"Kerena ante el espejo" de Lucía Aguilar

Page 1

Kerena ante el espejo Lucía Aguilar Ilustración: Elvira

Méndez

Kerena ante el espejo Kerena ante el espejo

Kerena cumplirá un año más de vida. Sin embargo, la noche anterior a su fiesta de celebración se entera de que Karina ha escapado de casa. Se ve inmersa en un recorrido de aventura a lo largo de sus pensamientos y sus sueños, que la lleva a descubrir cosas inusitadas. Para descifrar el misterio que envuelve la desaparición de Karina deberá enfrentarse a la persona a quien todos tememos más encarar en la vida. Las viejas fotografías, sus lejanos recuerdos y un espejo la ayudarán a darse cuenta, finalmente, de que ha crecido y de que, afortunadamente, ha madurado.

9 789929 723238

+12

Lucía Aguilar Ilustración: Elvira

Méndez

Lucía Aguilar

www.loqueleo.com

Cubierta_Kerena.indd 1

7/29/16 20:54



www.loqueleo.com


Título original: Kerena ante el espejo © 2016, Lucía Aguilar © De esta edición: 2016, Santillana Infantil y Juvenil, S. A. 26 avenida 2-20, zona 14, ciudad de Guatemala, Guatemala, C. A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343

ISBN: 978-9929-723-23-8 Impreso en. Primera edición: abril de 2016 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. Kerena ante el espejo fue escrito por Lucía Aguilar e ilustrado por Elvira Méndez. La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval , Julio Santizo Coronado y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fue realizada por Julio Santizo Coronado y Amado Monzón. Diseño de cubierta: Elvira Méndez. Coordinación de arte y diagramación: Sonia Pérez. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


Kerena ante el espejo LucĂ­a Aguilar



Para D.



I

Los pies de Kerena se asomaban debajo de la sábana y su cabeza daba contra la cabecera. La cama le quedaba pequeña. Las mangas del pijama apenas le llegaban a las muñecas; los pantalones parecían haber sido recortados hasta los tobillos y dejaban ver las calcetas impresas con los dibujos que había visto numerosas veces en la televisión. Se volvió sobre la almohada y se quedó mirando al cielorraso. Recordó los días en que, al regresar del colegio, trataba de adivinar figuras en las manchas de la pared. Ahí seguía el hombre de los bigotes largos, el que parecía un vikingo. Tenía la barriga abultada y los pies pequeños, además de un ojo más grande. Parpadeó mientras se espabilaba y aspiró una gran bocanada de aire. No dejaba de

9



pensar que su cumpleaños se aproximaba, que faltaban pocas horas para abrir los regalos, que comería pastel y apagaría las velas, y que, tal como decía el abuelo, celebraría un año más de vida, un año que la habría hecho más sabía. Rígida como poste, pensaba y sentía cómo cierta emoción se filtraba por debajo de su cuerpo, de la misma manera que la ráfaga que entraba por la venta. De pies a cabeza, de dentro hacia afuera y de arriba abajo, la embargaba una ausencia, un desprendimiento inefable. Era como si en la noche algo de sí se hubiese marchado. Como si, al amparo de la oscuridad, algo hubiera huido. Entonces, tres imágenes acudieron a su mente: dos manos extendidas que palpaban la ausencia, una ventana abierta despidiendo a la ausencia, una tarde silenciosa abrazando a la ausencia. Y, sin embargo, nada podía asemejarse a lo que sentía, ya que de alguna manera seguía siendo inexplicable.

11


12

Mamá y papá estaban en la cocina. Desde su habitación podía oír las puntas de unos dedos que daban contra las teclas del teclado de la computadora, el chorrito de café que caía dentro de una taza y las hojas del periódico que se amontonaban unas sobre otras. Ambos solían dejar las cosas para última hora, así que de seguro acababan de regresar de la tienda con el regalo aún sin empacar, y estarían buscando con desesperación, en la gaveta, las moñas, los listones y la tijera, a fin de prepararlo para la mañana. Pensó que hoy, solo por hoy, podía darse el lujo de comportarse como una niña y bajar con la excusa de buscar un vaso de agua para saciar la sed, con el propósito oculto de descubrir qué le habían obsequiado este año. Mientras se desembarazaba de la sábana, imaginaba cómo pillaría a mamá con el regalo en la mesa, mientras doblaba el papel una y otra vez, siempre intentando que no se vieran ni el código de barras ni las franjas blancas de los extremos del pliego de papel.


Qué linda mamá, que se preocupaba por que todo pareciera haber sido planificado, y que además hacía que papá fingiera ser un gran partícipe de todos los planes. Se acercó a la orilla de la cama y llenó las pequeñas pantuflas con sus pies. ¡Uno, dos, tres! Ya estaba de pie delante de la puerta. Empezó a bajar las escaleras con desgano. Se tambaleaba soñolienta entre la pared y la baranda, y mientras caminaba recordaba las numerosas ocasiones cuando había jugado entre la primera y la segunda gradas con sus pelotas y sus muñecas. Aquella época, cuando con sus juegos provocaba tropezones, daba lugar a regaños y recibía muchas palmaditas cariñosas en la cabeza, parecía muy lejana y, sin embargo, muy presente. La ausencia seguía provocándole escalofríos. Entonces, siguió descendiendo hasta que las primeras palabras de una conversación se hicieron claras. —No tengo nada qué decir. Es una sorpresa para nada agradable —dijo la mamá.

13


14

—¿Cómo puedes decir eso? —respondió su padre. —Lo digo, es horrible. La voz de papá era la de quien había trabajado todo el día, la de alguien que había llegado temprano a la oficina y había salido tarde, que apenas había visto la luz del sol. Aun así, sus palabras transmitían seguridad y certeza. Aunque Kerena no se llevaba mal con mamá, por alguna razón que no conocía congeniaba más con papá. La curiosidad la dominaba. Se acercó a la barandilla y arrimó más la cara al suelo. Entonces, cerró los ojos con la intención de escucharlo todo mejor. —¿Pero por qué lo dices? —volvió a preguntar el padre de Kerena. —No podemos decirle que… No, espérame, tengo que tomar aire… —dijo la mujer con agitación. —¿No podemos decirle que qué? ¿Que Karina ha escapado de la casa?


Y sin terminar de escuchar lo que mamá tenía que decir, y sin que le importara que se percataran de su presencia debido al grito ahogado que había dejado escapar, sin prestar atención a la alfombra con la que tropezaba, corrió de vuelta a su habitación para esconderse bajo las sábanas, el único lugar que creía seguro en ese momento. Tanto mientras subía como mientras se escondía, volvía a ella la sensación de ausencia, que se hacía cada vez más poderosa, cada vez más presente, y que le palpitaba por dentro, desgarraba su interior, porque no hacía mucho tiempo que Karina había estado muy cerca, a su lado; talvez sobre la misma almohada, bajo la misma sábana, con el mismo pijama, con las mismas pequeñas pantuflas. Subió a toda prisa y, mientras lo hacía, su cabello se balanceaba de un lado a otro al igual que sus emociones. El extraño desprendimiento comenzó a avanzar en sus entrañas y la situó dentro de un laberinto pletórico de recuerdos.

15



II

¿Había escapado Karina? Simplemente no podía ser cierto. Imaginó mil y una posibilidades: un perrito muerto, un paquete de perchas, un documental sobre la economía mundial. Habría preferido recibir cualquiera de esos regalos a tener que sufrir la ausencia de Karina. «La ausencia de Karina…». Esas palabras resonaban en su mente como el eco en una catedral, y a ratos la hacían recordar el súbito despertar de minutos antes, esa separación que seguía sin poder traducir y que la golpeaba detrás del cuerpo, detrás de su rostro, de sus ojos, como queriendo salir, proyectándose hacia afuera, hacia algo, hacia alguien. «Como si esto no fuera sino una historia», pensó, un relato de ficción, de suspense psicológico… o talvez nada de eso.

17


18

Aspiró profundo y se espabiló. Lo único que tenía bien claro era que había perdido a Karina y que tenía que buscarla, quizá de la misma manera en que un niño, guiado por la curiosidad y por el asombro, busca en el armario al monstruo que aparece todas las noches. Sin embargo esta vez no estaría buscando al monstruo, sino a la niña que aquel perseguía. No tenía datos con los cuales comenzar su búsqueda, ni siquiera una leve sospecha de su paradero. Solo sabía que su huida se relacionaba con aquella extraña sensación de desasimiento; eso sí lo tenía claro. Y también sabía que le hacía falta recorrer un largo camino para unir todas las piezas. Ahora lamentaba no haber jugado lo suficiente aquel juego de mesa de detectives, en el que hay que averiguar quién es el asesino y desentrañar qué arma usó, en qué habitación cometió el crimen y cuál fue su motivo. Se refregó los ojos hasta ver lucecitas violetas y verdes. ¿Estaba despierta? No lo sabía,


no quería saberlo; igual daba, no importaba, tenía que encontrar a Karina, y pronto. Se levantó de un salto, como soldado que acude al toque de diana. A ciegas, moviendo los brazos de un lado a otro por debajo de la cama, buscó las botas de hule con cordones, «las de guerra», como les decía el abuelo, y empujó las pantuflas hacia el fondo. Necesitaría provisiones. Tomó la mochila del colegio, que colgaba del perchero, y vació su contenido sobre el piso de la habitación. La sacudió con vigor hasta que reglas, cuadernos, gomas de borrar, lapiceros y marcadores de colores terminaron dispersos sobre la alfombra. ¿El desorden? Mamá y papá entenderían. Linterna, lista; chaqueta, lista; brújula, lista; reloj, listo; paquete de galletas, listo. Cerró la cremallera y se dirigió a la puerta… En ese momento miró la fotografía que descansaba sobre la mesita de noche. Ahí estaban ella y Karina, soplando las velitas del pastel de cumpleaños más de cinco

19


20

años atrás, en la época cuando eran idénticas. Ambas tenían trenzas, una a cada lado, frenillos y ligas de colores. Ambas hacían muecas, tenían mejillas de ciruela y nariz de rábano. Se acercó a la imagen. Casi no reconocía su rostro. Ahora se veía muy diferente, con el pelo largo, pero sin trenzas; libre de los frenillos. Ahora sus cejas eran delgadas y bien definidas, la mirada profunda. Le parecía incluso que la mandíbula le había cambiado, que la tenía más cuadrada. Talvez no lo había notado, o talvez no había querido notarlo, pero ella y la niña de la foto eran muy diferentes, de una diferencia abismal. Karina, en cambio, seguía viéndose exactamente igual. La observó y la extrañó. Dejó el retrato en su lugar y se quedó pensativa. Meditaba en lo distante que se sentía de aquel día, en lo ajeno que le era. Continuó con su plan y su objetivo. Nuevamente: uno, dos y tres, y ya bajaba por la escalera, hundiéndose en la intensa oscuridad que era el resultado de la retirada de sus


padres. Pensó en despertarlos, pero luego se arrepintió; era mejor no sacudir a mamá por los pies y que ella la pateara sin quererlo, o sufrir los ronquidos de papá, que más que similares a los de un oso, hacían pensar en un gorila. Sacó la linterna de la mochila y comenzó a enfocar. —Karina… Su voz era suave, temblorosa, cobarde. Sus pasos, lentos, pausados. La luz de la linterna no iluminaba suficiente la habitación llena de sombras. —Karina… La mesa para el almuerzo de mañana ya estaba preparada. Mamá había colocado un mantel con flores de encaje, y, encima, los platos de la vajilla destinada a las ocasiones muy especiales, que en aquella casa eran solamente los cumpleaños, la Navidad y el Año Nuevo. En el último puesto reposaba una diminuta copita de cristal, muy encantadora, de

21



borde vuelto hacia afuera y cuya base estaba adornada con un delgado listón rosado. Sobre el desayunador había un ramo de flores con una tarjetita, que de seguro había enviado la abuelita; y junto a las flores, un delicioso pastel con trozos de caramelo. ¡Bum! Se oyó un ruido en la sala y el sonido de unos pasitos sobre el piso de madera. Un florero se bamboleaba sobre la mesa. Se dio la vuelta para buscar entre las sombras. Nada. Se volvió de nuevo, y nada. Talvez era Karina, talvez no. Quizás era una rata, era probable que no. De cualquier manera, las probabilidades de encontrarla en cuclillas en una esquina eran escasas. Podía estar en cualquier parte: debajo de la mesa, entre la pared y la lámpara, metida en el armario, o enrollada en la cortina y con los pies de fuera. Intentó encender el interruptor y después el televisor, pero nada sucedió. Quiso abrir el grifo del fregadero y dejar correr el agua, y no pasó nada en absoluto. La casa entera estaba

23


paralizada y, de paso, la linterna se quedaba sin baterías. —Karina… Karina… Ka… ¡Bum! Oscuridad total. Una silla rebotaba contra el suelo, una puerta se cerraba, un perro ladraba fuera y una ráfaga se colaba. Siguió el rastro de sonidos. Afuera solo se encontraba Maxi, echado en su casita y con la cabeza de fuera, torciendo de manera increíble el pescuezo para poder ver hacia la ventana del cuarto. Maxi era un perro lanudo y «bastante viejo y sabio», según decía papá; «muy tonto», de acuerdo con mamá. Lo habían traído a casa para que jugara con Kerena, «para que no tengan que cuidar tanto a Kerena», decía el abuelo.


Maxi y Kerena tenían exactamente la misma edad, y, en cuanto se conocieron, se hicieron cómplices de carreras por el patio, expediciones en la bodega y travesuras que involucraban mucha tierra, lluvia y huellas en el sofá de la sala. Pero ahora, Maxi ya no se movía, y desde hacía mucho tiempo tenía caídos los mofletes y la piel alrededor de los ojos de mirada perdida. —¡Maxi! ¡Maxi! ¡Vamos, Maxi! Trató de animarlo, ya que a pesar de su edad seguía siendo la mejor compañía. Se le acercó, lo besó y le dio unas palmaditas en el vientre. Pero Maxi solo dejó salir un gas, bastante agudo, con el que daba a entender que no tenía la intención de caminar. Desde el otro lado del patio se podía llegar al bosque, el lugar al cual le prohibían acercarse cuando era pequeña y a donde, aun así, se había escabullido muchas veces, mientras

25


26

papá estaba distraído lavando los platos y mamá leía los libros de historia que tanto la apasionaban. En el bosque había arañas, escorpiones y serpientes. En él moraban los fantasmas de los cuentos que relataba la abuelita, aquellos que siempre comenzaban y terminaban de una manera distinta, al punto que el mismo cuento siempre parecía ser otro, y, no obstante, el protagonista seguía siendo el mismo, aunque con el nombre ligeramente modificado. No recordaba la última vez que se había adentrado en el bosque. Pero sí se acordaba del día en el que, en cuanto regresó del colegio, a Karina se le antojó construir una fortaleza con troncos, ramas y hojas, y para conseguirlo se la pasaron el resto de la tarde recolectando todo lo que necesitaban, hasta que mamá comenzó a gritar desde la cocina, porque ya estaba lista la cena, pues al día siguiente había clases y porque los últimos rayos del sol alumbraban.


Los grillos hablaban como los charlatanes que eran, el cielo tenía pocas estrellas y en algún lugar de la oscuridad se escuchaba llorar a un bebé. Al echar a andar oyó ladrar a Maxi, como si tratara de advertirle algo a Kerena, o como si quisiera protegerla. Sin embargo, ella le restó importancia y siguió adelante con paso firme. El bosque no inspiraba confianza; el rugido del viento, mucho menos. —Karina… Karina… Oyó lo que pareció un gruñido… o un chillido. Dudó por un instante. No sabía si seguir adelante o retroceder. Volvió a ver, sin embargo, no había nada ni nadie a sus espaldas. A pesar de ello, estaba segura de que algo o alguien estaba cerca y que la acechaba. —¿Karina? De nuevo el gruñido, otro chillido. Dejó los árboles detrás de sí… cipreses, encinos, árboles desconocidos, pero el desagradable

27


28

sonido emitido por la criatura que lo observaba con cautela persistía. Se le ocurrió agarrar una rama para defenderse, una que tuviese la forma de una espada, o de una pistola, tal como lo hacían con Karina cuando debían protegerse de algún monstruo que las persiguiera. En ese instante se sintió presa de la indefensión, y hasta un poco tonta. Por tanto, arrojó la rama al suelo y empuñó las manos con fuerza. La fuente de aquel sonido se aproximaba. Aspiró profundo y… —¿Karina? ¡Ruuuf! Una sombra cruzaba el horizonte, corría desde un lado y se lanzaba hacia el otro. Era Maxi, que corría en zigzag y ahora se lanzaba directo hacia Kerena. La sombra y Kerena cayeron al suelo, la lengua, áspera y húmeda de Maxi comenzó a lamerle el rostro con ansiedad. La mirada de Maxi parecía burlona, con su hocico abierto babeante. —Maxi, perro tonto, me asustaste.


No había nadie en derredor. Los gruñidos y los chillidos habían desaparecido. No había pistas de Karina. Y todo apuntaba, empero, a que Maxi no era quien la había estado persiguiendo entre las sombras. Estaban en medio del bosque. Todo estaba oscuro y no había rastro de Karina. Concluyó que aquello quizás no era más que un sueño, que Karina nunca había escapado, que ni siquiera había existido… Fue entonces cuando vio entre las patas de Maxi un diminuto y brillante objeto. Y como si de algo sirviera preguntarle a un perro, dijo: —Maxi, ¿cómo conseguiste esto? ¿De dónde salió? Kerena se acercó el objeto a los ojos. Era la copita de cristal que había visto sobre la mesa del comedor, la del angosto listón color de rosa. No podía imaginar cómo había llegado hasta ahí. Entonces, Maxi empezó a correr luego de dar un salto hacia atrás y desapa-

29


30

reció en medio del bosque, tan rápido como había aparecido, y dejando un rastro de fragmentos de la vajilla destinada a las ocasiones muy especiales. En el camino de vuelta, Kerena halló dispersos los tenedores, los vasos y las cucharas que se usarían en la fiesta de cumpleaños. Todos estaban rotos, sucios y cubiertos de trozos de caramelo. En la puerta que daba al jardín se encontraba el ramo de flores pisoteado, y, al lado, la notita de la abuela escrita con mano temblorosa. Estaba cerca, estaba cada vez más cerca. Dentro de la casa todo lo demás estaba desparramado por el suelo, estropeado, cubierto de tierra, como si hubiese sido atropellado por un huracán. Y en la cumbre del desorden estaba Karina, envuelta en el mantel floreado. Tenía la mirada fija en el suelo, y sin embargo no veía el piso. Sus mejillas de ciruela estaban más coloradas que nunca, y su nariz de rábano goteaba. Parecía estar a punto de llorar.


—Karina… No sabía qué decir. Ella, devota de su silencio, esperó antes de despegar los labios y hablar. Se limpió la nariz con una manga y sollozó: —No quiero cumplir años... Karina se veía pequeña. Parecía una pequeña muñeca rusa:1 Kerena era más grande 1 La autora alude a Matrioska, muñeca tradicional rusa que se remonta al siglo XIX. Un pintor llamado Serguéi Malyutin hizo los primeros diseños sobre las figuras de madera imbricadas una dentro de otra. Era entonces el de una joven campesina de rostro redondo y ojos radiantes, ataviada con un sarafan (vestido de tirantes largo) y un colorido pañuelo que dejaba entrever el cabello. En su interior colocaban otra figura más pequeña, y en esta otra, y así sucesivamente. Las demás muñecas llevaban kosovorotkas (blusas abotonadas a un lado), camisas, poddyovkas (abrigos de hombre) y delantales. A finales del siglo XIX, uno de los nombres de mujer más populares en Rusia era Matriona (cuyo diminutivo es Matrioska). El nombre se deriva de la palabra latina matrona, que ha pasado al español conservando el significado de ‘dama respetable’ o ‘madre de familia’. Algunos sitúan su origen en la isla japonesa de Honshu. Se opina que a finales del siglo XIX, la esposa de un mecenas ruso llamado Savva I. Mamontov (1841-1918) la llevó a Rusia. De acuerdo con algunos japoneses, fue un monje ruso el que llevó a Japón la idea de esta muñeca de madera. (N. del E.)

31


32

y, por lo tanto, la muñeca que contenía a Karina, la más pequeña. Su rostro, pequeño y afilado, representaba toda la delicadeza de ese pedacito de madera diminuto, tallado con sumo cuidado, pintado con delicadeza. Dibujaba la inocencia de una niña pequeña, su pureza e ingenuidad. —Karina… mañana no es tu cumpleaños. Es el mío. Y antes de que pudiera acercarse para abrazarla y consolarla, Karina dio un salto hacia atrás y huyó para ocultarse de nuevo en la oscuridad. Lo último que Kerena vio fue el cabello de Karina yendo de acá para allá en el aire, como el péndulo de un reloj.


III

Mamá y papá eran como dos cotorras. Mamá repetía una y otra vez que el florero blanco que estaba sobre la mesa era de porcelana, que la tía Olga lo había traído de la India, que le habían pintado a mano su nombre en sánscrito, que era muy fino y sumamente frágil. Papá, por otra parte, recitaba, casi en orden alfabético, la comida que había dentro del refrigerador: brócoli cocido, carne asada del almuerzo, ensalada de rábano, papas con queso, limonada… Y le recordaban a Kerena que no debía utilizar la estufa, que tenía que calentarlo todo en el horno de microondas. Y al finalizar la retahíla, esta volvía a comenzar. Sin duda, debido a la ansiedad que les causaba dejarla sola. —Estaré bien.

33


34

Ellos seguían sin moverse del vano de la puerta, aunque se les hacía tarde. Vestían de manera elegante: mamá, de tacones y con un collar de perlas; papá, con corbata y el pelo engominado, sobre el cual se veían con claridad las marcas del cepillo. Se habían arreglado de manera prolija. Era evidente que no salían desde hacía años. —Vayan, yo estaré bien. Y después de un último repaso a la lista y de una última recomendación sobre el cuidado del florero, ambos partieron. Cuando Kerena oyó que el motor del carro se encendía, aguzó el oído contra la cerradura. Quería cerciorarse de que se ponían el cinturón de seguridad, de que retrocedían, salían y desaparecían al final de la calle. Dio vuelta a la llave dos veces y luego cerró el pestillo. «Libertad. Libertad encerrada», pensó. Pronto, Maxi rascó la puerta. Parecía saber que no había nadie en casa y que, por tanto, nadie lo correría si entraba con las patas enlodadas.



36

—Vamos, Maxi, estamos a salvo. Maxi entró con paso lento, y, luego de revolcarse sobre la alfombra, fue a esconderse debajo de la mesa. Kerena lo siguió para darle palmaditas en la panza. Le sostuvo los cachetes y le estampó un ruidoso beso. Maxi se retorcía con el mismo gozo de un cachorro. En el fondo, Maxi no había cambiado, y mientras agitaba las patas como si rascara el aire, a Kerena la asaltó la idea de pasar toda la noche viendo películas de terror. Sus padres no la dejaban ver filmes que trataran de fantasmas, espíritus malvados, monstruos, o duendes que salieran de debajo de la cama, pues creían a pies juntillas que todas esas cosas le quitaban el sueño a Kerena. Por esa razón, no le queda más remedio que conformarse con las historias de la abuelita, los relatos que siempre comenzaban y terminaban de manera diferente y cuyo protagonista era siempre el mismo. Se dirigió a la cocina en busca de las palomitas de maíz. Pero antes, aunque no era en


realidad su deseo en ese instante, abrió la refrigeradora y encontró toda la comida enfrascada y etiquetada. Pensó en las listas de papá y de mamá. Cerró la puerta luego de estremecerse de tan solo imaginarlos repitiendo recomendaciones y recordatorios. Se quedó observando largo y tendido el refrigerador. Adherida con un imán a la puerta del refrigerador había una fotografía. Eran ella y Karina dando volteretas en la playa. De seguro, había sido el abuelo quien las había fotografiado, justo en el instante en que se sostenían de manos sobre la arena. Estaban vestidas con un traje de baño parecido a un tutú, estaban cubiertas de arena negra y hacían muecas hacia la cámara. Le vino a la memoria esa tarde junto al mar, cuando intentaban abrir un agujero lo bastante profundo como para enterrarse una a la otra, aunque sin éxito debido a las diminutas palas plásticas. Maxi se asomó con sigilo a la cocina. Se tumbó panza arriba agitando las patas en el

37


38

aire. Barría el suelo con la cola y los mofletes le caían a los costados dejando ver los colmillos. Kerena sacó de la despensa un paquete de maíz para palomitas, lo metió en el microondas y esperó con una sonrisa a que reventaran todos los granitos. Entretanto, le arrojaba trocitos de pan y de galleta a Maxi; este se los zampaba uno tras otro hasta atorarse. Maxi recibía cada bocado con la misma emoción con la que un niño recibe un dulce: sin siquiera masticar, sin disfrutar de los sabores; solo engullía a la espera del siguiente trozo. En eso estaban cuando una vocecita se escuchó desde algún lugar de la cocina. —Juguemos. La voz era dulce, suave, apacible, con un delicado toque de inocencia. Era Karina, quien había estado escondida todo el tiempo dentro de la gaveta de las sartenes y las ollas. Asomaba a medias su cabecita, con las mejillas casi aplastadas contra la puerta. Guardaba el equilibrio asida con las manitas de la orilla de la gaveta.



40

—Eeeh… ahora mismo voy a ver una película de terror en la televisión. Kerena no sabía cómo decir no. Y talvez porque Karina imaginó que había un monstruo debajo de las sábanas, o un fantasma detrás de la ventana, se descompuso y las mejillas de ciruela se le enrojecieron y la nariz de rábano comenzó temblarle mientras repetía en un suave sollozo: —Ju-gue-mos, ju-gue-mos, ju-gue-mos…. Kerena ignoró aquel pequeño drama y se limitó a esperar que el vientre de Maxi se inflara como lo hacía el paquete de palomitas de maíz dentro del horno de microondas. —¡Juguemos! Y luego de haber dado un golpe brusco, salió de la gaveta, botando a su paso todas las sartenes y las ollas sobre las que estaba de pie, lo que produjo un estruendo. Maxi se levantó al punto. Karina quería gritar y hacerse oír, expresar algo, no importaba lo que fuera, pero era imposible intimidarse ante la diminuta cabecita que vibraba mientras se


esforzaba en vano por imitar el sonido de la furia. —¡Juguemos! Kerena no sabía qué decirle ni cómo decirlo, fuese lo que fuese. Al instante sonó la alarma del microondas y Maxi volvió a la sala. Kerena no podía pensar sino en la película de terror. «El control remoto, el control remoto, el control remoto...», y mientras revolvía sus manos entre los cojines, Maxi atrapaba las palomitas que caían al suelo. —¿Qué buscas? Karina apareció como por arte de magia en la sala. Estaba de pie delante del televisor, con las manos tras la espalda y sonriendo con un aire de burlona picardía. —¿Dónde está el control remoto? ¿Dónde lo pusieron? —preguntó Kerena. Karina mostró sus pequeñas y atrevidas manos. —Dámelo… Sin embargo, parecía que las palabras le entraban por un oído y le salían por el otro, y

41


42

que la niña de las trenzas no quería moverse y que poco le importaba lo que le dijeran. —Si no me lo das, te lo tendré que quitar —la amenazó Kerena. Kerena sonaba como su mamá, cuando esta la miraba con las manos en la cintura arqueando las cejas. Karina, en cambio, estaba imperturbable. —¡Solo si me atrapas! —le respondió Karina. Y después de estallar en una risa burlona y estrepitosa, dio un brinco sobre la mesa y saltó sobre el sillón. Sus piecitos se hundían entre los cojines mullidos, y la falda de su vestido giraba al igual que su cuerpo. Sostenía el control remoto como si fuera un trofeo mientras reía socarrona. Kerena se quedó pensando en lo ridículo que sería perseguirla en círculos por los cojines. Así que, sin mucho esfuerzo, la interceptó cuando daba un salto, y el mando a distancia voló de las manos de Karina por la sala hasta caer sobre la cabeza de Maxi, quien


para entonces ya tenía el hocico dentro de la bolsa de palomitas de maíz. Maxi salió corriendo de la sala con un ladrido de susto. Karina quiso ir tras él, pero pronto se dio cuenta de que estaba atrapada por unos brazos largos, tan largos que no la dejaban realizar ningún movimiento. Se retorció como una lombriz y empezó a agitar las piernas en protesta, como un pez que agita la cola para regresar al agua. Se movía y se retorcía con tanto ardor que uno de sus piecitos golpeó el rostro de Kerena, y esta no tuvo más remedio que soltarla y dejarla caer encima de la mesa, sobre los libros… justo en el blanco, fino, frágil florero de la India. Este comenzó a oscilar sobre su base y a acercarse al borde de la mesa, más, y más; y antes de que Kerena pudiera extender los brazos para detener la inminente caída… ¡puuum!, ¡craaac! Kerena hubiese jurado haber oído un prolongado eco en la estancia. Se quedó muda y boquiabierta. Karina frunció los labios y se

43


44

tapó la boca con ambas manos, como si así pudiese protegerse de lo que vendría después. Los fragmentos estaban dispersos en el suelo, unos grandes, otros muy pequeños, algunos dejaban ver aún parte de la escritura en sánscrito, y sobre los más grandes se reflejaba el rostro de la pequeña y angustiada niña llorona que los observaba impotente. Karina quiso decir algo, pero no sabía por dónde empezar. Deseaba pedir perdón. Sus manos recogidas sobre el pecho daban la impresión de anhelar que el tiempo retrocediera. Volvió la mirada hacia arriba, como buscando un atisbo de compasión y clemencia en Kerena. —Yo… eeeh, ejem… Kerena se acercó con suma lentitud y sigilo, y con cada paso que daba sentía cómo el desprendimiento de la mañana se acrecentaba y se hacía más



46

presente. Y de manera paradójica, se alejaba de la niña de mejillas de ciruela, de la chiquilla de nariz de rábano, de la pequeña de cabello trenzado, mientras más se aproximaba a ella. Cuando extendió ambos brazos, pensó en cómo su relación se reflejaba en esas trenzas disparejas, una más larga que la otra, aquella más pequeña que esta. Aunque una había crecido y la otra había retrocedido, o más bien, se había estancado en algún punto. Pero antes de que Kerena pudiera advertirlo, Karina dio un brusco giro y huyó, como siempre, hacia el marco de la puerta. Su cabello desapareció a través del umbral y, entonces, Kerena extendió las manos solamente para palpar la ausencia.


IV

Podía oírse el rozar de los élitros de los grillos a través de la ventana. En algún lugar distante, un perro aullaba. Kerena se esforzaba por encontrar las cajas de cartón que mamá le había pedido. La linterna emitía una luz tenue, diríase cobarde. Una araña amenazaba desde la esquina. Era imposible no empolvarse las manos. —¡¿Dónde están?! —gritó. Esperaba que su pregunta recorriera todo el jardín, entrara por la puerta y llegara a los oídos de sus padres, quienes se hallaban en el dormitorio. Las cajas deberían estar debajo de las sillas, o talvez metidas dentro de la valija. Talvez ni siquiera estaban ahí y estaba buscando algo que no podría encontrar jamás. No podía recordar las indicaciones de mamá.

47



Mientras tanto, Maxi espiaba desde su casita. Miraba atento y agitaba la cola emocionado, aunque, como solía hacerlo, estaba echado sin mosquearse, porque sabía que él era muy grande y la bodega muy pequeña. «¡Toc!» Un grillo daba contra el vidrio de la ventana, una rama crujía cerca de la puerta y la araña comenzaba a columpiarse peligrosamente de un hilo de seda; se notaba que quería acercarse, quería bajar, quería caminar con sus patas largas encima de Kerena, quien no entendía cómo, en otro tiempo, podía pasar tanto tiempo dentro de la bodega, jugando y aventurándose entre los aparatos descompuestos, los rastrillos, las palas, las escobas, los bichos y la suciedad. Las cajas, las cajas, ¿dónde estaban las cajas? Tenía que buscar las cajas de cartón, empacar los juguetes… Y entre el mover la linterna y el registrar con frialdad la estantería, encontró una diminuta fotografía debajo de un radio antiguo. El radio no funcionaba y solo había cubierto con óxido la imagen. A

49


50

pesar de la suciedad, pudo distinguir a dos niñas de labios azules, quienes acariciaban juguetonas la cola de un delfín. Se le dibujó una sonrisa. Se acercó la foto a los ojos. La luz de la linterna no ayudaba mucho. Eran ella y Karina el día en que las habían llevado al circo por primera vez. Mamá había insistido en que se acercaran al delfín y que se tomaran una foto con él. Era la oportunidad de estar cerca de uno… «Miren qué lindo el delfín, vean cómo mueve la cola, escuchen…». Recordó que papá, riendo detrás de ellas, les explicaba por qué los delfines eran considerados los animales más peligrosos y agresivos del planeta, y cómo con sus colmillos se comían a los niños inocentes que se acercaban a la orilla y atrapaban con sus garras; y que no solo los devoraban, sino que se los llevaban a lo profundo del mar para ahogarlos y alejarlos de sus familias para siempre… Lo que papá no imaginaba era que Karina correría a refugiarse tras las piernas de


mamá y se aferraría a ellas como a columnas de concreto, y que luego tendrían que explicarle con paciencia que los delfines ni tenían colmillos, ni garras, ni comían niños inocentes. Y tampoco previó que Karina, aprovechándose de la situación, pediría algodón de azúcar para dejarse tomar la foto. Kerena volvió a sonreír, ahora inundada por la ternura, cuando… «¡toc!», otro grillo se estrelló contra la ventana. Para entonces, la araña ya había desaparecido de su tela. Solo quedaba un hilo delgado y fino que terminaba en el suelo. Empezó a recorrer de nuevo y con más calma la habitación, para otear por última vez con la linterna en el resto de las estanterías, para ver si así podía encontrar las cajas. Sin embargo, solo halló, en la parte de abajo, en una esquina, cerca de una pila de toallas viejas, un pequeño zapato rojo de plástico. El zapato estaba de lado, como si hubiese sido derrotado. Estaba brillante y limpio en comparación con los demás objetos de la bodega.

51


52

De debajo de las toallas se asomó una manita blanca, un poco sucia, que palpó el suelo y, luego de encontrar el zapato rojo de plástico, lo arrastró lentamente hacia ella. —¡Buuu! Kerena retrocedió del susto y la linterna cayó al suelo. Una niña de trenzas salió de su escondite riendo a carcajadas. Karina había caído entre las toallas y ahora estaba cubierta de tierra y polvo. Sostenía con ambas manos una muñeca de tela con trenzas de lana. A Karina y a la muñeca les hacía falta un diente incisivo y ambas habían perdido un zapato rojo. —Dámela, la tengo que empacar —ordenó Kerena. Karina se hizo de oídos sordos y se aferró aún más a la muñeca, abrazándola con fuerza, para luego encoger las piernas. —¡Dámela! ¡Tengo que empacarla! No obstante, la niñita no entendía lo que estaba sucediendo, o no quería comprenderlo. Y luego de que Karina mirara con temor


el haz de luz que apuntaba directamente a su rostro, Kerena se situó de un salto delante de la puerta para impedirle que pudiera franquearla. Se plantó con mirada grave y postura firme. —Voy a contar hasta tres… El cuerpo de Karina se estremeció. —Uno… Karina miraba nerviosa de un lado para otro. Parecía estar calculando el siguiente movimiento, sus posibilidades. Parecía buscar un punto débil en la barrera humana: palabras, gestos, lo que fuera. La araña se atravesó delante de la linterna y proyectó una gran sombra. —Dos… Y fue entonces cuando Karina se valió de la oscuridad para correr hacia afuera con los ojos muy abiertos, jadeante, cruzando todo el patio para llegar a la casa. Con una mano asía la muñeca y con la otra recogía la punta de su vestido. Esquivaba las ramas en intensa agitación, de manera que el pelo de la muñe-

53


54

ca iba de un lado para otro cuando Karina la zangoloteaba en el aire. Kerena respiró profundamente cuando se lanzó otra vez tras Karina en frenética persecución. Por su parte, Maxi ladraba para ayudar a su manera. Karina deslizó la puerta corrediza de vidrio y se coló a través de un intersticio, como si fuera una ladrona, abalanzándose sobre un sofá, esquivando un florero, girando en torno de una lámpara, rodeando un paraguas, atravesando la mesa, saltando por encima del televisor y luego hacia las escaleras, manchando y enlodando toda la casa a su paso. Maxi vio en todo ello la oportunidad para colarse dentro, y perseguía a Karina, aparentemente con la intención de atrapar la muñeca. Maxi le mordió el vestido y Karina dio tres giros en el aire. La muñeca cayó al suelo, entre la grada uno y la dos. —¿Dónde está? —preguntó Kerena con gran autoridad. La voz de Kerena sonaba como la de mamá cuando se molesta y exi-


ge más información. Sin embargo Karina se congeló y apretó aún más los labios y se cruzó de brazos. —¡Que dónde está…! Pero Karina, como siempre, se hallaba a punto de anegarse en un mar de lágrimas, o quizás empezaría a desternillarse, nunca se sabía. Al otro lado de la habitación, Maxi se asomaba orgulloso con su trofeo. Llevaba la muñeca en el hocico y se la entregaba a Kerena como si reclamara justicia. —Tengo que empacar la muñeca —sentenció Kerena. Entonces, sin aviso, Karina se lanzó sobre la muñeca como una fiera que protege a sus crías. Sus patadas y puñetazos se arremolinaban como un pequeño torbellino a los pies de Kerena, y aunque sus golpes no causaban mucho daño, eran mucho más que embates directos al alma, a la ausencia, a la lejanía. Kerena observaba desde arriba cuán diminuta era la niña de las trenzas. Sostenía la muñeca muy arriba, tan alto que aunque Ka-

55


56

rina brincara, se estirara o jaloneara, no podría alcanzarla. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que estaban separadas por una distancia abismal, y que había entre ellas una sima imposible de medir en centímetros, en pulgadas, ni siquiera en pies. Y mientras la niña de piernas de ranita seguía dando brincos inútilmente, la muñeca era despedazada por las aspas del ventilador: un zapatito rojo por allá, un vestido, una trenza de lana, una pierna de trapo, relleno de algodón, relleno de arroz, otra pierna de tela y otra trenza de lana. Solo quedaron pedazos de la muñeca, miles de ellos esparcidos sobre el suelo. El rostro de Karina también parecía haberse roto en mil pedazos. Maxi se acercó para olfatear la escena del crimen y, sin que alguien lo notara, comenzó a engullir el relleno de algodón. Los pedazos de tela y lana se atoraban en la garganta de Maxi, que ahora no podía respirar. Karina ol-


vidó de inmediato que su muñeca había sido destruida y se acercó a Maxi para abrazarlo. —¡No, Maxi, no! Kerena también abrazaba el cuerpo viejo y canoso de Maxi. Intentaba practicarle la maniobra que había aprendido en el colegio cuando los bomberos llegaron a enseñarles primeros auxilios. Pero el cuerpo de Maxi era grande y pesado, y costaba mucho sujetarlo. —¡Uno, dos, tres, y empuja! ¡Vamos, Maxi! No sabía si la maniobra podía aplicarse a los perros. —¡Uno, dos, tres, y empuja! El pecho de Maxi no se movía y Karina se aferraba más a su cuerpo inerte. —¡Uno, dos, tres, y empuja! Y como si la boca de Maxi hubiera sido el propulsor de un avión de reacción, una bola formada por algodón, tela y lana salió disparada contra el techo como una bala, dio en el ventilador y, de manera asombrosa, fracturó una de sus aspas. Kerena respiró aliviada en ese momento.

57


58

Enseguida, tomó una bocanada de aire y, a continuación, observó sus manos cubiertas con los pelos de Maxi. Se mareó al mirar los fragmentos de la muñeca destrozada. La misma sensación de ausencia se reflejaba ahora en los restos de la muñeca y en sus manos cubiertas por el pelo y la saliva de Maxi. Kerena cayó en la cuenta de que Karina seguía catatónica, en choque. Parecía no creer que Maxi hubiera vuelto a la vida y que ahora se dirigiese de nuevo a la escena del crimen para seguir engullendo lo que pudiera encontrar. Kerena detuvo a Maxi y lo sacó al jardín. —Perro tonto, no hagas eso. Pero cuando regresó, Karina se había esfumado de nuevo, solamente volvía lo que se había separado de ella, no como la simple ausencia, sino como la certeza de una partida, del inicio de un viaje o de una aventura. Maxi observaba todo a través de la puerta de vidrio, asustado, quizás agradecido, talvez confundido, y por alguna inexplicable razón,


la mirada de Maxi le hizo recordar a Kerena el rostro de Karina llorando encima del cuerpo de Maxi, como si en ese momento hubiese aceptado que el mundo cambia, que las cosas nacen, crecen, envejecen...

59



V

La maleta estaba abierta y vacía sobre la cama. Mamá corría desesperada por el pasillo en busca de la pareja de la calceta, mientras que papá se había metido casi por completo debajo del capó del carro. —¡Ya voy! Era un viaje largo y debía asegurarse de llevar todo lo necesario: botas para el frío, sandalias para el calor, cepillo de dientes, vestido elegante, vestido casual, libro, libro y otro libro, por si terminaba los otros dos libros antes de estar de vuelta. A Kerena le gustaba leer durante sus viajes y perderse en una historia mientras vivía otra, para así compararlas y transformarse en una doble protagonista: en la realidad y en la ficción, como si fuese su álter ego. Muy

61



pronto, la maleta se había llenado de libros y escupía ropa por ambos lados. —¡Sí, ya lo llevo todo! ¡Sí, estoy segura! ¡Que sí, eso también! Los gritos viajaban por el pasillo y rebotaban directo en los oídos de mamá, siempre con la esperanza de que no siguiera hablando y preguntando si llevaba una toalla, suficientes calcetas, más de dos suéteres, unos zapatos cómodos para caminar, el cepillo de dientes… Mamá estaba vacilante en las escaleras, sosteniendo la calceta extraviada. Probablemente la había encontrado en el patio, dentro de la casita de madera de Maxi. La sostenía entre el índice y el pulgar, como se sostiene con una pinza aquello que podría resultar nocivo. La mantenía alejada del rostro. La calceta estaba cubierta de pelos y saliva de

63


64

Maxi. Si quería llevarla al viaje, tendría que apresurarse y lavarla con agua y mucho jabón, y luego secarla con la plancha, la secadora de pelo o en el horno de microondas. Papá hacía sonar la bocina desde la calle y gritaba a todo pulmón lo que todos sabían: «¡Ya vamos tarde!». Kerena bajó las gradas dejando caer a ritmo constante la maleta en cada escalón: una caída, un escalón, un segundo… La sala estaba libre de disturbio al igual que la cocina, donde todo parecía interrumpido: electrodomésticos desconectados, la refrigeradora con nada más que una botella de salsa de tomate que también estaba vacía. El profundo silencio la llevó a darse cuenta de lo acostumbrada que estaba al zumbido eterno, casi transparente e ignorado por todos, de la nevera. Era como todo lo demás: ahora lo notaba porque ya no era más. Tal como la ropa que usaba cuando era niña, o como los juguetes de su infancia, pensó, o talvez nada parecido a eso.


En el rostro de papá se insinuaba una sonrisa de irreconocible intención. Llevaba gafas de sol y se había remangado la camisa; se parecía a los conductores de camiones de carga. Estaba indeciso y, con el ceño fruncido, trataba de escoger entre uno u otro de los discos que sostenía con ambas manos. A ella le daba igual, no veía la diferencia. Kerena abrió el baúl del carro, ocupado por completo por la maleta de mamá, que era mucho más grande que la de papá. La maleta de mamá parecía estar a punto de explotar. Por su parte, papá había colocado la suya en el asiento trasero. Al lado de esta había una hielera con sándwiches y botellas de agua, una pequeña almohada y una sábana doblada. La cámara fotográfica reposaba sobre el tablero. Se subió al carro, y notó que papá seguía haciendo girar los discos en sus manos, por lo que concluyó que a lo largo de todo el camino de ida escucharían el disco uno y en el camino de retorno escucharían el disco dos. Así

65


66

que, para el final del viaje, habría aprendido de memoria las canciones de los dos discos, aunque no quisiera. Kerena empujó la hielera para abrirse espacio, cuando mamá apareció de repente en la entrada de la casa. Y así como aparecía, de igual manera se esfumaba una y otra vez, siempre sosteniendo algo: una bolsa, un pañuelo, otra almohada, unas calcetas, unos lentes, una sombrilla, una manzana… Se acercaba al automóvil para mostrarle a papá cada objeto que sacaba de la casa, y él lo lanzaba al asiento posterior, hacia las manos de Kerena. Después empezó a asomarse a la puerta, pero a dejar en el suelo todo lo que sacaba, como si asumiera que alguien más lo recogería y lo metería en el auto. Y algunas veces ni siquiera se asomaba, solo agitaba la mano desde la ventana y hacía señas que nadie comprendía. Por suerte, después de elegir el disco que escucharía primero, papá detuvo el compul-


sivo ir y venir de mamá, y tras convencerla de que ya llevaban todo lo necesario y de que, si olvidaban algo, pues ni modo, la subió al carro y le colocó el cinturón de seguridad, no sin un poco de resistencia de mamá. Parecía estar castigada y su expresión traslucía el repaso mental de la lista de lo que necesitaba para el viaje. No se daba cuenta de que papá ya había encendido el tocadiscos y cantaba con gran emoción la primera canción del viaje. *** El viento azotaba las ventanas, las piedras que las llantas desprendían del asfalto rebotaban contra los guardafangos y los árboles se hacían difusos a lo largo del camino. Papá aceleraba. Hacía calor dentro del carro. Debido a las maletas que estaban a su lado, a Kerena se le dificultaba estirar las piernas, o dormir, o recostarse, o sacar un libro... ¡Un libro! Llevaba tantos que había ol-

67


68

vidado en casa el que estaba leyendo. ¡Cómo iba a comenzar una nueva historia si no terminaba la anterior! De inmediato vino a su pensamiento la imagen del libro en algún lugar del cuarto. —¡Olvidé algo! Papá empezó a mascullar. Debido al volumen de la música no se podía entender lo que decía. Dio vuelta en la primera intersección de retorno que encontró, y antes de aparcarse delante de la casa le advirtió a Kerena que debía apresurarse, porque ya iban atrasados. —¡No me tardo nada! Kerena bajó del carro, salvó con agilidad la cerca y dio la vuelta por el jardín para entrar por la puerta trasera. Solo mamá, papá y Kerena sabían que la puerta que daba al jardín permanecía abierta, que nunca la cerraban con llave, pues aquello era imposible. La casa estaba sumida en el silencio. Subió por las escaleras hacia su habitación. Buscó dentro del armario y en el escritorio, hasta que recordó que la noche anterior se había ido


tarde a la cama por estar leyendo. Comenzó a revolver las sábanas e inmediatamente sintió la forma de un libro. «¡Ajá!», dijo en voz baja. En eso estaba Kerena cuando unas manitas la pescaron por los pies, justo de los talones, como un par de pequeños grilletes. —No te vayas —suplicó la vocecita. Era Karina, quien se escondía debajo de la cama y tenía el rostro cubierto de polvo. Tenía los curiosos ojos muy abiertos y con pequeñas pinceladas de melancolía. —Oye, me están esperando —explicó Kerena. Pero Karina ignoró las palabras de Kerena y comenzó a tocarle la punta de los zapatos, jugueteando con los dedos sobre las correas, como si caminara con ellos sobre los pies de Kerena, quien en ese momento imaginaba todo un mundo diferente, una historia cuyo protagonista escalaba una empinada colina. Karina sacó la otra manita de debajo de la cama y con esta simulaba dar saltitos en el suelo, a la par del otro zapato.

69


70

Una mano le hablaba a la otra, como si tratara de darle alcance, pero una estaba de pie sobre la colina, lejos, muy arriba, casi al nivel de las calcetas de Kerena; mientras que la otra gritaba desde el suelo, desde mucho más abajo. —Tengo que marcharme. Lo siento —insistió Kerena. Entonces observó a Karina que no dejaba de mover sus manitas. No entendía por qué estaba tan polvorienta. Parecía haber estado jugando encerrada en la bodega. —¡Hala!, juguemos… Con cada letra que pronunciaba, más entornaba los ojos, y el brillo de sus pupilas se perdía entre la profusión de lágrimas. Arrugaba los labios y, mientras hacía pucheros, imitaba el sonido del motor de un automóvil que corre sobre el asfalto. Kerena revolvió las sábanas, dio vuelta a las almohadas y alzó el edredón, y entonces el libro cayó abierto en medio de la habitación. Pero antes de que pudiera agarrarlo, Ka-


rina salió de su escondite y se deslizó presurosa como serpiente para atraparlo. Entonces, luego de hacerse con el libro, empezó a saltar y a correr por toda la habitación, de una a otra parte, imprimiendo las huellas de sus zapatos por el piso mientras sostenía y agitaba el libro como un trofeo. —¡Dámelo, Karina! Se encaramó al escritorio y pateó con aire rebelde el estuche de lapiceros, reglas, crayones, gomas de borrar y marcadores de colores. Después, se acercó a la puerta y derribó la canasta de la ropa sucia, arrojó al suelo todos los libros y tiró los vestidos, los suéteres, las camisas y los pantalones que había en el clóset. Kerena empezó a ponerse roja, luego morada, no se sabía si de cólera o de asfixia. Karina, en cambio, reía dentro del armario al abrazar el libro del que había despojado a Kerena. Entonces, en un incomprensible frenesí, arrancó la pasta y las hojas una por una. Las estrujaba y las lanzaba; lamía algunas y

71


72

las ocultaba dentro de los zapatos; doblaba otras y se sonaba la nariz con ellas. Al ver su libro preferido todo destrozado delante de ella, solo podía pensar en que si en verdad quería escribir un nuevo relato, crear un nuevo personaje, o vivir una nueva aventura, tenía que finiquitar todos los anteriores. Concibió, pues, la última pieza del rompecabezas, la que completaba la imagen y toda la historia. Ella era muy distinta a la niña que tenía delante de sí, a la que se encontraba jugando dentro del armario. Así que, con la determinación de aquel que es capaz de ver la luz del amanecer desde la cima de la montaña, se acercó al clóset y lo cerró de un fuerte portazo. Caminó hacia el espejo y permaneció de pie ante él, viendo su imagen, su verdadero rostro. Con el paso de los años algo había cambiado en su mirada, en su sonrisa y en su piel. Algo había cambiado en sus manos, en sus piernas, en su cintura...


Algo que se hallaba encima del espejo, encerrado en un marco de plata, llamó su atención. Era una fotografía muy diferente de las que había visto hasta ahora. Era ella, solamente ella, con sus padres, sus abuelos y la tía Olga. La habían tomado en el salón de usos múltiples del colegio. Llevaba puesto un traje negro largo y un birrete adornado con una borla. Sostenía con una mano un diploma muy grande que tenía estampado un sello dorado en una esquina, y en la otra mano llevaba un ramo de flores, talvez rosas, talvez tulipanes, que de seguro le habría regalado su abuela. Esa fotografía era la única en la que aparecía sola, sin Karina. Tenía fecha reciente. —Lo siento, Karina, no puedes venir a mi cumpleaños. Soltó la puerta con suavidad, como si temiera que la niña al otro lado la empujara. Pero talvez era el silencio que oía, o la tranquilidad que emanaba de su pecho, y entonces le sonrió a su verdadero reflejo en el espejo.

73


74

—Ya estoy lista, ¡vamos! Saltó por encima de la baranda del jardín, como un acto furtivo, y se lanzó al carro, donde la esperaban con el motor encendido. Papá no esperó ni un segundo para accionar la reversa a fin de retroceder hacia la calle. Cuando mamá y papá se dieron cuenta de que Kerena no traía nada consigo, tragaron saliva, quizá porque intuían lo que había sucedido, talvez no… Reemprendieron la marcha y las piedritas del pavimento comenzaron a rebotar de nuevo contra el guardabarros. Vio en dirección a la casa y le pareció mirar a Karina espiar desde la ventana, con sus ojitos brillantes y despidiéndose agitando su manita con velocidad. Su nariz de rábano parecía haberse encogido. Suspiró aliviada. Ya no era la niña de las trenzas a los lados y los labios carmesí; era quien ahora se dirigía hacia un nuevo destino, quien escribía una nueva historia, quien se hacía una nueva fotografía.


Y de súbito, alguien gritó su nombre, haciéndola volver, sacándola de su laberinto, despertándola de su ensueño. —¡Kerena! ¡Kerena! ¡Kerena…!

75



VI El cumpleaños Las sábanas se extendían mucho más allá de mis pies. Mis brazos y mis piernas apenas tocaban el borde de la cama; me parecía a una estrella de mar extendida en medio del océano. Hacía frío. Era temprano. Talvez todavía de madrugada. No podía saberlo, porque las cortinas no dejaban que la luz del sol se asomara a la habitación. Mamá gritaba mi nombre desde la cocina. Me pedía bajar a desayunar, que papá se apurara, que ambos nos despejáramos y nos quitáramos la modorra, que empezáramos nuestro día y con él la semana. Abrí los ojos y me quedé viendo el cielorraso. Se adivinaban entre la penumbra las mismas manchas. «Ojalá un día recuerde comprar pintura para cubrirlas», pensé.

77


78

Me incorporé sobre la cama y respiré profundo. Los dobleces del edredón seguían igual que ayer. Me pareció curiosa la sensación de haber estado persiguiendo a alguien toda la noche; como si hubiese estado corriendo, saltando y luchando. Aspiré con fuerza. De pies a cabeza, de arriba abajo y de lado a lado me abarcaba una sensación inefable, inconmensurable, un tanto aterradora, pero aunque sonara contradictorio, también tranquilizadora. Fluía por todo mi cuerpo una gran paz, como la que produce la aceptación, o como cuando se asimila una verdad. No recordaba qué había soñado, pero sabía que había sido una noche muy larga, como si hubiera estado atrapada en medio de una encrucijada de sueños, o en un laberinto de recuerdos cuyos episodios y capítulos hubiera experimentado de manera vívida. Entonces, tres imágenes acudieron a mi cabeza: una persona reflejada en un espejo, una mente divagando en sus recuerdos y una


vela encendida en medio de una mesa. Recordé que hoy era mi cumpleaños. ¡Mi cumpleaños! Y las palabras resonaron con suavidad en mi cabeza, como un susurro, una transformación por encantamiento que me deleitaba sobremanera. Mamá no dejaba de gritar desde la cocina. Metí mis pies en los zapatos y me puse de pie. Tenía la boca seca. Quería con desesperación un vaso de agua. Me dirigí a las escaleras con flojera. Cada grada representaba un gran esfuerzo para mis pies adormecidos. En ese momento pensé en todas esas veces en que a fuerza de bajar y subir esos escalones, mi mente había memorizado cada paso y recodo de la casa, cada pliegue de la alfombra, debido a la costumbre. Mamá batía huevos y picaba cebolla sobre una tabla. Se tostaba el pan en el horno eléctrico, la olla de los frijoles expulsaba vapor y la refrigeradora dejaba caer cubos de hielo de la nevera.

79


80

—Bue-nos dí-as… —Kerena, lleva el pan a la mesa —ordenó mamá. Papá estaba cruzado de piernas. Sostenía su taza de café y le daba sorbitos. Con la otra mano se restregaba la frente. Parecía estar exprimiendo las ideas de su cabeza. Y de vez en cuando suspiraba y luego fruncía el ceño.


—Ya está listo el desayuno, Kerena. Pon los cubiertos, por favor. ¡Vamos! Deja de leer, ya está listo el desayuno. Busca las servilletas. Saqué de las gavetas del trinchante tres tenedores, tres cuchillos y una cucharita para el azúcar, además de tres mantelitos individuales, sin olvidar las servilletas, y además tomé tres tazas de la platera. Mamá y papá se sentaron en los extremos de la mesa y yo en uno de los puestos de en medio. Quedaban dos puestos vacíos. —Mira lo que encontré ayer sobre tu cama. Me parece que te quedaste dormida viéndolo —comentó mamá. Y entonces me mostró el viejo álbum fotográfico familiar, el que el abuelo había llenado de recuerdos con

81


82

su cámara, cuando estas todavía usaban rollo. Mamá corrió su silla y se acercó a mi lado. —Aquí acababas de nacer. Volvíamos del hospital con tu papá. Él estaba muy emocionado, también un poco asustado, no sabía qué hacer. ¿Lo recuerdas? Papá sonrió tímido. —Aquí te damos tu primer baño, eras tan pequeña. Yo no me atrevía a cortarte las uñas; tuvo que venir la tía Olga para ayudarme. ¡Ah!, y esta fue la primera vez que te llevamos al jardín, te quedaste dormida bajo el sol y tu papá se puso enfrente de ti para darte sombra y que no te quemaras. Mamá estaba emocionada en verdad. —¡Ah, y ese chupete! ¡Cómo recuerdo ese chupete! Nunca lo soltabas. Te costó dejarlo. Mis amigas me decían que te lo quitara, pero a ti te gustaba mucho. Aquí ya te había crecido el pelo, mira qué liso era tu pelo. Yo siempre te lo recortaba hasta los hombros y te hacía dos trenzas, una a cada lado. Papá siempre dice que era tu estilo de pequeña.


Papá corrió un poco su silla para acercarse. —¡Ay, mira! Aquí estamos celebrando tu primer cumpleaños. La abuela, el abuelo, y también la tía Olga. Recuerdo que ese año compramos a Maxi. Tu papá creía que era una buena idea que lo tuviéramos, pensó que te haría compañía al regresar del colegio. Tan noble Maxi, lo quisiste mucho y siempre jugaban hasta cansarse. Se me hizo un nudo en la garganta. —Esta es de un día que fuimos al circo. ¡La pasamos tan bien! Tu papá te compró mucho algodón de azúcar, bolsas enteras. Después vimos el delfín. ¿Se acuerdan del delfín? Qué lindo era ese delfín, cómo hacía ruiditos y movía la cola. ¿Se acuerdan? Papá retrocedió junto con su silla. —Esta es de Navidad en casa de la tía Olga. Te gustaba mucho abrir regalos sin importar cuáles eran. Hasta querías abrir los de los demás. Los abuelos te dejaban, claro, porque te querían mucho. El abuelo se reía del desastre que hacías con los envoltorios y

83


84

las moñas. El abuelo, ¿te acuerdas del abuelo? Él te decía Karina, con cariño, claro, y luego todos empezamos a repetir «Karina». ¡Qué lindo el abuelo! Y volví a ver los dos puestos vacíos que tenía enfrente. —¡Miren! Esta es una ocasión cuando fuimos a la playa… ¡Ay, Kerena! A ti te daba miedo meterte al mar. Te la pasabas jugando siempre en la arena. Creo que una vez enterraste tus sandalias y luego no las encontrabas y tuviste que caminar descalza de regreso a la casa. Ese día te bronceaste mucho y te ardía la piel. Mamá no podía dejar de mirar aquellas imágenes y recordar. —Uy, esta está borrosa, pero mira, aquí estas en el jardín, juegas con tu muñeca, la que tanto te gustaba. Era tu juguete preferido, supongo, porque la cargabas siempre. Hasta dormías con ella. Se parecían, ¿sabes? La muñeca y tú, justo en la época cuando se te habían caído los dientes de leche. Y des-


pués la regalamos, ¿te acuerdas? Se la dimos a tus primas que viven lejos. —Aquí, ah, aquí nos estábamos mudando a una nueva casa… Papá bajó la mirada. —Esa época fue un poco difícil. Recuerdo que cuando viste las maletas en el carro te asustaste mucho y saliste corriendo a tu habitación. Ambos te buscamos por todas partes. Al final, te encontramos llorando dentro del clóset, sosteniendo unas hojas en blanco, decías que era el contrato de la casa y que si no bajábamos las maletas del carro lo ibas a romper, y nos repetías que tenía la firma del abogado. Papá se rascó la frente y se rio. —Ay, Kerena, ya nos vamos acercando. Aquí estás con tus compañeros en tu último día de colegio. Ese de veras fue un día emocionante. Qué orgullosa me siento, cariño. Por cierto, ¿ya te dieron el diploma? Hay que ir a pedirlo. ¿Ibas a ir hoy? No vayas a olvidarlo, y nomás te lo den, hay que guardarlo

85


86

bien, hacerle una fotocopia. Pronto te va a servir. ¿Ya te decidiste? Asentí con la cabeza. Mi cuerpo se estremeció y sentí cómo mi piel se erizaba. —¡Feliz cumpleaños, cariño! Papá se levantó de su silla. —¡Feliz cumpleaños, tesoro! Dos besos y dos abrazos. Luego, ambos se levantaron de la mesa, recogieron sus cosas, se subieron al carro y se fueron al trabajo. La casa se sumió en un silencio casi admirable. Y ahí, en medio, solo estaba yo, sentada, cavilando... Afuera, el jardín estaba iluminado por el sol, destellante. Transmitía la sensación de novedad, de apertura, de inicio. Me invitaba a salir. Le di el último sorbo a mi café y me levanté, no sin antes volver la mano para sentir el asiento tibio. Vacío, pero aun así, tibio. Me concentré por un momento: ya me había marchado, estaba en pie, pero seguía conservando su forma y su temperatura.


Y fue justo en ese instante cuando comprendí que así se siente cumplir años. FIN

87




Lucía Aguilar Autora

Nacida en ciudad de Guatemala, 1993. Es licenciada en Filosofía y diplomada en Astronomía y Astrofísica. Sus cuentos han sido publicados en antologías, revistas y diarios del país. Actualmente es autora y editora de libros de texto para Editorial Santillana y trabaja impartiendo talleres de escritura creativa en la Universidad del Valle.



Elvira Méndez Ilustradora

Guatemala 1976. Diseñadora Gráfica, ilustradora, pintora, maestra y gestora en centros culturales de La Antigua Guatemala. En 2004 cursó una beca de pintura y muralismo en la Escuela Quispe Tito de Cusco Perú. Su trabajo editorial cubre revistas nacionales para turismo, libros de escritores guatemaltecos como Francisco Alejandro Méndez, Arnoldo Gálvez; y en editoriales como F&G Editores, Santillana, Fondo de Cultura Hispánica, Centro Cultural de España, etc. Ha hecho murales para festivales en el Centro Histórico. Ha realizado numerosas exposiciones colectivas e individuales en Guatemala e internacionalmente en Perú y Cuba.



Índice

I II III IV V VI

............................................................. 9 ............................................................. 17 ............................................................. 33 ............................................................. 47 ............................................................. 61 El cumpleaños ..................................... 77


Aquí acaba este libro escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso por personas que aman los libros. Aquí acaba este libro que tú has leído,

el libro que ya eres.


Kerena ante el espejo Lucía Aguilar Ilustración: Elvira

Méndez

Kerena ante el espejo Kerena ante el espejo

Kerena cumplirá un año más de vida. Sin embargo, la noche anterior a su fiesta de celebración se entera de que Karina ha escapado de casa. Se ve inmersa en un recorrido de aventura a lo largo de sus pensamientos y sus sueños, que la lleva a descubrir cosas inusitadas. Para descifrar el misterio que envuelve la desaparición de Karina deberá enfrentarse a la persona a quien todos tememos más encarar en la vida. Las viejas fotografías, sus lejanos recuerdos y un espejo la ayudarán a darse cuenta, finalmente, de que ha crecido y de que, afortunadamente, ha madurado.

9 789929 723238

+12

Lucía Aguilar Ilustración: Elvira

Méndez

Lucía Aguilar

www.loqueleo.com

Cubierta_Kerena.indd 1

7/29/16 20:54


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.