El Monstruo de los Enredos Ilustración: Jennifer
Mariel Tercero
Don Héctor, el poblador más anciano de San Antonio el Nuevo, se reúne en las tardes calurosas en la plaza con los niños cuando salen de la escuela. Ellos escuchan sus historias, ríen y comentan. Una tarde en particular, él les habla acerca del Monstruo de los Enredos y lo próximo que este podría estar. Les pide que estén muy atentos, porque el Monstruo está muy cerca y la última vez que visitó San Antonio, una chispa acabó por transformarse en un incendio. Presten atención, chicos, que nunca sabemos qué forma adquirirá este monstruo.
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El Monstruo de los Enredos Lorena Flores Moscoso Ilustración: Jennifer
Mariel Tercero
Lorena Flores Moscoso
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El Monstruo de los Enredos
Lorena Flores Moscoso
9 789929 723306
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7/26/16 22:19
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Título original: El monstruo de los enredos © 2016, Lorena Flores-Moscoso © De esta edición: 2016, Santillana Infantil y Juvenil, S. A. 26 avenida 2-20, zona 14, ciudad de Guatemala. Guatemala, C. A. Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343
ISBN: 978-9929-723-30-6 Impreso en: Primera edición: abril de 2016 Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo y las búsquedas del grupo. El monstruo de los enredos fue escrito por Lorena Flores-Moscoso e ilustrado por Jennifer Mariel Tercero López (Morena III). La gestión y coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro Sandoval. Los textos fueron editados por Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval , Julio Santizo Coronado y Eduardo Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fue realizada por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta: Morena III. Coordinación de arte y diagramación: Sonia Pérez. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El Monstruo de los Enredos Lorena Flores-Moscoso
A Papรก y a Pablo Las historias trascienden generaciones
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San Antonio el Nuevo era un pequeño poblado al pie de una hondonada muy extensa a media hora del mar. Lo llamaban el «Nuevo» porque era de los poblados más jóvenes de la región. Esa tarde estaban reunidos en la plaza, bajo el frondoso y viejo amate, don Héctor, el más anciano de los pobladores de San Antonio, y los niños y las niñas que se congregaban a su alrededor al salir de la escuela. En esa época del año los días eran más largos: el sol se ocultaba pasadas las seis. Entonces los pobladores aprovechaban para ir los fines de sema-
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na a la playa y durante la semana disfrutaban de la plaza; pronto llegarían las lluvias y tendrían que resguardarse en sus hogares. Don Héctor era famoso por sus historias y ese día tenía planeada una muy especial: la historia del Monstruo de los Enredos. Los más pequeños no la conocían y ya era tiempo de que lo hicieran. El anciano llevaba varias noches soñando con el monstruo, y eso solo podía significar que estaba cerca y que pronto los visitaría. Tenía que prepararlos. El monstruo siempre causaba problemas. «Si prestan atención incluso pueden sentir el olor de su llegada», dijo don Héctor con tono serio. Los niños sonrieron, y algunos incluso fruncieron la nariz para sentir el olor, pero no lo lo-
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graron. A lo sumo sintieron el olor de las hojuelas fritas con miel y el dulce de guayaba que vendían en la esquina de la plaza. El viejo don Héctor sí podía sentirlo, su rostro indicaba que aquel olor no le traía buenos recuerdos. El monstruo de los Enredos era muy hábil para escabullirse sin que nadie lo notara y siempre que aparecía traía malas noticias consigo, así que era mejor prepararlos. Pocos recordaban la última vez que el Monstruo había estado en el pueblo. Los adultos de aquella época habían migrado, y fallecido; los niños de entonces ahora eran adultos, y los adultos suelen olvidar. Él, don Héctor, recordaba todo y quería contarles la historia para que todo aquello no volviera a suceder.
La última vez que había llegado lo hizo durante una tarde soleada, en silencio, mientras todos estaban ocupados. Entró por la calle principal sin que nadie se diera cuenta y poco a poco fue invadiendo los hogares de San Antonio el Nuevo. Lo hizo, además de con sigilo, disfrazado de algo o de alguien conocido, por eso no lo notaron. Fue muy astuto y cambió su aspecto cuantas veces lo necesitó. Su presencia se notó hasta que ya fue muy tarde. Con frases como esta don Héctor inició su relato. Hubo señales de su presencia, pero nadie se percató, por ejemplo: el día que Marcela venía de la ciudad con mucha carga con las compras para la tienda. Ese día el sol estaba muy fuerte, no había sombra alguna donde ocultarse y
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Marcela paraba cada cien metros a descansar. Cuando entró al pueblo y vio el jardín de Sebastián se tiró a la sombra del almendro. En la prisa no se dio cuenta de que sus bolsas habían aplastado las margaritas.
Estaba tan apenada. No sabía qué hacer y menos cómo decirle lo que había pasado. Sebastián amaba su jardín y seguramente se molestaría. Marcela optó por marcharse, sin decir nada, antes de que alguien se diera cuenta, pero una extraña sensación se quedó con ella. Cuando Sebastián vio sus margaritas no entendía qué había pasado. No
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había motivos para que eso pasara, el calor era muy fuerte, pero no para marchitarlas, y no había huellas de ningún animal. ¿Qué había sucedido? Como no encontró respuesta fue por su azadón y trató de rescatar algunas. Mientras movía la tierra vio algo que brillaba: era un llavero. El artefacto le parecía conocido, pero no lograba recordar de quién era. Por la noche le contó a su esposa lo sucedido y le mostró el llavero. «Ese llavero es de Marcela y estoy completamente segura —dijo Ana—. Se lo trajo Francisco cuando fue a Guatemala y visitó Esquipulas. Ella me lo enseñó para darme celos. A mí no me trajo nada, y eso que yo le presté dinero para el viaje», terminó diciendo muy molesta.
«Ana, ¿por qué te dieron celos? Nunca me dijiste que le habías prestado dinero», interrogó Sebastián a su esposa. Ana no le había dicho nada porque sabía que no estaría de acuerdo. Sin que nadie se diera cuenta, el monstruo había causado el primer enredo. Esa noche, Sebastián y Ana discutieron durante la cena, se fueron a la cama molestos y no se dieron el acostumbrado beso de buenas noches. Al amanecer estaban cansados y aún había rastros de enojo en sus caras y en el aire de su habitación. Al salir de casa ambos se marcharon por diferente camino: Ana salió muy temprano para hacer la compra; definitivamente no quería quedarse en casa y seguir discutiendo; Sebastián fue con el herrero para ver si estaba lista la
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cerca que le había pedido. Si él se la hubiera entregado a tiempo nada les habría sucedido a sus margaritas. En el mercado, Ana se encontró con Silvia, la chica de la panadería, haciendo fila en la carnicería de don Mauro. «¿Te pasa algo?», dijo Silvia al ver el rostro de su vecina. Ana inmediatamente empezó un discurso, seria y cegada por el enojo. Dijo que en el pueblo había gente que era muy descuidada y mentirosa. «¿De qué hablas, Ana? No te entiendo, ¿qué pasó?», respondió Silvia con asombro. «No puedo contarte. Le prometí a Sebastián no hacerlo y no
quiero más problemas. «¡Anda, dime!», insistió Silvia. «No puedo —le repitió Ana muy seria—. Solo te digo que hoy no iré a tejer a tu casa. No quiero ver a Marcela. Ella tiene la culpa de todo». Terminó con el ceño fruncido y los ojos llenos con chispas de enojo. El Monstruo de los Enredos estaba cada vez más cerca. Ana se fue sin que Silvia pudiera decirle que Marcela tampoco llegaría. La había llamado la noche anterior para decirle que no se sentía bien y que no iría. Todo aquello era muy raro. De la carnicería Silvia se fue directo a su trabajo: la panadería. En el camino se encontró a Margarita y le contó que Marcela y Ana no irían a tejer por la tarde. La tendera le dijo que no le extrañaba
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que cancelaran a última hora. «Son muy incumplidas», agregó Margarita. Y al parecer era verdad, y, según Margarita, Ana le había pedido, el mes pasado, una encomienda especial. Ella la hizo, y cuando llegó el paquete le dijo que lo sentía, pero no tenía dinero, que ella no le había confirmado la orden. «Se lo tuve que dar fiado y estas son las horas que no me paga», dijo alzando la voz. «En cuanto a Marcela, tampoco me extraña, ella solamente llega para hacernos perder el tiempo y ni siquiera le gusta tejer», dijo, y terminó cruzando los brazos como quien se llena de frustración. Silvia se despidió, ya no quería escuchar más chismes. Sebastián, por su parte, llegó molesto con Fernando, el herrero, y sin sa-
ludarlo le preguntó, más gritando que hablando: «¿Ya está lista mi cerca? ¡Te la pedí hace varias semanas e incluso te di un anticipo!». Fernando, sin caer en el juego, respondió: «Hola, buenos días. Pasa adelante». Aún muy molesto, digamos altamente molesto, Sebastián le dijo: «No tengo tiempo. Dime si mi cerca ya está o no está lista». Fernando respondió guardando el tono amable de su voz: «Disculpa, no está lista. No hay pintura negra en la ferretería. Josué dice que la traerá el viernes. Si quieres puedo entregártela y pintarla después». El ambiente se llenó de un aire espeso, denso, como el enfado de Sebastián. «No sé por qué vine. Yo sabía que no la tendrías», dijo Sebastián aún más disgustado. «Todos tienen
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razón al decir que eres un impuntual, y yo de tonto defendiéndote», expresó. La paciencia de Fernando tenía que agotarse tarde o temprano y sin tapujos preguntó muy molesto: «¿Quiénes dicen que soy impuntual?, ¿de quiénes me has defendido?». Disgustado y sin responderle a Fernando, Sebastián se marchó diciéndole, en tono amenazante, que más le valía tener la cerca pintada e instalada al final de la semana. Fernando se quedó desconcertado y molesto. Cerró el taller y se fue a la ferretería para averiguar si ya había pintura negra. Josué, el ferretero, le dijo que aún no la tenía. «¡Qué barbaridad! Bien dice Margarita que tú nunca tienes nada. Tendré que ir a su tienda. Ella seguramente sí tiene. Su tienda es más
completa que tu ferretería», dijo encendiendo el ambiente. «¿Que Margarita dice qué?», fue lo último que escuchó Fernando antes de salir enfurecido. El monstruo había entrado a San Antonio y estaba dejando escapar chispas para ver cuál de todas encendía.
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Los chicos seguían atentos a todos los enredos. Comentaban entre ellos si Marcela era realmente doña Chela y si Sebastián era don Sebas o eran nombres que el abuelo Héctor había inventado. Pronto oscurecería y tendrían que regresar a casa, pero ninguno quería hacerlo. En realidad querían saber en qué momento de la historia aparecería el monstruo. «Vayan a casa, chicos, seguiremos mañana», dijo don Héctor, y se levantó con destino a su hogar. Antes de alejarse les dijo: «Les dejo una tarea: estar atentos. El monstruo está cerca y
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estará buscando un lugar por dónde entrar, esconderse y hacer de las suyas». «Estaremos atentos y no lo dejaremos entrar», dijeron los niños en coro. María acompañó a don Héctor hasta su casa. Quería que le contara más. Cómo sabría si lo veía era una de las dudas que rondaban en su cabeza. «Lo sabrás sin duda. No puedo decirte cómo se ve porque es muy astuto y cambia de aspecto cuando le conviene. A veces tiene forma de algo que conocemos, otras veces de algo que nos llama la atención. Puede ser grande o pequeño, de colores o blanco y negro; con pelo o con plumas. Nunca se sabe, así que es mejor estar atento y ver con los cinco sentidos». Joaquín fue el primero en creer haber visto algo extraño, tal vez, y quién
puede negarlo, fue al Monstruo de los Enredos. Él era el más pequeño de cinco hermanos y casi nunca tenía o parecía tener la razón. Sus hermanos mayores siempre decían que eran más inteligentes, más astutos o más rápidos. Así que él optaba por observar y escuchar cómo discutían entre ellos por ver quién era el mejor en algo. Observar y escuchar le había servido para aprender a pensar, analizar; como cuando salió ileso de una discusión con el Pequeño Juan, terror de todos en primaria, y sobre todo a saber cuándo dejar de discutir, como ahora. Algunas veces antes de hablar era mejor ordenar los pensamientos, tomar distancia y verlos de forma objetiva o al revés, acercarse e inyectarles emoción.
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Esa tarde, después de escuchar a don Héctor, Joaquín se fue pensando, y en su mente su pequeña voz repetía: «¿Qué pasará si el Monstruo de los Enredos se mete al pueblo nuevamente?». De pronto, en la esquina, a una cuadra de su casa, vio una sombra irregular reflejada en la pared. No lograba distinguir de qué o de quién se trataba. Lleno de curiosidad se acercó. Mientras más cerca estaba, la sombra se iba difuminando; en cambio al alejarse, volvía a resaltarse su contorno. Sucedía lo mismo que cuando sus hermanos discutían. Si seguían discutiendo y discutiendo, se acaloraban, dejaban de escuchar, sus voces se elevaban y era como si su vista se nublara. Dejaban de ver lo importante y notaban las pequeñeces. Así pasa-
ban los minutos y no llegaban a nada. Era mejor calmarse, respirar profundo, y en algunos casos incluso retirarse. Los problemas eran más claros cuando no se estaba tan cerca de ellos. Eso se lo enseñó su madre, quien también le decía: «¡Recuerda que no todo lo que parece es!». ¿Aquella sombra sería solo una sombra o sería algo más? Aquella pregunta se repetía en su cabeza. Finalmente, la tarde del jueves los chicos y don Héctor volvieron a reunirse en la plaza. Los días se estaban haciendo un poco más cortos y la temperatura estaba descendiendo. El grupo estaba inquieto, unos querían escuchar a don Héctor, y otros las historias de quienes decían haber visto al Monstruo. Lucía, por ejemplo, decía que el otro día muy
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cerca del tanque había escuchado un sonido superextraño. Era un sonido parecido al graznido de un pájaro y el maullar de un gato. Contó que intentó ubicar de dónde provenía el sonido, que caminó por la parte de atrás de la casa de Joaquín, cerca del jardín de don Sebastián, y fue allí donde vio un bulto. No quiso acercarse para ver de qué se trataba porque solo oírlo le daba miedo. Malú también había visto algo cerca de ese jardín, solo que ella no escuchó nada, sino que sintió un olor muy fuerte y penetrante. Era tan fuerte que la nariz le empezó a picar y estornudó. Cuando se acercó pudo ver que un objeto verde brillante y de apariencia gelatinosa se escurría entre un matorral. Al acercarse un poco más ya no había
nada, pero seguía sintiéndose aquel extraño olor. Don Héctor les dijo que posiblemente todos tenían razón y habían visto al monstruo. Algunos notaron su olor, otros su sonido, por eso era importante ver con los cinco sentidos y estar atentos a lo inusual. La última vez que el monstruo había entrado al pueblo ocu-
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rrieron muchos problemas. Incluso estuvieron a punto de perder las cosechas y, lo mรกs importante, la paz entre los habitantes del pueblo.
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El anciano recordó que la mitad del pueblo estaba disgustado con la otra mitad y viceversa. Lo peor era que nadie decía nada al respecto. Estaban recorriendo el camino equivocado, pero nadie daba su brazo a torcer. Así fue pasando el tiempo. Los vecinos, amigos y familiares, aunque se saludaban, lo hacían falsamente y la situación empeoraba. Ya no confiaban uno en el otro, se sentían ofendidos y sin ganas de perdonar. En las calles, casas y comercios se escuchaban cosas como «¡cuidado con Esteban, es un incumplido!», o «¡Antes
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de volver a invitar a Marcela a casa preferiría invitar al Monstruo de los Enredos!». Incluso se decía que don José había hablado con sus gallinas antes de venderlas a Ana para que no pusieran huevos, porque ella había metido en problemas a su hija Marcela. El colmo fue cuando contaron que doña Eloína, una dulce señora, era quien se trepaba a los árboles de Sebastián y se llevaba las naranjas. Los habitantes de San Antonio además estaban hartos de soportar el calor, preocupados porque la lluvia no llegaba y tensos por la situación entre los
pobladores. Si no llovía en los próximos días no tendrían buena cosecha, no tendrían qué vender y en algunos casos ni siquiera tendrían qué comer. La tan ansiada lluvia no tardó en llegar. La tormenta que trajo consigo fue precedida por una serie de relámpagos que iluminaban el cielo y hacían vibrar las ventanas de las casas junto con los corazones de muchos. El día que la lluvia llegó fue el mismo en que el Monstruo de los Enredos se hizo visible y desató un problema mayor. Un día después de la lluvia, algo raro estaba sucediendo y la primera en dar la voz de alerta fue Marcela, quien venía caminando por la vereda cerca del río cuando vio cómo un rayo partió en dos un árbol y este se prendió en lla-
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mas. Las hojas del árbol se desprendían como pequeñas estelas de fuego que viajaban con el viento enredándose en otros árboles. Pronto no fue uno, sino varios árboles alrededor, los que se convirtieron en enormes antorchas. La casa más cercana era la de Sebastián. Marcela sintió ganas de ir y tocar a su puerta, pero seguramente no le abriría, fue lo que ella alcanzó a pensar. Él, por su parte, la vio por la ventana corriendo y gritando, pero no quiso salir y ver qué sucedía. Seguramente no era nada. Marcela era exagerada y mentirosa, así que no le dio importancia. Sebastián le comentó a Ana, su esposa, que había visto por la ventana a Marcela gritando y corriendo. «Seguramente no es nada», le dijo ella tam-
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bién. «Ya sabes lo escandalosa que es (el Monstruo de los Enredos había logrado que una de sus chispas encendiera). Si le ocurre algo, lo más probable es que se lo merezca», afirmó. Estaban a punto de sentarse a comer, cuando un humo gris y denso comenzó a entrar por la ventana. «¿Qué se estará quemando?», era la pregunta que estaba en el aire. Cuando Sebastián se asomó nuevamente por la ventana vio con gran sorpresa varios árboles en llamas. Si el viento cambiaba de dirección acabaría con las cosechas. Ana tomó el teléfono y pensó en llamar a Francisco. Él podría traer toneles de agua y gente en su picop para que ayudaran y lograran apagar el fuego, pero si lo llamaba seguramente Sebastián se enojaría, así que no lo hizo.
Sebastián se fue al pueblo a buscar a Fernando para que le prestara palas y picos. Su idea era hacer zanjas rodeando los árboles en llamas y con eso evitarían que el fuego se propagara. Cuando Fernando vio venir a Sebastián pensó que llegaba a reclamarle, y para evitar la confrontación le cerró la puerta. Sebastián le gritaba que le abriera, y Fernando le decía que se fuera, esto una y otra vez en un ejercicio sin fin. Eran tan fuertes los gritos que ninguno de los dos se escuchaba. Marcela también fue a casa de Fernando, pero afortunadamente a ella sí la escuchó. Rápidamente le contó lo que sucedía y salieron del lugar para hablar con el alcalde. Los niños no lo sabían, pero en ese entonces era don Héctor,
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quien rápidamente hizo sonar las campanas en señal de alerta. Los que estaban cerca se congregaron sin demora en el centro de la plaza. Todos estaban alborotados, con miedo y disgustados entre sí. El alcalde no entendía qué sucedía. Estaba por ocurrir un gran desastre y parecía no importarles. De pronto se escuchó un gran rugido. Todos guardaron silencio. No sabían si era un trueno, si era otro árbol que se resquebrajaba o, peor aún, si era el temible Monstruo de los Enredos. El alcalde aprovechó el silencio para dirigirse a ellos. «Es necesario que guardemos la calma y nos organicemos para apagar el fuego e impedir que avance. Si el fuego cruza el río, las siembras estarán perdidas —dijo con seriedad el al-
calde—. Si nos descuidamos, el incendio puede alcanzar incluso algunas de nuestras casas». Terminó de hablar y la gente empezó a murmurar; el viento soplaba tan fuerte que dispersaba las palabras. «Nos organizaremos según nuestras habilidades y nuestros recursos —prosiguió el alcalde—. Sebastián ayudará a Francisco y juntos cargarán el picop con toneles, los llenarán de agua y los llevarán a la orilla sur del río. El fuego recién está empezando allí y podemos apagarlo fácilmente». El alcalde continuó dando instrucciones. «Matías y Fernando se encargarán de organizar a un grupo con palas y piochas para abrir unas zanjas cerca del paredón, para tratar de detener el fue-
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go por esa parte y eliminar los riesgos de expansión». «Marcela reunirá junto con Ana a otras mujeres y se llevarán a los niños al salón municipal para que estén ahí mientras sus mamás y papás están ayudando con el fuego. Pondremos mantas y haremos comida para todos». Tarea que era designada se ponía en marcha de inmediato, nadie titubeaba; por un momento las diferencias, que seguían presentes, se olvidaban. «Margarita y Pedro reunirán a los animales que están cerca del foso para que no se asusten. Los llevarán al corral de Marcela, que es grande, y allí podrán permanecer hasta que pase el peligro», indicó. Al darse cuenta de por quiénes estaba formado cada grupo, todos co-
menzaron a refunfuñar. Sin embargo, a regañadientes tuvieron que dejar los conflictos a un lado y trabajar como equipo por el bien de todos. Si no lo hacían peligraba el bienestar de todos. Trabajaron por varias horas juntos. De cuando en cuando se escuchaba el rugido del Monstruo de los Enredos. Los rugidos los hacían dejar atrás los regaños innecesarios, las habladurías y aclarar los malentendidos para proseguir. Sebastián y Francisco lograron frenar las llamas que estaban empezando y corrieron a ayudar a los demás. Del lado del paredón el fuego seguía extendiéndose y era incontrolable. Pasaban las horas y las fuerzas de la gente se agotaban. Entre todos trataban de
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darse ánimo, pero el fuego parecía no ceder. El Monstruo de los Enredos se había encargado de alimentarlo bien y no haberlo atacado a tiempo lo había avivado aún más. Don José le pidió a su hija Marcela y a Ana que lo ayudaran a reunir a los niños y los llevaran al salón. Mientras él cocinaba un rico arroz con leche para todos, ellas jugaron y cantaron con los más pequeños, mientras los niños más grandes acomodaban un área para dormir. Al final, Ana y Marcela estaban tan cansadas que se dieron un gran abrazo y rieron hasta más no poder. Habían sido unas tontas estando tanto tiempo disgustadas. Marcela prometió disculparse con Sebastián y ayudarlo a reparar su jardín.
Mientras cargaban de nuevo el camión, Sebastián se disculpó con Fernando por haberle gritado y haberlo ofendido. Fernando a su vez lo hizo con Matías, y Matías con Carmen por haberle dicho que ella no podía ayudar
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en el camión unas horas atrás. Sin embargo, sin su ayuda no lo hubieran podido lograr. Estando en armonía y con menos disgusto en el corazón tuvieron más fuerzas para seguir. El fuego parecía que por fin cedía y el equipo funcionaba mucho mejor. Marcela y Margarita llegaron a darles un poco de arroz con leche y canela que había cocinado don José para que recuperaran fuerzas. Marcela aprovechó para disculparse con todos a los que había molestado o de quienes había hablado a sus espaldas. «Lamento no haberte dicho que había sido yo quien, sin querer, dañó tus flores. Yo te ayudaré a resembrarlas. Fernando, también lamento haber dicho que en tu ferretería no hay nada. Lo dije un día que estaba
disgustada y frustrada porque no encontraba algo que necesitaba». Ambos aceptaron sus disculpas y se abrazaron. De pronto el cielo volvió a rugir, esta vez era para anunciar la tan ansiada lluvia. Las gotas no se hicieron esperar, se precipitaron una tras otra. La lluvia cayó con tal fuerza que el fuego fue cediendo hasta quedar apagado. Solo quedó humo y madera incandescente, así como las caras manchadas, los cuerpos cansados y sucios de todo mundo. Sin embargo, nada de eso importaba, los pobladores de San Antonio el Nuevo bailaron y cantaron de felicidad entre las cenizas. Muchos árboles estaban quemados, algunas siembras perdidas, una que otra casa dañada, pero estaban contentos y unidos. Mañana sería otro
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día y trabajarían juntos para recuperar lo perdido. El Monstruo de los Enredos no tuvo dónde esconderse, crecer ni mucho menos cómo alimentarse. Mientras las personas aclaren los malentendidos, ofrezcan disculpas y perdonen, el monstruo permanecerá lejos. Don Héctor terminó de contar la historia y los niños guardaron silencio. Fue María la primera en decir: «Juan, disculpa por el otro día que te dije que iba a llegar a tu casa y no lo hice. Desde ese día has estado diferente conmigo». «Sí, María, te estuve esperando y luego me enteré de que te habías ido con Malú», respondió Juan. «Me enojé, pero no te dije nada, solo dejé de hablarte. Pero no volverá a suceder», dijeron ambos.
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Otras travesuras 63 *** Bueno, antes de seguir con esta historia tengo que contarles esta otra, que también está vinculada a nuestro problemático amigo. Ese día en la plaza los niños le decían a don Héctor que estaban entusiasmados porque pronto sería Carnaval. Estaban tan contentos que nadie hablaba del Monstruo de los Enredos, tal parecía que lo habían olvidado por un momento. Pero estaba más cerca de lo que pensaban.
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Luisa quería ser doctora cuando adulta, y Juan, que también lo deseaba, le decía que eso no era posible, que los doctores generalmente son hombres y las niñas enfermeras. Que se vería mejor con un traje de enfermera que con una bata de doctor. Ella insistía en que sí, que ella vestiría de doctora para el Carnaval: «Seré la primera doctora del pueblo». Por su parte, Juan insistía en que no podría serlo. Entonces a don Héctor se le ocurrió hacer una serie de pruebas para comprobar el interés de ambos por la ciencia; con las pruebas verificaría quién tenía vocación de servicio, quién era más cuidadoso con los detalles y quién de los dos realmente deseaba ser médico. Todas las pruebas eran cualidades y
habilidades que un médico debía tener, entre muchas otras. Juan no estaba tan convencido, pero aceptó. Las pruebas se realizarían a lo largo de una semana y no habría aviso. Don Héctor estaría atento, observando y recabando evidencia para determinar quién estaba más interesado en ser médico cuando fueran adultos; el ganador se disfrazaría de médico para el Carnaval Luisa se marchó muy contenta a casa, mientras Juan pensaba que realmente no le gustaba la ciencia. Había que ser demasiado meticuloso, observar, estudiar, experimentar y sobre todo querer ayudar a los demás. Eso no era para él, o al menos eso era lo que pensaba hasta entonces.
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A la mañana siguiente, Juan y Luisa coincidieron en la entrada de la escuela. «Que gane el mejor», dijo Juan a su amiga, y ella le sonrió. En la clase de Ciencias terminaron de ver el método científico y tenían que hacer grupos para un proyecto. Luisa y Juan quedaron en diferentes grupos, pero ambos tenían que replicar el mismo proyecto: una batería de frutas. ¿Una batería de frutas? Luisa tenía muy claro qué harían. Una batería almacenaba energía y la transformaba en electricidad. Era así como muchos juguetes y aparatos funcionaban. Tenían que crear su propia pila con un cítrico y que fuera capaz de encender una bombilla pequeña. Para eso necesitarían un limón o una naran-
ja, clavos de cobre y clavos de zinc, «… no menores cinco centímetros», decían las instrucciones, una bombilla pequeña y cinta aislante. Mientras el grupo de Luisa recolectaba los materiales, el de Juan seguía tratando de organizarse. No sabían escuchar. Entre ellos había mucho ruido, incluso el sonido parecía ser el que hace el Monstruo de los Enredos cuando está cerca. Algo así como un chillido/– graznido/–zumbido muy molesto. El primer paso fue tomar la naranja y la apretaron fuertemente procurando no romper la piel. Tenían que suavizarla para poder extraer el jugo. Después la perforaron usando las uñas y poco a poco insertaron clavos: uno de cobre y uno de zinc. Los separaba una distan-
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cia de unos cinco centímetros. Luego le quitaron el aislamiento de plástico a la bombilla y dejaron expuesto el cable de la parte inferior. Envolvieron el cable en la cabeza de los clavos y lo fijaron con cinta aislante. ¡De pronto la bombilla encendió! En el grupo de Juan habían roto la bombilla y discutían entre ellos sin encontrar solución. Al salir de la escuela se encontraron a don Héctor en el parque; Juan y Luisa se unieron al grupo de niños que lo rodeaban. Estaban organizándose para ir a recoger naranjas y limones al huerto de doña Cruz. La pobre anciana tenía una vieja lesión en la espalda y le estaba afectando nuevamente; los frutos se estaban pudriendo porque nadie, además de ella, los recogía. Juan y Luisa, al oír
la historia, quisieron inmediatamente unirse al grupo. A los dos les gustaba trepar a los árboles y sobre todo querían ayudar a doña Cruz. El primero en subir fue Juan, ya que él era el mejor trepador y todo los sabían. Se jactaba de eso. Cuando iba por la mitad del árbol y ya había cortado algunas naranjas, creyó haber visto algo brillante que lo hizo perder brevemente el equilibrio. Todos se asustaron, pero su cara le dijo al resto que no pasaba nada. No quería dar su brazo a torcer y decir que por un momento había sentido miedo al ver aquel objeto brillante. Luisa trepó a un limonar viejo y desde ahí observó que doña Cruz caminaba lentamente, pero sin quejarse. Caso contrario, en
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cuanto tomaba asiento su rostro hacía un gesto de profundo dolor. «Anda, apúrate —le gritaba Juan—. Has cortado muy pocos limones». En ese instante a Luisa también la cegó un objeto brillante, se enredó en una rama, se espinó y se le cayeron los limones. Juan reía y ella se iba poniendo cada vez más enojada. Mientras el enojo subía más la cegaba y el objeto brillante se hacía más grande iluminando el rostro de Luisa. Cuando bajó del árbol no quería ver a su odioso amigo. Se fue directo a ver a doña Cruz y le dijo: «Me parece que a su espalda le hace bien que camine, y que permanezca sentada le causa mucho dolor. Además, he escuchado a mamá decir que es bueno ponerse lienzos de agua fría y de agua caliente para
desinflamar» Esto último lo dijo sin estar segura de qué era eso de «desinflamar». Todos se despidieron de doña Cruz deseándole que mejorara. Juan, después de ver la actitud de su amiga, reparó en que algo lo había estado influenciando para actuar como lo había estado haciendo. El domingo, dos días antes del Carnaval, se reunieron de nuevo con don Héctor. A Juan le zumbaban los oídos, y Luisa parecía que tenía arena en los ojos. Ambos estaban disgustados y no querían oírse ni verse. Don Héctor pudo ver claramente que el monstruo había estado haciendo de las suyas. Antes de decirles quién había ganado la bata de médico quiso que ellos arreglaran las cosas entre ellos.
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El Monstruo de los Enredos no solo visitaba las casas de los humanos, sino también se metía de cuando en cuando en el gallinero, en el establo o en el agujero donde vivía el ratón. Fue así como Malú perdió su diente, y Pepe, el ratón, lo encontró, y como era de esperarse, el monstruo se lo quedó. Pepito era un pequeño ratoncito de pueblo. Vivía con su familia en un agujerito de la pared de la agropecuaria de don José. Su casa no era muy grande, pero era muy cómoda y jamás les faltaba la comida. Además de comer lo que don José les daba a los animales, Pepe y su familia solían ir a la panadería de los papás de Malú a traer un poco de harina.
Un día Pepe escuchó un gran alboroto en la sala, sí, la sala de la casa de Malú, es que acá los negocios están en las casas de sus dueños. Como era muy curioso trepó y trepó por los pilares hasta llegar a una rendija por donde podía ver. Sus papás le habían dicho que no fuera hasta allí, que la familia de Malú necesitaba privacidad, pero él no escuchó. Mientras subía aquella tarde, sintió como si una sombra subiera con él. Cuando iba rápido, la sombra aceleraba; cuando iba despacio, bajaba la velocidad. Desde la rendija vio unos sillones de flores que se veían muy suavecitos, una mesa con fotografías y a Malú viéndose los dientes en el espejo. A Malú se le había caído un diente. Al ratón se le iluminaron los ojos. Aquel
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diente recién caído era un tesoro. Malú quería guardarlo en un lugar donde el ratón no lo encontrara. Quería esperar hasta el día que fuera a casa de su abuela porque ahí el ratón dejaba más dinero. Pepe sabía que cuando una niña o un niño quieren guardar su diente, ellos no pueden llevárselo. Pero él quería tenerlo y en su mente no había indicios de abandonar esa idea. A partir de entonces, el inquieto de Pepe subía todos los días a observar lo que hacía Malú; quería descubrir dónde había puesto su diente. Él quería ese diente y estaba dispuesto a pagarlo con todos sus ahorros. De tanto observar, se enteró de que Malú iría al siguiente día a casa de su abuela y sacó su diente del escondite
para no olvidarlo. Por supuesto, y era de esperarse, Pepe lo vio y la chispa de la inquietud lo llenó de energía. Él quería ese diente, lo usaría para triturar semillas y un sinfín de cosas más. Pepe, el ratoncito, esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la habitación del niño. Malú se había dormido mirando y mirando su diente, lo había puesto debajo de su almohada. El Monstruo de los Enredos lo ayudó a cubrir con una densa sombra el momento en que lo tomó. Pepe estaba tan emocionado que sin querer soltó el diente. Si él no tenía el diente, no dejaría el dinero, fue lo que pensó. El diente cayó en un saco de harina que la mamá de Malú utilizaba para hacer pan. Al siguiente día Malú lloraba
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amargamente porque había perdido su diente. Pepe, por su parte, estaba molesto y parecía estar envuelto en una nube gris que empezaba a preocupar a sus papás. Por la tarde, cuando estaban a punto de poner en el mostrador el pan recién salido, Pepe vio el diente brillar, recostado sobre una hogaza. Estaba tan decidido a recuperarlo que no se percató de que había muchos humanos. Una de las señoras empezó a gritar: «Un ratón, un ratón», y el resto de clientes se alteraron. La mamá de Malú no sabía qué hacer; en su panadería no había ratones. Pepe estaba decidido a recuperar lo que él creía que era suyo. Malú vio cómo se dirigía al pan y se lo arrebató. Ambos empezaron a luchar por la hoga-
za, mientras la señora seguía gritando. Pepe mordió con toda la fuerza de su mandíbula el pan y con sus pequeñas manos intentó resguardar el diente. De pronto, el ratón y Malú cayeron al suelo. Malú cayó de cara y perdió otro diente que nuestro amigo roedor intentó atrapar. Cuando Pepe reaccionó ya era muy tarde y se dio de frente contra el mostrador. Para sorpresa del pequeño intruso fue él quien perdió un diente; lo supo cuando lo vio salir de su boca a toda velocidad. En cambio, el diente de Malú salió volando y cayó en la boca de la señora que gritaba y se lo tragó. El Monstruo de los Enredos reía escondido en un rincón. FIN
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Lorena Flores-Moscoso Autora
Nacida en Guatemala en 1974. Grados de licenciatura en Ecoturismo y Literatura con maestrías en Estudios Ambientales, Administración de Empresas y Docencia. Actualmente es docente de educación superior. Ha escrito seis libros de historias cortas, una novela corta y un libro de poesía. Ha realizado varias publicaciones en revistas y antologías.
Morena III Ilustradora
Nació en 1994 y su nombre es Jenn Tercero. Desde pequeña se interesó por toda forma de expresión artística. A los 12 años decidió ser ilustradora. Así empezó su formación autodidacta. En el 2011 fue invitada a participar en la galería de YOA+, y en 2013 montó su primera muestra personal en la galería de Café Urbano, en Antigua Guatemala. En 2015 se graduó de la Universidad del Istmo como diseñadora gráfica y colaboró en la creación de piezas gráficas para la película W2MW, dirigida por Rafael Tres (2016). En octubre de
2015 participó en la muestra colectiva Mosaico, organizada por Walter Writz, donde dio a conocer una de sus técnicas favoritas para ilustrar: la plastilina, técnica seleccionada para dos títulos del proyecto loqueleo: El Monstruo de los Enredos y Acha la cucaracha.
Ă?ndice
1 2 3 4
................................................... 11 ................................................... 29 ................................................... 41 Otras travesuras ....................... 63
Otros títulos de la serie Vivian Mayén NumeroLandía
Antonio González Bostezaurio
Alejandra Osorio ¿Qué hace acá una mariposa?
Ana Pérez Zaldivar Las aventuras de Brócole
Antonio González Mymoko
Emilio Solano La huella del gigante
Lorena Flores No olvides ver el cielo
Yasmin Sosa Enrique el dibujante
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Aquí acaba este libro escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso por personas que aman los libros. Aquí acaba este libro que tú has leído,
el libro que ya eres.
El Monstruo de los Enredos Ilustración: Jennifer
Mariel Tercero
Don Héctor, el poblador más anciano de San Antonio el Nuevo, se reúne en las tardes calurosas en la plaza con los niños cuando salen de la escuela. Ellos escuchan sus historias, ríen y comentan. Una tarde en particular, él les habla acerca del Monstruo de los Enredos y lo próximo que este podría estar. Les pide que estén muy atentos, porque el Monstruo está muy cerca y la última vez que visitó San Antonio, una chispa acabó por transformarse en un incendio. Presten atención, chicos, que nunca sabemos qué forma adquirirá este monstruo.
Cubierta Monstruo.indd 1
El Monstruo de los Enredos Lorena Flores Moscoso Ilustración: Jennifer
Mariel Tercero
Lorena Flores Moscoso
www.loqueleo.com
El Monstruo de los Enredos
Lorena Flores Moscoso
9 789929 723306
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7/26/16 22:19