Benítez Paucar e ilustrado por Mynor Álvarez. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Las características gráficas de la colección son obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fueron realizadas por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Mynor Álvarez. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre. Diagramación: Sonia Pérez Aguirre. Primera edición: agosto de 2015 ISBN: 978-9929-712-94-2 Impreso en Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.
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I Desde que me asignaron el caso, mi cabeza no dejaba de dar vueltas alrededor del robo. Aunque habíamos capturado a los responsables, yo estaba convencido de que aún no habíamos atrapado al verdadero culpable. Luego de ocho años de trabajar para el departamento como investigador, nunca había tenido un caso tan peculiar. Me habían asignado casos de robos, principalmente de carros y mercancías, pero este era inusual. Cuando la noticia del robo de la estela del Parque Arqueológico Nacional se divulgó por los
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medios de comunicación, con otros compañeros hicimos bromas de que tenían que asignarle el caso a Superman o al Hombre Araña, pues robarse un monumento de piedra que medía 2.82 metros (m) de alto, 0.75 de largo y 0.48 de ancho, con un peso aproximado de 3.5 toneladas, requería de una especie de gigante o villano como el Doctor Octopus. La jefa terminó asignándonos el caso a Bermúdez y a mí. Si bien no soy fanático de la arqueología, supe que la estela robada pertenecía al período Clásico de la civilización maya. Era una pieza de gran valor cultural e incluso monetario, pues, de acuerdo con los museos, esta reliquia podría costar alrededor de medio millón de dólares. De inmediato viajamos al parque. Justo al llegar recordé que de niño había estado allí con mis padres. Cuando tuve oportunidad, fui a casa a ver fotos de aquella época en las que aparezco yo al lado de este monumento. La estela tenía tallada
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una figura de un guerrero con sus manos pegadas al cuerpo y sus puños cerrados. En la foto se me veía con un dedo metido en uno de sus puños haciendo un gesto guerrero e imitando la figura. La foto me ayudó a sentir que el caso era importante y que de alguna forma tenía que dar con los causantes del robo para contribuir con la conservación del patrimonio nacional.
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Mientras Bermúdez hablaba con el vigilante del parque, yo revisaba el espacio vacío que había dejado la estela. Revisé los alrededores, pero no encontré señales de que la hubieran arrastrado. Solo pude ver muchas hojas caídas y unos pedazos de plástico de empaque, de los que tienen burbujas. Definitivamente se la habían robado por el aire. No había otra explicación. A no ser que fuera el primer caso de abducción alienígena de la historia. Me imaginé rápidamente los encabezados de la prensa: «Extraterrestres roban estela maya». El parque se llenaría, no solo de turistas, sino también de ufólogos. Sin embargo, el custodio del parque mencionó que a la medianoche escuchó a lo lejos un helicóptero. Mis fantasías extraterrestres desaparecieron al instante. Al revisar el plástico pude establecer que se trataba de uno con burbujas de tamaño extragrande, de unos 25 milímetros (mm) de diámetro cada
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una, con el que supuse que envolvieron la estela. La tierra alrededor de donde estaba sepultada la estela había sido removida, como si hubieran colocado algunas palancas para sacarla de tajo, como cuando se arranca una muela de la boca. La profundidad del hoyo, de casi 0.60 m, coincidía con la parte que servía de soporte a la estela. Una vez que tuvimos esta información, Bermúdez y yo nos dedicamos a investigar quién vendía este tipo de plástico, si se habían rentado helicópteros durante ese período y si se habían emitido permisos para transitar de noche por aquella región. La Policía y los medios de comunicación lanzaron una campaña que ofrecía una recompensa para quien pudiera denunciar a los responsables del robo o aportar cualquier detalle que ayudara a la investigación. En menos de cuatro días, un coleccionista denunció que alguien le había ofrecido la pieza. In-
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cluso mencionó que ya había hecho un pago inicial sin sospechar que la estela era robada. Por otro lado, con los datos de la torre de control, además de los que nos dieron una empresa de alquiler de helicópteros y una venta de plásticos, logramos capturar a cuatro personas que confesaron ser los autores materiales del hecho. La reliquia arqueológica fue recuperada. Se realizó un acto protocolario de entrega en el que
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participaron las principales autoridades políticas del país, así como versados académicos, entre ellos el coleccionista que había denunciado el hecho. Pronto volvió todo a la normalidad. La jefa nos felicitó por los resultados de la investigación y nos premió con algunos días libres. Sin embargo, yo creía que el caso aún no estaba resuelto. Tenía el presentimiento de que todo era una farsa, pero, de acuerdo con las investigaciones, el caso estaba cerrado.
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Pese a que la jefa insistió en que nos tomáramos unos días de descanso para celebrar el triunfo, mi plan era visitar de nuevo al coleccionista para profundizar en su versión y quitarme la sensación de que algo no encajaba con los resultados.
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II Pasé por un restaurante de comida rápida, compré una hamburguesa y una gaseosa y me fui al mirador de la ciudad, en donde estacioné mi todoterreno. Allí mismo cené y me puse a pensar en mi estrategia para reabrir el caso. Estaba convencido de que mi plan debía comenzar visitando al coleccionista. Había algo en su versión que me hacía ruido, que no encajaba. Para mí, él era el principal sospechoso. Sin embargo, para mi jefa y el alcalde de la ciudad, el coleccionista era un ciudadano ejemplar y merecedor de elogio por denunciar su transacción
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con los ladrones. Hasta recibió trato de héroe por parte de los medios de comunicación por contribuir a la investigación y al proceso para que la estela volviera al parque arqueológico.
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Salí del carro, me senté en el capó y me recosté sobre el parabrisas mientras desenvolvía la hamburguesa. El olor de la carne recién salida de la parrilla, mezclado con el de la lechuga, el tomate y las salsas, me hizo agua la boca. En el momento en que di el primer mordisco divisé una pequeña luz que se movía de manera extraña. No podía ser un avión, pues tengo entendido que no pueden suspenderse en el aire y no vuelan hacia atrás. Tampoco era una estrella fugaz, aunque, por si acaso, pedí un deseo: «Que mi vecina acepte ir conmigo al cine». Soy de las personas que opinan que el universo es inmenso y que no podemos ser los únicos seres vivos en él. Por eso, cuando la luz se fue acercando, mi corazón se paralizó de miedo de solo pensar que podría ser una nave espacial tripulada por seres de otra galaxia.
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De la nada salió un hombre disparado contra mí, que me hizo botar la hamburguesa y la gaseosa. Por efecto del rebote rodó por el capó hasta el suelo. Yo quise salir corriendo, pero algo en mí me detuvo. Por un momento pensé que era mi espíritu investigativo, pero la verdad es que la chaqueta se me había atascado con el limpiabrisas, por lo que no pude escabullirme. En lo que yo intentaba desatascarme, el hombre se levantó del suelo y empezó a sacudirse el polvo y a componerse. Yo, asustado por la forma abrupta como salió de la nada, saqué mi arma y le pedí que pusiera sus manos sobre su cabeza y que se diera la vuelta lentamente. El hombre obedeció mis órdenes. Se dio la vuelta y descubrí que era exactamente igual a mí. Parecía que me miraba en un espejo.
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Mi corazón palpitaba a mil por hora. No lograba articular palabra alguna. Tenía la piel erizada y me sentía petrificado por la apariencia de este hombre. El tipo me saludó como si me conociera de sobra. Rápidamente pensé que alguien me estaba tomando del pelo. La manera en que el hombre salió de esa luz, como de la nada, fue aterradora, pero al ver su apariencia pensé que tenía que tratarse de un mal chiste. El sujeto me dijo que no me asustara, que podía explicarme lo que estaba pasando, que no le disparara y que además lamentaba haber tirado mi hamburguesa, pues era su favorita. Hice cara de galán de telenovela, porque lo más seguro era que me estuvieran filmando en alguno de esos programas de cámara escondida. Y no quería caer en la trampa. Estiré mi brazo para tocar a mi doble y comprobar que era real, pero este retrocedió con
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rapidez mientras decía: «Cuidado. No soy un holograma». Luego intenté jalar la piel de su rostro, pero de nuevo retrocedió y afirmó: «No estoy disfrazado. Esto no es una broma. Déjame. Te lo explico todo». Así que me quité la chaqueta, que seguía atascada en el limpiabrisas, bajé del capó y con valentía contemplé a aquel ser un par de minutos (incluso di una vuelta alrededor de él) para confirmar que no era ninguna broma y que efectivamente tenía ante mis ojos a mi otro yo.
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III Liberé mi chaqueta del limpiabrisas, la sacudí y me la puse. De inmediato busqué en uno de sus bolsillos mi llave antigua y empecé a jugar con ella entre los dedos. Llevaba esa llave conmigo a todas partes. Era como un talismán que me ayudaba a concentrarme cuando la situación lo ameritaba o a tranquilizarme en momentos de tensión. Mi abuela me la regaló un día que fui a visitarla. Pertenecía a uno de sus baúles y me la obsequió tan pronto como se dio cuenta de que me gustaba. La llave medía unos 5 centímetros (cm) y tenía
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una forma de tubo perforado con un diámetro de unos 4 milímetros (mm). En su extremo tenía una paleta diminuta que formaba una especie de trapecio rectangular y, en su lado no paralelo, una ligera curva cóncava, como si hubiera sido mordida. En el otro extremo tenía un anillo ovalado en el cual le había colocado una tira de cuero. Mientras pasaba la llave por mis dedos, yo seguía escudriñando lo parecido al mío que era el rostro de aquel forastero, como si fuera mi gemelo. El individuo me hablaba de manera atropellada sin que le prestara atención. —Ea, Juanjo, despertá, que es urgente lo que necesito decirte —me dijo para que reaccionara. Cuando me llamó por mi nombre, me impresionó. ¿Cómo sabía mi nombre? ¿Por qué me trataba con tanta familiaridad? —¿De qué se trata todo este asunto? ¿Quién es usted? —pregunté consternado.
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—Juanjo —me dijo con voz pausada—, yo soy vos, solo que vengo del futuro a advertirte que dejés el caso como está, pues tu plan de visitar al coleccionista va a terminar mal. —¿Qué puede salir mal? ¿Cuál plan? ¿Quién es usted para meterse en mis asuntos? ¿Quién le habló del coleccionista? —pregunté. —Juanjo —volvió a decir—, poneme atención. Sé que mañana a primera hora vas a visitar al coleccionista y vas a descubrir que él tiene la estela robada. Pero no vas a poder compartir con nadie tu descubrimiento porque algo te va a pasar. —¡Yo sabía que él era el ladrón! —dije, y chasqueé mis dedos de la emoción—. Pero ¿cómo así que me va a pasar algo? ¿Como qué? —respondí entornando los ojos. —Pues no recuerdo bien —respondió mi doble—. Solo sentí un golpe en la cabeza. Luego vi una luz brillante y de repente me sentí volando. Y
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así fue como vine acá, como si hubiera retrocedido en el tiempo. Solté una carcajada, pues me parecía una locura verme a mí mismo venir dizque del futuro y traerme una razón incompleta. —¿Y para eso viajaste del futuro? —lo interpelé riéndome. El tipo se encolerizó tal como yo lo hago, llevándose los puños a la boca y luego rascándose la cabeza, y después se me vino encima como para
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agarrarme del cuello, pero en el momento en que me puso las manos encima, ¡puf!, desapareció. Dejé de reírme. Me quedé como sin aire. Había visto a este sujeto exacto a mí y luego se había desvanecido. Comencé a dudar de si fue real lo que pasó o si simplemente fue un invento de mi imaginación. —¡Ea! —grité para ver si volvía, pero nada sucedió.
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Di una vuelta alrededor del carro. Incluso murmuré mi nombre casi entre dientes. «Juanjo, Juanjo, ¿dónde estás?», dije, pero nadie contestó. En ese preciso momento sonó el celular. Era Bermúdez, quien llamaba para preguntarme si nos juntábamos a celebrar, pero le dije que se me había aparecido mi otro yo de una nube, que me había dicho algo sobre el caso y que luego había querido ahorcarme para luego desaparecer. Bermúdez definitivamente me tomó por loco o por borracho y me dijo: «Mejor dejemos la celebración para otro día». Y colgó. Efectivamente, me sentí como un lunático luego de contarle a Bermúdez la visión que había tenido. Hasta empecé a dudar de ella. Así pues, me metí en el todoterreno, reflexioné sobre lo sucedido y concluí que había sido un sueño; que, con tanta actividad en los pasados días, seguramente mi cuerpo cansado había inventado tal situación.
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Llegué a casa, me di un duchazo y me acosté a dormir. Me costó conciliar el sueño. Recordé aquello que dicen de que cada uno de nosotros tiene un doble en el planeta. Tal parece que yo había encontrado al mío. O por lo menos lo había soñado. A la mañana siguiente salí a la casa del coleccionista.
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IV El coleccionista vivía en una mansión situada en uno de los sectores más exclusivos de la ciudad. La casa era de un solo nivel y consistía en una construcción de 1 750 metros cuadrados (m2), pero el terreno medía en total 29 400 m2. Para entrar había una garita de vigilancia y un muro perimetral infranqueable con numerosas cámaras. Apenas el visitante se identificaba, el coleccionista, desde un panel de control, le permitía o denegaba el acceso. Al nomás abrirse el garaje eléctrico se veía una fuente de estilo italiano frente a la casa. Esta
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servía de glorieta para que los vehículos dejaran a los pasajeros en la puerta principal y luego aquellos fueran estacionados por un empleado en un parqueo especial para visitantes. Desde que el coleccionista había denunciado a los ladrones se había mostrado muy colaborador con la investigación. Por eso no tuvo reparos en dejarme entrar. Una persona encargada del servicio me hizo pasar al vestíbulo, desde donde podía contemplar el interior de la casa. El vestíbulo llegaba al corazón de aquella residencia y desde allí se podían ver amplios espacios enlazados entre sí. Los techos tenían doble altura, lo cual destacaba la iluminación, ya de por sí abundante gracias a los grandes ventanales que rodeaban la casa. Antes de entrar en su despacho, el coleccionista me comentó que había recibido aquel terreno en herencia y que él había decidido construir la casa de forma rectangular. La fachada tenía 35 m
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de frente. Y ya conociendo el área construida, pude deducir los metros de fondo. Solo tuve que dividir los metros cuadrados del área total de la casa (1 750) entre los metros que mide la fachada (35) y obtuve que la casa medía 50 m de fondo. La casa olía a pino dulce y estaba abarrotada de cuadros y esculturas con pequeñas tarjetas que explicaban qué representaba cada una de ellas y su procedencia. Me acerqué a ver algunas de las esculturas. Una de ellas decía: «Guerrero azteca en piedra volcánica. Veintidós pulgadas. Subasta de Nueva York». La casa definitivamente era imponente, pero era más impresionante el jardín, o por lo menos la parte que desde allí se alcanzaba a ver. El hombre le había sacado provecho al terreno, que colindaba con un lago y desde el cual se podían ver árboles de hormigo, ceibas, matilisguates y cedros. Mencionó, además, que había construido una pequeña estan-
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cia con churrasquera y jacuzzi al finalizar el bosque y que para amenizar el sendero lo había decorado con esculturas. Luego me ofreció alguna bebida. Yo pedí un café muy caliente, no porque me gustara, sino para que pudiera tomármelo despacio y pasar el mayor tiempo posible dentro de la casa. Él se sirvió una copa de brandi. Luego me preguntó sin rodeos: —¿A qué debo su visita? ¿Le falta algún detalle para su informe? Entiendo que con la captura de los ladrones el caso está cerrado. —Sí —le respondí—. Gracias a su información pudimos devolver la estela al parque arqueológico en un tiempo récord. Sin embargo, tengo que hacerle un par de preguntas para terminar mi informe y archivarlo. —Adelante —me dijo con tono dicharachero. Carraspeé antes de lanzar la pregunta para ponerle un tono más serio:
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—¿Cuál es su interés en tener una pieza arqueológica como esa estela? Porque, según entiendo, si la pieza no hubiese sido robada, usted la habría comprado. ¿Es así? Mis dedos tomaron la llave para calmar mis nervios por la pregunta realizada. —Pues verá —respondió el hombre sin reparos—. Me encantan las esculturas. Y cada una de las piezas que usted ve alrededor y las que tengo en el sendero del bosque las he conseguido gracias a mis viajes, por encargo o a través de subastas. Sin embargo, siempre había deseado tener una escultura autóctona, centroamericana, de gran porte. De hecho, un escultor me hizo una estela en piedra, parecida a la estela en cuestión. Por eso, cuando uno de los ladrones me llamó para decirme que se trataba de una estela original de la civilización maya, nunca imaginé que era la del parque arqueológico. Esa pieza es maravillosa.
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—Sí, ya me di cuenta de que le encanta, puesto que tiene más de 12 fotografías de la estela en diferentes lugares —le dije súbitamente, haciendo alarde de mi memoria fotográfica—. Pero ¿no cree que su interés por la escultura podría ponerlo en riesgo de traficar con piezas arqueológicas? —pregunté después con un tono de precaución. —Si su pregunta es si conozco la ley y la respeto, la respuesta es que sí, por supuesto —me dijo con tono arrogante—. La Ley de Protección y Conservación de Objetos Arqueológicos establece que cualquier pieza arqueológica se considera parte cultural del tesoro de la nación. Por eso las piezas
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que usted ve en mi casa están registradas en el Instituto de Antropología e Historia, y puede ir allí a investigarlo. —Créame que mi intención no es molestarlo, sino clarificar los términos de mi informe, y las preguntas que hago son por pura ignorancia —le dije en forma pausada mientras le daba pequeños sorbos al café. El coleccionista se sirvió otra copa, respiró profundo, me sonrió falsamente y dijo: —Tiene razón. Muchas personas desconocen esta ley. Luego caminó a una esquina, donde levantó un portarretrato con una fotografía del parque
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arqueológico, en la cual se lo veía a él al lado de la estela, y dijo: —Por un momento pensé que podría tener un patrimonio cultural en mi jardín, pero me alegro de que ya esté en el lugar adonde pertenece. —¿Puedo concluir —le pregunté intentando salvar la situación— que los ladrones vieron una oportunidad para venderle esa pieza a usted conociendo su gusto por ella? —Supongo —respondió el coleccionista. Y antes de dejarlo hablar formulé otra pregunta: —De acuerdo con el reporte inicial, usted supo que se trataba de la pieza robada cuando la noticia fue transmitida por la televisión, pero, antes de esto, ¿de dónde creía que provenía la pieza? —Mire —me dijo ya un poco exasperado—. Soy amante de las esculturas y las piezas arqueológicas. He salvado muchas de ellas de caer en
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el mercado negro. Y siempre, como ya le expliqué, las registro. Por lo tanto, cuando me llamaron para ofrecerme una pieza de tal magnitud, no dudé ni por un momento en hacerme con ella. Cuando iniciamos la negociación, me indicaron que tenían la documentación y el registro correspondientes, así que pagué el 50 % sin problema. Creo que con esto respondo su pregunta, y la verdad es que muchas de las respuestas ya las tiene su jefa. Disculpe que no pueda seguir atendiéndolo. Mi tiempo con usted ha terminado. Tengo otra cita. —Solo una última petición —le dije en tono suplicante—: ¿podría conocer la pieza que le elaboró el escultor, la que mencionó que está en su jardín? —Con gusto se la mostraría —me dijo con otra sonrisa hipócrita—, pero soy muy selectivo con las personas que visitan mi jardín de esculturas. Y como su interés no es cultural, sugiero que pida una
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orden de cateo. Traiga una, que yo gustoso le enseño la réplica. Le estiré mi mano en señal de despedida, y él la apretó con fuerza mientras con la otra me mostraba la salida y le decía a su personal de servicio que ya me iba. Me fui repitiendo en mi cabeza sus últimas palabras: «Gustoso le enseño la réplica». Y la palabra réplica me conectó con el tipo que se parecía a mí y supuestamente había venido del futuro. Él había mencionado que la réplica no era réplica. Definitivamente tenía que ver esa pieza, pero segu-
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ro no iba a tener el respaldo de mi jefa para obtener la orden de cateo. Después de salir de la mansión, lo primero que hice fue buscar en Internet mapas de la ubicación de la casa y del jardín. Los encontré y me puse a observar cuidadosamente el muro perimetral. Quería ver dónde había cámaras y dónde no por si, digamos, quisiera entrar sin ser detectado y conocer el dichoso jardín.
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V De acuerdo con las fotos satelitales, el terreno tenía forma de trapecio. Si triangulaba el área, podía determinar que la casa estaba ubicada dentro del área rectangular, mientras que el camino del jardín de esculturas se encontraba dentro del área triangular. De hecho, se alcanzaba a ver que el camino estaba a la orilla del lago y que había ocho esculturas, tal como el coleccionista había mencionado, pero no podía verlas en detalle por el GPS. Por eso necesitaba conocer la distancia entre la casa y la churrasquera para poder planear con exactitud el paso que debía seguir.
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Así pues, dibujé rápidamente un esquema y coloqué los datos que conocía: Total del área del terreno: 29 400 m2 Frente de la casa: 35 m Largo de la casa: 50 m Viendo la foto satelital, parecía que la casa estuviera enmarcada en el centro del terreno rectangular. Tendría unos 20 m de distancia hasta la pared que colindaba con la otra propiedad, la misma del lado del lago, y esa distancia sería igual a la que hay desde ella hasta la línea imaginaria del
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rectángulo. También pude calcular los metros de la casa hasta el muro perimetral, pues al bajarme del carro había tenido la precaución de contar los pasos y había deducido que de la fachada a la casa había unos 15 metros hasta la fuente. Esta tendría un diámetro de alrededor de 5 m, y de allí al muro perimetral habría otros 15 m. Con esto pude determinar que el área del rectángulo era de 7 350 m2. Y al restarlo del área total, sabía que el área del triángulo era de 22 050 m2. Ya con el dato del área del triángulo calculé la altura de este para obtener la distancia aproximada del camino del jardín de esculturas a la churrasquera. Para ello recordé que el área del triángulo se calcula multiplicando la base por la altura y dividiendo el producto entre dos.
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Sin embargo, como ya sabía el área, tuve que hacer la operación inversa. Tomé los 22 050 m2, los dividí entre 105 m (que es la base del triángulo) y multipliqué dicho dividendo entre 2. De esta forma supe que la altura del triángulo (es decir, la distancia al jardín de esculturas) era 420 m. Ya con este dato en la mano avancé en el carro los 420 m y divisé con los binoculares la posibilidad de caminar los 150 restantes hasta el lago. No obstante, la verdad, el terreno no me daba confianza. Sin embargo, vi que a unos 500 m más adelante había un pequeño muelle. Avancé en el carro hasta allí y renté una balsa. No soy exactamente muy atlético, pero remar un kilómetro puedo hacerlo en 10 minutos. Sin embargo, el viento estaba en mi contra y me demoré casi el triple para llegar al inicio del camino de las esculturas. Mantuve una distancia prudente para no ser detectado por el coleccionista y fui re-
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visando una por una las esculturas desde el inicio. Efectivamente, la número seis era la estela. Para ver mejor su grabado, decidí acercarme a la orilla. Por lo visto, la seguridad era más vulnerable por este lado de la casa, por lo que logré remar y tocar tierra sin que nadie lo notara. La estela era exactamente igual, con los mismos grabados. Sin duda, la réplica era exacta. Metí mis manos en la chaqueta y empecé a jugar con mi llave. ¿Cómo podría determinar cuál era la original y cuál la réplica? Recordé mi foto de cuando era niño e intenté meter el dedo en el puño del guerrero, pero mi dedo era demasiado ancho. Sin embargo, mi llave cabía a la perfección. Al introducirla en el puño del guerrero sentí un hormigueo por todo el cuerpo. Recordé el día de la entrega de la pieza, cuando se hizo el acto protocolario. Rápidamente vi en mi celular un video en el que justamente el
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coleccionista daba un pequeño discurso y colocaba una flor sobre los puños del guerrero. Hice un acercamiento a los puños y me di cuenta de que se podía colocar una moneda de un centavo en ellos y de que no tenían los hoyos que forman las manos al ser empuñadas. Definitivamente estaba frente a la pieza original, y el coleccionista era el autor intelectual de aquel robo. No había decidido qué hacer, cuando escuché que se acercaban unos perros ladrando y vi que en la base de la estela se había activado una luz roja al tiempo que sonaba una alarma. Comprendí que yo mismo había activado el mecanismo al meter la llave en las manos del guerrero, de modo que corrí a la balsa. Sentí que uno de los perros mordía mi pantalón y, por hacer esfuerzos por soltarlo mientras subía a la embarcación, perdí el equilibrio. Resbalé. Mi cabeza se golpeó fuertemente contra el borde de la balsa y sentí
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que mi cuerpo se hundía en el agua sin remedio. No podía moverme. Solo veía que iba al fondo como si mi vida hubiera llegado a su fin. El silencio era mi única compañía. Pero entonces vi una luz intensa que me sacó del agua y me arrojó contra un hombre que estaba comiendo una hamburguesa en el mirador de la ciudad.
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VI Una extraña luz me extrajo del fondo del lago, como si hubiese sido arrastrado por un imán, y atravesé un túnel de colores. Estaba asustado, pero al mismo tiempo me sentía animado, como si estuviera en un parque de diversiones. Flotaba encima de mi ciudad y reconocí a lo lejos el mirador. La luz que me transportaba me llevó hasta donde estaba estacionado un todoterreno idéntico al mío. Salí expulsado y caí encima de una persona que comía sentada sobre el capó del vehículo. Después resbalé al suelo. Empecé a sacudirme el polvo de la ropa y escuché el gatillo de una
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pistola y mi propia voz diciendo: «¡Manos sobre la cabeza! Voltéese lentamente». Comprendí que había regresado al pasado en el instante en que estaba planeando ir a la casa del coleccionista y que sin duda ya había ido una primera vez, pues vino a mi mente el instante en que yo estaba sentado y me asusté con mi presencia. De hecho, pensé que había sido imaginación, pero ahora sabía que era real. Recordé, además, que si tocaba a la persona desaparecía como burbuja de jabón al estallar. Así que intenté razonar conmigo mismo, no en mi interior, sino con mi otro yo en ese mundo paralelo, para darme a mí mismo más información de la que había recibido la primera vez que había estado en ese punto. —Juanjo —le dije—, buscá la historia sobre el guerrero de la estela maya. Seguramente hay alguna razón por la cual puedo volver a este instante
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sin resolver el robo. El coleccionista hizo trampa y cambió la estela original por una réplica. Esta se encuentra en el parque arqueológico; y la original, en el jardín de esculturas del coleccionista. Lo descubrí porque pude meter la llave en el puño del guerrero. —¿Cuál llave? ¿De qué habla? ¿Es esto una broma? ¿Cómo sabe mi nombre? Empecé a buscar la llave en mi chaqueta, pero no la encontré. —No se mueva —me dijo mi yo del pasado—. ¡Manos sobre la cabeza! Pero al ver que yo no le hacía caso me preguntó: —¿Qué busca? —La llave de la abuela —le dije con preocupación. Juanjo se revisó los bolsillos y me la enseñó. —¡Qué extraño! Ya no la tengo —le dije mientras seguía revisando mis bolsillos—, pero fue
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la llave la que me conectó al guerrero. O tal vez fue la que activó un mecanismo de alarma. De otro modo, ¿cómo llegaron los perros? —¿De qué habla? —preguntó consternado, y entonces tuve la oportunidad de contarle la historia al detalle. Le pedí que antes de ir a la casa del coleccionista investigara la historia del guerrero,
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pues intuía que podía ayudarnos a resolver el misterio. También le dije que llevara algo para espantar a los perros y que no saliera de la casa sin recopilar pruebas. En eso sonó el celular. —Es Bermúdez —le dije—. Te va a invitar a celebrar. No le digás nada de lo que hemos hablado. No te va a creer. Luego le estiré mi mano, algo cóncava, con el pulgar arriba. En el momento en que mi doble respondió mi saludo, desaparecí. Pero fue entonces cuando sucedió algo muy extraño. Parpadeé y los roles se cambiaron. De pron-
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to yo era el Juanjo del pasado. Y allí estaba yo terminando de responder el saludo de mi doble que había venido del futuro y recién había desaparecido. No salía de mi asombro. Revisé en mi bolsillo y noté que allí estaba la llave de mi abuela. Ya en casa me puse a investigar sobre los significados de las estelas y, en particular, sobre el guerrero que representaba la estela robada. A ratos, la investigación me parecía absurda, pues aún no lograba establecer cómo había hecho esos viajes al pasado. Por eso, en el navegador abrí otras ventanas para investigar temas como fenómenos paranormales, teletransportación y similares. De pronto me detuve a leer un artículo sobre el déjà-vu, fenómeno que también se conoce con el nombre de paramnesia, y que consiste en la sensación de que lo que se está viviendo en un momento determinado ya fue vivido antes. Me llamó la atención no solo por mi experiencia, sino porque había
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algo en mi interior que me decía que esa situación ya la había vivido. Leí que, de acuerdo con algunas investigaciones, se ha determinado que el 70 % de la población ha experimentado la paramnesia y que, de ese 70 %, el 80 % la ha experimentado en momentos de estrés. Rápidamente hice un par de reglas de tres, pues quería saber cuántas personas han tenido esa sensación. Si en Centroamérica viven 45 millones de personas, ¿cuántos centroamericanos han experimentado el déjà-vu? Multipliqué 45 000 000, cantidad de habitantes de Centroamérica, por 70, el porcentaje total de la población mundial que ha vivido la experiencia. Luego dividí el resultado entre 100, lo que me dio como resultado que unos 31 500 000 (31 millones y medio) de centroamericanos han vivido al menos una experiencia de déjà-vu.
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Luego, por curiosidad, volví a hacer otra regla de tres para saber cuántas personas de Centroamérica han experimentado la paramnesia como efecto del estrés. Tomé nuevamente el lápiz, multipliqué 31 500 000, el total de centroamericanos que ha vivido un déjà-vu, por 80, porcentaje de gente que ha experimentado esa sensación en casos de estrés, y dividí el resultado entre 100. El resultado fue que
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25 200 000 (25.2 millones) de centroamericanos han experimentado la paramnesia por estrés. Yo sabía que mi fuente no era totalmente fiable y que los datos eran solo estimados, pero sentí algo de alivio al pensar que no estaba solo, ni mucho menos loco. Sonreí mientras cerraba algunas ventanas del navegador y me concentraba ahora en la búsqueda del guerrero de la estela. Por fin pude establecer que el legendario guerrero se llamaba Tepochtli. Hijo de agricultores, Tepochtli perdió a sus padres en una batalla contra un pueblo enemigo y luego fue desplazado de su tierra natal. Devastado por sus pérdidas, el joven realizó un largo viaje a un volcán activo, donde le
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presentó algunas ofrendas a Kauil, dios del fuego. Este le concedió el poder de hacer arder a sus enemigos con solo unir sus puños, de enraizar fuertemente las semillas de la vida y, lo más curioso, de alterar el espacio y el tiempo a voluntad. Tepochtli finalmente logró regresar a su terruño, vencer a sus enemigos y recuperar sus tierras. Muchas generaciones después, los pobladores del lugar erigieron la estela en su honor.
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Concluí que, de alguna manera, el guerrero estaba presente en la estela y quería regresar al parque, por lo que se valía de mí como vehículo para lograrlo, razón por la cual viajaba en el tiempo. La conclusión me pareció un tanto insólita, pero no tenía otra a la mano. También pensé que, en vez de perder tiempo hablando con el coleccionista, debía ir directamente al muelle con refuerzos para recuperar la pieza. Mi única pregunta era cómo convencer a mi jefa de que emitiera una orden de cateo para entrar en la residencia y atrapar al coleccionista.
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VII A la mañana siguiente desperté aún sin tener claro lo que iba a hacer. Me tomé un jugo y me comí un pan con frijoles. Luego subí al carro y me dirigí a la casa del coleccionista, pero en el trayecto me desvié y decidí ir a la casa de mi jefa. Ella me saludó cordialmente y me dijo que estaba a punto de salir a la oficina. Le dije que, en agradecimiento a los días de vacaciones otorgados, quería invitarla a desayunar. La jefa aceptó. Nos subimos los dos al carro y nos dirigimos al muelle que está cerca de la casa del coleccionista. En cuanto llegamos, ella me dijo:
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—No me vengas con rodeos. Dime qué te traes entre manos porque no me creo lo del desayuno y sé que estamos a un paso de la casa del coleccionista. Además, desde que se inició el caso lo has tenido a él entre ceja y ceja, pese a que sabes que el caso está cerrado. —Jefa —le dije acompañando mis palabras con un suspiro—, solo quiero que veas una escultura que tiene el coleccionista en su jardín.
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—¿Y para eso me trajiste aquí? ¿Cómo vamos a verla? —preguntó ella. —Desde el lago. Solo tenemos que abordar una balsa, remar unos cuantos kilómetros hacia el este, paralelos a la playa, y listo —le dije con conocimiento de causa. —Veo que has estado trabajando horas extras —me dijo. —Es una pérdida de tiempo. No sé por qué te hago caso —se quejó varias veces mientras se bajaba del carro y yo le señalaba el camino para tomar la balsa. Mi jefa se veía molesta conmigo, pero intrigada al mismo tiempo. Nos subimos en la balsa y
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en menos de diez minutos llegamos al punto que yo quería. Tomé los binoculares y ubiqué la estela. —Allí está. Mira —le dije mientras señalaba hacia la playa y le pasaba mis binoculares. Ella tomó los binoculares y exclamó: —¡Tiene una réplica de la estela! —¡No! —corregí—. Esa es la original. —¿Cómo puedes afirmar eso? Le expliqué el detalle de los puños, pero sin mencionar que ya había ido a la casa del coleccionista y que ya había estado cerca de la escultura en un mundo paralelo. —¡Quiero verla de cerca! —me dijo como si fuera una orden, así que nos aproximamos a la playa y desembarcamos. Le advertí que la escultura tenía un sistema de alarma y que teníamos que tener cuidado. Revisamos el terreno antes de acercarnos a la estela y descubrimos que había una alarma alre-
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dedor de la escultura. Esta se disparaba por medio de un sensor de peso que se extendía a un radio de un metro y medio alrededor de la escultura. —¡Este tipo es un pícaro! —concluyó la jefa haciendo una mueca. —¡Bien! —exclamé—. Ahora contamos con la evidencia. Pidamos refuerzos para que atrapen al hombre. —Ja, ja —rio mi jefa—. Ya sabes que el caso está cerrado, que para reabrirlo tenemos que probar que esta estela es la original, y el papeleo en estos asuntos es eterno. No tenemos pruebas suficientes para emitir una orden de cateo. ¡Esta pieza se queda acá! Vámonos. No tenemos nada más que hacer. —No podemos dejar que este tipo se salga con la suya. Además, debemos devolver la estela al parque, adonde pertenece —le dije en tono suplicante—. ¿Conoces acaso la historia de este guerrero?
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La jefa respondió que no, de modo que le conté la historia. —Lo siento mucho —me dijo ella luego de que terminé mi relato—. Es un caso perdido. Mi impaciencia me llevaba al límite, por lo que saqué mi llave para calmarme. La jefa me pidió que regresáramos a la barca porque no había más remedio. Sentí una gran rabia. No podía creer que el coleccionista fuera a salirse con la suya y quedarse
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con la pieza original. Miré por última vez al guerrero y choqué mis puños para hacer una reverencia y expresarle a este mi inconformidad. Luego observé mi llave y decidí introducirla en uno de los puños del guerrero. Sabía que al acercarme se activaría la alarma, pero ya no me importaba. La introduje. La estela empezó a temblar y pensé que regresaría de nuevo al pasado para buscar otra manera de regresar la estela a su sitio original. Pero este no era un juego de probabilidades en
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el cual, si lanzo un dado, tengo una posibilidad de seis de que salga el número deseado. Acá simplemente me estaba jugando el pellejo con posibilidades que veía en un mundo remoto, como en un sueño o en un déjà-vu, así que mis probabilidades se iban cerrando. Mi jefa me señaló una parte del suelo en la que empezó a abrirse una bóveda. La llave de la abuela había activado un mecanismo que nos llevó a encontrar un verdadero tesoro. Ante nuestros ojos surgió un sinnúmero de objetos de diferentes períodos precolombinos de gran valor que el coleccionista no había registrado. El ruido ensordecedor del ladrido de los perros nos hizo volver al presente. Mi jefa tomó un objeto para defenderse de las mordidas de uno de los perros, pero yo, gracias a la experiencia del mundo paralelo, había llevado unos huesos con los que logramos entretenerlos y que dejaran de ladrar.
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El sonido de la alarma había alertado al coleccionista, quien se encontraba en la puerta de la bóveda con dos guardaespaldas. Al vernos se asombró y dijo: —¿Qué hacen aquí? Yo respondí de manera irónica: —Sé que usted es muy selectivo con sus invitados y que no es un interés cultural el que nos
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mueve a conocer su jardín, pero sí un interés de protección del patrimonio nacional. Las sirenas de la Guardia Costera y helicópteros de la Policía empezaron a llegar luego de una llamada telefónica de mi jefa. Con la evidencia ante nuestros ojos habíamos logrado capturar al verdadero culpable y autor intelectual del robo de la estela. Fin
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Índice I
7
II
15
III
23
IV
31
V
43
VI
51
VII
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Otros títulos Crónicas de Jet Aster - Julio Calvo Drago La odisea del Atlántico - Stefany Bolaños La ciudad de las curvas - Alejandro Sandoval Guille y los tropiezos - José Roberto Leonardo Guardarrobot - Stephanie Burckhard
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En este libro podrás aprender sobre:
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Conversiones
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Probabilidades
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Sistemas de medición (distancia, peso y tiempo)
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•
Trigonometría
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Análisis inductivo y deductivo
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Constancia
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Esta colección de libros fue creada en La factoría de historias. Se trata de un esfuerzo colectivo de imaginación. Cada historia fue evolucionando hasta tomar su forma final en una discusión abierta entre los escritores y los ilustradores que participaron activamente y enriquecieron con sus visiones y su experiencia este proyecto.
Diana Benítez Paucar
El rescate de tepochtli
¿Te gustaría ser detective? Tras sufrir un accidente cuando intentaba dar con el ladrón de un monolito, Juanjo tiene un sueño revelador que pone en evidencia los errores que ha cometido al calcular distancias y pesos durante la investigación. Su sueño lo impulsa a repetir todo el proceso con más atención. ¿Cómo recuperará este objeto de gran valor cultural?
Diana Benítez Paucar Ilustraciones de Mynor Álvarez 9 789929 712942
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